Los espectadores con inquietudes históricas y filológicas harán bien en tomar nota del título de una de las películas que se estrenan hoy jueves en la Ciudad de Buenos Aires, Lantéc Chaná. El segundo documental de Marina Zeising reconstruye el trabajo de (re)descubrimiento, recuperación y reivindicación de una lengua autóctona que se habló en el territorio aledaño a la confluencia de los ríos Negro y Uruguay, y que hasta hace poco se creyó extinta desde la época colonial. En el registro de este proceso se cuela un tributo al esfuerzo individual primero, colectivo después, por reparar el daño que el imperialismo español les infligió a las culturas llamadas originarias o precolombinas. A la luz de este artículo que Daniel Tirso Fiorotto publicó en el diario La Nación, data de al menos doce años la porción de historia que Zeising cuenta en 61 minutos. La realizadora porteña eligió como principal vocero al último descendiente de la cultura chaná que, a contramano de las hipótesis académicas, todavía habla la lengua homónima. Mientras retrata a Blas Wilfredo Omar Jaime, la documentalista relata una serie de encuentros que parecen providenciales. El primero, con una abuela y una madre decididas a legarle el idioma a un varón, a contramano de cierta tradición matriarcal. El segundo, con una aparición que adelantó la misión histórica que este entrerriano ahora octogenario empezó a cumplir a la edad de 71 años. El tercero, varias décadas después, con el lingüista José Pedro Viegas Barros que abrió las puertas al reconocimiento académico. Hay un cuarto encuentro, con la porción de pueblo argentino interesada en conocer éste (y otros) tesoros de nuestras culturas autóctonas. Zeising combina el testimonio de su principal entrevistado con declaraciones de Viegas Barros y otros estudiosos de la comunidad chaná, con registros de la presentación del libro que Don Blas escribió con el investigador del Conicet, con breves intervenciones de más allegados a este otro hablador, en honor al libro que Mario Vargas Llosa publicó en 1987. También participan del relato dos actores: Jorge Booth, que lee en off algunas de las observaciones que el párroco Dámaso Larrañaga anotó sobre los chanaes en su Diario de viaje de Montevideo a Paysandú a principios del siglo XIX, y Ana Kogan que encarna el afán por conocer una historia silenciada. Del material de archivo consultado, sobresale –además del documento histórico elaborado por Larrañaga– el Atlas de las lenguas del mundo en peligro elaborado con el auspicio de la Unesco. En esta versión online, los curiosos encontrarán la identificación de Jaime en tanto último parlante. En este punto vale adelantar que la película da cuenta del esfuerzo pedagógico por asegurar la transmisión generacional del idioma y así evitar su extinción. Lantéc chaná dialoga con Sip’ohi. El lugar del manduré, documental que el también porteño Sebastián Lingiardi filmó en 2011 sobre la tradición oral de la comunidad wichí oriunda del norte argentino. Cada uno a su manera, ambos largometrajes se proponen recuperar las voces que los españoles acallaron en nombre de la pretendida supremacía blanca y cristiana. Cinco años le llevó a Zeising realizar este trabajo que presentó antes de ayer en la Casa de Entre Ríos en Buenos Aires. Tras el estreno porteño en el Gaumont, el film desembarcará en el cine municipal Select de La Plata el 27 de agosto y en el cine Rex Paraná de Entre Ríos cuatro días después.
