UN PERRO LAMIENDO LA SANGRE DE UN QUIRQUINCHO Una teoría: durante el proceso de investigación para un documental sobre una comunidad indígena, los miembros de un equipo de realizadores son testigos de cómo sus propios prejuicios, y sus distintas concepciones de lo “políticamente correcto”, determinan y moldean la manera en que la comunidad queda retratada en la pantalla. Deciden que trabajar sobre ese conflicto (el problema de quién elige la porción de realidad que se recorta, y cómo elige mostrarla) es quizás más interesante que el documental mismo, y terminan realizando una película al respecto. A pesar de no ser más que una especulación de quien suscribe, los resultados de Insula parecieran ajustarse a este origen accidental. La película de María Onis se inscribe dentro de una larga tradición de films que se encargan de mostrar el detrás de escena de la producción cinematográfica, ya sea para exponer los pormenores de una filmación, para desentrañar “la magia del cine”, o para hablar de los recovecos burocráticos de la industria. La premisa de Insula nos ubica en una comunidad wichi, donde una pareja de documentalistas sigue con su cámara las tareas cotidianas de los habitantes. En un film que no alcanza los 90 minutos, es llamativo el tiempo que se toma la directora para plantear su conflicto. Los planos se demoran sobre la naturaleza, los cuerpos y los rostros, casi como si lo que estuviésemos viendo fuese realmente un documental. La ficción irrumpe discreta, con apuntes breves de voces que discuten lo que vemos, hasta que finalmente llegamos al núcleo del relato: en la sala de edición, la pareja conformada por Juli y Fran (interpretados por María Soldi y Francisco Benvenutti) no logran ponerse de acuerdo sobre qué mostrar, y en sus conversaciones salen a la luz ideas sobre la estigmatización de la comunidad, o la tolerancia del público a ciertas imágenes, entre otros conceptos que rondan la cuestión de la corrección política en el cine. Si la premisa es interesante, porque intenta escarbar en el modo en que se piensan los discursos que después vemos reflejados en una película (y cómo esos discursos se ven afectados por cuestiones de agenda o por miedos coyunturales), la ejecución de esas ideas por parte de la directora lleva a Insula a convertirse en una escalada de aburrimiento y confusión. El registro documental se intercala con las discusiones de la pareja sin mucha fluidez, y de manera inexplicable también vemos lecturas de poesía a cargo de Naty Menstrual y Fernando Noy. Podemos pensar que se trata de dar pistas sobre la vida blanca y palermitana de los protagonistas, algo sobre lo que película intenta una suerte de posición (chicos bien, universitarios, contrastados con una comunidad indígena a la que se acercan sin poder despegarse de cierta condescendencia de clase), pero que se diluye en la construcción poco esmerada de una mirada autocrítica. El efecto es curioso: las lecturas poseen una belleza y una consistencia que permanecen aisladas del resto del relato, que por lo general se debate entre el tedio y la apatía; su presencia es efectiva, pero también antojadiza. Hacia el final, con una secuencia bastante arbitraria que termina por dejar mal parados a los protagonistas, Onis concluye lo que parecería ser el boceto de una película, con actuaciones desganadas (Soldi hace lo que puede, y aun así se ubica muy por encima de lo que ofrece Benvenutti), y una notable desorientación a la hora de elegir qué es lo que quiere contar. Se entiende que el patetismo imperante sea buscado, pero la pereza y la falta de humor, en una propuesta que se pretende ácida, son contras que no pueden dejarse de lado. La directora termina por emparentarse con sus personajes, que no consiguen encontrar el enfoque adecuado para su documental. Lo que queda de este lado es aguantar hasta los créditos, y después a otra cosa.
