Naturaleza del héroe. Como en La conquista del honor y en Francotirador, también basadas en personajes y situaciones reales, Eastwood se vuelve a preguntar qué es aquello que hace de un hombre un héroe. Si hay un tema que ha obsesionado a Clint Eastwood hasta convertirse en el motivo central recurrente de su obra, tanto como actor como director, ése es el tema del héroe, la pregunta por su construcción: ¿Qué es un héroe? ¿Cómo se alimenta su leyenda? ¿De qué está hecha? ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de mito? Todas esos interrogantes reaparecen ahora en Sully, su film más reciente, basado en el recordado episodio del 15 de enero de 2009, cuando el piloto estadounidense Chesley “Sully” Sullenberger salvó la vida de todos y cada uno de los pasajeros y la tripulación del vuelo 1529 de US Airways logrando un improbable amerizaje de emergencia sobre el río Hudson, de Nueva York, a minutos apenas de haber despegado del aeropuerto doméstico de La Guardia. Todo parecía rutina a bordo del Airbus 320 hasta que de pronto una bandada de pájaros se estrelló contra el avión y dejó inutilizados ambos motores, obligando a Sully (un piloto veterano, experto a su vez en seguridad aeronáutica) a una maniobra desesperada, que contra todo pronóstico concluyó con éxito. Lo interesante del film de Eastwood es el modo en que encara el asunto, poniendo el acento no tanto en las certezas como en las dudas de su protagonista, que aun después de haber salvado 155 vidas, incluida la suya, no deja de tener pesadillas sobre lo que pudo haber pasado y no pasó. En apenas 90 minutos y con una precisión y una economía narrativas dignas del sello de la Warner, que abre el film en lo que parece la plena peripecia, Eastwood no sólo va deconstruyendo el incidente paso a paso sino que aprovecha para volver, una vez más, sobre el leitmotiv de su obra. “Héroe del Hudson”, lee azorado Sully (Tom Hanks) en la portada del New York Post, mientras su imagen se reproduce al infinito en todas las pantallas de Times Square. La paradoja es que en esos mismos días en que Sully es el centro de atención de todos los medios, la Comisión de Seguridad Aeronáutica lo somete al más estricto de los interrogatorios, con la intención de averiguar qué sucedió realmente y, quizás, también, tal como alguien sugiere, evitar pérdidas millonarias a la compañía de seguros, aduciendo error humano. El enfrentamiento entre el individuo y la corporación es, a su vez, otro tópico del cine de Eastwood, ya desde los tiempos de Harry El Sucio, cuando el policía sin reglas (¿el héroe?) renegaba de la burocracia de su jefatura. Hay dos films con los que Sully parece dialogar especialmente dentro de la obra de Eastwood y ambos también están basados en personajes y hechos reales. La conquista del honor (2006) también trabajaba sobre una fecha precisa, el 23 de febrero de 1945, cuando tres soldados estadounidenses pasaron a la inmortalidad luego de ser fotografiados izando su bandera triunfal en la sangrienta batalla de Iwo Jima. El hecho de que esa foto todavía hoy famosa fuera trucada –parecía decir el film de Eastwood– no les restaba mérito a esos soldados, “héroes accidentales” utilizados por los medios, un poco como le sucede a Sully. A diferencia de Chris Kyle, odioso protagonista del film inmediatamente anterior de Eastwood, el controvertido Francotirador (2014), Sully no se dedica a segar vidas, sino a salvarlas. Pero tanto Kyle como Sully lucen confundidos por la dimensión heroica, mediática que, aun a su pesar, adquieren sus figuras. “Uy, está aquí, está allá, está en todos lados”, balbucea un borracho de un bar after hour cuando descubre que el mismo tipo que tiene sentado a su lado en la barra es el que aparece en la pantalla del televisor. Y a Sully mismo le cuesta reconocer cuál es su propia realidad. La diferencia entre La conquista del honor y los dos últimos films de Eastwood es que si los soldados de aquella película podían ser considerados héroes trágicos, agobiados por el peso de su responsabilidad, ni Kyle ni Sully lo son. Ambos finalmente están convencidos de que han cumplido con su deber. No parece casual que ambas películas tengan como epílogo, en los créditos finales, imágenes de los casos reales: de Kyle sus masivos funerales texanos (luego de haber sido asesinado por un ex compañero de armas) y de Sully unas tomas registradas por el propio Eastwood con el auténtico piloto y los auténticos sobrevivientes. La brecha entre ambos, en todo caso, es que si Bradley Cooper encarnaba al típico american psycho, por el contrario Tom Hanks representa al arquetipo del estadounidense común, heredero de toda una tradición en el cine de Hollywood, que va de Capra a Spielberg: el héroe a su pesar, protagonista de ese oxímoron clásico del cine norteamericano que es la tragedia optimista.
