En un escenario marcado por los autores de viejo cuño y los aspirantes a suceder a Lars Von Trier como rey de los enfant terribles, sobresalió en el último Festival de Cannes la figura del danés Nicolas Winding Refn, quien con la odisea urbana y neo-noir de Drive conquistó la verdadera cima de la edición 2011. Desde las brutales y scorsesianas fábulas morales de la trilogía de Pusher (1996-2005) hasta la épica vikinga de Valhalla Rising (2009), pasando por los guiños a Lynch de Bronson (2008), Refn ha situado su cine en una tierra fértil en la que la fuerza física y simbólica del cine de género se toma de la mano con la densidad filosófica de un cine marcadamente espiritual. Un enclave expresivo que remite a las figuras de Stanley Kubrick o Andrei Tarkovski. En el caso de la magistral Drive, en la que Ryan Gosling interpreta a un mecánico y conductor de autos con aires de cowboy y el código de honor de un samurai, Refn perpetra un sensual, temperamental y romántico abordaje a los códigos del cine negro, avivados en clave ochentosa y orquestados al ritmo de suntuosas y flotantes melodías electro-pop. En un Cannes monopolizado por la sombra de Terrence Malick, Refn se reservó el mérito de competir, codo a codo, por el premio al mejor orfebre de momentos trascendentales del festival.
Final de partida La película es una secuela/variación de Felicidad / Happiness en la que los personajes son interpretados por actores diferentes a los del film original (una estrategia meta-lingüística simétrica a la de Palindromes). Así, Solondz, el misántropo, vuelve a levantar el telón de su teatro de la crueldad, dando rienda suelta a sus devastadora observación/demolición del american way of life. No faltan a la cita la homofobia, la pedofilia, la cultura del éxito o el integrismo religioso; aunque en esta ocasión, el eje central de la propuesta temática del film es la hipocresía que acompaña a los conceptos de olvido y perdón (en inglés “forget-forgive”). Excesiva tanto en la cantidad de tesis expuestas como en la extensión de muchos de sus diálogos, La vida en tiempos difíciles se antoja el final de un ciclo en la carrera de Solondz. En todo caso, pueden entreverse en las imágenes del film el intento, por parte de Solondz, de explorar nuevos territorios. Hallazgos que, curiosamente, tienen relación con una cierta investigación plástica, por una parte, y con el silencio de un personaje, por la otra; lo cual podría indicar que Solondz tiene mucho que ganar si consigue contener sus excesos como escritor de ingeniosos monólogos disfrazados de diálogo. En referencia al trabajo con la imagen, Solondz consigue capturar, como nunca antes, el terror latente en los escenarios de la Florida suburbial: las calles desérticas, las texturas asépticas, los interiores clónicos… una geometría prefabricada e impersonal que se erige en un nido de neurosis, confusión y miedo. Y mientras, incluso las fugas onírico/fantasmales (en clave pop) de los personajes tienen aroma a alienación urbana. Finalmente, el “personaje silencioso” al que hacía referencia anteriormente es el del padre pedófilo, al que daba vida Dylan Baker en Happiness, y que aquí interpreta Ciarán Hinds. De hecho, esta reencarnación del personaje, carente de toda maldad o crueldad, no parece invocada por Solondz. Es él quién protagoniza la mejor secuencia del film (y quizás de toda la carrera de Solondz) cuando visita a su hijo para comprobar que este no ha heredado su trágica “condición”.
