RESPIRÁ UN POCO El estreno de No respires en 2016 supuso una conmoción, un shock de energía que revitalizaba ciertas esperanzas con respecto al futuro del terror, en un momento en que el género no hacía más que copiarse y devorarse. Supuso, también, una confirmación: la de Fede Alvarez como uno de los realizadores más interesantes del último tiempo, un tipo que entendía los engranajes del terror y sabía cómo ponerlos a trabajar de maneras superadoras. Luego de la excelente (y polémica, no apta para puristas) remake de Posesión infernal en 2013, Alvarez entregaba una historia original y salía triunfante. Todos los amantes del género esperábamos con ansias y expectativa el paso siguiente, que la vida quiso que fuera en falso. La chica en la telaraña, una nueva adaptación de las novelas policiales de Stieg Larsson, fue una película rutinaria y vacía de personalidad, un trabajo hecho con oficio, pero sin alma. Después vino una serie que no vi (Calls, que tiene una premisa llamativa a partir de su experimentación con la forma), y en el futuro inmediato aparece una secuela de La masacre de Texas, en la que Alvarez oficia de productor y guionista. En lo que quizás sea un descanso de la silla de director, el uruguayo mantiene también esos roles en No respires 2, y cede la dirección a su compatriota y colaborador Rodo Sayagues. El primer problema de esta secuela está en el enfoque que pretende darle a su protagonista, el brutal villano de la primera parte, que en esta ocasión parece encaminado hacia una posible redención. Pasaron algunos años desde el primer film, y Norman Nodstrom, el Hombre Ciego (Stephen Lang), vive ahora en una cabaña en el bosque, con una niña llamada Phoenix (Madelyn Grace), a la que trata como a una hija. De hecho, Phoenix cree que es realmente hija de Nodstrom, aunque cualquiera que haya visto la primera parte sabe que no es así. De entrada, la presencia de la niña y el comportamiento del protagonista ponen a la película en un lugar distinto del de su predecesora, que tenía intenciones mucho más sencillas, pero ejecutadas con una contundencia implacable. Acá las cosas se complican un poco más, porque Nodstrom ya no es el villano, pero no deja de ser un hombre terrible, que tiene secuestrada a Phoenix para ocupar el vacío de una hija muerta. Para redimirlo, al menos parcialmente, la película introduce un grupo de ladrones de órganos, que tienen un interés especial en la niña. Si No respires 2 no fuera una secuela, si fuera solo la historia de un padre con un pasado traumático y su supuesta hija enfrentados a un grupo de psicópatas, la película funcionaría medianamente bien. Sayagues filma las escenas más brutales de manera virtuosa, con una puesta en escena deudora del estilo de Alvarez. Profundiza en el recurso de mostrar un objeto que más tarde tendrá una relevancia homicida, y como en la primera parte, hay un uso notable del plano secuencia para generar tensión a partir de la utilización del espacio y el sonido. La cantidad de cuerpos mutilados es mucho mayor, lo que permite que, por un lado, Nodstrom vaya desbloqueando niveles de violencia con cada enfrentamiento, y por el otro, que el director pueda filmarlos con nervio y gusto por la sangre. La intención es clara: redoblar la apuesta y tirar toda la carne al asador. Claro que hay ocasiones en que menos es más, y por eso la entrega anterior funcionaba como un ejercicio asfixiante, contenido casi todo el tiempo en una casa y unos pocos personajes. A Sayagues la acumulación de truculencias le juega en contra, sobre todo porque está montada sobre un guion que pierde consistencia en su segunda mitad y se empantana. Quizás la comparación sea caprichosa, pero es posible pensar No respires 2 en relación con Terminator 2. Está el progenitor que entrena a su hijo (madre e hijo en aquella, padre e hija acá) para enfrentar una posible amenaza, la máquina de matar que pasa de villano a héroe, y la redención a través del sacrificio. Sería injusto valorarlas una al lado de la otra, más cuando Terminator 2 es una obra maestra y el lazo entre ambas no es manifiesto sino más bien funcional a una idea. El cambio de bando del protagonista en la secuela de James Cameron estaba trabajado desde una lógica interna (al fin y al cabo, eran distintos androides), pero sobre todo desde una lógica cinematográfica, comercial si se quiere, y claramente acertada. En No respires 2, esa decisión nunca llega a cobrar peso narrativo, y todo lo que sucede alrededor parece puesto para forzar esa conversión. A pesar de ser competente (hasta un punto, porque todo el tema de los órganos puede tener su correlación con la secuencia de la inseminación de la primera parte, pero no deja de sentirse fuera de lugar e incluso ridículo), No respires 2 es, en su carácter de secuela, una película bastante fallida, y una muestra más de un síntoma que acecha a esta época, con películas que no pueden contener al mal sin que tenga su lado bueno.
