El torneo que nadie pidió ¿De qué va?: Tras escapar de la mortal sala de escape de Minos; Zoey y Ben se dirigen en busca de sus creadores para poner un fin, pero caen en la trampa de un juego tan grande como terroríficamente infinito. Con una intro que nos cuenta lo sucedido en la primera entrega (ya que hay que justificar los 98 minutos de metraje) Adam Robitel, director de esta entrega como de la anterior, nos mete en el hueso de este esqueleto que continua las aventuras de Zoey, una Taylor Russell que tiene menos expresión que una pared, y Ben, con un Logan Miller que le pone tanta onda que ya causa indiferencia. Ya en sus zapatos, seguimos el insípido plan que tienen ambos adolescentes de ir tras los pasos de Minos, la empresa malévola encargada de armar y ejecutar las Salas de escape, para derrocarlos y terminar con la matanza indiscriminada e inútilmente justificada. Con sus prendas más facheras, sus inexpresivos sentimientos y con chistes más malos que las ganas de escribir esta película, la pareja de amigos se dirige a una posible pista, hasta que el tren que toman, en dónde se encuentran tan solo otras cuatro personas – guiño, guiño- no es más que el boleto de bienvenida a la nueva pesadilla, está vez compartida por estos campeones, también sobrevivientes de otras Salas de Escape. Sí, es lo mismo que la anterior, pero ahora los participantes saben a qué se enfrentan, por lo que su sabiduría explicativa y conveniente de estos pone en jaque la inteligencia del espectador, dejándolo a merced de que solo pueda interesarse por las intrincadas e inexplicables trampas que hay a su alrededor, y de que sus muertes sean lo más gore y satisfactorias posibles. Plot twist: no lo son. Teniendo la experiencia de haber pisado una Sala de Escape, podemos decir que las pistas que encontramos a nuestro alrededor no son más que pequeñas sogas que nos llevan a otras pistas aún más intrincadas, para así lograr abrir la puerta que nos lleva a la siguiente sala, y así hasta salir – o no –. Esta seguidilla de pasos la presenciamos durante todo el film, ya que su estructura descansa en esto, y me atrevo a decir que es hasta satisfactorio ver como nuestros aventureros escapan por segundos de los láseres o de las arenas movedizas; pero el gran problema descansa en las verdaderas intenciones de todo este plan malévolo. ¿Por qué? Cómo personas lúdicas, entramos a una Sala de Escape para “escapar” gracias a nuestro ingenio y el trabajo en equipo. Ingresamos a un laberinto de pistas y habitaciones guiados por una historia, nos compenetramos, somos los protagonistas de la narración, y los únicos capaces de hacer que la misma avance. En este film, las intenciones tanto de las cabezas malévolas como de los mismos protagonistas son tan insulsas e insuficientes que la idea de “sobrevivir” queda rebajada a un metraje que funciona como la excusa +13 para aquellos niñatos que no pudieron presenciar la saga de Saw en el pasado, ni mucho menos la más satisfactoria Cube. La idea del Puppet Master que todo lo sabe y todo lo ve es tan inconsistente y cómoda que solo se apoya en la excusa narrativa de “esto que creías que era normal, es tan solo parte del mismo juego”. La idea de superar las salas, en un momento, llega a ser tan frustrante y agobiante que ya no nos importa quien sobrevive o quién se muere o cómo – o si de verdad están muertos -, ya que los hilos quedan tan expuestos que nos hacen ver el minutero del reloj. El otro problema, y tal vez el más grave y, por ende, el que pone en jaque la mera existencia del film, es el cómo el espectador no solo no empatiza con sus personajes y su espíritu de supervivencia, sino que tampoco lo hace con todo el aparatoso artificio que se muestra en pantalla. Al contar con estos campeones, que saben casi de manual por dónde buscar las pistas que abrirán la puerta, nosotros quedamos totalmente al margen, espectando de brazos cruzados como otros resuelven la incógnita, sin poder sentirnos partícipes de la misma. No hay juegos de cámara, ni un punto de vista omnisciente que nos haga estar un paso más delante de los personajes, solo la espera por ver como el CGI llena la pantalla de muertes insulsas. Escape Room: Tournament of Champions es una excusa para poder llegar a las nuevas generaciones, pero que no logra ver a sus antecesores que dejaron una huella hace años, y se apoya en ellas, sin siquiera medir la misma talla. La pregunta que queda luego del visionado es: ¿Es necesario un film que roza insulsamente la experiencia de ser protagonista de un juego casi idéntico al que se ve en pantalla? Jugamos paintball para sentir la adrenalina del campo de batalla, pero ¿veríamos una película sobre esto?
