Porque –al menos según cierto estereotipo– la mayoría de los médicos usa con asiduidad sus teléfonos móviles, y una buena cantidad recurre a la música clásica para relajarse, una banda de sonido esencialmente compuesta por ringtones y melodías barrocas es esperable en una película protagonizada por un cirujano. Sin embargo, la alternancia entre el repiqueteo del celular del Dr. Aldea y fragmentos de Stabat Mater de Antonio Vivaldi adquieren un protagonismo a veces perturbador en Graduación de Cristian Mungiu. El realizador rumano parece haber encontrado en esta combinación sonora otra manera de describir un presente escindido entre la inminente concreción de un plan académico de larga data y una serie de avatares que amenazan con frustrarlo. Desde esta perspectiva, la música del Prete Rosso recrean el río tranquilo donde Romeo embarcó a su hija, con destino a una Inglaterra próspera, y las señales auditivas de mensajes de texto y llamadas representan los imponderables que atentan contra el arribo a buen puerto. Una sola alusión al comienzo de la era poscomunista le basta a Mungiu para volver a deslizar sus reparos sobre la Rumania que sobrevivió a Nicolae Ceauscescu. Acaso haya algo del cineasta de 49 años en el cirujano contemporáneo, convencido de que su generación se sacrificó en vano para intentar cambiar una sociedad sumida en vicios históricos. Cascotazos y atentados más graves radicalizan la postura del personaje a cargo de Adrián Titieni, el mismo actor que encarnó al padre obstetra en la impresionante Ilegítimo de Adrián Sitaru. El afuera ideal(izado) que representa Inglaterra se convierte en un fin tan imperioso que justifica no sólo los medios, sino el alto riesgo de desintegración moral y familiar. La idiosincrasia rumana irrumpe en el camino que el Dr. Romeo Aldea diseñó para su hija durante años, con miras a la obtención de una beca universitaria en el Primer Mundo. Al dilema que también se interpone, Mongiu lo plantea con un guión rico en parlamentos sustanciosos y discutibles en el buen sentido del término. Quizás para matizar tanto diálogo, el realizador construye una atmósfera inquietante, por momentos digna de un thriller. La alternancia entre ringtones y Vivaldi parece formar parte de esta estrategia narrativa de desestabilización. Como el cirujano protagonista, los espectadores tampoco podemos relajarnos, sobre todo cuando Graduación nos pregunta maliciosamente si nosotros también nos consideramos ciudadanos sacrificados, honestos, libres de toda debilidad susceptible de inspirar y justificar la comisión de un insignificante acto de corrupción.
"El desarraigo masivo y forzoso constituye una agresión total sobre el individuo y el cuerpo social… Esta situación se agrava cuando la población afectada pertenece a los sectores mas pobres y con menor peso político dentro de una sociedad. (…) Casi por norma los proyectos de desarrollo son envueltos en un ropaje ideológico que postula su naturaleza progresista, su anclaje en el interés público y en los beneficios que acarreará para todos. Muchas de estas consideraciones tienen alguna validez, pero con demasiada frecuencia conducen a minimizar el costo social de esos emprendimientos“. Leopoldo Bartolomé en la introducción de Relocalizados. Antropología social de las poblaciones desplazadas. Los relocalizados cautiva apenas comienza, con imágenes de las entrañas del albergue Warnes poco antes de su demolición en 1991. No se trata de material de archivo televisivo, sino de registros que el director Darío Arcella tomó con Luis Campos 27 años atrás, cuando retrataron a los sin-techo que encontraron refugio en el complejo hospitalario que el gobierno peronista empezó a construir en 1951, y que la Revolución Libertadora de 1955 condenó al abandono. A partir de esas primeras imágenes, los espectadores que no vimos el documental resultante –Warnes aparte, estrenado en 1990– presentimos que Los relocalizados también ofrece una aproximación única. Y así es, en parte porque Arcella vuelve a observar con lucidez y sensibilidad, esta vez sin Campos pero con integrantes de la comunidad retratada en el marco de la Buenos Aires administrada por el intendente Carlos Grosso. En este punto corresponde contar que, en diciembre de 1990, los ocupantes del Warnes fueron trasladados por instrucción judicial al flamante barrio Ramón Carrillo, especialmente montado para alojarlos y en principio