Regreso con gloria En su largamente esperada vuelta al cine, el mítico director de La última película, ¿Qué pasa doctor?, Luna de papel y Nuestros amores tramposos orquesta una cinéfila comedia de enredos que combina eficazmente confusiones dialogadas, frenesí rítmico y caos físico. Un homenaje a la screwball comedy de los Lubitsch y los Hawks con referencias al primer Woody Allen que se potencia con la presencia de un amplio elenco encabezado por Owen Wilson, Imogen Poots, Jennifer Aniston, Kathryn Hahn y Rhys Ifans. Hacía trece años que Peter Bogdanovich, toda una leyenda del Nuevo Hollywood de los años ‘70, no asumía la dirección de una verdadera película. Había realizado unos pocos documentales y telefilms, pero desde El miau del gato la gran pantalla se le resistía. She’s Funny That Way (que se traduciría como Es graciosa a su manera, pero que en Argentina se ha titulado Terapia en Broadway) implica el notable retorno al cine del veterano creador de La última película, un regreso triunfal al universo de la comedia cinéfila, un territorio –el del homenaje a las screwball comedies de la era dorada de Hollywood– que Bogdanovich ya dignificó con clásicos modernos como ¿Qué pasa doctor? o Luna de papel. Construida a partir de un chiste sobre ardillas y bellotas que aparecía en El pecado de Cluny Brown, de Ernst Lubitsch, Bogdanovich ofrece una lección maestra de aquella idea que propulsaba las comedias de Howard Hawks: la combinación de confusiones dialogadas (nunca chistes), frenesí rítmico y caos físico. Y de hecho, Terapia en Broadway funciona como una sinfonía de puertas abriéndose y cerrándose, un desfile de frases entrecortadas y bofetadas. Un trabajo formal y narrativo que sostiene una celebración del libertinaje que evoca al Hollywood anterior a la instauración del puritano Código de Producción de Películas (1934). Los realizadores Noah Baumbach y Wes Anderson –otro devoto de Lubitsch– han ayudado a Bogdanovich a producir Terapia en Broadway, que recupera varios de los rasgos distintivos de dos de las mejores comedias del director de Máscara y Texasville. Por un lado, está el juego de espejos que desata una representación teatral que protagonizan en Broadway los protagonistas del film, algo que conecta de lleno con el torrente de equívocos de Detrás del telón –adaptación de la obra teatral de Michael Frayn–. Y luego está el partido que le saca Bogdanovich a la energía eléctrica y el halo neurótico de la ciudad de Nueva York, que ya tensaba los diálogos y carreras de la magistral Nuestros amores tramposos (They All Laughed), aunque cabe decir que Terapia en Broadway transcurre en su mayor parte en interiores, dando lugar a una convulsa pieza de cámara coral. Por último, cabe destacar que Terapia en Broadway se nutre del talento de un amplio grupo de actores en estado de gracia. Owen Wilson, en la piel de un embaucador de buen corazón, aporta al festín sus eternos y melancólicos aires de soñador; Jennifer Aniston, como una psicóloga al borde de un ataque de nervios, entrega una versión histérica y recatada de su personaje de Quiero matar a mi jefe; Imagen Poots, como una chica de alterne que aspira a ser actriz, encuentra el receptáculo perfecto para explotar su risueña artificialidad (su imitación del acento de Brooklyn es para enmarcar); y Rhys Ifans se limita a hacer de Rhys Ifans. Por último, como la guinda escondida del pastel, Kathryn Hahn tiene la oportunidad de demostrar que, si se ajustase a los estándares de belleza de Hollywood, probablemente sería una de las grandes estrellas de la meca del cine en lugar de una secundaria de lujo. Un dream team ocasional que se entrega, con aires naïves, al entretenimiento nostálgico que orquesta eficazmente Bogdanovich.