La oveja negra del rebaño. Lejos de seguir el calvario burocrático que la apostasía implica, el director se nutre de ese acto de rebeldía para plantear un film abierto y poético, pleno de digresiones, pero que sin embargo parecen conducir todas a su tema central: el libre albedrío. Cosa curiosa: tenía que aparecer un director uruguayo para hacer no sólo la mejor película española de los últimos años, sino también la más quintaesencialmente española, anclada en su cultura y en sus tradiciones más profundas. Federico Veiroj, el realizador de Acné y La vida útil, con la complicidad de su amigo madrileño Álvaro Ogalla, convertido primero en guionista de su propia ordalía y luego también en protagonista, consiguieron de El apóstata una película única en su especie, tan original como accesible, tan amena como misteriosa. Gonzalo Tamayo (Ogalla, cuyo rostro parece escapado de un retrato de El Greco) tiene unos treinta y pico y se diría que no tiene apuro en la vida, salvo para una cosa: apostatar, renegar no sólo de la fe católica que le fue impuesta desde la cuna sino también borrar su nombre de todos los registros de la Iglesia Católica, empezando por su certificado de bautismo. Claro que eso en España no es un trámite fácil, como lo experimentó el propio Ogalla cuando se lo propuso (ver entrevista aparte). Lo notable del film de Veiroj es que, lejos de seguir el mero calvario burocrático que la apostasía implica, se nutre de ese acto de rebeldía para plantear un film abierto y poético, pleno de digresiones, pero que sin embargo parecen conducir todas a su tema central: el libre albedrío. Primero, el ingenuo de Gonzalo no tiene inconveniente en ir explicando racionalmente su decisión a los prelados que se le van interponiendo en el camino: que obviamente no tuvo la posibilidad de elegir; que la educación religiosa recibida fue contraproducente; que de espiritual no tuvo nada y por el contrario se crió bajo el temor y la superchería; que la iglesia predica la pobreza y sin embargo vive en la abundancia. Pero sus interlocutores, por comprensivos que parezcan, no están dispuestos a dejar escapar a una oveja del rebaño: “En caso de duda, no hacer mudanza”, le sugiere uno de ellos citando a San Ignacio. El hecho de que la película esté narrada no sólo desde el punto de vista de Gonzalo sino a través de una serie de cartas que él va redactando a un amigo, aporta una subjetividad al film que le permite incorporar distintas situaciones y elementos, algunos decididamente oníricos, que parecen provenir tanto del universo de Buñuel en general como de La prima Angélica (1974), el recordado film de Carlos Saura, en particular. “Hacia Roma caminan / dos pelegrinos, / a que los case el Papa, / porque son primos”, cantan difusamente desde la banda de sonido Federico García Lorca y La Argentinita en el comienzo mismo del film, planteando el que será un leitmotiv de El apóstata: el deseo que Gonzalo siente por su bella prima Pilar (Marta Larralde), que viene desde la infancia y que, como entonces, sigue siendo correspondido. Pasado y presente se cruzan entonces en el imaginario de Gonzalo, que en un viaje a una celebración familiar, en una casona campestre rodeada de olivos, no deja de disfrutar con su prima de ese raro, secreto momento de serena felicidad que significa la siesta de los mayores, como cuando eran niños. El deseo sexual –uno de los principales enemigos de la religión católica– es, de hecho, uno de los temas centrales del film y, aunque nunca explícito, reaparece una y otra vez, ya sea en esa pesadilla que encuentra a Gonzalo en un extraño campo nudista, como en los avances de una mujer desconocida en un ómnibus, o en el “cosquilleo” que surge entre él y una atractiva vecina, tal como lo define el pequeño hijo de ella. De esa idea inculcada de culpa, de pecado es de la que Gonzalo también parece querer escapar con su apostasía. Aunque de una sobriedad clásica en su puesta en imágenes, el estilo de Veiroj no deja de ser disruptivo, particularmente cuando consigue darle una dimensión mayor, diferente, a algunas escenas con la sorpresiva irrupción de una banda sonido tan sinfónica como anacrónica. El director ya había probado ese recurso en La vida útil y aquí lo profundiza, utilizando fragmentos de compositores muy cinematográficos, como el alemán Hans Eisler, que probó suerte en Hollywood, o Serguéi Prokófiev, de su suite para el Alejandro Nevski (1938) de Eisenstein. Pero es en el final –con una corrida por las calles madrileñas de una filiación muy nouvelle vague– donde la pista de sonido vuelve a ser, como al comienzo con Lorca, profundamente española, ahora con el cantaor flamenco Enrique Morente desgranando unos versos que también hacen a la búsqueda incierta del personaje y del film: “Si yo encontrara la estrella que me guiara, / Yo la metería muy dentro de mi pecho y la venerara, / Si encontrara la estrella que en el camino me alumbrara...”
Una lucha de luces y sombras. En su díptico Sangue del mio sangue, el gran director de Vincere y Bella addormentata vuelve, como el gran autor que es, a sus temas de siempre: el peso agobiante, opresivo, de la religión católica; el poder liberador del deseo; la fuerza misteriosa del inconsciente. El extraño, desconcertante díptico que conforma Sangre de mi sangre, el penúltimo film del extraordinario director italiano Marco Bellocchio puede ser interpretado de varias maneras, pero hay un nexo evidente entre las dos historias que conforman su estructura: Bobbio, el pequeño pueblo de origen medieval de la región de Emilia-Romaña, donde el director ha confesado que pasó los momentos más intensos de su infancia y adolescencia. Es Bobbio entonces el disparador de estas dos fantasías en tándem, en las que Bellocchio vuelve –como el gran autor que es– a sus temas de siempre: el peso agobiante, opresivo de la religión católica; el poder liberador del deseo; la fuerza misteriosa del inconsciente. El comienzo del film es de por sí revelador. Siglo XVII: el luminoso jardín del convento de Bobbio, donde unas monjas de clausura recogen risueñas los frutos del huerto, esconde bajo su superficie los lóbregos claustros donde cuelga, cabeza abajo, a modo de tortura, un “fruto” podrido, Benedetta, una novicia acusada de haber llevado al suicidio a un sacerdote, perdido de amor por ella. Ese contraste entre la luz y las sombras será, a partir de entonces, una suerte de leitmotiv estético y temático del film, en sus dos episodios, ambos atravesados por una inquietante atmósfera gótica, en las antípodas del cine naturalista italiano al uso. En Bellocchio, nunca nada es convencional, ni se ajusta a los cánones narrativos tradicionales; de hecho, quizás sea –con la salvedad de Godard, que siempre es una excepción– el último moderno del cine europeo. Este primer relato no se contenta, a la manera prosaica de Giordano Bruno, por caso, con describir el calvario