El director de Pelotón, Wall Street y Asesinos por naturaleza utiliza la figura de Snowden para dibujar una valiente, ambiciosa y también efectista radiografía de la impunidad con la que operan los poderes fácticos. Snowden (Francia-Alemania-Estados Unidos/2016). Dirección: Oliver Stone. Elenco: Joseph Gordon-Levitt, Melissa Leo, Rhys Ifans, Shailene Woodley, Nicolas Cage, Tom Wilkinson, Joely Richardson, Timothy Olyphant, Scott Eastwood, Ben Chaplin y Zachary Quinto. Guión: Kieran Fitzgerald y Oliver Stone, basado en el libro de Anatoly Kucherena y Luke Harding. Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Craig Armstrong y Adam Peters. Edición: Alex Marquez y Lee Percy. Diseño de producción: Mark Tildesley. Distribuidora: Buena Vista. Duración: 134 minutos. Apta para mayores de 13 años. En 1991, Oliver Stone dirigió JFK, una de sus mejores películas: un retrato caleidoscópico e incisivo de la impenetrable red de corruptelas e intereses cruzados que rodearon el asesinato de Kennedy. Aquella vibrante elegía por una América abocada al fin de un sueño de esplendor reverbera en la amplitud temático-narrativa de Snowden, la ambiciosa biopic del hombre que destapó el sistema de escuchas masivas de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense: una radiografia de cuerpo entero de un conflicto con múltiples ramificaciones. Así, tomando a Edward Snowden casi como un pretexto, Stone embiste contra un buen número de frentes abiertos: la falta de escrúpulos de los servicios secretos de inteligencia, la hipocresía de los políticos (con Obama en el centro de la tormenta), la responsabilidad de los medios de comunicación (cuya inoperancia general contrasta con la valentía de unos periodistas del diario británico The Guardian), o el desconcierto de una ciudadanía atrapada entre el inconformismo y la ignorancia. La película tiene el coraje de no dejar cabos sueltos –su denuncia contra la perversidad e inmunidad de los poderes fácticos no podría ser más contundente–, pero se encalla en la confección del hilo conductor del relato: una edulcorada e insustancial historia de amor que intenta inyectar emoción en una película eminentemente factual, analítica. En 2006, Stone dirigió Las Torres Gemelas, una de sus peores películas: una crónica lacrimógena de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Ofuscado por el trauma nacional, Stone no supo ir más allá del elogio complaciente al impresionante sacrificio de aquellos que perecieron en la Torres Gemelas intentando salvar vidas. El espíritu indulgente de Las Torres Gemelas reaparece en Snowden, donde el protagonista es retratado como un héroe sin aristas, una figura impoluta atrapada en un pozo de amoralidad. Para no manchar la figura de Snowden, Stone evita de manera bastante sistemática mostrar la implicación directa del protagonista en los crímenes que acaba denunciando: más que un cómplice, la película presenta a Snowden como un espectador de las faltas éticas de otros (sólo durante un breve segmento que transcurre en Ginebra vemos al protagonista embruteciendo su conciencia). Así, renunciando a explorar la cara más oscura y potencialmente interesante del personaje –ahí está, por ejemplo, la sombra del narcisismo, que emergía subterráneamente pero con fuerza en el documental Citizenfour, de Laura Poitras–, Snowden prefiere quedarse con la descripción del viacrucis sentimental y físico del protagonista, afianzando una imagen higienizada del héroe trágico. A la fragilidad narrativa de la película hay que sumarle su escaso vigor formal. Snowden empieza con una escena de suspense que parece replicar los efectos focales y la elasticidad compositiva (de planos detalle y estampas generales) característicos de varios films míticos sobre la paranoia en la América de los años '70, de La conversación, de Francis Ford Coppola, a Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula. Sin embargo, a medida que la trama progresa y se expande, la película va cayendo en una estética tocada por una cierta impersonalidad. Finalmente, la tendencia al efectismo –frenesí informático acompañado por machacante música electrónica, la interconexión del planeta Tierra condensada en el ojo de Snowden, la paranoia del protagonista subrayada por la imagen del rostro amenazante de su jefe en una pantalla gigante– termina llevando la película hacia la senda del telefilm.