Reivindicación de la tristeza El director de Monsters Inc. y Up, una aventura de altura regresa con una película poco menos que subversiva para los cánones y estándares actuales del cine de Hollywood. Si bien se promociona como un entretenimiento familiar (y en buena medida lo es), Intensa-mente está dirigida sobre todo al público adulto con su exploración melancólica del valor de la tristeza en el universo de la infancia. Un film conceptual, metalingüístico y abstracto sobre la vida emocional de una niña de 11 años que recupera para Pixar las cimas artísticas alcanzadas con WALL-E o la saga de Toy Story. Durante poco más de 90 minutos, lo más granado de la sesuda crítica mundial reunida en el último Festival de Cannes rió y lloró, a moco tendido, con las imágenes de la magnífica Intensa-mente, de Pete Docter (Monsters Inc., Up, una aventura de altura), con la que Pixar vuelve a encaramarse a las cotas de audacia y sofisticación conquistadas con WALL-E o la saga de Toy Story. No parece casual que Intensa-mente haya tenido tan buena acogida entre el público cannoise: su compleja propuesta narrativa está resuelta con una inteligencia y sensibilidad desarmantes. Puede que la película se promocione como un entretenimiento familiar, pero no cabe duda de que es el público adulto quién mejor procesará el discurso de una film que reivindica, en clave amable aunque decididamente melancólica, el valor de la tristeza en el universo de la infancia. Un concepto casi subversivo, o contracultural, en unos tiempos en los que la sobreprotección de la infancia y el diagnóstico de trastornos psicológicos entre niños está a la orden del día. Intensa-mente es una película marcadamente metalingüística, y no sólo porque una de sus mejores escenas transcurra en la zona del “pensamiento abstracto” del cerebro de una niña de 11 años; una secuencia digna del mejor Chuck Jones que va de la deconstrucción a lo figurativo, pasando por el 2D. La nueva maravilla de Pixar disecciona –en su reclamo del derecho de los niños a vivir la tristeza– una de las claves del gran proyecto histórico de la factoría Disney. En cierto sentido, podríamos decir que Intensa-mente ayuda a explicar la muerte de la madre de Bambi o del padre de Simba. Y lo consigue de la mano de un film esencialmente conceptual cuya acción transcurre, en su mayor parte, dentro del cerebro de una niña llamada Riley, donde cinco encarnaciones de diferentes emociones –Alegría, Furia (un comediante de altos vuelos), Temor, Desagrado y Tristeza– conducen el día a día de la pequeña. La entusiasta Alegría (a quien pone voz Amy Poehler en la versión original subtitulada) es quien lleva la voz cantante en el cerebro de Riley. Ella es quién controla a placer el sistema de bolas-recuerdo que hace funcionar la vida emocional de la niña. Un sistema de rieles, engranajes y tubos que, por cierto, hace pensar intensamente en la imaginería retro del cine futurista de Steven Spielberg (imposible no pensar en el sistema de bolas-predicción de la fantástica Minority Report: Sentencia previa). En definitiva, Intensa-mente funciona como la versión moderna y ultra-colorista de Érase una vez el cuerpo humano. No es la primera vez que el cine intenta organizar narrativamente el funcionamiento (sobre todo psicológico) de nuestro cerebro. Lo vimos en el último episodio de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo…, de Woody Allen; en el tándem que forman Paprika, de Satoshi Kon, y El origen, de Christopher Nolan; o (regresando a la TV) en las hilarantes charlas de Homero Simpson con su propio cerebro. En la mente de Riley predomina un sentido de la inocencia que los animadores de Pixar traducen en un caos festivo y un conjunto de “mundos” que recuerdan a los de Hora de aventuras. Los espacios de la “familia”, la “amistad” o el “juego” comparten universo con los territorios de la “imaginación”, el “subconsciente” o los “sueños” –versión surrealista de un estudio de Hollywood–. Una barroca proeza audiovisual que Pete Docter y su equipo someten a un vendaval narrativo provocado por la mudanza de la familia de Riley de la fría Minnesota a la soleada San Francisco. Un traslado que provocará una cierta aflicción en la pequeña protagonista. Como no podía ser de otra manera, Intensa-mente regala al público infantil una prodigiosa odisea física llena de aventuras, peligros y secundarios de lujo –a destacar un amigo imaginario con trompa de elefante, cola de gato y ademanes de delfín–, pero lo grandeza del film se dirime en el terreno más abstracto y psicológico. El tema de la pérdida de la inocencia está tratado desde una perspectiva plenamente adulta: lo que busca la película es confrontar al espectador con la nostalgia por la pérdida de esa Arcadia de felicidad que es la primera infancia. Y vaya si lo consigue: las lágrimas vertidas por este crítico en varios momentos del film dan cuenta de ello. Puede que, en ciertos pasajes, Intensa-mente eche mano de algún innecesario recurso fácil, como el abuso de flashbacks en momentos emotivos, cuando el juego de las bolas-recuerdo ya evoca con suficiente claridad el ámbito de la memoria. Pero se trata de un detalle menor. De todas las películas vistas en Cannes, Intensa-mente es la que más ganas tengo de volver a ver...