contentarlos. El segundo largometraje de Arcella describe el presente de las personas reubicadas, después de que pasaron casi tres décadas desde aquella mudanza tan apresurada como impuesta. La idea de una nueva película empezó a gestarse en 2011, a raíz de una proyección de Warnes aparte en el Ramón Carrillo. En la charla-debate posterior, los espectadores veteranos recordaron entretelones del desalojo, los jóvenes quisieron saber más, y todos reconocieron la necesidad de contar la historia del barrio, con testimonios de los viejos warneros, de sus hijos, de los vecinos sin relación con el albergue. A partir de esta inquietud, Arcella coordinó los talleres de narración cinematográfica donde se pre-produjo el film. La autoría compartida con los vecinos explica la capacidad para desentrañar el alma de esta comunidad y, por carácter transitivo, aquélla de los argentinos más perjudicados por la histórica crisis habitacional que ningún gobierno revierte. Los relocalizados constituye un botón de muestra de la suerte que la llamada “vivienda social” corrió en nuestro país. La precariedad estructural del Ramón Carrillo ilustra la implementación de soluciones cortoplacistas tan perjudiciales que en este caso embellecen el recuerdo de la vida warnera. La película de Arcella es también la crónica de una de las tantas luchas comunitarias por el techo propio. Por eso vale relacionarla con la memorable Errantes de Lisandro González Ursi y Diego Carabelli.
En El candidato sólo dos personajes dicen no saber nada de –o no estar interesados en– política. Uno lo hace para reducir el impacto de una intervención desafortunada en pleno brainstorming de una incipiente campaña proselitista. Otro, en realidad otra, para declararse inocente ante una acusación de boycott. De esta manera la naturaleza o condición apolítica aparece en la película de Daniel Hendler como equivalente a la expresión “Yo no fui”. Sin dudas, ese Yo no fui es constitutivo del prototipo de candidato que el actor devenido en realizador imaginó para su film recién estrenado en las salas porteñas. De hecho, el personaje que encarna Diego de Paula vislumbra una especie de alter ego en uno de esos jóvenes que se posicionan bien lejos de la cosa pública y de la militancia. Aunque haya decidido incursionar en la política, Martín Marchand tampoco es de ese palo. El Yo no fui se convierte en un Yo no soy extensible a los asistentes privados y asesores profesionales que acompañan este bautismo de fuego. Por si cupiera alguna duda al respecto, uno de ellos señala la conveniencia de posicionarse en un acomodaticio Centro. El candidato es un compendio de pequeñas –a veces pícaras– invitaciones a pensar en la cuestión política más allá del mencionado Marchand, sobre todo de las eventuales similitudes con los ricachones que en la vida real deciden disputar (más) poder desde una plataforma partidaria, en general montada para la ocasión. Acaso por eso, el film de Hendler activa el recuerdo de Desde el jardín, que el estadounidense Hal Ashby filmó en 1979. En aquella adaptación de la novela Being there de Jerzy Kosinski, Peter Sellers encarnó a un jardinero con un leve retraso madurativo que, por una serie de casualidades y causalidades, se convierte en una suerte de gurú, incluso para el Presidente de los Estados Unidos. Aunque Chauncey Gardiner tiene muy poco en común con Marchand, Desde el jardín también invita a pensar en la factura eminentemente mediática de algunos referentes políticos, y en la atracción que estos propotipos ejercen entre los ciudadanos apolíticos y/o hastiados de la tradicional idiosincrasia militante/partidista. Más atrevido que Kosinski y Ashby, Hendler inocula una dosis de violencia (regulada) en la crónica del fin de semana que Merchand comparte con sus asesores de campaña, en su estancia. De esta manera, el realizador uruguayo opaca la pretendida transparencia y nobleza de la neopolítica. El guión co-escrito con el porteño Alberto Rojas Apel es ocurrente e inteligente, tan encomiable como las actuaciones del mencionado De Paula y demás integrantes del elenco: Matías Singer, Verónica Llinás, José Luis Arias, Alan Sabbagh, Ana Katz, Roberto Suárez, César Troncoso. Sin dudas, El candidato es una película imperdible para el público interesado en conocer la evolución de Hendler como director. La disfrutarán además los espectadores atentos a la combinación entre política y mercadotecnia.
