El ojo que nos mira y el ojo que no ve Leonardo (Rafael Spregelburd) está en la cima de su carrera: es un diseñador exitoso, un docente admirado y temido por sus alumnos y un hombre de familia bien, tranquilo, snob. Hasta se da el gusto de habitar la única casa que Le Corbussier hizo en Argentina, una maravilla arquitectónica, baluarte de un barrio de la ciudad de La Plata. Todo marcha bastante bien, hasta que un día los martillazos en la medianera lo sacan de su eje para ponerlo frente a un vecino al que recién presta atención. Víctor (Daniel Aráoz), reducidor o vendedor de autos usados - nunca se aclara bien este punto en la película- clama su derecho a "unos rayitos de sol", su pertenencia desde siempre al barrio, su intención de buena vecindad con Leonardo. Pero desde ese momento, será un elemento disruptivo en la vida del apacible y neurótico diseñador-arquitecto. Al mismo tiempo que comienza a conocer y a relacionarse con Víctor (muy a su pesar, está claro), Leonardo devela poco a poco los rasgos más enfermizos de su personalidad. Entre sus familiares y amigos, se burla de ese vecino al que no es capaz de enfrentar con la mínima valentía cuando le toca hacerlo. Con el correr de los días, el mal dormir y la tensión se apoderan de toda esta vida aparentemente perfecta que Leonardo cree vivir, mientras el vecino atraviesa su propia existencia con una placidez y verborragia exentas de todo filtro. A través de las ventanas enfrentadas y separadas por un metro escaso de distancia, transcurren como en un escenario los conflictos (algunos soterrados, otros explícitos) de dos individuos destinados a no comprenderse del todo. Con un sólido guión de Andrés Duprat, excelentes actuaciones por parte de todo el elenco y sobresalientes en el caso de los protagónicos, más una puesta en escena y edición que sintetizan lo mejor del cine nacional de la última década, "El hombre de al lado" tiene todo para cautivar al espectador exigente, tanto como al iniciático. Lo único que podría llegar a restar en esta trama es la morosidad de algunas escenas y la escasa tensión de los últimos minutos, aunque sobre el final el clímax se viene encima del espectador casi sin previo aviso, de la forma más inesperada posible. El ante último plano largo es una maravilla de síntesis y conclusión para los dos personajes centrales.
Saliendo de la pecera En el mundo de Paloma Josse (Garance Le Guillermic), los días son rutinarios y grises y las personas que la rodean, peces en una pecera. Destinada a repetir una y otra vez la chatura de una vida que siente pre-escrita, decide realizar su "ascenso al Everest": una película que englobe los últimos días de su vida, ya que ha decidido suicidarse el día de su cumpleaños número doce. Sí: Paloma es una niña, pero una niña brillante que se siente permanentemente fuera de estructura. Sin embargo, está a punto de conocer a dos personas que pueden cambiar esta visión del mundo, entregándole una perspectiva diferente con la que encarar su vida. La portera del edificio de Paloma es una mujer madura, severa y estoica llamada Reneé Michel (Josiane Balasko), que detrás de una fachada de desinterés y abandono personal oculta a una ávida lectora y entusiasta del cine oriental. Ha vivido durante tres décadas en este edificio sin que los vecinos sospechen siquiera del doble fondo de su existencia. Aún así, en una mínima bajada de guardia, el nuevo inquilino (Togo Igawa) le da a entender que ha descubierto su secreto. La tríada de personajes centrales es sencilla y eficaz. Por un lado, la niña-genio incomprendida y automarginada, que muestra una cara al mundo . Por el otro, la portera que oculta sus inquietudes culturales y literarias tras una fachada de clichés clasistas. Y en el centro, el flamante vecino del edificio: un exótico millonario oriental, Kakuro Ozu (su apellido remite al mítico realizador de cine), que fungirá como catalizador vehiculizando el encuentro entre estos dos diamantes en bruto. La potencialidad de las relaciones humanas en clave de fábula urbana son el punto fuerte de esta historia, pero cuando la acción abandona a los personajes, la trama se revela superficial e insuficiente. Si bien la novela de Muriel Barbery está mucho mejor estructurada a los fines del interés narrativo y las progresiones de los personajes no son tan violentas como puede suceder cuando el formato limita, la adaptación de Mona Achache tiene sus momentos luminosos a tono con el libro. Esto hace que los baches puedan sortearse con bastante éxito a fin de quedarse con un buen producto.