Yo no tengo fe Inspirada en la historia real de un joven que trató de apostatar; es decir, conseguir que la Iglesia Católica lo autorizara administrativamente a abandonar la institución, esta nueva película del director de Acné y La vida útil es una ácida crítica con mucho humor absurdo, provocación e imaginación contra la burocracia, la obediencia y la vigilancia. Una película bien española (la cuna de la Inquisición y del franquismo) a cargo de un notable cineasta uruguayo que, a su manera, dialoga con el cine de Marco Ferreri, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Carlos Saura y Marco Bellocchio, entre otros. Como en aquel viaje de ida y vuelta entre una filmoteca (el cine) y la calle (la realidad) que dibujaba la maravillosa La vida útil, anterior película del uruguayo Federico Veiroj, El apóstata se hace fuerte en sus pequeños gestos circulares. Ahí está la fascinante escena en que la cámara se arrima al rostro del protagonista, Gonzalo –el actor no profesional Álvaro Ogalla–, para luego descender por sus ropas hasta el suelo, luego hasta una versión adolescente y macarra de sí mismo, y luego de vuelta al presente, al rostro complacido del protagonista. En este sinuoso vaivén entre un presente turbulento y un pasado añorado se revela el modus operandi de un hombre decidido a no consumar un camino vital que siente demasiado demarcado: condicionado por los rituales de la Iglesia, pautado por la hipocresía de la institución familiar (de tintes burgueses), condenado por la mediocridad de la academia, maltrecho por la incomprensión de los demás y, finalmente, cincelado por una cóctel personal de inmadurez y egolatría. Hay otro revelador gesto circular en El apóstata, más relevante que el giro de unos discos de vinilo o el envío periódico de cartas (¡escritas a mano!). Me refiero a un vertiginoso plano en el que Gonzalo y el obispo al que da vida Juan Calot orbitan alrededor de la cámara de Veiroj sopesando las razones para apostatar del obstinado protagonista. Un ejercicio de dialéctica racional y de bamboleo estético que termina con el obispo señalando hacia una ventanilla en la que dará comienzo el vía crucis burocrático y kafkiano de Gonzalo, que descubrirá en las dificultades para borrar su nombre de los archivos de la Iglesia una prueba más del espíritu autoritario y hermético de dicha institución. Círculos y más círculos, como los que llevan a Gonzalo una y otra vez hasta la cama de su prima Pilar (Marta Larralde), el objeto de deseo prohibido que termina revelándose como eje central de la odisea insurrecta del protagonista. Y luego también espirales, las que la película va construyendo, progresivamente, de los márgenes de la realidad hasta el corazón de la fantasía y la ensoñación, aunque cabe decir que el buñueliano primer plano de la mano de Gonzalo, con pipas en lugar de hormigas, rima cristalinamente con otra imagen que puntúa la sublevación final del protagonista: el resplandor entre mágico y ridículo de un par de monjas vestidas de blanco cegador. Todos estos patrones geométricos que delinean la narración y la forma de El apóstata se desmarcan de la tendencia hacia el minimalismo y la claridad de los anteriores trabajos de Veiroj. Aunque La vida útil ya contenía algunos espejismos entre la realidad mundana y la fantasía cinéfila, la película nunca resultaba laberíntica, como sí ocurre en ocasiones con El apóstata. Uno llega a echar de menos la escritura elíptica y la economía formal de la obra previa de Veiroj. Escrita a ocho manos entre el director, Ogalla, Gonzalo Delgado y Nicolás Saad, El apóstata se asoma peligrosamente al subrayado –como cuando la madre le espeta “eres un egoísta” a Gonzalo– y al exceso simbólico –las uvas del jardín celestial/infernal soñado por Gonzalo, la incontinencia nocturna del protagonista–, cortocircuitando el misterio potencial del relato. Sin embargo, El apóstata termina resultando un triunfo cinematográfico debido justamente a su naturaleza inquieta e incontinente. La película ensaya locuras freudianas: unos viajes físicos a la infancia que tocan el cielo con el rostro cantarín de la prima Pilar adornado por su voz de niña. El experimento tiene un cierto acento bergmaniano. Y, luego, en la recta final, ya embrujada por un cierto surrealismo, la película adopta un tono rabioso y operístico que hace pensar en la exaltación que a veces se apodera de las imágenes del italiano Marco Bellocchio, eterno azote de la hipocresía eclesiástica. Veiroj prueba, a veces se equivoca, a veces acierta, pero nunca se aleja de su protagonista. Se debe a él. Está con él y le dedica uno de sus característicos grandes finales, donde confluyen ritual y sublevación, responsabilidad y gamberrismo, aprendizaje e inocencia, ingredientes mágicos de esta energizante pócima libertaria.