Vuelven las historias de origen al MCU, solo que ahora Tony Leung (In the Mood for Love) es el villano. ¿De qué va? Tras 10 años bajo el nombre de Shaun, Shang-Chi debe desempolvar sus puños para poner fin a la amenaza de Xu Wenwu, el portador de los 10 anillos y su mismísimo padre. El símbolo de diez anillos entrelazados inunda la pantalla. Luego, una voz en off nos zambulle en la leyenda de dichos anillos, y de cómo Xu Wenwu (Tony Chiu-Wai Leung) eligió el poder de la inmortalidad ante la proclamación de una paz unificada. Pero sus maliciosas intenciones de dominar todos los imperios a la redonda queda en pausa cuando conoce a Li (Fala Chen), la mujer que traza un nuevo destino para Wenwu. Mientras ambos comparten miradas en una suerte de danza de apareamiento, los amantes se encuentran y se vuelven uno, dejando atrás la malicia y haciendo entrar la bondad y el entendimiento. Habiendo dejado los anillos atrás, Wenwu hamaca al pequeño Shang-Chi, fruto de un amor constituido, heredero del cariño de un padre contemplativo y una madre comprensiva. Pero la muerte de esta trae a flote el camino abandonado, el del dolor y la venganza, haciendo que Wenwu retome aquella misión de antaño, y poniendo en jaque el presente y el futuro de Shang, que debe dejar su niñez para transformarse en la proyección de su padre; un arma aniquiladora. Es así que Shang, ya crecido, abandona el camino de la violencia como así a su padre y a su propia tierra. Bajo en nombre de Shaun (hay un remate graciosísimo sobre este cambio de nombre), el hijo conflictuado, interpretado por Simu Liu, inicia una nueva vida en San Francisco, la cuál permanecerá en paz por solo 10 años. A partir de aquí inicia la aventura y, tal vez, una de las mejores cintas marvelitas de los últimos años. Destin Daniel Cretton, director de la magnífica Short Them 12, nos trae un respiro de aire fresco que no se sentía desde Black Panther. Y no, no es solo por su diversidad, sino por su inteligencia a la hora de plantearnos un conflicto interno que sobrepasa, por varios momentos, al externo. Esto es, por mucho, algo que destaca dentro de este universo, en donde la espectacularidad y el excesivo CGI (cosas que no faltan en esta) es el foco de atención principal. Desde el prólogo contemplamos el inicio de la dualidad que se presenta en nuestro villano, Wenwu; de emperador maligno a amante, de marido a padre. Esta herencia llega al mismismo Shang, pero a la inversa. Rodeado de amor y comprensión, el cordón umbilical de Shang se corta trágicamente, presenciando no solo la muerte de su madre, sino la de su padre. No una muerte física, sino simbólica. Aquella figura paterna justa y comprensible queda en la oscuridad, reviviendo de entre las sombras la tristeza y la obsesión de derramar sangre. Es así que Shaun, viviendo una rutina tan banal como la de cualquier mortal, suspende su propia superación entre copas y karaokes. Si, nuestro héroe sufre de depresión, pero ni él ni el espectador lo sabe, porque la compañía ratona se encarga de camuflar bajo gags y situaciones tan hilarantes como innecesarias un conflicto más que interesante. No me mal interpreten, dentro de los 20 chistes que tiran, me reí en unos 5, pero la verdadera pregunta que quiero hacer es: ¿Necesitamos de estas situaciones hilarantes para aplacar la transformación de personaje tan rica? Comprendiendo que la visión de un autor es casi nula en cintas como estas, creo que, luego de 13 años de películas de esta índole, podemos hacer un parate y reflexionar sobre esto. No vamos a cambiar nada, al menos no más que nuestra propia forma de interpretación y de disfrute de la misma, pero me resulta obligatorio plantear esta incógnita, por el bien de la creatividad artística. De todas formas, y sin irme a un análisis interpretativo de qué nos deja o no una película de MCU, cabe destacar que el humor que trae la cinta, por más cómodo que sea por momentos, resalta mucho más que un Thor juguetón o una familia de espías rusos horriblemente construidos por un simple hecho; nuestros personajes, tanto Shaun como Katy (Awkwafina), utilizan el humor como medio de escape. Entonces, con esta característica tan sencilla como efectiva, somos participes de charlas que nos hacen empatizar y hasta sonreír con la química que manejan ambos aventureros. Estas situaciones son las que dejan ver que la mano autoral puede hacer mucho con muy poco. En definitiva, y sin nombrar en detalle que las escenas de lucha y las coreografías tienen mucho más amor y planeamiento que una mera pantalla verde insípida y antipática, el film logra, gracias a un casting soberbio y a unas cabezas creativas que van más allá de vender un boleto para una montaña rusa, sostenerse por sí mismo, sin apoyarse constantemente en las bases de un mundo que brilló con anterioridad. Shang-Chi y la Leyenda de los Diez Anillos es sobre el legado de una vida no deseada, y la lucha constante entre abrazarlo y formar parte, o dejarlo de lado para sobrevivir en las sombras de la ignorancia.
El mito no muere, renace Digan su nombre cinco veces… La leyenda regresa con Yahya Abdul-Mateen II (Aquaman, Watchmen) al frente. ¿De qué va? La leyenda de Candyman vuelve a acechar tanto a Cabrini Green como a sus alrededores en busca de un nuevo heredero, ya que la chispa del horror no debe ser silenciada nunca. Desde los primeros minutos del film, contemplamos el cómo los logos de las productoras y desarrolladoras del metraje se muestran a la inversa, de tal forma que nos hace inclinar levemente la cabeza hacia la pantalla y pensar en que “parecen reflejadas”. No son las de siempre, pero son las mismas. Son diferentes, pero iguales. Durante los títulos, unos planos aberrantes de los edificios de Chicago inundados de una neblina opaca, que sirven como techo de aquellos gigantes de concreto, o tal ves como base, ya que es difícil comprender dónde comienzan y donde terminan. Acompañando a lo visual, los primeros compases de la música compuesta por Robert A.A. Lowe remarcan el tinte turbio y siniestro de lo que vamos a ver a continuación. De esta forma da inicio esta “secuela espiritual”, que no solo trae a nuestros días la leyenda conocida, sino que la trae de forma reforzada, a tal punto que se antepone a la primera entrega, ofreciendo un show tan grotesco como placentero. Ubicados en una Cabrini Green setentosa, presenciamos la marginalidad de la comunidad negra que se mantiene bajo la sombra de la