Las hormonas más sexis de Los Ángeles Vuelve el director número 1, Paul Thomas Anderson. ¿De qué va? La amistad entre Gary, un actor quinceañero, y Alana, que aún no descubre que hacer a sus 25 años, surge durante los ´70 en el Valle de San Fernando, ciudad que tiene tantas sorpresas como infortunios. Desde el inicio de la película comprendemos que Gary (Cooper Hoffman) es un atorrante. Ni su cara granuda ni su panza rellenita lo detienen a venderse como la “gran estrella actoral” del momento. Con una verborragia incesante y una mirada provocadora, Gary intenta llamar la atención de Alana (Alana Haim), una piba de 25 que labura en una empresa de fotografía para eventos. Entre párpados caídos y negaciones incrédulas, la joven se niega a ir a una cita con él, hasta que la insistencia del adolescente despierta algo en ella, algo que intentará comprender a lo largo de esta travesía bajo el sol impredecible de Los Ángeles setentosos. Sin más preámbulos, repasemos por qué Licorice Pizza se transforma en un clásico instantáneo, no solo de Paul Thomas Anderson sino de la cinematografía actual. Hacer un repaso por la carrera de Anderson es comprender que parte de su distintivo son las situaciones adversas que sacuden a los protagonistas en sus películas. Desde Boogie Nights a Magnolia y Punch-Drunk Love, nuestros personajes se ven envueltos en sucesos que son tan inexplicables como coherentes. Un tiroteo accidental en un restaurante, una lluvia de ranas o un accidente automovilístico no son más que detonantes, o resoluciones, de un camino claroscuro que necesitaba un despertar. Alejándose de los dramas más pesados como There Will Be Blood, The Master y El Hilo Fantasma, PTA vuelve a sus inicios para regalarnos una comedia romántica «coming-to-age» tan ácida como sincera. Es en estos momentos que parecen tener poca relevancia en la trama principal que descansa el poderío de la película, reivindicando la transformación de sus personajes dentro de este entorno que les da tantos obstáculos como sorpresas inesperadas. Desde un arresto por homicidio hasta una cena con un galán hollywoodense, tanto Gary como Alana recorrerán los pasillos introspectivos de su ser, redescubriendo quienes quieren ser o qué pueden llegar a sentir. De esta forma, rodeados de explosiones hormonales y mandatos de una época castrante y llena de tabúes, ambos descubrirán la otra cara de amistad, aquel amor por el cuál darían todo por el otro, sin importar lo insoportable y detestable que puedan ser. Es así que Anderson nos regala un cuento tan sincero como real. Sin tapujos ni miedo a una voz juzgadora, el director y guionista nos pone frente a nuestros ojos una historia de amor que trasciende las barreras canónicas, en dónde la diferencia de edad deja de ser un impedimento entre ambos amigos para transformarse en el verdadero motivo por el cuál siguen viéndose a los ojos, odiosos y enamorados. En dónde Gary observa madurez y sabiduría, Alana no hace más que subsistir a una familia que le recalca constantemente su presente y sus equívocos. En dónde Alana ve esa juventud tan arrogante y avasalladora, Gary se esconde en sus dotes actorales para no demostrar el miedo a fracasar en esta tierra llena de oportunidades. Como dos opuestos que buscan una constante resignificación del amor, los jóvenes buscaran trazar su propio camino, sin percatarse de que esos caminos fueron a la par desde el primer momento en el que se vieron. «Yo no voy a olvidarte, como vos no vas a olvidarte de mí», le dice Gary a Alana, convencido del destino que tiene frente a sus ojos. Licorice Pizza es la película que necesitábamos sin haberla pedido. Con personajes que rozan la locura de una época tan colorida como escabrosa, y presentando a Gary y Alana como una de las parejas cinematográficas más deliciosas de los últimos tiempos, PTA nos da con un moño aterciopelado este bocado que va directo al corazón más soñador como al más incrédulo.
Vuelve Vaughn, más inteligente que nunca ¿De qué va? Los primeros caballeros deberán exponer todos sus modales para frenar el conflicto bélico más importante de principios de siglo XX. Allá por el 2010, Mathew Vaughn, productor y compinche en el pasado de Guy Ritchie y director de dos películas que hicieron algo de ruido (Layer Cake y Stardust), se metía en el mundo de los superhéroes, pero alejándose del camino tradicional que tan acostumbrados nos tenían Warner y la 20th Century. De la mano de Lionsgate y Marv -productora de Vaughn- se estrena Kick-Ass, una adaptación homónima de la novela gráfica de Mark Millar, y a partir de aquí nace un bromance tan poderoso como desenfrenado. Habiendo demostrado su maestría tanto narrativa como estilística en la aventura del vigilante hormonal con traje de buzo, Vaughn se mete con los mutantes para dar su impronta en el 2011, regalándonos una de las mejores entregas de esta saga conflictuada, a pesar de que la producción no se haya tomada dos minutos en investigar como lucía Villa Gesell. 3 años después, y habiendo producido la secuela de Kick-Ass (film que solo sirve para remarcar que el cambio de cabeza, en muchas ocasiones, solo trae caos y vergüenza ajena), Vaughn vuelve a abrazarse junto a Millar para traernos el inicio de una saga cuyo cómic adaptado fue escrito por ambos cerebros desquiciados: Kingsman, o cómo hubiera sido el entrenamiento de James Bond para transformarse en el gran espía que es hoy. The Secret Service nos trajo la otra cara de la elegancia, los modales que hacen al hombre no son más que paredes manchadas de sangre y artilugios tan refinados como letales. Con un Taron Egerton y un Colin Firth que rebosan de facha actoral, el film presenta un gran balance entre la acción y una trama que deja ver inteligencia y mucho trabajo de personajes y diálogos. No se puede decir lo mismo de su secuela, The Golden Circle, que a pesar de cargar con una mochila de hype bastante pesada, la película cometió los errores que la primera entrega tan elegantemente esquivó. Una villana insulsa, secundarios olvidables y una trama tan conveniente como tonta hicieron que las ganas por seguir a estos espías tan intrépidos desaparecieran a medida que pasara el tiempo. Pero Vaughn no es cualquiera, ya lo dejó claro, y un tropezón no es caída. Es por eso que al presentar el trailer de esta precuela que nadie pidió, los fans acérrimos de este mundillo tan particular saltamos de la silla tan excitados como cuando vimos el plano secuencia de Colin Firth en la iglesia. Es así que The King’s Man no solo se sitúa como una de las mejores de este 2022 (si, recién empieza el año y me la re banco), sino que se transforma en una película tan precisa, sutil y entretenida que da cátedra sobre cómo atravesar los orígenes de un mundo que parecía que no tenía nada más que contar para decirnos: “Che, acércate, tengo que contarte una cosita más”, y es glorioso. Donde The