El ídolo de Hany Abu-Assad desembarcó ayer jueves en algunas salas comerciales porteñas ocho meses después de haberse proyectado en la función de apertura de la sexta edición del Festival Internacional de Cine Latino Árabe en Buenos Aires. En aquella oportunidad el director general del LatinArab, Edgardo Bechara El Khoury, contó que los jóvenes palestinos acostumbran a escribir graffitis con la consigna ‘Paciencia’ en los muros de Israel. La anécdota resulta una introducción pertinente para la historia real que el autor de Omar y El paraíso ahora narra en su noveno largometraje: aquélla de Mohammed Assaf, que en 2013 se convirtió en voz ganadora de la versión árabe del programa de TV American idol. Nacido y criado en Franja de Gaza, el muchacho de entonces 23 años consiguió ingresar a la competencia de Arab idol (y vencer a los demás participantes) a fuerza de talento, voluntad, una pizca de suerte y perseverancia… o paciencia. En esta entrevista que le concedió hace un año a Sydney Levine de Indie Wire, el realizador contó que él mismo siguió de cerca cada entrega del Arab idol donde compitió Mohammed. “Aparecí en un informe televisivo, entre cientos de personas que se habían reunido en una plaza de Nazaret para asistir en vivo al veredicto final del jurado. Saltaba como un chico; hacía rato que no sentía ese tipo de euforia”. Para Abu-Assad, la historia del ganador del concurso fue una invitación única a “ponerle un rostro humano” a un pueblo estigmatizado y marginado. “En tiempos de convulsión sin precedentes en el mundo árabe, con revoluciones, guerras civiles, atentados extremistas, la trayectoria televisiva de este niño de Gaza que cantaba en casamientos nos liberó de las luchas diarias y nos devolvió la sonrisa… Mohammed Assaf representa el espíritu y el símbolo de lo posible, de los sueños que se convierten en realidad, de algo precioso y en principio imposible que se vuelve completamente posible”. En la misma entrevista que publicó Indie Wire, Abu-Assad explicó: “(El ídolo) fue diseñada como una película sin barreras culturales. Podrás ser chino, estadounidense, palestino e igual apreciarás el film. Todos, jóvenes y viejos, pueden entender la travesía de este muchacho de Gaza, que además cruza las fronteras religiosas. Me interesó especialmente llevar un relato muy específico a un contexto mucho más amplio”. Serán excepcionales los espectadores indiferentes a la historia de Mohammed, a las actuaciones y a las voces del niño y del joven que lo encarnan en la película, a los pantallazos de una localidad derruida y sitiada. En cambio, hay quienes sentimos cierta desilusión ante un largometraje muy parecido a otros que cuentan historias edificantes de superación personal, y que hace tiempo conforman un nicho de la industria cinematográfica global. Desde esta perspectiva, El ídolo atrapa menos por sus (varias) virtudes técnicas –en especial la fotografía y las mencionadas actuaciones– que por determinadas características del proyecto: la nacionalidad del protagonista, el impacto alegórico de su historia, la proeza que significa haber obtenido la autorización del Estado israelí para rodar una ficción en Franja de Gaza. Desde esta misma perspectiva, nos encontramos ante un trabajo menor de Abu-Hassad. Y a juzgar por este adelanto de la película que el realizador está terminando, y que en principio estrenará en octubre próximo en los Estados Unidos, es posible que El ídolo haya sido la primera de una serie de películas (todavía) más comerciales en la carrera del cineasta palestino que ya compitió dos veces por el premio Oscar a la mejor producción extranjera, y que obtuvo nominaciones y distinciones varias en diversos festivales internacionales de cine.
