Desde 2006, el cine argentino presenta cada cuatro o cinco años un largometraje inspirado en la leyenda de Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez, más conocido como Gauchito Gil. Porque faltan los documentos oficiales que acrediten la historia de este peón rural, cuatrero o mercenario –según varían las versiones– que nació a mediados del siglo XIX y murió ejecutado el 8 de enero de 1878, nuestros realizadores se concentraron en el mito. Tres recrearon la existencia terrenal de este santo pagano: Cristian Jure en Gracias Gauchito, y Ricardo Becher y Tomás Larrinaga en El Gauchito Gil: la sangre inocente. Dos abordaron la devoción de los fieles: Lía Dansker en Antonio Gil y Pablo Valente en El último refugio: Gauchito Gil. Titulada Gauchito Gil a secas, la producción más reciente se inscribe en el primer grupo. Su autor –Fernando del Castillo– cuenta la leyenda en base a una «libre interpretación» del «saber popular correntino» según consta en los créditos del film. El relato comienza cuando Antonio regresa a sus pagos después de haber combatido en la Guerra de la Triple Alianza o del Paraguay: determinado a vivir en paz y a evitar toda orden de reclutamiento, el ex soldado raso se convierte –bajo la mirada del poder de turno– en subversivo primero y delincuente después. La película gira en torno a la tensión entre la voluntad de abandonar las violencias típicas de la época y la imposibilidad de hacerlo. Detrás de esa contradicción, asoma aquélla entre la libertad que se arrogan los hombres y el destino que los santos, mártires, mesías deben cumplir. Del Castillo señala el halo supranatural del protagonista a partir de las observaciones y recomendaciones de una bruja, y de la (legendaria) declaración final del gaucho antes de morir degollado. El realizador correntino sugiere que la simpatía popular obtenida en vida es un adelanto de la devoción que se le profesará durante los siguientes 150 años. Resulta atinada la elección de locaciones en estancias y parajes de Paso de los Libres, y encomiable el esfuerzo que el puntano Roberto Vallejos y los porteños Claudio Da Passano y Paula Brasca hicieron para imitar el acento regional de sus personajes. Sin embargo es limitada la reconstrucción de las postrimerías del siglo XIX en el noreste argentino, y llama la atención el uso anacrónico de expresiones como «sobredimensionar» y «buscar por cielo y tierra». Gauchito Gil es, ante todo, una película bien intencionada, que expresa admiración por el hombre retratado y respeto por la tradición de venerarlo. Acaso haya que esperar cuatro o cinco años para saber si ésta es la última semblanza que el cine argentino le dedica al gaucho milagroso o si hay espacio para un homenaje superador, con un poco más de sustancia histórica.
De las escasas películas estadounidenses indies que llegan a la Argentina, la mayoría se proyecta en festivales de cine únicamente. Los administradores de las salas comerciales no parecen interesados en realizadores poco o nada conocidos, ni en obras ajenas a los criterios narrativos y estéticos de Hollywood. A contramano de esta costumbre, la Asociación de Directores de Cine PCI estrenó Fourteen en una de las salas virtuales que activó en su sitio web. Lo hizo seis meses después de que el quinto largometraje de Dan Sallitt se proyectara en la sección Autores del 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. El título Catorce remite a un punto de inflexión en la vida de Jo y por carácter transitivo de Mara. Sin embargo, esa edad clave es mencionada una sola vez en el film, como referencia temporal de la amistad histórica que mantiene unidas a las jóvenes adultas interpretadas por Norma Kuhling y Tallie Medel. A Sallitt le importa el ahora de esa relación, un ahora laxo pues abarca casi una década. Ese present continuous –tal como conjugan los anglosajones– permite asistir a la evolución del vínculo afectivo y a las maneras diferentes en que maduran las dos muchachas primero veinte, luego treintañeras. Catorce representa un desafío para quienes les huimos a las películas verborrágicas, afectas a los duelos discursivos. Vale la pena enfrentarlo, pues más allá de los parlamentos suculentos, asoma una Nueva York y un Estados Unidos distintos a los que conocemos a través de las producciones hollywoodenses y de autores tan opuestos como Woody Allen y Spike Lee. En otras palabras, entre los largometrajes made in USA que copan nuestras pantallas grandes y chicas, es excepcional aquél que aborda la amistad –progresivamente conflictiva– entre dos ex compañeras de colegio secundario que se ganan la vida, una como aspirante a trabajadora social y la otra como asistente escolar en jardines de infantes. Ni Jo ni Mara –ni los congéneres que las rodean– buscan triunfar en un buffet de abogados, en Wall Street, en un emporio mediático o en la industria audiovisual. Lejos de estos estereotipos, Sallitt puede tomarse el tiempo necesario para retratar a las protagonistas dentro y fuera de la relación que iniciaron a sus catorce años. Pincel fino en mano, el realizador también expone la capacidad (auto)destructiva de algunas personalidades tóxicas.
