Definitivamente The Hangover: Part III es muy diferente a sus antecesoras. Por un lado, no ostenta con soltura el título que la hace digna de la saga -no hay borrachera ni drogas de por medio esta vez- y, por el otro, no alcanza las cotas de gracia de la primera ni toca fondo como la segunda. Es un híbrido extraño entre comedia negra y una película de gángsters modernos, que se aleja bastante de los parámetros histriónicos y zarpados que se establecieron como moneda corriente anteriormente. No se si sea generalización propia, pero los personajes de Zack Galifianakis y Ken Jeong son dos sujetos insoportables en dosis separadas, pero juntos hacen un combo suicida imposible. Mas allá de que se encasillen en los mismos papeles una y otra vez, muy a mi pesar son los dos motores de esta entrega. El papel de Jeong está extendido y es una parte vital de la historia, que se acopla al propósito de La Manada de encaminar la vida de Alan, el estrepitoso y vulgar gordito que de cariñoso no tiene nada y es egoísta, idiota y extremadamente peligroso. El as bajo la manga que resulta el mafioso encarnado por John Goodman intenta agregar de manera infructuosa un poco de suspenso y apuestas para el grupo de amigos que deberá recuperar dinero robado por el asiático antes de que uno de ellos sufra una muerte temprana. No causa gracia ya que Stu grite su muletilla "What the fuck is going on?" por enésima vez, no causan gracia los mañierismos de Chow ni su irreverencia, no causan gracia las actitudes de Alan para con la vida, metiendo una y otra vez a sus amigos en problemas por su total carencia de sentido común. Pero eso es exactamente lo que hace que The Hangover sea The Hangover, las estupideces de este dúo de imbéciles que son un imán de mala suerte y generan situaciones que van empujando la trama de a poco. Estamos frente a una secuela diferente, que juega sus cartas en un intento de ser novedosa y apenas sale airosa. No sólo por tener un par de cameos de personajes de anteriores aventuras y el mentado regreso a Las Vegas signifique que todo cierre con moño dorado una saga que fue debilitándose poco a poco. ¿Ya dije que no soporto a Galifianakis? Vuelvo a repetirlo, me parece una persona imbancable, pero su personaje sirve, funciona a la trama, y hay que ir con la corriente en este sentido. Jeong es harina del mismo costal, impresentable, no genera risas su papel y la extensión de su participación me resulta francamente preocupante. Bradley Cooper y Ed Hemls, cuyas popularidades dispararon con el film de 2009, vuelven a repetir sus posiciones de mentes pensantes del asunto, mientras que Justin Bartha queda relegado una vez más de la acción principal. Y si de acción estamos hablando, el director Todd Phillips tiene una carrera más que potable en el cine de suspenso, porque la infiltración al penthouse del Caesar's Palace es una escena brillante que se destaca por su tono angustiante. The Hangover: Part III es un gran avance frente al mal gusto de su predecesora, pero queda grande ante la original. Entretiene, pero es un giro radical a cómo se mantiene la narrativa de este film. Por supuesto, tiene un golpe final después de los créditos que amerita una secuela. ¿Es necesaria? No lo creo, pero como cierre puntilloso funciona y nos saca una sonrisa final antes de bajar la cortina.