Como la mayoría de las segundas partes, Upa 2! El regreso debe seducir a por lo menos dos clases de espectadores: una audiencia que no vio la primera película –en este caso la Upa! filmada en 2006– y el público que sí la vio y, según el caso, espera una secuela superadora, igual o peor. El reencuentro con esta porción de conocedores representa un desafío considerable porque existe el riesgo de perder admiradores y por lo tanto sumar detractores, para colmo despechados. Por suerte Santiago Giralt, Tamae Garateguy y Camila Toker supieron enfrentarlo con inteligencia. La Upa! original ganó en 2007 el primer premio de la competencia oficial de largometrajes argentinos del noveno Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Justo en este contexto consagratorio arranca la crónica del regreso anunciado por el título del nuevo film, y protagonizado por los mismos realizadores indies que los tres autores encarnan con intención (auto)paródica. La primera broma de Giralt, Garateguy y Toker gira en torno al BAFICI, institución amiga en la vida real pero sometida a los dardos que la ficción lanza contra los “chicos del cine independiente”, ahora creciditos y sin embargo tan inmaduros –léase pretenciosos, mediocres, arrogantes– como nueve años atrás. Las demás humoradas son producto de una fórmula similar a la utilizada en 2006: parodiar las taras de guionistas, directores, actores que se consideran artistas iluminados mediante la recreación de una filmación condenada al fracaso y la convocatoria a figuras dispuestas a tomarse el pelo (Nancy Dupláa, Nahuel Mutti, Martín Slipak, el director Ariel Winograd, el crítico Diego Lerer se prestaron al juego de Upa 2! así como Gloria Carrá y Daniel Fanego al de la primera Upa!). Si bien retoma la fórmula del largometraje original, el trío autoral evita caer en la mera repetición. De ahí la atinada caracterización de los protagonistas conforme al paso de los años y la decisión de redoblar la apuesta satírica en torno a los referentes consagrados. En este punto cabe destacar la buena predisposición de Dupláa y Slipak. Un recorrido rápido por Internet no arroja registros de que Upa 2! haya desencantado a los admiradores de la precursora. En cambio encontramos este texto donde el crítico Diego Papic no sólo elogia la secuela sino que relativiza los reparos expresados ante la película de 2006. Estas constataciones invitan a imaginar que el nuevo largometraje de Giralt, Garateguy y Toker también seducirá a una buena porción de público virgen. Los (ya no tan) chicos del cine independientes desembarcaron el jueves pasado en el Gaumont. Hasta el miércoles 19 de julio, su regreso con gloria se proyecta a las 15:20 y a las 21:20.
Una sola escena basta para acordarle a Los globos un puesto destacado en –si existiera– el ranking de películas nacionales que abordan la (compleja) construcción de la paternidad. Es que la reacción del protagonista cuando escucha “Papá” en boca de su hijo no sólo evita el lugar común que nuestras agencias de publicidad explotaron hasta el hartazgo; también resignifica con una potencia arrolladora esa suerte de hito fundacional en la narrativa familiar occidental. A juzgar por ése y otros aciertos de su debut como director, el actor Mariano González se anuncia –con perdón del neologismo– como un buen resignificador. Por lo pronto, este admirador confeso del cine de Luc y Jean-Pierre Dardenne parece trabajar a su manera la misma materia prima que los hermanos belgas esculpieron más de una década atrás, para El hijo primero y El niño después. Como el carpintero que Olivier Gourmet interpretó para el film de 2002, César también es un personaje taciturno, que parece encontrar refugio y cierta expiación en su taller (el suyo, muy precario, montado para fabricar globos de cumpleaños). Como la pareja joven que Jérémie Renier y Déborah François compusieron para el largometraje de 2005, el personaje a cargo del mismo González tampoco sabe qué hacer con su pequeño Alfonso. César crece desde el punto de vista narrativo tanto como aquellos personajes inolvidables de los Dardenne. Quizás porque también la escribió, González encarna esta historia con una consistencia y coherencia encomiables. Acaso haya ayudado el hecho de que su hijo y su padre en la vida real interpretaron al hijo y al suegro del protagonista en la ficción. “Papá, si hay un puma, no te preocupes: yo te voy a proteger”. Algo así le dice Alfonso al fabricante de globos cuando termina la “exploración” que emprendieron juntos a metros de la ruta, y a modo de recreo de un viaje en auto. A partir de esas palabras que fuera de contexto también pueden resultar publicitarias, arranca la secuencia memorable de esta aproximación a la paternidad que curiosamente (o no) carece de cotillón. El año pasado, Los globos ganó el premio FIPRESCI en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. A partir del próximo 9 de julio, la opera prima de González se proyectará los domingos de este mes a las 18 en el microcine del Malba. Antes, el jueves 6, desembarcará en el BAMA Cine de la Ciudad de Buenos Aires y en salas de Córdoba, Neuquén y La Pampa.