A tono con el título del primer largometraje que dirige solo, sin Pablo Bardauil, Franco Verdoia explota al máximo los atributos que los seres humanos le asignamos al cerdo: criaturita adorable cuando es –y somos– chiquitos (pensemos en Los tres chanchitos, Babe el chanchito valiente, la señorita Piggy del Show de los Muppets) y animal despreciable cuando se hace y nos hacemos mayores (recordemos algunos de los personajes que George Orwell imaginó para su Rebelión en la granja). Es más, en La chancha el realizador cordobés confronta una y otra representación a partir de un espécimen que come crías propias y ajenas. Ese mismo animal encarna un suceso lejano –en principio olvidado– que se impone con ferocidad, y que atenta contra la estabilidad mental del protagonista del film, hombre cuarentón, casado, con un hijo. La imagen que ilustra la presente reseña remite al summum de esta alegoría destinada a reforzar el dramatismo de la situación traumática que desborda a Pablo: el encuentro casual y la convivencia forzada –en un contexto vacacional– con el autor de una agresión serial, profunda, irreparable, nunca denunciada ni por lo tanto sancionada. Esteban Meloni y Gabriel Goity encarnan respectivamente a la víctima y al victimario. Lo hacen atentos a los matices que Verdoia indicó en su guion, libre de los estereotipos que han malogrado más de un relato sobre el abuso sexual que un niño varón sufre a manos de un adulto conocido, incluso admirado. Uno de los momentos más interesantes de la película ocurre cuando Miguel reconoce lo ocurrido como algo natural: «Lo hacíamos todos; era así». Pronunciada en el aire (literalmente), sin testigos, la declaración evoca el recuerdo de Hannah Arendt y su teoría sobre la banalidad del mal. Asimismo vale destacar la intervención de los personajes femeninos a cargo de la brasileña Raquel Karro y la casi irreconocible –y acertadísima– Gladys Florimonte. La esposa de Pablo repite una conducta habitual en cónyuges o novios de mujeres violadas: cierta dificultad o demora a la hora de empatizar con el sufrimiento de sus compañeras. La enésima pareja de Miguel padece, o simula padecer, la ceguera de numerosas cónyuges o novias de violadores. En líneas generales, Verdoia mueve con habilidad los hilos de este thriller psicológico inspirado en su propia experiencia personal. Algunos espectadores creemos detectar un cabo suelto –acaso disonante– en la participación secundaria de una joven con síndrome de Down. Al margen de esta licencia discutible, La chancha evita la sordidez. De hecho, la figura del cerdo simboliza con potencia el recuerdo abyecto, y por lo tanto permite prescindir del típico flashback que recrea el suceso aberrante, en este caso, el sometimiento a manos de un vecino querido. Por otra parte, Verdoia privilegia el presente de Pablo para abordar el tema central del film: la imprescriptibilidad del abuso sexual contra niño/as o, en otras palabras, la envergadura del daño que los y las sobrevivientes de esa violencia sufren en general y cuando la Justicia no actuó en particular.