Historias de jóvenes y crecimiento personal. Nunca terminarán de inventarse y reciclarse para adecuarse a la necesidad de cada director. Incluso al cambiarle el trasfondo social, cultural y temporal, el esqueleto temático se mantiene intacto. La cineasta inglesa Sally Potter toma como recursos la crisis de los misiles del '62 y empuja a sus dos protagonistas, amigas y rivales, a un torbellino de emociones con la amenaza nuclear como paralelismo de una explosión inminente. Ginger es introvertida y callada, mientras que Rosa es impulsiva y visceral. Ambas comparten la impasible determinación de no convertirse en sus madres, mujeres que por una u otra razón se presentan ante sus ojos como frágiles y fracasadas amas de casa. Potter se vale de una edición fracturada, casi nerviosa, para representar los cambios bruscos de una adolescencia efervescente. Entre diferentes escenarios, mayormente interiores en penumbras y exteriores en decadencia -ese baldío con una fábrica en ruinas es hermosamente devastador- transcurre esta amistad tormentosa que se redefine cuando la vida de ambas toma un rumbo que ninguna de las dos esperaba. De una cadencia lenta y pausada, Ginger & Rosa se sostiene mediante su elenco, mas no por su historia. La trama pergeñada por la realizadora no avanza dando tumbos, sino que mantiene un vuelo raso, sin elevarse y apenas arriesgando a un conflicto interno que, cuando finalmente encuentra su solución, deja un sabor amargo en el espectador. La conclusión llega tarde y disparada a bocajarro, es confusa cuando quiere ser profunda y reflexiva, no aporta ni suma. De no ser por la más que convincente actuación de Elle Fanning, el film estaría en problemas. Elle tiene todo el potencial que alguna vez su hermana mayor Dakota demostró y más, siempre con su semblante impenetrable que sólo se quiebra en el mejor momento de la película, cuando un secreto se hace paso y explota, causando mucho más daño en los personajes que los misiles o la bomba nuclear. Hemos visto a su contraparte, Alice Englert hace poco en Beautiful Creatures, y tiene una presencia entre interesante e intrigante. hay buena química como amigas, pero este es el show de Fanning, y la otra funciona como soporte. Es una pena que actores de la talla de Annete Bening, Timothy Spall y Oliver Platt se vean reducidos a prácticamente cameos. Ayudan a llevar la narrativa a buen puerto, junto con los jóvenes Christina Hendricks y Alessandro Nivola, pero básicamente están de relleno para el lucimiento de las adolescentes -bueno, una de ellas-. Entre manifestaciones pacifistas, traiciones, jazz, y liberación sexual, Ginger & Rosa apenas sobresale no tanto por su fábula moral y social sino por el estilo visual de la directora y por Elle Fanning. Sólo por eso aprueba raspando.
¿Qué mejor candidato que Baz Luhrmann para trasponer la caótica década del '20 que transmitió durante años la prosa de F. Scott Fitzgerald? La idea de glamour inherente a la novela le sentaba de perlas a quien supo destacar el arte en su filmografía pero, en cierto punto, el director se perdió a si mismo en la grandeza que resultaba adaptar un icono de la literatura y The Great Gatsby es lujo en desmesura pero carente de afecto. Así de ambiciosa como se percibe por los adelantos, detalle clave en toda producción del director australiano, es un cuento repleto de fastuosidad, celebraciones interminables, amores imposibles, traiciones y, a fin de cuentas, los excesos de la riqueza y la imprudencia propia de la juventud. Los avances técnicos de la época permiten que la acción transcurra en una digitalizada ciudad de Nueva York, brillante y reluciente, donde muy pocas veces hay una inmersión hacia los sectores oscuros y sucios de la urbe. Uno de los puntos claves, y el sólo mérito de asistir al cine a ver el despliegue en pantalla grande, son las fiestas organizadas dentro del palacete que posee el misterioso Gatsby. Con la ayuda de la banda de sonido a cargo del músico Jay Z, quien logra una conjunción idónea entre sonidos del pasado y actuales, las bacanales derrochan los elevados diseños de vestuario, cinematografía y producción. Aumentadas con la dimensionalidad que otorga el 3D, las reuniones son un punto fuerte, que determinan el telón de fondo para el desarrollo de los personajes. Al ritmo de Crazy in Love de Emeli Sandé y A Little Party Never Killed Nobody de Fergie se presentan los personajes, conducidos por el Nick Carraway de Tobey Maguire. Él es el narrador absoluto, contando la trama a través de sus propios flashbacks mientras escribe sus memorias de los años turbulentos que pasó