ley, para que el blanco supremacista refuerce su poder autoritario y salvador. De esta forma somos partícipes de cómo estar fuerzas opresoras apalean hasta la muerte a un supuesto asesino de niños que rondaba por la zona, el cuál se hacía llamar a sí mismo Candyman. No solo que no era el culpable de los crímenes que sucedían a la redonda, sino que aquella matanza indiscriminada da inicio a un eco mortal que retumba en el presente. Ubicados en tiempo actual, seguimos los pasos de Anthony (Yahya Abdul-Mateen II), un pintor que pasa por una meseta creativa que no lo hace ver más allá de su yo pasado. Recientemente mudado con su pareja y galerista Brianna (Teyonah Parris), el hombre escucha atentamente, durante una cena de bienvenida, aquella historia en la que Helen Lyle -interpretada en el pasado por Virginia Madsen– invoca excépticamente a Candyman y sucumbe en la locura, de tal forma que osa en sacrificar un niño para contentar al mito del hombre con mano de garfio. Es así que Anthony cree que allí, en la Cabrini Green que tanto terror trajo en el pasado, se encuentra aquella inspiración que necesita. De esta forma se da inicio, o reinicio, a la leyenda de Candyman, y de cómo el terror que impone no es más que un grito desesperado de atención. Nia DaCosta (Little Woods) nos trae su segunda película, y con ella un repertorio de orgasmos tanto visuales como sonoros. La inteligencia de la película descansa, principalmente, en el leitmotiv de los espejos, y de lo que estos reflejan. Lo que vemos en ellos es aún más que lo que percibimos a simple vista. Una vez invocado el demonio, aquellos cristales, que descansan a un costado del escenario, se vuelven en el foco del verdadero horror. A medida que avanza el film, los espejos, que inician como un simple rincón del baño, se transforman en grandes puertas que dejan entrever el escepticismo y la ingenuidad de aquellos que dudan sobre el mito. A lo largo del metraje, las pinturas que realiza el protagonista reflejan el cómo su psiquis se va corrompiendo gracias a su obstinación en querer conseguir la grandeza más que el comprender el verdadero foco de la leyenda urbana. Es así que los acrílicos se transforman lentamente en sangre y miel, de la obsesión por crear una obra revolucionaria nace el despertar de un pasado que se creía enterrado. De esta forma, un Anthony consumido, alienado de su pareja y de su profesión, pinta no sobre los suyos, sino que pinta sobre él, sobre lo que fue y lo que será. Durante todo el film, DaCosta demuestra su elegancia en los escuadres que llenan de diagonales la pantalla. La simetría se va torciendo a medida que transcurre la historia, como así la luz, que se transforma en la noche más oscura. El arte se degrada paulatinamente en ropas manchadas, trazadas por grotescos trazos que remarcan el pedido de ayuda del protagonista, que queda encerrado en el cuerpo del mal. La historia avanza conforme a la transformación de Anthony, como también de la misma leyenda, que nos trae tanto sus inicios como sus diversas interpretaciones. El relato oral se convierte en una narración que pone a prueba tanto al que la nombra como al que la escucha. El verdadero horror del film no esta en el exquisito gore ni en los gritos de sus víctimas, está en aquella fuerza omnisciente, que espera a que veas el espejo y cometas ese error tan estúpido como tentador. Decí cinco veces su nombre y morirás, pero no por ser el elegido de una fuerza aleatoria y malévola, sino por ser ingenuo, por tentar el verosímil del relato y tomarlo por una banal leyenda urbana. Es acá, entre la voz temblorosa de los que se atreven y el reflejo de una normalidad aparente, que el mito se transforma en realidad, pintando el cuarto de un rojo salvaje, y dejando la huella del dolor de aquellos que sufrieron injustamente. Por más que la denuncia racial esté presente, el film va más allá de tratarse sobre el “matar al blanco”, sino que nos presenta a un villano, o justiciero necesario, que pregona el dolor y calla al opresor ingenuo que recorre los rincones de un mundo golpeado. Candyman es sobre la historia que necesita ser contada, sea como mito o cuento de hadas, es sobre el grito de una comunidad que no solo revive, sino que se transforma y se hereda.
Jason Statham y Guy Ritchie se juntan para la venganza La trama sigue a H, un personaje frío y misterioso que trabaja en una empresa de camiones de efectivo, responsable de mover cientos de millones de dólares por Los Ángeles cada semana. Desde el interior de un camión de caudales, vemos como la rutina de dos choferes verborrágicos es interrumpida por un robo que les corta las ganas de hablar. Sin perder el punto de vista del interior del vehículo, escuchamos la radio que alerta la llegada de las autoridades, y por fuera se oyen los disparos y gritos de algo que sale mal, muy mal. Como broche a este prólogo, una intro Bondiana, que recuerda a The Gentlemen, legitima este remake de Guy Ritchie que empieza potente, pero cae paulatinamente dejando un sabor agridulce. Basada en el film Le convoyeur, de Nicolas Boukhrief, esta nueva versión nos pone en los zapatos de Patrick Hill, interpretado por Jason Statham que muestra un porte soberbio e imponente. Hill (llamado H para economizar cancheramente) tras la tragedia que observamos en principio, ingresa a la empresa para ser entrenado por Bullet (Holt McCallany o Tench, de la enorme Mindhunter) y así convertirse en el nuevo chofer que la compañía necesita. Desde el inicio percibimos la oscuridad de H; tiene algo que esconder, y no solo por la mirada ruda de Statham, sino por el hecho de que la trama se esfuerza en hacernos creer que el personaje miente con su desempeño algo desprolijo. El porqué, como espectadores, no solo sospechamos, sino que sabemos que algo tiene entre manos, puede relacionarse con el problema de castear héroes de acción para papeles que lo son, por más que pretendan no serlo. Algo que no molesta, pero ayuda a disolver la sorpresa. ¿Se acuerdan de Nobody? Sabemos que es de acción, pero ¿Quién se imagina a Bob Odenkirk partiendo madres? No me malinterpreten, la dupla Ritchie – Statham siempre es bienvenida, pero es tiempo de pensar en cómo esto afecta en que el espectador mantenga la intriga. Volviendo a la trama, luego de presenciar diversas secuencias en las que, muy ágilmente, nos deslumbra con su destreza al frustrar diversos robos aleatorios al camión que maneja, descubrimos la verdad