Marco Berger avanza a paso firme por el sendero que comenzó a transitar una década atrás con aquel primer largometraje titulado Plan B. Su trabajo más reciente, El cazador, confirma la condición de autor reconocible por dos afanes narrativos: retratar a hombres homo o bisexuales en nuestro presente, y abordar conflictos diversos a partir de climas cocinados a fuego lento. Como sus predecesoras, esta película también ofrece una aproximación al deseo homoerótico masculino, y a las dificultades que algunos varones sortean a la hora de asumirlo y complacerlo. La novedad radica en el tipo de conflicto que enfrenta el protagonista, adolescente porteño que aprovecha la escapada de sus padres a Europa para abandonar momentáneamente el closet en busca de alguna pareja sexual, a priori ocasional. El encuentro con un skater unos años mayor empuja a Ezequiel al borde de un abismo inimaginado, casi inenarrable. De hecho, lo indecible es el motor central de este film que, irónicamente, juega con una palabra –el sustantivo Cazador– y su campo léxico: el acto de cazar (y acechar), la existencia de una o varias presas, la eventual práctica furtiva, es decir, clandestina e ilegal. El protagoniza aprovecha la ausencia de sus progenitores para saciar su apetito sexual y cae en una trampa que lo somete a un dilema moral. Berger cuenta esta desventura con recursos del cine negro, por ejemplo personajes en principio inasibles como El Mono y su supuesto primo, puestas en escena nocturnas con humedad en el ambiente, sugerentes combinaciones de luces y sombras (obra encomiable del director de fotografía de Mariano De Rosa). Consecuente con este género, El cazador gira en torno a una actividad delictiva que expone la naturaleza corrupta y corruptora –si se quiere infanticida– de nuestra sociedad. En este punto cobra relevancia el cuidado con la que Berger caracteriza a sus personajes en general y, en su ficción más reciente, a los jóvenes susceptibles de convertirse en presas absolutamente indefensas. Resultan conmovedoras las actuaciones de los debutantes Juan Pablo Cestero, a cargo del rol protagónico, y Patricio Rodríguez en la piel del púber Juan Ignacio. Por su parte, Lautaro Rodríguez despliega una dualidad similar a la que puso en juego cuando compuso a Caíto en Mi mejor amigo de Martín Deus y Juan Barberini bordea límites como lo hizo en El incendio de Juan Schnitman. Con El cazador, Berger parece haber alcanzado su madurez creativa. Los espectadores que desconozcan su trayectoria harían bien en ponerse al día.
Cuando empieza, Camping parece anunciar un documental autorreferencial, de ésos que desandan la historia individual y/o familiar del realizador a partir de viejas filmaciones hogareñas. Pero no: en esta película los fragmentos de videos caseros abren y cierran –¿envuelven?– una ficción. La relación entre uno y otro material queda a criterio del espectador. He aquí un primer punto a favor de esta opera prima: a tono con una introducción en principio desconcertante, la autora Luciana Bilotti evita contarlo y explicarlo todo. Por eso, conviene esperar hasta el final del film para medir la envergadura del salto que la autora (y el público) da(mos) entre una porción de pasado registrado en formato VHS y el presente donde transcurre el relato inventado, acaso inspirado en recuerdos personales. Como Mariano Luque en Salsipuedes, en su primer largometraje Bilotti también retrata a una familia en un tiempo y espacio acotados: unos pocos días de verano en un predio habilitado para acampar. Mientras el realizador cordobés se concentró en la intimidad violenta de una joven pareja, su colega mendocina privilegia a la hija (pre)adolescente de un matrimonio en crisis. El protagonismo acordado a Estefanía evoca el recuerdo de otra película nacional valiosa: Juana a los 12. Como la opera prima de Martín Shanly, Camping recrea la pubertad femenina en un marco preciso (clase media argentina) y en tanto limbo que se impone entre la infancia y la adultez. La importancia acordada a la amistad, la sensación –latente o manifiesta– de intranquilidad, las primeras fantasías amorosas, la reconfiguración de la autoridad paterna / materna conforman algunas de las aristas abordadas a partir de un guion sólido y de un elenco que trabaja de manera aceitada. En este punto cabe destacar el desempeño de las niños Martina Pennacchio, Zoe Gatica, Mateo Alessio y de los adultos que los acompañan: Ivana Catanese, Diego Velázquez, Patricia Christen y Gustavo Torres. Bilotti cruza con destreza la crisis que supone el ingreso a la adolescencia con aquélla que los padres de Estefanía atraviesan en tanto pareja. Otra vez el guion y las actuaciones se revelan como los dos grandes pilares de un primer paso prometedor en la incipiente carrera de esta joven realizadora mendocina.
