UN ECO QUE SE REPITE HASTA DESAPARECER Como ya dijimos varias veces en este sitio, el cine argentino mainstream ha sabido aprovechar las fórmulas probadas del thriller para dar forma a sus éxitos recientes (y no tanto). Los ejemplos se acumulan, y si bien la orientación suele ser para el lado del policial (con un pie en la literatura, donde nombres como Claudia Piñeiro o Eduardo Sacheri suelen ser fuente de adaptaciones), cada tanto aparece alguna propuesta que mira de reojo al terror y se propone explorar sus posibilidades. Claro, sin decantarse del todo por el género, y manteniendo los ítems necesarios para que las cosas no se salgan de control: una estrella convocante, un director competente, un guion sin demasiados riesgos, y un diseño de producción que deje en claro que lo que estamos viendo tiene el respaldo de alguna major (el logo de Warner reluce antes de los créditos de apertura); digno de Hollywood, pero hecho en Argentina. Lo cierto es que en Ecos de un crimen todo eso se cumple. Diego Peretti ocupa el rol de la estrella que, a ojos del gran público, es el único nombre vinculado a la película (“vamos a ver la nueva de Peretti/Darín/Francella”), y Cristian Bernard es un director capacitado y con experiencia, más ligado al “cine de autor” que a trabajos por encargo, lo que plantea ciertas dudas sobre su presencia en este proyecto. Podríamos pensar que, para un director conocido por su cinefilia, esta podía ser la oportunidad de despuntar ciertos vicios, y de citar y homenajear al cine que lo apasiona. Por su parte, el guion escrito por Gabriel Korenfeld cumple con su parte de evitar riesgos, y tal vez sea el eslabón más débil del diseño. Si bien su trabajo como guionista lleva algún tiempo, su nombre está mayormente vinculado a la literatura, con una saga de libros juveniles de terror a cuestas, más algunas novelas independientes. No es de extrañar, entonces, que la película entable un juego entre las referencias cinéfilas y las literarias, y que, al mismo tiempo, encuentre sus límites en ese diálogo. Aunque no se lo mencione directamente, como si sucede con George R.R. Martin y Mariana Enríquez, la influencia de Stephen King resulta indisimulable. Ya desde el protagonista, que es una criatura kigniana por definición: un escritor de novelas de terror acosado por los demonios de su mente, que decide pasar unos días con su familia en una casa de campo, para poder escribir y terminar de recuperarse de una crisis nerviosa. Cuando las cosas empiezan a torcerse, con la llegada a mitad de la noche (y en plena tormenta, corte de luz incluido) de una mujer que dice estar escapando de su marido, lo que sucede es obvio para cualquier espectador más o menos avispado: la ficción y la realidad comienzan a enredarse, y lo que sigue es un juego constante por descubrir si lo que estamos viendo ocurre fuera o dentro de la cabeza del escritor. Bernard aprovecha los espacios para dar forma a un movimiento cíclico: el interior y el exterior de la caza, la ruta, el temporal; todos son factores que suman a una narración que parece estar encerrada en la repetición. Con cada reinicio de las visiones/pesadillas del protagonista, la tensión escala y tanto los personajes como las acciones se van tornando cada vez más inverosímiles, incluso desde los diálogos, donde el peso de la palabra escrita se impone. Antes de tomarlo como algo negativo, podemos ensayar una explicación. Es probable que sea por la costumbre del cine en inglés, pero al español rioplatense no se le dan bien las historias que lo acercan al terror: salvo excepciones, siempre suena impostado, exagerado, irreal. Claro que si un argentino se enfrenta a una situación terrorífica, va a responder con el acento y los modismos que le corresponden; la credibilidad, en este caso, responde más a una cuestión estética que a la propia realidad. Pero esa progresiva pérdida de verosimilitud, tanto desde el movimiento como desde el habla, podría tener que ver con la propia fantasía literaria del protagonista, en donde parecen fundirse los eventos de la película. Un pasaje de lo real a lo inventado, acompañado por un recurso formal que va agigantando la ficción dentro de la ficción hasta volverla indiscutible, con ese hachazo imposible ejecutado como un paso de baile. Claro que no es más que una teoría, un intento por dejar mejor parado a un guion que, por lo demás, nunca sale de lo previsible, incluso de lo visto mil veces. También podría ser un intento por justificar las actuaciones pasadas de rosca de Carla Quevedo y Diego Cremonesi, o los momentos donde Peretti y Julieta Cardinali aparecen poco creíbles. El problema se da con el final, en donde el plot twist quiere pasar por ingenioso y comete uno de los mayores pecados a la hora de cerrar una historia, sin importar el formato. No diremos acá de qué se trata, pero sí que derriba todos los intentos por bancar a Ecos de un crimen, que termina siendo uno más de tantos thrillers hechos a reglamento, muchas veces para engrosar el catálogo de las plataformas de streaming. Aun con el paso por las salas, si consideramos que HBO Max es uno de los responsables, es más que probable que ese sea su destino.