Trabajadores de la danza sigue proyectándose en el Gaumont después de haber desembarcado en ese espacio y en Cine.Ar Estrenos el jueves pasado. Las realizadoras Julia Martínez Heimann y Konstantina Bousmpoura estrenaron su documental en torno a la creación de la Compañía Nacional de Danza Contemporánea de la Argentina, poco antes del Día Internacional de la Danza y de que se cumplieran tres años de espera del tratamiento del proyecto de la Ley Nacional de Danza en el Congreso de la Nación. El idioma es tan elocuente como el lenguaje corporal. El título del largometraje adelanta la distinción que también hacen los docentes que se proclaman “trabajadores de la educación”, los médicos que se reconocen como “trabajadores de la salud”, los periodistas que prefieren llamarse “trabajadores de prensa”. La incorporación del sustantivo Trabajador le otorga o restituye al oficio, arte, profesión una dimensión sindical históricamente rechazada, negada y/o subestimada. Acaso por eso las documentalistas le prestan especial atención a la maduración discursiva de los bailarines entrevistados (al principio del film, algunos admiten que recién después de un accidente se dieron cuenta de la importancia de contar con una ART). Martínez Heimann y Bousmpoura se tomaron seis años para realizar este seguimiento inspirado en la lucha que cuatro integrantes del ballet contemporáneo del Teatro General San Martín emprendieron tras haber sido despedidos por reclamar derechos laborales fundamentales. De ahí la posibilidad de capturar las marcas retóricas de politización. A la par de este registro verbal, las realizadores filmaron coreografías que ilustran los intereses en pugna y las dificultades que supone la concreción de un proyecto colectivo que apunta, no sólo a la fundación de una compañía nacional de danza, sino a un plan de acción para conquistar derechos laborales. Dentro de ese plan, figura la elaboración del mencionado proyecto de ley que ingresó a la Cámara de Diputados el 29 de abril de 2014. Martínez Heimann y Bousmpoura esperaron tres años para presentar su documental en sociedad. La decisión de estrenarlo el mismo jueves 27 de abril en que parte de nuestra comunidad artística volvió a movilizarse para reclamar la sanción legislativa habla a las claras de una esperanzadora comunión entre trabajadores del cine y de la danza.
La expresión ‘Bocanada de aire fresco’ define sin mucha originalidad pero con bastante elocuencia la principal virtud de AninA, coproducción uruguayo-colombiana que desembarcará este jueves en el BAMA Cine. De hecho, la historia de la misteriosa sanción escolar impuesta a una nena de nombre capicúa -Anina Yatay Salas- supone una propuesta narrativa y estética distinta de aquélla que catacteriza a las adaptaciones de comics y demás aventuras seriales protagonizadas por criaturas deformes y/o hípertecnologizadas. Alfredo Soderguit (co)escribió y dirigió esta versión animada de la novela que Sergio López Suárez publicó en 2003. El dato de que el realizador ilustró aquel libro original aumenta la sensación de que esta película fue hecha con conocimiento de causa. Pasaron diez años entre la publicación del libro original y la primera presentación de la película en el 63° Festival de Cine de Berlín. AninA carece de los efectos especiales y guiños que las megaproductoras de cine para chicos suelen desplegar con el propósito de contentar, no sólo al público infantil, sino a los acompañantes adultos. En cambio luce una estética artesanal capaz de retrotraernos a una infancia y a una Montevideo que cuesta (re)encontrar en la actualidad. Por otra parte nos presenta a personajes tan queribles como la protagonista, sus padres y abuela, su mejor amiga Florencia, su archi-enemiga Yisel, su maestra favorita. Algunos espectadores percibirán en la caracterización de las docentes -sobre todo en la distinción entre la maestra buena, aquélla severa y la directora de escuela- cierta tendencia a un estereotipo por momentos gasallesco. Acaso el homenaje a la amistad, a la solidaridad, a la diversidad humana termine pesando más que ese reparo. AninA desembarcará en Buenos Aires con un premio porteño bajo el brazo: aquél acordado por el público del 15° BAFICI en una de las dos categorías donde el largometraje compitió (aquélla internacional). Contamos cuatro años desde entonces, y sin embargo perdura la refrescante sensación que la adaptación de Soderguit dejó en abril de 2013.
