Letanía del hombre que está solo y pelea En un mundo devastado por un evento catastrófico del que no hay muchas noticias ni explicaciones, un hombre (Viggo Mortensen) y su hijo (Kodi Smith-McPhee) transitan las carreteras desoladas de un país que ha quedado reducido a cenizas, en busca de la costa. Hace ya mucho tiempo que el hombre olvidó lo que era una existencia feliz, rutinaria, el proyecto de un futuro. Hace apenas unos meses que se ha decidido a caminar para buscarle un futuro a esa criatura a la que a veces trata con cierto desapego, pero que le es animalmente propia, como una extensión de esa antigua vida que se hizo cenizas. Fuego, polvo, oscuridad y silencio son los elementos que acompañan a los personajes a lo largo de un camino donde cualquier alteración de la rutina constituye una potencial amenaza. Ante todo, el hombre lucha con sus propios demonios para mantener la cordura y sostener en su hijo el embrión de una cultura que se perdió después del holocausto. Los extraños en el camino pueden ser orates o caníbales, casi sin excepción; la premisa será sobrevivir pero no al costo de perder la propia humanidad. La única salida para una vía cerrada debe ser la muerte. Padre e hijo se han preparado para ese día que esperan que nunca llegue. Mortensen confirma que sus nominaciones recientes a diferentes premios no son en vano, en un rol que desafía de una forma compleja su capacidad en tanto él mismo es padre; puede parecer una observación menor, pero si tenemos en cuenta el tono del drama, el argumento y el devenir de los protagonistas, se revela lo más crudo de la historia de Cormac McCarthy como un poderoso motor de evolución y cambio a lo largo de la trama. Con una solvente puesta en escena y un par de clímax bien graduados que contribuyen a una visión más amena (recordemos que ante todo se trata de un relato durísimo de supervivencia, que apela a lo más profundo de la conciencia y la ética humanas), el realizador John Hillcoat consigue transmitir al espectador angustia e interés en la medida justa. Hacia la mitad, se pierden los únicos vestigios de efectismo y la historia tiene que sostenerse por la plena labor de los actores. Caminar con ellos por este mundo de pesadilla puede volverse una experiencia abrumadora y reveladora al mismo tiempo. Muy recomendable.
Algo sucedió camino a Francia Carlos (Lautaro Delgado) ve que su vida se desbarranca en cuestión de días cuando su pareja (Mónica Ayos) le acusa de maltrato y lo deja fuera de una vida bastante desahogada, además de llevarlo al consultorio de un psiquiatra (Daniel Valenzuela, extraño y descolocado acierto de este filme) para que se cure de sus problemas de temperamento. Acuciado por la necesidad, vuelve a vivir a la casa de su ex pareja, Cristina (Natalia Oreiro). Esto pone alegría en la vida de su hija, Mariana (Milagros Caetano); una pequeña de conducta ambivalente en el colegio, por momentos abstraída y por momentos agresiva. Al igual que su ex esposo y su hija, Cristina tiene sus propios dramas bien sublimados. Asiste en calidad de mucama a una familia disfuncional y paqueta durante casi todo el día e incluso algunos fines de semana. Pronto, Cristina deberá enfrentar su propia crisis y, más cercana a Carlos en la situación límite, tendrán la posibilidad de unirse para resolver la situación de Mariana, cercada por sus profesores y compañeros de colegio, cada vez más aislada e incomprendida. El cine de Adrián Caetano ha ofrecido auténticas joyitas a la industria nacional y se trata indudablemente de un talentoso creador y director. Pero algo pasó con esta película, que se presta al desengaño casi de inmediato. La alusión a Francia es tan metafórica y suena tan forzada en la trama que se vuelve una excusa para un título ganchero. La elección de Milagros Caetano para el rol principal es, cuando menos, desafortunada; le falta presencia escénica, convencimiento, ángel. Si no viéramos las escenas del parto en un insert del último tercio del filme, se podrían sobreentender muchas cosas sobre su personaje; desde la posibilidad de que sea adoptada a que tenga algún tipo de trastorno (TGD, hiperactividad, autismo, retraso emocional). Por lo menos esto sumaría interés a su caracterización. Pero no, todos estos supuestos son generados por una interpretación deficiente y algunas tomas que no la favorecen espacialmente. No alcanza el esfuerzo de Oreiro, que busca palanquear su personaje por momentos irritante, aunque en ese esfuerzo se vuelva meritoria. Los gestos de Lautaro Delgado (el mejor en su papel, injustamente desplazado de los créditos y críticas por el resto del elenco) y sus transiciones personales, en cambio, alcanzan para generar en el espectador la mínima empatía requerida para encontrarle gracia a esta película que por lo engañosamente sencilla parece más retorcida de lo que es, y en ese tránsito se vuelve pesada, eterna.