EL DIABLO ME OBLIGÓ A VERLA Corría el año 2016. Salía de ver El conjuro 2, y tenía dos certezas. La primera era que había visto una gran película, y la segunda, que iba a ser difícil dormir esa noche. No recuerdo si me quedé mucho tiempo despierto, pero lo que sí recuerdo es la incomodidad de estar solo, a oscuras, en un silencio lleno de pequeños ruidos inquietantes. Cinco años después se estrena El conjuro 3: el diablo me obligó a hacerlo, una secuela que recupera al matrimonio protagonista después de los intentos fallidos por extender el universo de los Warren, con La monja como el fiasco mayor, La maldición de la Llorona pisándole los talones, y la precuela y la secuela de Annabelle como propuestas menores y un poco entretenidas. Tengo que admitir que, decidido a verla, temí una noche como aquella, pero no ocurrió. Cuando terminó, simplemente me acosté y me dormí sin ninguna dificultad. La moraleja de esta historia sería algo así: si el sueño llega sin esfuerzo después de la función, no son buenas noticias para una película de terror. Hay que ser justos: El conjuro 3 no está a la altura de sus antecesoras, pero es más competente que la mayoría del cine de terror que puede verse por estos días. Es probable que eso se deba casi exclusivamente a sus protagonistas, Ed y Lorraine Warren, en una demostración obvia pero necesaria de que en el terror los personajes sí importan. Son los Warren, interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga, los que permiten que al espectador le importe lo que está pasando; son ese núcleo emocional sobre el que se construyen las grandes historias. Y sí, la de El conjuro 3 no es una gran historia, pero se mantiene a flote durante un buen rato porque nos preocupa que a Ed le dé un infarto, o que Lorraine se pase de mambo con sus conexiones con el más allá y no vuelva. Las historias de los Warren son demoníacas, pero de lo que hablan en verdad es de la manera en que estas dos personas se enfrentan a esos demonios, del costo personal y del sacrificio que implica, y de que mantenerse unidos termina siendo la única manera de equilibrar la balanza contra el Mal. No es sencillo tomar la posta de James Wan, el gran responsable de los méritos de la saga y uno de los renovadores del terror en el nuevo milenio. Pero en esta ocasión lo que hereda el director Michael Chaves es un universo ya construido, por lo que El conjuro 3 no se demora en presentaciones y arranca con un prólogo lleno de gestos reconocibles (incluido un plano homenaje a El exorcista), en donde los Warren y un sacerdote intentan expulsar a un demonio del cuerpo de un niño. Lo que sigue cambia un poco el juego: ya no hay una casa encantada (aunque, a su manera, la hay) como en las dos películas previas, si no que los protagonistas deberán ayudar a Arne (Ruairi O’Connor), un adolescente acusado de homicidio, porque aparentemente estaba poseído al momento del crimen. Al igual que sus antecesoras, la película se inspira en un caso real (que ya tuvo una adaptación para televisión en los 80, llamada The Demon Murder Case), pero si en aquellas la premisa funcionaba agregando al terror una capa de credibilidad, acompañada por la construcción de climas y personajes de Wan, acá no es más que una anécdota. Si uno mira más allá de los Warren, empiezan a aparecer los secundarios desechables y los giros funcionales del guion, en una trama detectivesca que parece salida de alguna novela policial del montón. La aparición de un culto satánico como el responsable de mover los hilos echa por la borda la posibilidad del terror intangible, ancestral, ese que no te deja dormir, y el interés permanece porque la dupla protagónica sigue en pantalla. No vamos a negar que Chaves filma secuencias atractivas y que su película luce profesional, pero como decíamos antes, no es más que un artesano al que dejaron a cargo del negocio por un rato. De la marca autoral de Wan, esa combinación entre clasicismo e innovación, solo quedan los cimientos, y Wilson y Farmiga hacen lo que pueden para que la cosa funcione, con dignidad y oficio. Verlos alcanza para salvar esta secuela menor, entretenida y probablemente olvidable.
EL PERRO QUE LE AÚLLA A LA LUNA Basada en la novela homónima de Jayne Lyon (la primera de una saga bastante popular en Australia), 100% lobo cuenta la historia de Freddy Lupin, el hijo del jefe de una manada de hombres lobo. Luego de la muerte de su padre, con una implicación shakesperiana de su tío que inevitablemente recuerda a El rey león, Freddy queda huérfano y relegado. Su única esperanza reside en convertirse en un gran lobo a la altura de su progenitor; un líder capaz de guiar a los suyos en las tareas de rescate que realizan durante las noches de luna llena. Pero llegado el momento, las cosas se complican: su tío, el jefe desde la muerte de su hermano, no parece dispuesto a dejar que Freddy ocupe su lugar. Y para peor, algo ocurre el día de la transformación, y en vez del lobo resplandeciente que todos esperaban, Freddy se convierte en un simpático perrito poodle. La película dirigida por Alexs Stadermann es un relato clásico sobre la búsqueda de la propia identidad y sobre aceptar al otro, y en un segundo plano intenta ser también una historia sobre padres e hijos. Desconozco los antecedentes del cine animado que viene de Australia, aunque por lo que pude investigar no parece ser un género demasiado recurrente. 100% lobo suple esa falta de tradición tomando el molde norteamericano más convencional, y durante buena parte las cosas funcionan bastante bien. Ya convertido en poodle, Freddy se lanza a la búsqueda de un anillo que pertenece a su familia, y eso lo lleva a aliarse con una perrita callejera llamada Luna. De acuerdo a la historia, los hombres lobo y los perros mantienen una enemistad declarada, y en el choque de esos mundos la película encuentra una manera muy divertida de hablar, si se quiere, de los prejuicios y las diferencias de clase. Y también, de las características que componen la esencia de un perro, lo que le sirve a Stadermann para desplegar un imaginario callejero pintoresco pero discreto, lejos del bombardeo visual que podría esperarse (lo que quizás pueda no resultar muy atractivo para el público al que apunta). Si 100% lobo no termina de convencer, a pesar de tener ritmo y timing para entremezclar la aventura con el humor, es fundamentalmente por dos decisiones. La primera es la cantidad de villanos y la manera en la que sus roles están ejecutados. Por un lado, la subtrama del heladero (que es un personaje con cierta complejidad) nunca logra meterse del todo en la trama principal, y cuando aparece es como un estorbo; y por el otro el tío, en plan Scar descafeinado, que es una amenaza enunciada pero no realmente latente. Si le sumamos a los oficiales de la perrera y a la encargada, una suerte de Cruella de Vil desapasionada, los malos de la película se convierten en un grupo blando e inestable, incapaces de presentar un desafío digno. La segunda decisión tiene que ver con un giro cerca del final (el plot twist, para no quedar viejos) relacionado con el padre de Freddy, que derriba lo que venía construyendo y se siente tramposo. Como si la historia no se atreviera a aceptar las cosas que son absolutas, que no se pueden cambiar, y que por eso mismo son tan impactantes, transformadoras y establecen un legado. Lo sabe Simba, lo sabe Arlo, y lo sé yo. Por lo demás, e incluso con un final complaciente para buenos y malos, la película es una propuesta bastante competente, y el pequeño poodle aúlla como el lobo más feroz.