Todo por un sueño El más reciente (y muy probablemente el último) largometraje del maestro japonés de gemas como Princesa Mononoke, El viaje de Chihiro, El increíble castillo vagabundo y Ponyo y el secreto de la sirenita llega a los cines con bastante demora (de hecho, desde hace unos días se está dando en el paquete de HBO), pero vale la pena ver en pantalla grande este drama épico y romántico que reconstruye la historia real de Jiro Horikoshi, el joven inventor que diseñó varios de los aviones utilizados en la Segunda Guerra Mundial. La triste noticia de que Se levanta el viento sería la última película de Hayao Miyazaki dota al film de una dimensión doblemente crepuscular, dado que el japonés es uno de los últimos grandes genios de la animación tradicional (la del lápiz y el pincel). Y, de nuevo, renegando del uso de tecnología digital, el director de El viaje de Chihiro emprende un ejercicio de memoria protagonizado por dos figuras reales: la del protagonista de la película, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi –diseñador del avión de combate con el que Japón bombardeó Peral Harbor–, y la del escritor Hori Tatsuo, autor de la novela que da título al film (sacado de un poema de Paul Valéry). La conquista del cielo ha sido siempre una de las obsesiones de Miyazaki, hecho que ha llenado su cine de sofisticados aparatos voladores y de mágicas criaturas aladas. Sin embargo, en Se levanta el viento, esta fascinación se viste de realismo: estamos ante la película menos fantástica y menos infantil de la trayectoria del dibujante japonés. Una apuesta naturalista que Miyazaki aliña con unos toques de onirismo que le sirven para retratar el idealismo del ingeniero Hirokoshi, un personaje que podría verse como el alter ego del director: un artesano entregado en cuerpo y alma a su arte. Una visión romántica del personaje que despertó suspicacias entre algunos espectadores que acusaron al film de una cierta ceguera ante las implicaciones inmorales del proyecto belicista que hizo célebre el trabajo de Hirokoshi. Sin embargo, dicha acusación pierde fuerza ante el elocuente trasfondo antibelicista del conjunto de la obra de Miyazaki, muy presente también en Kaze Tachinu, en la que el uso militar de los aviones diseñador por Hirokoshi deja una tormentosa huella en la conciencia del personaje. Más allá de la polémica, toca reivindicar el innegable valor artístico de Se levanta el viento, una película que despliega tres hilos narrativos que se van entrecruzando a lo largo de los 126 minutos de metraje. En primer lugar, Miyazaki exhibe su cara más imaginativa cundo se adentra en el mundo onírico de Hirokoshi, que nunca deja atrás sus sueños de infancia, en los que conquista las alturas de la mano del ingeniero italiano Giovanni Caproni. Después, en un registro más convencional, el film se acerca a la biografía de Hirokoshi para escrutar su trayectoria profesional, ofreciendo por el camino un retrato nada complaciente de la Gran Depresión japonesa. Y por último, imbuido de un espíritu poético, Miyazaki conquista las más altas cotas del romanticismo trágico cuando se detiene a describir el matrimonio de Hirokoshi con una joven enferma de tuberculosis –la misma dolencia que afectaba a la madre de las niñas de Mi vecino Totoro–. Esta delicada y sublime subtrama convierte la media hora final de la película en un emotivo santuario a la memoria del gran cineasta japonés Mikio Naruse y del propio Miyazaki. En definitiva, un magistral punto final a la insobornable filmografía de un cineasta inolvidable.
Adiós a las utopías Leí Inherent Vice (Vicio propio en la Argentina) en 2011, empujado por los rumores acerca de una posible transposición de la novela de Thomas Pynchon por parte de Paul Thomas Anderson. Por entonces, me encontraba realizando una investigación sobre el cine de Richard Linklater para un libro que no llegué a escribir. Durante meses, todo lo que leí o visioné, tuviese o no relación directa con la obra de Linklater, terminaba dirigiéndome hacia alguna película del realizador texano. Fue así como la lectura del siguiente pasaje de la novela de Pynchon me condujo directamente al universo de A Scanner Darkly (Una mirada a la oscuridad), la magnífica adaptación que realizó Linklater, en animación rotoscopiada, de la novela homónima de Philip K. Dick: “Si cuanto había existido en esta prerrevolución soñada estaba condenado, de hecho, a terminar, y si el pérfido mundo movido por el dinero acabaría reafirmando su control sobre todas esas vidas, que se creía con derecho a tocar, sobar e importunar, serían agentes como éstos, sumisos y silenciosos, los encargados del trabajo sucio, quienes se ocuparían de que así ocurriese”. Más allá del cúmulo de excéntricos personajes, giros imprevisibles y referencias a la cultura pop, Inherent Vice, de Pynchon, meditaba sobre la infiltración de los tentáculos del poder en el seno de la contracultura norteamericana de los años ‘60 –la novela transcurría entre finales de los '60 y principios de los '70–. Una reflexión vestida de testimonio confuso y alucinado, humorístico y fatalista, del ocaso de los sueños de libertad del hippismo. Inherent Vice, de P.T. Anderson, recupera ese tema central de la novela de Pynchon