El arribo de la nueva película de este maestro italiano que nos regaló gemas como Con los puños en los bolsillos, El diablo en el cuerpo, Buongiorno, notte y Vincere es un verdadero acontecimiento y, por eso, OtrosCines.com auspicia su lanzamiento en Argentina. La película -ganadora del premio FIPRESCI de la crítica internacional en la Mostra de Venecia 2015- va del pasado (la Inquisición en el siglo XVII) a la actualidad (una sociedad corrupta y decadente) con una audacia y un desparpajo absolutos: cine de vampiros, thriller religioso y sátira política. Todo eso junto. La acción de Sangre de mi sangre –el film más complejo y audaz de Marco Bellocchio en muchos años– arranca en un convento donde un párroco intenta conseguir una confesión de brujería de una mujer acusada de seducir y llevar al suicidio a un sacerdote. Estamos en el siglo XVII y esta persecución busca en realidad limpiar el buen nombre del confesor. Así, Bellocchio presenta un patrón de hipocresía i perversidad que hallará su perfecto contrapeso en un inspirado estudio del deseo (amoroso y carnal), presentado como un impulso transgresor capaz de derribar las doctrinas morales imperantes. Cociendo sus postulados a fuego lento, Sangre de mi sangre regala al espectador una serie de deliciosas rupturas de la ortodoxia fílmica capitaneadas por una brecha central que parte el film en dos. Sin previo aviso, la película saltar al presente para observar cómo un viejo vampiro, el “Conde” (Roberto Herlitzka), ve amenazada su plácida existencia cuando un millonario ruso decide comprar su morada, el mismo claustro en el que, hace siglos, fue encerrada la joven acusada de brujería. Es hora de pasar cuentas con el presente sin olvidar el pasado. En una memorable reunión con otro viejo vampiro que trabaja como dentista, el “Conde” clama contra la “obsesión por la justicia” de la nueva Italia, y evoca con nostalgia un aislamiento atávico que considera el principio esencial del vampirismo y el sostén de la vieja Italia provinciana. Una Italia retrógrada que se presenta como la antepasada de esa nación corrupta, perezosa, decadente y falsamente orgullosa que Bellocchio retrata con furia en la segunda mitad del film. Elusiva y al mismo tiempo rabiosa, Sangre de mi sangre confirma a Bellocchio como un lúcido observador de la realidad, la historia y la psique italianas. El suyo es un cine de sombras y fantasmas, pero Bellocchio es también uno de los más efusivos creyentes en el poder de la belleza. La apoteósica y romántica clausura de Sangre de mi sangre demuestra que el director de Buenos días, noche es de todo menos un hombre resignado. Su fe en el poder transfigurador de la belleza y el arte es nuestro pasaporte a la revelación.
Historias extraordinarias Con más de 100 películas en su haber el chileno Raúl Ruiz fue no sólo uno de los directores más prolíficos sino también uno de los más personales y brillantes desde que arrancó a comienzos de la década de 1960 hasta su muerte en 2011. Por una encomiable iniciativa del realizador argentino Daniel Rosenfeld llega a tres salas locales esta maravillosa épica histórica de largo aliento (cuatro horas y media de duración), que nació como miniserie televisiva pero tuvo un merecido paso por la pantalla grande. Uno de los acontecimientos cinéfilos del año. El cine como fuente inagotable de relatos; como una polifonía de voces en las que se entrecruza la literatura y la Historia; como un laberinto de narraciones que reposan en lo real, despegan gracias a lo onírico y alcanzan su dimensión infinita en la memoria del espectador. Podría estar hablando de Historias extraordinarias (2008). de Mariano Llinás, pero en realidad me refiero a la desbordante Misterios de Lisboa, de Raúl Ruiz, que pude disfrutar en su montaje cinematográfico de 266 minutos (272 según otras fuentes), una versión redux de los seis capítulos de una hora que se emitieron en la televisión portuguesa. Adaptación de la novela homónima de Camilo Castelo Branco, Misterios de Lisboa se despliega como un mosaico inabarcable que arranca en la Lisboa del siglo XIX para luego propulsarse en espiral hacia otros tiempos y lugares (Italia, Francia, Brasil). Una saga protagonizada por huérfanos, bastardos y almas en pena atormentadas por su pasado. Una selecta representación de la comprometedora trastienda de la aristocracia portuguesa (y europea), entregada con resignación a las ironías del destino. Herederas francesas obcecadas con limpiar su honor, harapientos bandidos reconvertidos en nobles de nuevo cuño, asombrosas revelaciones paterno-filiales, amores ilícitos y, como la guinda del pastel, un personaje memorable: el Padre Dinis (un soberbio Adriano Luz), un maestro del disfraz que, cual personaje de historieta y figura omnisciente, parece estar en todas partes, mover todos los hilos. Ruíz aborda este material con disciplina y audacia, surcando las cadenas de flashbacks (dentro de flashbacks, dentro de flashbacks...) con una cámara que parece danzar en torno a los personajes dibujando coreografías de ida y vuelta, revelando nuevos misterios en cada uno de sus movimientos, un poco a la manera de Mizoguchi. Las tomas son largas (en ocasiones, planos