Secret Service y The Golden Circle descansan en la acción desmedida, llena de dispositivos y secuencias extravagantes, The King’s Man decide apoyarse en el corazón puro de un conflicto militar y el cómo los hilos invisibles llevan a la mera destrucción, o salvamento, del mundo que lo sufre. Siguiendo los pasos de Orlando Oxford (Ralph Fiennes) y de su hijo Conrad (Harris Dickinson), nos metemos de lleno en la génesis del suceso militar que marcó la primera década del siglo XX, la Primer Guerra, y en cómo estos bienaventurados caballeros intentan, desde sótanos oscuros hasta trincheras cubiertas de alambres de púas, frenar esta matanza indiscriminada. Es así que, apoyándose en la esencia pura del film de espías, presenciamos cómo nuestros protagonistas se zambullen en un conflicto de inteligencia, susurros y traiciones. Sin olvidarse de sus emblemáticas secuencias de acción, la película decide irse por otro camino, uno en el que afloran las batallas con diálogos intelectuales y secretos más peligrosos que una bomba de tiempo. Con figuras como Rasputin (Rhys Ifans), Mata Hari (Valerie Pachner), el Rey George, el Kaiser Wilhelm y el Tsar Nicholas (los tres interpretados por el enorme Tom Hollander), el escenario de este hecho verídico se transforma en una fiesta tan excéntrica como delicada. Con un arte que demuestra finura en sus detalles y emplazamientos de cámara que van desde timelapse exquisitos a planos estrafalarios, Vaughn se aleja de aquel film que mareo tanto para brindarnos una lección de gran cine de espías. Sin dar muchas vueltas para que el visionado sea lo más gustoso posible, hablar de The King’s Man es hablar de la finura propiamente dicha. Con una trama digna de querer que ese pasado ficticio haya sucedido tal cual se plantea y con secuencias que nos dejan con un nudo en la garganta, tal como estamos acostumbrados a ver en pasados visionados de Vaughn, este film se corre del título de “precuela” para posicionarse como una gran obra plagada de divertimento e inteligencia. En Matthew Vaughn confiamos.
El poder del amor Neo vive una vida normal y corriente en San Francisco mientras su terapeuta le prescribe pastillas azules. Hasta que Morfeo le ofrece la pastilla roja y vuelve a abrir su mente al mundo de Matrix. Presenciando los sucesos de aquel inicio que desató todo, Bugs (Jessica Henwick) y Seq (Toby Onwumere) están convencidos de que la leyenda de la rebelión, el elegido Neo, sigue entre ellos. En el otro lado de la Matrix, en donde un paraíso construido es la pantalla perfecta para las almas en pena, nos encontramos con Thomas Anderson (Keanu Reeves), un famoso diseñador de videojuegos reconocido por su mayor trabajo, The Matrix, el juego que revolucionó todo menos la tediosa rutina de su creador. Rompiendo la cuarta pared con referencias directas a la pasada trilogía de films, comprendemos que esas películas, acá videojuegos, no son más que producto de la ingeniosa cabeza creativa, que hoy vive ingiriendo unas curiosas pastillas azules recetadas por El Analista (Neil Patrick Harris), el psicólogo que lo ayuda a atravesar aquellas visiones disruptivas que Anderson sufre día y noche. Pero el cruce de miradas con alguien que lo moviliza, sin saber que en el pasado combatieron hombro a hombro por la revolución de la humanidad, pone en jaque su visión del mundo que lo rodea, iniciando así, otra vez, un viaje hacia la reconstrucción de su propia memoria. Sin más preámbulos, nos metemos en esta «nueva» aventura Wachowski que, por más que logre un deslumbrante apartado visual y sonoro, no logra correrse de la movida de secuelas nostálgicas que está tan de moda. Más allá de la complejidad de la trama, que se encalla en diálogos explicativos que pecan de densos, el desarrollo de personajes no tiene algo que destaque más allá de lo que todos conocemos. El conflicto está puesto como una excusa para reunir a los favoritos Neo y Trinity, ya que no hay una guerra real que combatir, solo vestigios de respuestas inconclusas que dejaron aquellas secuelas allá por el 2003, de las cuales nadie pidió explicación alguna. The Matrix Resurrections, Matrix Resurrecciones Es así que, al pasar los minutos, nos olvidamos paulatinamente de ese detonante que puso en marcha el conflicto de la película, concentrándonos más en comprender qué nos quiere transmitir Lana con el planteamiento de su nuevo antagonista como sus ideales, para luego relajarnos en la butaca y disfrutar de esos efectos visuales que tan bien acostumbrados nos tiene. – ¿Por qué estamos acá? – No sé, pero mira cómo se pegan. – Ah, sí, la buena Matrix… Porque si de visuales se trata, es acá donde la frutilla del postre brilla, brindándonos un espectáculo de calidad. Desde el bullet time a misiles humanos cayendo desde los cielos, tanto las persecuciones como los combates son una delicia que nos lleva directo a esa Matrix de antaño, en donde los límites de la realidad se transforman en una puerta a lo inimaginable. Aun así, en este mismo aspecto descansa también una de las contras del film. Alla por el ’99 presenciar Matrix y todo su Sci Fi Action Pack era toda una novedad. Tanto videojuegos como otros films se inspiraron en esas coreografías, para llevar a cabo sus propios mundos sin generar algo siquiera parecido. Hoy, 22 años después del primer film, y habiendo en el medio un sin fin incalculable de medios audiovisuales que exploraron, para bien o para mal, diversas formas de hacernos sentir el frenesí de la acción desmedida, es que Resurrections termina apoyándose en estas sucesoras de su propio legado. Es así que vemos secuencias que nos hacen acordar desde Snowpiercer hasta World War Z, haciendo que la originalidad del film descanse, más que nada, en su ejecución más que en sus ideas. ¿Está mal? Para nada, el que me lee sabe que soy partidario más del cómo que del qué, pero es consecuente esta revisión para comprender hasta donde puede llevarse y explotarse una idea, sin que esta pierda legitimidad y se termine transformando en un hijo bastardo que nadie pidió. The Matrix Resurrections, Matrix Resurrecciones Lejos de ser un film que defraude o perezca en sus fallos, The Matrix Resurrections nos regala momentos muy ricos entre sus personajes, recordando que el Génesis de toda esta rebelión contra las máquinas descansa en lo más profundo del ser humano; el amor hacia el otro, y el cómo ese amor nos hace sacar lo mejor de nosotros. En este caso, lo «mejor» es quebrantar una realidad digital para frenar balas y desviar misiles, pero comprenden la metáfora. Para terminar, y sin hacer demasiado ademán en el tema ya que me extendería demasiado, es hora de replantearse hasta dónde la nostalgia por ver un mundo ya recorrido puede llegar a crear solo excusas narrativas que secan un árbol que antes dio frutos, pero que ahora solo nos brinda una corteza marchita, sin gusto más que a cartón seco y uniforme.