de Benedetta, que atraviesa con una fiereza indómita cuanta prueba de su pacto con el diablo quieren arrancarle sus inquisidores. Por el contrario, ella se vuelve cada vez más elusiva, se agiganta como misterio, mientras el hermano mellizo del muerto, un impulsivo noble que quiere verlo reivindicado y sepultado en tierra santa, no puede sino caer también bajo el influjo casi vampírico de Benedetta. Maestro en el dominio de varios tonos superpuestos, como lo ratificará a su vez en el segundo episodio del film, la gravedad de la historia no le impide a Bellocchio sin embargo juguetear en un par de escenas con dos hermanas beatas, que ni se calzaron los hábitos ni se casaron, pero que ante la intempestiva presencia viril del colérico noble como su ocasional inquilino, no pueden resistir la tentación de “ayudarlo a desvestirse” y deslizarse juntas en su lecho. El deseo, una vez más, se consagra como el primer enemigo de la religión católica, y a la vez como su mejor antídoto. La misma puerta pesada y oscura con que se inicia el primer episodio es la que abre el segundo, que transcurre en tiempo presente. Por allí pretende ingresar un supuesto inspector municipal, que dice tener autoridad para registrar el convento, ahora llamado “prisión”, y que sería vendido por el impotente Estado a un multimillonario ruso, quien le daría uso como fundación artística u hotel de lujo, eufemismos de un lavado de dinero. Con variadas excusas, un guardián, sin embargo, le impide el paso, porque allí habita hace años, subrepticiamente, un conde (Roberto Herlitzka), a su manera una figura tan oscura, enigmática y perenne como Benedetta. Todo en este episodio –el carácter farsesco, casi televisivo de los habitantes del pueblo; la grotesca impostura en la que viven– parece indicar que ahora la religión ha cedido su poder al dios dinero. El convento ya no encierra luchas teológicas sino intereses económicos en pugna. Y el conde, que significativamente prefiere la noche al día, preside desde esa oscuridad una macabra logia que parece abarcar al pueblo todo, un ejército de personas comunes, diurnas, pero conjuradas para vampirizar fondos y pensiones estatales, con estratagemas diversas. Rodeado de actores y técnicos que son su familia metafórica y literal (sus hijos Elena y Pier Giorgio, su hermano Alberto), Bellocchio parece buscar en Sangre de mi sangre sus raíces, pero no en la historia fáctica de ese pueblo al que se siente pertenecer desde su infancia sino en su inconsciente, en los sueños y pesadillas que el paisaje de Bobbio le provocan y a los que él se entrega sin temores ni explicaciones, dispuesto simplemente a que la belleza –y hay mucha en el film– surja sorpresiva, libre, sin pedir permiso.
Los amantes regulares y los irregulares El gran director francés, autor de El nacimiento del amor e hijo dilecto de la nouvelle vague, presenta una de sus películas más llanas y accesibles, un film diáfano de un cineasta que suele trabajar una paleta mucho más pesimista y sombría. Es una pena que la película más reciente del gran director francés Philippe Garrel, que fue la apertura de la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado, llegue a la cartelera porteña justo en pleno apogeo del Bafici, cuando muchos de sus potenciales espectadores estarán seguramente grilla en mano buscando otras alternativas en la infinidad de salas en las que se despliega desde ayer el festival porteño. Pero aquel que se aventure a ver A la sombra de las mujeres debe saber que, sin ser un film mayor del realizador de El nacimiento del amor y Los amantes regulares, es una de sus películas más llanas y accesibles, un film diáfano de un cineasta que suele trabajar una paleta mucho más pesimista y sombría. Sutil, a veces disimulado y otras paradójico, hay humor también en A la sombra de las mujeres, toda una novedad en la obra de Garrel, habitualmente inclinado al pathos romántico. Aquí, como el auténtico autor que es, Garrel se vuelve a mostrar muy fiel a sí mismo, pero al mismo tiempo más descontracturado, como si a los 68 años este realizador que empezó filmando a los 16 y que allá por los 70 hizo una legendaria trilogía protagonizada por Nico, la mítica cantante de los Velvet Underground, hubiera querido darse el gusto de reírse un poco de sí mismo y de cierto sofisticado machismo al que siempre se asoció su obra. La otra novedad que trae A la sombra de las mujeres es la participación de tres guionistas, cuando Garrel muchas veces supo trabajar sin guión de ninguna clase. Que dos sean mujeres sin duda manifiesta el partido que el film claramente toma por la protagonista, en contrapartida con su compañero, sobre quien es difícil decidir si es más patético que odioso, o viceversa. Y que el tercer libretista sea el legendario Jean-Claude Carrière, fiel colaborador de Luis Buñuel durante décadas, quizás explique en parte algo de ese humor incongruente que asoma más de una vez, aunque más no sea de soslayo. Es remarcable que esa proliferación de escribas no obstruya la espontaneidad de la puesta en escena, que fluye con una ligereza que sin duda encuentra su tradición en la nouvelle vague, de la cual Garrel siempre fue un hijo dilecto. La anécdota no podría ser más sencilla. Pierre y Manon, se sugiere, viven juntos hace algunos años, son documentalistas, pero apenas si sobreviven con pequeños trabajos que nada tienen que ver con el cine. Se quieren, sin duda, pero hay una insatisfacción en el aire, que la madre de Manon es la primera en detectar. “Lo mío no es un sacrificio, es una elección: ¿qué mejor que trabajar junto al hombre que amo?”, se defiende Manon. En cambio, Pierre no tarda en resolver ese statu quo en el que se ha deslizado la pareja al viejo modo del macho predador: se consigue una amante, Elisabeth, joven aprendiz de un estudio de cine, que sin embargo tampoco lo hará feliz. Lo que no sospecha Pierre, mientras sosiega su conciencia pensando que está en la naturaleza del hombre (y no de la mujer) ser infiel, es que el burlador puede llegar, por qué no, a terminar burlado. La voz en off de un narrador (Louis Garrel, el hijo del director, que ha sido también protagonista de algunos de sus mejores films) va sugiriendo, muy de tanto en tanto, algunas de las razones que mueven a la pareja protagónica, que encuentra su espejo ¿deformante? en un viejo matrimonio al que entrevistan para un documental sobre los sobrevivientes de la Resistencia. La fotografía, del maestro suizo Renato Berta, ofrenda un blanco y negro como hacía tiempo no se veía, al tiempo que saca el mejor provecho del formato Scope 2:35, consiguiendo una suerte de paradójico fresco intimista. Pero la gran heroína de la película es Clotilde Courau, magnifica actriz que, a cara lavada, hace de Manon un personaje complejo, pleno de matices y sorpresas, pero siempre, por más oscuras que sean las nubes que atraviesa, inefablemente luminoso.