secuencias), la profundidad de campo, desmesurada y expresiva. De hecho, durante la película no podía dejar de pensar en Soberbia / The Magnificent Ambersons (1942), de Orson Welles, aunque a Ruiz no le interesa demasiado honrar la Historia y levantar mausoleos, sino más bien lo contrario: juguetear con sus protagonistas y desmitificar sus hitos, cuestión que también lo aleja ostensiblemente del trabajo de Manoel de Oliveira. Podría pensarse en Misterios de Lisboa como de un gato de tres patas, con una garra puesta en la teatralidad, otra en una acepción sui generis del realismo baziniano y la tercera apoyada en unas inquietantes alteraciones onírico-alucinógenas. Un cóctel que no deja de mirarse en el espejo de la modernidad, fabricando mecanismos autoconscientes (ese amor prohibido filmado/observado desde detrás de unas cortinas). En el fondo, Ruíz aspira a reconciliarnos con el valor primigenio de la narración: el placer de ver, escuchar y dejarse embaucar.
Genio y mesura Desde su transparente título hasta su elección de escenarios (una tienda de relojes) y motivos sonoros (el redoble de las campanas de una iglesia), todo en 45 años parece señalar hacia una meditación en torno al transcurso del tiempo. El empuje del tiempo, al mismo asfixiante y liberador, ya se había convertido en la materia prima de Weekend, la anterior y muy prometedora película de Andrew Haigh. En ella, el realizador británico adoptaba el motivo narrativo del breve encuentro romántico, a la David Lean, y lo comprimía en un fin de semana, a la manera de la trilogía de Jesse y Celine de Richard Linkater. Con su talento para la construcción tipológica de personajes (dos jóvenes gays situados en los polos opuestos de la autoaceptación) y su habilidad para reanimar narrativamente una colección de tiempos muertos, Haigh se proponía como el próximo adalid del intimismo naturalista. 45 años parece la siguiente estación en un camino (certero, brillante, sin riesgos) hacia la consagración. Caben pocas dudas acerca del talento de Haigh para retratar los vaivenes anímicos de sus personajes, convertir en sonoros los silencios, y modular con delicadeza el trabajo de sus actores. En 45 años, el reto para el director y guionista consiste en desdoblar en diferentes senderos temporales el cataclismo privado de la pareja protagonista. Por un lado, un pasado en penumbra desde el cual una Rebeca hitchcockiana ensombrece la vida presente de un matrimonio a las puertas de las bodas de oro –un pasado que Haigh evoca a través de diálogos, fotografías y gestos, pero sin acudir a los flashbacks de baratillo–. Y, por otra parte, encontramos un presente tocado por un aura de amargura alimentada por la vejez, por la acumulación de años, ilusiones y sinsabores. La película puede ser descripta justamente como una pieza de cámara fílmica, pero también podemos verla como una sinfonía susurrada de tiempos y puntos de vista: serena en el tono, volátil en su zigzagueo narrativo. Una inmersión en la dimensión agridulce de la vida en pareja que tiene como punto álgido la construcción y encarnación del personaje de Geoff Mercer: una criatura a ratos evidente, a ratos impenetrable. Tom Courtenay regala en la piel de Mercer una interpretación para enmarcar: punteando discretamente la cara más simple del personaje (su ternura y sus aires taciturnos) y subrayando enfáticamente la más compleja (su melancolía, su fragilidad), el actor juega al desequilibrio y encuentra vida en el camino. Incluso en la resolución del film, cuando se descubren todas las cartas, Geoff (Courtenay) sigue siendo un enigma para el espectador desde un punto de vista empático: ¿Su presencia nos genera más simpatía o incomodidad? Por su parte, Charlotte Rampling borda una de esas interpretaciones milimétricas que garantizan reconocimientos (es posible imaginar a Meryl Streep en la piel de Kate Mercer, o a Kate Winslet o Cate Blanchett en una versión rejuvenecida del personaje). Mientras el personaje de Geoff se va construyendo en el fuera de campo, el de Kate se apodera del encuadre: el semblante tenso de Rampling es el verdadero leit motif de la película y el desarrollo de su personaje la carta más espectacular de la película. Una evolución psicológica que, para mi gusto, resulta demasiado esquemática. Basado en un relato corto de David Constantine, el guión de Haigh hace gala de una escritura de alta precisión y, por desgracia, de una estructura demasiado reconocible. La progresión emocional de la pareja protagonista –del aparente bienestar al arrebato de alegría, de la aparición del recelo a la consagración de la amargura, de la desconfianza a la puesta en escena del simulacro– resulta algo esquemática y evoca aquellas cinco fases del camino hacia la muerte con las que ironizaba Bob Fosse en All That Jazz: rabia, negación, negociación, depresión y aceptación. Con su tempo narrativo moroso y al mismo tiempo tirante, 45 años exprime a conciencia su lista de ingredientes de cine-gourmet: personajes complejos, actores en estado de gracia, elegancia formal, grandes temas (la pareja y la vejez), suspense e incluso giros sorprendentes. Una receta perfecta para un equilibrado menú de cine académico.