y lo sitúa en el trasfondo de una hilarante historia detectivesca en la que confluyen amoríos fatales, misterios que conducen a nuevos misterios, y una retahíla de figuras que componen un tupido mapa socio-cultural de una época y un lugar: policías adeptos a quebrantar los derechos civiles, hippies contratados por el Servicio Secreto para infiltrarse en movimientos contraculturales, juventudes nixonianas, hermandades arias, el recuerdo de los asesinatos de Charles Manson… Todo bien empaquetado en un relato más bien críptico que parece al mismo tiempo un viaje en montaña rusa y una travesía por el desierto. Cada giro de la trama resulta imprevisible –lo que, en cierto modo, acelera la acción–, pero cada episodio se despliega morosamente, con la cámara de Anderson –controlada por Robert Elswit, director de fotografía de Magnolia y Petróleo sangriento– formulando largos planos de acercamiento a personajes que mantienen conversaciones que parecen no ir a ningún lado. De hecho, si algo me ha sorprendido de las numerosas críticas que se han escrito sobre Inherent Vice, es la ausencia de toda referencia a La Maman et la Putain, la gran película de Jean Eustache sobre la resaca del Mayo del 68 francés. Si The Master, la anterior película de Anderson, arrancaba con la imagen de unas aguas arremolinadas en la estela de un buque –casi el diagrama perfecto para una película empeñada en surcar las espirales mentales de su protagonista–, Inherent Vice comienza con una imagen del mar tomada desde la costa, con el oleaje golpeando cadenciosa e implacablemente la playa. Y así es como funciona esta fiel y fascinante adaptación de la novela de Pynchon: como un oleaje que va borrando, a cada golpe de mar, a cada giro argumental, los surcos del relato. En este sentido, Inherent Vice puede considerarse un film casi radical, una deliciosa anomalía en el seno del cine industrial norteamericano (vale la pena recordar que la película está producida por Warner Bros.). Recuerdo muy pocas películas estadounidenses recientes que hayan apostado de una forma tan deliberada por romper una y otra vez todo atisbo de lógica causal (la tetralogía de la muerte de Gus Van Sant podría ser el precedente más cercano). Numerosos críticos han relacionado Inherent Vice con The Long Goodbye (Un adiós peligroso), de Robert Altman o El gran Lebowski, de los hermanos Coen; sin embargo, el film de Anderson es mucho más arriesgado en su proceder caótico y susurrante. Llegado un momento –por ejemplo, aquel en el que se nos muestra a "Bigfoot" Bjornsen (Josh Brolin) pateando una y otra vez, a cámara lenta, a "Doc" Sportello (Joaquin Phoenix)– el espectador debe asumir que “la historia” de Inherent Vice es lo de menos. La trama detectivesca funciona como una especie de gran Macguffin que Anderson utiliza para observar un universo bello y decadente en el que una serie de criaturas risibles y entrañables intentan prolongar un imposible sueño de lisergia hedonista. Y, claro, la criatura más fascinante del rebaño es el “Doc” Sportello interpretado por Phoenix: una versión algo infantilizada, alelada y condenadamente romántica del Philip Marlowe chandleriano. De entre las muchas píldoras de genio extravagante que pone en juego Phoenix, me quedo con la sutil dosis de ridícula vanidad con la que Sportello agita la cabeza para poner en su lugar su descuidada melena; un gesto que, por otra parte, me hace pensar en lo fantástico que habría estado Robert Downey Jr. –la primera elección de Anderson– en la piel de Sportello. Pero si hay una figura que caracteriza el halo melancólico y la audacia de Inherent Vice esa es la narradora del film, encarnada por la cantautora e intérprete de arpa Joanna Newsom, miembro de la escena del folk psicodélico contemporáneo. La primera singularidad de esta narradora –con la que Anderson feminiza la voz literaria de Pynchon– es que aparece y desaparece del relato de formas imprevistas. Además de escuchar su melosa voz (en off), la vemos surgir en pantalla como una médium tocada por visiones astrológicas. En una escena particularmente intrigante, Newsom se materializa en el coche de Sportello y diserta sobre el crepúsculo de la vieja California a manos de la avaricia inmobiliaria, para luego desaparecer súbitamente en lo que parece un simple contraplano. Newson bascula entre los roles de “narradora omnisciente” y “narradora observadora”, de forma parecida a como lo hacía Ricky Jay en Magnolia, aunque el golpe maestro está en los tiempos verbales que emplea Newson en su narración: un pretérito a veces perfecto y a veces imperfecto que derrama sobre el relato un torrente de melancolía. Una estrategia que remite lejana pero locuazmente al atrevido trabajo con la voz en off que llevó a cabo Hou Hsiao-hsien en la magistral Millennium Mambo. Es a través de las palabras de Newson –así como de la gestualidad crecientemente errática de un sensacional Josh Brolin en la piel del policía “Bigfoot” Bjornsen– que Anderson se permite las mayores licencias respecto al texto de Pynchon. Como cuando, en una de las cimas poéticas del film, la voz en off de Newson nos invita a confiar que “este barco bendito llegue a mejor puerto y sea redimido allí donde el destino de América fracasó y transpiró”.