En el vertiginoso transcurso del tiempo. Esta vez bajo el formato de un melodrama, el director de Platform vuelve a su tema de siempre: los modos en que la esfera pública moldea las vidas privadas en la China actual. El mayor cineasta chino que haya dado su país en las últimas dos décadas, Jia Zhang-ke (Fenyang, provincia de Shanxi, 1970) es también el gran cronista de los enormes cambios producidos en la sociedad de la República Popular China en su paso del centralismo de Estado a la apertura capitalista. En la docena de ficciones y documentales que ha dirigido desde su reveladora opera prima, Xiao Wu (1997), una singularísima relectura del Pickpocket de Robert Bresson que participó del primer Bafici, Jia –filmando muchas veces por fuera del aparato oficial– supo ubicarse en las antípodas del cine de dimensiones épicas y hasta operísticas de Zhang Yimou y Chen Kaige, los máximos representantes de la llamada “Quinta generación”, que tuvo su apogeo a fines de los años 80. El de Jia ha sido siempre un cine esencialmente intimista, de una fuerte marca autobiográfica, pero que a partir de esa subjetividad es capaz de dar cuenta de la sensibilidad de toda una época en sus aspectos más profundos y personales. Y Lejos de ella, el bienvenido estreno porteño de su film más reciente, presentado el año pasado en competencia oficial en el Festival de Cannes, no es la excepción. La novedad que presenta Lejos de ella con respecto a su obra anterior es que aquí, por primera vez, Jia, un cineasta esencialmente moderno, se interna de pleno en el melodrama, un género clásico que tiene una fecunda tradición en el cine de su país y al que abraza sin prejuicios pero sin traicionar su propia identidad como autor. De hecho, Lejos de ella parece empezar justo allí donde terminaba la que quizás siga siendo su obra maestra, Platform, premiada en el Bafici 2001. El transcurso del tiempo era el tema central de Platform, un film-río que daba cuenta de los impresionantes cambios en la vida social de China posterior a la Revolución Cultural, a través de las vidas de un grupo de jóvenes amigos de un pueblo del interior profundo, no muy distinto al que conoció Jia en su adolescencia. Y el transcurso del tiempo es una vez más el tema de Lejos de ella, que comienza con los conflictos de su triángulo amoroso allá por 1999, con la irrupción de la cultura pop y de una incipiente burguesía aun en los rincones más remotos del país; que continúa en pleno 2014, con el apogeo del capitalismo de Estado; y que tiene una coda en el 2025, en un futuro en el que la identidad nacional parece sino disuelta al menos fracturada. Ese epílogo distópico, que hace tambalear la inconfundible impronta realista del director (al punto de que lo abrevió después de su estreno en Cannes), se diría que es casi el único paso en falso de un film por lo demás sólido, sincero y en algunos pasajes auténticamente conmovedor. Como siempre en Jia, una intensa melancolía atraviesa la vida de sus personajes, que parecen forjados por la tremenda aridez del paisaje que habitan, por el polvo que respiran incluso por fuera de los pozos de carbón de los que viven y mueren, y por la nieve que no logra frenar la corriente del río que atraviesa el pueblo y que semeja la metáfora del curso que va tomando la existencia de una mujer (Zhao Tao, actriz fetiche de Jia) y de los dos hombres que la aman de maneras antagónicas. Como en The World (2004), la ilusión de modernidad y globalización vuelve a estar en el centro del nuevo film de Jia, que puede considerarse otro capítulo de su obra dedicada a escribir la historia íntima de la China contemporánea. Una vez más, el director consigue expresar de qué manera la esfera de lo público invade las vidas privadas, o de qué modo el marco político refleja y moldea las relaciones personales. “El triángulo es la figura geométrica más estable”, dice la mujer, intentando sostener un equilibrio imposible entre quienes desde su infancia fueron amigos. Pero cada uno de los vértices ejerce su propia fuerza, en direcciones opuestas, provocando con los años un efecto de alienación, desarraigo y soledad a la que no es ajena la trayectoria que parece seguir el país todo, en su conjunto. En este sentido, es particularmente potente y logrado el plano final de Lejos de ella, en el que Jia expresa una bella, pequeña nota de esperanza, como si dijera que siempre se lleva en el fondo del corazón una canción que merece ser bailada