Manual de supervivencia para el padre solo Cuando la vida de Katy (Laura Fraser) se apaga rápida y trágicamente a causa del cáncer, su esposo Joe Warr (Clive Owen), atareado periodista y escritor de deportes debe modificar drásticamente sus actividades y su existencia para afrontar el golpe. Al mismo tiempo debe hacerse cargo de la crianza en solitario de su hijo Artie (Nicholas McAnulty), un niño que procesa a su particular manera la ausencia de su madre y esa presencia entre novedosa y molesta de su padre, antes distante. Un poco perdido, Joe transita el duelo con tropiezos. Su primera esposa, además, le envía a su hijo mayor, Harry (George MacKay) a quien no ha visto en años, para unas vacaciones que posiblemente ninguno de los tres olvide. En una casa que se convierte de a poco en un campo de batalla, donde la única disciplina es la diversión y la catarsis, Joe intenta mantener unida a la familia ("somos como Mi Pobre Angelito, sólo que hay tres de nosotros" reflexiona en un momento dado) sin perder la relación cordial que supo cultivar con sus suegros. Al mismo tiempo, intenta un acercamiento entre terapéutico y de aprendizaje con Laura (Emma Booth), madre soltera de la mejor amiga de su hijito. Con tantas variables urgentes en equilibrio, Joe se sentirá muchas veces al borde de un conflicto que, llegado el momento, no sabe si podrá enfrentar. Clive Owen lleva adelante un digno rol principal, no exento de algunos clichés. Los hijos están bien representados por los jóvenes actores Anulthy y MacKay, y lo mismo sucede con el resto de las interpretaciones: suficientes, aunque carentes de verdadera profundidad. El guión no tiene mayores tropiezos, pero tampoco momentos particularmente iluminados; se agradece el cuerpeo de guionista y director a los manierismos propios de las adaptaciones de Nicholas Sparks, que tanto tientan en argumentos como éste. Con todo, por medio de una brillante ambientación y paisajes que por momentos hacen que el espectador olvide de qué viene la cosa, este drama sentimental tiene lo justo y poco más para conmover y gustar, aunque no llegue a encantar.
Llórame un río Elizabeth Sommers (Brenda Blethyn), viuda de un marino muerto en la guerra de Malvinas, trabaja incansablemente y casi siempre en soledad en su granja, situada en una de las islas del canal de la Mancha. Una mañana de julio de 2005, la noticia de los atentados terroristas en Londres sacude su mundo. Cuando cae en la cuenta de que su única hija, que reside allí, no le devuelve los llamados, deja su casa y su vida en la isla para ponerse en contacto con ella. En el fondo, Elizabeth está convencida de que la encontrará sana y salva. Pero cuando llega a la casa de Jane se da cuenta que prácticamente no conoce nada de la vida actual de su hija, y la inquietud va en aumento cuando se suma otro factor: Ousmane (Sotigui Kouyaté) el padre del novio musulmán de Jane, toda una novedad para Elizabeth, que es una madre protestante muy tradicionalista. Por su extrema y aún así respetuosa sensibilidad, esta cinta de Rachid Bouchareb se posiciona como uno de los más logrados dramas cinematográficos en lo que va del año, muy cerca de la cadencia narrativa de "Goodbye Solo" aunque más eficaz en términos de identificación del espectador por su apelación al criterio de proximidad. La trama se inserta en los sucesos trágicos del subte de Londres, ocurridos en julio de 2005 y que costaron la vida a 56 personas. La dupla protagónica se luce de manera sobresaliente, sin sorpresas en el caso de Brenda Blethyn (una madre a la que dan ganas de abrazar y contener pese a que se hace fuerte en la soledad) y con el agradable plus de reencontrar a un intérprete como Sotigui Kouyate ("Negocios entrañables"), en el rol del padre ausente que se redime mediante la búsqueda de un hijo al que no ha visto en años, del que ni siquiera conoce el aspecto actual. La mayor virtud del realizador es plasmar con bastante acierto el ambiente inmediatamente posterior a los atentados, los diferentes ámbitos (hospitales, jefatura de policía, el barrio musulmán) y en menor medida la relación titubeante de los personajes protagónicos entre sí. En este punto queda claro que los dos actores se cargan al hombro una trama llena de lugares comunes y algunas secuencias de diálogo un poco inverosímiles o forzadas, lo que aligera notablemente el peso de una trama por momentos abrumadora. Las secuencias de inicio y cierre son hermanas en su composición y en el aspecto metafórico y no conviene revelar detalles; baste aclarar que el final tiene una potencia que justifica sobradamente la recomendación para ver este filme.