De dioses y hombres Leyenda viva del cine italiano, infatigable cronista de las contradicciones y miserias de su país, Marco Bellocchio aborda en la sagaz Bella Addormentata el caso real de Eluana Englaro, fallecida en 2009 después de pasar 17 años en estado vegetativo. Una muerte que conmocionó a la sociedad italiana y que abrió el debate en torno a la eutanasia en su teatral escenario político. Esquivando los dogmatismos, el director de Buongiorno, notte se aproxima a esta delicada cuestión con una inteligencia y emotividad admirables. En lugar de plantear un film tradicional sobre “hechos reales”, Bellocchio adopta una estrategia al mismo tiempo tangencial y directa: la historia de Englaro queda enmascarada por una serie de personajes ficcionales cuyas vivencias componen una caleidoscópica meditación sobre el valor de la vida. Acostumbrados como estamos a un cine social que suele imponer sus postulados con un ímpetu dictatorial, una película como Bella Adormentata, que nos invita a reflexionar con libertad sin esconder por ello sus propias convicciones, puede parecer una rara avis. Hombre de izquierda y ateo convencido, Bellocchio demuestra un interés particular por personajes alejados de su prisma ideológico: Isabelle Huppert interpreta a una madre devota que sacrifica su destino para cuidar a su hija comatosa, mientras Alba Rohrwacher encarna a una activista “pro vida” que toma consciencia del valor de la libertad de elección a partir del descubrimiento del amor. Además, en el complejo paisaje humano que nos presenta Bellocchio no faltan los jóvenes trastornados, los políticos que se medican para soportar la depresión, y los hombres dispuestos a luchar por la vida de una “bella despierta” interpretada por la siempre deslumbrante Maya Sansa. Puede que Bella Addormentata no alcance las cimas líricas que Bellocchio conquistó en películas como La hora de religión o Vincere (su película sobre los Mussolini). Tampoco encontramos aquí un exorcismo histórico tan poderoso como el de Buongiorno, notte (sobre el secuestro de Aldo Moro). En la presentación del film en el Festival de Venecia de 2012, algunos críticos denunciaron la tibieza y ambivalencia de la propuesta. A mí parecer, en su tránsito de una furiosa indignación hacia una serena lucidez, Bellocchio evoluciona sin traicionarse a sí mismo, como suelen hacer los grandes cineastas.
El pasado que vuelve “Somos historia antigua que hoy se explica a los niños en la escuela”. Esto es lo que le dice Jim Grant, el personaje que interpreta Robert Redford en Causas y consecuencias, a un antiguo compañero de militancia política encarnado por Richard Jenkins. En realidad, la historia no es tan remota: los protagonistas del último film dirigido por Redford son antiguos miembros de Weather Underground, un grupo de extrema izquierda que, en los años ‘70, emprendió el camino de la violencia en su lucha contra el imperialismo yanqui. Frente a estas ‘viejas glorias’ del progresismo norteamericano –herederos de los movimientos en favor de los derechos civiles–, encontramos la figura de Ben Shepard (el siempre sobreactuado Shia LaBeouf), un joven periodista que destapa el gran secreto de Grant –lleva más de 30 años viviendo bajo una identidad falsa– y que remite de forma directa a la figura de Bob Woodward, el célebre periodista al que dio vida Redford en Todos los hombres del presidente. El mapa de Causas y consecuencias se completa con dos figuras femeninas que encarnan la cara más audaz del film. Dos mujeres, interpretadas con serena maestría por Julie Christie y Susan Sarandon, que se niegan a renunciar a los valores y a la lucha que marcó su juventud. En una época en la que el cine norteamericano parece alérgico al debate político –tomando por incorrecto cualquier planteamiento ajeno a la lógica del sistema– resulta reconfortante encontrar un retrato honesto y desprejuiciado de personas (mujeres) comprometidas con el radicalismo de izquierda. Pese a todo, Causas y consecuencias no se atreve a hincar el diente en la heridas ideológicas y las consecuencias políticas que dejó a su paso el fracaso de las utopías políticas de los años ’60 y ‘70 –una cuestión tratada con mayor lucidez en una película como Los condenados, de Isaki Lacuesta–. A la postre, lo que le interesa a Redford es, sobre todo, explorar los dramas privados de los protagonistas y, al mismo tiempo, dignificar a toda una generación invocando una cierta nostalgia no carente de ingenuidad. Persiguiendo este objetivo, el director/protagonista nos presenta a un personaje/guía (Grant) con el que resulta muy fácil identificarse: su nobleza resulta incuestionable. Un pilar demasiado luminoso para un thriller político supuestamente sombrío.
Asesinas por naturaleza Harmony Korine, veterano enfant terrible del cine independiente norteamericano, trae la fiesta con Spring Breakers, la sorpresa más bienvenida de la Mostra de Venecia. Después de una trayectoria marcada por los retratos impresionistas (y esteticistas, y algo feístas) de la América white trash, el director de Gummo se reinventa de la mano de cuatro alocadas adolescentes -interpretadas por iconos del universo teen y la factoría Disney como Vanessa Hudgens y Selena Gomez (además de Rachel Korine, la mujer de Harmony)- que encuentran su edén particular en Florida durante el spring break, una “semana de vacaciones” primaverales en la que los jóvenes yanquis aprovechan para desbarrancar de lo lindo: Spring Breakers es un desfile de alcohol, baile, drogas, chicos musculosos, muchachas en bikini (y sin él), paseos en moto… y armas. En una de las muchas secuencias memorables de Spring Breakers, tres jovencitas en malla, con pasamontañas rosas y fusiles en mano (a lo Pussy Riot), escoltan a un gangsta James Franco mientras este entona al piano el tema Everytime, de Britney Spears. Glorioso y estúpido punto de la mejor película de Korine hasta la fecha. Un delirio sensorial que exprime la estética pop y, siguiendo la estela de Terrence Malick, celebra una cierta poética del gesto y las voces espirituales: “una narrativa líquida”, según defendió Korine en la rueda de prensa de Venecia. Spring Breakers podría considerarse la Asesinos por naturaleza de la cultura adolescente del siglo XXI -aquella que tiene a la apuntada Britney Spears como su diosa terrenal-, aunque Korine no apela a la distancia irónica: el director de Trash Humpers se alinea espiritualmente con sus adolescentes bellos, incendiarios, libres y muy peligrosos. Así, revistiendo la fábula amoral del film con una pátina de cine etnográfico, Korine sublima el neo-noir de Michael Mann, Quentin Tarantino o Tony Scott, bañándolo de luces de neón y acompañándolo con los hipnóticos temas de Cliff Martinez (Drive) y Skrillex.