La masculinidad como identidad tergiversada La ópera prima de Felipe Gómez Aparicio tiene una premisa potente que se pierde con una ejecución inocente. ¿De qué va? David, un adolescente que entrena día y noche para convertirse en la musa de su madre artista, debe lidiar con una crisis de identidad que marcará su camino para siempre. Mientras levanta kilos y kilos de fierro para tornear sus hombros, los ojos de David (Mauricio Di Yorio) se desvirtúan al observar a Mastodonte (José Luis Sain) que, como su nombre indica, entrena sus músculos extremadamente trabajados, dejando ver el límite al que puede llegar un hombre a la hora de evolucionar su cuerpo en una figura de perfección anabólica. Entre sonrisas y ojos confidentes, David deja entrever tanto su admiración como su deseo prohibido, remarcando las preguntas que inundan la cabeza del adolescente conflictuado. ¿Es una mirada lasciva o de fascinación? ¿Quiere ser como él o estar dentro de él? A esta realidad se le suma la figura autoritaria de su madre, Juana (Umbra Colombo), la verdadera Puppet Master que está detrás tanto del entrenamiento corporal del joven como de la construcción de su propia identidad. Siguiendo una rutina que lo hace crecer más y más, él sigue la tutoría de su progenitora al pie del cañón, dejando de lado una adolescencia llena de salidas y noches agitadas. Pero el frío tacto de las mancuernas descascaran sus manos agrietadas, como si de una alerta de su propio cuerpo sufriente se tratara. Una alerta de cambio. El Perfecto David Con esta premisa potente se presenta El Perfecto David, la ópera prima de Felipe Gómez Aparicio, una película que, como muchas obras iniciales, se pierde en ser un ensayo que describe ciertas problemáticas con planos bonitos más que una exploración que se despegue con inteligencia de su planteo inicial para brindarnos una obra que trascienda. Con actuaciones que no destacan más que para representar diálogos explicativos y casi burdos, el casting se apoya en simbolizar estereotipos. La madre abusadora, el hijo en conflicto, los compañeros verborrágicos e inmaduros y la piba como símbolo de deseo no son más que algunas de las figuras que rondan por la película, remarcando que la pobre exploración de personajes se limita más a un trabajo final de primer año que a una reinterpretación propia de lo que pueden dar sus personajes, corriéndose de la obviedad y la comodidad. Sumando problemáticas a una premisa que cae en una ejecución inocente, el montaje recae en el hartazgo de una planificación que reitera constantemente el accionar de nuestro protagonista sin mostrar nada nuevo en los minutos venideros. Entrenamiento, idas y vueltas en un auto silencioso, más entrenamiento, rostros inexpresivos, más entrenamiento. Sacando ciertas intervenciones que sí logran reflejar la interioridad conflictiva de David, el film confunde tempo dilatado con robo de minutos. A pesar de estos condimentos que amargan un poco esta ensalada, es justo remarcar que la simpleza de la historia trae a colación matices riquísimos, brindándonos una mirada interesante sobre la masculinidad y el cómo este ideal de virilidad colectiva no trae más que confusión y barreras a una mente que no busca más que explorar su propia identidad. El Perfecto David está lejos de ser un trabajo redondo pero, de todas formas, es un ejercicio que nos permite reflexionar sobre las decisiones tomadas y sobre cómo una mirada inocente sobre una problemática real necesita ser reinterpretada y expuesta con algo más que planos estéticamente bonitos.
Boulevard of Broken Dreams A sus 74 años, Steven Spielberg estrena su primer musical, una de las grandes películas del año. ¿De qué va? El enamoramiento entre Tony y María trae un rayo de esperanza dentro del tumultuoso West Side, en donde la guerra entre los Jets y los Sharks no tiene fin. Bajo los escombros del San Juan Hill, un complejo olvidado que descansa bajo los cimientos del nuevo Lincoln Center, que cambia poco a poco el paradigma del West Side de antaño, los Jets se presentan con una danza simpática, casi inocente. Del otro lado, esperando el impacto de un baile provocativo, están los Sharks, los puertorriqueños que no tienen miedo a aquellas abusivas palabras. Sus ojos trigueños denotan haber peleado varias batallas, y están preparados para la próxima. Entre miradas de odio y juramentos de venganza, ambos bandos se amenazan por el control de un territorio que no los quiere, que avanza con una modernidad que los desplaza hacia las sombras. Sin hacer caso a las autoridades, Riff (Mike Faist), el segundo capitán de los Jets, propone un último y decisivo enfrentamiento: una pelea campal por el control total del territorio. Pero para esto va a necesitar de la ayuda de su viejo confidente, el otro fundador de esta banda que trae más problemas que soluciones; Tony (Ansel Elgort). Como si de un favor se tratara, Tony, que trata de escapar de ese pasado truculento que un día lo puso en la cárcel, asiste al baile en el que se llevará a cabo el acuerdo, pero sin esperar conocer allí a María (Rachel Zegler), hermana de Bernardo (David Alvarez), capitán de los Sharks. En la oscuridad, tras las luces de un baile confrontativo, ambos adolescentes se enamoran, sin presentaciones ni tapujos, sin prejuicios ni barreras, generando así la única oportunidad para que ambas bandas comprendan que esta pelea es tan inútil como innecesaria. Basada directamente en el musical del ’57, aunque sin olvidarse de su anterior adaptación cinematográfica, Steven Spielberg toma este proyecto para no solo adentrarse en su primer musical a los 74 años, sino para darnos un ejemplo magistral de apropiación de la obra. Ya lo vimos con Scorsese y sus Cape Fear y The Departed, con Tarantino y sus diversas referencias al cine oriental y de Leone, ahora le toca al maestro que llegó para darle fin a un cine de autor que se impuso allá por los ’70 y abrió las puertas de una industria que revolucionaba al séptimo arte. Alejándose de las problemáticas de las tumultuosas calles de Nueva York, Steven nos zambulló en aventuras fantásticas, rodeadas de tiburones malévolos, extraterrestres que buscan volver a casa y arqueólogos intrépidos. Un cine que ponía fin a una exploración profunda de personajes conflictuados para ofrecernos shows espectaculares que trascendían desde la galaxia más lejana. Hacer un repaso por toda su obra, y sobre explicar que su cine va más allá de un mero show de fuegos artificiales, es robar palabras en este texto, pero es una obligación por mí parte remarcar la importancia de este cine que estableció la vara que mide, al día de hoy, el paradigma de lo que comprendemos como cine de industria. A pesar de que estemos rodeados de un sin fin de producciones que no dejan de repetirse hasta el hartazgo, es una alegría que directores de la talla de Steven sigan haciendo ruido para demostrarnos que este cine no vino para destruir lo anteriormente establecido, sino que llegó para darle otra impronta, en la que la espectacularidad es parte de un entorno que subyace problemáticas de igual o más trasfondo que cualquier film de autor. Es, hoy, uno de los directores que pueden manejar millones bajo su brazo sin perder de vista que esta parafernalia no es más que la excusa para contar una historia que necesita ser contada, no importa la cantidad de veces que haya sido expuesta. Es así que esta reversión, basada en la obra de Shakespeare, escrita y ambientada en los ’50 y reinterpretada en 2021, es un claro ejemplo de