Go West El estreno comercial en la Argentina de una película de un director del talento del chino Jia Zhang-ke es un verdadero acontecimiento cinéfilo. Si bien no se ubica como la mejor de la notable filmografía del creador de Naturaleza muerta, The World, Platform, Xiao Wu, Unknown Pleasures y The World, Lejos de ella tiene dos notables episodios (ambientados en 1999 y 2014) que justifican con creces su visión, pese a que el tercer y último segmento (que transcurre en la Australia de 2025) resulta demasiado caricaturesco. Lejos de ella no es una película redonda. Puede que ni siquiera sea una de las mejores películas del gran cineasta chino Jia Zhang-ke. Y, pese a todo, el nuevo film del ganador del León de Oro de Venecia por Naturaleza muerta es para este crítico lo mejor que se ha visto en la Sección Oficial de Cannes 2015. Una saga familiar en tres tiempos puntuada por el uso de tres anchos de imagen distintos, Lejos de ella nos lleva desde la China de 1999 hasta la Australia de 2025, dibujando una lúgubre crítica al proceso de deshumanización que sufren las sociedades capitalistas. Sin necesidad de parábolas, yendo directo al grano, pero utilizando también múltiples mecanismos de distanciamiento (a la Brecht), Jia Zhang-ke traza un relato de corte melodramático en el que los sueños de prosperidad de todo un pueblo se estampan contra la perversidad de un modelo socioeconómico. Lejos de ella reúne elementos de varias películas de Jia Zhang-ke: el arco histórico de Platform, la dimensión global de The World y el pulso narrativo de A Touch of Sin. El director de Xiao Wu parece haber dejado atrás el proceder pausado y observacional de sus primeras películas, sustentado en amplios planos generales y prolongados travellings laterales. Por el contrario, ahora el autor de Unknown Pleasures parece especialmente interesado en acercarse a sus afligidos personajes, “encerrándolos” en encuadres sin profundidad de campo que evocan una cierta claustrofobia existencial. Esta apuesta formalmente opresiva alcanza su punto álgido en el deslumbrante primer capítulo de Lejos de ella, filmado en 4:3 (formato casi cuadrado) y propulsado en su arranque por un uso festivo y fatalmente irónico del Go West de los Pet Shop Boys. La pletórica coreografía musical que abre la película captura a la perfección el tono de este colorista episodio, ambientado en 1999 y marcado por las ilusiones de una generación que cabalga a lomos del progreso económico y los anhelos de riqueza.