“Mis hijos se independizaron; mi marido me dejó; mi madre murió; nunca fui tan libre”. Algo así dice la protagonista de El porvenir mientras viaja en auto hacia la casa que un grupo de jóvenes intelectuales compró en la campiña francesa con la intención de desarrollar sus proyectos editoriales y, si fuera posible, una vida en comunidad inmune a los vicios capitalistas. El contraste entre la libertad individual que vislumbra esta profesora de filosofía cincuentona y la liberación colectiva a la que aspiran sus anfitriones constituye uno de los ejes principales de la película de Mia Hansen-Løve, que desembarcó ayer en nuestra cartelera comercial, justo un año después de haberse estrenado en Francia. Isabelle Huppert encarna a esta docente vocacional que encuentra en su amor por la filosofía, por los libros, por los alumnos prometedores la fuerza necesaria para enfrentar con admirable serenidad la separación, el síndrome del nido vacío, el deceso de su progenitora. Como hizo Hong SangSoo cuando filmó En otro país, Hansen-Løve rescata a la actriz francesa del encasillamiento que padeció tras una seguidilla de papeles hieráticos y/o extremos. El desempeño de Huppert habrá sido uno de los motivos por los cuales el jurado del 66º Festival de Cine de Berlín distinguió con un Oso de Plata a la realizadora de 36 años. Entre las demás razones que algunos espectadores imaginamos, figura una reivindicación notable: aquélla de la filosofía, a partir del retrato de una mujer madura y del fresco de una época embobada con disciplinas menores y signada por la crisis de la izquierda (europea en este caso). La historia de Nathalie Chazeau transcurre en la Francia gobernada por Nicolás Sarkozy. El reproche de aburguesamiento en boca del ex alumno favorito suena a tiro por elevación contra el progresismo galo que prometió detener el avance neoliberal pero terminó consintiéndolo a través del mandato de François Hollande. El futuro anunciado en el título del largometraje excede la vida personal de la protagonista. Lo reconocemos en la editorial de textos académicos que les confía la renovación de sus colecciones a especialistas en marketing. También en la condición paga -y cara- del geriátrico donde Nathalie interna a su madre enferma. A juzgar por la última escena de la película, Hansen-Løve apuesta a la esperanza, a lo sumo en el plano individual. No osamos contradecirla los espectadores que sucumbimos ante la voz de la profesora mientras murmura los versos de la canción A la claire fontaine.