NO TE MUERAS EN MI CASA Los intrusos, el debut cinematográfico de Julius Berg luego de una amplia experiencia en la televisión, se inscribe dentro de esa variante del home invasion que le da una vuelta más al subgénero: ya no son los habitantes del hogar los que sufren el acecho de los invasores, si no los propios invasores los que se convierten en víctimas de los dueños de casa. No es una novedad, claro: Wes Craven filmó en 1991 esa película de culto que es La gente detrás de las paredes, y en 2016 Fede Alvarez confirmó su destreza para el terror con No respires, con la que Los intrusos tiene más de un punto en común. Tenemos a un grupo de jóvenes de clase trabajadora que quieren asaltar una casa donde suponen que hay mucho dinero. Al igual que en los films de Craven y de Alvarez, hay una mirada inevitable sobre la diferencia de clases, pero en esta ocasión el trazo es más grueso, y la problemática nunca llega a integrarse; ni a generar algún tipo de carnadura emocional, ni a justificar las vueltas del guion. En una zona rural de Inglaterra, Nathan (Ian Kenny) y Terry (Andrew Ellis), amigos desde la infancia, se unen a un matón molesto y desquiciado llamado Gaz (Jake Curran) para asaltar la casa de los Huggins: Richard (Sylvester McCoy), un médico anciano conocido por todos, y su esposa Ellen (Rita Tushingham), cuya salud mental parece haberse deteriorado luego de la muerte de la hija de ambos. La madre de Terry trabaja limpiando la casa, y con el dato de una caja fuerte en el interior, lo único que tienen que hacer es esperar a que el matrimonio salga para poder entrar. Pero antes de que puedan hacerlo, aparece la novia de Nathan, Mary (Maisie Williams), y las cosas empiezan a complicarse. Una vez dentro, cuando descubren que no va a resultar tan fácil abrir la caja fuerte, deciden esperar a los dueños adentro de la casa. Y ahí las cosas se complican definitivamente, tanto para los protagonistas como para el espectador. El principal problema de Los intrusos son sus personajes, descartables por el lado de las víctimas e improbables por el lado de los victimarios. Si el grupo de ladrones se ubica en un punto intermedio entre lo insoportable y lo descerebrado (salvo Maisie Williams, que aporta un poco de humanidad, el resto es un cúmulo de rasgos arquetípicos, e incluso de arbitrariedad para que la trama avance, como el caso de Terry), los viejitos Huggins componen una dupla de villanos imposibles. En una primera instancia, la presencia del matrimonio ayuda a generar un clima de incomodidad, con su mezcla de fragilidad y misterio, pero pronto se convierten en un crescendo de exageración. Es el viejo truco del monstruo que se esconde tras una apariencia inofensiva, pero que acá deja de funcionar cuando el mal se devela, y ese mal resulta bastante molesto. El choque de fuerzas irritantes escala, y la película ingresa en un terreno peligroso donde se suman las vueltas de tuerca innecesarias, y el desinterés golpea con la fuerza de una maza (una analogía mediocre, pero no gratuita, porque la única secuencia de impacto incluye una maza). No se puede negar que Berg tiene pulso para la tensión, pero su película se construye desde un lugar rutinario, con un guion caprichoso que fuerza los eventos para que todo cierre. Y al contrario de lo que sucede con No respires, a la que se acerca desde el tema y desde algunos procedimientos, termina por asentarse en una posición mucho más conservadora. En lo formal, con una puesta en escena chata y a veces teatral, pero también en lo ideológico. Y esa exaltación de la clase alta como una fuerza aplastante (que también puede leerse al revés, en plan desesperanzado y sin salida) no sería tan terrible si Los intrusos fuera un ejercicio de género competente, dispuesto a darnos un par de sustos y algunas imágenes vibrantes. Pero claro, no.