CRECER DUELE En el recreo, Alba se acerca a un grupo de compañeras que charlan y se ríen. Tiene 11 años, es bastante tímida, pero se nota que quiere ser parte de ese grupo. Las escucha, intenta una sonrisa, pero las demás no advierten su presencia. Cuando lo hacen, se quedan calladas, como si no quisieran compartir la diversión con esa chica flaca, de mirada triste, cuya voz apenas se escucha cuando lee frente a la clase. Sin molestarse en incluirla, reanudan la charla hasta que un grupo de chicos pasa corriendo y ellas se unen entre gritos y chistes. Alba queda sola, observa que una cartuchera quedó atrás, a su lado, y sin pensarlo se la lleva. En su casa, mientras una enfermera ayuda a su madre a vestirse, la niña investiga su nuevo botín. Y en silencio, juega a que es una más de aquellas chicas. En la película, que pasó por varios festivales y estuvo nominado a los premios Goya en 2017, la directora y guionista Ana Cristina Barragán continúa explorando el universo femenino en la preadolescencia, después de realizar los cortos Despierta y Domingo violeta. Entre planos cerrados, y con una cámara que casi nunca se despega de su protagonista (interpretada por Macarena Arias), la película sigue a Alba mientras busca un sentido de pertenencia, a la vez que atraviesa la enfermedad de su madre. Cuando las cosas se complican y la madre queda hospitalizada, la niña se ve obligada a mudarse con su padre (Pablo Aguirre), un hombre hosco y derrumbado, que vive en condiciones bastante precarias, y que parece no saber cómo comunicarse con su hija. El contraste entre su nueva realidad, apuntalada por el vínculo con su padre, y el mundo hermético del colegio privado al que asiste, va a servir de escenario para que Alba crezca y se descubra, mientras la tragedia se cierne inevitable. Los elementos clásicos del coming of age aparecen en la película narrados de manera simple y honesta, con una mirada que acompaña sin juzgar. La primera menstruación, el primer beso, la vergüenza, los miedos, la amistad, la primera fiesta; Barragán va construyendo un relato hecho de pequeñas cosas, de experiencias universales, aplazando con ternura una oscuridad que siempre busca imponerse. La madre que agoniza sin remedio, pero también la existencia vacía del padre, que cumple con su rol como puede. La idea de la muerte atraviesa todo el film, pero está trabajada con una sutileza que escapa a la manipulación y a los golpes bajos. Sabemos que en algún momento va a suceder, pero a la directora pone el foco en otras cosas: en los intentos de Alba por caer bien, en el bullying como un círculo vicioso, en las diferencias de clase (que se ven sin que estén subrayadas), en la relación frágil con su padre. Tal vez en esa interacción, en donde conviven la distancia con la compresión, se juegue lo mejor de Alba; la posibilidad de conmoverse aparece en esa charla mínima en el auto, en la que se vislumbra un dolor común, y se acentúa cuando el plano se abre, se aleja por primera vez, y vemos al padre y a la hija descansando en la playa. Una escena que da la sensación de que las cosas no están tan mal, aunque todo parezca terrible. La misma sensación que Barragán, con calma y precisión, logra extender a toda su película.
SÚPER 8, CUARENTENA Y CHORIPANES En el panorama actual del cine nacional, la figura de Matías Szulanski es un caso particular, donde coinciden una saludable inclinación por los géneros (el policial, la ciencia ficción, la comedia sanguinaria y ultra violenta), con unos resultados que suelen perderse entre el homenaje, la cita y el capricho. Desde 2016 (año de su debut con Reemplazo incompleto) para acá, Szulanski realizó siete largometrajes, que además de conformar una producción inusitadamente prolífica, lo ubican como un cineasta apasionado, atento a las necesidades formales de cada historia que decide contar. Con un pie en el pulp y la clase B, pero sin que esto se traduzca en falta de calidad visual (de hecho, en una entrevista admitió una preocupación porque, pese a los presupuestos acotados, sus películas “se vean caras”), los films de Szulanski se construyen como ejercicios de estilo nostálgicos, casi como una exhibición de otras épocas de la historia del cine, que le gustan y que decide recuperar. Es justamente esa experimentación infatigable, de cinéfilo serial, lo que le suele jugar en contra, porque la suya es una mirada que nunca termina de consolidarse, si no que sigue probando cosas y disfrazándose según la ocasión. En otras palabras: Szulanski pareciera no dejar de jugar y de divertirse con cada nueva película; una actitud que, lejos de condenarse, podría incluso celebrarse, si todo ese juego y esa diversión se transmitieran finalmente al espectador. Lamentablemente, es algo que no sucede. Ecosistemas de la Costanera Sur es su último proyecto, un documental sobre esa zona de la Ciudad de Buenos Aires conocida por la reserva ecológica, los carritos de choripanes y una apariencia descuidada que le otorga ese encanto a mitad de camino entre lo popular y lo cheto (no olvidemos que ahí nomás comienza Puerto Madero). El carácter convencional de documental turístico es desechado a los pocos minutos por el propio Szulanski, cuya voz aparece para decirnos que lo que vimos hasta ahí (al actor Fabián Arenillas contándole a la cámara