“El destino de Cuba no lo hacen los hombres. Tiene que existir alguna fuerza extraña que cuide esta tierra… ¿Qué cosa extraña existe en el mundo alrededor de Cuba?” (…) “Quizás lo extraño sea haber descubierto que una revolución no es una postal, sino que está viva y es verdadera cuando acepta y convive con sus propias contradicciones”. Además de documental, Cuba santa es una declaración de amor. Individual si nos atenemos a los verbos que la realizadora Alejandra Guzzo conjuga en una discreta primera persona del singular; colectiva cuando sumamos las voces de los seis ciudadanos cubanos entrevistados y las miradas de los espectadores conmovidos por esta producción de Cine Insurgente que desembarcó el jueves pasado en el Gaumont. Visiblemente prendada del país que habitó durante tres años (de 2002 a 2005, mientras coordinó una cátedra en la Escuela Internacional de Cine y Televisión), la documentalista uruguaya lo retrata desde una perspectiva infrecuente: aquélla provista por practicantes de la religión yoruba, más conocida como santería. Las declaraciones de los seis entrevistados dan cuenta de un presente que desmiente el discurso anticastrista sobre el ateísmo filostalinista y el adoctrinamiento ciego que el régimen impone en la isla. Al contrario, estos testimonios revelan la existencia de un sincretismo sin precedentes: cuesta encontrar otro país con habitantes que se reconocen herederos de la ideología marxista y al mismo tiempo profesan una religión animista. Las entrevistas constituyen la materia prima de Cuba santa. Si bien las articula con algunos registros de ceremonias yorubas, con imágenes de La Habana y con unas pocas intervenciones autorreferenciales, Guzzo se concentra especialmente en la palabra, en los silencios, en los gestos de la informática Estrella Henrickson, del montajista Nelson Rodríguez, del dramaturgo Abrahám Rodríguez, del ingeniero mecánico Enrique Inchaustieta, del tipógrafo y linotipista Víctor Heredia, de la empleada retirada del Hotel Habana Libre, Caridad Linares. A través de ellos, la realizadora descubre un país de energía irreductible a la férrea voluntad de los hombres y mujeres -líderes gubernamentales y pueblo- que lo convirtieron en excepción latinoamericana. También encuentra resabios de la vieja leyenda que explica la longevidad de Fidel Castro, en especial la inmunidad a tantos intentos de atentado. La “fuerza extraña que cuida esa tierra” parece haber anidado en el espléndido mar que choca contra el Malecón habanero, en la melodía de los rezos en idioma lucumí, en la cadencia caribeña, en el humo de los cigarros que fuma Caridad, en la paloma blanca que se posó sobre el hombro del Comandante. Al menos eso sugiere Guzzo en su amoroso documental.
“El silencio no existe en el cine ni en el universo, afortunadamente. El silencio es nuestra manera de reconocer algunas ausencias sonoras. Entro a mi casa y digo ‘Qué silencio’. Pero si presto atención, ya escucho la heladera, algún vecino lejano, el perro de la panadería, una motito doblando la esquina… y puedo estar toda la noche identificando sonidos distintos en medio de eso que al principio me pareció: ‘Qué silencio’. ¿Y entonces qué es lo que me llevó a pensar en el silencio? Quizás la ausencia de alguna voz en particular. Entonces, ¿qué es el silencio en el cine?: es generar en el espectador ausencias, una tarea apasionante”. La opera prima de Guerrero también se proyecta en el Centro Cultural Leonardo Favio de Río Cuarto, Córdoba, en el Cine Teatro Pico de General Pico, La Pampa, en el Centro Cultural José Hernández de Rawson, Chubut y en el Centro Cultural Cotesma de San Martin de los Andes, Neuquén. Vale recordar la declaración periodística de nuestra Lucrecia Martel para recomendar Oscuro animal, primer largometraje del montajista bogotano Felipe Guerrero, que desembarcó el jueves pasado en el BAMA. De hecho el silencio -o, mejor dicho, la compaginación de sonido ambiente con la reproducción segmentada de algunas pocas canciones- es uno de los principales motores narrativos de esta película sobre el devenir de tres mujeres víctimas de la violencia (para)militar que hace décadas azota a Colombia. Ni Rocío ni La Mona ni Nelsa pronuncian palabra durante la hora y cuarenta minutos que dura esta ficción inspirada en la lucha entre grupos armados en territorio rural y amazónico. Las actrices Marleyda Soto, Jocelyn Meneses y Luisa Vides soportan primeros planos mucho más exigentes que la interpretación de cualquier parlamento. Es que sus personajes interactúan menos con otros seres humanos (verdugos y más víctimas) que con el predador insaciable que las acecha desde el fuera de campo. Guerrero encuentra en el silencio -de las protagonistas- la expresión más elocuente de un sufrimiento inenarrable, y en la selva frondosa la dimensión de la oscuridad donde la (sin)razón engendró y sigue alimentando al monstruo en cuestión. Eso que no se dice y eso que no se ve adquieren una fuerza narrativa arrolladora, por momentos difícil de tolerar. El título del largometraje adelanta el protagonismo acordado al oscuro animal, único personaje que interviene en las tres historias enhebradas con meticulosidad de (buen) montajista. Esta representación poética de la violencia evoca el recuerdo del “monstruo grande” que León Gieco retrató en la canción Sólo le pido a Dios. No cabe duda de que, como Martel, Guerrero también entiende que el silencio -o mejor dicho la ausencia de determinadas voces- interpela, incluso desafía, al espectador. En este caso, lo sumerge en el desamparo y en la desolación de tres sobrevivientes, no sólo de distintos tipos de agresión (homicida, sexual, psicológica), sino de una suerte de éxodo por goteo. Aunque -o porque- son abiertos, los epílogos acordados a cada una de las tres crónicas inspiran cierta ilusión reparadora. Acaso ésta sea la única concesión de una película exigente, también para el público.