sobre este. El porqué está ahí y cuáles son sus intenciones no solo están relacionados con una oscura venganza, sino que la misma está íntimamente relacionada con la escena inicial, y con los actuantes de la misma. Así, la trama se centra en el lado B, pero sin más intenciones que explayar, lisa y llanamente, el plan del robo que se lleva a cabo. Con un montaje confuso, que va y viene en el tiempo, y con una falta de carisma que hace que poco nos importen los nuevos personajes, el choque de ambas historias se transforma en una secuencia intensa, pero poco memorable. Los robos fallidos y las traiciones que llevan a situaciones hilarantes e irónicas son, en definitiva, el cine de Ritchie. Pero en este caso, lo fallido es la búsqueda de la madurez, queriendo adaptar un estilo a una historia que pide lo contrario. Nos reímos, nos indignamos y comprendemos a los grupetes de Lock, Stock … y Snatch, hasta nos dejamos llevar por el relato que Fletcher le vende a Ray en The Gentlemen, esto es por el simple hecho de que los personajes están a merced de la trama, para que esta evolucione gracias a su accionar. En Wrath of Man, la trama subyace a los personajes, haciendo que estos no sean más que los títeres de Ritchie, actuando y moviéndose para que el relato funcione, sin colores ni ruido suficiente. A pesar de esto, la película tiene sus aciertos. La musicalización de Christopher Benstead agrega un ritmo estrepitoso pero marcado, sus compases graves se introducen en nosotros haciéndonos participes de aquella oscuridad omnipresente. La verborragia llena de diálogos un poco superfluos y pretencioso evolucionan en silencios incómodos y susurros cómplices, algo que marca muy bien el tono y la evolución de la trama. La frutilla del postre es Statham, que demuestra una hábil interpretación, corriéndose un poco del lado de héroe indestructible y aproximándose más a un costado reflexivo, dónde este héroe se plantea, sin escapar a su espíritu de venganza, si su accionar fue el que lo puso allí. Wrath of Man es sobre la lucha de depredadores en una jungla de concreto, dónde las palmeras llenas de dinero son golpeadas incesantemente por gorilas que buscan la supremacía y el poder. Una vez más, Ritchie nos muestra las consecuencias de querer joder al jodido, y cómo este, casi como un ente destructor e imparable, se cobra la cuota que le corresponde, y un poco más, para dejar en claro quién manda. No es una película mala, ni mucho menos insoportable. Es un ejercicio en el que brillan cosas, pero muchas otras quedan opacadas por un Ritchie ya maduro, que busca plasmar algo innovador en su filmografía, pero que al mismo tiempo se desespera en volver al lugar que dejó hace décadas.
El regreso del Deadpool depresivo y el motherfucker La dupla más letal del mundo, el guardaespaldas Michael Bryce y el sicario Darius Kincaid, lucha contra una villana que pretende destruir Europa. Pero no lo harán solos… Me acuerdo cuando pispié por ahí una peli en la que Ryan Reynolds y Samuel Jackson hacían de las suyas. Al darle play, logré aguantar unos 15 minutos viéndola, hasta que finalmente me puse con otro visionado. No me había parecido mala ni mucho menos, es más, la secuencia de títulos era una excelente presentación del personaje de Michael Bryce, interpretado por Reynolds, y del ascenso y caída de su carrera, pero puede que en aquel momento mis ojos buscaban otra cosa. Hoy, habiendo visto tardíamente The Hitman’s Bodyguard y habiéndome reído y disfrutado cada secuencia de acción, me pongo con su secuela. Tras terminar su visionado, ese mismo sentimiento de hace unos años se resignifica, aunque ahora con un motivo más claro. Este aburrimiento no solo aparece para realzar lo bien que hace las cosas la primera, sino para comprender que esta secuela es, en casi todos sus aspectos, innecesaria. Tras los sucesos de la primera parte, Patrick Hughes (que continua en la silla del director) nos plantea un terreno que funciona más como excusa que cómo una necesaria continuación. A que voy con esto, en la primera parte logramos distinguir, por más pequeña que sea, una transformación en el personaje de Reynolds; de un guardaespaldas de mala muerte pasa a ser el verdadero protector, sacrificando hasta su propia vida para salvar al asesino que juro proteger. Entonces, ¿Qué queda contarnos? Básicamente nada, tan solo algún que otro gag ocasionado por los hilarantes momentos de acción que recorre el film. La excusa narrativa para realizar esta secuela no es tan mala de todas formas, ya que nos sitúa en los pies de un personaje que se robo varios minutos de pantalla en la cinta original. Me refiero a Sonia, interpretada por la verborrágica Salma Hayek. Conociendo su inestabilidad y su ira desenfrenada, que mejor obstáculo para romper la tranquilidad y la parsimonia que busca el personaje de Bryce, que se encuentra en periodo de revisión por su licencia. Es así que la brusca Sonia interfiere con el descanso del “casi” guardaespaldas y le ruega, entre balas y explosiones, ayuda para rescatar a su motherfucker cucaracha, Darius “Samuel L. Jackson” Kincaid. Dejando en pausa su estabilidad emocional, Michael accede (sin muchas opciones) el aventurarse, una vez más, en el rescate y protección de su archienemigo, sin comprender que, si no pudo ponerle la correa al mismísimo Darius, menos la hará con su explosiva esposa. Presentado este trío, en el que los amantes buscan ser padres y en el que el corrompido guardaespaldas apenas puede valerse de sí mismo, el enfrentamiento con un enemigo internacional y las deudas pendientes con la Interpol servirán de condimento repetido para posicionar a nuestros antihéroes en una aventura que dejará alguna que otra risa, pero que prefiere resguardarse en la facilidad de los chistes fáciles y en la introducción de personajes nuevos que nos hacen reaccionar como el meme de Leo DiCaprio en “Once upon a Time…”, que jugársela a contar una historia empática y funcional, tal como lo hizo su antecesora. Dónde antes teníamos un conflicto tan claro e irónico como el proteger al asesino que arruinó tu carrera, ahora tenemos una misión más en dónde lo absurdo pega más que las mismas secuencias de acción. Hitman’s Wife’s Bodyguard es eso, un conglomerado de nombres que se pelea por ser el más gracioso y elocuente, pero que terminan chocando entre sí en una secuela que nadie se imaginó, y que ni los espectadores o sus mismos protagonistas necesitaban.