Capas de la identidad rumana Por debajo de la engañosa llaneza de la superficie del film de Porumboiu se esconden todo tipo de niveles de lectura, que el espectador deberá ir encontrando paulatinamente, igual que los personajes de la historia van en busca de un ansiado tesoro. No hay que dejarse llevar por la aparente simpleza de El tesoro, la nueva maravilla del gran director rumano Corneliu Porumboiu, autor de films clave del cine de su país, como Bucarest 12:08 (2006) y Policía, adjetivo (2008). Por debajo de la engañosa llaneza de su superficie, se esconden sin embargo todo tipo de niveles de lectura, que el espectador deberá ir encontrando paulatinamente, un poco de la misma manera en que los personajes del film van en busca de su tan ansiado tesoro.Tres personajes que buscan un tesoro enterrado sirven como reflejo del estado de un país.El punto de partida no podría ser más básico y Porumboiu lo filma también con la mayor de las modestias, con funcionales planos fijos, donde lo importante es la relación de los actores con el reducido, asfixiante espacio que los contiene. Una noche, mientras Costi (Toma Cuzin) le lee una versión de Robin Hood a su pequeño hijo antes de dormir, suena el timbre de su austero departamento. Es Adrian (Adrian Purcarescu), un vecino que viene, sorpresivamente, a pedirle auxilio. No tiene para pagar la cuota de la hipoteca de su unidad y necesita 800 euros. Por supuesto, Costi tampoco los tiene, pero Adrian es persistente y le propone un plan: en su vieja casa familiar de provincia, se supone que su abuelo dejó enterrado un tesoro y si lo ayuda a encontrarlo, la mitad será suyo.Como sucedía en los films previos de Porumboiu, particularmente en Cae la noche en Bucarest (2013), quizá su experiencia más extrema junto con El segundo juego (2014), El tesoro está estructurado a partir de escenas que funcionan a la manera de pequeñas células narrativas autónomas, que se van imbricando unas en otras y van sumando distintas capas de sentido. Pero a diferencia de la aridez formal de esos ejemplos, El tesoro en cambio tiene un tono de comedia farsesca que la hace mucho más accesible y que la emparienta con la celebrada ópera prima de Porumboiu, Bucarest 12:08, donde el realizador también iba hilando con un humor muy cáustico la relación entre presente y pasado, entre la pequeña historia de sus personajes y la gran Historia con mayúsculas de su país.Lo primero que se infiere de la actualidad es que se está viviendo una crisis económica y que los bancos cobran cuotas e intereses usurarios por las hipotecas, al punto de que la única solución posible al problema parece tan irracional como encontrar un hipotético tesoro enterrado en el fondo de una casa. Que esa casa esté ubicada en una región en la que en 1848 se produjo una revolución de ricos terratenientes dispara aún más la fantasía de la fortuna que puede estar esperando a los dos socios circunstanciales. Pero, supuestamente, el abuelo de Adrian ocultó ese tesoro un siglo más tarde, ante la llegada del régimen comunista, para evitar una confiscación que el Estado rumano puede llevar a cabo también hoy, en caso de que considere que el hallazgo sea considerado “patrimonio nacional”. Por eso, el proyecto de Costi y Adrian debe llevarse a cabo en el mayor de los sigilos, casi en la clandestinidad, lo que no los exime del riesgo de ser delatados, una vieja práctica del antiguo régimen que tal parece no se extinguió con la llegada de la democracia y la incorporación del país a la moderna comunidad europea. Finalmente, que el lugar del “crimen” haya sido primero una importante finca familiar, luego durante el comunismo un albergue infantil, más tarde, en los albores de la democracia, un bar con desnudistas, y ahora lisa y llanamente una ruina, sugiere bastante sobre los últimos setenta años de Rumania.¿Y el tesoro? Para encontrarlo, Costi y Adrian contratan de manera irregular (¿hay algo que se haga por derecha en Rumania?) a un veterano operario que llega, a falta de uno, con dos detectores de metales, a cual menos eficiente, y uno particularmente ruidoso cada vez que descubre el más mínimo clavo. Lo que, al suspenso propio y un poco vano de la búsqueda, el film le suma una cuota de incómoda tensión dramática, no exenta de humor absurdo. Considerando que Porumboiu prescinde –como en todas sus películas– de música incidental, su uso del sonido es particularmente valioso, como esas sordas, envidiosas voces en off que se escuchan de unos vecinos, potenciales delatores.Hay infinidad de detalles más que el espectador deberá ir descubriendo y disfrutando en apenas 89 sintéticos minutos –el jefe de Costi, a quien es más fácil mentirle que decirle la verdad; la aparición en escena de la policía; un ladrón a quien unos y otros deciden recurrir–, pero debe decirse que el final no sólo es sorprendente sino de una rara nobleza. En las antípodas del cinismo imperante en mucho cine actual, Porumboiu cierra la película con un gesto de altruismo propio de las lecturas con que el bueno de Costi, sin duda el héroe del film, forja el espíritu y la fantasía de su hijo, con quien simétricamente se abre y cierra el film, como un signo de esperanza. Que un cine de un realismo tan crudo y duro como suele ser el rumano apele, sin traicionarse a sí mismo, a una coda casi de cuento de hadas no es sólo una novedad sino también toda una declaración de principios, un acto de fe en el cine mismo como máquina narrativa.