curiosidades sobre la costanera) no va a continuar, porque se parece demasiado a lo que uno puede encontrar caminando por el lugar o yendo a Wikipedia. Lo que sigue, entonces, es el esfuerzo del director por despegarse de los caminos tradicionales del género, apelando a una estructura episódica (habitual en su trabajo) para mostrarnos algo así como el borrador del documental que no fue. Es una premisa que podría abrir el juego hacia lugares inesperados, pero que se queda en la intención. Szulanski convoca a algunos amigos (Paulo Pécora, Mónica Lairana, Franco Sintoff) en la búsqueda de un relato colectivo que abarque distintos registros, para intentar armar una imagen de la Costanera Sur que responda no solo a una mirada. Otra idea potencialmente fructífera que se queda en lo anecdótico (la anécdota sería que durante la cuarentena varios directores intentaron hacer cine desde esa experiencia inédita), con los pasajes de Pécora y Lairana lastrados por una mezcla de pretenciosidad, aburrimiento, y una suerte de autocrítica culposa con respecto a la identidad cool porteña. ¿Hay alguna razón para justificar la presencia de estos segmentos, más allá del espíritu colaborativo auspiciado por el encierro y el Covid-19? No lo sabemos. En la segunda mitad, el documental cede a la ficción con personajes reales, convirtiendo a Sintoff es un cineasta amateur decidido a filmar una película de terror en Súper 8, con la Costanera y su mitología como telón de fondo. Ahí aparece la leyenda del Reservito, el monstruo que habita las profundidades de la reserva ecológica, y cuyo origen se entrelaza con la llegada, a principios del Siglo XX, del avión Plus Ultra a Buenos Aires. Este episodio, bastante más largo que los anteriores, funciona mucho mejor como la variante que Szulanski quiere proponer a los documentales al uso, e incluso nos lleva a pensar que quizás hubiese sido mejor encarar todo de esta manera. Es cierto que en algunos momentos la narración se ve ganada por un cinismo innecesario, pero las cosas se terminan antes de que el resultado se vuelva molesto. Y esa es la sensación final que se traslada al espectador cuando aparecen los créditos: un recorrido un poco tedioso, un poco intrascendente, con un rato más o menos divertido e interesante, que podría haber sido mejor pero tampoco es espantoso. Es bueno saber que Szulanski sigue jugando y buscando nuevas formas para sus películas, que son como fiestas de amigos a las que vamos sin conocer a nadie, medio de casualidad, y en las que nos quedamos tomando una cerveza en un rincón y viendo a la gente bailar. Ojalá la próxima nos invite y podamos ser parte.
NO HAY SEÑAL EN LA MONTAÑA Amaicha del Valle. Una pequeña comunidad indígena en la provincia de Tucumán. Mario Reyes, arriero y guardaparques de profesión, realiza sus actividades habituales mientras la cámara lo observa a una distancia prudencial. El trabajo, la comida, las caminatas, las conversaciones, los silencios. El paisaje. La naturaleza y sus inclemencias. El documental de Luis Sampieri, guionista y director, entremezcla estos elementos a través de una mirada que no busca entrometerse, sino que prefiere acompañar a sus personajes a través del relato. Porque hay un relato, en el fondo, que es prácticamente una anécdota: el pueblo se queda sin internet, y Mario tiene que guiar a un ingeniero a través de la montaña para que pueda arreglar la antena y devolver el servicio a la comunidad. Además de ser una anécdota, es una excusa, porque le sirve al director para reflexionar sobre los usos de la tecnología, y la forma en que se articula con el pasado y el presente. También funciona para dar cuenta de las vidas que quedan implicadas en su recorrido, desde el arriero que cabalga cerca del cielo, hasta la niña que llama a Atención al cliente para saber cuándo va a volver a ver YouTube. En una película que apenas supera los 70 minutos, la cuestión de la antena rota se demora en aparecer, y eso refuerza la impresión de que a Sampieri le interesa otra cosa. Con planos largos, a veces fijos, construye un fresco de la vida en ese lugar, y entonces la atención puede desviarse de Mario Reyes para pasar a un escultor que trabaja en su taller, y después dar lugar a los habitantes que, sin internet, se comunican con sus seres queridos a través de la radio. Cuando vuelve al arriero, el documental se preocupa por retratarlo como una figura dedicada y profesional, del que sin embargo no sabemos nada; la vida que queda en off le confiere un aura de misterio y de tragedia que lo emparenta con los héroes crepusculares del western. La comparación no es casual, porque cuando irrumpe la travesía, los espacios se abren y la montaña se muestra vasta e imponente, con un cielo infinito que anuncia una tormenta. La belleza de este tramo es innegable, apuntalada por una banda sonora que solo aparece cuando es necesario. Cabe pensar, quizás como una apuesta futura, en las potencialidades visuales que podría desarrollar Sampieri en una ficción. Y es que, si uno desconoce el carácter documental de Señales de humo, varias partes podrían tranquilamente confundirse con una ficción. El naturalismo del director a la hora de retratar a su protagonista, con una vida atravesada por su relación con el trabajo, no es muy distante a una película como La