Entre los largometrajes que hoy renuevan la cartelera porteña, Mono con gallinas sobresale por su lugar de procedencia, Ecuador, o mejor dicho por las implicancias de este dato. Es que, por un lado, la opera prima de Alfredo León León es fruto del esfuerzo de ese país por montar su propia industria cinematográfica y, como se trata de una coproducción con Argentina, de la alianza binacional concebida con ese propósito. Por otro lado, el film transcurre en el marco de un episodio histórico poco –o nada– conocido por estos lares: la guerra que enfrentó a Ecuador y Perú entre mediados de 1941 y principios de 1942. Mono con gallinas desembarca en Buenos Aires casi cuatro años después de haberse estrenado en su país de origen y dos meses después de una primera exhibición en nuestra ciudad, como película de apertura del segundo Festival de Cine Ecuatoriano en Argentina. En la conferencia de prensa destinada a lanzar aquella muestra, un miembro del jurado contó que el país que gobierna el correísta Lenín Moreno produce entre 21 y 25 películas por año, cuando “en 2009 con suerte hacía una o dos”. El mismo Marcelo Vernengo recordó que en el transcurso de ese año empezó la cooperación entre el INCAA y su homólogo CNCine. En su primer largometraje, León León recrea la historia real de un tío abuelo que en sus años mozos ingresó al ejército ecuatoriano justo cuando empezaba la denominada Guerra del ’41. De hecho se llama como aquel pariente ya fallecido el joven quiteño que se entrena apenas como soldado de infantería, dispara algunos tiros y cae prisionero de los peruanos. Según la jerga bélica de entonces, él es el mono y los enemigos, las gallinas. Un poco como en la célebre novela de Erich Maria Remarque, aquí tampoco hay mucha novedad en el frente. En otras palabras, el realizador parece menos interesado en los entretelones de aquel conflicto en particular que en ciertas características en común con otros enfrentamientos bélicos del siglo veinte en nuestra región. Por ejemplo, la candidez de los jóvenes reclutados, el destino que Ejércitos (y Estados) le reservan a esa soldadesca improvisada, la exacerbación absurda del sentimiento nacionalista, la deshumanización propia y del enemigo, la convivencia con el hambre, la miseria, el agotamiento, la enfermedad, el miedo, la muerte. León León recrea muy bien el desgaste físico y anímico que provoca el estancamiento bélico en territorio selvático. El fango, las lluvias, el calor, “los zancudos” atentan contra la (sobre)vida de los personajes… así como probablemente complicaron la instancia de rodaje. Si esa hipótesis es correcta, entonces vale ponderar especialmente el desempeño del director de arte Roberto Frisone y del elenco que encabeza René Pastor. En este punto, corresponde señalar que uno y otro fueron distinguidos con una Iguana de Oro en la primera edición del Festival Internacional de Cine de Guayaquil. Sin dudas, Mono con gallinas aumenta la curiosidad por la movida cinematográfica ecuatoriana. Ojalá este estreno porteño les allane el camino a los colegas y compatriotas de León León interesados en mostrarle sus películas al –a veces reticente– público argentino.