en Nueva York. Carraway es descrito en la novela como una persona cínica y recelosa de los desconocidos, en el film es una criatura inocente que entra en confianza enseguida con su entorno. El carácter y la actitud noble de Maguire lo hacen un candidato ideal para trabajar la idea y el mito de Gatsby como su mano derecha y confidente. El gran playboy americano se encarna en la piel de un Leonardo DiCaprio que nació para este papel. Cada gesto, cada sonrisa, cada frase destilan una clase elevada que otro actor no hubiese podido emular. La delicada Carey Mulligan también parece cortada para la parte de Daisy, una joven que vivió siempre rodeada de dinero y ahora, tras la reaparición de su viejo amor, ve su mundo trastocado. El trío de Maguire, DiCaprio y Mulligan tiene chispa y se ve bien acompañado por el férreo Tom Buchanan de Joel Edgerton y las bellezas de Isla Fisher y Elizabeth Debicki. Durante la primera hora de metraje, las fiestas y la imagen escondida de Gatsby son un aliciente para mantenerse ocupado desentrañando la figura del millonario. La revelación encantadora de Leonardo, con una copa de champagne en sus manos, trae aparejado un desliz narrativo importante. La historia de amor se deja ver infantil y sencilla, sin muchos matices, aunque ciertos giros en el tercer acto logran retomar esa idea de cinismo egoísta que intenta actuar como moraleja. Como adaptación de la novela, no se le puede buscar peros porque el guión de Luhrmann y Craig Pearce se mantiene fiel al texto de Fitzgerald, incluso en la traslación de pasajes y líneas del libro. A pesar de ser una novela corta, The Great Gatsby tiene una duración de unos 140 minutos un tanto excesivos, aunque a gusto con los anteriores films del director. Las dos horas y media se sienten, pero el esplendor americano se deja ver, así como también una brillante producción y una ferviente caracterización por parte de DiCaprio son los puntos a favor que tiene esta nueva adaptación de un clásico que, detrás de tanta opulencia, no encuentra asidero para contar una historia única e irrepetible.
Lo que alguna vez fue divertido en la saga Scary Movie ha desaparecido completamente. Lejos quedó la parodia original de la primera entrega o la reinvención del humor absurdo en la tercera parte, gracias a la dirección de David Zucker. Este supo entretener en los años '80 a la platea con sus inolvidables Airplane!, Top Secret! y la brutal The Naked Gun, pero tal parece que su toque humorístico ha ido desapareciendo con el tiempo. Scary Movie 5 es un título pobrísimo, que apela a engañar a su propia platea insistiendo en figuras escandalosas del medio y en parodias a media cocción de recientes películas de horror que nunca terminan de funcionar. Scary Movie 4 era mala pero tenía buenos momentos gracias al candor incansable de Anna Faris. Aquí tenemos una especie de reimaginación del personaje en la jovial Ashley Tisdale y, aunque el material del guión de Zucker es preocupante, al menos Faris hubiese salido airosa. La ex High School Musical no es la veterana humorista y la química con la nueva mejor amiga negra -Erica Ash- es inexistente. Regina Hall tampoco se hace presente, por lo que ese asomo de gracia entre las dos protagonistas, nunca aparece. Las parodias principales de esta maldición de película son la ya gastada Paranormal Activity, Mama y Black Swan. Sin ánimos de defender, la reciente A Haunted House hizo un mejor trabajo parodiando a la saga del found footage, aún siendo una película mala. ¿Tiene algo de gracioso que todo el tiempo, cuando se agotan los pocos trucos bajo la manga del film, se nos recuerde a figuras polémicas del ambiente? Desde la escena inicial con Charlie Sheen y Lindsay Lohan -prometía la unión y nada- hasta los guiños a Fifty Shades of Grey, Honey Boo Boo y Tyler Perry's Madea, Scary Movie 5 parece un mal rejunte, una de esas producciones que nunca llegarían al cine a menos que el sólo nombre de la saga pudiera atraer a algún incauto a la sala. ¿Recuerdan las Epic Movie, Superhero Movie, Date Movie? Bueno, en ese nivel y aún más bajo está esta quinta entrega, que mancilla el nombre de lo ya mancillado. ¿Se puede caer más bajo que esto? Pregúntenle al director Malcolm D. Lee cómo se hace. Que una película como Scary Movie 5 llegue al fin de sus 86 minutos de metraje es una bendición por partida doble. Primero porque ha terminado el sufrimiento, pero en segundo lugar, para ver los bloopers en los créditos, el momento en el que esta se vuelve divertida. Un detalle que llama la atención en el peor sentido, que lo mejor venga cuando todo ha terminado.