Sin dudas Isabelle Huppert es la estrella de la multinominada y ultracomentada Elle. Por lo tanto, si la actriz francesa llega a ganar el César y/o el Oscar que disputará el 24 y el 26 de febrero, los distribuidores del nuevo largometraje de Paul Verhoeven en Argentina tendrán otro motivo para convertir a la niña mimada de Claude Chabrol, Michael Haneke, Hong SangSoo en motor principal de la campaña de prensa destinada a promocionar el estreno porteño anunciado para el 16 de marzo. Huppert se revela como la mejor elección para interpretar a la Michèle que el escritor parisino Philippe Djian imaginó primero en su novela “Oh…”. Personajes como Jeanne en La ceremonia, Erika en La profesora de piano, Hélène en Mi madre le dieron la experiencia justa para encarnar a terribles transgresoras de la moral burguesa: por un lado las interpreta con comodidad; por otro lado evita el riesgo de la composición serial. Madame Leblanc goza de un sentido del humor infrecuente -o directamente ausente- en sus predecesoras. Algunos espectadores recordamos entonces el rostro amable de Huppert: aquél que vimos de manera más o menos expuesta en películas tan disímiles como El porvenir, En otro país, Mi peor pesadilla, Villa Amalia, La comedia del poder, 8 mujeres, No va más. Huppert estuvo en Buenos Aires en abril de 2015, para presentar la retrospectiva que le dedicaron los programadores del 17° BAFICI, y a fines de noviembre pasado, para presentar el film de Verhoeven que se proyectó en la Semana de Cannes en Buenos Aires. Es posible que los distribuidores de Elle también tengan presente el recuerdo fresco de esas visitas. En esta entrevista concedida a Allo Cine, Djian contó que Isabelle fue quien pidió el rol de Michèle y que él aceptó encantado porque había pensado en ella cuando escribió la novela. Juntos, eligieron a Verhoeven para que dirigiera la adaptación nominada a la Palma de Oro de Cannes, en 2016. Elle invita a ir más allá del análisis exclusivamente cinematográfico, y a pensar en la relación entre violencia, placer, entretenimiento (en este punto vale adelantar que Michèle dirige una productora de videojuegos para adultos). La película también reconoce el fenómeno que Rodrigo Cañete definió días atrás en su blog Love Art Not People: “en una sociedad consumista en la que todo es categorizado, el sexo, en muchos casos, ha dejado de ser una cuestión de sociabilidad para ser una de consumo”. Cañete se refiere al sexo casual, violento, en ocasiones estimulado con drogas ilegales. La protagonista de Elle prescinde de éstas últimas, abstinencia que no le impide disfrutar de los demás ingredientes del combo. Acaso como la novela original, la adaptación de Verhoeven retrata con una combinación justa de suspenso, brutalidad, humor el “lado oscuro” de la condición humana, que la historiadora y psicoanalista francesa Elisabeth Roudinesco analizó con impresionante rigurosidad en uno de sus libros. Por su capacidad de interpelación extra cinematográfica, la nueva película del realizador holandés supera el viejo precedente señalado por más de un crítico profesional, Bajos instintos. A Verhoeven parece haberle sentado muy bien trabajar con Djian y Huppert. Además de actuar, Isabelle sabe conformar sociedades creativas fecundas.