Las grandes ambiciones de un maestro del cine Un gran autor norteamericano dispuesto a doblar la apuesta con su genio incorruptible. Una película alejada de todo cálculo o contención. Paul Thomas Anderson y la notable The Master. Todo empieza con una pantalla en negro y con el ruido de las olas del mar. En realidad, el ruido de los remolinos formados en la estela de un buque de guerra. Espirales que, como el moño de Vértigo, advierten al espectador de que está a punto de embarcarse en una aventura sinuosa e imprevisible; incluso onírica. Y es que, a pesar de su espíritu analítico, The Master, la nueva película de Anderson, se recuerda como un sueño febril, una pesadilla habitada por bestias salvajes. A un lado del ring, Joaquin Phoenix como el taciturno, encorvado y alcoholizado Freddie Quell, un hombre incapaz de reacoplarse al orden social tras su participación en la Segunda Guerra Mundial; aunque resulta difícil imaginar que Freddie pudiera ser un chico “normal” antes de su paso por la Marina: el tipo es un animal, una bestia tosca y primitiva que se mueve por instintos básicos. Y, en el otro lado del cuadrilátero, Philip Seymour Hoffman como Lancaster Dodd, el Maestro del título (inspirado en la figura de L. Ron Hubbard, el creador de la Iglesia de la Cienciología): un hombre que, como el Tom Cruise de Magnolia, aspira a (re)inventarse a sí mismo y rodearse de seguidores rendidos a su expansivo poder de seducción. En gran medida, The Master es una película sobre la atracción que se establece entre estos dos hombres; casi una adicción mutua. Ambos aspiran a entenderse a sí mismos a través del otro. El Maestro ve en Freddie la prueba definitiva para su poder de sugestión, mientras Freddie encuentra en el Maestro y su corte a una de esas familias adoptivas que abundan en el cine de Anderson. No es sólo una cuestión de amistad o de camaradería masculina (expresada en miradas cómplices y abrazos efusivos, un poco a la manera de Maridos, de John Cassavetes): también hay sometimiento y dominación, la fuerza del macho alfa que aspira a imponer su fortaleza tosca y maléfica. “Do you find interest in people?”, le pregunta el Maestro a Freddie en uno de su agresivos interrogatorios (parte del proceso de asimilación a The Cause, el culto “cienciológico”), Y Freddie contesta: “Not really”. El diálogo, casi palabra por palabra, estaba en Petróleo sangriento, la película de Anderson que más se parece a The Master: ambas se encierran a cal y canto en el rincón más oscuro del alma humana, refractarias a toda forma de nobleza o ternura. De hecho, entre las muchas razones que hacen de estas películas objetos anómalos en el contexto del cine norteamericano actual, destaca su negativa a ofrecer al espectador ningún tipo de asidero emocional. Son films en los que resulta casi imposible empatizar con ningún personaje (quizás por eso, aquellos que crecimos identificándonos y queriendo a las criaturas de Magnolia o Embriagado de amor somos incapaces de experimentar estos films como experiencias completamente satisfactorias). Y, sin embargo, a pesar de los muchos parecidos entre las dos últimas películas de Anderson (el pirotécnico histrionismo de Phoenix remite casi directamente al de Daniel Day-Lewis), The Master parece algo completamente nuevo en la trayectoria del director de Boogie Nights: Noches de placer. Y esa diferencia viene marcada, sobre todo, por la languidez interior del personaje de Freddie Quell. Todas las películas de Anderson hasta la fecha poseían una suerte de enérgica determinación que supuraba del interior de sus personajes: incluso el apocado Barry Egan encontraba una dirección, un impulso vital, en su amor por Lena. En The Master, Freddie es un personaje abatido, insalvable, consumido por los traumas, el dolor y la estupidez. Su relación con el Maestro trae algo de luz a su vida, pero su sino es el vagabundeo existencial. Y, detrás de él, va la película, que parece ir a la deriva (un poco a la manera de Michelangelo Antonioni), merodeando por la realidad de Freddie a golpe de elipsis y algún que otro flashback esporádico. A ratos, la película adquiere fuerza, electricidad, como en su mejor pasaje: aquel en el que Freddie acepta ser adoctrinado (de forma más bien brutal) en los mandamientos de La Causa y debe luchar contra su falta de fe. Sin embargo, esta secuencia monumental no forma parte de ningún crescendo prolongado: The Master posee una estructura difusa, voluble, con