libertad de Lisandro Alonso. Sin embargo, en el plano discursivo la película se resiente, y las palabras pierden fuerza ante las imágenes. Palabras que escuchamos, pero que también leemos en pantalla, en un recurso que Sampieri utiliza para ilustrar la vida digital de los habitantes (los mensajes de texto que circulan), y que nunca deja de sentirse fuera de lugar. Hay una búsqueda formal del director por elevar su película por sobre la media, y así Señales de humo puede verse también como el esfuerzo de un documentalista por evadir las convenciones, sumando recursos para lo que quiere contar. Algunas de esas decisiones no logran disimular cierta pretenciosidad, una experimentación que no siempre da buenos resultados. Y así Sampieri termina cayendo en algunas exageraciones visuales que buscan lo simbólico, y se observan entre antojadizas e impostadas. Por suerte, no es algo que ocurra con demasiada frecuencia. Las palabras, decíamos, son las que parecen sobrar. A través de las palabras el director amenaza con dar un mensaje aleccionador y bastante fácil sobre los peligros de la tecnología, y la necesidad de volver a las viejas costumbres. Hay que creerles a los viejos, dice el ingeniero, después de dudar de Google Maps para establecer a qué altura se encuentran sobre el nivel del mar, porque la aplicación arroja un resultado distinto del que reza una placa al pie de la montaña, confeccionada en los viejos buenos tiempos. Una época que el documental pareciera añorar, pero evitando convertir esta reflexión en una bandera. La noche se cierra sobre el arriero y el ingeniero, que toman mate y esperan que el clima mejore para poder seguir trabajando. Sampieri concluye su viaje aceptando el lugar que ahora ocupa internet en la vida de la gente, y se va sin enunciar postulados. Las imágenes permanecen y se imponen, mientras que las advertencias obvias sobre el futuro se desdibujan bajo la lluvia.
ASESINATO SOBRE LAS TABLAS Hay un rasgo común que atraviesa a varias de las ficciones que, desde que las salas dejaron de funcionar (suena apocalíptico, sí), se estrenan semanalmente por Cine.Ar: si bien trabajan sobre temas alejados de lo que suele proponer el cine nacional, y a pesar de tomar algunos riesgos formales, no logran superar una calidad media. Son películas competentes y con buenas intenciones, pero con algunos aspectos fallidos. Es un fenómeno curioso, con excepciones, y se podría intentar una explicación abordando la cuestión desde lo artístico, lo cultural, lo económico e incluso lo geográfico. Pero es un análisis que excede el propósito de esta crítica, y que también excede los límites de quien suscribe. La observación, en todo caso, resulta útil para pensar algunas cuestiones en torno a Algo con una mujer, una película que, como otras de su época, lo intenta sin conseguirlo del todo. Con guion y dirección de Mariano Turek y Luján Loioco, el film se sitúa en un tiempo y un espacio políticamente convulsos: la Argentina de 1955 sirve como telón de fondo para contar la historia de Rosa (María Soldi), una ama de casa que trabaja de modista y pasa sus días encerrada y aburrida, con un marido que se deja ver poco en la casa, y que cuando lo hace, aparece armado y con el cuerpo golpeado. Rosa intuye, sabe, pero no pregunta. Es una esposa devota, silenciosa, que va al cine a ver películas de detectives para distenderse de los problemas que la cercan: un matrimonio con pocas satisfacciones, una rutina agobiante, la persecución por ser peronista, y un embarazo que nunca llega. Una noche, Rosa va a ser testigo de un crimen, y a partir de ahí, todo se va a complicar. Algo con una mujer está basada en la obra de teatro La rosa, de Julio César Beltzer; el dato, que la mayoría de las veces no implica ninguna peculiaridad, en este caso resulta crucial para entender un problema que se extiende por toda la película, dando muchas veces la sensación de estar viendo teatro (bien) filmado, o incluso, un ensayo con vestuario. Sobre las tablas, los actores se mueven y hablan de una manera distinta a la que lo hacen frente a una cámara. Es una obviedad, porque cada formato requiere de características particulares para entablar una dinámica con el espectador, y es por eso que llama la atención lo que sucede con las actuaciones en la película. Es como si los modos del teatro se impusieran la mayor parte del tiempo; si uno cierra los ojos, es posible escuchar a un grupo de actores leyendo sus textos. Dejando de lado el registro actoral (también víctima de diálogos demasiado literarios y afectados para parecer de otro tiempo), la película propone un policial que avanza con bastante seguridad, dejando caer algunos apuntes sobre el rol de la mujer en un contexto social opresivo, pero sin dejar que estas observaciones desplacen al relato. En una época apuntalada por un discursividad más preocupada por el qué que por el cómo, el detalle no es menor. La historia de Rosa como una improbable detective, a la vez víctima y victimaria, se construye como un ejercicio de género efectivo, quizás un poco lenta, pero capaz de mantener la tensión hasta un final que, sin ser una maravilla, se ajusta a la propuesta. Es una pena que el tránsito malogrado del teatro al cine termine por empañar una experiencia que, por lo demás, resulta atendible e interesante.