MARIANO MARTÍNEZ VA POR EL PRESTIGIO Y SE DERRUMBA ENTRE LOS CHANCHOS Más allá de sus videos en Tik Tok, en donde se muestra bailando, cantando o reflexionando (y que, a su pesar, se convirtieron en pasos de comedia involuntarios, alimentando a un grupo de detractores que terminaron por volverlo un icono del consumo irónico), Mariano Martínez también es actor. Ligado a las tiras televisivas, sí, y con más reconocimiento por su físico que por sus dotes interpretativas, pero un actor al fin. Con 43 años, y ya alejado de aquel galán que intentaba ser un héroe de acción junto a Pablo Echarri en la infame Peligrosa obsesión, realiza ahora una nueva jugada para ser tomado en serio. En Yo, traidor, dirigida por el santafesino-cordobés Rodrigo Fernández Engler, Martínez interpreta a Máximo Ferradas, el heredero de una empresa pesquera con gran influencia. Un personaje complejo y contradictorio, al mismo tiempo capaz de esforzarse por conseguir un reel de pesca para su padre (Jorge Marrale), como de manipular los negocios con una empresa norteamericana para su propio beneficio, convirtiéndose en el traidor del título. Durante la primera mitad, la película funciona como un thriller en donde se mezclan las disputas familiares con el entramado político en torno a la actividad pesquera, a partir de la mudanza de Máximo a un pueblo de la Patagonia. Allí conoce a dos personajes claves para lo que vendrá: Caviedes (Arturo Puig), un empresario poderoso que le ofrece ser parte de su grupo de cara a las elecciones sindicales, y Coletto (Osvaldo Santoro), un pescador con sus intereses puestos en los trabajadores de las pequeñas y medianas embarcaciones. A pesar de no ser muy sutil, con “buenos y malos” bien diferenciados en sus actitudes y sus costumbres, Fernández Engler construye durante un rato una historia con ciertas posibilidades. Desde la disección de los claroscuros de la política pesquera, a la exploración del carácter de Máximo, el único personaje que presenta matices, y al que Martínez trabaja con la ambigüedad suficiente para evadir un juicio rápido por parte del espectador. Los problemas se dan con la entrada en escena de Maite (Mercedes Lambre), una chica del lugar con la que Máximo se involucra. Si parece que el vínculo entre los dos está tratado con desgano, y que la existencia misma de esa relación no se integra demasiado con el resto de la historia, es porque el personaje de Maite es tan solo una excusa para una vuelta posterior del guion. Lo mismo ocurre con Aguilar: el personaje de Francisco Cataldi, un discípulo de Caviedes que pasa a trabajar como guardaespaldas de Máximo (o algo así), se presenta como un sujeto inestable y misterioso, pero pronto deriva en actitudes que se sienten forzadas. La misma sensación se traslada a toda la última parte de la película, donde las cosas se resuelven de manera torpe, al borde de la confusión. Y la emoción que podría desprenderse del final, ligada a la redención, aparece diluida, sin peso ni trascendencia. Yo, traidor termina siendo fallida (incluso un poco más que eso), pero es un cambio de registro interesante para Mariano Martínez. Al menos, es mejor que escucharlo cantar Crimen de Cerati.
ASUNTO CLASIFICADO Las teorías conspirativas en torno a la llegada del hombre a la luna son muy populares. Una de ellas propone que fue el mismo Stanley Kubrick quien la filmó en un estudio. Otra dice que en realidad Kubrick rechazó el proyecto, y que fueron unos jóvenes estudiantes de cine los que montaron el alunizaje, para después ser perseguidos por agentes de la CIA que no querían dejar cabos sueltos. En 2013, los argentinos Lucas Larriera y Pepa Astelarra estrenaron Alunizar, un muy personal aporte a la causa, con la forma de un documental que indagaba sobre ese primer paso en suelo lunar. Canal 54, dirigida por Larriera en solitario, es un desprendimiento de aquella película: lo que principio parece ser el registro del impacto imprevisto del film, con el director dando una charla para la NASA en Madrid, pronto deriva en una trama detectivesca y melancólica alrededor de la figura de Norberto Otero, el protagonista de esta historia. Radicado en Avellaneda, técnico de profesión y radioaficionado, Otero fue partícipe de un hecho que hasta hoy sigue sin explicación. El 20 de julio de 1969, mientras el mundo veía por televisión la llegada del Apolo 11 a la luna, Otero captó una transmisión distinta. Equipado con una modesta antena y un pequeño televisor norteamericano, recibió las imágenes del alunizaje, pero captadas desde otros ángulos, con diferencias que la separaban indudablemente de la transmisión oficial. Previsor de un posible escepticismo, fotografió lo que estaba viendo; esas fotografías lo llevaron más tarde a una fama moderada, que pronto se apagó. Las preguntas que se disparan de forma inevitable (el origen de esas imágenes, pero también la veracidad del relato de Otero) dan lugar a la investigación que lleva a cabo el director, entrevistando a especialistas y a la gente que lo conoció. Adhiriendo a una práctica cada vez más frecuente, Larriera le imprime a la película un tono autorreferencial, como si quisiera narrar a Otero a partir de sí mismo. Al mismo tiempo, y de manifiesto durante la primera parte, utiliza un procedimiento que le da al espectador la sensación de que el documental se está armando frente a sus ojos: las reflexiones sobre la película anterior, el encuentro con un actor que más tarde personificará a Otero, el recuento de las obsesiones que lo llevan a seguir involucrado con el tema. La apuesta no deja de ser interesante, pero plantea una guerra en pantalla, porque el interés que suscita Otero muchas veces entra en conflicto con la presencia del director, convencido incluso de la relación del personaje con su propia historia familiar. A pesar de esto, ese misterio llamado Otero crece dentro del relato, adquiere matices (la entrevista al abogado fanático de las armas, que cuenta que Otero idolatraba por partes iguales a Marylin Monroe y a Hitler, es un hallazgo) y se vuelve fascinante. Concentra a la vez lo entrañable -relacionado a su presencia en el barrio, a mitad de camino entre el buen vecino y el científico loco- y lo oscuro, a partir de su vínculo con una conspiración, o tal vez con una farsa. Aunque el ritmo de la película sea cansino, y el tono finalmente ceda a la melancolía de lo indescifrable, Larriera nos invita a que creamos en ese radioaficionado que, accidentalmente o no, por una noche fue parte de algo extraordinario. Más por Otero que por Canal 54, le aceptamos la invitación.