El arte del periodismo de investigación Nominada a 6 premios Oscar, esta nueva película del director de Visita inesperada, En tus zapatos y Ganar ganar reconstruye el caso real de los cronistas del diario The Boston Globe que desvelaron una amplia red de pedofilia dentro de la Iglesia Católica. Como Sidney Lumet en Network: Poder que mata, Alan J. Pakula en Todos los hombres del presidente o George Clooney en Buenas noches, y buena suerte, McCarthy evita los excesos melodramáticos, la épica aleccionadora y las florituras estéticas para concentrarse en el metódico, obsesivo, obstinado accionar de unos profesionales. En primera plana tenía todo para convertirse en otro de esos films épicos y sentimentales que dan cuenta de los esfuerzos y sacrificios heroicos que es capaz de realizar el ser humano en nombre de la verdad y la justicia. Pienso en el patrón establecido por películas como Filadelfia o Erin Brockovich: Una mujer audaz, según el cual Hollywood vampiriza casos reales, se apropia del mito de David y Goliat, y exhibe todo su poder estelar. Sin embargo, desde bien al principio, En primera plana se presenta como una película menos ortodoxa de lo que podría parecer. De partida, comienza marcando distancias con la fórmula contemporánea que convierte toda película (o serie) sobre profesionales –sean periodistas, políticos o directivos de empresa– en un festín de vertiginosas batallas dialogadas. Una tendencia que tiene al guionista Aaron Sorkin como su mesías particular. En la película, los periodistas del Boston Globe que trabajan por sacar a la luz una trama de encubrimiento de casos de pederastia en la arquidiócesis de esa ciudad no hablan deprisa a no ser que la situación lo requiera y en lugar de correr por los pasillos de la redacción, caminan con pausa, marcando territorio. Michael Keaton zarandea los hombros y las caderas como un viejo cowboy, o quizás más bien como un dinosaurio del viejo periodismo. Rachel McAdams zarandea sigilosa y meticulosamente a sus entrevistados con preguntas punzantes e insistentes. Así se manifiesta en primer lugar el compromiso de Thomas McCarthy (director de las discretas Visita inesperada, En tus zapatos y Ganar ganar) con el caso real que pone en escena. En primera plana transcurre hace poco más de diez años, pero parece ambientada en una prehistoria pre-Internet. McCarthy (que ya pisó una redacción de diario, como actor, en la quinta temporada de The Wire) aspira a elogiar el periodismo tradicional de investigación, aquel que trabaja con fuentes y datos en lugar de especulaciones, un homenaje que corre el riesgo de caer en una nostalgia cegadora. Sin embargo, el realizador esquiva dicho peligro aferrándose al profesionalismo de sus protagonistas. Cada día es menos habitual encontrar películas centradas en el trabajo. La ley del arco romántico, del drama familiar, del trauma explicativo, parece marcar la pauta del cine industrial norteamericano.
Licencia para no matar ?En una clara involución respecto de la anterior Skyfall, este nuevo trabajo del director de Belleza americana reincide con la idea de regodearse con los traumas familiares y sentimentales de Bond (Daniel Craig). Una película con personajes a medio perfilar, falta de fluidez de la narración y una anodina Léa Seydoux, cuyo principal atractivo pasa por sus nexos con anteriores films de la saga, que permitirán a los connaisseurs del universo 007 descubrir múltiples guiños y referencias.??? Pese a la cantidad de guionistas que aparecen en los títulos de créditos de Spectre, no cabe duda de que estamos ante una película de Sam Mendes (el director de Belleza americana y de la anterior entrega de Bond, Skyfall), que consigue de nuevo llevar al agente secreto creado por Ian Fleming a su territorio, el del drama psicológico. ?? Como ocurría en la magnífica Skyfall, el motor de la acción de la discreta Spectre son los traumas de Bond, heridas del pasado familiar y sentimental que rebrotan en un presente en caótica transformación. El arranque de la película –una suerte de homenaje al plano secuencia inicial de Sed de mal, de Orson Welles, ambientado en México D.F.– sitúa a Bond en los márgenes de la ley. Cumpliendo el último deseo de la M encarnada por Judy Dench, Bond (interpretado con la contundencia y eficiencia habitual por Daniel Craig) destapa una organización criminal que parece responsable de la mayoría de los males del planeta: corrupción farmacéutica, trata de blancas, terrorismo global, espionaje industrial... El problema para Bond es que, en su empeño por vivir en paz con su pasado, terminará abriendo nuevas compuertas hacia recuerdos turbulentos, al tiempo que se ganará la desconfianza de sus superiores: el nuevo M, encarnado por Ralph Fiennes, y C (Andrew Scott), quizás el personaje más relevante de Spectre. C es un joven y ambicioso integrante del Servicio de Inteligencia que no cree en los métodos primitivos de Bond y que aspira a sustituir a los viejos espías por tecnología de última generación: la idea es reemplazar a los 00 por drones. Cabe decir que esta subtrama relativa al cambio de paradigma en el espionaje mundial termina siendo mucho más interesante que la central de Bond, aunque al final veremos que están interconectadas. Dicho esto, es una pena que Scott no tenga el carisma actoral suficiente (del que va sobrado Fiennes, por ejemplo) para darle una presencia mayor a C. Por su parte, Bond presenta en