Un retrato de lo irlandés demasiado almibarado En las novelas policiales que el escritor irlandés John Banville escribió bajo el seudónimo de Benjamin Black y que tienen como protagonista al patólogo Quirke, la iglesia católica (uno de los pilares de la sociedad de su país) no tiene precisamente las manos limpias. Ya la primera entrega de la serie, El secreto de Christine, ambientada en los años 50, sugiere que detrás de la fuerte corriente inmigratoria de irlandeses hacia los Estados Unidos estaba no sólo la necesidad de lavar los trapos sucios de la feligresía local sino también la de abastecer una red de oscuros intereses en el país de adopción.En Brooklyn, uno de los ocho títulos que este domingo aspira a tres premios Oscar (mejor película, actriz protagónica y guión adaptado), la acción también tiene lugar en los años 50 y también hay una chica inocente que viaja a la tierra prometida por intermediación de la Iglesia, pero allí acaban las coincidencias. Todo lo que en las novelas de Black es negro como el carbón, en esta adaptación de otro celebrado escritor irlandés, Colm Tóibín, es deliberadamente ingenuo, esperanzador y finalmente luminoso.Parece mentira que este relato de iniciación, tan amable como convencional y conformista, haya ocupado un lugar en el podio del Oscar que le fue negado, por ejemplo, a Carol, de Todd Haynes, o a Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino. Esa elección, en todo caso, habla a las claras de cuán terriblemente académica está estos días la Academia de Hollywood. Y no sólo la Academia sino también la crítica anglosajona, que de manera mayoritaria celebró a Brooklyn con un entusiasmo digno de mejor causa. ¿Es acaso Brooklyn una mala película? Todo en el film dirigido por el aplicado amanuense John Crowley (realizador de la segunda temporada de True Detective) parece estar en su lugar: la almibarada fotografía, la no menos empalagosa música, los diálogos sentenciosos y explicativos, que se ocupan de ahorrarle trabajo al espectador. “Te puedo comprar un vestido, pero no te puedo comprar el futuro”, le dice su hermana mayor a Eilis Lacey (Saoirse Ronan) cuando la convence de que acepte la propuesta del padre Flood (Jim Broadbent), quien le ofrece techo, trabajo y comida del otro lado del océano.Considerando que el adaptador de la novela original es Nick Hornby (el autor de Alta fidelidad y Un gran chico entre sus propias novelas) podía esperarse un tratamiento más elaborado, pero todo en Brooklyn –el casto romance de Eilis con un plomero italiano, el traumático regreso a su pueblo natal a causa de una desgracia familiar, la difícil decisión de quedarse a cuidar de su madre o volver al nuevo mundo donde empezó a construir una nueva vida– es un dechado de lugares comunes y giros previsibles. Los irlandeses bailan en la parroquia del barrio, los italianos comen spaghetti y Nueva York parece una fiesta, donde no hay conflictos sociales o raciales de ningún tipo y la realidad exterior (la guerra de Corea, la amenaza nuclear, la caza de brujas) está a tal punto escamoteada que la película bien podría transcurrir en cualquier otro momento sin afectar en nada a los personajes. Así da gusto vivir, en Brooklyn o en donde sea.
Cuando el amor tiene dos caras de mujer La particular sensibilidad del director de Lejos del paraíso hacia el melodrama alcanza su cumbre con esta extraordinaria adaptación de una de las primeras novelas de Patricia Highsmith, sobre el amor prohibido entre dos mujeres en la Nueva York de los años 50. “La inspiración para este libro me surgió a finales de 1948, cuando vivía en Nueva York. Había acabado de escribir Extraños en un tren, pero no se publicaría hasta fines de 1949. Se acercaban las Navidades y yo estaba un tanto deprimida y bastante escasa de dinero, así que para ganar algo acepté un trabajo de dependienta en unos grandes almacenes de Manhattan, durante lo que se conoce como las aglomeraciones de Navidad, que duran más o menos un mes. Creo que aguanté dos semanas y media.” Este recuerdo pertenece a Patricia Highsmith y a la génesis de su segunda novela, The Price of Salt, publicada en 1951 con seudónimo, y mucho después vuelta a publicar como Carol, ya bajo su propio nombre, cuando había pasado el riesgo de estigmatización por lesbianismo. Y Carol se titula también la extraordinaria adaptación del director estadounidense Todd Haynes, que ya fue recompensada en el último Festival de Cannes y que el próximo 28 de febrero compite por seis premios Oscar, entre ellos a sus dos estupendas actrices, Cate Blanchett y Rooney Mara.Director tan valioso como poco reconocido en Argentina, donde a su obra se la asocia sobre todo con la cultura rock –en primer lugar por su originalísima aproximación biográfica a Bob Dylan en I’m Not There (2008), y también, una década antes, por Velvet Goldmine, su revisión crítica de los años dorados del glam rock– Haynes es un cineasta con una particular sensibilidad hacia el mejor melodrama. Lo probó con creces en esa obra maestra olvidada que fue Lejos del paraíso (2002), donde volvía sobre el universo de Douglas Sirk, pero introduciendo elementos tabú en los mélos de Hollywood de los años 50, como el racismo y la homosexualidad. Lo confirmó luego con su celebrada miniserie Mildred Pierce (2011), adaptación de la novela de James M. Cain que en su momento ya había protagonizado Joan Crawford. Y ahora lo ratifica una vez más con una pieza de una rara elegancia y delicadeza como es Carol, la historia de un amor prohibido entre dos mujeres en la Nueva York de comienzos de los años 50.A diferencia de Far from Heaven, donde Haynes –y su gran fotógrafo de siempre, Ed Lachman– recreaba la estética extrema y de colores rabiosos de los melodramas de la Universal producidos por Ross Hunter, aquí el director es muy fiel al espíritu más bien frío y clínico de la literatura de Highsmith, lo que no le impide llegar paulatinamente a un final conmovedor. Rooney Mara –Red social, La chica del dragón tatuado, Her– es Therese, aquella joven empleada de unos grandes almacenes que fue Highsmith y que dio pie a su novela. Y Cate Blanchett (que para Haynes fue uno de los seis Dylan de I’m Not There) es Carol, la gran dama de Manhattan que con su sola, aristocrática, etérea presencia provoca el inmediato enamoramiento de Therese.No son tiempos fáciles para ninguna de las dos. Carol está atravesando un conflictivo divorcio, que le cuesta la tenencia de su hija, y Therese está desconcertada, todavía no sabe qué pensar de su vida ni de su sexualidad. “Ni siquiera sé lo que quiero para el almuerzo”, reconoce. Lo único que entiende es que no puede apartarse de Carol, quien en un acto de coraje –estamos hablando de 1953– le propone dejar todo atrás y hacer un viaje juntas, subirse a su imponente Packard y partir sin rumbo fijo hacia el Oeste, aunque más no sea para respirar la libertad de la ruta y de su mutua compañía en soledad.Serena, pausada, sin estridencias, esencialmente clásica en su puesta en escena, Carol es esa clase de películas que perdurarán por su madurez narrativa y por la calidad de su adaptación, tan fiel al espíritu original de la novela como libre cuando tiene la necesidad de apartarse de ella. A diferencia de la organización lineal y cronológica del libro, por ejemplo, la versión cinematográfica adopta una estructura un poco más