MEJOR NO ROMPER EL HIELO Alejado ya definitivamente de aquel actor dramático en busca de prestigio, Liam Neeson ha sabido construirse en los últimos años una carrera en torno al thriller y al cine de acción. Es el camino inverso al que quiere realizar Tugg Speedman en Una guerra de película, y la mención a la obra maestra de Ben Stiller no es gratuita, porque en el centro de Riesgo bajo cero habita el espíritu de un tipo de cine que ya no se hace, y que aquella película supo satirizar sin perderle el respeto. Casi que podemos escuchar la voz rasposa de Nick Nolte diciendo “la misión se consideraba casi suicida” cuando la trama de Riesgo bajo cero echa a andar: una explosión en una mina de diamantes deja encerrados a un grupo de mineros, con la amenaza de que el aire va a consumirse en poco tiempo. Para salvarlos, se pone en marcha una operación que consiste en transportar unos artefactos pesadísimos en camiones, atravesando kilómetros de lago congelado (lo que se conoce como “ruta de hielo”) en una época donde la temperatura comienza a subir. Como dijimos: casi suicida. Neeson interpreta a Mike McCann, un camionero cansado que va saltando de un trabajo a otro, siempre acompañado por su hermano Gurty (Marcus Thomas), un veterano de Irak que sufre de afasia. Cuando sale la convocatoria para manejar hasta la mina, aceptan porque necesitan la plata, y porque tienen el sueño de comprarse un camión propio. En ambos personajes hay una nobleza infrecuente, y un delineado justo para lo que la película propone: nunca vamos a saber demasiado de sus vidas, pero la relación que tienen entre sí y la que mantienen con el trabajo nos alcanza para sumarnos al viaje. Son profesionales con habilidades que se van a ir destrabando a medida que las cosas se compliquen, impulsados por un sentido férreo de la responsabilidad. Como mencionábamos antes, parecen salidos de otra época; una mucho menos cínica y más dispuesta a la aventura, que podía permitirse que una rata (como sucede acá) tenga un momento heroico. Algo similar ocurre con el resto de los personajes, desde Tantoo (Amber Midthunder), la joven nativa americana que maneja uno de los camiones y que no pierde oportunidad para reclamarle al hombre blanco sus tierras, pasando por Jim Goldenrod (un sabio Laurence Fishburne), el líder de la operación, hasta Varnay (Benjamin Walker), una mezcla de villano corporativo y agente secreto, tan implacable y absurdo que no resistiría una mirada demasiado juiciosa. Todos cumplen su función dentro del relato sin desbordarse, como parte de un engranaje visto mil veces, pero aun así funcional. Los que quizás sí lucen más desdibujados son los mineros atrapados, a los que la película vuelve una y otra vez para ir construyendo al verdadero villano: la empresa minera, que provocó el accidente y ahora trata de encubrirlo. Tanto las víctimas como los victimarios (los ejecutivos) terminan siendo forzados a ser moldes donde vaciar una denuncia, y no tanto personajes. Pero a pesar de esa denuncia, Riesgo bajo cero nunca cae en una discursividad subrayada. Tiene la virtud de sumar temas sin profundizar demasiado, con una liviandad que recorre incluso los momentos más dramáticos (y en los que aparecen algunos pasos de comedia involuntaria, como cuando un Gurty agonizante le dice a Mike “eres mi hermano”, una frase que además de señalar lo obvio de un parentesco que realmente los une, es la misma que le dice el personaje de Ben Stiller al de Robert Downey Jr en Una guerra de película, cuando no puede llorar). Si Riesgo bajo cero no es una mejor película es por su mismo carácter un poco genérico, algo que la vuelve efectiva en sus propios términos, pero finalmente olvidable. Al fin y al cabo, el director Jonathan Hensleigh está lejos de concretar una mirada autoral (las escenas donde los cuerpos entran en acción están filmadas sin ningún impacto, de manera rutinaria), pero tiene la habilidad suficiente para sostener la narración y hacernos sufrir (un poco) con los personajes. Y claro, tiene la ayuda de Liam Neeson, que aun en piloto automático es capaz de imponer su presencia noble y experimentada.