UN COVER SIN ALMA Las intenciones de Realidad virtual son evidentes, y el mismo director, Hernán Findling, se encargó de aclararlo en distintas entrevistas: evocar y homenajear al cine de terror de los 80 y 90, ese que en Argentina se consumió principalmente a través del videoclub y la televisión, y que ahora goza de cierta reivindicación, con directores y críticos que se formaron rebobinando VHS. Es cierto que muchos crecieron manteniendo las obsesiones, pero se olvidaron de jugar, y buscando prestigio se volvieron serios, solemnes y literales, y filmaron IT Parte 2. Pero otros se mantuvieron apegados a un espíritu clase B, al componente lúdico que caracterizó al terror de aquellos años, y con esa libertad para lo bizarro siguen filmando películas que todavía no encuentran su lugar, más allá de algún festival especializado y de los fans de toda la vida. No sé si Findling pertenece a este grupo, porque de su obra previa solo vi (y aguanté) unos minutos de Crímenes imposibles, pero lo cierto es que Realidad virtual mantiene un tono general que la acerca, a pesar de su pretendido marco de referencias, a ese slasher autoparódico y crepuscular de fines de los 80, un momento en el que valía todo y no importaba nada. Lo que no quiere decir que su película sea buena, porque está lejos de serlo, pero lo que llama la atención es que cumple su cometido. Es falopa, se asume como tal, y para los tiempos que corren, hay algo de mérito en ese proceso. La historia es la del rodaje de una película de terror sobre un asesino enmascarado, en plan Jason medieval, conocido como El Celta. Hay un actor pésimo (interpretado por el también pésimo Christian Sancho), un montajista gordito nerd (Fede Bal, saludablemente desmarcado de sí mismo y convencido de que puede ser un actor de cine), una protagonista con un trasfondo trágico que hace las veces de final girl (Vanesa González, que no parece muy convencida), y un director megalómano y sin talento (Guillermo Berthold, qué decir). También hay otros personajes, como el hermano menor de la protagonista, otra actriz, el productor o el asistente de dirección, pero son principalmente los cuatro que nombramos los que llevan adelante todo. Y ese todo es una premisa absurda, digna de la época que imita: ante la falta de éxito, el director consigue un pendrive con una inteligencia artificial, que le permite cambiar la realidad a partir de la ficción, y así conseguir un hit que lo glorifique. Para eso, claro, necesita matar a todos los involucrados. Lo que sucede con Realidad virtual no deja de ser curioso: un poco funciona como el homenaje pretendido, y a la vez nunca logra constituirse como una película en sus propios términos. Hay algo del cine de terror norteamericano (y más aún, ochentoso) que resulta inexportable, que tiene sentido únicamente en el contexto en el cual es producido (salvo en algunas excepciones honrosas, como la reciente Al morir la matinée). Porque mientras se apilan los cadáveres, slasher tras slasher (y es cierto que la película no quiere ser estrictamente un slasher, si no que busca ampliar el espectro de fuentes de las que bebe, aunque en definitiva responde a las reglas del subgénero), a nadie le molestan las malas actuaciones, los guiones calcados, los personajes descartables. Pero en el traslado de estos componentes al habla rioplatense hay algo que falla. Sí, las actuaciones también son malas, y quizás haya un trabajo para buscar un tono, pero lo cierto es que ese tono nunca es uniforme, y el elenco fluctúa entre la canchereada y escuela de Cris Morena. Lo más decepcionante, igual, viene por el lado de las muertes, porque aunque Findling tiene cierta vocación por el gore, e incluso imaginación para poner en escena la relación entre la pantalla asesina y sus víctimas, todo termina resultando bastante flojo. A pesar de algunos momentos cercanos a la diversión, lo de Realidad virtual es un terror descafeinado, que mira al horizonte de referencias con demasiado respeto como para ser libre. Una película que nunca llega a comprometerse, que lo intenta y que tiene materiales para hacerlo, pero que lamentablemente no apuesta por diferenciarse y ser un tributo digno de atención.