Más allá del cuestionable tecnicismo que presenta el título de la secuela en cuestión, poco y nada se esperaba de The Last Exorcism: Part II, una extensión de una historia que tuvo su pequeño destello de furor en 2010 y ahí quedó todo. Aún vendiéndose bajo la engañosa producción de Eli Roth -inmerecida, porque la cuota de hemoglobina presente es escasa-, el film vuela bajo. Siempre es bien recibida una buena alegoría como trasfondo para una película de horror, y aquí el tema es el despertar sexual de la sufrida Nell. Sin familia, sin hogar y sin memoria, el frágil personaje que compone Ashley Bell deja de ser una nena y su cuerpo -y el demonio que la persigue- le exige cada vez más. La dulzura con la cual le declara a su enamorado que alguna vez estuvo embarazada de un hijo y luego se lo quitaron, contrasta con las visitas nocturnas fantasmagóricas que la pobre sufre desde su último encuentro con la entidad llamada Abalam. Y eso no es todo: el plan que el Mal se trae entre pezuñas promete traer el caos a la Tierra a menos que un grupo de extraños e invisibles creyentes del vudú salven su alma antes de que el ente maligno logre su cometido. Pero en medio de la adaptación a un vestigio de vida de la protagonista, el director y coguionista Ed Gass-Donnelly y su compañero Damien Chazelle se olvidaron que estaban haciendo una película de horror, y por el medio injertaron subidas de volumen, extrañas voces y sombras en las paredes. ¿En dónde quedaron las contorsiones imposibles, el lenguaje soez o la sangre de la original? Por sobre todas las cosas, ¿dónde está el exorcismo del título? Cierto, hagamos una pequeña referencia al comienzo y logremos que reaparezca cuando faltan diez minutos antes del final, improvisemos un exorcismo pagano y de ahí nos despachamos con el desenlace, con eso se resuelve. No importa que el presupuesto haya crecido exponencialmente, de todas maneras el alma de una ciudad mística como Nueva Orleans se siente trasladada sin gracia a un producto directo a video. Claro, no hay pantanos, pero sí un carnaval estilo Mardi Gras a plena luz del día para compensar. Si no fuese por la eterna flama en la sonrisa de Bell -quien se merece una promoción de calidad fílmica urgente- The Last Exorcism: Part II quedaría hundida en el olvido como esa pequeña segunda parte que intentó ser diferente y casi que lo logra. Efectos de segunda, una trama plana y secundarios torpes terminan de darle el traspié final a un nuevo exorcismo que nunca debió existir.