HÉROE DEL ABURRIMIENTO La premisa de El rescate pareciera responder a otro tiempo. Hay un capitán del Ejército estadounidense, héroe de guerra, que regresa a casa y no puede dormir por sus traumas. Su mujer, arqueóloga, descubre una ciudad enterrada en Marruecos, un hallazgo que podría cambiar todo lo que sabemos sobre el origen de la humanidad, y viaja hasta allí. En el medio del desierto es secuestrada por terroristas, lo que obliga al capitán a desplazarse hasta el lugar y, armado hasta los dientes, intentar rescatarla. Dicho así, la trama podría pertenecer a alguna película de Arnold Schwarzenegger o de algún otro héroe de acción, una película ubicada en la última época gloriosa que tuvo el género, allá por los 80’s y 90’s. Pero claro, estamos en 2021, y el cine de acción ya no pareciera jugar en las grandes ligas, porque tanto los espectadores como los realizadores están más preocupados por… bueno, digamos que están preocupados por un montón de cosas, pero principalmente por lucir preocupados. Como ya no hay lugar para la diversión, con las cosas terribles que están pasando, el cine de acción de hoy viene cargado de culpa (por la Historia con mayúscula, pero también por su propia historia como género cinematográfico, lleno de balas y testosterona), y tal vez por eso se ve incapaz de constituirse como un entretenimiento. No es que el crítico mire para atrás con ojos maravillados y decida denostar el presente por pura nostalgia, o que sea demasiado necio como para aceptar que el mundo cambió y que el cine es una manifestación de su tiempo. El problema es que muchas películas actuales de acción, en su afán por ser trascendentes, se olvidan del carácter lúdico del género, un componente fundamental para que las cosas funcionen. Y se olvidan (quizás el pecado mayor) de construir un protagonista a la altura. Podrán nombrar a John Wick, o al cine que sucede fuera de Estados Unidos (el de Indonesia, por ejemplo, que es notable), pero de lo que hablamos acá es del cine de acción hecho en Hollywood, que es un concepto en sí mismo y al que El rescate pareciera querer adscribir. En esos términos, el héroe de acción es una figura capital, y también una figura caída en desuso, porque… aparte de Jason Statham, o de los últimos diez años de Liam Neeson, ¿a cuántos podemos nombrar? El que intenta ocupar ese rol en El rescate es Gary Dourdan, conocido por su participación en la serie CSI. Su capitán Brad Paxton es un tipo musculoso y serio, entrenado en el uso de armas y en el combate cuerpo a cuerpo (al que le agrega una capa pugilística, cortesía de un padre entrenador de boxeo). Es, también, un personaje terriblemente aburrido, encarnado por un actor que llegó tarde a la repartición de carisma, y que transcurre entre las escenas sin mucha convicción. Claro que el guion no lo ayuda, colmado de arbitrariedades y situaciones insólitas (el momento previo al secuestro, cuando los personajes no se dan cuenta de que cruzaron la frontera entre Marruecos y Argelia, es alarmante). Ahí entra en juego el carisma del héroe de acción: muchas de las propuestas de la época dorada eran absurdas e irrespetuosas, pero la presencia del protagonista desviaba nuestra atención hacia él, haciéndonos obviar (o perdonar) las cuestiones más flojas. Un tipo como Schwarzenegger era capaz de meterse en las tramas más desopilantes y hacernos creer, en el sentido más espiritual de la palabra. Nos permitía abrazar la falopa y dedicarnos a disfrutar. Claro que, como dijimos, la diversión ya no es un fin a alcanzar. Entonces El rescate se propone aburrirnos, pero no por la obviedad y la pereza con que está tratado el trasfondo geopolítico de intrigas entre la CIA, el ISIS y el gobierno marroquí por la explotación del petróleo. Tampoco por el ajuste de cuentas que pareciera querer hacer el director Hicham Hajji con los poderosos de su Marruecos natal, diciendo que son igual de malos que los norteamericanos, y que la plata mueve al mundo (qué novedad). Es más: el aburrimiento tampoco viene de la decisión de embarazar a la esposa de Paxton (interpretada por una insostenible Serinda Swan) y hacer con eso un sutil pero insistente alegato pro vida, en el contexto de una película donde le vuelan la cabeza a varias personas. Lo que instala el aburrimiento y abre el juego hacia el hastío es la falta de movimiento, porque por más que Paxton se desplace desde Estados Unidos hasta Marruecos, las cosas en El rescate se mantienen estáticas, y la película gira en círculos hacia un final donde se apuran unos tiros, como para cumplir. Esa circularidad está dada por la secuencia inicial, la que instala el trauma del protagonista, y la que finalmente nunca se explica, anulando la posibilidad de que Paxton genere alguna emoción. Curiosamente, ese plano secuencia un poco berreta del principio es lo único de la película a lo que se le puede rastrear algo de personalidad. De ahí en más, todo se precipita hacia el desastre. Si El rescate tuviera músculo y nervio, los problemas que nombramos en el párrafo anterior pasarían a un segundo plano, pero en lugar de eso se evidencian y molestan mucho más. Al espectador no le queda otra que desear que lo rescaten de esta experiencia, pero si el que viene es Brad Paxton, es probable que prefiera quedarse prisionero.
