Hay algo –o bastante– de Cinema Paradiso en Cine de pueblo, tributo a José Martínez Suárez que Sebastián Hermida filmó once años atrás: la ambientación en una localidad pequeña cuya sala de cine fue clausurada/recuperada; la evocación de recuerdos de infancia con «olor a celuloide» (homenajeado dixit), la inclusión de un compendio de secuencias reconocibles (fragmentos de películas de Josesito en lugar de los besos que Alfredo editó para Totó), el sonido de un viejo proyector. Incluso algunas melodías de Pablo Borghi parecen tributarias de la célebre banda sonora de Ennio Morricone. Desde esta perspectiva Hermida y Martínez Suárez se parecen al Salvatore que Giuseppe Tornatore imaginó a fines de los ’80. El primero, a la versión joven que reconoce, admira, agradece a su mentor; el segundo a la versión madura que se redescubre y relata a sí mismo cuando vuelve a su pueblo. En este caso la localidad en cuestión es la santafesina Villa Cañás; la sala de cine se llama Dante, y la acción transcurre en 2009 y en el marco de una proyección especial para alumnos de la escuela primaria. Ese tiempo y ese lugar conforman el contexto de esta semblanza de Martínez Suárez que, dicho sea de paso, Betina Casanova y Mariana Scarone retomaron para el documental Soy lo que quise ser que se estrenó a mediados del año pasado. En Cine de pueblo Hermida acompaña al alma pater del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata mientras recorre su ciudad, cuando se detiene en rincones significativos, en reuniones con amigos históricos, cuando presenta y concluye la función cinematográfica para chicos, durante la entrevista que les concede a tres alumnas de la mencionada escuela primaria, cuando asiste a una puesta teatral de Drácula. La caminata estimula la memoria más íntima; el encuentro con seres queridos y con los niños, anécdotas y reflexiones profesionales. La dedicatoria «Para mi Maestro» condensa la carga subjetiva que el documentalista libera progresivamente hasta la mitad de su película, y con todos los cartuchos después: «Era como un Rolling Stone en plena gira –dice del homenajeado– y nosotros los secundábamos como si fuéramos los demás músicos de la banda». Este fervor podría ser la causa de las desprolijidades técnicas que se cuelan en el film, y que corren el riesgo de distraer al público que desconoce a Martínez Suárez o que es indiferente a la trayectoria del autor de El crack, Dar la cara, Los chantas, Los muchachos de antes no usaban arsénico, Noches sin luz ni soles. En cambio, los admiradores del también docente, músico, hermano de Goldie y Mirtha Legrand apreciamos especialmente este tributo que se estrenó el lunes pasado, unos cuantos años tarde pero en un momento muy oportuno: el primer aniversario de la muerte de Pepe para la familia, Joselo o Josesito para Villa Cañás y Maestro para sus alumnos.