Pequeñas miserias de la vida conyugal En los últimos años, el cine intimista parece haber tomado la senda de la grandilocuencia, tanto en su versión más exhibicionista e impúdica (Antichrist, de Lars Von Trier, sería la cumbre de esta tendencia), como en su acepción operística y neoclásica (pienso en la magnífica Los amantes/Two Lovers, de James Gray). En este panorama, salvo en contadas excepciones, como en la maravillosa Sehnsucht, de Valeska Grisebach, hay poco lugar para un cine sutil, que aspire a dar forma a lo intangible a través del detalle. En ese territorio se sitúa la magnífica Aquel martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean. Planteada como la versión discreta, en sordina, de Escenas de la vida conyugal, de Ingmar Bergman, Muntean esboza con delicadeza un triángulo amoroso en el que todos los vértices son tratados con el mismo respeto. Un planteamiento democrático en el que no hay lugar para el enjuiciamiento de los personajes. En torno a este principio de no agresión, Muntean explora las posibilidades del naturalismo articulando una pieza de cámara compuesta enteramente por planos-secuencia. Así, gracias a un intenso trabajo previo de ensayos y a la adecuación del texto al (descomunal) potencial de los actores, el film encadena una serie de primorosas coreografías emocionales en las que cada pequeño gesto o palabra desencadena un torbellino de ecos dramáticos, a la manera de los relatos de Raymond Carver. En cine, hay pocas cosas más difíciles que el control escénico de una hemorragia sentimental. Aun filmada desde la distancia, la brecha limpia, certera, puede resultar incontenible. Ser capaz de cauterizar la herida y reconducir el drama (sobrio o desatado) hacia una forma de comprensión y conocimiento está en las manos de unos pocos elegidos. Con Aquel martes después de Navidad, Muntean parece haberse ganado una invitación para incorporarse a este selecto club, en cuyo consejo directivo constan los nombres de Philippe Garrel, John Cassavetes, Naomi Kawase o Tsai Ming-liang, entre otros. Bienvenido sea.
Esta maravilla del director más longevo y espiritualmente juvenil del Planeta Cine, Manoel de Oliveira, lleva por título El extraño caso de Angélica y reserva sorpresas incluso para los más familiarizados con el cine del más que centenario realizador portugués. Y es que aquí, además de su característica concepción sosegada del tempo fílmico y su gusto por la declamación teatral, Oliveira se destapa como un brillante orfebre de universos fantásticos (y fantasmagóricos). No en vano, El extraño caso…, como hiciera antes Vértigo, de Alfred Hitchcock, cuenta la historia de un hombre, un fotógrafo interpretado por Ricardo Trêpa, obsesionado con una mujer muerta, cuyo juguetón espíritu es interpretado aquí por la española Pilar López de Ayala. Mucho se ha hablado de la conexión del cine de Oliveira con la era primitiva del séptimo arte. De hecho, se trata de uno de los únicos directores en activo que trabajó en el cine mudo. Así, su profunda fe en las posibilidades del realismo le ha llevado a ser incluido entre la estirpe de herederos del espíritu de los hermanos Lumière. Pues bien, si algo deja en claro El extraño caso… es que Oliveira no estaba dispuesto a irse de este mundo sin rendir tributo al otro padre fundador del cine: Georges Méliès. Para componer este salto al abismo de la fantasía, el director portugués, sin hacerle ascos a la tecnología digital, ha decidido rodar los románticos sueños de su protagonista: delirios oníricos en blanco y negro que acercan al espectador al proceso de transfiguración que atraviesa el protagonista. Una transformación propulsada por la fuerza alucinógena del amor más desbocado y articulada a través de los enigmas de la metafísica y la religiosidad: los espectros y los milagros (no es difícil imaginar que la película hubiese fascinado a Carl Th. Dreyer). Anacrónica y caprichosa, ridícula hasta lo sublime, El extraño caso… dejó a su paso dos de las imágenes imborrables del Cannes 2010: primero, el humo de un cigarrillo disolviéndose en la oscuridad y evocando los misterios intangibles del cosmos; y segundo, un hilarante plano fijo protagonizado por un periquito, un gato y el ladrido lejano de un perro. En fin, una obra maestra. MANU YÁÑEZ MURILLO
El joven realizador alemán Benjamin Heisenberg toma esta historia situada en la Austria de 1980 sobre un campeón de maratón que llevaba una doble vida como ladrón de bancos, y la transcribe a la pantalla siguiendo los códigos del noir moderno. Aferrándose a la fisicidad de la acción en detrimento de la investigación psicológica de los personajes, Sin escape se sitúa en un territorio limítrofe entre el cine gélido, marcadamente distanciado, y la aproximación romántica —glamourosa y cool— a los arquetipos del género. Todos los ingredientes están presentes y ejecutados con eficiencia: el anti-héroe trágico, el amor condenado, la atracción vertiginosa del mal... Todo ello desplegado en torno a la figura hermética e inmutable de un notable Andreas Lust, cuya interpretación parece arrancada de un film de Jean-Pierre Melville. Rigurosamente ritualizada, aunque algo propensa a los golpes bajos al espectador, Sin escape seguramente gustará a los adeptos del “cine a la carrera”, es decir, a los fans de Keaton, de Tom Cruise (nadie corre como él) o, por ejemplo, de Castro, de Alejo Moguillansky.