La Real Academia Española le asigna dos definiciones al sustantivo Espejismo: «ilusión óptica» que «provoca la percepción de la imagen invertida de objetos lejanos», e «imagen, representación o realidad engañosa e ilusoria». Vale recordar las dos acepciones antes de mirar Miragem, coproducción argentino-brasileña, y un poquito francesa, que Eryk Rocha dirigió a partir del guion que escribió con Julia Ariani y Fabio Andrade. La película dura hora y media y, justo cuando faltan treinta minutos para que termine, una breve secuencia transcurre cabeza abajo. Este truco de montaje explicita la intención del realizador: mostrar una Río de Janeiro distinta –invertida o subvertida– respecto de la cidade maravilhosa que promocionan las agencias de turismo. Fabrício Boliveira encarna al protagonista de esta combinación de ficción, documental y ensayo que evoca el recuerdo del gran Abbas Kiarostami y su Dah, aquí conocida por su título en inglés Ten. El actor bahiense encarna a un peón de taxi que trabaja de noche (igual que Travis Bickle) y que busca ponerse al día con la manutención de su hijo de diez años para retomar el contacto paterno-filial. Como el maestro iraní con la conductora de un auto particular, Rocha convierte al tachero en piloto de un ejercicio cinematográfico de envergadura sociológica y filosófica. Aunque bastante menos que Mania con sus acompañantes ocasionales, Paulo también habla con sus pasajeros, entre ellos, una pareja de turistas argentinos compuesta por Luis Ziembrowski e Inés Estévez, y una enfermera a cargo de Bárbara Colen (la recordarán quienes vieron Bacurau). Esas interacciones ofrecen una representación de lo que existe, sucede, cambia, se desmorona fuera del vehículo donde transcurre la mayor parte de la película. A diferencia de Ten, Miragem utiliza otros recursos para visibilizar ese más allá: aquello que el protagonista observa desde la ventanilla del carromato amarillo, fotos y videos que mira en la pantalla de su celular, mensajes de audio de sus colegas, fragmentos de programas de radio y TV, interacciones telefónicas y cara a cara con otras personas además de los pasajeros. De este modo, Rocha ofrece un fresco actual, no sólo de Río de Janeiro y por carácter transitivo de Brasil (así lo sugiere la inclusión de Pé do meu samba de Cateano Veloso en la banda de sonido), sino de un presente globalizado. El –hay que decirlo– hijo de Glauber Rocha, fundador del Cinema Novo, conjuga con destreza los primerísimos primeros planos de Paulo (y de la enfermera Karina), los segundos planos acordados a los pasajeros, el registro documental de la vida nocturna en distintos barrios cariocas. En ese transcurrir entre el adentro y el afuera del taxi, el peón se reconoce como tal. Boliveira actúa con la sensibilidad y versatilidad necesarias para componer a un personaje callado que oscila entre el hartazgo, la frustración, la angustia, la resignación y acaso un destello (inicial) de insurrección. Su trabajo garantiza la calidad de una propuesta conmovedora y comprometida con nuestro tiempo. Miragem es consecuente con la doble acepción de la RAE. Mientras proyecta un reflejo invertido de la Río soleada, carnavalera, aquélla de los penthouses, del Tudo bem, del mais grande Maracaná, Rocha expone la naturaleza engañosa –y perversa– de la implacable globalización (neo)liberal.