Lolita a pedido para familias aburridas Abrumada por la sospecha de la infidelidad de su marido, David (Liam Neeson), la doctora Catherine Stewart (Julianne Moore) contrata a una joven prostituta, Chloe (Amanda Seyfried) para proponerle un contrato inusual. Mediante Chloe, Catherine pretende de alguna manera tener un cierto control en la vida personal de su marido, aquella que transcurre lejos de su casa. Con los años de rutina matrimonial y familiar David se le ha vuelto en cierto modo un enigma. Lo que Catherine no puede prever de ninguna manera son las consecuencias que este insólito convenio traerá a su mundo privado, y cómo este redescubrimiento de la sexualidad puede enlazarse con la rutina de sus días, poniendo a peligrar la estabilidad aparente de la familia Stewart. Con ambientes estudiadamente fríos que por momentos bajan un tanto la exaltada sensualidad de la propuesta, Atom Egoyan retoma la historia que en 2003 llevó al cine Anne Fontaine, "Nathalie X", con la sensual Emmanuelle Béart en el rol que hoy cubre con solvencia Amanda Seyfried. La joven suple con carisma y actitud algunas limitaciones estéticas que la alejan de la arquetípica prostituta aniñada para acercarla a la Lolita de Adrien Lyne. Y en este sentido es una buena co-equiper de la dupla constituída por Liam Neeson y Julianne Moore, destacables en su interpretación, aunque limitados por cuestiones formales propias del guión (algunas situaciones ponen incómodo al espectador y no porque éste sea un efecto buscado, sino más bien por fallas intrínsecas del verosímil, que afectan a la fluidez del relato). Hechas las salvedades, se puede tomar en cuenta a esta cinta como un drama erótico estéticamente muy cuidado, con giros interesantes y un elenco acorde. No decepcionará a quienes vayan enganchados con la propuesta del trailer; en los tiempos que corren, eso ya es un avance.
Cinco minutos de gloria Fines de los años ´70. Irlanda se debate en un conflicto ultraviolento que se cobra cada vez más vidas inocentes. La escalada de violencia enfervoriza sobre todo a los jóvenes idealistas, que ante la gratuidad de la muerte responden con más muerte. Uno de estos jóvenes es Alistair, de apenas diecisiete años, ansioso de mostrar su valía ante el líder de su “ejército”. Cuando le proponen un escarmiento a un muchacho de su misma edad, sospechado de simpatizar con el IRA, no duda en convertir el escarmiento en asesinato ejemplificador. Treinta años después, Alistair (Liam Neeson) no puede vivir con la culpa. Expurgó su crimen en la cárcel y al salir se convirtió en un reputado conferencista sobre aquellos años dolorosos y oscuros, ganando fama y simpatías a lo largo de un país que sólo busca la reconciliación. Pero Joe (James Nesbitt), hermano menor de la víctima de Alistair, no quiere reconciliación, sino venganza. Ha vivido en la sombra de un dolor inmenso durante treinta años, no sólo por haber sido testigo de la muerte de su hermano, sino culpado obsesivamente por su madre de no haber hecho nada para salvarlo. Como si un preadolescente de treinta kilos hubiera podido contra el fanatismo de Alistair y sus amigos. Por eso, cuando una cadena televisiva los invita a un diálogo en cámara donde se reencuentren y puedan hablar del tema, Joe acepta con una sombría determinación en mente. Alistair lo sospecha, pero no puede evitar el encuentro; necesita volver a ver a los ojos de aquel niño y pedirle perdón, aunque no lo obtenga. Los prolegómenos de la puesta en escena de esta reconciliación mediática son el primer escenario de un drama plagado de pequeños clímax y de angustiosas revelaciones personales. Reivindicándose de su último fracaso hollywoodense (aquella vergonzosa remake de “Body Snatchers”), el realizador alemán Oliver Hirschbiegel demuestra en pocos minutos cuál es su auténtica cualidad. Partiendo de una anécdota verídica, mínima, de enorme potencia emocional, pasea al espectador por el angustioso mundo interior de dos personajes (asesino y víctima) en un despliegue que demuestra técnica y oficio. Las cámaras pasan de subjetiva a objetiva, de planos de desplazamiento a primeros planos estáticos con verdadero oficio cinematográfico. Es sencillo para dos actores de la talla de Liam Neeson y James Nesbitt lucirse en este marco, desplegando los matices de angustia, neurosis, sobrecarga emotiva y parálisis por las que deben atravesar los personajes para deconstruir . El final es uno de los más simples y potentes que se han visto en los últimos años. Un filme recomendable, por momentos abrumador y claustrofóbico, con la tensión sostenida, justa, que tienen las historias pequeñas, pero bien contadas.
