Azul Lombardía allá por el 2013 presenta “DÓBERMAN” en el ciclo de “Óperas Primas” en el Centro Cultural Ricardo Rojas y se convierte en un éxito del “off” que luego recorrió, hasta 2018, otras prestigiosas salas del circuito independiente como el Teatro Anfitrión, Espacio Callejón o Timbre 4. Es así como después de su extenso recorrido teatral, tanto la directora y dramaturga como las actrices de la puesta original se unen para trasponerla al cine, sin negar en ningún momento este origen netamente teatral, haciendo algunas pequeñas modificaciones como para que pueda “airearse” un poco más en su versión cinematográfica. En las primeras escenas vemos como las dos protagonistas van desarrollando su cotidiano: mientras una recorre en bicicleta las calles del pueblo, la otra habla incansablemente por teléfono conectando una banalidad con otra, con una verborragia que el mismo Puig admiraría, con esas charlas de vecinas, de chisme en chisme que tanto le gustaba incluir en sus novelas. Estas primeras escenas nos pintan de cuerpo entero a Mercedes, una empleada pública, algo frustrada, que es una virtuosa en el arte de la charla, donde despliega todo su resentimiento, su envidia, su ironía y su humor cargado de veneno. Ella es una típica representante del “pueblo chico, infierno grande” donde cada dato anecdótico cuenta, para saberse de memoria y mejor que nadie, con lujo de detalles, los movimientos de todo el pueblo. En esta tarde con una cadencia aparentemente tranquila, la bicicleta de Mirna termina frenando en la casa de Mercedes, y una visita que tiene un tono casual y de charla de vecinas terminará alterando la “tranquilidad” de Mercedes. Nada puede hacer sospechar que esta visita de Mirna tiene un claro objetivo y que su llegada, desatará la tormenta que se avecina entre ellas. Azul Lombardía construye a sus personajes con una mirada minuciosa mirada, con un ojo entrenado en la observación del universo femenino y le da una entidad preponderante al poder de la palabra, para describir ese microcosmos, ese universo femenino que reverbera en cada una de las actrices. Mercedes y Mirna, a partir de esos diálogos que suenan triviales, cotidianos, que en un primer momento se van desgranando en un tono que pareciese de comedia costumbrista, van dando lugar a pequeños cambios de registro hasta que surge un chispazo entre ellas y nada podrá frenar la bola de nieve que han echado a correr. Tal como ese tuco que Mercedes viene preparando en una hornalla de la cocina a fuego lento, todo empieza a tener su punto de ebullición y desencadenará en una pequeña tragedia hogareña. El punto fuerte de “DOBERMAN” es, más allá de la dramaturgia teatral convertida en guion cinematográfico, la entrega y el conocimiento que tienen las actrices de sus personajes, de haberlos transitado en escena y de conocer a sus criaturas a fondo y encarnarlas con una soltura y una naturalidad admirables. Son dos grandes actrices, con una extensa trayectoria teatral, que han trabajado con los directores más prestigiosos de la actualidad y que suelen no temerle al riesgo que pueden presentar los textos más vanguardistas, alejados de las puestas más tradicionales. Maruja Bustamante es Mirna: con su manejo perfecto para los registros que se escapan de todo lo convencional, muchos la reconocerán por su personaje delirante en “Permitidos”, por su papel en “Mamá se fue de viaje”, por sus participaciones televisivas en “100 días para enamorarse” o “Tiempos Compulsivos” y aquí en “DOBERMAN” hace gala de su talento para componer personajes atípicos, fronterizos, que aparecen en su propia dramaturgia (“Adela está cazando patos” quizás sea su obra más emblemática) o en sus diversos trabajos en el teatro independiente como “No me pienso morir”, “Y ahora que estoy re sola” o “Todo tendría sentido si no existiera la muerte” de Mariano Tenconi Blanco. Mónica Raiola, una eterna referente del teatro de Rafael Spregelburd con el que ha compartido “Tres finales” “La paranoia” “Remanente de invierno” o “La terquedad”, entre tantos otros trabajos, compone a Mercedes con su típico nervio, su voz con esa carraspera que la hace única y que en este personaje moldea una arquetípica “mina de barrio”, chismosa, mediocre, burlona pero querible. Con su fraseo, con su manera particular de decir cada bocadillo del texto, Raiola se luce una vez más con estos personajes que parecen escritos exclusivamente para ella. La química que entablan ambas actrices es explosiva y hacen que la dirección de Lombardía fluya fácilmente y todo se sienta armónico: el trabajo preciso de ambas, hace que esta versión cinematográfica valga la pena para volver a ver brillar a dos talentosísimas actrices, siempre arrancándonos una sonrisa cuando juegan al borde del ataque de nervios.