Está inspirada en una historia real la ficción que la cordobesa Cristina Tamagnini y el chabuquense Julián Dabien titularon El maestro. Dicho esto, los autores de este largo parecen menos interesados en contar lo que le sucedió al hasta ahora desconocido Eric Sattler que en exponer la mentalidad homofóbica de la sociedad argentina en dos escenarios bien precisos: un pueblito salteño y una escuela pública del nivel primario. Podría trazarse un paralelismo entre el Natalio que Diego Vázquez interpreta con conmovedora versatilidad y el inolvidable Sr. Lehrer que Juan José Camero compuso a fines de los años ’80 para La deuda interna de Miguel Pereira. Uno y otro se desempeñan en la misma región (aunque el primero es un docente de pueblo mientras el segundo es un docente rural) y entablan un vínculo especial –casi paternal– con un alumno. Por distintos motivos, ambos resultan problemáticos para nuestro sistema educativo. A diferencia de lo que sucede en los países nórdicos o en Francia, en Argentina los maestros varones son minoritarios. También son disruptivos, primero porque atentan contra el estereotipo que define a la señorita como una «segunda mamá», segundo porque encienden las alarmas anti-pedofilia. Si el docente parece o es gay, las luces se ponen más rojas todavía. Tamagnini y Dabien filman el crecimiento de este prejuicio: débil mientras se basa en rumores o habladurías; poderoso cuando el chisme es ascendido a la categoría de información (igual de mal intencionada). El dato objetivo legitima la criminalización del homosexual sospechoso y sospechado. Acaso éste sea el mejor trabajo de Vázquez, que aprendimos a reconocer después de haber visto La larga noche de Francisco Sanctis de Andrea Testa y Francisco Márquez. Lo acompañan la siempre dúctil Ana Katz, la imponente Georgina Parpagnoli, Ezequiel Tronconi, el niño Valentín Mayor Borzone, cuyo Miguel es menos protagonista que el Verónico Cruz de La deuda interna, y Daniel Veleizán, cuyo Hugo representa el summum del macho argentino. Natalio, por su parte, encarna al maestro vocacional, por lo tanto dedicado. El compromiso con su profesión es inalterable; en cambio muta la manera de asumir (y vivir) su homosexualidad. De esta otra evolución también se ocupan los realizadores; la relación con la exacerbación de los prejuicios sociales –y de las conductas sancionatorias– se vuelve evidente. Un dato nada menor: el conflicto con el pueblo donde vive y trabaja se dispara mientras el maestro ensaya con sus alumnos una representación teatral de El principito. La referencia a la fábula de Antoine de Saint-Exupéry admite por lo menos dos lecturas: una consecuente con la moraleja «Lo esencial es invisible a los ojos», y por lo tanto destinada a explicitar la crítica a quienes prejuzgan según las apariencias; otra –quizás más rebuscada– anclada en los rumores sobre el vínculo que el aviador francés mantuvo con una muchacha entrerriana, presunta musa inspiradora de Le petit Prince (para más datos, los interesados harán bien en mirar Vuelo nocturno de Nicolás Herzog). Entre las virtudes de El maestro, se destaca su delicadeza. Esta condición la diferencia de otras películas que también abordan el linchamiento social de docentes hombres, por ejemplo la escalofriante La cacería de Thomas Vinterberg y la rebuscada El hombre sin rostro que Mel Gibson dirigió y protagonizó a principios de los ’90.
Los dos primeros minutos de Canela transcurren en un edificio en construcción. Arriba, los albañiles trabajan, conversan, en ocasiones desvían la mirada hacia la cámara o hacia algún punto de la ciudad de Rosario. Mientras tanto, una mujer madura recorre con casco reglamentario el interior de la obra, observa detalles del andamiaje, sube al piso donde están los obreros, se detiene a completar un formulario, desciende a la calle. Volvemos a verla sentada al volante de un vehículo anaranjado, acicalándose frente al espejito retrovisor. En el documental de Cecilia del Valle, los albañiles aparecen retratados al rayo del sol. Antes de encontrarlos, la ¿supervisora? atraviesa un esqueleto de cemento apenas iluminado. La exhibición de una mayoría masculina evoca el lugar común