Anthony, un hombre de 80 años mordaz, algo travieso y que tercamente ha decidido vivir solo, rechaza todas las cuidadoras que su hija intenta contratarle. Anne sufre la paulatina pérdida de su padre a medida que la mente de este se deteriora. Anne (Olivia Colman) camina con paso acelerado, la obra de Henry Purcell la enajena del día soleado que hace fuera y las escaleras la conducen hacia su padre, Anthony (Anthony Hopkins), que descansa en un rincón mientras se deja llevar por aquella música que lo conecta con un afuera ficticio. Una vez que ambos personajes comparten el espacio, las evasivas y las echadas en cara forman parte de una discusión que se irá prolongando a lo largo del film. Entre la búsqueda del bienestar y la aceptación de una realidad fragmentada, padre e hija deberán de abrirse camino entre una fuerza que los supera: el tiempo y la percepción de este. El debut cinematográfico de Florian Zeller, autor de la obra teatral homónima y también coguionista del film, nos introduce en los zapatos de Anthony, un anciano que sufre demencia. Pero lo más novedoso que trae el relato es el presentarnos, en su mayoría, la historia a través de su punto de vista. Es así que como espectadores logramos perdernos en un laberinto sin respuesta, comprendiendo que el avance de esta enfermedad es un verdadero descenso al infierno de la incertidumbre infinita. A partir de aquí, otro factor claro condice a la forma del relato: la atemporalidad. La trama presenta una linealidad inicial en la que vemos y sentimos cómo el mundo de Anthony muestra irregularidades en su rutina. Presencias que buscan sacarlo de su comodidad, caras extrañas que, por consenso, se vuelven conocidas y charlas sobre acontecimientos actuales que resultan haber sucedido hace años. Todo forma parte de una percepción errónea del tiempo. The Father, El Padre, Anthony Hopkins, Olivia Colman La rutina se transforma en un cambio constante de paradigma, en donde los recuerdos se mezclan con un presente bloqueado. Ante esto, la hostilidad y ninguneo de un Anthony debilitado pisan fuerte, rebajando en su mínima expresión a Anne, que no hace más que transitar un camino lleno de espinas para poder comprender y acompañar a su padre, y a Paul (Rufus Sewell), el marido de ella, que se presenta como el principal antagonista a sus deseos. La interpretación de Sir Hopkins destaca por su permeabilidad y dedicación. Los cambios de ánimo, que van desde un viejo cascarrabias que busca remarcar su sabiduría y grandeza hasta un débil anciano que suplica contención a través de un llanto lastimero, realzan la labor del actor que, a veces, se ve opacado por la búsqueda de la espectacularidad por parte Zeller, rozando así el golpe bajo. Al querer generar un shock en el público, el director debutante decide correrse de la sutileza y recurre a diálogos exacerbados y verborrágicos para que el espectador no pierda tiempo en comprender el mensaje. Pasa algo similar cuando el film se corre de los ojos de Anthony y nos muestra el punto de Anne, que no hace más que reiterar el sufrimiento y la duda ante lo que debe hacer, cosa que poco interés genera una vez que se nos presenta el verdadero conflicto. Esto es uno de los problemas más recurrentes a la hora de justificar grandes figuras en producciones que necesitan otro tratamiento. The Father necesita menos, no más. A pesar de las esperables falencias, la película es una obra destacable tanto desde lo sonoro como lo narrativo. La música compuesta por Ludovico Einaudi (Intouchables) marca un ritmo estrepitoso con cuerdas veloces y un piano que aparece sutil. Esta melodía se asemeja al mismo Anthony, que busca hacerse un lugar en este mundo roto, donde presente y pasado se unen para crear un nuevo tiempo, donde la linealidad se tuerce entre lo que creemos que es real y lo que de verdad lo es. A través de este viaje laberintico, Anthony se opone constantemente al cambio, sin darse cuenta de que el mismo cambio es su forma de vida. Nada es lo que percibe, todo es lo que no ve. The Father es acerca de la razón contra la negación, es sobre aceptar la realidad y soltar los recuerdos de un tiempo que fue mejor. Nos habla de entregarse al tiempo sin que este pueda ser comprendido, ya que en él encontramos a los que nos abrazan mientras intentamos conservar nuestras últimas hojas frente al viento ininterrumpido que es la vida misma.