Alejandro Fadel volvió a Cannes –después de “Los Salvajes”, su opera prima premiada en la Semana de la Crítica de 2013- con su segundo filme, “MUERE MONSTRUO MUERE” que fue presentado en la sección Un Certain Regard, casi convirtiéndose en un niño mimado por ese festival. En este caso, la nueva propuesta abre con un rebaño de ovejas en donde se puede ver a algunas de ellas ensangrentadas. La cámara se va acercando a una mujer que deambula en esa pradera junto con ellas y vemos que la cabeza se le va cayendo hacia atrás, tiene un tajo de punta a punta en el cuello por el que brota cada vez más sangre… la cabeza se le desprende poco a poco hasta que ella se la sostiene para no quedar completamente degollada. Así inicia “MUERE MONSTRUO MUERE” en donde esta primera mujer será el inicio de una serie de asesinatos sumamente sangrientos –todas mujeres y todas decapitadas- que azota un pueblo cercano a la cordillera mendocina, de donde justamente su director es oriundo, casi como un guiño en su regreso a casa. Cruz es el oficial de policía rural que quedará asignado a la investigación de esta serie de asesinatos. Él es a su vez el amante de Francisca, la esposa de David, principal acusado de los crímenes y con una delicada condición, conformando un triángulo amoroso sobre el que la película irá rotando a medida que avance la trama. Si bien en un primer momento la película coquetea con el gore, toneladas de sangre y mutilaciones al extremo, con un cierto homenaje al cine de clase “B”, Fadel apuesta a más y construye rápidamente una película alejada de cualquier etiqueta, con una búsqueda y un estilo propio donde rápidamente comienza a renegar del mismo género del que parecía abrevar. Tanto desde el guion como desde la dirección, ambas a cargo de Fadel, queda bien claro que su interés no es el de construir una película de terror o que tenga referencias del género. Ni siquiera es el de contar una fábula sirviéndose de elementos fantásticos u oníricos como pudiese remitir, en un principio, al cine de Guillermo del Toro en “El laberinto del Fauno”. El interés de Fadel va mucho más allá de una simple historia de terror-horror y la figura del monstruo parece, hasta filosóficamente, remitir a una multiplicidad de temas. ¿El monstruo tiene connotaciones con el deseo reprimido de los personajes, con la monstruosidad que, de una u otra manera, habita en cada uno de ellos? ¿Tiene que ver con la obsesión del poder, con la corrupción, con la falta de valores? ¿Será que lo monstruoso es el “pecado”, la infidelidad y la tensión sexual que se dispara en los personajes? Estas mujeres degolladas representan, de algún modo, la posibilidad de que Fadel plantee en pantalla un tema tan vigente como los femicidios y es por eso que este monstruo tendrá más que ver con un tema de violencia de género? El monstruo en este caso, es cada una de estas posibilidades y todas ellas a la vez, según el cristal con el que cada espectador quiere mirar la historia: una de las tantas formas de entrar en el mundo de la locura, del miedo, de lo oculto y de lo oscuro. En esta grandilocuencia y suntuosidad en el planteo, en su pretensión de abarcarlo todo, es donde “MUERE MONSTRUO MUERE” paulatinamente se va convirtiendo en un híbrido bastante decepcionante. Los que han ido buscando una película de género, convendrán en que sus diálogos pretendidamente elevados, aburren y es muy notable cómo evita toda ocasión de que se la rotule como tal –algo así como si hacer una película respetando los cánones del género, fuese un verdadero pecado-. Asi como conocimos a “Alien”, al hombre anfibio de “La forma del Agua”, extrañísimos seres en la reciente “Border” o la protagonista de la película rusa “Zoology” -brillante!-, finalmente en “MUERE MONSTRUO MUERE”, la presencia que en un momento se manejaba con un perfecto fuera de campo, dejará de serlo y lo podremos ver “cara a cara”. El verdadero monstruo de la película termina siendo la pretensión desmedida que se respira a lo largo del filme, hasta podría decirse que la habita una cierta altanería con la permanente necesidad del rótulo de cine de autor: coquetea y referencia al cine de David Lynch y es muy notorio como presume de obra de arte en forma permanente. Obviamente Fadel sabe crear climas, presentar situaciones y montar una puesta en escena atractiva desde lo visual –excelente trabajo de fotografía de Julián Apezteguia y Manuel Rebella-, intrigante, imponente y con un aire perverso. Pero el grave problema pareciera ser la obsesión notoria de crear un producto de élite. De este modo es que finalmente, “MUERE MONSTRUO MUERE” termina tornándose ininteligible de tan críptica y tan encerrada en sí misma. Los elementos del gore, lo fantástico, el suspenso y el thriller se mezclan con estos planteos metafísicos y rimbombantes, contraponiéndose con esa bestia que finalmente se muestra bastante obvia, con claras connotaciones sexuales / genitales, siendo demasiado burda para la elevada presunción y el tono que predominaba hasta ese momento en el filme. En definitiva, tan inquietante como desconcertante.
No es un dato menor, recorrer primeramente la filmografía de su director, Sebastián Schindel para poder situarnos en la propuesta de su último film “EL HIJO”. Schindel había filmado consagrados documentales como “Renum Novarum” “Mundo Alas” o “Que sea rock” cuando en el 2014 irrumpe con su primera película de ficción “El patrón: radiografía de un crimen” basada en una historia real donde el siniestro dueño de una cadena de carnicerías le obligaba a su peón a vender carne en mal estado al mismo tiempo que planteaba una relación completamente esclavizante y de dominación. Muchos de los elementos que aparecieron en ese gran thriller protagonizado por Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski y Mónica Lairana se repiten ahora en “EL HIJO”. La irrupción del mundo legal y los vericuetos judiciales por un lado y por el otro, la presencia de lo oculto, lo subterráneo y lo escabroso, son puntos de contacto que se vuelven a encontrar en el universo de Schindel, como así también la fuerte relación de sometimiento y esclavitud, que en este caso toma otras formas y se desarrolla con menor suerte que en la anterior. “EL HIJO” bien podría llamarse “El padre” dado que todo girará en torno al personaje de Lorenzo, un pintor bohemio y cincuentón que tras el fracaso en su primer matrimonio del que tiene dos hijas con las que ha perdido totalmente el contacto, intenta recomponer su vida con una nueva pareja, Sigrid, una bióloga noruega, quien le anuncia que está embarazada (una gélida Heidi Toini que en parte necesita de esa frialdad para su papel, pero que no logra transmitir toda la perversión y la oscuridad que su personaje necesita). A partir del momento en que anuncia que esperan un hijo, el tono naturalista con el que trabaja Schindel se irá diluyendo para adentrarnos en un universo más emparentado con la pesadilla, lo onírico y la locura. Sigrid cambia completamente su forma de ser frente a la maternidad y lo que en un primer momento es un distanciamiento bastante sutil, desencadenará en una expresa violencia y en una indudable animosidad en su