subidas y bajadas, pero sin un arco dramático definido. Se impone la fragmentación, la espiral narrativa: The Master existe para ser habitada, y luego abandonada con un regusto amargo en la garganta. En una de las primeras grandes escenas de The Master, escuchamos en la banda sonora un discurso en el que Douglas MacArthur anuncia el inminente fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras Freddie, vestido con el uniforme de la Marina, se las apaña para abrir una enorme bomba y extraer de ella una sustancia alcohólica que primero beberá directamente del explosivo y luego (intuimos que) utilizará para afinar sus dotes de destilador. The Master transcurre durante la posguerra, un período de esperanzas, luto y desconcierto en el que surgieron nuevos cultos que, entre otras cosas, aspiraban a llamar la atención de los traumatizados soldados llegados del frente. En este sentido, Paul Thomas Anderson desempolva a conciencia algunos escenarios del pasado americano. En su primer trabajo después de la guerra, Freddie se dedica a retratar a familias en unos grandes almacenes: las instantáneas, tratadas como deslumbrantes tableuax vivants, evocan una versión idealizada del sueño americano que remite al universo de Norman Rockwell. Más adelante, apoltronado en un bellísimo cine que parece sacado de un cuadro de Edward Hopper, Freddie medita sobre un amor perdido: la única luz en su patética existencia. Además, Anderson explicó que utilizó el documental Let There Be Light (1946), de John Huston (se puede ver aquí), como referencia para las escenas del tratamiento que recibe Freddie contra el estrés postraumático en un hospital militar. En resumen, uno tiene la impresión de que Anderson aspira a dejar una huella indeleble en el gran relato fílmico de la Historia Americana. El director puede tener muchas virtudes, pero la humildad y la discreción no están entre ellas. Su ambición parece ser la de colocar a Freddie y al Maestro al lado de, por ejemplo, el Fred Derry (Dana Andrews) de Los mejores años de nuestra vida (1946). Cuando recordamos a Derry, le vemos deambulando por aquel cementerio de aviones de guerra, perdido entre despojos de la guerra, a punto de emprender su camino a la redención. Sin embargo, cuando de aquí a unos años recordemos a Freddie, lo que nos vendrá a la cabeza será seguramente su rostro desencajado, en primer plano, siempre al borde de la carcajada demente, con el mentón apuntando al frente y un gesto de sospecha y amenaza: una imagen recurrente de la película que, en algunos momentos, me transportó enigmáticamente a la fuerza arrolladora e inquietante del expresionismo alemán. Queda claro que Anderson piensa a lo grande, pero con un nivel de libertad y riesgo asombrosos. Más allá del revuelo mediático que puedan despertar las buenas críticas y su relación con la Cienciología, parece difícil que una película tan compleja como The Master pueda cautivar al gran público. Rodada en el casi obsoleto formato de 70mm -el último film hecho por completo con este tipo de película fue Hamlet (1996), de Keneth Branagh-, The Master conjuga una suerte de épica intimista a la que le gusta concentrarse en primeros planos, aunque también es capaz de recrearse en paisajes exteriores. Una buena muestra de ello la encontramos en la enigmática y aislada secuencia en la que Freddie y el Maestro se adentran en un desierto rocoso para recuperar los “textos no publicados” del líder de The Cause. Pioneros en un mundo que reniega de ellos, los protagonistas de The Master nos llevan a lugares que probablemente no querríamos visitar. Paul Thomas Anderson, ese director que obsesiona a tantos cinéfilos de mi generación, sigue evolucionando como cineasta sin miedo a dejarnos atrás. Por ello, debemos estarle doblemente agradecidos.
Siempre en clave humanista, Aki Kaurismäki (desde una perspectiva política) se aproximan a los conflictos más urgentes, pero también universales de Europa. El maestro finlandés deslumbró con la maravillosa El puerto, donde dirige su incorruptible mirada al corazón de la inmigración ilegal africana. Lejos de todo tremendismo y apelando a su característico humor distanciado, Kaurismäki aboga por otra realidad posible: un mundo habitado por gente humilde, trabajadora, honesta, valiente y enamorada. Un mundo en el que la solidaridad resplandece como un valor incuestionable y en el que el heroísmo, en clave anti-épica, encuentra su recompensa en la justicia poética.