La cita de un fragmento de El entierro de los muertos de T.S. Eliot y el plano general de un hombrecito trepado a una cantera de piedra caliza en Orcoma, Cochabamba, bastan para capturar toda la atención del espectador dispuesto a averiguar en qué consiste la «conquista de las ruinas» según Eduardo Gómez. Así se titula la hipnótica opera prima que el realizador boliviano filmó en su país y en el nuestro, y que aborda la relación de los seres humanos con la tierra en sus distintas acepciones: hogar; última morada para nuestros cuerpos; suelo generoso en alimentos, hierbas medicinales, minerales, evidencias (pre)históricas; ecosistema violentado. En sintonía con los versos del escritor británico-estadounidense, Gómez reconoce la elocuencia de las imágenes en principio segmentadas («rotas» califica Eliot); por lo pronto las captura en lugares tan disímiles como las mencionadas canteras, edificios erigidos en el centro porteño, el interior de una villa miseria, humedales y cementerios indígenas en el Delta del Tigre, la localidad fosilífera de La Buitrera en la Provincia de Río Negro. La fotografía en blanco y negro alimenta la evociación de recuerdos, anhelos, miedos –otras palabras de Eliot– y de sueños por parte de los cinco protagonistas del largometraje: el obrero y agricultor Juan Cuevas Brañes, el albañil Mayko Crispin Méndez, el paleontólogo Sebastián Apesteguía y los descendientes de pueblos originarios Reinaldo Roa y Santiago Chara. Gómez encuentra en esos escenarios y en esos personajes el marco y la capacidad de reflexión necesarios para abordar cuestiones existenciales y sociales profundas. Entre las primeras, figuran nuestra doble naturaleza constructiva y destructiva, y las implicancias de nuestra condición mortal. Entre las segundas, el reconocimiento de una brecha –cada vez más grande- entre privilegiados y condenados, las distintas maneras de lidiar con esta desigualdad, las consecuencias perniciosas del desarrollo urbano, las marcas históricas que les dejaremos a los estudiosos de nuestro presente. Se trata de temas que al cine (o a una buena porción de sus espectadores) le(s) cuesta digerir, y sin embargo este realizador novel consigue tratarlos con criterios estéticos y poéticos absolutamente magnéticos y conmovedores. Desde esta perspectiva, La conquista de las ruinas constituye una opera prima muy prometedora, y de paso un exponente auspicioso del cine que Bolivia produce sola y, a veces, como en este caso, con la colaboración de la Argentina. Cuando el aislamiento anti-coronavirus llegue a su fin y las salas de cine estén en condiciones de reabrir sus puertas, convendría que este largometraje se proyecte en pantalla grande. En estas circunstancias el público apreciará todavía más la fotografía de Gómez, la banda original de Nicolás Deluca y las palabras lúcidas de Cuevas Brañes, Crispin Méndez, Roa, Chara y Apesteguía.
A simple vista Los trabajos y los días le rinde homenaje al Centro de Experimentación del Teatro Colón, cuyos integrantes llaman de corrido cetecé por las siglas C.E.T.C. El documental de Juan Villegas deja en claro la paternidad atribuida al pianista, compositor, director musical Gerardo Gandini (se lo menciona rápido a Sergio Renán), y la influencia que esta suerte de laboratorio ejerce tarde o temprano sobre la apreciación popular de las artes escénicas. El realizador ilustra la relación entre lo nuevo (léase disruptivo, eventualmente revolucionario) y lo aceptado, si se quiere consagrado, con una cámara que nos conduce de los alrededores mundanos del Colón al subsuelo que alberga al CETC hace treinta años, pasando por el foyer y la sala principal. Las obras innovadoras transitarían el camino inverso: del sótano al escenario central y luego a la calle. La película se titula como el poema que Hesíodo escribió en el siglo VIII antes de Cristo. Sin embargo ésta no es una guía didáctica sobre las labores y el calendario que todo hombre de bien debería acatar, sino un registro de las tareas que personal administrativo, de maestranza, de limpieza, sonidistas, escenógrafos, iluminadores realizaron con miras a los ensayos y a la puesta del concierto In nomine lucis, que tuvo lugar en octubre de 2017. Villegas les presta más atención a esos artífices del espectáculo que a la dupla protagónica tradicional, conformada por los músicos y su público. La constatación invita a comparar Los trabajos y los días con este retrato de Victoria Morán que el mismo realizador estrenó en 2015: si bien gira en torno a una cantante –la posible sucesora de la legendaria Nelly Omar– este film coincide en abordar el costado rutinario, para nada glamoroso, de la actividad artística. A juzgar por la eventual relación de continuidad entre ambas películas, el también autor de las ficciones Sábado, Los suicidas, Ocio, Las Vegas parece oponerse a la separación taxativa entre trabajores y creadores. O dicho de otro modo adhiere a la idea de que la cultura es obra de laburantes antes que de individuos extra-ordinarios. De las voces en off que acompañan las imágenes tomadas en el Cetecé y que ayudan a contar su historia (el film carece de entrevistas formales), algunos espectadores reconocerán aquéllas de Beatriz Sarlo y Federico Monjeau, mencionados en los créditos finales. La decisión de no mostrar los rostros de la ensayista y del crítico parece apuntalar el criterio de desestelarización artística, con perdón del neologismo. El mismo cierre consigna la inclusión de segmentos de Esas cuatro notas, documental que Rafael Filipelli presentó a mediados de 2000, sobre la obra de Gandini a partir de una puesta de la ópera Liederkreis en el Colón. Este otro cruce cinematográfico parece reforzar la importancia que Villegas le acuerda a la labor colectiva. En apenas una hora, Los trabajos y los días visibiliza la faceta menos conocida del gran teatro porteño, recuerda a uno de sus impulsores, desacraliza el arte, extiende el alcance de una película que pasó desapercibida tras su pre-estreno en el BAFICI de 2004. Tanto con su nuevo film como con Victoria, Villegas se revela como un cineasta sensible a la riqueza de obras y creadores desconocidos o subestimados por voceros, promotores y consumidores de la producción cultural de factoría industrial.