compleja, que comienza con un gran flashback capaz de teñir aun más la historia con esa mezcla de melancolía y angustia tan particular de la literatura de Highsmith.Hay aquí algo de “ese dulce mal” (This Sweet Sickness es el título de otra de las grandes novelas de la autora) que lleva a Therese a no ver con claridad ninguna otra cosa del mundo que no sea Carol. En este sentido, el trabajo de fotografía de Ed Lachman es ejemplar: el rodaje en Super 16mm aporta la textura de la época, con cierto aire noir que refuerza el carácter casi criminal de esa relación, mientras que la multiplicidad de cristales y reflejos que se interponen ante la cámara (salvo cuando Carol y Therese están frente a frente) ponen la realidad exterior en sordina. De esta manera, se refuerza el punto de vista de Therese, esa narración en tercera persona pero contaminada de subjetividad que es característica de la obra de Highsmith en general y de Carol en particular.Por detrás de ambas mujeres, que parecen irradiar su propia luz, se mueve un opaco, resentido mundo de hombres. Si el novio de Therese no entiende, en su necia ingenuidad, por qué ella toma cada vez más distancia de él, Harge (gran trabajo de Kyle Chandler), el marido de Carol, está dispuesto a todo con tal de apartar a su esposa de lo que él y su aristocrática familia entienden es una “desviación”. “Si no puede tenerme a mí, yo no podré ver más a Rindy”, se desayuna Carol cuando los abogados van por la custodia de su hija. Los hombres sienten su virilidad amenazada y se muestran tan vengativos como impotentes: no parece casual que Harge deje la conducción de su auto a un chofer, mientras Carol se empeña en ponerse al volante.Por encima de las virtudes de fotografía, reconstrucción de época y uso dramático del sonido (que refuerza el encierro de Carol y Therese en su propio mundo), el casting es de primer nivel, empezando por sus dos grandes actrices. Rooney Mara aporta esa mezcla de perplejidad y determinación que es propia del personaje de Therese, mientras que Cate Blanchett parece haber nacido para encarnar a Carol, tal como la describe Highsmith en la primera aparición en la novela: “Era alta y rubia, y su esbelta y grácil figura iba envuelta en un amplio abrigo de piel que mantenía abierto con una mano puesta en la cintura. Tenía los ojos grises, incoloros pero dominantes como la luz o el fuego. Atrapada por aquellos ojos, Therese no podía apartar la mirada...”Entre la infinidad de detalles que hacen a la construcción de la película hay uno muy revelador de la sutileza con que plantea su puesta en escena Todd Haynes. En el primer encuentro a solas de ambas en casa de Carol, Therese empieza a juguetear distraídamente con el piano y va desgranando, como un mensaje cifrado, las notas del clásico “Easy Living”, que para esa época cantaba Billie Holiday. Y parecen resonar en la cabeza de todos –personajes y espectadores– sus primeras estrofas: “Living for you is easy living / It’s easy to live when you’re in love / And I’m so in love / There is nothing in life but you”.
Huellas de Moby Dick “Hay escritores –señaló Borges– cuya obra no se parece a lo que sabemos de su destino; tal no es el caso de Herman Melville, que padeció rigores y soledades que serían la arcilla de sus alegorías.” En el corazón del mar nunca se propone como una biografía del autor de Moby Dick, pero abjura de sus aventuras de juventud, como el temerario grumete que desertó de un ballenero siniestro y que convivió en una isla del Pacífico con aborígenes caníbales. Lo único que se sabe del Melville que presenta la película de Ron Howard (basada en una novela de investigación histórica de un tal Nathaniel Philbrick) es que se trata de un hombre inseguro y obsesionado con el rumor que escuchó en el puerto de Nantucket sobre un naufragio causado por una bestia marina sobrenatural. Y que está dispuesto a pagar todo su dinero con tal de escuchar esa historia de primera mano, de un viejo sobreviviente de ese antiguo naufragio, que se resiste a recordar. Esa y no otra habría sido la simiente de su monumental Moby Dick, dice esta superproducción en 3D, que reduce el origen de la obra maestra de Melville a las afiebradas notas que –como un sumiso escribiente– toma en una única noche y que sirven para que la película, trajinados flashbacks mediante, enfile su proa hacia los mares del sur y dé cuenta de aquel misterioso hundimiento.Mientras Melville (Ben Whishaw, el flamante Q de la saga Bond) le va extrayendo –no sin dificultad, casi como un terapeuta– los traumáticos recuerdos de juventud a ese marino retirado y borracho (Brendan Gleeson), va cobrando vida, a la manera de un libro ilustrado, la historia del navío Essex, de su orgullosa partida hacia 1819 de las costas de Nantucket y del fantasmal regreso de unos pocos sobrevivientes de la tripulación, tres años después.En esa historia, son otros dos hombres quienes enfrentan sus voluntades. Por un lado, está el primer oficial Owen Chase (Chris Hemsworth, el musculoso Thor de la saga Marvel), experto marino e imbatible cazador de ballenas, a quien la compañía naviera le había prometido la capitanía de la expedición. Y por otro, el advenedizo George Pollard (Benjamin Walker), hijo del propietario de la nave, quien finalmente será el comandante. Ya con la primera tormenta se verá quién es quién a bordo del Essex, pero para cuando el velero atraviese ese finis terrae que era por entonces el Cabo de Hornos los recelos irán cediendo ante una naturaleza despiadada, que tiene su apogeo cuando una ballena de dimensiones gigantescas se ensaña con esa cáscara de nuez que a su lado parece el Essex.Si en su película inmediatamente anterior, Rush (2013), el director Ron Howard ponía en escena la rivalidad de los pilotos de fórmula uno Niki Lauda y James Hunt (interpretado también por Hemsworth), aquí el esquema se repite, pero a una velocidad más moderada. Sin embargo, la grasa del producto es un poco la misma: en Rush provenía de los motores de los autos de carrera y parecía impregnar todo el relato; en In the Heart of the Sea, el sebo de las velas y el espeso aceite de ballena dan toda la impresión de prestarle su pringosa pátina visual a toda la película.Los recursos técnicos de los que dispone el director de Apolo 13 semejan –como es cada vez más frecuente en Hollywood– desproporcionados, o al menos utilizados a una escala incongruente: la reconstrucción digital de la Nantucket de comienzos de siglo XIX luce más falsa que un cuadro de consultorio, el novedoso sonido Dolby Atmos está esencialmente al servicio de la cavernosa voz de galán de Chris Hemsworth y la tridimensionalidad es incapaz de superar el impresionante realismo del que hacía gala en un modesto 2D Capitán de mar y guerra (2003), de Peter Weir, ambientada en las mismos mares y aproximadamente para la misma época.Sin embargo, mientras la película se olvida de esos dos hombres del comienzo que le prestan su trabajoso relato y se dedica lisa y llanamente a la más crasa aventura, se vuelve disfrutable. Es una pena que el espíritu de nuestra época quiera darle a la historia de esos marinos del siglo XIX y su enfrentamiento con la ballena mitológica, un cariz ecológico y absolutamente extemporáneo, haciendo de ese Leviatán que imaginó Melville una suerte de justiciero acuático que lucha por la preservación de su especie.