UN CIERVO ENOJADO Espíritus oscuros (título local bastante genérico, lo que a esta altura parece ser una norma) es la nueva película de Scott Cooper, un director con cierto prestigio desde que realizó Loco corazón en 2009. Su película anterior, Hostiles (2017), era un western sobre un capitán del ejército con la misión de escoltar a una familia cheyenne a través de Nuevo México, y en esta ocasión vuelve sobre el mismo tema de fondo -la tensión entre blancos y nativos americanos-, pero desde un lugar inédito para su carrera: el terror. Ahí aparecen los nombres de Guillermo del Toro como productor, y de Nick Antosca como guionista, adaptando su cuento The quiet boy. Aunque en varios lados se hable de esta película como “la nueva de Del Toro”, lo cierto es que es el universo de Antosca el que tiene mayor presencia: el retrato del pueblo y de la clase trabajadora como contexto del horror es algo que el escritor viene trabajando desde su serie antológica Channel Zero, pasando por The act e incluso en la nueva Chucky, en la que oficia de productor. Un espacio temático y estético que no es ajeno a la obra de Cooper (las tensiones sociales y económicas eran el centro de La ley del más fuerte), y que en definitiva tampoco es ajeno al terror en sí, con la América profunda como un escenario recurrente. Lo que termina de unir a Espíritus oscuros con las producciones previas de Antosca es la manera de entender el género, con la base de un espíritu Clase B arrastrado por una seriedad densa y terminal. Una aproximación que elude la autoimportancia que pueden tener películas de terror actuales (a la manera de Jordan Peele o Ari Aster), pero que busca construir un terror serio y adulto, cargado de drama y gravedad. De hecho, si no fuera por la criatura mitológica con cuernos que aparece (de ahí el título original, Antlers), la película podría pasar por un drama familiar sobre el abuso y sus consecuencias. Julia (Keri Rusell) vuelva a su pueblo natal en Oregon, del que se fue hace muchos años escapando de su padre, y se instala en la casa de su hermano Paul (Jesse Plemmons). El rencor de Paul por haberlo abandonado en su momento, dejándolo a merced de ese padre monstruoso, es evidente, aunque intenta solaparlo con un trato cordial y distante. Julia parece estar recuperándose de su adicción a la bebida, y trata de llenar ese vacío con su trabajo de docente. Se involucra con sus alumnos, y en particular con uno: Lucas (Jeremy T. Thomas), un niño que siempre luce andrajoso y desnutrido, abatido por un secreto familiar. A medida que Julia trata de descubrir la verdad, los crímenes se suceden y tanto ella como su hermano se ven enfrentados a una antigua leyenda indígena conocida como Wendigo. A pesar de que logra generar un clima opresivo bastante efectivo, al menos en la primera mitad de la película, a Cooper se lo nota incómodo en el género. En cambio, cuando aborda los conflictos personales, el drama familiar hecho y derecho que mencionábamos, se muestra como un narrador sutil, más atento a lo que puedan decir las actitudes de sus personajes que a lo que expresan hablando. Con el terror le ocurre lo opuesto: la falta de sutileza se convierte en torpeza, algo que va escalando hacia un final tan genérico como perezoso. Para peor, el monstruo tampoco ayuda; cuando existe la consciencia de que no es demasiado bueno, lo mejor es mostrarlo poco, sugerirlo en lugar de explicitarlo. Otra vez, la sutileza. Pero después de hacer eso, Cooper desecha las sombras y tira un ciervo mutante a la cara del espectador. Terrorífico en primera instancia, pero paulatinamente intrascendente. Para ser justos, hay algunas secuencias de horror bastante logradas, como aquella en la que el Wendigo rompe desde adentro el cuerpo de uno de los personajes, pero el relato nunca consigue que sus partes funcionen a la par. El drama, que podría corresponderse con el terror e incluso actuar como espejo, termina careciendo de justificación. Un ejemplo: en un par de escenas vemos a Julia tentada de comprar alcohol, combatiendo con su propia adicción, pero eso no tiene ningún peso en la historia. La situación de Lucas y su padre drogadicto podría rebotar en la historia de Julia y Paul con su padre, y de hecho Paul lo menciona (“no proyectes nuestro pasado en él”), pero la realidad es que no sucede. Los hermanos, el niño y el Wendigo son tramas que corren paralelas sin poder integrarse. Y ni hablar del costado de denuncia que la película pretende tener (dicho por su director en algunas entrevistas). La leyenda dice que el Wendigo se manifiesta como venganza por la explotación del medio ambiente, y sí, hay un pueblo minero y una cocina de drogas instalada en una vieja mina, pero una vez más: no hay una justificación que lo sostenga. Aún con Del Toro y Antosca involucrados, el estreno de Scott Cooper en el terror es otro punto bajo de un año difícil para el género (podríamos decir “en una época”, lo que sería cierto, pero también fatalista). Narrativamente fallida, saludable en su desinterés por ser más que una película de género (si hay una ambición ecologista, o una búsqueda por retratar la realidad de los nativos americanos, todo está tan lavado que no se nota demasiado), Espíritus oscuros termina siendo una película olvidable, que no hace ruido ni tampoco molesta. Con el anuncio de que su próximo proyecto va a ser la adaptación de una novela de Paul Tremblay, una de las nuevas estrellas de la literatura de terror, podemos decir que Cooper la pasó mejor que nosotros en su paso por el género. Ojalá que en esa película futura se acuerde de nosotros.