EL PARAÍSO PODRIDO Atención: esta crítica contiene spoilers. Una secta en el sur de Chile. Tamara tiene 11 años, y fue elegida por Miguel, el líder de su comunidad, para concebir a su sucesor: un niño divino, un hombre santo, nacido de la pureza de Tamara y de la sabiduría de Miguel. Ella, de todas las mujeres, fue elegida por El. Y eso la llena de incertidumbre, pero también le da una misión. Al fin y al cabo, Miguel es quien guía las vidas de todos los que viven en ese paraíso rural; el que tiene las respuestas, el que los cuida, el que les dicta cómo vestirse para estar a la altura de la belleza que los rodea. Sin darse cuenta, Tamara construye su identidad a partir de lo que Miguel representa, y de lo que él quiere para ella. Su cuerpo y su vida no le pertenecen, si no que pertenecen a un propósito mayor. A partir de esta premisa, Marialy Rivas vuelve a indagar sobre algunas de las inquietudes que ya estaban presentes en su ópera prima (ese pequeño clásico de culto que es Joven y alocada), pero tomando una distancia formal y de tono con respecto a aquella película. Si en Joven y alocada el despertar sexual de una joven dentro de una familia evangélica era retratado con un ritmo veloz y urbano, con liviandad y humor, pero sin pudor y sin renunciar a las emociones fuertes, en Princesita el tono es reposado, y la película se despliega como si se tratara de un cuento de hadas. La directora vuelve a cuestionar el lugar de la religión y de los cultos en el tránsito que va de la niñez a la adolescencia (y a la adultez, en el caso de su primera película), pero su interés principal está puesto en observar cómo la identidad femenina se construye a partir de los dictámenes y deseos del patriarcado. En Joven y alocada, la presencia de este tema era sutil; acá es explícito, e incluso va más a fondo, porque la cuestión del abuso (sexual, y de lo patriarcal sobre lo femenino, en palabras de la propia Rivas) atraviesa todo el relato. En un terreno que sin dudas es difícil y resbaladizo, fértil para la polémica, la directora elige avanzar sin subrayados ni regodeos; confía más en acompañar a su protagonista (la excelente Sara Caballero) en el descubrimiento de lo que esconde su normalidad. Si bien se impone una distancia inevitable con lo que vemos de la vida dentro de la secta, Rivas la muestra sin anteponer el horror, retratando a los jóvenes en sus actividades diarias con un registro que tiene más de Capitán Fantástico que de, digamos, Midsommar. Cuando Miguel (un notable Marcelo Alonso) revela sus intenciones con Tamara, comenzamos a ser testigos de la lenta desintegración del paraíso. La niña aún no sabe que corre peligro, pero intuye que algo no está bien. Es a través de la escuela, del interés por un compañero de curso, y de la intervención de una profesora, que Tamara encuentra el contraste necesario con su propia realidad, para empezar a comprender la situación. Marialy Rivas es una realizadora que no evita los riesgos, y es evidente que en Princesita los riesgos están presentes. Algunos problemas formales relacionados con el exceso (tanto de la voz en off como de la cámara lenta) pueden molestar, pero el balance brinda la posibilidad de dejarlos de lado. El problema mayor, el riesgo principal, aparece al final: cuando la violación sucede, Rivas enfrenta un reto problemático desde lo técnico, pero también desde lo moral y políticamente correcto. La resolución es efectiva, una escena elaborada como un sueño, donde el espanto evade lo morboso para construirse desde lo que apenas se puede ver. Y ese vaivén entre lo que se muestra y lo que no, resulta aún más desgarrador. Cuando vemos a Tamara tendida sobre esa especie de altar, con el neón de fondo y los cuerpos desnudos de sus agresores desparramados por el lugar, el horror está instalado, y lo que queda es dar un cierre. Ahí Rivas da un paso en falso, se deja ganar por una solución que tiene tanto de pereza como de intencionalidad ideológica. Las llamas, seguidas del momento más innecesario de la voz en off, dan cuenta de un trazo grueso que hasta entonces se había evitado, y hasta de una traición, porque la directora privilegia las palabras por sobre el plano. Y sin lograr derribarla, ese final amenaza con ubicar a la película en un lugar facilista, devorado por un espíritu de época.