EL MITO DEL REVOLUCIONARIO-SUPERSTAR Dividida en tres partes, Carlos, la miniserie de Olivier Assayas sobre el terrorista Ilich Ramírez, alias “Carlos, el chacal”, pone en escena, en brillante scope, la construcción del mito del revolucionario-superstar, para luego retratar su reconversión en mercenario de lujo y, finalmente, la agonía de su estrellato, que termina con su encarcelamiento. Rodada como un vibrante y torrencial thriller político de corte transnacional —podría considerarse una precuela conceptual de Demonlover y Boarding Gate, ambas del propio Assayas—, la película se fortalece gracias a su habilidad para solapar las dimensiones humana y mítica de la acción, su capacidad para articular de forma simultánea un discurso con perspectiva (cargado de comentarios socio-políticos e históricos) y otro sin ella (un cine físico, directo, inmediato). De algún modo, podría decirse que Assayas consigue reunir al Paul Greengrass de la muy reivindicable Vuelo 93 / United 93, un ejemplo de verismo detallista y atmosférico, y al Marco Bellocchio de Buongiorno, notte, una radiografía social de ilimitadas resonancias políticas e históricas. Dos películas que, además, sitúan su núcleo dramático en el mismo escenario que Carlos: un secuestro, en este caso el de varios ministros de la OPEC, durante una reunión en Viena en 1975. En dicho tramo (que ocupa gran parte del segundo episodio), la película de Assayas no sólo disecciona con clarividencia el puzzle de asociaciones y traiciones políticas de mediados de los setenta, sobre todo en referencia a Oriente Medio, sino que también pone de manifiesto la mezcla de idealismo, pragmatismo, ingenuidad y egotismo del terrorismo de la época —“Soy un soldado, no un martir”, afirma Carlos, ilustrando una sinrazón intrigantemente menos terrorífica que la representada por los fanatismos de hoy en día—. Con sus glamorosos revolucionarios y sus femme fatales “danzando” por el mundo al ritmo de New Order y Wire, Assayas construye un apasionante mapa en movimiento de una época, sus mitos y su trastienda. MANUEL YÁÑEZ MURILLO Aclaración: En los cines argentinos se estrena la versión de 165 minutos, mientras que la presentada en el Festival de Cannes 2010 y emitida en TV, muestras y algunas salas comerciales tiene 330 minutos.
Tras las melodramáticas Contra la pared y Al otro lado, Akin decidió dar el salto al cine “feel good” con la efervescente e inofensiva Soul Kitchen, una fábula urbana, mestiza y gastronómica llena de personajes pintorescos, humor grueso y atmósferas super-cool. En realidad, el director alemán de origen turco utiliza la vieja historia del buen hombre arrastrado por el hermano descarriado para construir un cuento de hadas que remite al cine temperamental y efectista de Guy Ritchie, aunque el referente principal es Danny Boyle. Ganó el Premio Especial del Jurado en Venecia 2009.