Gruñones, pero felices Gru es un supervillano que ha conocido tiempos mejores. Junto a su colega, el doctor Nefario, y su ejército de ayudantes miniatura (de especie desconocida) han ejecutado los mayores delitos y los planes maléficos más osados, pero están en un notable declive debido a la aparición de una nueva generación de villanos, más versátiles en cuanto a tecnología y mucho menos respetuosos de los viejos códigos. Enfrentado específicamente a uno de estos nuevos malvados, el joven Vector, Gru concibe un plan: atacar la guarida de su enemigo con la ayuda de tres huérfanas recientemente adoptadas, que venden las galletas preferidas de Vector, y así apoderarse de un rayo reductor que le permitirá robarse la Luna. Nada menos. Pero el plan se verá entorpecido porque estas tres huérfanas descubren en Gru a un padre potencial, y su influencia trae a la vida del villano un inesperado giro. Con el aval de Chris Meledandri, que tiene en su haber la producción de las cintas de Blue Sky "La era del hielo", llega este nuevo producto animado que constituye un debut promisorio para este equipo de directores y guionistas. La historia tiene una estructura bastante clásica y sus giros son previsibles, pero tiene momentos muy altos (los recuerdos de Gru y la intervención de su madre como personaje bisagra son un buen ejemplo) y puede convertirse en un buen clásico de estos tiempos 3D. A no dudarlo: "Mi villano favorito" y "Toy Story 3" son las películas de animación de esta temporada. Vale la pena verlas en cine y en familia, ya que no subestiman ni al espectador infantil ni al adulto.
Pop, kitsch y sueños de superestrella Natalia, niña en Tacuarembó - Uruguay - y adulta en Buenos Aires, siempre ha tenido un sueño estelar. Entusiasta del canto y del baile, su máxima aspiración es llegar a cantar y bailar en televisión, pero a sus treinta años parecen estar cerrándose todas las puertas. Subsiste en la capital argentina gracias a un trabajo deprimente en un bizarro parque de diversiones de temática religiosa. El día que asiste al que decide será su último casting, si bien no lo sabe, es un día muy especial: su pasado y su presente se encontrarán en el momento soñado de su vida. El debutante Martín Sastre se las apaña con un guión irreverente y lleno de guiños a la cultura de los ´80 y al pop en una trama que divaga entre el pasado y el presente, con algunos altibajos. En el elenco no faltan los lugares comunes (el sempiterno Diego Reinhold como el amigo gay, la utilización de la propia actriz protagónica para encarnar a su némesis) pero también hay guiños acertados (los cameos de Janet Rodríguez, Ale Sergi de Miranda y Graciela Borges). Con un comienzo tibio, un buen desarrollo y un final flojo, esta adaptación de la novela de Dani Umpi no le hace honor a su original. Los actores, especialmente los infantiles, no brillan particularmente ni con naturalidad, a excepción de Oreiro; y si bien la puesta en escena está muy cuidada y se luce desde la fotografía y el trabajo de cámara, no llega a conformar un producto homogéneo. En definitiva: Martín Sastre no hace papelones, pero coquetear con lo bizarro requiere de una mano mejor entrenada. Tampoco habrían venido mal mejores efectos especiales; no se debe confundir kitsch con mal hecho. Como comienzo es promisorio, lástima el desperdicio de un material que tenía un mucho mejor potencial cinematográfico.