Un verano en la vida. Mousse (Isabelle Carré) se salva de milagro de morir por una sobredosis de heroína; su novio Louis (Melvil Poupaud) no tiene tanta suerte, y a la noticia de su muerte se le suma la de su inesperado embarazo. La joven, que claramente no se siente del todo lista para ser madre, se ve compelida por la familia de su novio a abortar. Sin embargo, resuelve tener a la criatura y en este tren se va a la costa francesa, a la casa de un ex amante de su adolescencia. En silenciosa disciplina, Mousse pasa sus días leyendo, comiendo y caminando, mientras se mantiene limpia de drogas mediante terapia sustitutiva. Durante las noches, extraña a Louis. Y un cierto día, aparece a visitarla en su refugio el joven Paul (Louis-Ronan Choisy), hermano de su novio difunto. Todo lo que Mousse tiene de presunta indiferencia y cordial frialdad, lo tiene Paul de cortés y de ubicado. Pronto encuentran que pueden estar bien en mutua compañía, y se dedican a pasar los días del verano en una rutina compartida que les revelará, de paso, muchas coincidencias entre sus historias de vida. La actriz protagónica, Isabelle Carré es, aparte del sostén del interés de toda la trama, de una belleza sobria y expresiva en la interpretación. Se la ve cómoda con su embarazo en cada cuadro, y a la vez convincente en su alelada distancia emocional de la situación por la que atraviesa. En ese sentido, su partenaire Louis-Ronan Choisy cumple con ofrecerle la posibilidad de explotar esa expresividad en los planos largos o continuos donde hay poco diálogo. Con su pulso para el relato "de personajes", simple y despojado, Ozon no decepciona. Su drama trasciende los lugares comunes y se anima a coquetear con la perversión, las drogas y la alienación de la posmodernidad, ofreciéndonos este retrato acotado de cierta burguesía parisiense, elitista y aburrida. Sin ser una historia fuera de serie, su buena factura y algunos contrapuntos interpretativos (sumado al buen timing) redondean una de las propuestas más destacadas de la cartelera para esta semana.