CANTAR CON LAS MANOS Remake del film francés La familia Bélier (Éric Lartigau, 2014), CODA es la historia de una familia en la que casi todos son sordos, a excepción de la hija menor, Ruby (Emilia Jones), quien desde niña sirvió como intérprete para que sus padres y su hermano pudieran vivir en relación con el mundo. A partir de esa premisa, que fácilmente podría caer en estereotipos y golpes bajos, la directora Sian Heder construye una película en la que sobresale el humor, pero no el humor oscuro que ironiza sobre las propias dificultades (un procedimiento que puede verse en films como The fundamentals of caring o Come as you are), sino una forma más cotidiana, ligada a la vida diaria de una familia que, lejos de victimizarse, aprende a divertirse en sus propios términos. Para contar esta historia sobre una adolescente tironeada entre su deseo de dedicarse a cantar y su obligación como el único miembro con audición de una familia de pescadores, la directora naturaliza el lenguaje de señas dentro de la narración. Son pocas las veces en que la sordera de los personajes representa una complicación (hasta que las circunstancias se imponen), porque a Heder no le interesa remarcar lo difícil que es ser sordo en un mundo donde la gente se comunica hablando, si no que prefiere concentrarse en como esos personajes se relacionan entre sí. Ruby se avergüenza de sus padres (interpretados por Troy Kotsur y Marlee Matlin, quienes, al igual que el actor que interpreta al hermano, Daniel Durant, son sordos en la vida real) porque viven su relación con libertad, tienen sexo constantemente, toman vino, se drogan, y no se tienen lástima a sí mismos frente a los demás. Y tampoco temen expresarse, lo que para Ruby es incómodo porque tiene que oficiar de intérprete, como en la visita al médico donde les diagnostican hongos genitales. El lenguaje de señas no solo está integrado a los diálogos, si no que en ocasiones sirve también para expresar lo que no se puede decir con palabras (como la escena en la que Ruby le explica a su profesor por qué quiere cantar), o para dar lugar a un humor completamente físico, como en la escena donde se recomienda el uso de preservativos. Sin desbordarse hacia ninguno de los temas que presenta (la familia, el trabajo, el primer amor, los sueños, el sacrificio, la música), la película avanza con fluidez y oficio, y se permite ser emotiva con nobleza, entendiendo que a veces la emoción está en los pequeños gestos. En una protagonista cantando y haciendo señas al mismo tiempo para que su familia la entienda, y no en la manipulación calculada del espectador, tan pisoteado que termina por insensibilizarse. CODA (Children of Deaf Adults, es decir, hijo de padres sordos) es una película sencilla y cargada de frescura, de esas que te remueven sin dejarte de cama, y que además tiene el gran mérito de hacer soportable a Eugenio Derbez, en la piel de un profesor de música que termina cayendo bien. Hoy por hoy, no es poco.