contra cuando su hijo nazca y ella se apodere del bebé como si fuese de su exclusiva propiedad. “EL HIJO” funciona y es mucho más creíble cuando intenta mostrar por medio del misterio, el suspenso y casi bordeando al terror, los peligros de la alienación parental que es un flagelo oculto pero muy presente en la sociedad de hoy en día, tema del cual casi nadie quiere hablar porque pone, en cierto modo, en jaque algunos aspectos “sagrados” de la maternidad. Pocos hablan de la marcada apropiación, que en muchos casos sucede, de los hijos como botín de guerra y como propiedad de las madres. En ese juego del doble sentido que se plantea en la faceta más vinculada con lo legal, se puede encontrar una muy buena tensión narrativa, casi Hitchcockiana del hombre inculpado por su propio pasado y sus circunstancias. Todo va en contra de Lorenzo: su adicción al alcohol, su fracaso matrimonial anterior y sus negativos antecedentes y es el personaje ideal para que la justicia imponga un restricción perimetral y su nueva esposa pueda apoderarse de su hijo con mayor libertad. Allí irá a su rescate Martina Gusmán como su abogada (alejada del mundo de la pintura en donde fue alumna de Lorenzo y su ex pareja), quien además completa el rompecabezas planteado para el tema fraternal dado que con su actual marido (Luciano Cáceres) están en busca de ser padres, pero no pueden lograrlo. Por su parte, Sigrid ha dejado bien en claro desde su proyecto de alejarse de las clínicas y decidir tener a su hijo en su casa, que ella tomará el control total de la situación dejando a Lorenzo completamente ajeno al tema y cercenando desde el minuto cero su posibilidad de paternar. Por si nos queda alguna duda, contratará a una partera que la ayudará y secundará en todos sus planes, una villana perfecta en la piel de Regina Lamm, la actriz ideal para este tipo de papel, que da la máscara adecuada aunque lamentablemente el guion le da muy poca posibilidad de lucimiento con un personaje demasiado estereotipado y previsible. A medida que Schindel comienza a manejar elementos que hacen que sea imposible dejar de comparar a “EL HIJO” con “El bebé de Rosemary” de Polanski y de una forma mucho más indirecta con la “Wakolda” de Lucía Puenzo por las experiencias que la bióloga realiza en su laboratorio, la película empieza a perder un poco el rumbo y sobre todo, la credibilidad de las situaciones. La adaptación de la nouvelle de Guillermo Martinez (con un título mucho más obvio como “Una madre protectora”) pierde en su último tramo la fuerza que necesita para darle un cierre acorde a lo que se venía planteando, dado que el guion toma decisiones caprichosas y resuelve situaciones tan complicadas en torno a temas legales (no conviene puntualizar cuáles son para no delatar elementos de la trama) en cuestiones de segundos que hacen que el último acto se torne, en más de una situación, completamente increíble. Tal como planteaba el gran Alfred Hitchcock el suspenso se diferencia de la sorpresa porque el espectador sabe con anticipación cosas que los protagonistas desconocen. En “EL HIJO” contamos con información como espectadores que ciertos personajes (como el de Martin Gusmán) no tienen y es ahí donde la propuesta acierta y nos atrapa, aunque –tal como ya fue apuntado- sobre el final resuelve apresuradamente ciertas situaciones, dejando cabos sueltos y un par de escenas que no resisten el menor análisis. Shindel, de todos modos, logra estructurar un producto técnicamente sólido y le permite una vez más destacarse a Joaquín Furriel desplegando un nuevo personaje en pantalla junto a los secundarios de Martina Gusman y Luciano Cáceres que con una correcta dirección logran evitar todos los mohines a los que se han acostumbrado. Así y todo, “EL HIJO” deja una idea de film fallido, más atado a una receta de producción que a tomar decisiones creativas con un tema y un planteo, que le permitía mucho mayor riesgo.
Esta coproducción argentino-uruguaya, opera prima de Lucia Garibaldi, es un estreno que despierta un interés adicional por el éxito que ha cosechado en el circuito de festivales en donde se ha ido presentado previo a su estreno en nuestro país. “LOS TIBURONES” fue presentada en el Festival de Sundance, donde tuvo su première mundial y allí Garibaldi ganó el premio por su labor en Dirección en la sección World Cinema Competition, el Festival de Guadalajara, donde recibió el premio al mejor guion y a la mejor actuación (por el trabajo protagónico de Romina Betancur) y ha sido ganadora de la competencia internacional del Festival de Tolouse, Francia. Previo a su arribo a la cartelera porteña, ha formado parte de la Competencia Internacional del último BAFICI, en donde ha recibido el Premio Especial del Jurado. La figura central de la historia es Rosina, una adolescente de 14 años que vive en un pueblo costero uruguayo que, previo al inicio de la temporada veraniega, mientras nada en el mar, cree ver la aleta de un tiburón. Si bien todo el pueblo comienza a perturbarse por el rumor que se echa a correr con gran velocidad, “LOS TIBURONES” se despega rápidamente de cualquier punto de contacto con el clásico de Spielberg. Si bien existen en un segundo plano algunos movimientos de los pobladores aunando esfuerzos para que nada impida desarrollar la temporada en forma armoniosa, el foco de la narración está claramente puesto en Rosina, en su mundo interno, en la búsqueda de un lugar de pertenencia dentro de su propio entorno familiar y sobre todo, en el autodescubrimiento, en su despertar sexual y en la exploración del universo femenino. Garibaldi acompaña tanto desde el desarrollo de la historia en la escritura de su guion como desde el ojo inquieto de su cámara, cada uno de los pasos de Rosina. La vemos en su rol de hija (Valeria Lois y Fabián Arenillas tienen dos destacados papeles secundarios como sus padres), de hermana (tiene una fuerte pelea al inicio con su hermana mayor donde queda demostrado que es la menor, pero no la menos fuerte y temperamental), interactuando con la gente del pueblo y con sus amigos. Así es como nos vamos metiendo en su mundo interior y descubrimos la fuerte atracción que siente por Joselo, uno de los empleados de su padre –algo mayor que ella - que se dedica al mantenimiento de jardines, al que espía mientras trabaja y busca atraer de todas las maneras posibles. Así es como la presencia del tiburón va cobrando varios sentidos y, como espectador, ir encontrando varias lecturas. La presencia del peligro en el balneario y fuera de éste, es una de ellas. Pero la fuerte atracción física y esa “persecución” que Rosina emprende, merodeando alrededor de su presa (Joselo) dará un significado diferente, más ligado con lo animal, con lo instintivo, con una idea de depredador. Y cuando conectamos con la idea del depredador, también puede ser la forma brusca en la que Joselo se acerca sexualmente a ella, sin respetar espacios, de una forma distanciada pero violenta, sin dar espacio y sin entender lo que a ella le estaba sucediendo en ese momento. Es en esos momentos, donde la mirada de la cámara femenina de Garibaldi logra marcar una diferencia y narrar desde un lugar