Con la entonación de los primeros versos de Ne me quitte pas comienza el documental que Sergio Cucho Constantino le dedicó a un capítulo precioso de la historia de nuestro tango. Un sueño en París se titula el largometraje; quien canta es el actor Jean-Pierre Noher y el comienzo de la inconfundible balada compuesta por el belga Jacques Brel insta a olvidarlo todo: el tiempo de los malentendidos y el tiempo perdido. Sin embargo, el film avanza en sentido contrario o, en otras palabras, desanda el camino que argentinos radicados en la capital francesa iniciaron en 1981 cuando inauguraron Trottoirs de Buenos Aires. Julio Cortázar apadrinó esta tanguería que –cuenta la leyenda– rescató a nuestra música ciudadana de cierta condena… al olvido. Si en cambio se quiere ser consecuente con el título de la canción de Brel, podrá pensarse que Un sueño… evita un abandono muy temido, ese Soltar tantas veces pregonado en algunos libros de autoayuda. De hecho, el mismo Noher se convierte en guía de un viaje a París que también supone un viaje a la época en que el tango renació en un rincón del quartier Les Halles: de esta manera se nos invita a asir una porción de pasado que los porteños pocas veces (re)visitamos. Constantino encuentra en la doble nacionalidad del actor (y cantante ocasional) la excusa para señalar la sangre francesa que el corazón del 2×4 bombea desde que el tolosano Carlos Gardel empezó a destacarse en las orillas del Río de la La Plata. La figura del Zorzal Criollo representa la primera escala de un recorrido que vincula una etapa fundacional con el renacimiento ochentoso en suelo galo. Las incursiones de Noher por rincones parisinos y porteños, las entrevistas a Tomás Barna, Susana Rinaldi, Amelita Baltar, Jairo, Guillermo Galvé, Horacio Salas, imágenes de archivo como la que ilustra la presente reseña constituyen las tres patas de este homenaje al vínculo franco-argentino que Enrique Cadícamo describió a principios de los años ’30 en Anclao en París. El bilingüismo de Jean-Pierre, sus observaciones sobre las similitudes arquitectónicas entre nuestra ciudad y la capital francesa, la visita a la Casa Argentina en la Ciudad Internacional Universitaria de París refuerzan la idea de una relación cultural que abarca mucho más que el tango. Un sueño… adquiere cierta dimensión política cuando la Tana Rinaldi expresa su gratitud a una Francia que le salvó la vida «aunque parezca mentira». También a partir de las fotos que muestran los rostros de Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanki, el Tata Cedrón y demás artistas argentinos que partieron de nuestro país para escapar de censores y verdugos al servicio del terrorismo de Estado. A contramano de Brel, Constantino parece decir que, para no abandonar, no soltar, no dejarse, conviene evitar el olvido. En todo caso hay que aprender a andar con el alma herida que el mismo Cadícamo describió en Los mareados. Como Ne me quitte pas, los tangos citados en esta reseña conforman la hermosa banda de sonido de Un sueño en París. Llama la atención la ausencia de Muñeca brava, cuyos primeros versos juegan con un lunfardo afrancesado.