El plano inicial con el que abre Spring Breakers -una fiesta playera en cámara lenta en la que no faltan senos y traseros bronceados- nos dice lo irreverente que puede llegar a ponerse el director Harmony Korine y lo divisivo que puede resultar este drama inclasificable. Por un lado, el realizador pretende vanagloriar esas escapadas hedonistas que cada primavera los jóvenes americanos aprovechan hasta el último momento, a la vez que presentar la vacuidad que empuja al cuarteto de chicas a cometer una locura tras otra con tal de disfrutar lo que ellas piensan, es la mejor etapa de sus vidas. Divertirse salvajemente tendrá sus consecuencias en cada una de ellas y poco a poco el grupo irá percatándose de qué tan hondo están metidas en la ciénaga que ellas mismas se crearon. El director ya presentó una historia difícil de tragar como el guionista de Kids y ésta vez los protagonistas son menos odiosos pero igual de transgresores. Todo aquel que entre a ver la sala con la idea de ver una nueva Project X pero con un plantel femenino está totalmente equivocado. Spring Breakers es una historia criminal que retrata la vida de una generación que se va perdiendo poco a poco, debido a la inhabilidad de aceptar un futuro en el que las cosas no son tan fáciles como ellas se la plantean. La vida no es un videouego -aunque cierto personaje la plantee como tal- y el precio será diferente para todas. Desde un principio la elección de caras Disney les picó bastante a varios, generó curiosidad y el resultado varía en calidad. El papel de Selena Gomez es quizás el mas inocente y el menos jugado, lo que no quiere decir que no esté a la altura de las situaciones del grupo, mientras que Vanessa Hudgens forma una dupla sórdida y desobediente junto a Ashley Benson -quien se destaca en la serie juvenil Pretty Little Liars-, ambas las joyitas del film. La esposa del director y guionista Rachel Korine es quien complementa al cuarteto, no obstante su Cotty no genera inquietud alguna en contraste con las otras tres, se siente más un títere o la típica amiga que ante una decisión responderá "me da lo mismo". Sin embargo, el punto álgido es la aparición de un irreconocible James Franco como el gángster Alien, cuya ayuda le da un giro delictivo a la trama y genera una atracción magnética en su interacción con Benson y Hudgens. Dominando la escena desde su presentación, este tiene una caracterización fascinante como un maleante que quiere ser más grande de lo que aparenta, una especie de Tony Montana para la generación MTV -no es casualidad que se vea un cartel de Scarface colgado en la pared de una habitación-. No todos verán lo mismo en Spring Breakers. Los fanáticos de Selena Gomez saldrán impactados con el nivel de realismo de la película. No es una fiesta divertida, es un cuadro deprimente de una juventud en problemas. Para ayudar a crear esta sensación de desasoiego y depresión, Korine se vale de una edición no lineal que exige una colaboración por parte del espectador para completar el rompecabezas, de la cinematografía de Benoît Debie, que juega mucho con la fluorescencia y la calidez de los tonos amarillentos, y de la potente banda de sonido de Cliff Martinez -el mismo de Drive y Contagion- en coautoría con el músico Skrillex. Con Britney Spears como una anacrónica musa inspiradora, Spring Breakers parece ser más ligera de lo que es, aunque con el pasar de los minutos se convierte en una fábula oscura que nunca pierde su lado sexy. Entretenida y extraña al mismo tiempo, es un plato interesante que merece una charla luego de su visionado.
Dustin Hoffman ha elegido para su debut en la dirección una comedia sencilla, amable y sin aspavientos, que retrata el día a día de los pacientes de una inusual residencia de la tercera edad para cantantes de ópera retirados. Varios de sus temas están claros: la soledad en la incipiente vejez, la pérdida progresiva de la memoria y, aglutinándolo todo y dándole un cariz poético, el poder terapéutico de la música y, por extensión, del arte. Quartet está formulada en positivo, incluso cuando aborda la enfermedad y la muerte lo hace hablando de la vida. Para tantear todo ese material, ni Ronald Harwood -en el texto- ni Hoffman -en la ejecución- se salen de los márgenes de la corrección y el optimismo, lo que no quiere decir que sea una propuesta ingenua, falsamente alegre o con excesos sentimentales. El tono general de la producción es amable con el espectador gracias a su puesta en escena, su corrección formal y su argumento, sencillo y efectivo, que sintoniza con las emociones de la audiencia y las interpretaciones, cercanas y que invitan a la sonrisa. El elenco, un grupo de artistas ya consagrados que con el nombre lo dicen todo, nos presenta a un Billy Connolly quien lleva durante buena parte de la película el peso principal con su humor ácido, a una reina de la pantalla grande y la pequeña como lo es Maggie Smith como la cuarta integrante de este grupo en discordia del título original, a Tom Courtenay, incapaz de perdonar en primera instancia al personaje de Smith -el único que cobró notoriedad en el ámbito dejándolos relegados al resto-, y se completa con la cálida presencia de Pauline Collins, cuya sola sonrisa alimenta el alma. El mensaje de Quartet está entre la melancolía por los viejos tiempos de gloria, por las decisiones que marcan una vida, y las ganas de perdurar y seguir creando de unas personas que han sido brillantes artistas y ahora han llegado al ocaso. A pesar de las limitaciones del guión, se disfruta de las excelentes actuaciones y deja un gusto agradable tras su visionado. No recomendable para los que busquen una de acción, pero sí para los que ansíen degustar una pequeña obra con sello de calidad casi teatral.