inusual, diferente, coqueteando con los elementos de una típica “coming of age” pero yendo mucho más allá, construyendo al personaje de Rosina desde el fondo y no desde una simple superficie. Construidos sólo mediante algunos detalles y prácticamente sin diálogos ni explicaciones innecesarias, narra perfectamente los encuentros -que terminan siendo desencuentros- y el abordaje completamente diferente del mundo sexual de cada uno de ellos, ante el desconcierto y el desconocimiento de Rosina, quien de todas formas sigue fuertemente inquieta por esa figura masculina que la atrae pero que al mismo tiempo parece no darle cabida, marcando siempre la diferencia entre su mundo de “niña” al de una mujer. En ese tránsito, en ese “limbo”, en esa despedida de la niña que fue pero al mismo tiempo construyendo su espacio de mujer que todavía no es, se marcan las diferencias en ciertas conversaciones que escucha en su grupo de amigas, en el rol que ocupa en su casa o en la permanente diferencia que se plantea con el mundo de su hermana mayor. Garibaldi va preparando con gestos, miradas, pequeñas señales, trabajando con suma sutileza, un tercer acto contundente para el cierre de “LOS TIBURONES”. Aquel en el que Rosina no se dará por vencida y seguirá a su presa hasta las últimas consecuencias. Mezcla de capricho, venganza, deseo e inevitable atracción, la construcción que hace la directora sobre su mundo es de una exquisita complejidad en donde aborda al personaje desde todas sus contradicciones pero dotándolo de una pureza y una pizca de ingenuidad que lo hace mucho más rico. “LOS TIBURONES” se nutre además de una belleza en su cuidada fotografía donde en esa inmensidad del mar, casi transparente, se van sumergiendo los deseos más oscuros de cada uno de sus personajes.
Hay ciertos thrillers que se basan en la idea de un solo personaje puesto en una situación de riesgo y de tensión, que se sostiene a lo largo de toda la duración del filme. Casos como “Enterrado” con Ryan Reynolds, “All is true” con Robert Redford, “127 horas” de Danny Boyle con James Franco o la inédita “Locke” con Tom Hardy, son algunos de los ejemplos de este subgénero del thriller en el que también podríamos enmarcar en cierto modo a “LA CULPA”, la película debut de Gustav Möller, que llegó a estar entre las candidatas pre-nominadas al Oscar 2019 a la Mejor Película Extranjera, como representante de Dinamarca. En este caso, la presencia casi excluyente en la pantalla es la de Asger Holm (encarnado por Jakob Cedergren) un policía que tiene una particular capacidad al desarrollar sus funciones en su puesto de operador del servicio de emergencias. El capital con el que cuenta Möller para contar su historia, es el rostro comprometido de Cedergren y sus reacciones ante una llamada de auxilio con un relato completamente en tiempo real y que se sostiene con la potencia de lo que se escucha desde un simple auricular. Sólo con su rostro y la tensión que se va generando a través de esa llamada que vamos escuchando al detalle narrando ese momento de emergencia extrema, el guion del propio Möller y Emil Nygaard Albertsen va estructurando toda la historia, que, tal como sucede con los ejemplos antes citados, tiene la enorme virtud de atraparnos desde las primeras imágenes y sumergirnos en ese universo de percepciones y amplificación de los sentidos donde cada momento de la llamada, cuenta. Así es como el planteo inicial de un solo personaje encerrado en único espacio comienza a desvanecerse y no ser tan importante a medida que los planteos que hace “LA CULPA”, mientras la historia avanza, comiencen a aparecer. Si bien la estructura con la que se sostiene la historia es la de un thriller convencional, Möller va trabajando su ópera primera con un clima sumamente introspectivo y permitiendo que se conozcan datos del personaje central, de sus zonas más íntimas, de sus propias miserias que hacen que rápidamente el relato de suspenso e intriga, se convierta en una parábola moral de múltiples lecturas y de toma de posiciones. Si bien tanto el montaje como todo el preciosismo técnico están puestos al servicio de la acción de forma tal que como espectadores las imágenes no sean reiterativas, sino que ha logrado evitar casi enteramente la repetición de planos y que el ritmo de la película no decaiga, el relato central jamás abandona la receta más apegada al thriller, pero el gran juego del director pasa absolutamente por otro lado. Möller apunta sus cañones a las zonas más oscuras de Asger, todos esos complejos aspectos del protagonista, al que el relato no le pierde pisada. Cada uno de los datos que van completando la información referente al personaje, hace que la historia cobre un sentido diferente para alejarse del cine de género e ingresar en un terreno donde se dirimen cuestiones éticas, morales y evidenciar las propias limitaciones de Asger, aun cuando él las niegue. ¿Es posible despegarnos de nuestros propios prejuicios y preconceptos a la hora de dar una lectura de nuestro mundo? ¿Hay situaciones donde nuestro ego y nuestra supuesta búsqueda de perfección terminan jugándonos una mala pasada? ¿Hay que poner en duda nuestro primer impulso o hay que seguir el instinto de esa primer sensación, de ese primer sentimiento, a cualquier precio? ¿Es sencillo poder aceptar que todo lo que hemos construido puede haber sido un gran error y desandarlo? La principal virtud del filme de Möller es justamente abrir estas y otras tantas preguntas sobre nuestras propias zonas más complejas, sobre nuestro ego, sobre nuestro preconceptos. Sobre cómo nuestro esquema mental (lo hacemos inclusive como espectadores que vamos tomando partido a medida que avanza el relato y acompañamos en cierto modo a Asger y todas sus vivencias frente a un caso complejo) condiciona inevitablemente todo lo que pensamos y que, muchas veces, pensando que estamos en lo cierto, comienza a dispararse un mecanismo de toma de decisiones sobre la base de sentencias equivocadas y lo correcto termina poniéndose completamente en duda. El guion va imbricando las diferentes partes de la historia, con giros muy bien pensados que si bien no dejan de cumplir con el fin de ser efectistas y funcionales al relato, van demoliendo cualquier pensamiento preconcebido para obligarnos a reconstruir la historia, paso a paso, desde un nuevo punto de vista. Sumado a todo este planteo ético del film, Asger deberá lidiar con su culpa. Con la que trae de su pasado, la que se instala en su presente y la que, hasta casi inconscientemente, lo sigue condicionando en su accionar en el aquí y ahora: ese peso que en muchas ocasiones pensamos liberado y que, sin embargo, vuelve a hacerse presente y en situaciones extremas, aparece una vez más. Sorprendentemente, por una vez entre las miles que las traducciones de los títulos subvierten completamente el sentido del filme, llama la atención que del original “Culpable” en este caso se haya elegido que el film de Möller se estrene con el título de “LA CULPA”. Parece ser casi lo mismo, pero la sutil diferencia es enorme y le hace muy bien a la película y al debate que seguramente abrirá en cada uno de los espectadores terminado el film.