LAS TROPELÍAS DEL GAUCHO INVEROSÍMIL Gauchito Gil, la película que el director Fernando del Castillo filmó en su Corrientes natal, es un intento por despojar al santo popular de la idealización y la mística que naturalmente lo rodean. No existen certezas sobre la historia de Antonio Mamerto Gil Núñez, pero la mayoría de las versiones coinciden en que peleó en la Guerra de la Triple Alianza y que luego desertó, que se convirtió en forajido y se ganó el cariño y la devoción de la gente, y que fue asesinado en la localidad de Mercedes. Colgado boca abajo, dicen que sus palabras finales fueron para su verdugo: le avisó que su hijo estaba enfermo, y le dijo que lo iba a salvar. Luego fue degollado. Dicen también que, al volver a su casa, el verdugo encontró al hijo enfermo, pidió por su salud y el hijo se salvó. El verdugo volvió al lugar donde mató al gaucho, y puso una cruz. Ahí comienza la leyenda del Gauchito Gil, y el culto que se extiende hasta nuestros días. Poco importan los hechos históricos concretos: basta con ver los santuarios al costado de las rutas del país, con sus banderas rojas, flameantes, para dar cuenta de la importancia de Antonio Gil dentro de las creencias populares, donde la fe se impone a las circunstancias. Resulta inevitable comparar esta película con Gracias Gauchito, de Cristian Jure, estrenada hace poco menos de dos años, y que en esa comparación aquella película termine ganando espesor. Es verdad que cada una ensaya una mirada distinta sobre el tema en común, pero lo que falla en la película dirigida por Del Castillo es materia consciente en la película de Jure: desde los diálogos afectados, pasando por la puesta en escena de a ratos teatral, hasta ese verosímil puesto a prueba de manera constante. Lo que en Gracias Gauchito se entendía como una búsqueda deliberada por el artificio y lo kitsch, acá no hace más que evidenciar los defectos de una propuesta que no logra organizarse. Si bien Del Castillo no desestima la mitología de su personaje, decide poner el acento en la reconstrucción de los eventos “reales” que precipitaron la fuga y la posterior muerte del Gauchito Gil. Elige narrar ese recorte de la historia en clave de western, lo que en principio es un acierto, pero no puede evitar que la película se empantane con recursos que van del melodrama a la telenovela, y que no hacen más que desestabilizar un relato que podría funcionar sin demasiadas aspiraciones. Marcelo Vallejos, que le pone el cuerpo al Gauchito, apenas puede salir airoso de un guion que no le da muchas oportunidades, reduciéndolo a un personaje plano y poco interesante. Los que terminan resultando más estimulantes son los villanos, no tanto el insoportable coronel Salazar, si no la cuadrilla de soldados encargados de capturar al gauchito, que en su constante patetismo se vuelven simpáticos. Ahí hay otro acierto, porque el director le da espacio a esos captores, en especial a Quintana, que es quien empuña el cuchillo final. Pero claro, la que se cuenta acá es la historia del Gauchito, así que esos claroscuros se terminan diluyendo. Gauchito Gil es una película chica y consciente de sus límites, pero le cuesta articular sus partes para que la narración avance sin distraernos con detalles que, de otro modo, pasarían inadvertidos, casi sin molestar. Paula Brasca, por ejemplo, que interpreta a una viuda aristócrata con la que el Gauchito mantiene un romance, habla con un acento porteño del Siglo XXI, pero de a ratos lo mezcla con un impostadísimo acento correntino. Más que una intención, ese juego entre los acentos termina pareciendo un descuido. Lo mismo que el diseño de vestuario, que aboga por una pulcritud que los hace parecer a todos disfrazados. Es interesante detenerse un segundo en este punto: si uno se pone riguroso, es posible notar que la recreación de un período histórico concreto en el cine, a veces, echa por tierra la observación realista de los usos y costumbres en favor de una finalidad estética. Es más que probable que los uniformes no estuvieran siempre gastados y sucios, y seguramente la rugosidad de todas las cosas no estaba filtrada por una fotografía de época, pero esa es la idea que a veces tenemos del pasado, y que curiosamente funciona. Ya sabemos que cuando la leyenda se convierte en hecho, preferimos imprimir la leyenda. En un contexto de producción nacional donde se imponen las fórmulas seguras (al menos en el mainstream, que rara vez se aleja de la comedia marca Suar o del policial con comentario social, aunque hay excepciones), son dignas de celebrar las películas más modestas, muchas de ellas producidas y filmadas fuera de Capital Federal, que se animan y toman riesgos desde la forma o el tema. Y es indudable que Gauchito Gil lo intenta, aunque lamentablemente el resultado esté lejos de dar la nota.