LOS RUSOS TE HAN HECHO MAL Esta crítica iba a empezar diciendo que era difícil establecer si existe o no un cine de terror ruso, pero una charla con una amiga (docente, traductora y rusóloga) me complicó las cosas. Me dijo que en Rusia se hacen muchas películas de terror que no llegan a Occidente, con lo cual es evidente que sí, hay un cine de terror ruso, o al menos uno que se produce en Rusia (que no es lo mismo). Como el acceso a ese material no es fácil, lo que queda es tratar de ampliar el horizonte, y pensar si esas producciones son capaces de conformar una identidad y ser parte de una tradición. Una vez más, mi amiga me ilumina: al contrario de lo que ocurre con la ciencia ficción, donde los rusos han hecho escuela en el cine y en la literatura desde la época soviética, el terror fue importado desde otras latitudes (principalmente desde Estados Unidos), y nunca logró escapar de moldes, fórmulas o repeticiones. Es cierto que esto último podría aplicarse también al estado actual del género en Hollywood, con una industria que se bambolea entre la falta de imaginación y la necesidad de congraciarse con distintos movimientos sociales, pero el caso sigue siendo otro. Y más allá de los grandes maestros, hay directores capaces de conjugar inventiva y tradición. Es decir: no es lo mismo el cine de James Wan, que adopta formas narrativas y estéticas que dialogan directamente con un cine de terror previo e icónico, y construye nuevos horrores desde ahí, que un cine sin un arraigo cultural que simplemente reproduce conceptos que le son ajenos. Y no tiene que ver con cuestiones geográficas, porque cualquier cine puede establecer vínculos con otro cine, sino con la falta de creatividad y de riesgo a la hora de conjurar esas relaciones. Las películas rusas de terror que se pudieron ver en Argentina en los últimos años confirman todo lo dicho previamente, y muchas de ellas están vinculadas al nombre de Svyatoslav Podgaeskiy, director de films mediocres pero con presupuesto como La novia, La sirena o Baba Yaga: el regreso del demonio. Para La leyenda de la viuda, Podgaeskiy se corre de la dirección (aunque se mantiene como productor) y cede ese lugar al debutante Ivan Minin. Podríamos volver a Wan y pensar en Podgaeskiy como una versión berreta del director malayo-australiano, haciéndose cargo desde distintos roles de un universo estético y temático definido, pero probablemente sea demasiado. Lo que es evidente es la voluntad del realizador ruso para hacerse un nombre dentro del género en su país, aunque más no sea siguiendo paso por paso el manual de horrores ya conocidos. La influencia más evidente para La leyenda de la viuda es El proyecto Blair Witch, con un grupo de personajes adentrándose en un bosque donde habita un monstruo. Cambiamos al trío de documentalistas por un grupo de rescatistas que buscan a un niño perdido, y a Burkittsville por San Petersburgo, y tenemos más o menos lo mismo; la diferencia es que entre una película y otra pasaron veinte años, y miles de propuestas que copiaron el modelo y agotaron el recurso. Hay una intención inicial por reproducir el dispositivo found footage, con una secuencia de entrevistas a los lugareños y unas advertencias de que lo que vamos a ver sucedió en realidad. Pero lo que realmente vemos es una reconstrucción de los hechos, a mitad de camino entre la cámara testigo y una narrativa convencional. De haberse decido por el found footage, el amateurismo que impregna toda la película podría justificarse, e incluso contribuir a que el terror funcione a partir de lo que queda en off. Hay pequeños amagues, intentos de crear alguna imagen perdurable, pero es la propia narración la que se va encargando de frustrar cada posibilidad, empantanando a los personajes con giros entre previsibles y sin sentido. En un momento una de las protagonistas dirá “siento que estamos caminando en círculos”, y la sensación se transmite al espectador, que lo único que espera es que todos se mueran, menos el perro rastreador. Y ni siquiera: no hay vocación por el gore, ni siquiera por el sobresalto; tampoco hay intención por construir personajes interesantes, o por dar forma a un monstruo a la altura de las historias que se cuentan por ahí. La leyenda de la viuda, como sucedió con las películas anteriores que involucraban a Podgaeskiy, funciona mucho mejor en el póster que puertas adentro. Lo peor quizás sea la seriedad con la que sucede todo: un terror plano, industrial y sin gracia, que no asusta pero tampoco entretiene. ¿Será entonces que sí hay un terror ruso, cuya identidad es no tener identidad y ser aburrido y malo? No podemos afirmarlo al ciento por ciento, pero en cuanto a Rusia, mejor quedarnos con el vodka, los osos, las mamushkas y Natalia Oreiro. Todo eso les sale bien. La vacuna, esperemos que también.
OTRA CASA EMBRUJADA Con un pasado traumático a cuestas, una familia abandona su pueblo y se muda al número 32 de la calle Malasaña, en Madrid. El año es 1976, y en una España que transita hacia la democracia, el piso en ese barrio madrileño aparece como la oportunidad para establecerse y construir un futuro. Pero los espectadores sabemos que no va a ser así: el prólogo, situado cuatro años antes, lo dejó en claro a base de golpes de efecto, una anciana monstruosa y unos niños escapando aterrorizados del lugar; la misma casa en la que Manolo, Candela, el abuelo y los tres hijos acaban de instalarse. El horror no va a tardar en manifestarse e insistir, porque lo que no le falta a la película del catalán Albert Pintó es ritmo. Las secuencias avanzan con fluidez a través de un clima opresivo que va invadiendo todos los ambientes de la casa. No hay nada