que reduce la arquitectura a una profesión de hombres; he aquí un primer motivo de empatía con quien –adivinamos– inspiró el título de este film. Las facciones del rostro proyectado en el espejo retrovisor alimentan el sentimiento de sororidad: Canela Grandi Mallarini es una arquitecta (y docente universitaria) transgénero. Por un lado, imaginamos que su femineidad habrá redoblado las conductas machistas padecidas por las colegas cisgénero. Por otro lado, entendemos el edificio en construcción como una alegoría de la obra que la protagonista inició a sus 48 años y que ahora, diez años después, parece reclamar una decisión: darla por terminada o emprender una nueva etapa. Limitarse a la hormonización o someterse a una vaginoplastía: ésta es la disyuntiva que desvela a Canela, y que Del Valle y su co-guionista Romina Tamburello convirtieron en eje del largometraje que primero fue un corto para TV. La decisión narrativa resulta acertadísima porque permite abordar la experiencia trans desde una perspectiva original, y no a través del relato clásico que reconstruye todas las instancias de la mencionada transición. Las autoras del guion también eludieron el tratamiento convencional cuando eligieron acompañar a Grandi Mallarini en su vida cotidiana antes que recurrir a la tradicional técnica de cabezas parlantes. Sólo la madre y una ex pareja y amiga de la protagonista prestan un testimonio formal, mirando a cámara. Por lo demás, descubrimos a Canela mientras interactúa con albañiles, con sus alumnos de la Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño de la Universidad Nacional de Rosario, con su mamá, con sus hijos, nuera y nieta, con sus médicos, con su psicoterapeuta, con su peluquera, con una vendedora de ropa, con el mecánico de su camioneta anaranjada, con otras mujeres trans, con una pastora y algunas fieles del Centro de Adoración de Jesucristo. Ante la mirada respetuosa y contenedora de Del Valle, Canela revela progresivamente su personalidad amorosa, lúcida, valiente, sensible. Sus intervenciones académicas resultan tan interesantes como el tema central del film (por momentos la protagonista parece discípula de Rodolfo Livingston que, dicho sea de paso, inspiró esta semblanza cinematográfica). «Esta película es sobre una minoría dentro de una minoría» sostiene la realizadora en la presentación escrita de su documental. Sin dudas, la vida de Grandi Mallarini escapa a la regla de vulnerabilidad laboral, económica, social, y esta condición excepcional realza la sensación de asistir a una propuesta única, irreductible a un propósito pedagógico o conscientizador. Canela es tan digna de un largometraje como Omar Borcard, el albañil sesentón –vaya coincidencias– que construyó solito dos salas de cine en la localidad entrerriana de Villa Elisa, y que Luz Ruciello retrató en Un cine en concreto. Algunos espectadores quisiéramos hacernos amigos de ambos; por lo pronto los incorporamos enseguida a nuestros afectos dilectos. Antes de terminar esta reseña, vale señalar el reconocimiento al séptimo arte como una suerte de espejo que ayuda a entender realidades y eventualmente a enfrentar adversidades. De hecho, aparecen citadas dos ficciones que abordan la condición trans: El juego de las lágrimas de Neil Jordan en boca de Canela, en un encuentro con uno de sus hijos, y La chica danesa de Tom Hooper en boca de la ex pareja y amiga Valeria cuando habla a cámara. ——————————————— Información importante La cuarentena anti-coronavirus tiró por tierra los planes de exhibición de Canela: debut en el 22º BAFICI, concretamente en la competencia argentina del histórico festival, y posterior estreno –para empezar– en el circuito de salas del INCAA. El mismo fenómeno convirtió al documental de Del Valle en la punta de una lanza singular: la sala virtual que la Asociación de Directores de Cine PCI inaugurará mañana jueves 14 de mayo. A partir de ese día, será posible alquilar la película por 24 horas. De los 160 pesos que cada espectador deberá abonar (vía Mercado Pago, tarjeta de débito o crédito), 50 serán donados para el acompañamiento de personas trans en el país, a través de la Liga LGBTIQ + de las Provincias.