Una amistad para recordar El profesor Parker Wilson (Richard Gere) regresa una noche como cualquier otra de su estudio de danzas y música, cuando tropieza con un cachorro de raza Akita. Conmovido por la soledad de este pequeño al que nadie reclama, lo lleva a su casa y acuerda con su esposa (Joan Allen) que será un huésped de paso hasta que le consiga un hogar. Pronto queda claro que el pequeño Hachi ("ocho") está encantado con la compañía de Parker y se acomoda en la familia sin problemas. Un colega japonés le confirma al profesor la nobleza de la raza a la que Hachi pertenece, aclarándole que un Akita es más que un perro y que tendrá con él un vínculo sin igual. La historia del verdadero Hachiko ya es una leyenda repetida a lo largo de los años desde hace casi un siglo. Basándose en la anécdota japonesa que originó la leyenda y como remake del filme nipón "Hachiko Monogatari" (¿reminiscencias de "Chatrán"?, claro que sí), Lasse Hallström reencuentra su esencia en el guión de Stephen Lindsay y ofrece una historia de amor bastante inusual: la de un hombre y un perro que se encuentran por accidente en una estación de trenes y cuyas vidas comienzan a transitar la rutina de una verdadera amistad. Con actuaciones sobrias de Richard Gere, Joan Allen y Sarah Roemer, sin descuidar a los actores que reconstruyen el entorno de la estación de tren donde parte de la historia se desarrolla, Hallström ofrece un drama emotivo, bien narrado, verosímil. Parece increíble que se trate del mismo detrás de "Querido John", una trama mucho más endeble donde no se luce su excepcional talento para capturar instantes, gestualidades y ambientes. Sencilla, previsible en su desenlace y sin pretensiones, "Siempre a su lado" nos transporta a un universo conocido y añorado, sobre todo a aquellos que hemos vivido con mascotas. No confundir "tener" con "poseer"; de la sutil diferencia de estos términos está empapada la película. Imprescindible llegar al cine con pañuelos a mano.
El ¿simple? arte de escribir (para otros) El protagonista, un escritor de esos llamados "fantasma" (Ewan McGregor, nunca dicen el nombre) recibe un día el encargo de su carrera: escribir las memorias de un ex primer ministro británico (Pierce Brosnan), actualmente caído en desgracia por algunas decisiones que lo dejan "pegado" a la línea dura del gobierno de Estados Unidos. Su instinto lo lleva a rechazar la propuesta, pero antes de que pueda advertirlo está embarcado por obra y gracia de su agente. Más rápido aún, se dará cuenta de las implicancias políticas y personales que su tarea puede traer, no sólo a la editorial para la que trabaja, sino a sí mismo. Y a la vida del ex premier también. En su último proyecto, el director Roman Polanski encara una interesante premisa que coquetea con el verosímil (el esquema político que se plantea, las alusiones entre sombras a la política internacional yankee-británica) y se mezcla hábilmente con ese mundillo apenas intuido de los ghost-writers, los conocidos "negros literarios" que se ocupan de hacer el trabajo que aquellos más famosos no pueden o no saben llevar adelante. Con un interesante elenco y personajes más o menos sencillos de abordar, la película mantiene un interés parejo, sin volverse demasiado obvia. No obstante, hay que tener en cuenta que cuando se trabaja con la intriga de tinte político y se sigue una línea determinada por el equívoco y las omisiones, se corre un riesgo cierto de que la trama termine tan enredada en los detalles secundarios que haya que apurarse por cerrarlo todo. Y eso, lamentablemente, es lo que pasa. La estructura del guión comienza a resquebrajarse justo en el momento en que la resolución está a la vuelta de la esquina: cuando Internet aparece como elemento consultivo inapelable para cerrar una trama muy old school, hay algo que no funciona. El verosímil se pierde y ya no hay vuelta atrás; el espectador atento no podrá evitar cuestionarse todo lo que vio y de allí a la respuesta obvia del enigma hay apenas un paso. Sin embargo, Polanski consigue un buen remate final, con un cierre que al menos emprolija ese trazo grueso y apurado