UNA GAVIOTA QUE NO LEVANTA VUELO Una película pequeña, de menos de una hora, que en sus formas es una experimentación con el registro documental, y cuya ambición parece ser la de indagar sobre el lugar que ocupan el cine, el teatro y los actores en la experiencia humana. Así podríamos tratar de definir a Treplev, dirigida por Lautaro Delgado Tymruk y Esteban Perroud, aunque la propia película, deliberadamente, se asuma como inclasificable. Lo cierto es que, pese a esa intención original de saberse una anomalía, no lo es tanto: lo que sucede frente a la cámara es un vistazo a la gira de un grupo de actores y actrices argentinos que representan en distintos pueblos de Francia la obra Los hijos se han dormido, una adaptación de Daniel Veronese de La Gaviota de Antón Chejov. Si a ese registro de los ensayos, los hoteles y las conversaciones se lo puede correr de la etiqueta de documental, es por la tenue ficción que lo recorre: el contrapunto, a la manera de un duelo, de la cámara de Delgado Tymruk (el actor que interpreta a Treplev) y la de Perroud, quien parece estar documentando la gira de manera más convencional. Perroud está en pareja con la actriz que interpreta a Nina (la enamorada de Treplev en la obra), lo que sirve para sumarle otra capa de conflicto al cruce de miradas, aunque de manera solapada; el verdadero interés de la película parece estar en las reflexiones que realiza Delgado Tymruk. Sin una justificación tangible, más allá de la experimentación misma, esas palabras que aparecen estampadas en la pantalla (una alternativa a la voz en off, que en muchos momentos peca de innecesaria) diseccionan el quehacer teatral, hablan de los anhelos de los artistas, pero también buscan construir un relato en primera persona que funde al actor con su personaje, y que se cuestiona su propia naturaleza híbrida. El problema es que, en esa intención por separarse del mero acto observacional y dar forma a un objeto raro y singular, la narración se ahoga, y el relato impreso se impone sobre las imágenes. Una lucha accidental entre cine y literatura que no beneficia a ninguno de los dos. Cuando la película relaja su dispositivo y su pretensión, aparecen los mejores momentos: los entresijos humanos y laborales del teatro, con un grupo que convive, ensaya y finalmente actúa en un país extranjero. Pero esos momentos son escasos, y quedan escondidos en una película que pretende ser varias cosas a la vez, y lo logra, aunque eso no termine por ser una virtud.
TACONES CANSADOS El Cabra es un adolescente hosco y callado, impenetrable para los que lo rodean, con una mirada tan intensa y desafiante que parece salvaje. Ni su madre ni su nueva pareja parecen capaces de comunicarse con él. Lo único que lo apasiona, aquello con lo que da tregua a su relación tensa con el mundo, es el malambo. Tal es su pasión que, al principio de la película, acepta un trabajo que consiste en pasar un paquete a través de la frontera, con el objetivo de comprarse unas botas para bailar. Una tarea peligrosa que lleva a cabo sin demasiada dificultad, ayudado por un par de golpes de suerte, pero que más adelante va a complicar bastante las cosas para todos. Karnawal es el debut en la ficción de Juan Pablo Félix, cineasta argentino con trayectoria en el documental (algo de ese registro puede verse en la manera en que la cámara registra el carnaval y los ensayos de malambo), que aquí se hace cargo de una coproducción entre Argentina, Chile, Bolivia, Brasil y Noruega. La mención a la suma de países no es gratuita, porque esa mixtura puede verse no solo en el elenco, sino también en el modo en que se relacionan las distintas culturas dentro del relato, con los desplazamientos geográficos y las tensiones sociales (por ejemplo, entre las mujeres bolivianas y los gendarmes argentinos). En esa ambición por abarcar temas y comentarios la película encuentra su primer obstáculo, porque deja de lado lo que suponemos es su interés principal (el drama familiar, o acaso el malambo), y comienza a transitar un camino derivativo entre el policial y la épica musical, que se parece mucho a la deportiva. Hay dos cuestiones centrales en Karnawal, que también son las más atractivas. Por un lado está el retrato de esa familia constantemente en crisis: Rosario, la madre del Cabra (Mónica Lairana), una mujer cansada que se debate entre su pasado y su presente; el padre, un ladrón conocido como El Corto (el chileno Alfredo Castro), que no parece muy interesado en permanecer lejos de la cárcel; Eusebio (Diego Cremonesi), el novio actual de Rosario, un gendarme que se preocupa por el Cabra y su madre, aunque las decisiones de ambos se lo llevan puesto, y en el medio de todo eso el propio Cabra (el campeón de malambo Martín Lacci, que debuta en la actuación), tironeado y aplastado por todo su entorno. Son todos personajes complejos, con matices ideales para ser explotados en sus interacciones, y encarnados por intérpretes a la altura (aunque Lacci pueda flaquear cuando dice sus líneas, se impone desde lo físico), pero la película los ubica en una trama indecisa, que funciona en varios pasajes pero en otros se queda sin saber muy bien qué hacer. La otra cuestión es, por supuesto, el malambo. Cuando la cámara encuadra el cuerpo del Cabra en movimiento, privilegiando los planos largos por sobre la superposición de cortes, Karnawal tiene fuerza y emoción. Lo mismo sucede con las escenas del carnaval, en donde lo musical y lo familiar entran en comunión y todo fluye con naturalidad. Pero por alguna razón, que podemos identificar con la ambición antes mencionada de sumar registros y comentario social, o con esa fuerza centrífuga que arrastra buena parte del cine nacional al terreno del thriller o del policial, el malambo nunca logra imponerse. Ni su épica ni su mundo se asoman más que tímidamente. La frase que el profesor les repite a sus alumnos en cada ensayo bien puede aplicarse a los resultados de Karnawal. Está bien, pero “le falta energía”.