que la industria no solo es una fuente inagotable de reboots y secuelas espirituales, sino que es la posibilidad de contar aquella historia, que necesita de un apartado increíble, para trascender en un show tan espectacular como sutil. De esta forma, West Side Story no solo se transforma en una de las experiencias más ricas del año, sino que es ejemplo de que dentro de este cine tan pastiche hay lugar para que una remake haga tanto ruido como lo hizo su versión anterior, dejando así su propia huella y creando una voz propia. Entrando en términos de puesta, el film se apoya en coreografías que te hacen querer salir de la sala bailando sin vergüenza ni limitaciones. Con una planificación que te hace replantear de cómo un mortal puede filmar tan bien, el apartado visual, lleno de contrastes y colores que denotan el espíritu carnavalero de ambos bandos, es tan poderoso como la voz de nuestros protagonistas, que desprenden en sus notas el dolor de ese amor prohibido. Con el poder actoral de Elgort, Zegler, Alvarez y Ariana DeBose, que da vida a Anita y al mejor personaje de toda la película, esta nueva reversión logra una voz tan fuerte y extraordinaria que coloca en un punto álgido este género que poco se ve hoy en día, pero que, al estar atravesando estos tiempos pandémicos llenos de nuevos inicios y realidades, necesita ser revisado para traer esa luz de esperanza y divertimento que tanto necesitamos para atravesar el día a día. Porque, en definitiva, el motivo de este cine es entretenernos y West Side Story es el ejemplo de que lo espectacular no solo es necesario, sino de que puede estar bien hecho, explotando en nuestro cuerpo esas luces de colores que nos hacen sonreír desde lo más profundo de nuestro interior.
Lady Macbeth nunca fue tan chic Ridley Scott (Alien, Gladiator, The Last Duel) estrena su segunda película en el año, y es una que no se pueden perder. ¿De qué va? El inicio de la historia de amor entre Patrizia Reggiani y Maurizio Gucci, y cómo la obsesión por el poder y la grandeza la transformó en una telaraña de traiciones y palabras vacías. Entrar a la sala a ver una de Ridley Scott es, hoy en día, uno de esos momentos únicos que no hay que dejar pasar. El simple hecho de ser uno de los directores más longevos que siguen produciendo sus films dentro de la industria (con sus respectivos traspiés) nos hace dar cuenta de la vasta experiencia que consiguió a lo largo de los años. De la ciencia ficción a dramas épicos y bélicos, Ridley desarrolló un increíble ritmo en contarnos sus historias, brindándonos aventuras que duran, casi siempre, más de dos horas, pero sin caer en la repetición o el hartazgo (toma nota, Disney). Sin embargo, uno de los detalles que siempre lo definió, y que con House of Gucci lo coloca en el pedestal, es el trabajar con un gran nivel actoral, sin rebajarlo en la parafernalia de su nombre y/o éxitos pasados. Podemos poner muchos nombres en un poster, en una misma escena o incluso se puede tomar al actor más galardonado del planeta, pero eso no significa nada sino se sabe cómo dirigirlo, cómo guiarlo a través de lo que la historia y el personaje necesita. Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jeremy Irons, Jared Leto (con más látex que un guante para lavar los platos), grandes nombres que te aseguran un par de salas llenas, pero Ridley no se conforma solo con eso, sino que los lleva a los límites actorales que los representa, reinventándolos tanto como artistas y como personas. Es este uno de los motivos por los que House of Gucci no solo divierte con su relato de obsesión, traición y muerte, también es un ejemplo, hecho y derecho, de cómo el cine de industria puede ir más allá de múltiples pantallas verdes y actores inexpresivos gritándole a un CGI insulso. Siguiendo los pasos de Patrizia Reggiani (Lady Gaga), nacida en el ceno de la pobreza italiana, y más tarde adoptada por el empresario Ferdinando Reggiani, conocemos el inicio de una relación que comenzó como una luz de esperanza y terminó, décadas después, como la exclamación de la obsesión más desenfrenada y mortal. Fraternizando con un joven y enamoradizo Maurizio Gucci (Adam Driver), que enfrenta a su padre Rodolfo (Jeremy Irons) por defender a la mujer que ama, Patrizia teje, entre miradas lascivas y sonrisas encantadoras, una telaraña que atraviesa a una de las familias más famosas de la moda, no solo para pertenecer en ella como una larva que se aprovecha de la fama y el dinero, sino para transformarse en la Gucci definitiva. Gracias a una Gaga que desprende una actuación tan empoderada como sutil, el viaje junto a esta Lady Macbeth se transforma en una experiencia más que gratificante. Continuando con este reparto de ensueño, cabe destacar cómo cada uno sirvió de forma exquisita para armar este árbol genealógico lleno de traiciones y excesos ridículos. Pacino y su Aldo Gucci, el tío conciliador que busca la alianza y la estrategia más favorable para que la empresa familiar no muera; Leto y su Paolo, un verborrágico e inútil heredero, confiado de poseer un don que dispararía a Gucci hacia el primer puesto de la moda; Driver y su Maurizio, el hijo pródigo que pasa de ser una babosa ingenua a ser la cabeza de un negocio que arrastras más deudas que sueños y Irons con su Rodolfo, el padre que representa el símbolo de lo arcaico, de aquel pasado que fue “mejor”. Todos y cada uno de ellos logran, gracias a sus diversos matices, crear a una familia tan desequilibrada como rica de presenciar. Los Gucci de Scott son un experimento que nos muestra cómo la traición no inicia por querer poder, sino por no saber controlarlo. Pero no todo es actoral, ya que el guion de Becky Johnston (The Prince of Tides, Seven Years in Tibet) y Roberto Bentivegna es un deleite de secuencias que dan ejemplo de cómo una historia verídica necesita, para funcionar como narración, de una estructura que no se apoye enteramente en el hecho de informar lo que sucedió, sino en la acción de contar una historia, con sus respectivas peripecias y personajes que sufren a través de una aventura transformadora. De nada sirve un conglomerado de escenas inconexas entre si que narran sucesos que creemos que “transforman” a personajes que no son más que calco insulso de los actuantes reales. Esto es ficción, por más que haya un hecho real que lo dispare. Es un recorte, y cómo tal se necesita de las herramientas correctas para hacerlo funcionar. Para hacer un Live Aid que funciona como un clímax excusero a la falta de trama, me lo voy a ver a YouTube, gracias. Y para llevar más de dos horas y media a pantalla, que mejor opción que Ridley Scott, un director que sabe de ritmo, cómo contar y transmitir. Si hay alguien que no tiene pelos en la lengua es él, y no por sus verborrágicas respuestas a la prensa, sino por su elocuente forma de transmitir a través de la lente. Acá no hay planos que se asemejan a obras de arte, ni mucho menos movimientos de cámara extremadamente complejos; acá hay planos y contraplanos esclarecedores, detalles que resignifican un elemento y primeros planos que se completan con actuaciones formidables. Gracias, Ridley, por darnos el ejemplo de que la cámara es solo la carretera para este viaje formidable. Es así que House of Gucci se transforma en una de las experiencias más divertidas y placenteras de este año, brindándonos uno de los lados más oscuros y aterradores de la moda, y de cómo una víbora es capaz de desbaratar una familia fragmentada, llena de sueños rotos y promesas vacías.