PUEBLO CHICO, MAESTRO GRANDE Natalio es maestro en un pequeño pueblo del interior del país. Vive con su madre, y se entrega con entusiasmo a su trabajo, en donde parece ser un docente querido y respetado. No puede evitar cierta predilección por Miguel, el hijo de la mujer que trabaja en su casa, un niño maltratado tanto por sus compañeros de clase, como por el novio de su madre, quien constantemente lo insulta y lo insta a defenderse, a pelear como macho. Natalio trata de ayudarlo y le da clases particulares, al tiempo que organiza la muestra anual de teatro y se hace cargo de su madre, una mujer de salud frágil que nunca duda en indagar y entrometerse en la vida de su hijo. Todo transcurre de manera bastante rutinaria, pero a partir de la llegada al pueblo de Juani, un viejo conocido del maestro, comienzan a revelarse los prejuicios y la intolerancia de una comunidad que no entiende ni acepta la relación entre estos dos hombres. Filmada en la localidad salteña de La Merced, la película de Cristina Tamagnini y Julián Dabien es, por un lado, la evocación de una figura entrañable: el maestro de pueblo, ese personaje de la infancia que es también un poco como un padre, preocupado por transmitir su cultura y sus valores, capaz de articular la enseñanza con el juego y de ser el refugio de las realidades, a veces difíciles, de cada hogar. Por el otro, es el retrato de algunos hombres que no pueden aceptar el amor entre Natalio y Juani, y que al sentir amenazadas sus instituciones primitivas, se organizan para que el maestro desaparezca de las vidas de sus hijos. Y si bien en esta caza de brujas también participan las madres de los chicos (claro que no todas), son los padres los que imponen su visión sesgada y machista del asunto, los que terminan por aplastar cualquier intento de apoyo a Natalio. El caso más evidente es el de Susana, la mamá de Miguel, que abrazada a su hijo termina por aceptar que las acusaciones contra el maestro carecen de sentido. Si bien sigue un camino bastante previsible, y algunas de las situaciones y de los personajes no pasan de lo esquemático, El maestro consigue integrar con éxito sus partes: logra escapar de la denuncia subrayada y burda, y también de la tentación de evocar con desmesura e idealización la figura del docente. Con una duración que apenas supera la hora, no hay lugar para los excesos, y en ese sentido la película es una propuesta correcta, puntual y en cierto modo también discreta. La interpretación notable y mesurada de Diego Velázquez le agrega ciertas sutilezas al personaje de Natalio, un hombre que vive su sexualidad como un secreto, pero que esquiva la autocompasión y hace de su trabajo una forma de vida. El resto de los personajes, aún aquellos que tienen intérpretes solventes prestándoles el cuerpo y la voz, no logran pasar de un delineado funcional a la historia. Incluso Juani, interpretado por Ezequiel Tronconi, o la madre de Natalio, en la piel de Georgina Parpagnoli, se quedan a mitad de camino, y esto quizás se deba a un guion que se concentra alrededor de Natalio y que decide quedarse solo con lo indispensable. Lo que, a fin de cuentas, es acorde a esta película pequeña, honesta, y que en su brevedad y en su contención termina por aprobar. Con lo justo, aunque en este caso tampoco hace falta más.
PASTILLAS, PINCELES Y FANTASMAS Después de probarse en la actuación con papeles secundarios en comedias como Socios por accidente o Las chicas del 3°, Ingrid Grudke decidió elevar la apuesta y animarse con un protagónico en Alma pura, a las órdenes del director Gustavo Salomone, quien también escribió el guion. Filmada en 2017 en Villa Carlos Paz, cuenta la historia de Sofía, una artista plástica que se muda a la casa de campo de su infancia, luego de pasar un tiempo en un psiquiátrico. Acompañada por su hermana (interpretada por Malena Sánchez), que es quien maneja su carrera entre galerías de arte, fiestas y excesos, la protagonista busca la tranquilidad que le permita volver a pintar, con la idea de alejarse finalmente de una vida marcada por los tratamientos y las pastillas. Claro que, apenas se instale, las cosas van a empezar a torcerse, y Sofía va a tener que enfrentarse a un pasado que la reclama, a merced de una casa enorme que desconoce, y atendida –vigilada- por una familia de caseros que dicen menos de lo que saben. Con el envase de un thriller y algunos elementos cercanos al terror, el film de Salomone deja caer todo su peso sobre los hombros de Grudke, lo que en principio podría advertirse como un error, porque las capacidades interpretativas de la ex modelo y actriz nunca logran sostenerse y mucho menos convencer. No hablamos acá desde el prejuicio (que, admito, existía antes de ver la película), si no desde la confirmación de que Grudke fluctúa entre una mala actuación y la ausencia de una actuación. Pero es posible compartir culpas: el hecho de que intérpretes solventes como Malena Sánchez o Guillermo Pfening (que interpreta al hijo de los caseros) no encuentren la manera de quedar bien parados, habla también de una dirección que no logra tender puentes entre lo que quiere y lo que obtiene. También existe la posibilidad de que Salomone sea un terrorista de sí mismo y haya hecho todo esto de manera deliberada, pero me inclino a pensar que simplemente no le salió. El otro gran problema, por supuesto, es el guion, que no logra desarrollar las ideas que propone, se contradice y hacia el final suma vueltas de tuerca entre anunciadas e inverosímiles (ese suicidio seguido de asesinato, por favor). Los temas están a la vista: los lazos familiares, la locura, la creación artística, la homosexualidad; enmarcados en una historia de fantasmas que es también un relato de redención y de superación. Lamentablemente, ni el director ni los intérpretes logran sacar algo interesante de todo esto, a lo que se suma una puesta en escena deudora de la televisión y de cierto cine nacional de género (en particular del terror argentino, que a pesar de algunos hallazgos en los últimos años, casi nunca puede abandonar esa estética afectada de videoclip). De cualquier modo, y como ya dijimos, es la protagonista la que se lleva la peor parte: Grudke apenas compone un personaje, y puede que su aire aletargado confunda y promueva una sensación de que está bien, teniendo en cuenta la realidad empastillada de Sofía, pero no. Las escenas se suceden para no dejar dudas al respecto de que, quizás, tanto este papel como la profesión no sean lo suyo. Pero teniendo en cuenta que es su primer protagónico, dejemos que el tiempo y los futuros espectadores decidan. Por mi parte, me bajo acá.