CANDYMAN 2021 La crítica especializada, en particular la norteamericana, viene hablando maravillas de la nueva versión de Candyman, que en verdad es una secuela de aquel film de 1992 dirigido por Bernard Rose, y que ignora lo sucedido en las anteriores secuelas. No es una decisión desacertada, considerando que era poco lo que aquellas películas aportaban al material original, pero lo cierto es que responde a una tendencia dominante en los últimos años, que es la de repensar a los grandes iconos del género a través de los discursos actuales. Como sucedió con Halloween en 2018, es posible advertir desde la misma elección del título la intención de reboot, aunque se presente como una continuación; no es Candyman 2, sino simplemente Candyman. Puede ser algo menor, pero no deja de ser una declaración. El nombre clave detrás de este proyecto, el que sirve para entender las intenciones y también los resultados, es el de Jordan Peele. Comediante de trayectoria, en 2017 se estrenó como director con ¡Huye!, a la que los críticos y los premios recibieron con brazos abiertos, encumbrando a Peele no solo como el futuro del cine de terror, sino también como la esperanza negra en Hollywood. Una especie de ángel salvador, y también vengador. Por supuesto que Peele tomó el manto y continuó con producciones que buscan indagar y combatir el racismo en Estados Unidos, ya sea dirigiendo (estrenó Nosotros en 2019), o escribiendo y produciendo, como es el caso de la serie Lovecraft Country y esta nueva Candyman, dirigida por Nia DaCosta. Lo cierto es que tanto Huye! como Nosotros eran películas más o menos efectivas, que tenían su cuota de trazo grueso y falta de matices, pero funcionaban a partir de su ritmo y sus ideas visuales, con una puesta en escena que en ocasiones lograba secuencias de auténtico terror. En Candyman esa apuesta estética se redobla, pero sobre todo se redobla (o triplica) la apuesta discursiva, que es en el fondo la que le importa a Peele, y lo que queda es un film mucho más confuso, trillado y vacío que lo que su superficie lustrosa pretende mostrar. La historia es la de Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista plástico con una crisis creativa que, luego de escuchar la historia de Candyman en una sobremesa, comienza a investigar y a obsesionarse con la leyenda. Después de un encuentro con William Burke (Colman Domingo), el dueño de una lavandería experto en Candyman (a quien vimos de niño en el prólogo de la película, ubicado en los 70), Anthony empieza a experimentar cambios. En su trabajo, con una oleada furiosa de inspiración que se lleva puesta su relación afectiva con Brianna (Teyonah Parris), y también en su cuerpo, con una picadura de abeja que va creciendo como una infección terrible. No es una novedad para el espectador que vio el tráiler: lo que le sucede a Anthony es una transformación paulatina en Candyman, algo que también se relaciona con su propio pasado (y que no es difícil de adivinar, primero porque se apellida McCoy, y después porque la película lo da a entender desde el vamos). Hay muchas ideas, temáticas y visuales, dando vueltas en Candyman. Se habla de la gentrificación de Cabrini Green, del rol de los artistas en ese proceso, del lugar que ocupan las minorías en el mundo de las galerías, de la función perezosa y determinante de los críticos. También se habla del racismo histórico en Estados Unidos, de la violencia institucional, de la brutalidad de los policías blancos. Se habla y nunca se deja de hablar, de enfatizar, de poner en palabras lo que un plano o dos podrían mostrar mejor. Y es curioso, porque DaCosta no pareciera tener problemas para crear imágenes. Pero la convivencia entre los temas del guion, que nunca es armoniosa, sumado al trazo grosero con que se presentan muchas de las situaciones, termina por anular los aciertos visuales, como esas sombras chinescas para abordar episodios del pasado, o el uso notable del fuera de campo y de los espejos para ir construyendo la presencia de Candyman. Una presencia que, por otro lado, nunca llega a tener peso, y quizás sea ese el peor pecado de la película. En una vuelta arriesgada, pero derrotada por la manipulación, esta versión propone que el Candyman que conocemos no es el definitivo, si no uno más en una larga lista de víctimas que se cobró el racismo. Candyman ya no es el espíritu vengador de Daniel Robitaille: ahora es un concepto, la manera con la que la población negra de Cabrini Green enfrenta la segregación y el odio de los blancos. Una tesis que era justamente la que tenía Helen en la primera parte, formulada desde su posición social y académica, y que quedaba refutada por la propia película. Porque Candyman sí era producto del racismo, pero sus motivaciones era otras. Mientras el film original abrazaba el lado fantástico y era capaz de tratar temas sociales y políticos sin ponerlos delante de la historia, esta Candyman hace todo lo contrario. Lo fantástico está, pero al servicio de una causa y de un discurso, volviendo al personaje un instrumento de venganza racial que explota hacia el final con una rabia reaccionaria y, si se quiere, también racista. Tal vez incluir el año en el título lo hubiese vuelto más honesto, porque Candyman 2021 (iba a ser 2020, pero no cambia el punto) es una película absolutamente de su tiempo: atropellada, cargada de influencias que se licúan en un terror arty pretendidamente importante, con una causa noble desintegrada entre gritos de guerra, subrayados y maniqueísmo, y acompañada por críticos que quieren quedar bien, como para cerrar el círculo.