Wright nos mete en un policial caleidoscópico. Vuelve el director de Baby Driver con una propuesta que ya es uno de los puntos álgidos de su carrera. ¿De qué va? Eloise, una aspirante a diseñadora de moda, se muda del campo al centro de Londres. Pero la nueva realidad es tan dura que, al descubrir que puede transitar el Soho de los ’60 durante sus sueños, Eloise se pierde en una aventura tan esperanzadora como peligrosa. Eloise (Thomasin McKenzie) mira a través de la ventanilla del tren que la lleva desde Cornwall, un pueblito campestre de Inglaterra, hasta Londres, el epicentro de todo. En este cruce de umbral, Eloise abandona, paulatinamente, las luces cálidas del sol del atardecer para sumergirse en el bochinche de una ciudad que deslumbra, tanto desde sus espectaculares oportunidades hasta sus nefastos obstáculos. Con una idea errónea sobre el triunfo y el lograr desarrollar su propio potencial, Eloise se esconde en vestidos hecho a mano y en canciones de The Kinks, The Walker Brothers y Cilia Black. Nuestra protagonista, corrida y atemporal, no encuentra su lugar en el apabullante Soho, hasta que su sensorialidad y su capacidad de ver más allá de nuestra propia realidad la arrastran, a través de los sueños, hasta una versión algo más antigua del espacio que transita día a día; Eloise es capaz de recorrer y percibir el Soho en los ’60, rodeado de luces de neón, afiches de Thunderball y sombríos clubes en donde los hombres se baboseaban con la intérprete de turno. Como si de su propia versión empoderada y autosuficiente se tratara, Eloise, dentro de sus sueños, se coloca en los zapatos de Sandie (Anya Taylor-Joy), una cantante que busca dar el salto dentro de estos antros de mala muerte. Es así que, al ver cómo Sandie es cortejada por Jack (Matt Smith), el representante con el que inicia un viaje tanto amoroso como profesional, es que Eloise decide perderse entre los espejos de esta nueva realidad, escapándose de las aburridas y sofocantes voces del Londres actual. Pero la historia de Sandie tiene muy pocas luces de esperanza, y Eloise queda atrapada entre dos mundos, en donde el misterio del pasado y su peso en el presente implosionan en un film que Edgar Wright sabe llevar con una madurez exquisita. Asemejándose más al trabajo realizado en Baby Driver que a su hilarante trilogía Cornetto (Shaun of the Dead, Hot Fuzz y At World’s End), Wright nos trae un relato que descansa en la experiencia de su aprendizaje a lo largo de sus años en la industria. Utilizando como base al género policial, Last Night in Soho recorre los pasillos del thriller psicológico, brindándonos puestas llenas de indicios y detalles a tener cuenta. Nada está puesto porque sí, todo es una señal, una puerta a algo más grande. Wright, con su toque distintivo, decide llevarnos a través de dos líneas narrativas, una accionada por Eloise y otra por Sandie, hasta que en el tercer acto ambas líneas se cruzan en una sola, explotando en una clímax que se corre de un espectacular plot twist para brindarnos una poética demostración de transformación de personaje. Es en este lado narrativo que el director y guionista decide pedir ayuda a la coescritora Krysty Wilson-Cairns (1917, Penny Dreadful), una de las mujeres más importantes del filme. Tras convencerla de escribir juntos el guión, Edgar decide confiarle su historia, que mucho tiene de su lado personal, para que Krysty indague en el lado más oscuro del Soho y de aquella década. Es por eso que al transitar el camino de Sandie a través de los ojos de Eloise, que no son más que nuestros propios ojos de espectador, nos encontramos con los horrores patriarcales que sometían al alma más inocente. En dónde vislumbraba una pequeña luz de oportunidad, una sombra negra y sofocante aparecía para marcar su territorio y para apagar cualquier brillo ingenuo. Chung-hoon Chung, director de fotografía de varias de Park chan-Wook y de la primera parte de It, llega al filme para regalarnos un trabajo visual que destaca casi más que cualquier otro aspecto. Desde luces de neón que irrumpen un fondo monocromático a oscuros amenazantes que dejan ver lo justo y lo necesario, Chung se apoya en sus trabajos anteriores para crear una visión tan rica como necesaria para el desarrollo de la historia. Desde lo sonoro, destacar la musicalización de los filmes de Edgar son moneda corriente, y acá no cambia la cosa. De alternar el montaje a través de los diversos bits que se escuchaban en Baby Driver, ahora nos sumergimos en un juego que va desde lo diegético a lo extra diegético. Que Eloise ponga en su tocadiscos Dansette a Petula Clark no es algo al azar, es la puerta a ese mundo de ensueño, en dónde esa música que descansa en discos de pastas suena por todo el Soho caleidoscópico. Last Night in Soho es, posiblemente, uno de los puntos más álgidos de la carrera de Edgar. Con una maestría en la utilización sin exceso del CGI y con un montaje que nos lleva a los recónditos pasillos de una industria de antaño, ver esta película en la pantalla grande no solo trae esperanza, sino que otorga al espectador esa sensación tan linda y reconfortante como ser la de ver los créditos rodar y pensar para uno: “acabo de ver cine”.