Stéphane Brizé es un director que, tal como pasa con Ozon, en cada una de sus películas cambia completamente de clima y se decide a asumir nuevos riesgos, cada película es un desafío. Puede manejar el pulso de una película con un planteo moral y tan actual como el de “El precio de un hombre”, construir melancólicas historias de amor como “Mademoiselle Chambon” (una pareja absolutamente inolvidable en las actuaciones de Sandrine Kiberlain y Vincent Lindon) o “Je ne suis pas lá pour être aimé” (una especie de “La tregua” a la francesa con Patrick Chesnais y Anne Consigny). Incluso puede adaptar una novela clásica de Guy de Maupassant en “Una mujer, una vida” y ahora en su última película, "LA GUERRA SILENCIOSA" elabora un relato con las tensiones de los tiempos que corren, urgente, necesario, vibrantemente actual y duplicando todas sus apuestas. Tal como sucede con todos los personajes de Brizé, aquí también podemos apreciar que los construye desde una complejidad y riqueza que son imposibles de abordar en una sola dimensión. Los elabora minuciosamente y los enmarca dentro de sus propias (y humanas) contradicciones pero son personajes potentes que tienen bien en claro lo que quieren y están dispuestos a abrir el abanico de la polémica (en la brillante “Algunas horas en primavera” toca a fondo el tema de la eutanasia, pocas veces visto de esta forma en la pantalla) y cada una de sus películas invita a la reflexión y el debate. En el caso de "LA GUERRA SILENCIOSA" se tejen líneas que en cierto modo la emparentan y evocan al cine de Laurent Cantet ("Recursos Humanos" "El empleo del tiempo") disparando a la voracidad con la que las empresas y el mundo capitalista no pone demasiado reparo en tomar a los trabajadores como meros objetos dentro de su cadena de producción. Muchos podrán encontrar también un punto de contacto con ese relato angustiante que planteaban los hermanos Dardenne en “Dos días, una noche” en donde se mostraba la inmoral opresión de la patronal frente a la defensa de un puesto de trabajo. Brizé va mucho más allá todavía cuando plantea que la empresa dejará a 1100 trabajadores en la calle, pasando a ser un número completamente anecdótico dentro de su estrategia globalizada. La empresa no toma este tipo de decisiones empujada por un contexto recesivo o de crisis en el país sino que sencillamente la empresa no está ganando las ganancias que los accionistas esperan y los ratios no satisfacen a los inversores. He ahí una diferencia fundamental que plantea el director –también autor del guion junto a Olvier Gorce, con quien ya había trabajado en “El precio de un hombre”- entre una crisis económica (regional, nacional, global) que pone a la empresa entre la espada y la pared y un caso como el que se plantea desde las primeras imágenes donde en realidad la patronal no quiere dejar de ganar lo que esperaban, aún a costa de tomar decisiones dolorosas para sus trabajadores y las familias. Allí aparece Eric Laurent (en la piel del brillante Vincent Lindon, una vez más haciendo alianza con Brizé y logrando transmitir todo su nervio y su compromiso) y carga en sus espaldas todo el reclamo que él cree justo y luchará sin medir ningún tipo de consecuencia: hace dos años los trabajadores han aceptado mediante un acuerdo, trabajar la misma cantidad de horas pero ganar menos. Ahora exigen que la empresa cumpla con su parte. Nada de lo que inteligentemente plantea Brizé es sencillo, todo tiene múltiples implicancias y detona consecuencias. El gobierno no acciona, el tiempo pasa, los empleados se desgastan, se crean fracciones generando el típico "divide y reinarás" que tanto favorece al enemigo, aparecen nuevos puntos de vista, situaciones de conflicto, brazos que comienzan a darse por vencido y Brizé se tomará dos horas, profundas y viscerales en las que no nos dará respiro, para ir dando paso a cada una de esas vivencias, a cada una de esas sensaciones sin apurar el tiempo, dejando que cada situación decante, que las tensiones aparezcan, que esos quiebres inevitables vayan sucediendo y que cada personaje tenga su propio tránsito, su justo desarrollo. No sólo la labor de Lindon es admirable (ya casi convertido en actor fetiche del director, mejorando un poco más en cada trabajo) sino que todo el elenco juega en forma compacta: Mélanie Rovier, Olivier Lamaire y Sébastien Vamelle están impecables como los sindicalistas, Isabelle Rufin perfecta en esa gélida directora de Recursos Humanos y Jean-Noel Tronc como el Jefe del Gobierno Municipal. Pero lo que más se destaca es la precisa e inteligente construcción del guion en el planteo de cada uno de los pasos y las alternativas que se suceden en las negociaciones, cada punto de vista en donde busca incomodar al espectador, poner en evidencia situaciones límites y descarnadas y plantear un mundo descarnadamente capitalista donde la fuerza de trabajo es una mercancía como cualquier otra y el ser humano no es más que otro recurso totalmente reemplazable. La fuerza implacable del poder empresarial que se refuerza fuertemente por la presencia de un estado ausente, con una ley que avala los convenios privados aún a costa de perjudicar al más débil. Brizé es un cineasta comprometido con su tiempo, que no tiene medias tintas y que lleva saludablemente los planteos al extremo. Sus personajes están surcados por un objetivo claro, son esos que no se dejan doblegar y que luchan incansablemente por sus propios ideales. Desde algo representativo de lo grupal como sucede en "LA GUERRA SILENCIOSA" hasta la intimidad más individual, sus personajes tienen una fuerte carga moral, no claudican fácilmente y son los que instalan en su cine, una profunda admiración por los principios y las convicciones. Virtudes que tanto nos hacen falta en este tiempo