En noviembre pasado, el líder del Partido Laborista Jeremy Corbyn aprovechó una sesión parlamentaria con la Primera Ministra británica Theresa May para recomendarle que viera junto con el secretario de Trabajo y Pensiones Damian Green la película más reciente de Ken Loach, Yo, Daniel Blake. De paso, el candidato estelar de las recientes elecciones generales en el Reino Unido mencionó un caso real similar al del carpintero con licencia por enfermedad que protagoniza la ficción ganadora de varios premios además de la Palma de Oro del 69º Festival de Cannes. La sugerencia pícara de Corbyn y la respuesta de May en defensa del sistema de asistencia estatal a ciudadanos desempleados aumentó la temperatura de la discusión mediática en torno a la legitimidad de la nueva denuncia cinematográfica del autor de La parte de los ángeles, Pan y rosas, Ladybird, Ladybird, Riff Raff entre otras películas críticas del establishment anglosajón. Por ejemplo el diario The Guardian publicó a principios de 2017 este informe sobre más casos de ciudadanos vulnerables maltratados por el Estado, y esta transcripción de las declaraciones de un gerente de la entidad semipública Jobcentre Plus, que aseguró que “Yo, Daniel Blake no representa la realidad”. En esta entrevista que le concedió a Dundee Contemporary Arts, el guionista Paul Laverty se refirió a una encuesta nacional realizada cuando el gobierno británico decidió profundizar el recorte del presupuesto destinado a la seguridad social, después de la crisis bancaria de 2008. El socio creativo de Loach contó que la mayoría de los encuestados justificaron la medida porque, dijeron, un 27 por ciento de ese presupuesto había sido destinado a ciudadanos que simularon necesitar ayuda estatal. Tras sostener que ese desvío no había alcanzado siquiera el 1 por ciento, Laverty se declaró fascinado por “esa brecha entre percepción y realidad”. Sin dudas, la valoración de I, Daniel Blake depende en gran medida de la percepción que el espectador tenga de la realidad. Quien considere que el Estado de Bienestar es insostenible en el siglo XXI, y por lo tanto justifique su desmantelamiento a escala global, verá en esta película un dramón digno de la izquierda trasnochada. Quien entienda el presente neoliberal como un azote a la dignidad humana apreciará el nuevo Yo acuso de Loach. Desde esta segunda perspectiva, los aciertos del realizador inglés pesan más que algunos aspectos cuestionables. Entre los primeros, figuran el tino para retratar la faceta más perversa de la tecnocracia primermundista (aquí no hay nadie gasallesco, con perdón del autor de la crítica publicada en Página/12). También corresponde elogiar la constitución de un elenco sólido, donde sobresalen los actores protagónicos Dave Johns y Hayley Squires. El mayor reparo aparece ante un desenlace predecible, acaso muy condicionado por la intención de subrayar la estrecha relación entre ficción y realidad con la lectura formal de una suerte de manifiesto. A algunos espectadores nos juega en contra conocer de antemano una parte de ese contenido, citado en afiches y otras piezas promocionales del largometraje. Yo, Daniel Blake se estrenó en nuestro país el jueves pasado, cuando todavía se mantenía álgida la discusión en torno a los recientes amagues gubernamentales con miras a reducir las pensiones por discapacidad y por viudez. En este contexto, la película de Loach ofrece un adelanto del futuro siniestro que nos depara la alianza Cambiemos, y que sólo reconocemos los argentinos preocupados por el avance local del neoliberalismo global.
En Legado del mar, el longevo Juan Iglesias se viste y desviste con parsimonia antes y después de darse una vuelta por el puerto. La cabellera tupida y blanca, la piel curtida por el sol y el viento de sal, la anatomía maciza levantan el recuerdo del poeta. Lo apuntalan el origen español del apellido y la rutina diaria que consiste en salir de casa para caminar entre los barcos amarrados, verificar la integridad de sogas y redes, hacer memoria con otros pescadores. Probablemente sin proponérselo, Gastón Klingenfeld invoca el espíritu de Rafael Alberti en el documental que desembarcará mañana jueves en el cine Gaumont. Por lo pronto, algunos espectadores creemos reconocer al fallecido literato andaluz en ciertos rasgos físicos de Don Iglesias, y algunos de sus versos entre los testimonios e imágenes que el realizador porteño registró en un pequeño pueblo pesquero ubicado en Bahía Camarones, al sudeste de la Provincia de Chubut. Acaso porque Poseidón y sus herederos mortales desconocen fronteras, es legítimo imaginar que el espíritu del poeta español frecuenta aquel rincón de la Patagonia marítima. Se sentirá como en Cádiz cuando escucha hablar a Iglesias padre e hijo, a la madre de un joven que desapareció en aguas profundas, a la vecina que pide reconocimiento para los hombres que, parafraseando a Alberti, se retuercen sobre y le dan su sangre a la mar. Sin dudas Klingenfeld comparte ese respeto. Lo expresa a partir del protagonismo que les acuerda a los entrevistados, a los barcos –en especial al pionero Pica I–, a la masa de agua a veces amable, a veces tempestuosa. La fotografía de Nicolás Richat y la música original de Omar Giammarco embellecen el retrato de esta comunidad de pescadores que por momentos también evoca el recuerdo de este documental que los portugueses Joaquim Pinto y Nuno Leonel filmaron años atrás en Las Azores. Al parecer, el mar y sus herederos inspiran aquí y allá inolvidables tributos poéticos.