La memoria como educación sentimental La nueva película del gran director francés despliega unos relatos dentro de otros, al punto de que el film, tributario del cine de Truffaut, se vuelve una apasionante novela epistolar, con los jóvenes amantes enviándose cartas frenéticamente. Como casi todos los films previos del cineasta francés Arnaud Desplechin (Roubaix, 1960), Tres recuerdos de mi juventud elige el camino del desborde y la desmesura romántica, no porque su tópico sea el amor –que también es parte esencial del film– sino por su carácter de obra subjetiva, ina- cabada y abierta. En su nueva película, que sirvió de apertura al reciente Festival de Mar del Plata y en mayo pasado brilló en el Festival de Cannes, Desplechin parte una vez más de sus recuerdos personales y de su educación sentimental, para terminar haciendo un film novelesco, en el sentido fabuloso, imaginario del término.Hay toda una tradición en este campo en el cine francés y es la de François Truffaut y su saga sobre Antoine Doinel, que comenzó nada menos que con Los 400 golpes (1959) y se extendió luego por dos décadas, siguiendo el crecimiento de su protagonista, Jean-Pierre Léaud. Y Desplechin parece adherir a esa tradición en estos recuerdos de su juventud, que vienen a ser una suerte de “precuela” de Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle), la película con la que Cannes lo dio a conocer allá por 1996.Aquí reaparece Paul Dédalus, suerte de alter ego de Desplechin (así como Stephen Dédalus era el de James Joyce), nuevamente interpretado por Mathieu Amalric, que veinte años atrás fue el estudiante universitario que, recién llegado de Roubaix –la ciudad natal del director–, tomaba por asalto la Sorbona... y a casi todas sus compañeras de estudio. Es el Dédalus adulto quien ahora narra sus souvenirs de adolescente (Quentin Dolmaire), cuando vive una aventura casi de espionaje durante un viaje de estudios a la ex Unión Soviética.Ese viaje iniciático será el primero de los muchos de Dédalus, que decidirá estudiar antropología en París y dejar atrás, en Roubaix, a su primer y gran amor (Lou Roy-Lecollinet, una suerte de nueva Léa Seydoux), aunque nunca puede olvidarla ni dejarla del todo. Un poco como le sucedía al Doinel de Besos robados (1968), una película que Desplechin le hizo ver a su joven protagonista.El gran flashback sobre el cual reposa la estructura del film le permite a Desplechin desplegar unos relatos dentro de otros, como si fueran cajas chinas, en las que también la película se vuelve una apasionante novela epistolar, con los amantes enviándose cartas frenéticamente. Cartas que los actores muchas veces leen en voz alta, mirando fijo a cámara, como si hicieran al espectador confidente de sus confusos, volcánicos, sentimientos, muy a la manera del Truffaut de Los dos inglesas o La historia de Adela H. Como esos títulos, Trois souvenirs de ma jeunesse es un film de época, pero no del siglo XIX, sino de la década del 80, signada por la caída del Muro de Berlín y por la aparición de la música “house”.Esa marca de época funciona en el film de Desplechin también como un signo de identidad. Como todo adolescente, Paul no termina de saber quién es y qué quiere de la vida. La vieja casa natal es el refugio al cual Paul vuelve una y otra vez, como no deja de volver con Esther, con quien durante unos años tan fugaces como intensos vivirá el amor de su vida. Pero hay todo un mundo allí afuera que el joven Dédalus está dispuesto a explorar, sin atarse a nada ni a nadie. Se diría incluso que la antropología, para Paul, es ante todo su pasaporte a lo desconocido, hacia todo aquello que hay fuera de Roubaix y que él está dispuesto a explorar, ya sea en Bielorrusia o en las desiertas planicies de Tajikistán.El de la identidad es todo un tema que corre, como un río subterráneo, bajo la tormentosa superficie de Tres recuerdos de mi juventud. Aquel viaje iniciático a la URSS, en el que decide entregar su pasaporte a un muchacho judío de su edad que pretende emigrar a Israel, determinará que Paul Dédalus tenga una suerte de doble del otro lado del mundo, alguien que con su mismo nombre y apellido, y su misma fecha y lugar de nacimiento, también atraviesa aduanas y fronteras. Mientras tanto, el verdadero Paul nunca termina de saber cuál es su lugar de pertenencia, más allá de esa casa y ese amor de juventud a los que regresa cíclicamente, como quien se aferra a unos recuerdos tan idealizados como los de una novela. O de una película.