La Palma de Oro de Cannes 2010 consagra definitivamente a uno de los directores más relevantes del cine de la última década. Y es que el responsable de films como Tropical Malady o Syndromes and a Century ha revolucionado el modo de entender el cine gracias a la fuerza de dos conceptos luminosos: la libertad y el misterio. En una era en la que prevalecen las fórmulas establecidas, la obra de Apichatpong (compuesta por largometrajes, cortometrajes e instalaciones museísticas) nos devuelve la fe en las aventuras inciertas: la posibilidad de perdernos en el interior de una película. Como todas las piezas audiovisuales de Weerasethakul, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es una caja de deliciosas sorpresas, una senda abierta a los misterios del cine y la vida: los enigmas de la muerte se esconden tras cada corte de montaje, la inocencia infantil se evoca a través de fábulas protagonizadas por princesas, la fuerza transfiguradora del amor se encarna en el abrazo entre los vivos y los muertos… Hasta la fecha, los amantes del cine de Apichatpong hemos tenido que perseguir su obra por festivales, museos y otros canales de distribución alternativos. Esperemos que esta Palma de Oro, la más justa en años, normalice la distribución comercial de su cine a nivel internacional. Los espectadores de todo el mundo merecen gozar de la felicidad que provoca la contemplación de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, película protagonizada por un hombre que, al borde de la muerte debido a una dolencia renal, se reencuentra con sus seres queridos, ya desaparecidos, e imagina sus vidas pasadas y futuras. Hilvanada como si de un sueño se tratara, articulada como un frágil ejercicio de memoria, Apichatpong nos regala una película que parece anti-narrativa, pero que en realidad nos ofrece la posibilidad de construir nuestra propia historia. En el fondo, es una película interactiva, libre, sensual y descaradamente gamberra (ojo al mono-fantasma, al pez-gato o al monje budista que es incapaz de vivir sin Internet). Una Palma de Oro que sabe a triunfo colectivo, el de la cinefilia del mundo entero.
La película se anunciaba como una nueva aproximación a la conciencia traumatizada del soldado israelí, en la línea de Vals con Bashir, de Ari Folman; y Z32, de Avi Mograbi. Es decir, tenía todas las cartas para recaer en los lugares comunes de este nuevo subgénero; sin embargo, la propuesta de Maoz es realmente original. Sumergiendo al espectador en el interior de un tanque durante poco más de 24 horas de combate, el director consigue hilvanar un discurso fílmico de género (con arquetipos en continua agitación psicológica) cuya trepidante, claustrofóbica y pesadillesca fisonomía lleva a buen puerto el deseado exorcismo de la memoria. El tanque de Líbano no dista demasiado del Humvee de Generation Kill, la barca de Apocalypse Now o el submarino de La caza al Octubre Rojo.
Amores perros En su tercer largometraje, el portugués João Pedro Rodrigues -O Fantasma (2000) Y Odete (2005)- parece haber encontrado el equilibrio justo entre las dos fuerzas capitales de su cine: la cruda fisicidad de sus relatos y la mirada romántica con la que rastrea la tortuosa existencia de sus personajes, criaturas que viven "bajo la influencia" de trágicos embrujos sentimentales. Morir como un hombre, una suerte de fábula religiosa y psico-sexual que bascula entre el delirio onírico y el melodrama minimalista, retrata el via crucis que atraviesa Tonia (Fernando Santos), un viejo travesti enfrentado a las sombras que la culpa cristiana proyecta sobre su contradictoria identidad. Fascinado por los márgenes de la sociedad, por el extrarradio, por personajes que se refugian en una enigmática clandestinidad, Rodrigues inventa historias plagadas de presencias fantasmales y las ilumina gracias a la solidez de su propuesta formal, sostenida aquí sobre el uso riguroso del plano fijo, la apelación a una fragmentación bressoniana, el trabajo desnaturalizado (y espléndido) de los intérpretes y algún que otro guiño al imaginario hitchcockiano. (Esta reseña se publicó durante el BAFICI 2010)