Spectre su cara más tosca y arcaica. Para acentuar el contraste con la modernidad encarnada por C, Bond debe enfrentarse cuerpo a cuerpo a un matón forzudo que remite claramente al Jaws (Richard Kiel) de Moonraker o La espía que me amó. Unas escenas de acción que, por cierto, nunca terminan de integrarse orgánica y fluidamente en el relato. Da la impresión de que Mendes cumple a regañadientes con los requisitos básicos de la saga, convirtiendo las escenas de acción en elementos accesorios, perfectamente olvidables. Aunque el mayor problema de Spectre son dos de los tres vértices que componen el esqueleto narrativo de la película. Con un Bond sobradamente consolidado, los que fallan son la chica Bond (una Madeleine Swann interpretada por una anodina Léa Seydoux) y un villano llamado Oberhauser que encarna Christoph Waltz. En su habitual rol de cavernícola ilustrado, el sibilino Waltz construye su personaje con el piloto automático, demostrando muy poca implicación, incapaz de conferir un aura amenazante a este malévolo genio de la tecnología. Aunque quizás la debilidad de Oberhauser esté más en la composición del personaje que en la interpretación de Waltz. En su afán por exprimir la dimensión traumatizada de Bond (que queda muy patente en el juego de espejos de los títulos de crédito iniciales), Mendes imagina un villano que es la suma de todos los adversarios de la historia reciente de Bond. Y, confiando en la fuerza (fallida) de este planteamiento, los guionistas descuidan otorgar a Oberhauser una mínima profundidad psicológica y algún tipo de misterio, cualidades que abundaban, por ejemplo, en el personaje de Silva (Javier Bardem) en Skyfall. ?? En uno de los pocos hallazgos notables de Spectre, Bond se adentra en una de las guaridas de Oberhauser y allí encuentra una especie de telaraña construida con cuerdas. Los cinéfilos no tendrán problemas para vincular dicha imagen con la realidad trastornada de Spider, de David Cronenberg, película protagonizada justamente por Ralph Fiennes. Sin embargo, esta interesante representación física de la psique atormentada de Bond no termina de resonar con fuerza en una película plagada de momentos más bien risibles, como el anecdótico encuentro de Bond con una complaciente viuda italiana a la que da vida Monica Bellucci, o las conversaciones del héroe con Swann (Seydoux), que como no podía ser de otra manera es psicóloga y sabe cómo tocar la fibra emocional del traumatizado 007. Spectre no defraudará a los fans de Bond. De hecho, al subrayar sus nexos con anteriores películas de la saga, los connaisseurs del universo Bond seguramente se lo pasarán en grande cerrando cabos abiertos en el pasado. Sin embargo, las debilidades de la película (los personajes a medio perfilar, la falta de fluidez de la narración) no permiten hablar de una obra satisfactoria. Veremos si, en el futuro, los responsables de la saga prosiguen su investigación de este Bond convertido en “caballero oscuro” o si se plantean una saludable renovación.??
Asesino por naturaleza Un irreconocible Johnny Depp interpreta a James “Whitey” Bulger, amo y señor del submundo de la corrupta ciudad de Boston de los años '70 y '80 (con el increíble aval del FBI) en esta biopic construida con pasión cinéfila y cierto romanticismo por Scott Cooper, director de Loco corazón y La ley del más fuerte. Un festival actoral (también aparecen Joel Edgerton, Benedict Cumberbatch, Kevin Bacon y Jesse Plemons, entre otras figuras) para un film que, si bien cede a algunos lugares comunes del subgénero de mafiosos, resulta casi siempre muy entretenido. Combinando el relato de proporciones mitológicas, la crónica intimista y el festín de pirotecnia actoral, Scott Cooper (director de Loco corazón y La ley del más fuerte) factura la entretenida Pacto criminal, que cuenta la increíble historia real de cómo el FBI permitió el ascenso a la gloria delictiva de James “Whitey” Bulger, el hermano de un poderoso senador del estado de Massachusetts. Crimen, autoridad y poder. Mafia, policía y clase política. Esos son los tres vértices de una película que, sin mayores aspavientos formales, deja su destino en manos de unos actores entregados a la causa. Johnny Depp (el mafioso), Joel Edgerton (el policía) y Benedict Cumberbatch (el político) se ven obligados a jugar dentro de los márgenes de la biopic, caracterizados para parecerse a las personas reales que encarnan y obligados a imitar el cerrado acento del norte de Boston. Sin embargo, el trío trasciende la imitación y compone un muy interesante magma gestual en el que se refleja el gran tema de fondo de la película: la delgada, casi invisible frontera que separaba el bien del mal en la corrupta ciudad de Boston en los años '70 y '80. El tablero dramático de Pacto criminal es plenamente amoral y Cooper disfruta filmando escenas de grupo o cortantes tête à tête en los que los policías se comportan como gángsteres y viceversa. En términos cinéfilos, la película no puede evitar rendirse ante ciertos lugares comunes del cine de mafiosos: unos viajes a Miami que remiten a la saga de El padrino, acelerados montajes a la Scorsese para electrificar el ascenso criminal del gángster, la obligada escena de discoteca al son de la mítica Don’t Leave Me This Way. Sin embargo, Cooper consigue controlar su nostalgia y pasión cinéfila para otorgar cierta verdad a sus personajes, una verdad no carente de romanticismo.