Antiguo dueño (británico) de las flechas Cuenta una de las versiones de la historia (como todas las de aquellos tiempos, muy borroneada por los límites de la leyenda) que el rey Ricardo Corazón de León (Danny Huston) batalló junto a Robert Loxley, a quien el mito popular atribuye la identidad de Robin Hood, famosísimo outlaw de los bosques de Sherwood. Pero, ¿y si el forajido hubiera sido otro? En esta visión del director de "Gladiador", con escenas que remiten invariablemente a aquella cinta, el protagonista es un obscuro arquero sin linaje noble y que lucha más por la paga que por su rey, el veterano Robin Longstride (Russel Crowe, siempre en forma a la hora de la acción). Un tipo de dudosa moral, que sin embargo es escrupuloso a la hora de barajar sus lealtades e implacable cuando la situación requiere una cabeza fría. Algo es históricamente cierto: Ricardo Plantagenet ha muerto en combate y pronto Inglaterra, bajo el reinado de su hermano Juan, correrá una suerte incierta y desesperada. Las tropas, los nobles y los vasallos se revuelven inquietos ante las ambigüedades de la nueva tiranía, capaz de dejarles a merced de soldados franceses en tiempos en que Francia era, justamente, un enemigo potencial nada despreciable para el reino. En medio de todo este caos, Longstride llega a Inglaterra y toma el lugar del caballero de Loxley a fin de entregar la corona a la Reina Madre y al heredero al trono, el hermano de Ricardo, John. Sin embargo, un poderoso canciller, sir Godfrey (Mark Strong), responsable de oscuros manejos a espaldas de la Corona, lo acecha sospechando que el ignoto arquero sabe más de lo que aparenta. En cumplimiento del último deseo de Loxley, nuestro héroe se dirigirá a Nottingham, donde la mujer del lord, Marian (Cate Blanchett) y su padre (Max von Sydow) le aguardan desde hace diez años. La historia pronto le reservará un lugar a este anónimo arquero cuando los intereses políticos avancen sobre la empobrecida nobleza del Norte. Allí, sus habilidades serán requeridas y bien aprovechadas. Como sabemos, la idea original de Ridley Scott (largo historial de trastablilleos desde "Alien" hasta "Body of Lies") era centrarse en el obscuro sheriff de Nottingham, que a lo largo de las diferentes adaptaciones de la leyenda ha sido el villano tipo, el antagonista primordial de Robin Hood. Esta visión se llamaría "Nottingham" y se centraría en este supuesto villano, humanizándolo y dándole un relieve más heroico, dejando a Robin Hood en un plano más realista de antihéroe. Previsiblemente, el guión y el tema hicieron chillar a los estudios que lo vieron poco rentable, y el personaje terminó ajustado al mito original, a cargo de un desteñido Mattew Macfadyen. El villano, o algo así, pasa entonces a ser directamente el rey Juan de Inglaterra. Y Francia, claro. Esta cinta de acción y algo de drama histórico está tan bien dirigida y fotografiada, ambientada y musicalizada que incluso los groseros clisés históricos se le pueden disculpar en función del entretenimiento. Como en los viejos tiempos de Ridley Scott, vale la pena. Aunque siempre nos quedaremos con la intriga: ¿cómo habría sido "Nottingham"?
El largo y sinuoso camino El prestigioso director y autor teatral Caden Cotard (Phillip Seymour Hoffman), algo hipocondríaco y egocéntrico como todo talento de renombre, no es capaz de reconocer de inmediato que su vida familiar se terminó. De repente, su mujer Adele (Catherine Keener) se va en un viaje artístico a Europa con su única hija y ya no regresa. Luchando con sus propios y auténticos instintos, Caden se queda solo, boyando entre dos mujeres que se disputan su interés, mientras el tiempo de su vida se le desliza en una confusión de meses que parecen semanas y años que parecen meses. A medida que su salud decae y los médicos no pueden acertar con un diagnóstico concreto, su vida profesional se dispara gracias a una prestigiosa beca que le permite llevar adelante el proyecto más ambicioso de su vida: la narración coral, día tras día, de un grupo cada vez mayor de personas en la ciudad de Nueva York. Y finalmente, Charlie Kaufman debutó como director con una cinta que lo pinta entero. Se podría caer en el lugar común del homenaje a sus fuentes (cine, teatro), a la admiración que en él provocan tanto sus personajes como los actores que lo interpretan, etcétera. Pero hay algo más en este producto extraño, con mucho del último Lynch aunque por lejos más asequible a un público amplio. En su puesta escénica y en la estructuración de los conflictos se puede seguir el hilo de una trama engañosa, que coquetea con lo onírico y también con algún absurdo, sin dejar de ser un drama eficaz (evoca por momentos a "Eterno Resplandor..."). La historia entraña algunos golpes bajos, lógicos dentro de una trama donde el personaje central debe necesariamente sufrir, aunque morigerados con la cuota de humor oscuro propio de Kaufman. El elenco, de principio a fin, se luce en torno a Phillip Seymour Hoffman, que logra un personaje protagónico que de a poco y como una fuerza centrífuga va liberando a sus secundarios; tanto los que le acompañan en su devenir como autor, como los actores que comparten sus días en ese gigante plató donde se desarrolla el ambicioso sucedáneo de la vida misma.