El plano general de una vieja ¿F100? detenida en suelo desértico, bajo un cielo color rosa fosforescente, se funde en el plano medio de una pareja de jóvenes que se abrazan en ese mismo lugar recóndito. Así comienza Las furias, película que la ecléctica Tamae Garateguy dirigió en la provincia Mendoza, a partir de una idea original de los actores protagónicos Nicolás Goldschmidt y Guadalupe Docampo. Los colores infrecuentes que el fotógrafo Pigu Gómez supo capturar, y los rostros enamorados y a la vez apesadumbrados de Leónidas y Lourdes, parecen anunciar la recreación de una pesadilla. El despertar agitado del muchacho, que la cámara registra minutos después, valida la sospecha pero sugiere que el mal sueño es una versión fiel de la realidad. El guion de Diego Fleischer cuenta la historia de un amor objetado, perseguido, conjurado, sancionado, y sin embargo (o por eso mismo) invencible. La introducción onírica adelanta la naturaleza fragmentada de la crónica de sucesos que transcurren en un Laguna del Rosario, a lo largo de varios años. Garateguy avanza y retrocede cómodamente en el tiempo. También maneja con destreza el crescendo de violencia que acorrala a la pareja mixta, diría algún purista: él es sobrino de un cacique huarpe (Juan Palomino); ella es hija de un terrateniente rubión, además de racista y machista (Daniel Aráoz). La música de Sami Buccella contribuye en términos de tensión. Por otra parte, realza el color autóctono de un relato clásico y de alcance universal. La caracterización de los personajes resulta menos lograda: el maquillaje y algunas actuaciones exageran rasgos arquetípicos y empujan, sobre todo a los antagonistas, al borde de la caricatura. Al margen de sus aspectos cuestionables, esta producción recuerda una de las virtudes más interesantes de Garateguy: la voluntad de experimentar con distintos géneros cinematográficos (ya lo hizo con el documental, el drama, el terror, el policial negro y con la sátira cuando co-dirigió UPA 1 y 2). La segunda fortaleza es su sentido del humor, que por momentos parece asomar detrás del patrón a cargo de Aráoz o de la bruja que encarna Susana Varela. Es posible que esa percepción sea ilusoria. De hecho, en retrospectiva, Las furias se revela como el trabajo menos juguetón de la realizadora porteña.
Stella Calloni co-escribió el guion y Andrea Bello co-dirigió Operación Cóndor, documental que se estrenó la semana pasada en las versiones televisiva y online de CINE.AR. La sola mención de la periodista especializada en los avatares políticos de nuestra América latina, y de la militante sobreviviente de la ESMA que falleció a principios del año pasado, debería evitar sorpresas respecto de la perspectiva elegida para contar los entretelones del plan de exterminio de activistas y dirigentes opositores que las dictaduras de Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay, Perú y Uruguay ejecutaron entre los años ’70 y ’80 con el apoyo de Estados Unidos. Además de co-guionista junto con Eduardo Walger, Calloni también aparece ante cámara entre otros entrevistados por Bello y el co-director Emiliano Serra. En algunos espectadores, ese doble rol aumenta la sensación de estar ante un intento de adaptación de los libros Los años del lobo: Operación Cóndor, Operación Cóndor: pacto criminal y Operación Cóndor, 40 años después. En ese caso, no habrá sido fácil condensar en una película de 82 minutos la información que la periodista entrerriana recabó con su habitual obstinación, y que años atrás fue utilizada en el juicio oral y público contra los autores de los delitos de lesa humanidad cometidos en el marco del también llamado Plan Cóndor y en el centro clandestino de detención Automotores Orletti. Entre los entrevistados también figura Pablo Ouviña, uno de los fiscales que llevaron adelante la causa judicial. Su testimonio, así como las imágenes tomadas en el auditorio de los Tribunales Federales de Comodoro Py 2002, desvían la atención de los engranajes del operativo regional al juicio posterior. En este punto vale preguntar cuánto aporta (o distrae) el cambio de enfoque. Sin dudas, resultan más valiosas las declaraciones de sobrevivientes, de familiares de víctimas, de autores de otras investigaciones. Entre ellas conmueven especialmente la crónica de una fuga de Orletti, el recuerdo del fotógrafo Gustavo Molfino sobre la última conversación telefónica que mantuvo con su mamá desaparecida en Lima y reaparecida (asesinada) en Madrid, las reflexiones de Alejandrina Barry sobre la suerte que corrió a sus tres años, después de que sus padres fueran chupados en Uruguay (dicho sea de paso, Gabriela Jaime reconstruyó este caso en La construcción del enemigo). Bello y Serran compaginaron las entrevistas realizadas con material de archivo que nos retrotrae a los años dictatoriales y a los primeros tiempos democráticos (declaraciones de verdugos arrepentidos, marchas contra la impunidad y el olvido, hallazgo de los Archivos del Terror en Paraguay). Por su parte filmaron –además del juicio mencionado– intervenciones artísticas realizadas en centros clandestinos de detención, la recreación de algunos recuerdos y una pequeña sátira sobre el Capitán América en Buenos Aires. El esfuerzo de los realizadores es notable, pero arroja resultados irregulares. Quizás los tres libros de Calloni se habrían acomodado mejor a un documental más extenso (y menos ortodoxo) o al formato televisivo, por entregas.