Que vivan felices para siempre, de una vez Shrek ha conquistado una vida apacible y rutinaria con su familia. Fiona, sus trillizos, el gato y el burro habitan junto a él la casa del pantano donde lo vimos por primera vez, y todas las noches se reúnen a recordar las viejas aventuras que los llevaron hasta allí. Pero el incorregible ogro no es totalmente feliz. Extraña sus momentos de privacidad, el ocio de la no-paternidad, la falta de ataduras. Extraña el terror que inspiraba a la gente y no termina de habituarse a ser el personaje más popular de Muy, Muy Lejano y aledaños. Entonces, aparece un siniestro personaje llamado Rumpelstinskin, experto en trocar vidas por beneficios mediante contratos tramposos. Alguna vez este duende estuvo a punto de hacerse del poder de Muy, Muy Lejano engañando a los padres de Fiona mediante un contrato para liberarla. Como Shrek se adelantó y llegó a salvarla primero, Rumpel se quedó sin el pan y sin la torta... y con un enorme odio hacia el ogro. Por eso, cuando lo ve discutir con Fiona entiende que la oportunidad le toca la puerta y no tardará en hacerse de su confianza, enredándolo en un contrato engañoso que cambiará drásticamente el pasado y el presente de todos sus seres queridos. Parece increíble que haya pasado una década desde que este antihéroe verde y grotesco arrasó con las preferencias y simpatías de un público masivo. La irreverencia con que "Shrek" y su cohorte de personajes de fantasía se metieron con los clásicos cuentos de hadas para subvertirlos aparece hoy como un recuerdo muy, muy lejano. El humor redundante, los chistes obvios y previsibles y la escasa tensión producida por la repetición de un argumento que fue mucho más eficaz en la segunda entrega (allí, donde habría que haber puesto el freno a tiempo) opacan el notable trabajo de animación que en esta ocasión consigue lucir mucho más que en "Shrek Tercero". El giro producido por el "qué hubiera pasado si..." está muy desaprovechado, justamente porque se pone el foco en las escenas morosas y redundantes cercanas a la tradición Disney y en los chistes viejos (sobre todo los concentrados en la verborragia de Burro) en lugar de aprovechar a construir una nueva historia, algo similar a lo conseguido en la primera parte. Todo muy lindo, Shrek y allegados, gracias por la compañía, pero de verdad... ya es suficiente.
Nada que decir Una cámara fija e incómoda en la secuencia inicial. Largos planos desenfocados. Diálogos en apariencia claves para la trama que no se entienden por el mal sonido directo. Estas son algunas de las desprolijidades que resumen con bastante claridad este intento de cinematografía más bien indigno, doblemente decepcionante cuantas más pretensiones de buen cine parece tener. Raro en una directora de la talla de Oliveira Cézar, que fue capaz de de alzarse con buenos resultados en filmes anteriores; más que cine comprometido, suena a cine por compromiso. El infaltable argumento troncal que alude a los años de plomo está metido a la fuerza en una trama donde la acción y los momentos más fuertes transcurren en una fábrica a punto de cerrar. Alusiones banales a tragedias griegas anticipan una subtrama aún más forzada (un posible e inconsciente incesto), todo bien regado con planos fijos de situaciones estáticas donde no se luce nada. Ni actores, ni decorados. Sumémosle a esto un leitmotiv al piano cansino, trillado e irritante como única música de acompañamiento a las acciones, y que suena a uñas contra un pizarrón sumado al molesto sonido directo. En un momento, al personaje de Eva Bianco se le cuestiona sobre su silencio acerca del hijo apropiado, y ella responde simplemente: “No hay nada que decir”. No parece una frase ociosa, sino toda una definición para una cinta que abunda en planos de un pretendido expresionismo y un mal logrado efecto de cinema verité, pero con un guión tan endeble y carente de interés que vuelve inconexos los segmentos en que se divide el metraje y a sus personajes, insulsos. No hay verosímil en las situaciones, ni escenas de riesgo, ni desenvoltura en los actores, a excepción quizá de Marcelo D´Andrea, el único al que se le nota oficio. Con la única y prístina excepción de la escena inicial, un accidente en una ruta desolada (comienzo prometedor que pronto se desinfla), la cinta es un compendio de obviedades encadenadas. No hay mucho que agregar. Cuando el planteo de la película necesita ser defendido por sinopsis o spots publicitarios y no queda claro a través de las imágenes o del guión mismo, es indefendible. En cine no existe el “hubiese” y las justificaciones no se filman.