Danny Boyle es un verdadero camaleón. Cuando uno revisa su filmografía, va desde el drama hasta el horror, pasando por la comedia y la ciencia ficción, sin dejar terreno que no haya explorado aunque sea superficialmente. Con Trance vuelve un poco al sendero criminal, aunque no tan sucio como Trainspotting, sino más cercano al thriller de guante blanco como en Shallow Grave. No es fácil meterse de lleno en la historia que promete el film, un cuento de hipnosis y traiciones con un buen trío protagonista en James McAvoy, Vincent Cassel y Rosario Dawson. El colaborador constante de Boyle, John Hodge, se une a Joe Ahearne -quien ya había adaptado esta misma historia en 2001 para TV- para crear un robo de una obra de arte de incalculable valor, crimen que tendrá inesperadas consecuencias para los involucrados. Durante el transcurso de la misma, uno de ellos afirma que sólo el 5% de los humanos puede sumergirse en las profundidades de su mente y abrazar la hipnosis a tal punto de poder ser controlado por la misma técnica. El precepto bien puede asociarse con Trance, película de difícil consumo que requiere de mucha atención y del abocamiento total por parte del espectador por jugar y dejarse llevar por una trama que gira constantemente sobre su propio eje para crear confusión y mantener en expectativa a la platea hasta el desenlace. En ella no importa tanto el por qué sino el cómo. Los viajes mentales del personaje de McAvoy tienen la impronta visual de un Danny Boyle inspirado y colorido, que juega mucho con sus cámaras y se apresta a golpear con un estilo de alta gama, coches caros y elegantes departamentos. Este corte urbano le da un sabor diferente a lo que se vuelve un triángulo amoroso ardiente entre el trío -un poco inesperado- que patea el tablero más de una vez para dejar en claro que nada es lo que parece. Las falencias argumentales se ven ocultas por un director que sabe como distraer y un elenco que en un principio puede no encajar, pero que con el paso de los minutos van dejando ver una cara escondida que revela mucho más de sus personalidades. McAvoy y Cassel tienen una trayectoria interesante y calidad actoral de sobra, pero el sobresaliente se lo lleva Rosario Dawson en un papel que le exige mucho, demasiado, que se juega con un desnudo frontal y no le tiene miedo a generar una disyuntiva irónica con su Elizabeth Lamb -que de cordero, poco y nada tiene-. Suspenso a granel, una historia enredada, varias sorpresas, violencia, sexo y traiciones es lo que promete y cumple Danny Boyle en Trance, una entrada quizás no tan poderosa como otras películas en su filmografía, pero que sigue presentando un apartado visual y estilístico loable para un director que siempre apunta alto.