Amor altruista El boina verde John Tyree (Channing Tatum) pasa sus días de licencia en las bucólicas playas de Carolina del Norte, lugar donde vive su padre (Richard Jenkins) y veranean algunas familias tradicionales de clase acomodada. Es allí que conoce a Savannah (Amanda Seyfried), una joven estudiante universitaria que descolla entre sus amistades por su buen corazón y que, como es de prever, también conquistará a John e incluso a su elusivo padre. La relación se vuelve seria en muy poco tiempo y los jóvenes se verán puestos a prueba en toda su capacidad de amor y de nobleza cuando el servicio de John se extienda más de lo previsto, a raíz de los ataques terroristas del 11-S. Si en los primeros diez minutos de película hay una escena casual que esconde un claro (y más o menos inminente) conflicto, un personaje introvertido que, aún así, revela mucho de sí mismo y una panorámica pintoresca que nos ponga en situación, con una delicada música de fondo, podemos afirmar que estamos ante un auténtico filme de Lasse Hallström. Sin embargo, hay aquí poco del encanto sombrío que supo cultivar en "Atando cabos", y sí más bien un viraje a sus últimas cintas (como "Casanova", ese relato ficcional edulcorado e inspirado libremente en el mítico amante que casi no tenía momentos oscuros). Todo, aún el drama, se tiñe de luz en esta cinta. Algo había logrado subsanar Hallström en "Un amor, dos destinos", con la dupla Robert Redford - Morgan Freeman bastante deslucida pero con una historia que se imponía desde algunos giros originales. En esta tesitura, adapta la novela del talentoso Nicholas Spark ("Diario de una pasión"), aunque sin conseguir la emoción implícita en aquella, sino más bien un relato melodramático, que pese a estar bien actuado y contar con una excelente puesta y dirección artística, no llega a convencer del todo. Quizá si los personajes no estuvieran tan empapados de una nobleza extrema la historia sería más verosímil. Pese a las debilidades del guión (más notables a medida que éste avanza e imperdonables en un final predecible que se estira demasiado), las actuaciones de los dos protagonistas y de Richard Jenkins consiguen emocionar lo justo y necesario, revelando de paso puntos fuertes de sus respectivos talentos. No será para tanto, pero tampoco es tan poco.