Renato Quattordio se carga al hombro casi todo el peso de Yo, adolescente, adaptación del libro homónimo a su vez basado en el diario íntimo que Nicolás Zamorano publicó quince años atrás en la plataforma Fotolog. El actor recordado por su Junior Guerrico en la serie Simona encarna con encomiable entrega la versión cinematográfica del joven que creó y actualizó su blog con intención catártica y solidaria («Alguien en alguna parte tiene que estar pasando por lo mismo» reza el afiche del film). Consecuente con la enunciación autobiográfica de la obra original, la película transcurre en primera persona del singular. Quattordio responde con soltura a las exigencias de un Zabo omnipresente, verborrágico, inestable, atolondrado. Por su parte, Lucas Santa Ana sabe caracterizar a un personaje singular y a la vez pasible de convertirse en prototipo de adolescente porteño –atención– no de una generación cualquiera sino de aquélla que sufrió en carne propia la tragedia de Cromañón. El guionista y director se apoya en la evocación de aquel siniestro para desarrollar la veta trágica de un largometraje que también juega con el (sin)sentido irónico de la vida. La banda sonora supervisada por Mariano Fernández, el vestuario diseñado por Ramiro Sorrequieta, los peinados de Paula Morón contribuyen a la recreación de un pasado más lejano de lo que algunos pensamos. Así lo sugieren las computadoras y los teléfonos celulares que usan Zabo y sus amigos, así como el protagonismo acordado a un blog (en 2005 faltaban tres años para el lanzamiento de Facebook en español). A pesar del desempeño de Quattordio y de sus otras virtudes Yo, adolescente pierde pie en su tramo final, cuando explicita su intención conscientizadora a partir de un cambio de narrador. Este tour de force resulta innecesario, incluso contraproducente, para quienes recordamos Kids, impresionante opera prima de Larry Clark que también retrata la faceta más cruda –a veces severamente autodestructiva– de la adolescencia, sin recurrir a reflexiones o explicaciones de y para adultos. Entre estos espectadores, hay quienes preferimos recomendar un trabajo anterior de Santa Ana: el documental El puto inolvidable. Vida de Carlos Jáuregui.
Silvia fue la película más distinguida del séptimo Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires que tuvo lugar en septiembre pasado. Además de haber ganado la competencia nacional de largos, la opera prima de María Silvia Esteve obtuvo el Premio del Jurado Joven y una mención especial por parte de la Asociación Argentina de Editores Audiovisuales. La realizadora fue reconocida «por su honestidad y coraje en el abordaje de una temática tan personal» se dijo cuando anunciaron los films ganadores. Es cierto. En su debut, esta argentina nacida en Guatemala deconstruye con valentía la vida desgraciada de su madre, y asume la responsabilidad del relato en primera persona del singular, que se vuelve plural cuando intercambia recuerdos con sus dos hermanas. A tono con cierta tendencia cinematográfica reciente, Silvia es el producto de la necesidad de contar públicamente una historia familiar, y de hacerlo a partir de la compaginación de fotos y videos hogareños buscados o encontrados por azar. Papirosen de Gastón Solnicki y El silencio es un cuerpo que cae de Agustina Comedi son dos referentes argentinos. Tarnation de Jonathan Caouette y Bloody Daughter de Stéphanie Argerich, dos extranjeros. Montar un documental con registros fotográficos y fílmicos caseros supone un trabajo intenso de selección, restauración, edición y resignificación. El gran desafío consiste en saber avanzar más allá de la catarsis individual y/o llamar la atención de espectadores ajenos a la familia retratada. El coraje ayuda a saltar la valla de la intimidad, y la honestidad evita el riesgo de caer en el morbo. ¿Pero no son otras –o más– las virtudes que consiguen reconocer y exponer la dimensión social de un compendio de registros a priori anodinos? Esteve parece contar con ese plus cuando invita a pensar en la naturaleza subjetiva de la memoria, a partir del registro sonoro de las discrepancias que la evocación de ciertas anécdotas provoca entre las hermanas. O cuando sugiere la relación entre las postergaciones de su mamá y los mandatos que condicionan a la mayoría de las mujeres. O cuando explota la admiración de su progenitora por Lo que el viento se llevó. O cuando da cuenta de la impostación ante cámara que algunos argentinos hacían en los años ’80, ’90, inicios de 2000, y que suena a adelanto de la vidriera que hoy son las redes sociales. Sin embargo, a medida que avanza, Silvia se cierra sobre el vínculo entre la realizadora y su madre. Con una declaración a viva voz, el largometraje termina ubicándose más cerca del desahogo terapéutico que de un retrato pasible de convertirse en aproximación a los embates del patriarcado en la Argentina de fines del siglo veinte, a las complejidades de la relación materno-filial, al uso de videograbadoras y cámaras de fotos al servicio de la simulación burguesa y del ideal de familia perfecta.