El existencialismo de Zhao y la parafernalia marvelita La ganadora del Oscar, Chloé Zhao, llega al MCU con una película que vive entre dos mundos. ¿De qué va? Los Eternals, seres creados por los Celestiales para restituir el orden en el universo, deberán de reunirse una vez más para enfrentarse a un peligro que no solo amenaza a la humanidad, sino a su propia existencia. En el principio no había nada, hasta que los Celestiales lo crearon todo. Pero toda fuerza benévola es batallada por una maligna, en este caso los Deviants; seres feroces y destructivos que amenazan con demoler la creación de los Celestiales. Es así que, como respuesta defensiva, estos titanes crean a los protectores Eternals; la respuesta definitiva a todo el mal que ciernan los Deviants. De esta forma, estos individuos, tan hegemónicos como inclusivos, arriban a la Tierra con una misión; destruir a los Deviants y guiar a la humanidad hacia el camino más propicio para su evolución. Pasados años y milenios, los Eternals supieron ayudar a la humanidad en la evolución de su propio ser y de su civilización, pero no sin entregarse a la duda existencial que plantea el hecho de pertenecer a una comunidad que muy lejos está de aproximarse a un centésimo del poder que estos salvadores tienen. ¿Quiénes somos realmente sobre este suelo? ¿Es nuestro deber guiarlos hacia la destrucción o intervenir para sacar lo mejor de ellos? Estas incógnitas, con sus particulares gags que rozan el cansancio, atraviesan la trama de un film que se apoya en el conflicto interno de nuestros participantes, hasta que la necesidad de una agenda de irrumpir con fuegos artificiales de cotillón irrumpe para brindarnos otro ejercicio que cumple, pero que sigue siendo ejemplo de que la balanza entre autoría e industria sigue pesando más de un lado que de otro. No hace falta aclarar que lado pesa más. Chloé Zhao, reciente ganadora del Oscar por Nomadland, y directora de las muy bellas The Rider y Songs my brother taught me, nos lleva de excursión por esta aventura existencialista, que tanto vimos en sus anteriores cintas. Con diez personajes que reparten sus minutos en pantalla, la trama de Eternals descansa en la simpleza, otorgándonos su poderío en el desarrollo de estos seres, que luchan por responder las incógnitas planteadas más arriba. Corriéndose de los múltiples diálogos explicativos, Zhao logra, por momentos, asomar la cabeza para darnos miradas llenas de miedos y silencios que dicen más que mil chistes forzados. Es acá, en esta lucha interna por el deber de proteger una raza inferior y el fraternizar con ella a tal punto de olvidarse el por qué llegaron al planeta, donde descansa el poderío del film. Y me hubiera gustado mucho que así fuera las dos horas cuarenta que dura, pero mi ingenuidad fue tan grande como el verborrágico e insulso conflicto externo que envuelve y apaga este pequeño brillo autoral. Pero sin frenarnos a llorar sobre algo que tendríamos que tener por sentado, si me detengo en el cómo las últimas cintas marvelitas se deciden por la elección de un papel protagónico que poco tiene que retribuir a la trama, brindándonos personajes tan poco empáticos que solo sirven para proyectar la figura tradicional del héroe clásico. Un héroe que, rodeado de secundarios mucho más consecuentes a su propia transformación, roza lo insulso, apoyándose en los pasos tradicionales vistos hasta el hartazgo. De esta forma, Sersi, la Eternal interpretada por la inexpresiva Gemma Chan, termina siendo una de las protagonistas más inapetentes e insufribles de este vasto universo. Ojo, no interpretar que un drama existencialista tenga que apoyarse en protagonistas aburridos. Haciendo hincapié en el resto del cast, y reservando una estrellita para Jolie y su Thena depresiva, la relación entre ellos y los diversos conflictos de intereses que se generan por sus respectivos ideales traen un poco de luz dentro de este universo plagado de personajes tan chatos que dejan ver los hilos de sus principales funciones: romper a piñas mientras tiran algún chiste barato. De todas formas, la inclusión de Kingo y su asistente Karun, interpretados por Kumail Nanjiani y Harish Patel, personajes mera existencia es justificada por ser el comic relief del film, irrumpen para recordarnos que estamos viendo, por más exploración de personaje que haya, otra cinta del UCM. A lo que visuales respecta, aquella anécdota sobre como Chloé mostró a Kevin Feige y asociados una grabación en donde un campo rural cubierto de neblina reemplazaba con grandeza y sabiduría las pantallas verdes carentes de naturaleza, cobra vida a lo largo del film haciéndonos participes de paisajes naturales que rebosan de belleza y solemnidad. No es extraño, en la filmografía de Zhao, perderse en el andar de los personajes sobre planicies de antaño, dejando en el espectador una sensación de paz y reconstrucción. Aun así, es alarmante que, ante los ojos malacostumbrados y devoradores de estas aventuras comiqueras, esta película funcione como una novedad entre las 50 que ya salieron, por el simple hecho de que alguien, con una mínima mirada crítica y artística, decidió usar recursos cinematográficos más apegados al cine de autor. Es grato poder disfrutar en la pantalla grande el cómo una franquicia decide irse por lares que recorren con una mirada más contemplativa e interpretativa, que expone conflictos ligados al propio ser y deja en el espectador una experiencia diferente, pero es lastimoso y hasta cansador que esta pequeña luz sea prendida de vez en cuando. Es así que Eternals, a pesar de contar con una clásica estructura en la que los actuantes visitan diversos puntos del planeta para rearmar el grupo de antaño para así combatir al maligno en un tercer acto plagado de CGI y figuras titánicas, decide descansar más en la transformación de nuestros personajes, dándonos momentos e intervenciones más que interesantes en esta vasta filmografía superheroica. Que el espectáculo circense no sea el punto de partida de esta historia es, en definitiva, algo a remarcar.