Acompañados por el carismático capitán Frank, Lily y su asustadizo hermano McGregor se adentran en la peligrosa Amazonas en busca de un árbol místico que podría tener poderes curativos. Acompañando las notas de una Nothing Else Matters Unplugged, una voz en off nos zambulle en el mito de las Lágrimas de la Luna, unos pétalos que desprende un supuesto Árbol de la Vida, cuyo poder ofrecen terminar con cualquier mal, incluso salvar a aquellos que están al borde de la muerte. Tras esta intro informativa llena de acuarelas ya conocidas, nos metemos con los hermanos Houghton, Lily (Emily Blunt) y MacGregor (Jack Whitehall). Él es un flacucho débil y temeroso, ella es una valiente científica, decidida y temeraria, capaz de hacer las más increíbles volteretas por obtener su cometido. Tras escapar de las garras del maléfico príncipe Joachim (Jesse Plemons) durante un congreso de ciencia, ambos hermanos se hacen con la punta de flecha que los llevará al destino que Lily tanto quiere, por más que su hermano no esté de acuerdo; a las mismísimas Lágrimas de la Luna. Pero llegar hasta el rincón más recóndito del Amazona no es un paseo por el parque, por lo que deberán contratar los servicios del indomable, carismático, buen mozo, musculoso, poderoso -¿ya dije indomable?- Dwayne “The Rock” Johnson. Técnicamente, el personaje se llama Frank, pero no les quiero mentir, en La Roca haciendo de La Roca con un traje de marinerito apretado. No me crean cínico, sabía muy bien dónde me estaba metiendo. De hecho, por más que mis palabras tengan cierta ironía hacia la trama o hacia sus propios personajes, esto es en realidad un cumplido, ya que por más que esta historia roce lo insulso o lo ya visto, estaría mintiendo si no dijese que la pasé bastante bien transitando este tumultuoso viaje. ¿Por qué? Porque toda buena película de aventura esconde vestigios de un género en particular, y en este caso, gracias a Michael Green (Logan, Blade Runner 2049), Glenn Ficarra y John Requa (Bad Santa, I Love You Phillip Morris), que se encargaron de escribir el guion, nos encontramos, otra vez, con una simple pero efectiva comedia romántica en el medio de la jungla. Lo vimos en Indiana Jones, lo vimos en La Momia, y hoy lo volvemos a ver en Jungle Cruise, aunque no de forma tan brillosa como en las películas mencionadas. Hablemos un poco de cómo funciona una comedia romántica. Dentro de este género, estamos acostumbrados a encontrarnos con dos opuestos que, por lógica, sería imposible que terminen juntos, hasta que finalmente lo hacen y son la pareja más hermosa y deseable de la galaxia. La problemática en este film es que tanto Frank como Lily son… perfectos. De verdad. Hegemónicos, desde el pelo hasta los pies, habilidosos, simpáticos. Son iguales, no hay ningún contraste más que la diferencia de sexo. Entonces, ¿qué necesitan estos personajes aprender uno del otro si ya saben todo? Jaume Collet-Serra, que tras House of Wax, Orphan y The Shallows me pregunto qué hace acá, dirige la cinta -lo que puede y le dejan- y nos lleva por un recorrido a través de los depredadores de jungla, en la cuál el más grande y fuerte es el que manda. Entonces, a partir de esta intervención, uno comprende que esta lucha de sexos no irá por el camino de los opuestos, sino por el del más fuerte. ¿Cómo van a hacer para sobrevivir, juntos, estos dos especímenes tan perfectamente diseñados durante un viaje lleno de peligros? Es así que la película nos presenta su gran aventura, llena de animales peligrosos, monstruos cuyos diseños se jactan de robar a mano armada de películas anteriores, mucho CGI y nazis con submarinos. En serio, ¿Qué pasa con La Roca y los submarinos? A pesar de que los gags y las situaciones hilarantes entre los personajes son el plato fuerte de la película, sin mencionar la actuación de Plemons, que nos regala a un villano nazi estereotipado brillante, hay otro temilla que discutir sobre uno de los protagonistas, y ahora les caigo directo a los guionistas. ¿Por qué un personaje se mueve, acciona, pelea, sigue adelante? Fácil, tiene una motivación. A lo largo del film conocemos las motivaciones de los diversos actuantes que persiguen el mismo objetivo, o simplemente son arrastrados al interior de la jungla. Desde Joachim hasta Aguirre, el conquistador maldito interpretado por Edgar Ramírez -cuya caracterización parece salida de Jumanji-, desde Frank a MacGregor, conocemos y nos identificamos con la búsqueda de cada uno, por más insulsa que sea. Pero nuestra coprotagonista, la que aparece en el poster, la mismísima Lily, no tiene motivación alguna, generando así que se transforme en un personaje más que olvidable al pasar los minutos. Todo su accionar, su búsqueda y su obstinada obsesión en encontrar estos pétalos es llevada adelante por el simple motivo de que puede hacerlo, y ya. Esto se suma a lo que mencione anteriormente en relación a su caracterización bidimensional. ¿Cómo podemos empatizar con un personaje que lo es todo y acciona porque sí? Disney, si esta es tu forma de ponerte al día con la agenda progre, seguimos mal. En definitiva, ¿Jungle Cruise funciona como una cinta que entretiene y nos despeja de este mundo pandémico? Claro que sí, está basada en uno de sus parques de atracciones, ruidos y colores hay por montones. Pero de todas formas, hay algo que Gore Verbinski nos regaló con sus piratas caribeños -que también se basaron en una atracción- y Collet-Serra no pudo hacerlo con sus aventureros; uno nos dio visión, el otro un título más a Disney+. Ah, punto extra por Próxima, el jaguar de Frank. Bicho que tiene más profundidad que muchos de los otros personajes.