FOX NEWS, LOS REPUBLICANOS Y EL PATRIARCADO Un año antes de las acusaciones de abuso sexual contra Harvey Weinstein, y del movimiento #MeToo que surgió en consecuencia, el por entonces director ejecutivo de Fox News, Roger Ailes, fue demandado por Gretchen Carlson, una ex presentadora del canal que alegó haber sido despedida tras negarse a los avances sexuales por parte de Ailes. A esta acusación se sumaron los relatos de varias mujeres que dijeron haber sido acosadas por Ailes durante su paso por Fox News, entre ellos el de la presentadora estrella Megyn Kelly, lo que derivó en la desvinculación del ejecutivo del canal que supo fundar en 1996. El escándalo da cuenta de estos eventos tomando como eje las historias de las mencionadas Gretchen Carlson y Megyn Kelly, interpretadas respectivamente por Nicole Kidman y Charlize Theron, y le suma un personaje ficticio, Kayla Pospisil, que en la piel de Margot Robbie viene a representar a las mujeres que, en carrera por el reconocimiento dentro de Fox News, sufrieron el acoso de Roger Ailes (interpretado por un muy caracterizado John Lithgow, a mitad de camino entre el verdadero Ailes y el Churchill de Gary Oldman). Con el director Jay Roach al volante, la película exhibe, en principio, una narrativa visual deudora de La gran apuesta (y es interesante observar cómo realizadores efectivos de la comedia como Adam McKay o el mismo Roach deciden abordar el drama y la denuncia y terminan tropezando), pero con el correr de los minutos abandona la propuesta y elige un camino sin riesgos. Cierta ligereza, que podría pasar por irrespetuosa teniendo en cuenta el tema de fondo, pero que en verdad no lo es, le da ritmo y oxígeno a un relato que se agota y aburre cuando empieza a subrayar su discurso y las alarmas panfletarias empiezan a sonar. Y es que, si bien la posibilidad de visibilizar las denuncias por acoso sexual es una cuestión urgente y sobre todo necesaria, el cine de ficción gana cuando es sutil e inteligente, cuando representa sin atropellar ni gritar ni sobre explicar, y cuando expone contradicciones y complejidades en un espacio donde no todo (ni para todos) es tan fácil como blanco o negro. En el caso de El escándalo, estas contradicciones son cuanto menos llamativas, porque las denuncias surgen en un medio conservador, abiertamente republicano y defensor de determinados valores del american way of life, donde ser feminista es algo desafortunado y no recomendable, y en donde un entorno atravesado por el machismo suma víctimas pero también cómplices. La película de Roach se inscribe en un contexto político donde Fox News es un actor decisivo en la elección de Donald Trump como presidente, y la lucha de unas presentadoras lindas, rubias y queridas por una audiencia que las ve como mercancía (también con sus contradicciones personales a la hora de enfrentarse a la verdad), contra un hombre que es la representación misma del poder, termina por convertirse en un auténtico acto revolucionario. Hacia el final, lamentablemente, El escándalo apila acontecimientos y se precipita a las apuradas para concluir de manera tranquilizadora, salvándose apenas por la decisión de evitar la solemnidad la mayor parte del tiempo. Una notable Charlize Theron y una efectiva Margot Robbie contrapesan la actuación deslucida de Nicole Kidman (hay que aceptar que el guión de Charles Randolph no hace las mejores maniobras con la figura de Gretchen Carlson), y es la presencia de estas dos actrices y sus matices a la hora de abordar a sus personajes lo que mantiene el interés en un film que, al igual que el tema que trata, se anota algunas victorias pero con eso no alcanza. Más allá de El escándalo, la lucha continúa.