Villeneuve nos trae su gran épica futurista El director de Blade Runner 2049 y Arrival nos regala una nueva gran película de ciencia ficción, protagonizada por Timothée Chalamet como una suerte de Michael Corleone espacial. ¿De qué va?: Perseguido por sueños proféticos, el noble heredero Paul Atreides deberá encontrar su propio camino en medio de una guerra que condena al valioso planeta Arrakis como a sus nativos a la destrucción. “Los sueños son mensajes desde las profundidades.”, nos dice una voz gutural que parece salida del inconsciente más perturbador. Así da inicio esta primera parte, que narra el viaje de Paul Atreides (Timothée Chalamet), el Michael Corleone espacial, que transitará, a través de visiones confusas y decisiones que condicionan cada futuro paso, la travesía de su vida. Tras una intro que nos zambulle en el espectáculo audiovisual de Denis Villeneuve (Prisoners, Arrival, Blade Runner 2049), conocemos la historia de como los Fremen, nativos del árido planeta Arrakis, son perseguidos por los Harkonnen, los forasteros colonizadores que llegan al planeta para hacerse con las especias, una poderosa fuente de poder que alarga la vida y hace posible los viajes interestelares. Al finalizar este montaje de escenas, nos situamos en el rostro dormido de un Paul inocente, que revolea sus ojos como si de un mal sueño se tratara. Allí, entre las imágenes de un sol escondiéndose entre la arena, los ojos azules de Chani (Zendaya) lo llaman, lo instan a que tome una decisión, por más que no sepa cuál. Viviendo en el ceno de una familia noble, Paul es contenido por su madre, Lady Jessica, interpretada por una Rebecca Ferguson que es lo mejor de la película, cuya protección y admiración va de la mano con el poder que Paul tiene en su interior. Un poder que comparte con su progenitora, haciendo que este no solo sea una excusa narrativa, sino la manifestación del verdadero vínculo que los une, una unión que atravesará los peligros más inesperados. Del otro lado de la mesa está el padre, el Duque Leto (Oscar Isaac) que, lejos de la figura autoritaria militar que estamos acostumbrados a ver, somos partícipes de como su poder como dirigente se complementa perfectamente con su deber de padre, generando en Paul un alivio, pero también un sinfín de preguntas existenciales. “Un gran hombre no busca liderar. Es llamado a ello. Y él responde”. Y si tu respuesta es no, seguirías siendo lo único que necesito que seas, mi hijo.” Así, entre un destino que lo llama a ser el heredero de un poder enorme y las visiones de una figura que le urge perseguir sus más profundos deseos, Paul se deberá enfrentar a una batalla tanto externa como interna, donde las decisiones tomadas serán la manifestación de su propio poder, y de cómo este determinará el destino del planeta y el curso de esta guerra interestelar. Tras estas palabras, la identificación con el capo de la mafia llevado al cine por Coppola es casi completa, y lo es gracias a que el personaje es puesto a prueba no solo físicamente, sino mental y emocionalmente. Tanto en este film como en El Padrino, tenemos a un protagonista que pertenece, por herencia y sangre, a un mundo del que poco quiere saber (la mafia, en caso de Michael, la herencia al trono en caso de Paul) y que a lo largo de la travesía descubrirá que sus intenciones de mantenerse corrido de ese legado terminan interrumpiéndose, o simplemente se transforman en el camino que debían elegir desde el principio, solo que no lo sabían. Al final de film, y luego de haber atravesado múltiples batallas y un vasto desierto, nos paramos frente a un Paul transformado, de mirada y rasgos adultos. Un Paul que sufrió, pero consciente de que ese sufrimiento es el nuevo sentimiento que lo atravesará en el resto de la travesía. El sufrimiento del liderazgo. Corriéndome de lo narrativo para no entrar en detalles que perjudiquen a su visionado, es necesario mencionar que el registro de la película es, obviamente, de lo más exquisito que se puede ver en cines en el último tiempo. Un claro ejemplo de cómo los efectos visuales y los presupuestos desmedidos son controlados por una visión decidida, que sabe qué contar, qué mostrar y cómo hacerlo. A pesar de que, por momentos, la clasificación +13 no es la mejor aliada de Villeneuve, la película logra mantener ese tono oscuro y solemne que tan acostumbrados estamos de ver en el resto de la filmografía del director. Los granos de especias que irrumpen en pantalla, las tormentas de arena que acechan de fondo, las caminatas pensativas de nuestros héroes, la figura del sol que amanece y atardece, generando un ciclo sin fin de transformación; son estas algunas de las tantas imágenes que construyen el tiempo fílmico del film, brindando una experiencia tan enriquecedora como placentera. De todas formas, y haciendo referencia explícitamente a sus dos horas y media de duración, es importante mencionar que un apartado visual y sonoro, por más espectacular que sea, no es la base de todo, sino que es la manifestación y ejecución de un guion escrito previamente. Un guion que, aquí, pierde un poco el rumbo al llegar a su tercer acto, dónde el tiempo se vuelve un chicle algo repetitivo, que lejos está de generar intriga como lo hacía en sus primeros minutos. ¿Es algo grave? Para nada, estamos hablando de una película extensa, con un guion escrito por tres personas que tiene más logros que fallos, pero es importante mencionar este detalle, ya que el espectador de hoy en día, visionador empedernido del universo del ratón, está acostumbrado a sentarse por más de dos horas a ver películas que no son más que copias de la anterior. Con esto quiero decir que Villeneuve tiene como tarea, y responsabilidad artística, comprender que la duración del metraje no tiene que estar ligada a un parámetro de mercado, sino a la necesidad de la historia para ser contada. Te aplaudimos por poder meterte en esta feria tan compleja y exhaustivamente repetitiva, Denis, pero cuidado, no te nos vayas para el otro lado. Por supuesto, no quiero olvidarme de mencionar al gran Zimmer, que tras escucharlo en No Time to Die, vuelve a deslumbrar con una obra inédita, rica en experimentaciones sonoras y en un ritmo que no solo acompaña, sino que encuentra su identidad por si sola. En definitiva, y sin recaer en el nombramiento de un cast que sobresale, pero de los cuáles 4 o 5 aparecen un poco más de 10 minutos en pantalla, Dune es la siguiente huella sci-fi contemplativa y “madura” de un Denis que parece haber entrado en este mundo para quedarse, pero que necesita combinar, tanto para la segunda parte como para sus futuras producciones, las herramientas que este género le brinda para no recaer en una verborragia audiovisual que peca de sacar brillo a un contenido vacío.