Para un documental no hace falta una gran idea, ni desarrollar un gran tema que afecte ampulosamente a la humanidad ni ponerse enciclopedistas y bajar línea. No hace falta nada de todo eso. Hace falta justamente, tener el ojo afinado y encontrar ESE personaje que le de impulso a una pequeña historia y que los espectadores tengamos ganas de saber más y más y que no queramos desprendernos de su magnetismo. Iair Said (con una interesante trayectoria en cine: lo vimos recientemente en “Mamá se fue de viaje” “Sin hijos” “Permitidos” y una excelente contrafigura de Mike Amigorena en “Mario on Tour”) se pone por primera vez detrás de las cámaras para poder mirar lo pequeño, lo simple, lo sencillo que reside en cualquier historia familiar. Lo interesante y lo grandioso de su propuesta en esta Ópera Prima es justamente saber narrar una gran historia desde lo simple y atrapar al espectador desde las primeras imágenes. Said sabe, perfectamente, que su tía abuela con la que hace más de veinte años que había perdido contacto, es un personaje prototípico, especial y único, ideal y exacto para protagonizar esa película que quiere filmar teniendo como arma más poderosa y carta de presentación, su sentido del humor por momentos delirante, por momentos naïf y que en muchas ocasiones remite a la genialidad del mejor Woody Allen, con el que comparte algún que otro gag religioso. “FLORA NO ES UN CANTO A LA VIDA” se construye inteligentemente nadando entre dos aguas: orillando por momentos en el documental y arrimándose en muchos otros a la ficción, generando una especie de “falso documental” en donde se borran los límites de ficción y realidad, que lo amplifica y lo hace más interesante aún. ¿Flora sabe o no sabe que la están filmando? ¿Cuánta verdad hay en la historia que Said cuenta o es una simple excusa narrativa más?, y cada pregunta y cada duda potencian aún más las ganas de sumergirnos y avanzar en el relato. Said entreteje su ópera prima en base a un inteligentísimo y artesanal trabajo de edición (enorme talento el de Flor Efron que ha hecho un destacable trabajo para darle más sentido a la historia en la mesa de edición) y fundamentalmente le da confianza y deja desplegar las virtudes y contradicciones de la figura de Flora que es -palabras más, palabras menos- muy parecida a cualquier personaje que se pasee por nuestras reuniones familiares. Desde el primer momento se sabe que Flora prefiere morirse ya mismo, cuanto antes mejor o al menos eso dice casi confesionalmente, de la boca para afuera: de ahí el título de que no es precisamente un canto a la vida. Pero también, su actitud frente a ciertas vicisitudes y la forma de encarar la vida que tiene nuestro personaje principal (y digo nuestro porque uno se apodera de Flora pasados pocos minutos del filme) hace que suene completamente paradojal. Y ahí reside, fundamentalmente, el encanto y el atractivo de la propuesta. Said a través de Flora se permite explorar el propio universo familiar, las tradiciones, las distancias, el paso del tiempo, la muerte, el dinero, la herencia, el poder, la codicia, los sentimientos. Enumerados de esta forma pareciera que quiere cubrir en tan solo unos 64 minutos los grandes temas de la humanidad. Pero logra hacerlo. Y lo hace muy pero muy bien, de una forma orgánica y sumamente natural. El éxito de la propuesta sencillamente radica en que en ningún momento peca de pretencioso ni da cátedras de vida, ni los personajes sentencian grandes verdades, ni Said usa la cámara para presumir de absolutamente nada. Por el contrario, retrata la vida misma –reto por cierto nada sencillo-, sus propias contradicciones y es así como su árbol genealógico, su propia familia y su propia historia, quedan expuestos en pantalla con una sinceridad única: "FLORA NO ES UN CANTO A LA VIDA" se nutre de lo genuino y ese es su gran capital. Como si todo esto fuese poco, logra atravesar temas tan profundos como los mencionados, sin perder el humor ni por un segundo, y desplegando justamente detrás de esa fachada de comedia, uno de los trabajos más comprometidos que se vieron en el BAFICI del año pasado, de esos que se miran con una amplia sonrisa y al rato aparece el nudo en la garganta y el apretón en el pecho. Una ópera prima enteramente disfrutable.