De paranoias y maldiciones venéreas Presentado en la Semana de la Crítica de Cannes, este elegante film de terror se afianza en un riguroso trabajo con el misterio y la puesta en escena. Te sigue se presenta, en varios sentidos, como una película a contracorriente. En primer lugar, por su renuncia a dejarse llevar por los artificios que marcan la pauta del cine de terror actual: la pirotecnia digital y los efectismos procedentes de un montaje entrecortado. En un alarde de nostalgia cinematográfica, la segunda película de David Robert Mitchell –director del film de culto The Myth of the American Sleepover–, explora con convicción y elegancia las posibilidades que ofrece el trabajo de puesta en escena a la hora de generar suspense y desasosiego. Así, evocando el clima de angustia y turbación característico del cine de John Carpenter –a quién se homenajea en una inquietante banda sonora interpretada a golpe de sintetizador–, Te sigue despliega un perturbador universo de terrores adolescentes, inquietudes sexuales y malestares sociales. El segundo motivo que hace de Te sigue una película singular es su capacidad para esquivar una de las trabas en las que suelen tropezar muchas películas de terror: la conocida escena en la que se revela la identidad del villano de la función y su relación con los protagonistas. En lugar de resolver y concluir, Te sigue prefiere interrogar: alimentar el misterio en lugar de aniquilarlo con referencias a traumas psicológicos o con banales tretas narrativas. A Robert Mitchell le interesa menos el por qué –la razón por la que una criatura sobrenatural persigue a la protagonista– que el cómo –de qué manera se desata la paranoia persecutoria–. Y, sin embargo, paradójicamente, es esa negativa a concretar narrativamente el film lo que le otorga una dimensión abstracta que abre la narración a múltiples y jugosas interpretaciones. La premisa de Te sigue parece sacada del manual básico del slasher moderno. La protagonista de la película (una Maika Monroe que cumple eficientemente con las funciones de scream queen) recibe una maldición venérea cuando se acuesta con su novio: a partir del coito, empieza a ser perseguida por una fuerza maléfica que sólo se detendrá si la maldición es transferida a otra víctima mediante un nuevo encuentro sexual. El villano de la película adopta múltiples formas humanas –tiene mil caras pero no posee ninguna– y el bamboleo hormonal de la adolescencia se apodera de las imágenes. Sin embargo, la interpretación de dicha maldición nunca se cierra sobre una explicación unívoca. ¿Se trata de un comentario irónico sobre las constantes del cine slasher? ¿O es quizás una crítica a la hipocresía puritanista que impera en la sociedad estadounidense? También podría tratarse de una meditación sobre una cierta pérdida de la inocencia o sobre el precio que hay que pagar por el acceso a una madurez desangelada. Te sigue transcurre en una escenario extraño: una Norteamérica suburbial cuya apacible (pero opaca) superficie oculta algo monstruoso. La obra de David Lynch parece un referente claro, aunque el escenario semi-urbano desértico también hace pensar en M. Night Shyamalan. Por su parte, las imágenes de un Detroit de casas abandonadas y de barrios en ruinas remite inevitablemente a la crisis industrial que ha golpeado a la ciudad en la última década. Mitchell saca partido de este mundo enrarecido y se sitúa, con su voluntad de homenajear un cine de terror pre-digital, cerca de cineastas como Ti West o Rob Zombie. El talento del director queda al descubierto en una excelente escena en una piscina que traslada al espectador inevitable y felizmente al célebre ataque acuático que acontecía en La mujer pantera, del maestro Jacques Tourneur.