nuevo en el procedimiento, y pareciera que el director tampoco buscara despegarse del tópico “casas embrujadas”. Desde el vamos es claro lo que sucede: hay un espíritu que no va a dejar en paz a la familia hasta conseguir lo que quiere, y eso que quiere es lo menos importante; la revelación que a veces puede ser demasiado enrevesada o antojadiza, como finalmente ocurre. Lo que le importa a la película es el salto constante en la butaca (aunque en realidad sea una silla con un tapizado viejo en el comedor, pero preferimos el gesto nostálgico), y en buena medida lo consigue. Al menos en el sentido físico y estricto, porque apela a todos los trucos de cámara y de sonido del manual de películas de terror, y aunque uno trate de distanciarse y de ver los hilos (una tarea que no demanda mucho esfuerzo), el sobresalto es inevitable. Como en esos videos que circulan por Internet, que se demoran en un plano tranquilo y de repente irrumpe algo horrible que nos sacude el corazón. Un efecto básico y letal, que en esta ocasión funciona hasta que pierde por acumulación, porque incluso las puertas que se cierran manualmente o los cortes entre una escena y otra están remarcados desde el sonido, como una versión macabra y molesta de La ley y el orden. Pintó tiene pulso para narrar y talento para una puesta en escena que convierte a la casa en un personaje más, pero son los personajes de carne y hueso los que complican las cosas, sencillamente porque es difícil preocuparse por ellos. Hay conflictos que aparecen entre los miembros de la familia, y también conflictos que cada uno vive de manera personal, pero esas líneas nunca llegan a convertirse en un todo que genere preocupación. Personajes como el abuelo o como Pepe, el hijo mayor, no logran hacer pie en la trama, que se acuerda de ellos de manera arbitraria. El caso del abuelo es ejemplar, porque su presencia no parece tener mayor relevancia que la de ser un viejo senil con una corporeidad ideal para que el terror descanse en otro frente, y no se presente solo a partir del espíritu que habita la casa. Ese espíritu, encarnado en una anciana decrépita de extremidades larguísimas (interpretada por Javier Botet, un especialista en este tipo de personajes), es un monstruo bastante efectivo, quizás el mayor hallazgo de la película. No hay ninguna novedad, lo mismo que la desaparición de Rafael, el hijo menor, en una dimensión intermedia al estilo Poltergeist o La noche del demonio, pero igualmente cumple. Si Malasaña 32 no termina de funcionar, es porque se apega demasiado al reglamento y no se permite crecer con libertad. Hace un recorrido por los lugares conocidos del género pero en ningún momento se sale del camino pautado, ni tampoco se anima a reformular o discutir esos tópicos. Todo transcurre de manera sobresaltada, pero finalmente rutinaria, y la vuelta de tuerca (que añade un subtexto interesante sobre la cuestión trans, algo poco habitual en este tipo de producciones) aparece como un capricho que incluso, hacia el final, suspende el verosímil en función de una nota sacrificial un tanto brusca, que deja una sensación de “ah, no era tan difícil”. Una conclusión tranquilizadora, seguida de la típica secuencia que nos dice que el mal nunca muere realmente. Lo que sí muere son las esperanzas en un cine de terror español que supo tener su brillo, y que ahora no es más que una lamparita parpadeante al final del pasillo.
HOMBRES COMO DIOSES CON AGUJAS Mientras miraba La dosis, no pude evitar pensar en que ciertos actores argentinos tienen un physique du role que se ajusta a la perfección para interpretar a servidores públicos. Por supuesto que una opinión así invita a caer fácilmente en los estereotipos, a pensar que para algunos oficios existe un aspecto predeterminado, y de ahí estamos a un paso del prejuicio y de la estigmatización. Sin embargo, si evitamos cierta sensibilidad progre y nos quedamos con que existen personas con “cara de policía” (o de médico, o de taxista, lo mismo da), y llevamos esa afirmación al terreno de la interpretación, es posible encontrar al actor ideal para encarnar a tal o cual personaje, y trabajar desde ahí. Hay quienes buscan despegarse de esta ecuación, otorgando roles a actores que en principio no tienen nada que ver con el papel, y dependiendo del caso (del talento delante y detrás de la cámara, pero también de una opinión colectiva sobre la credibilidad de ciertas cosas, del tipo “no me creo a Jim Carrey tatuado y malo en Número 23”), los resultados pueden sorprender o fallar estrepitosamente. Dos ejemplos al azar, tomados de películas que vi en el último tiempo: desde el vamos, la presencia de Michael Peña como Roarke en la nueva versión de La isla de la fantasía no generó ningún entusiasmo, y verlo confirmó que nada tenía que ver con ese personaje. En cambio, el intercambio de roles entre Robert De Niro y Bill Murray en Una mujer para dos (De Niro haciendo del fotógrafo miedoso, Murray haciendo del mafioso), resultó tan inesperado como arriesgado, pero dio lugar a un contrapunto de lo más estimulante. Toda esta cuestión también se imbrica con las distintas corrientes actorales, las técnicas, y la manera en que cada intérprete trabaja para llegar a la mejor forma de representación… pero es irse demasiado lejos (y este párrafo ya se alejó bastante, es una digresión que espero el lector pueda perdonar). Porque el punto, al fin y al cabo, era el de señalar cuán acertada fue la decisión de ubicar a Marcos, un enfermero serio y taciturno, en la piel de Carlos Portaluppi. Es fácil imaginarlo como parte de cualquier guardia porteña, con su aspecto desvencijado y ese tono de voz entre y amable y agresivo, harto