Es el primer día del verano en un pequeño pueblo a pocos kilómetros de Paris. En Verderonne, Claire Darling ha organizado una venta de garaje y está decidida a deshacerse de absolutamente todas sus pertenencias dado que está convencida que ese será el último día de vida. El precio ridículo que le pone Claire a cada uno de los objetos con el fin de vaciar enteramente su casa, hace que una multitud de vecinos se sientan atraídos y es así, como en medio del gran mercado que ha montado en el jardín de su mansión, Claire volverá a conectar con sus recuerdos y sus vivencias en esa casa, a medida que se contacte con cada uno de ellos. Esta intempestiva decisión de Claire hace que su hija Marie regrese al hogar e intente volver a tener contacto con ella después de un largo tiempo sin hablarse, desde que se había marchado de esa misma casa hace ya más de veinte años. Intentará por todos los medios que su madre no cometa esa locura de deshacerse de esos objetos de valor que tanto significado han tenido a lo largo de su vida, pero el reencuentro inevitablemente aviva en ellas algunas cuantas cuentas pendientes y reconocerse dentro de un vínculo complejo que no logran recomponer fácilmente. Los remordimientos y los hechos del pasado que se van presentando a través de los recuerdos con los que conectan hacen que ambas –juntas o por separado- queden atrapadas en ese intento de poder sanar estos lazos y sus recuerdos. Julie Bertucelli, directora y co-guionista de “LA ULTIMA LOCURA DE CLAIRE DARLING” vuelve a la ficción después de haber filmado dos documentales con anterioridad y cuenta con el talento necesario para poder manejar el tono de la historia, sin caer en ningún subrayado, dotándola de cierto realismo mágico para estos dos esos personajes tan necesitados de afecto y de contención. Es, además la excusa perfecta y una nueva oportunidad de ver volver a ver en la pantalla a una leyenda viviente del cine francés como es Catherine Deneuve que con sus lozanos 75 años sigue activamente protagonizando una o dos películas por año. Aun cuando muchas veces, dentro de sus composiciones Deneuve se rinde a ciertos estereotipos y lugares comunes de sus otras creaciones, aquí como Claire Darling, logra atravesar diferentes tonos y matices: desde el drama a la locura, desde el dolor hasta la alegría. Otro punto a favor del nuevo film de Bertucelli es que el rol de la hija de Claire, Marie, está a cargo de Chiara Mastroianni (“Tres Corazones” “Les bien aimés” o su participación en “Persépolis”), quienes son madre e hija en la vida real y esto le da un toque singular, una mayor potencia a las escenas que comparten en pantalla, aprovechando esta química natural y la complicidad que hay entre ellas. Bertucelli, en el guion escrito junto a Sophie Fillières (directora de “La belle et la belle” vista recientemente en la edición de Les Avants Premières de este año) adaptan la novela de Lynda Rutledge y aciertan sobre todo en lo referente a la alternancia de pasado y presente, del entrecruzamiento con personajes de otros tiempos, y lo hacen con suma naturalidad y ese toque de irracionalidad que recorre toda la puesta. Los objetos van contando su propia historia, son el testimonio de una época y de ciertos hechos que las han marcado a ambas para siempre y son el vehículo para que la directora pueda hablar del pasado, de los recuerdos, de sanar las heridas, de la muerte y el paso del tiempo y sobre todo del proceso de transformación de diversas maneras (algunas más obvias que otras) se hace presente en reiterados momentos de la película. Para el cierre, junto con los créditos, una excelente melodía, “El vals del adiós” de Chopin, interpretado por Joseph Flammer, resume perfectamente el espíritu de la película, con una melodía melancólica pero vivaz, tristemente dulce, como esa Claire Darling que se va despidiendo de la pantalla y de su propia vida.
Con un estilo marcadamente costumbrista, Pablo Gonzalo Pérez (que había sido el coprotagonista de la comedia “Mar del Plata” de Klajman & Dietsch) presenta su ópera prima “El Kiosco” de la que también es el guionista, a través de una historia sencilla que apunta directamente a los sentimientos y a nuestra esencia moral. El protagonista es Mariano (Pablo Echarri), un hombre típicamente común entrado en los cuarenta y en plena crisis, muy poco conforme con su trabajo y que decide, ante la propuesta de un retiro voluntario dentro de la empresa, hacer un cambio en su vida. Varias señales parecen indicarle que está en el momento ideal para hacer ese cambio que se plantea y finalmente, cuando se entera que el kiosco cerca de la casa de su padre, aquel kiosco de su infancia, se encuentra en venta, decide jugarse el todo por el todo y comprar el fondo de comercio del kiosco de Don Arriaga. Invertirá no solamente la totalidad de su retiro voluntario sino también el producto de la venta de su auto e inclusive, algunos ahorros que tenían reservados para el pago de un par de cuotas de la hipoteca de su casa. El entusiasmo inicial de ese lugar que remite a los recuerdos de su niñez, a la vuelta al barrio, a una proximidad con su padre, comenzará a generar cierta fricción en la pareja y sobre todo, en la mirada de su suegra que obviamente ve a ese emprendimiento como algo menor, algo que su hija no merece y que implica poner en riesgo toda la economía familiar. Todo estalla cuando Mariano descubre que la venta del fondo de comercio fue un completo engaño, que Arriaga se desprendió de ese local mintiendo abiertamente en los motivos de su decisión y omitiendo decir que sabía la calle sobre la que está ubicado su kiosco será próximamente cerrada al tránsito para hacer un viaducto. Tal como le ha pasado a tantos comerciantes ante la realización de obras municipales que van a favor del progreso de la ciudad pero que en muchos casos atentan y condenan a los emprendimientos más pequeños, Mariano no sabe qué hacer como para poder enfrentar la inminente crisis económica. Este problema irá tiñendo la relación con su mujer, instalándose un mal clima familiar que va haciendo cada vez más compleja la situación. Pablo Gonzalo Pérez va tejiendo una historia sencilla sin grandes pretensiones ni con intentos de “bajar línea” sino que poco a poco, y a pesar de algunas situaciones algo desajustadas dentro del guion –que se sostienen y se dejan pasar justamente por ese tono de comedia costumbrista que plantea la propia historia- “EL KIOSCO” va creciendo a medida que el personaje de Mariano se va enfrentando con sus diversos estados de ánimo, con su frustración, con el desengaño de la estafa y con el haberse jugado hasta sus últimos ahorros en ese emprendimiento. Se podrá decir que “EL KIOSCO” se ve algo resentida por un tono demasiado televisivo en alguna de las situaciones y por personajes algo esquemáticos en su desarrollo que no le permiten demasiado crecimiento en las líneas secundarias del relato, pero indudablemente gana cuando apunta directo a los sentimientos. Por debajo de una historia que se plantea en el contexto de crisis y de realidad política que la hace tan actual y tan vigente, esta historia con la que de alguna manera es sumamente sencillo identificarse y verse reflejado en alguna de las situaciones que atraviesan los personajes, se va tejiendo una trama donde lo más importante es el mensaje sobre los valores y el cómo enfrentar a los pequeños dilemas morales en lo cotidiano. ¿Seguimos firmes en nuestros ideales y los principios de cada uno o nos traicionamos sumándonos a la ley del “sálvese quien pueda”? ¿Educar a los hijos con el ejemplo o hacer la típica del “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”? En estos pequeños debates éticos sin grandilocuencias, “EL KIOSCO” sorprende positivamente porque logra, sobre todo en su último tramo, dejar un mensaje contundente sobre el verdadero cambio que tendríamos que lograr a nivel sociedad para que de una vez por todas, las cosas empezaran a funcionar y apareciera un verdadero cambio de paradigma. El film de Pablo Pérez se transforma de esta manera en una pequeña parábola de no darse por vencido, de no traicionarse y seguir firme en esa escala de valores que no debe alterarse bajo ninguna excusa ni ningún pretexto: poder mirar a los hijos a los ojos y saber que uno ha sido fiel a sí mismo, a pesar de las circunstancias y a pesar de lo que suceda en el alrededor. Uno de los puntos fuerte de la ópera primea de Pérez es el protagónico absoluto de Pablo Echarri que vuelve a desplegar su mejor versión -después de la fallida “Happy Hour” estrenada recientemente-, y sabe articular los mecanismos para que ese tipo de barrio, conflictuado y en el medio de una gran encrucijada y una fuerte crisis personales, tome cuerpo y sobrelleve el peso del relato. En roles secundarios Georgina Barbarossa, Roly Serrano y Mario Alarcón aportan sobradamente el oficio y carisma necesarios para completar este fresco barrial y familiar sobre el que se basa la película y Sandra Criolani (a quien habíamos visto en “No te olvides de mí”) en el papel de la esposa de Mariano es, sobre todo en el primer tramo, quien encuentra más dificultades para ponerle el cuerpo a su personaje. Con ese tono de fábula urbana y apuntando directamente a los sentimientos “EL KIOSCO” es una agradable sorpresa que cierra con una vuelta de tuerca creativa e interesante, una historia donde se ponen los valores en primer plano y donde, a pesar de todo, reflexionamos sobre el valor de las segundas oportunidades. .