¿Hasta qué punto dependemos de Internet para vivir? ¿Cuánto perdemos y cuánto ganamos (o recuperamos) cuando dejamos de estar en línea? Y si renunciáramos definitivamente a esa conexión, ¿qué lugar ocuparíamos en el mundo globalizado y en nuestro tiempo? ¿Qué pasaría si probáramos? Estas preguntas se vuelven explícitas hacia el final de Señales de humo, y en boca del ingeniero que provee Internet satelital a los escasos pobladores de Amaicha del Valle. Acaso este personaje secundario sea el alter ego del realizador Luis Sampieri y de los espectadores que miramos su película… a través de la Web, y en el caso de aquéllos que habitamos la Ciudad de Buenos Aires, a 1200 kilómetros de esa pequeña comunidad indígena de la provincia de Tucumán. Si la neurosis urbana nos da tregua, encontraremos en las cumbres calchaquíes –o mejor dicho en la bellísima fotografía de Mauricio Asial– razones suficientes para abandonar la modalidad online. Karina Martinelli y José Santucho supieron musicalizar las imágenes por momentos mágicas con una mezcla equilibrada de sonidos locales y melodías universales, de ésas que evocan cierta religiosidad. En estas condiciones, Señales de humo nos embarca en una suerte de viaje espiritual, ajeno a los milagros de la banda ancha. El guía –y protagonista del largometraje– es un arriero y guardaparques de barba tupida, piel curtida, fe profunda y pocas palabras. Mario Reyes nos conduce entre los cerros, los cardones, las cabras, el viento, las nubes, las estrellas. Al mismo tiempo realiza sus tareas rutinarias, entre ellas acompañar «al ingeniero» cuando toca reparar una torre remota de la deficiente Dovanet. Cada tanto Sampieri se despega de esta crónica para mostrar los avances del artista plástico Rodolfo Abella con el caballo que esculpe amorosamente en/con madera. El paralelismo narrativo sugiere que el aquí y ahora se diversifica cuando interrumpimos nuestra navegación con computadora y celular. Señales de humo desborda la categoría Documental para coquetear con el ensayo, la poesía e incluso el rap, al calor del «fueguito» que el ingeniero celebra en una noche tan fría como luminosa. Tampoco falta el sentido del humor en una pantalla que admite el tipeo de brevísimos mensajes textos de WhatsApp, y que muestra a una mula cuyos ojos fueron tapados con una campera, acaso para privarla del disgusto de verse convertida en medio de transporte de una ¿innecesaria? antena satelital.