Algunas líneas sobre la última aventura de Daniel Craig como el hombre con licencia para matar. ¿De qué va? James Bond, tras dejar el servicio activo para vivir en armonía junto a Madeleine, debe interrumpir sus pacíficas vacaciones para dilucidar las sombras de su pasado y así salvar al mundo por última vez. Desde el inicio nos zambullimos en la pureza de un bosque nevado, donde en el medio descansa una cabaña solitaria. Dentro de esta, una niña sobrevive a la dejadez de una madre alcohólica. Fuera del hogar, los pasos erráticos pero firmes del Hombre Enmascarado, que con una metralleta bajo el brazo busca su deseada venganza. Tras esta secuencia enigmática viajamos al presente, donde la ensombrecida Madeleine (Léa Seydoux) mira a los ojos de su amado, James Bond (Daniel Craig), el agente, ahora amante, que lo dejó todo atrás para saborear la vida de un hombre común y corriente. Pero el mirar sobre el hombro, hábito recurrente de nuestro espía favorito, no solo es mera casualidad, ya que vuelven al acecho los tentáculos malignos de la organización que parecía haber perecido, aunque está vez ponen bajo la lupa las mismas intenciones de Madeleine, que esconde muchos secretos bajo esos ojos cristalizados. Entre la confianza y el desapego emocional James Bond hace una última jugada, tal vez la más dolorosa pero necesaria, ya que aquel futuro pacífico no era más que una distracción, una mancha de luz sobre tanta oscuridad. 007 debe volver, una última vez. Cary Joji Fukunaga (True Detective, Beasts of No Nation) nos regala la interioridad de un personaje iniciada allá por el 2006 en Casino Royale. Recordándonos en varios matices al conflictivo Rust Cohle de Matthew McConaughey, Bond navega las confusas aguas del tiempo, concepto que no solo descansa en las líneas del título. Pasado, presente y futuro se transforman en las manifestaciones del accionar del agente, que varios trapos sucios guarda bajo la alfombra en nombre de la Reina. Desde el inicio comprendemos que aquel paraíso al que escapó no es más que la resignificación de la muerte del agente. En Spectre, Bond decide soltar las cadenas del MI6 para vivir como un hombre, da muerte a su pasado para un nuevo presente, sin futuro visible. Ahora aquel «suicidio salvador» es interrumpido por la traición, la violencia y las balas circundantes. El llamado de emergencia asoma, haciendo que el agente seductor e impulsivo resucite de entre las sombras para salvar no solo al mundo, sino a los vestigios de aquella paz que parece imposible. Sin Tiempo para Morir es, en definitiva, la confirmación de que en la muerte se encuentra el paraíso, un lugar que ahora debe ser reemplazado por los demonios que susurran al oído, los cuales necesitan ser acallados para que James pueda finalmente morir como agente y renacer como hombre. «Are you death or paradise?» («¿Eres la muerte o el paraíso?») nos canta Billie Eilish en la pantalla de títulos. Es la pregunta que atraviesa todo el film como al mismo personaje. Es así que, en este nuevo infierno rodeado de virus letales y científicos de doble cara, James Bond deberá enfrentarse a una nueva amenaza, una invisible, que se esconde bajo las intenciones de enemigos pasados, tramando un plan tan insidioso como letal. Lyutsifer Safin (Rami Malek), aquel Hombre Enmascarado, vuelve a hacer presencia, esta vez mostrándonos su cara y revelándonos, paso a paso, sus verdaderas intenciones, que poco se alejan de las del mismo agente. Safin se corre del villano tradicional para ofrecernos la imagen no del arma que gatilla, sino del mismísimo gatillo que necesita tan solo una mínima presión para disparar y generar el desastre. Oculto entre maléficos planes de destrucción mundial, nos encontramos con un antagonista roto, corrompido por el veneno de la venganza y el rencor. Es con ese veneno que lleva su represalia a todas partes, desparramando la muerte entre sus enemigos y hacia sus amados. Un veneno tradicional no distingue entre el tipo de sangre ni de persona, Safin sí puede, y es lo que lo hace un enemigo tan imperceptible como impredecible. La presencia de Malek, que ronda tan solo unos minutos en el metraje, es tan fuerte como lo es la esencia de su personaje. La existencia de lo maligno, de aquel maestro que maneja los hilos de algo tan grande como indescifrable, se siente en todo minuto. La película logra balancear de forma precisa la trama y el conflicto personal tanto de Bond como de Safin, brindándonos las consecuencias de pertenecer a esta vida: «la mejor vida de todas»; el infierno negado de muerte, de descanso. Tanto Spectre como Safin no son más que raíces de un impacto de bala que resonó hace tiempo. Las caretas de héroe y villano se caen para dan a comprender que no existe más que la voluntad de sobrevivir en el medio del caos pensando que podemos resolverlo, sin mirar atrás el desastre generado. Es así que Bond y Safin son manifestaciones de una guerra de intereses que los precede. El mundo necesita fuego, destructivo y purificador, y de alguien que lo apague, sin importar que use el mismo fuego para darle fin. Corriéndonos de los aspectos narrativos, cabe destacar el apartado tanto visual y sonoro, que son, en simples palabras, exquisitos. Fukunaga nos regala la última aventura de Craig como el 007 ofreciéndonos una mirada tan inteligente como prolija. La cámara nos lleva a través de un recorrido delicioso, lleno de tonos neblinosos, luces que esclarecen y opacan y vistas que nos hacen sentir la presencia de aquel paraíso, lejano y sanador. La labor del director de fotografía Linus Sandgren (American Hustle, La La Land) se aleja de los contrastes y claroscuros de aquel Roger Deakins en Skyfall para zambullirnos en una iluminación llena de grises monotemáticos. Un color que encaja perfecto con la guerra interna de nuestro personaje. El trabajo de Fukunaga es tan consciente y respetuoso que se aleja del querer deslumbrar con una entrega llena de artificios espectaculares para regalarnos una aventura frenética con notas solemnes. Tenemos acción, persecuciones y explosiones, pero también introspección, diálogos sutiles y pausas reflexivas. En lo sonoro contamos con un Hans Zimmer que hace, tal vez, uno de los trabajos más soberbios y sutiles de su carrera. Apoyándose en bits familiares y tonadas que se entremezclan con una edición de sonido que retumba los oídos, la sonoridad del film es tan elegante, desprolija y satisfactoria como el mismo traje del agente. En conclusión, y sin poder explayarme en otros aspectos aún más que interesantes -pero que dejo a disposición del espectador para que los descubra y se regocije de placer-, somos partícipes de la culminación del Bond más complejo; un Bond que extraña, que no suelta, que duda, que se enamora y confía, para luego despegarse de esa humanidad y entregarse a esa vida que eligió, tal vez para la cual nació. Este film, que da broche a la línea narrativa iniciada en 2006, es la manifestación de lo que dejaron 24 películas durante casi 60 años. Esta, la número 25, no es sólo el fin de Craig; es el fin de un personaje con tantos matices cómo aventuras descubiertas. Sean Connery. George Lazenby. Roger Moore. Timothy Dalton. Pierce Brosnan. Daniel Craig. Seis caras para el mismo agente, seis salvadores del mundo, seis seductores que enamoraron, y otros que se dejaron enamorar. Ahora, el título de 007 está en descanso, pero no sin generar un eco de todo lo que significó su existencia. El legado que dejó esta enorme saga marcó los pasos, y la carrera misma, de cineastas, actores y hasta músicos que dedicaron su tiempo a brindarnos las más bellísimas intros que se puedan encontrar. Desde Spielberg hasta Nolan, desde Madonna hasta Adele, tomar a estas películas como simples películas de acción y espías sería desatender, de forma estúpida e ignorante, la enorme herencia de inspiración y lecciones cinematográficas que dejaron a lo largo de los años.