Siguiendo el mismo registro que en sus trabajos anteriores y en una perfecta sintonía con “Acné” y “La vida útil” y quizás un poco más distanciada de “El Apóstata”, la nueva película del director uruguayo Federico Veiroj se mete de lleno, a través de la figura de su protagonista, el Belmonte del título, en la crisis de los ’40 (y tantos…). Los hombres en crisis es un tema permanentemente revisitado en la literatura, en el teatro y el cine, obviamente, no es la excepción. Desde el Lester Burnham de Kevin Spacey en “Belleza Americana” y la desoladora mirada de Sam Mendes; la crisis embebida por los viñedos de “Entre Copas”; los personajes cuarentones de Cesc Gay en “Una pistola en cada mano” “Ficción” y hasta en “Truman”; el solitario con un tono más oscuro encarnado por Joaquín Phoenix en “Her” de Spike Jonze y sin ir más lejos hace un par de semanas con el estreno de “Con este miedo al futuro” de Ignacio Sesma, tuvimos un exponente bien porteño de cuarentón en crisis en el personaje central encarnado brillantemente por Facundo Cardosi. Belmonte no es la excepción y podría sumarse perfectamente a la galería de estos personajes en plena crisis y “al borde del ataque de nervios”. Pero en este caso, mientras muchos de los otros exponentes plantean una necesidad de reconstrucción desde su soledad o desde su profundo fracaso personal y/o profesional, poco de esto pareciera estar en sintonía con el momento que está actualmente atravesando nuestro protagonista. Javier Belmonte es un pintor que ha logrado conquistar cierto renombre dentro del mercado del arte contemporáneo y es uno de los pocos artistas que está atravesando un periodo de gran desarrollo profesional, que puede darse “el lujo” de vivir con la venta de sus obras, que cotizan cada vez más alto. Sumado a esto, ha podido construir una muy buena relación con su hija y, como frutilla del postre, el éxito con el sexo opuesto no le es para nada esquivo. Sin embargo, Belmonte está parado en un momento de absoluta insatisfacción personal y hasta habitado por una cierta abulia ha logrado instalarse en su vida. La retrospectiva que se realiza alrededor de su obra en el Museo de Artes Visuales de Montevideo, que sería un motivo de indudable orgullo para cualquier artista, a él le resuena completamente indiferente. Su pensamiento está focalizado casi obsesivamente y de forma excluyente, en el bebé que tendrá su ex esposa con su nueva pareja y no puede dejar de tejer diferentes escenarios posibles sobre el impacto que este hermanito provocará en la vida de su hija, quien quizás quiera compartir más tiempo en la casa de su mama que con él. Esta situación lo enfrenta con su propia vulnerabilidad frente a una simple posibilidad –que él siente muy concreta-, de que esto ponga en riesgo su vínculo con ella (una dulcísima Olivia Molinaro como su hija). Se siente invadido por ese temor permanente de que su paternidad, se vea amenazada y en peligro, que es justamente ese espacio en donde él tiene depositado gran parte de su placer -en esos encuentros y espacios de cotidianeidad que tanto disfruta con ella-. Este será el principal disparador para que se instalen en su vida un compendio de miedos, entre los que se aparece como principal fantasma, el del irremediable paso del tiempo, que pone entre las cuerdas ese impulso a que realice un cambio versus su tendencia a permanecer enraizado en ese lugar de insatisfacción y vacío que va tomando, cada vez, más rincones de su vida. Gonzalo Delgado es el encargado de darle vida al protagonista y, por lo tanto, de cargar con la responsabilidad de casi la totalidad de “BELMONTE” y el dato más curioso es que las pinturas que se muestran en la película son precisamente de su autoría. Cuenta con una extensa trayectoria como director de arte en películas como “Whisky” “Miss Tacuarembó” “El otro hermano” de Caetano y “Sueño Florianópolis” de Ana Katz; ha colaborado en los guiones de los anteriores trabajos de Veiroj y a pesar de haber tenido sólo algunas intervenciones como actor en “El apóstata” o la interesante pero aún inédita en nuestro país “Severina”, Delgado tiene el pysique du rol exacto para poner el cuerpo y darle esa presencia que Belmonte necesita: su temple medido, su permanente incomodidad e introspección, su constante estado de crisis que refleja en sus silencios o en sus miradas. Veiroj, tanto en la dirección como en el guion –que le valió el Astor de Plata en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata- se ha permitido jugar con escenas oníricas cargadas de surrealismo aunque “BELMONTE” logra mayor efectividad en las escenas familiares y en el detalle de lo cotidiano. Y a pesar de ser su trabajo menos innovador, sigue demostrando su madurez para abordar con una mirada existencialista a estos personajes y ganarse un lugar entre los directores más interesantes del cine latinoamericano de la actualidad.