A medida que Bernarda es la patria avanza, tambalean categorías, clasificaciones, definiciones, (des)conocimientos. La película de Diego Schipani hipnotiza en parte por eso, y en parte porque reconstruye una porción de historia del movimiento paracultural porteño. Lo hace en el marco de preproducción de una reversión atípica de La casa de Bernarda Alba, y a partir de los testimonios y análisis de referentes como Willy Lemos, Fernando Noy, Mosquito Sancineto, Vanessa Show y el fallecido Mario Filgueira. La inclusión de material de archivo completa este homenaje al under local y por supuesto al siempre vigente y brillante Federico García Lorca. Más allá de algún punto de contacto con En busca de Ricardo III, cuesta encontrarle antecedentes a este ejercicio coescrito y coproducido con Albertina Carri. Como Al Pacino a mediados de los años ’90, Schipani y su socia creativa convierten los preparativos para la reposición de un clásico teatral en una oportunidad de reflexión histórica, social, cultural. A diferencia de la estrella neoyorkina, los realizadores porteños se concentran en un período acotado (y poco revisado), y además articulan las instancias de maquillaje, vestuario, casting, ensayos, no sólo con entrevistas más o menos formales, sino con fotos y filmaciones de archivo (en este caso tomadas/grabadas en los ’70 y ’80). «Bernarda es la patria» afirma Noy en alusión, antes que a la España franquista retratada por García Lorca, a la Argentina que reprimió toda desobediencia a la norma heterosexual. En esta otra casa/tierra asfixiante, algunos habitantes cuestionaron, resistieron, lucharon contra la pulsión disciplinadora. Schipani filma en lugares de disidencia tan emblemáticos como la sala Margarita Xirgu y lo que quedó del Centro Parakultural y la discoteca Cemento. Los integrantes del elenco teatral y algunos entrevistados mencionan a exponentes de la talla de Alejandro Urdapilleta y las Gambas al Ajillo (atención a la participación secundaria de Verónica Llinás); algunos espectadores recordamos a Batato Barea y Omar Chabán. La elección de fragmentos de la obra original de García Lorca constituye un aspecto clave de la reversión interpretada por una decena de actores, entre los cuales hay una sola mujer ¿cisgénero? Ponen la piel de gallina los parlamentos de Bernarda y Adela que Lemos pronuncia, a veces sometido a primerísimos primeros planos. La adaptación teatral de Ariel Farace parece todavía más subversiva que aquéllas reposiciones protagonizadas por varones ¿cis? (ésta y ésta por ejemplo). Por lo pronto los ensayos zarandean nuestra lógica binaria, además de poner en evidencia los roles subalternos que el patriarcado le impone a la mujer. Por su parte, Bernarda es la patria consigue algo en principio inconcebible: conjugar el oscurantismo de La casa… con el sentido del humor y cierta nostalgia de quienes evocan recuerdos ambientados entre la última dictadura y la democracia alfonsinista. En este punto cobra especial relevancia la calidad del patchwork que Schipani confeccionó con el montajista Lautaro Colace. La memoria, la necesidad de ejercitarla para cubrir los baches que dejan los historiadores oficiales, asoma en este tercer trabajo que el realizador y Carri llevaron adelante. Desde esta perspectiva, ambos parecen continuar por el sendero que empezaron a transitar juntos cuando produjeron la videoinstalación Operación Fracaso y el sonido recobrado y el largometraje Cuatreros.
Si la opera prima es más o menos exitosa según su capacidad para grabar el nombre del autor novel en la memoria de los espectadores, es decir, para sembrar una semilla de reconocimiento futuro, entonces Algo con una mujer constituye el mejor debut para los argentinos Mariano Turek y Luján Loioco. Por lo pronto, la pareja de realizadores debería ser recordada por una tarjeta de presentación que supera con creces la mayoría de los esfuerzos de nuestro cine nacional a la hora de retrotraernos décadas o siglos atrás. Transcurre entre junio y septiembre de 1955 esta versión libre de la pieza teatral La Rosa de Julio César Beltzer. Segmentos de viejos noticieros, exteriores ambientados en San Antonio de Areco, la fotografía de Gustavo Biazzi, el vestuario a cargo de Mariana Seropian auspician el reencuentro con una sociedad que presiente el derrocamiento del segundo gobierno peronista. Algunos espectadores sucumbimos ante el tratamiento discursivo de los parlamentos, que recrea el