Entre los estrenos de cine anunciados para el primer jueves de abril figura La memoria de los huesos, documental de Facundo Beraudi que ya circuló por varios festivales internacionales, entre ellos el BAFICI del año pasado. La aproximación al trabajo que el Equipo Argentino de Antropología Forense realiza en distintos países -sobre todo de nuestro continente- pone de manifiesto la importancia vital del derecho a la verdad que la Corte y la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos definieron a partir de otros derechos establecidos en la Declaración Americana sobre los Derechos y Deberes del Hombre y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Beraudi se concentra en tres historias de búsqueda de víctimas de Estados terroristas. Dos transcurren en Argentina: David Toubes busca a su papá; Rosaria Valenzi busca a su hermana, cuñado y sobrina. La tercera historia transcurre en El Salvador, donde Roxana Mejivar quiere -y a la vez teme- recuperar los restos de su mamá, enterrada de apuro después de que la despedazara una bomba arrojada desde un avión. A partir de estos relatos centrales, el realizador argentino formado en Barcelona echa luz sobre las tareas de exploración, exhumación, análisis, reconstrucción, archivo, identificación, restitución, contención que hacen los integrantes del EAAF. Por otra parte, da cuenta del dolor anímico infligido a los deudos de los ciudadanos que –al decir del dictador Jorge Rafael Videla– “no están vivos ni muertos; están desaparecidos”. A través de las declaraciones, silencios, miradas, gestos de -sobre todo- David y Roxana, Beraudi le presta corazón, carnadura, osamente al siguiente fragmento de este documento que la Comisión Interamericana de DD. HH publicó en agosto de 2014: “(Conocer) el paradero final de la víctima desaparecida permite a los familiares aliviar la angustia y sufrimiento causados por la incertidumbre respecto del destino de su familiar desaparecido. Además, para los familiares es de suma importancia recibir los cuerpos de las personas que fallecieron, ya que les permite sepultarlos de acuerdo a sus creencias, y aporta un cierto grado de cierre al proceso de duelo que han estado viviendo a lo largo de los años”. La historia de Rosaria, en cambio, refuerza una idea sugerida al principio del film, en la secuencia de un homenaje público a los discípulos de Clyde Snow: todavía quedan muertos (y nietos apropiados) por restituir. “Uno busca, busca, busca por todos lados” dice -en una intervención muy breve- la inclaudicable abuela Chicha Mariani. El realizador evita perderse entre tecnicismos científicos y burocráticos. Asimismo sabe colocar su cámara a una distancia tan respetuosa del trabajo de campo antropológico-forense como piadosa de los muertos y sus deudos. Si no le eran propias, Beraudi hizo suyas la paciencia, cautela, serenidad, empatía que caracterizan a los investigadores retratados. Sin proponérselo, La memoria de los huesos dialoga con una obra literaria y con otra periodística que la preceden. El reencuentro de David con su padre y aquél de Roxana con su madre evocan fragmentos del libro Aparecida que Marta Dillon le dedicó a su mamá Marta, cuyos huesitos fueron recuperados en 2011. El registro de la rutina laboral de distintos miembros del EAAF invita a (re)leer El rastro en los huesos, crónica que le valió a su autora, Leila Guerriero, el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. La posible relación con esos dos textos forma parte del mismo fenómeno que Beraudi describe en su película: la memoria en tanto ejercicio colectivo. Reconocemos esa comunión, no sólo en el equipo de antropólogos forenses, sino en el coro de voces que se suman a las de David, Rosaria, Roxana, Chicha (por ejemplo aquéllas de los HIJOS que pintan un mural en el Centro Cultural Haroldo Conti), en las reuniones sistemáticas que Rosaria mantiene con Mariani y otras tías y abuelas en busca de sobrinos y nietos apropiados, en la carta de agradecimiento escrita a mano por Juan Gelman, en la ceremonia de colocación de la baldosa en honor a Héctor Juan Toubes, donde su hijo David sonríe por única vez a lo largo de todo el documental.