Tras los sucesos de la primera parte, la familia Abbot debe enfrentarse al peligro que los acecha, ahora fuera de su destruido hogar. Luego de cruzar camino con un personaje que los ayudará a transitar la aventura, la amenaza inminente fuerza a la familia a tomar una decisión que puede darle una chance a la humanidad. El cielo claro y los rayos de un sol de media tarde invaden las calles de un pueblo tranquilo y silencioso. Mientras, Lee Abbot (John Krasinski) recorre el mercado de turno de forma automática agarrando los víveres de siempre. Tras la compra rápida y con paso ligero, se acerca a la gran atracción que junta el bochinche de una comunidad dominguera; un partido de béisbol en donde juega su hijo Marcus (Noah Jupe). Desde las gradas, tanto Evelyn (Emily Blunt) como Regan (Millicent Simmonds) apoyan al niño, asustado. Antes de su turno, el pequeño es contenido por su hermanito Beau, rebosante de esperanza. Tras un par de bateadas fallidas, los brazos de Marcus se desestabilizan por el miedo a la bola que vuela hacia él, hasta que los mismos quedan totalmente petrificados al evidenciar cómo el tranquilo cielo es interrumpido por una bola de fuego que cae lenta pero imparable. Luego, el caos. Entre rezos y desesperación, la aparición de lo desconocido marca el inicio del día 1 dentro de esta apocalíptica historia. Tras estos intensos títulos, comienza el segundo acto de esta historia que hizo, irónicamente, mucho ruido allá por el 2018. Día 474, una familia destrozada por el sacrificio del padre, un audífono que representa una pequeña oportunidad hacia la amenaza que los acecha y una escopeta que se recarga, reiniciando el reloj que le da unos minutos más de vida a lo que queda de este grupo sobreviviente. Recuperando el tubo de oxígeno para el recién nacido y prendiendo una llama en lo alto del silo, la familia abandona la casa hecha cenizas, retornando con pasos silenciosos esta aventura hacia el interior del bosque. Krasinski, encargado de coescribir -junto con Bryan Woods y Scott Beck-, dirigir y protagonizar la primera parte, vuelve a sus roles en esta secuela peligrosa. Cuando digo esta palabra, me refiero a que ante semejante proyecto presentado hace años, en el que el arco argumental tanto de los personajes como de la trama cerraba a la perfección, no había un motivo real para recaer en el plan desesperado hollywoodense de hacer una secuela y, por ende, una tercera parte que dé fin a una historia que ya estaba concluida. Con un clímax que da fin a los conflictos tanto externos como internos, A Quiet Place brindó un recorrido inteligente y desesperante, y es esa inteligencia, tanto la de sus autores como la de sus personajes creados, que posibilitan que esta segunda entrega no solo sea real, sino que sea potente. Al hablar de una parte dos, y no simplemente de una “2” al final del título, comprendemos de entrada que esta segunda película funciona como una continuación directa del conflicto principal del primer film, y no cómo una nueva aventura con nuevos protagonistas. Dicho esto, y relacionándolo con lo mencionado anteriormente, ¿Cómo puede llegar a funcionar la extensión de un conflicto ya cerrado? Krasinski hace el camino fácil, pero no por eso menos efectivo: presenta a este film como un segundo acto de la historia inicial. Entonces, ¿Es correcto armar toda una película que en realidad es un acto lleno de repercusiones arrastradas de un film anterior? Cómo fan acérrimo de historias que en 90 minutos hacen más que sagas de horas y horas, no tengo la respuesta, pero si puedo decir que esta extensión del mundo se siente muy, pero muy bien. El hecho de que nuestra protagonista, Regan, haya abrazado el amor de su padre al entrar en el último acto del primer film, el enfrentamiento final contra las criaturas gritonas pone en pausa el duelo ante semejante sacrificio. Es ahí, en donde la culpa y el valor se pelean por salir a flote, que esta película hace enfoque. Consciente de que la aparición de las criaturas en primer plano ya no son la novedad, y de que la búsqueda de obstáculos novedosos y enfrentamientos espectaculares son el camino más obvio a seguir, Krasinski hace trascender a la obra con su punto más fuerte; la transformación de Regan, cómo también del pequeño Marcus, personaje que toma las astas en muchas partes de esta secuela. Es en estos caminos “fáciles” que Jim Halpert demuestra su talento. En el poster no solo vemos a lo que quedó de la familia Abbot, sino que evidenciamos la presencia de Emmet (Cillian Murphy). Ahí decimos: “listo, la nueva figura paterna”. Sí y no. Sí el personaje es introducido como el nuevo ayudante de esta familia que apenas se recuperó de las heridas sufridas. Es el guía hacia el mundo exterior, es la fuerza bruta culposa y responsable de que el objetivo de Regan se cumpla, pero es en la focalización de la pequeña, y del duelo que transita, que la figura paterna de Emmet se transforma en la figura del perdón en si misma. Recordemos a Regan y Lee. En la primera parte, éramos participes de como la niña se culpaba por la muerte de Beau, y de cómo su padre, perseguido por el dolor y la insuficiencia de proteger a su familia, era incapaz de demostrar sentimentalismos. Luego de los eventos del film, Lee logra decirle a su hija que la ama al sacrificarse para salvarla. ¿Qué hace Regan con este sentimiento nuevo, imposible de compartir? ¿Qué hace ante una nueva presencia masculina, corrompida por un pasado conocido? Uno de los retos principales de la niña es comprender que su lugar no está por debajo de la sombra protectora de este hombre, sino que ella es la sombra. Regan es ahora Lee, responsable del poder que conlleva, y de aceptar que en este viaje no está sola, sino que queda en ella aceptar la mano ayudante de esta humanidad agonizante. Es así que el film, a través de sus casi 90 minutos, logra no solo posicionarse como un gran ejemplo de secuela y expansión de un mundo rico en posibilidades, sino que trasciende como una cinta necesaria para comprender que la transformación de los personajes es continua, tridimensional e infinita. A Quiet Place: Parte 2 nos habla de hacerse cargo, sobre tomar el lugar que se necesita para afrontar las adversidades, y el que necesitamos para sacar a relucir nuestro propio ser. Cuando la primera parte nos narraba sobre el arreglar los vínculos, esta segunda es sobre qué hacer con ellos, comprendiendo que lo aprendido debe ser puesto en práctica, ahora más que nunca. Los niños, frente a una realidad irreparable, deben abrazar el miedo para dejar de tenerlo, y la madre tiene que soltar para desproteger, ya que, en esa exposición ruidosa y letal, es dónde se puede alcanzar el verdadero silencio.