castellano rioplatense de mediados del siglo veinte. Cabe resaltar este trabajo lingüístico meticuloso que nuestros guionistas suelen pasar por alto cuando escriben películas de época. De las canciones que conforman la banda de sonido, El nocturno, Perfume de mujer, Alma triste, Cuando llora la milonga de Juan Maglio y Arrabal amargo de Alfredo Le Pera y Carlos Gardel también transportan a la Argentina de antaño. La ilusión de altri tempi aumenta mientras Rosa mira arrobada escenas de Mala mujer de Fritz Lang y de Boda real de Stanley Donen. El thriller del realizador alemán refuerza además la relación que Algo con una mujer mantiene con el género policial. Por si hiciera falta, vale adelantar que Turek y Loioco retratan a la protagonista –joven ama de casa subestimada por su marido– en tanto testigo único de un crimen sin aparente resolución. A cargo del rol protagónico, María Soldi se carga al hombro el peso de casi toda la película; a medida que avanza el film, la actriz luce las capas que su personaje viste debajo del arquetipo de mujer de su hogar. La acompañan con similar solvencia Manuel Vignau, que encarna al esposo, Miriam Odorico y Abel Alaya (que porta el rostro más reconocible del elenco, acaso por los personajes que encarnó en las series televisivas El marginal y El maestro). Sin dudas, Turek y Loioco supieron sacarle jugo cinematográfico a la obra de Beltzer, que a su vez se inspiró en hechos reales ocurridos en la ciudad de Santa Fe. La tendencia fotográfica al color sepia, la inclusión de material de archivo, la musicalización de las vidas rutinaria y secreta de Rosa, el aceitado desempeño de los actores integran la lista de aciertos que seguro recordaremos cuando veamos la próxima película de esta novel dupla autoral.
Colorido, luminoso, vital como su afiche y trailer es Cumbia que te vas de ronda, documental que Pablo Ignacio Coronel escribió con Analía Bogado y dirigió solo, pero que enseguida declara su naturaleza «colaborativa». La precisión es justa: la riqueza de la película radica en la diversidad de compositores, intérpretes, bailarines, managers, estudiosos, seguidores, neófitos que participan de entrevistas, recitales, fiestas, karaokes, apariciones televisivas. Además de realizador, editor y cameraman, Coronel es músico así como otros integrantes del equipo de rodaje. Vale mencionar este dato antes de señalar el uso de la primera persona del singular en tanto voz cantante de este proyecto a la vez cinematográfico, musical y si se quiere académico. De hecho, el propósito central del film es probar que la cumbia es un género –no menor como suele decirse– sino popular en el sentido positivo del término, es decir, con una capacidad de convocatoria que desconoce límites geográficos, idiomáticos, culturales, y que se reinventa con el tiempo. Además de este largometraje, Coronel dirige la pequeña banda que conforma con algunos compañeros de filmación y la investigación que lo lleva a rastrear melodías, letras y coreografías cumbieras por el mundo. Con perdón del lugar común, se trata de un hombre orquesta que desarrolla su tesis con todos los recursos posibles: teoría, entrevistas, registros de ensayos y espectáculos. La ronda mencionada en el título adelanta la combinación de documental y road movie. Las escalas en Japón, Vietnam, Camboya, Filipinas conforman una gema; aquéllas en México, Chile, Colombia, Perú, Bolivia, Brasil, Argentina proyectan de manera amorosa, poética, acompasada la identidad latinoamericana. «Así lo soñó Bolívar» entona el vocalista de la banda Agua Sucia y Los Mareados en Cumbia cumbiamberos. La fotografía del mismo Coronel resulta tan estimulante como la banda sonora conformada por una treintena de canciones. Y los intentos de definición por parte de los legos en la materia (por ejemplo la expresión «Fuego en el corazón» en boca de una joven nipona) deslumbran todavía más que las consideraciones de los especialistas («alegría empaquetada musicalmente» sostiene el documentalista colombiano Ebiru Ojaba). Tarde o temprano, el público filmado marca «el ritmo con el pie» en palabras de otro entrevistado. La constatación aplica para los espectadores del largometraje, aún para quienes preferimos otros géneros musicales. Cumbia… es una coproducción entre Argentina, Bolivia, México, España y Portugal. Este dato también revela la naturaleza colaborativa de esta obra que, según consta en la introducción, es «de todxs y para todxs».