Family Business Susana y Marcos son dos hermanos bastante diferentes entre sí, como es de prever (a los fines de la trama, claro está). Mientras Susana (Graciela Borges) transita a la deriva su madurez apetecible de soltera eterna realizando negocios quiméricos de manera compulsiva y bordeando la estafa, Marcos (Antonio Gasalla) se ocupa de la madre de ambos en los últimos días de su convalecencia. Marcos es un orfebre de mediano éxito, cuya vida pasó básicamente por cuidar a esa madre que casi no se mueve de la cama, y a su muerte, la ausencia inevitable de este factor de apego cambiará su vida de manera drástica, con una pequeña ayuda de Susana, que ansiosa por salvar una inversión importante de dinero lo convence de trasladarse al Uruguay. Es notable cómo al tiempo que se divide en dos flancos para atender de manera alternada a los no siempre coexistentes hermanos, el relato queda irremediablemente escindido en la clásica estructura de comedia y tragedia del teatro griego. No es casual, entonces, que Marcos se reencuentre a sí mismo en esta Villa Laura, un pueblo uruguayo con un modesto grupo de teatro cuyo director está empeñado en una revisión vanguardista del clásico "Edipo Rey", de Sófocles. En este redescubrimiento, la tragedia personal de Marcos queda aliviada o al menos sublimada en un arrebato de productividad laboral y de realización individual para el personaje, dejándolo del lado soleado de la vereda. En cambio, a la más heliocéntrica y despreocupada Susana le toca el lado de la sombra. Cada vez más aislada y sumida en el alcohol, no hace sino vivir en función del ocultamiento de un pasado que la avergüenza. En el transcurso de sus días, esa neurosis va borrando los límites de su propia identidad, la real; no esa construcción frívola que interpone entre sus penas y el mundo. Susana tiene mucho que descubrir de ese hermano menospreciado que también le resulta vergonzante. Con la pericia a la que ya nos acostumbró su cine, el realizador Daniel Burman explora el costado tragicómico de la relación de dos hermanos, retomando sus sempiternos temas familiares y apoyando con acierto la trama en los hombros de sus dos notables protagonistas. Los escenarios, locaciones y paisajes se vuelven, a fuerza de bellos y acertados, una parte imprescindible de la historia. Quizá si Burman no exudara cierto snobismo en la construcción remanida de situaciones y diálogos, si se acercara con menos vacilaciones al ángulo más humano de sus personajes en lugar de limitarlos al rincón de la ficción o acotarlos en el guión puro y duro, estaríamos frente a un verdadero tour de force actoral. Ojo: A no perderse la secuencia de créditos finales.
Triángulo de ausencias Los hermanos Sam (Tobey Maguire) y Tommy Cahill (Jake Gyllenhaal) no podrían ser más distintos. Tommy transitó una adolescencia rebelde y se convirtió en delincuente, la oveja negra de la familia; Sam, en cambio, superó los conflictos y se convirtió en la luz de los ojos de su padre (Sam Shepard) eligiendo volverse un Marine como él. Tommy sale de la cárcel y se encuentra con que su hermano ha hecho una buena carrera, además de mantener una familia feliz con su novia de la adolescencia, la bonita ex porrista Grace (Natalie Portman). Pero todo cambia cuando, en mitad de una misión y a los pocos días de reencontrarse con su hermano, Sam desaparece en territorio afgano luego de que su helicóptero es derribado. Lidiando con el dolor de la familia y el propio, Tommy comienza a hacerse del lugar que nunca tuvo en la vida de su decepcionado padre y de sus sobrinas, a la par que Grace se reconcilia con este cuñado conflictivo pero de buen corazón. No tardará en surgir entre ellos una cálida y pospuesta atracción. Pero en el momento justo, regresa el hijo pródigo (que no estaba muerto, sino secuestrado por talibanes) y las cosas toman un cariz turbio; ni la casa, ni Sam parecen ser los mismos. En esta remake de la notable cinta de Susanne Bier, estrenada limitadamente en Argentina, el director de "Mi pie izquierdo" y "En América" sale de un ostracismo de cuatro años y nos recuerda cuáles son sus especialidades. La obsesión, la perturbación, la relación de una familia como un todo por sus partes y la esperanza de una redención que no siempre es subjetiva, sino que queda a cargo del espectador. En este caso, trabaja con material sensible al público norteamericano pero trata de darle un mayor relieve a la colateralidad del conflicto bélico, antes que a la sensiblería que este tema pueda generar. Consigue así un filme de buena factura, sólido en el aspecto técnico y actoral. Podría haber sido mejor sin tanta referencia obvia y remanida a la intervención estadounidense en Afganistán, que habría ganado sus buenos puntos con algo más de sutileza. Recursos que se derrochan en los personajes de Gyllenhaal y Portman (algunos planos que revelan la excelencia de Sheridan en la exploración de personajes) le quedan cortos a Maguire, que excepto por sus expresiones trastornadas post-conflicto es un personaje áspero, poco querible en el sentido cinematográfico de la palabra y bastante más molesto que perturbador.