David, un niño coreano-americano de 7 años, ve cómo su vida cambia cuando su padre decide mudarse junto a toda su familia a una zona rural de Arkansas para abrir allí una granja, con el propósito de lograr alcanzar el sueño americano. Los Yi llegan a un nuevo hogar. Jacob (Steven Yeun) planea trabajar la tierra para así cultivar un futuro prometedor, pero su mujer Mónica (Yeri Han) no dejará de recriminarle si esta nueva aventura es propicia para los pequeños Anne (Noel Cho) y David (Alan S. Kim). Rodeados por una tierra llena de nuevas posibilidades, muy diferentes a las obtenidas anteriormente, los sueños de crecer luchan por la búsqueda de la estabilidad, tanto económica como emocional. Luego de la llegada de Soon-Ja (Youn Yuh-jung), la madre de Mónica, que viene a convivir junto con la familia y de que Jacob emplee al colorido Paul (Will Patton), el film nos presenta un visionado acerca de la rutina de una familia coreana trabajando en suelo extranjero, y de cómo el contacto con las raíces de un país ya lejano se transforma en un viaje hacia lo desconocido. Escrita y dirigida por Lee Isaac Chung (Lucky Life, Abigail Harm), la película nos transporta a la Arkansas de los ’80, donde el progreso es para aquel que tiene que apostar a ganar y el fracasar no es sinónimo de rendirse, sino de volver a intentar. Poniendo en esta línea a Jacob como protagonista, Minari nos muestra de qué forma la rigurosidad y el abuso como violencia disciplinaria son parte de los valores que envolvían el accionar por aquel entonces: hay que aceptar los propios errores, y es uno el que tiene que remendarlos. Hacerse cargo del presente, sin voltear la cabeza. En contraste con esto tenemos la línea de David que, habiendo nacido en suelo estadounidense, es partícipe de cómo, paulatinamente, las raíces de una Corea distante desaparecen para ser reemplazadas por botellas de Mountain Dew. A partir de la llegada de Soon-Ja, David entra en choque con ella. Es una extraña que pone en juego los valores pasados, ya que aquella imagen construida de una abuela que cocina galletas no se presenta; al contrario, es parte de un imaginario que lo acompañó en esta tierra que tanto se diferencia de su cultura originaria. Es acá donde el film pisa fuerte, mostrándonos el otro lado de la identidad como sujetos sociales. David deberá, a lo largo de la historia, comprender su verdadero ser frente a esta realidad fragmentada. En donde la película pisa sin dejar huella es en el ofrecernos escenas de transición montadas con cierta música simpática y melosa, donde se recae en una síntesis más «oscarizable» que dramática. Lo mismo sucede con algún que otro diálogo esclarecedor, que viene a explicar lo que tan bellamente se explayó en imágenes anteriormente. A pesar de estos traspiés, tanto el elenco -destaco la labor de Youn Yuh-jung y Will Patton- como el camino de sus personajes trasciende para hacernos sentir las desdichas del día a día, nos marcan un contraste entre el pertenecer a un pasado satisfecho o a una nueva realidad tan incierta como risueña. En este ring, donde se disputa la Familia contra el Oficio, los combatientes deberán luchar por equilibrar la balanza: comprender hasta dónde pelear y cuándo dejarse ayudar por aquellos que nos rodean con su amor. ¿Hasta dónde llegar, si finalmente voy a llegar solo? ¿Hasta dónde pelear, si la pelea la genero yo mismo? Minari es sobre el abrazar los orígenes, a la familia con la que nacemos, la que adoptamos. Trata de aceptar quiénes somos. Es en el intento y el fracaso donde debemos aceptar el fuego abrazador, para luego renacer de las cenizas. Es sobre aceptar al extraño, entregarse a lo desconocido y comprender que hasta la planta más pequeña e insignificante puede crecer en la impredecible Arkansas.
Después de perderlo todo durante la recesión, una mujer se embarca en un viaje hacia el Oeste americano viviendo una vida fuera de la sociedad convencional, como nómada moderna. Recorriendo entre los vestigios de su vida pasada, Fern (Frances McDormand) se lleva con ella algunos de los tantos recuerdos que inundan el garaje alquilado para iniciar el reencuentro con su propio ser. Chloé Zhao (Songs My Brothers Taught Me, The Rider) nos trae esta nueva elegía acerca de Fern cuya vida, tras el cierre de la planta US Gypsum en Nevada, da un vuelvo irreversible. No solo la desesperación de una economía desesperanzadora golpea a su puerta, sino también lo hace la enfermedad que se lleva a su marido Bo. Tras perder su hogar y lo que lo conformaba, la mujer se sube a su Vanguard, aquella camioneta que funciona como un techo motorizado, para comenzar la travesía de su vida. El film nos muestra un relato no solo sobre la vida de nuestra protagonista, sino que nos muestra historias de gente rota en un mundo hostil. En donde el trabajar toda una vida no alcanza, nuestros personajes transitan el camino más duro; el despegarse de aquello que conocen, que creen que es el móvil del sueño americano, y se entregan al afuera, aquel lugar en el que ser un forastero es tener un hogar consigo mismo. Chloé no nos mete en la piel de un personaje, sino de toda una comunidad. Nomadland, Frances McDormand, Chloé Zhao Como vimos en la filmografía previa de la directora, la participación de los sujetos reales del mundo que se toca le da una nueva dimensión al film. Al ficcionalizar las crónicas de aquellos actuantes, la película traspasa al espectador con su mensaje, reafirmando la importancia de cómo una obra tiene, tanto consciente como inconscientemente, un deber sobre el que la mira y sobre el tema que plantea. Porque es gracias a este relato que hoy podemos conocer las voces de aquellos que dejaron todo atrás para poder empezar de nuevo. El metraje no solo da esperanza, sino que nos hace partícipes de ella. Con la colaboración de artistas como Ólafur Arnalds y Ludovico Einaudi, y gracias a la intimidad que se logra por la selección exquisita de planos, Nomadland nos sumerge en los pequeños destellos cálidos que los caminos de arena pueden darnos. De la fría nieve al árido desierto, Fern se corre de la civilización para emprender un viaje perpetuo. Cruzándose con personajes como Dave (David Strathairn) o Swankie (Charlene Swankie), nuestra protagonista se entrega a la experiencia de superar los dolores, acallar los demonios internos y de aprender las reglas básicas de esta forma de vida tan peculiar. Chloé nos vuelve a regalar un mundo exquisito, que nos habla sobre el apreciar el hoy y no dejar ir el mañana. Porque Nomadland no es solo sobre el estimar las pequeñas cosas, es acerca de entender que el soltar no es olvidar, sino que es aprender que el camino que dejamos atrás es uno de los tantos que tenemos delante nuestro.