The Words aprovecha el tema del plagio literario para poner en evidencia un ambicioso juego de cajas chinas que se toma a sí mismo demasiado en serio. El film aborda tres historias conectadas por la literatura, los libros, las palabras. Tres historias, cada una más intensa y mejor que la anterior, que siguen una línea temporal evidente: la primera centrada en la posguerra parisina, la segunda abarca la anterior en una Nueva York actual a base de recuerdos, y la tercera y última un futuro a corto plazo que engloba a las otras. Todas tienen una conexión y su misticismo romántico. La película de Brian Klugman y Lee Sternthal no se adentra en la lucha del hombre contra la infinita fiereza de un papel en blanco, juega más a mostrarnos al sujeto ávido de trascender, de lograr dejar su impronta, de conquistar el mundo editorial, de alcanzar la plenitud en su trabajo y llegar a la fama. El segmento del escritor y del ladrón está bien contado y se sigue con facilidad, gracias a un guión preciso y correcto aunque poco original, que no pierde en ningún momento el objetivo que se marca, que no es otro que el de jugar entre lo real y lo inventado, entre una vida en que la que se esquivan las consecuencias de las decisiones y otra en la que se asumen. Por eso, por encima de los pormenores de aquel manuscrito oculto y perdido, preferimos centrarnos en ese novelista de éxito entre el remordimiento y la imaginación, el pasado real y el rescatado. La presencia de Jeremy Irons llena cada una de las escenas en que está, y su rostro convence más que todas las palabras que se puedan escribir. Frente a él, a Bradley Cooper no le queda más que secundarlo como puede y tratar de no rebajar el conjunto, aunque siga cimentando su calidad actoral en dramas del estilo. A su lado están los correctos Dennis Quaid y las bellezas femeninas de Zoe Saldana y Olivia Wilde para formar un elenco heterogéneo de peso y de mejor ver. The Words propone una interesante reflexión sobre el oficio de escritor y en concreto sobre las antonimias realidad-ficción y verdad-mentira, determinantes en la literatura. De corta duración pero amable en calidad, es una interesante moraleja que de vez en cuando siempre regresa al cine para marcarnos que algunas cosas nunca cambian.
El salto desde una sala de teatro al cine muchas veces le queda grande a una obra que no sabe cómo transmitir con entereza su historia, pero en el caso de la tragicomedia de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte el traspaso le sienta muy bien. Su trabajo conjunto involucra un encadenado de situaciones equívocas que empiezan con una pregunta clásica e inevitable -¿qué nombre le pondrás a tu hijo?- y degenera en todo un análisis de la amistad, la familia, la confianza y los secretos. En Le Prénom vemos como un grupo de cinco amigos -los hermanos Élisabeth y Vincent, sus respectivas parejas Pierre y Anna, y el amigo soltero Claude- se reúnen para una cena que poco y nada tendrá de idílica, cuando Vincent decida anunciar el escandaloso nombre que le pondrá a su primogénito. Una respuesta que en otra situación provocaría comentarios al pasar y un cierre natural, genera entre el futuro padre y su culto amigo de la infancia Pierre un debate candente que arrastra a todos los presentes a sacar poco a poco todos sus trapitos al sol, a veces de manera muy cómica y en otras hundiéndose poco a poco en el territorio del drama. El guión de La Patelliére y Delaporte contiene diálogos afilados, que pasan de los chistes más burdos a las discusiones más inteligentes con una fluidez pasmosa que le otorga a su elenco bastante margen para dimensionar a sus personajes. Como sucede con la mayoría de las comedias francesas hay sutileza suficiente, pero eso tampoco implica que se dejen de lado esos momentos en los que los gritos prevalecen por sobre la calma y el torbellino de emociones se hace escuchar con claridad. Cada personaje tiene su momento de gloria, aquel en que se quita la careta y es él mismo, en el que se deja ver tal cual es: un retorcido e irritante Pierre, un cobarde y complaciente Claude, o un narcisista Vincent dejan en buen lugar a Élizabeth y Anna, que saben estar en su sitio aunque también tienen su genio, sobre todo el último monólogo de la explosiva Valérie Benguigui, la abnegada esposa que se reivindica tras una vida de maltrato familiar solapado. Le Prénom es una pequeña película que se ve con gusto y que entretiene, que transita sobre un ágil guión de enredos sobre cuatro interpretaciones que resultan decisivas para dar frescura a sus simpáticos personajes. Hay rencillas, equívocos y prejuicios lanzados como dardos que hieren en lo más íntimo, pero al fin y al cabo, en qué familia no hay algún que otro secreto, alguna que otra afrenta silenciada, alguna que otra palabra dicha a destiempo. Y, a la hora de la verdad, ahí están todos para poner el verdadero nombre al infante que nace.