de todo pero aún así profesional. La película de Martín Kraut es, en esencia, el retrato de la tensión entre dos hombres. Uno es Marcos, que como dijimos, es enfermero. De pocas palabras, dedicado, lleva años trabajando en la Unidad de Cuidados Intensivos de una clínica, y esa profesión es prácticamente todo lo que tiene. Lo demás es una casa bastante dejada, en la que vive solo. Toda la vida previa de Marcos hasta ese momento queda en off, pero intuimos que lo que vemos es lo que hay: un hombre de aspecto enorme, pero frágil, cuya labor en la clínica es lo único que parece mantenerlo con vida. Una rutina monótona pero segura, que de repente se ve amenazada por la llegada de Gabriel (Ignacio Rogers), un enfermero joven que no solo desajusta su trabajo, si no que surge como un rival inesperado: en secreto, Marcos aplica una inyección letal a los pacientes que ya no tienen esperanza, y Gabriel hace lo mismo. “La diferencia es que yo lo hago por piedad, y él lo hace por placer”, dirá en un momento Marcos. El problema ético de esa diferenciación va a servir de fondo para el verdadero móvil del relato, que es la dinámica perversa en la que se van a ir enredando los dos enfermeros. La presencia de Portaluppi es la que sostiene una película que se ocupa de crear un clima frío y cerrado (el de la vida en la clínica), y que la mayor parte del tiempo lo consigue; sin embargo, el suspenso poco a poco se va diluyendo, hasta desembocar en una resolución que apunta a explicitar un subtexto apenas enunciado (el lado queer de la historia), y que recuerda en su ejecución al final de Muerte en Buenos Aires, la mucho más lograda película de Natalia Meta. Mientras Portaluppi se integra con su personaje y se muestra consistente a lo largo del film, lo de Ignacio Rogers es un poco un enigma: a veces pareciera actuar muy mal, y otras veces pareciera que esa inestabilidad, que pone a prueba lo creíble, fuera la máscara con la que su personaje oculta su verdadera naturaleza. De la manera que sea, esa inconsistencia le juega en contra, porque terminamos viendo al psicópata conceptual, el que posiblemente se planteó en el guion, pero difícilmente al de carne y hueso. Siendo justos, La dosis no es una mala película, sino más bien fallida. Kraut filma con solvencia, sin los excesos formales que a veces acechan a una ópera prima; un trabajo en el que priman los planos fijos, con una fotografía que utiliza los tonos sórdidos de la vida hospitalaria (o de la representación que el cine ha hecho de ese espacio, donde conviven el profesionalismo y la enfermedad). Los dilemas éticos alrededor de la eutanasia quedan saludablemente fuera del interés principal del film, que prefiere construirse como un thriller antes que dar un discurso. Lo mismo sucede con el detrás de escena del negocio de la salud, y la burocracia de las instituciones médicas; apenas un contexto, un telón de fondo para hablar de dos hombres con distintas maneras de sobrevivir a su soledad, y con uno de ellos resbalando hacia la locura. Lamentablemente, lo que la película propone no consigue ser suficiente, y la expectativa comienza a desvanecerse. Lo que queda, en definitiva, es un film discreto, un arranque interesante para Martín Kraut, pero no mucho más. Una experiencia que, aunque menor, tampoco nos hace desear esa dosis que termine con la agonía.
FUERZA Y VOLUNTAD Cuando comienza El mundo entero, el documental dirigido por Sebastián Martínez, el narrador se pregunta: “¿cómo se hace una ciudad de la nada, en medio de la nada, en el Siglo XIX, en Uruguay?”. Para encontrar una respuesta, lo mejor es detenerse en la figura de su fundador, y ahí es donde aparece Francisco Piria. Un personaje fabuloso y excesivo, cuya personalidad puede empezar a entenderse con el primer dato que salta a la vista: su apellido en el nombre de la ciudad, Piriápolis. Según sabemos, Piria quedó huérfano de padre y fue llevado a Italia, donde fue criado por un monje jesuita. Cuando volvió a Montevideo, se hizo rápidamente un lugar entre los comerciantes, con un talento visionario para los negocios (llegó incluso a vender perros tricolor, que no eran otra cosa que perros teñidos por el propio Piria). Después vinieron el loteo de tierras, los negocios inmobiliarios, la construcción del primer y precario hotel, hasta llegar a la mansión donde vivió, y que fue la primera pieza del sueño al que entregó su vida: la construcción de una ciudad a la medida de sus ambiciones. Si bien la historia de Piria y de los eventos que rodearon su utopía son de por sí interesantes, es la manera en la que Martínez ejecuta su documental lo que hace de El mundo entero una película fascinante, incluso hipnótica. Un trabajo formal que busca evadir las convenciones, y que rápidamente abandona los planos turísticos y las tomas panorámicas, para acercarse a sus dos protagonistas (Piria y Piriápolis, el hombre y su ciudad) con recursos ingeniosos y a la vez sencillos. Vemos un libro, vemos como una mano descubre una foto de Piria, y así conocemos su rostro; ante cada nueva maravilla arquitectónica, una mano pone frente a la cámara una miniatura del edificio en cuestión (la casa, la iglesia, los hoteles), y a través de este souvenir nos adentramos en los pormenores de cada construcción. Es un recurso simple, hasta didáctico, pero que funciona. Del mismo modo en que funcionan los efectos de sonido, presentes en todo momento. Al principio pueden parecer molestos, pero a medida que el documental avanza se vuelven indispensables, y ahí aparece otra virtud: la creación constante de climas que acompañan cada parte de la historia. Cascos de caballos, monedas, botellas, el rugido de las olas, el