Ver más Claire 35 rhums puede describirse como una bellísima y respetuosa relectura de Banshun, de Yasujiro Ozu. Un film cálido y luminoso, sólo soterradamente trémulo. Según el catálogo del Festival de Venecia 2008, la película cuenta la historia de “Lionel (enorme Alex Descas), un viudo que ha criado a su hija Josephine solo. Ahora su vida en común empieza a parecerse a la de una pareja. Se cuidan mutuamente como si el tiempo fuera inacabable”. Sin embargo, la sinopsis del catálogo descuida las caricias entre Lionel y Josephine, sus miradas cómplices, sus constantes gestos de atención, encarnación de un afecto profundo y de temores compartidos, moldeados por las hipnóticas melodías de la banda sonora compuesta por Stuart Staples (como ya hiciera en Trouble Every Day y L’intrus), esta vez junto a sus Tindersticks. Tampoco hay mención en el catálogo a los trenes, auténtica imagen-fetiche de 35 rhums, otro recurso poético que, como ya hiciera Hou Hsiao-hsien en Café Lumière, nos devuelve súbitamente al imaginario de Ozu. Materialización del transcurso del tiempo, evocación de la fuerza primigenia de la imagen fílmica: el movimiento. Como es norma habitual en el cine de la Denis, la imagen se embriaga de cuerpos y rostros entre los cuales circulan afectos y rencores, mientras las brechas elípticas de la narración abren el filme a la experiencia interactiva total. Cada escena de la película se revela como un caldo de cultivo de emociones cargadas de sentido, desatadas en ambientes interiores y urbanos que rememoran los de películas como Nenette et Boni o Vendredi soir. También brillan con luz propia los objetos, como por ejemplo una máquina para hacer arroz al vapor que se torna metáfora del cariño, o los 35 vasos de ron que sirven para festejar aquello que pasa una sola vez en la vida. Tampoco pueden olvidarse las referencias de la película al contexto social, los únicos momentos en que el film so torna algo discursivo (para hablar de la deuda externa internacional, el cierre de las facultades de antropología –un fenómeno en alza en Europa– o el drama del desempleo). Acompañando a la Denis encontramos a sus aliados habituales: la directora de fotografía Agnès Godard y el guionista Jean-Pol Fargeau, además del actor Grégoire Colin (cuya imperfecta interpretación de Noe, amigo de Lionel y Josephine, es un auténtico deleite de estudiada sobreactuación). Texto 2 35 rhums es una película de las que ya no existen porque casi nadie sabe hacerlas. Es de esa clase única de trabajos que suelen generar dudas en muchos espectadores y críticos porque parece demasiado simple. Y ya sabemos que lo que parece demasiado simple suele confudirse con lo vulgar y lo pedestre. Anecdóticamente, muestra a un puñado de personajes que vive en el mismo edificio, en el banlieue parisino. Hay un padre llamado Lionel y su hija veinteañera llamada Josephine, negros. El hace años que se gana la vida manejando un subte y ella estudia Antropología y trabaja en una disquería. Está también Gabrielle, una vecina solitaria, que conduce un taxi y pasa la mayor parte del tiempo mirando por la ventana la vida de los otros, o fumando en el corredor. Otro vecino. Noé, parece quererse mucho y silenciosamente con Josephine, pero pasa poco tiempo en la casa. Y hay también un compañero de trabajo de Lionel, que acaba de jubilarse. Pero en realidad esa es solo la piel de las cosas y las vidas de personajes despojados del menor miserabilismo y que jamás rozan el heroísmo altruísta bienpensante, cuyas historias se deslizan sin el menor énfasis, por esas vías de tren que se unen y entrecruzan, gracias a ese dominio extraordinario de Denis para dejar asomar el segundo plano en un primer plano, a partir de detalles, gestos, breves miradas y escasas palabras, que son los instrumentos que revelan a los cineastas trascendentes. El poder no está en que Denis vuelve simple lo complejo porque no hay aquí un intento de traducción del mundo, sino en que hace simple lo simple y en que los personajes no representan a ninguna clase, o ghetto, o grupo, y a pesar de eso logra construir una idea de comunidad y pertenencia hecha de mezclas, afectos, entendimientos y diferencias que los hermana y que integra al espectador a ese mundo, incluyéndolo. Parece tan simple ver a Lionel que llega a su casa, se saca las botas y las pone en un estante, y que Josephine llega y hace lo mismo. O ver que el padre y la hija compraron la misma olla para hacer arroz pero ella no le dice nada y la guarda. Es como si la emoción tejiera un hilo invisible que nunca es expedido por las reacciones de los personajes, sino que ellos emanan sutilmente sobre las escenas, como un perfume apenas abierto cuya translúcida densidad ha impregnado los ambientes y la sala en la que el espectador está viendo la película, sin necesitar que un personaje salga de la pantalla y cruce al otro lado, como hacen otros autores con más prestigio e ingenio pero con menos corazón. Con una fluidez que el cine parece haber olvidado solo para que Claire Denis la recupere, 35 rhums es una película que nunca ambiciona la perfección, que pulveriza la noción de obra maestra. A cambio, prefiere dos o tres escenas en bares donde la cercanía con lo que vemos y oímos se vuelve tangible y sensorial. La distancia entre actores y personajes, o entre personajes y decorados va desapareciendo de un modo imperceptible y sostenido, borrando las huellas del guión para conseguir que percibamos esos momentos como si los hubiera extraído de los lugares, en vez inyectarlos en ellos. Alejado del formalismo frío (Bella tarea/Beau travail) o del decididamente alegórico (Trouble Every Day), el cine de Denis se volvió bello y verdadero. Difícil no ver la mayoría del resto del cine contemporáneo como falso, después de 35 rhums… Consigue lo más difícil que puede lograr un cineasta: que después de salir del cine miremos con sus propios ojos. Y que recordemos aquello de que una gran obra es la que nos reencuentra con la emoción de la especie.