crujir del fuego, y un largo etcétera; cada nueva información aparece con un sonido distintivo que la potencia. Claro que El mundo entero no solo se destaca por su destreza técnica y su aspecto visual (al que hay que agregar un trabajo de archivo excepcional, que se funde con las imágenes actuales a través del montaje), sino que también tiene la capacidad de albergar a las distintas voces que, a veces contrapuestas, componen el mito de Piria. Martínez entrevista a los historiadores que dan pistas sobre la vida y las motivaciones del fundador de Piriápolis, pero también da lugar a los que creen y defienden el costado esotérico de la historia, con Piria como un gran alquimista, que quizás incluso haya conseguido escapar de la muerte. La cuestión esotérica se ve respaldada por los símbolos que Piria fue dejando en los hoteles y en su mansión pero, principalmente, por la construcción de un templo, que lo llevó a enfrentarse a la Iglesia (y que hoy sigue oficiando de escenario para quienes continúan estudiando y practicando estas creencias). Del mismo modo, la relación tirante entre Piria y el Estado uruguayo (o la ausencia de relación, en principio) es interrogada para tratar de explicar por qué su legado quedó parcialmente olvidado. Es innegable que Martínez mira a Piria con fascinación, y que esa idealización se traslada a todo el documental. Una ausencia de grises que podría incomodar, pero que termina siendo un detalle ante la pasión con la que el director nos invita a conocer a su personaje: un hombre que vivió adelantado a su tiempo, que entre muchos y excéntricos logros escribió la primera novela utópica uruguaya, pero que pasó a la historia como un soñador consecuente: el empresario que imaginó una ciudad ideal, y la construyó. El mundo entero es una grata sorpresa, porque consigue contagiar algo de esa pasión y de esa curiosidad al espectador, que se pierde embelasado por los pasillos del Hotel Argentino, o por los misterios de esa mansión donde Piria habitó como una versión uruguaya del Ciudadano Kane. Un auténtico triunfo.
UNA PELÍCULA QUE NUNCA EMPIEZA ¿De qué manera se inscribe Giro de ases dentro del panorama actual del cine nacional? La película del periodista y crítico Sebastián Tabany (codirigida por Fernando Díaz) es, en principio, una anomalía. Si bien es cierto que las derivas existenciales del Nuevo Cine Argentino quedaron en gran medida relegadas, y que los géneros son revisados desde distintos estratos de producción (el policial desde el mainstream, el terror desde proyectos más modestos, por poner dos ejemplos), lo que propone Giro de ases es un desplazamiento de esa tendencia; un cruce entre lo fantástico, la comedia romántica y el cine juvenil. Pero no solo eso: el tono que Tabany quiere otorgarle a su película busca desentenderse de cualquier cáscara realista, para trabajar con un verosímil permeable a los estados de ánimo, o las necesidades de una historia que se pretende “mágica”. El problema, claro, es que todo se queda en los papeles. Martín (Juan Grandinetti) trabaja de croupier en el Casino de Buenos Aires, pero su verdadera vocación es la magia. Como dicen un par de veces sus amigos durante la película, Martín es un gran cartomago, pero por alguna razón todavía no se animó a subirse a las tablas. Deprimido por la ruptura con su novia, pasa las tardes mirando videos de Henry Evans (mago al que admira, y que fuera de cámara entrenó a los actores para el rodaje), y atraviesa las noches trabajando en piloto automático. En una función de un colega al que mucho no soporta, queda flechado por Sofía (Carolina Kopelioff), la novia del mago; envalentonado por la posibilidad de un nuevo amor, y acompañado por su grupo de confianza (conformado por magos con distintas especialidades), va a ir descubriendo el alcance de sus verdaderos poderes. Luego de algunos chivos desvergonzados en donde vemos la fachada del casino unos segundos de más, Tabany nos señala a los personajes, nos da breves pistas sobre sus destinos posibles, y después no hace nada más. Resulta llamativo el modo en que la película se demora en delinear su conflicto, casi como si lo esquivara a propósito. Uno atraviesa los minutos preguntándose cuándo empieza, cuándo va a pasar algo, mientras las escenas se suceden sin demostrar interés por el tono, o incluso por el espectador. Si la narración avanzara, quizás sería menos fácil detenerse en las decisiones formales de Tabany, que inunda su película con planos televisivos y con actuaciones afectadas al estilo Cris Morena (Romina Gaetani y Thelma Fardin son ejemplares a este respecto), y que varía el tono sin encontrar nunca una homogeneidad (con raptos de una banda sonora que recuerda a ciertas comedias familiares de los 90, protagonizadas por animales). Pero no. Cuando pareciera que se abren algunas aristas de interés, que finalmente algo va a ocurrir, la película termina. Y la promesa de continuidad, que se revela recién hacia el final, genera una sensación de estafa más que de expectativa. El procedimiento, que tiene su antecedente más cercano en la primera parte de IT, de 2017 (y a juzgar por el cameo de Andy Muschietti, sale de ahí), acá no hace más que promover el enojo. Las posibilidades de un universo poco explorado por el cine argentino (el detrás de escena de la magia profesional) terminan por desplomarse, en una película que apuesta por generar el interés suficiente como para permitirse desarrollar su conflicto en una segunda parte, y que nunca lo consigue. Tabany quiso explorar la relación entre sus dos pasiones (el cine y la magia), pero el truco queda expuesto sin mucho esfuerzo. Lo que queda oculto, irónicamente, es la pasión.