Distopía aceitadísima, concebida con sentido del humor y una capacidad anticipatoria sorprendente. Ésta es una definición válida para Tóxico, opera prima de Ariel Martínez Herrera que transcurre en una Argentina diezmada por una enfermedad nueva y letal a escala mundial. El largometraje se estrena hoy jueves en CINE.AR, pero –atención– fue filmada en 2017, cuando nadie podía pronosticar la crisis sanitaria que la Humanidad enfrenta en la actualidad. «La primera película sobre la pandemia» promete la promoción de esta producción nacional, acaso la única favorecida por un contexto que perjudica notablemente a nuestro cine. En este punto importa poco si Laura y Augusto abandonan su hogar en la Ciudad de Buenos Aires para escapar de una peste sin relación con el coronavirus; en cambio sí impresiona la recreación de una debacle social parecida a aquélla provocada por la propagación internacional del COVID-19: comercios desabastecidos, rutas valladas, población embarbijada (con perdón del neologismo). A medida que avanza, Tóxico destruye las suspicacias que levanta al comienzo: ¿estamos ante un trabajo express, filmado semanas atrás por encargo de algún productor oportunista? El hecho de que gran parte de la película transcurra en una motorhome alimenta la fantasía en torno a un rodaje clandestino… hasta que la casa rodante se revela como escenario insuperable para una fábula inteligente sobre los límites difusos entre el afuera hostil y el adentro protector, el otro enfermo y el yo/nosotros sano/s, el contacto objetivo y aquél subjetivo con una realidad indigesta, la supervivencia y la (auto)destrucción. A cargo de los roles protagónicos, Jazmín Stuart y Agustín Ritanno le sacan lustre a la combinación exacta de dramatismo y humor que Martínez Herrera conjugó con los co-guionistas Luz Orlando Brennan, Lautaro Núñez de Arco, Santiago La Rosa y Santiago Podestá. Los acompañan con la misma solvencia los actores secundarios cuyos personajes se cruzan con el matrimonio fugitivo, por ejemplo Marcelo D’Andrea (el policía) y Alejando Jovic (el playero). Esta road movie singular incluye un pequeño relato secundario, que gira alrededor de un sonámbulo ¿o enfermo psiquiátrico? vestido con pijama a rayas y aferrado a una almohada. El personaje acordado a Gabriel Horacio Pallero transita su propio calvario con estoicismo ¿o la más absoluta inconsciencia? y sin esbozar una sola palabra, como los (anti)héroes mudos inmortalizados por Charles Chaplin y Buster Keaton. En este punto sí importa que la pandemia en cuestión no sea de coronavirus, sino de un insomnio despiadado, sin antecedentes en los anales de la medicina clínica y psicoanalítica. La pérdida progresiva e irreversible del sueño atenta contra la salud física y mental; los infectados adquieren conductas parecidas a los zombies; los sanos temen menos por sus cuerpos que por sus cabezas. A los ocho minutos de iniciado el film, Laura deja los resultados de unos análisis de sangre sobre el piso del living de su casa a medio desmontar. La cámara aprovecha el gesto para mostrar unos libros apilados en ese mismo parquet: la tapa de Informe sobre ciegos asoma con mayor nitidez. La referencia al libro de Ernesto Sábato parece advertir que Tóxico es algo más que «la primera película (argentina) sobre la pandemia». Como Fernando Vidal Olmos, Laura –y sobre todo Augusto– se sienten a merced de una comunidad tan peligrosa como la secta de invidentes, los insomnes patológicos. Desde esta perspectiva, Tóxico nos sumerge en aquel infierno que según Jean-Paul Sartre son los demás, pero que cada uno fogonea con sus propias taras. Por suerte Martínez Herrera apuesta al humor para atenuar la gravedad de esta otra aproximación al peor mal que aqueja a la Humanidad: el odio.
Trata y explotación de personas, pedofilia, femicidio: tres temas de semejante envergadura parecen demasiado para una sola película, y en el caso de Lo habrás imaginado la rebalsan. La sensación de desborde aumenta ante los parlamentos que subrayan la crítica autoral a un país «de mierda» –el nuestro– donde «nos matan nuestros pibes; nos matan nuestras mujeres; están haciendo cualquier cosa» según dice entre sollozos el personaje a cargo de Carlos Portaluppi. En su nuevo largometraje, Victoria Chaya Miranda recrea la investigación (para)estatal de una red delictiva que opera hace décadas bajo la apariencia de una exitosa ONG con sensibilidad social. A partir del seguimiento de los detectives que lideran la pesquisa, la guionista y directora revela progresivamente las artimañas financieras, políticas, familiares del artífice de la fundación en cuestión, y la identidad de su víctima principal. La redundancia señalada no sólo aparece entre los parlamentos. También se manifiesta en los personajes arquetípicos que componen –con toda la entrega posible– el mencionado Portaluppi, Osmar Núñez, Mario Pasik, Diana Lamas, Esteban Prol, Germán de Silva. El estereotipo roza la parodia en el caso de la bienuda que encarna María Ibarreta, sobre todo en las escenas donde habla francés –con mucho acento argentino– con su esposo, interpretado por Pasik. Son también evidentes el propósito de las escenas de sexo, así como la razón de los primeros planos acordados a la inexpresividad de Abril, atribulada mujer que interpreta Lamas. En sintonía con la expresión devenida en título, en Lo habrás imaginado es posible anticipar mucho de lo que sucederá. Acaso lo más disruptivo de esta propuesta sean los dibujos animados que nos retrotraen a la infancia de la mencionada Abril. Vale preguntar cuánto aportan a las revelaciones que escuchamos en el juicio contra el factotum de la corruptísima –y corruptora– Angel Love Foundation. Aunque el film aborda flagelos de innegable actualidad, las escenas típicas del género policial (duelos verbales, puteadas, golpizas, disparos, cruces de autos) lo ubican más cerca del cine argentino de los ’80 o ’90 que de thrillers contemporáneos sin precedentes, por ejemplo El otro hermano de Adrián Caetano. Según la ocasión, la música original de Lula Bertoldi aumenta o disminuye la sensación de que estamos mirando una película añeja.
«Ganó ella» escribió Eva Giberti sobre Lucía Vassallo, cuando comentó la entrevista que Espectadores le hizo a la directora de Línea 137 a mediados del mes pasado. «Luchó contra todas las adversidades que le pusieron la instituciones oficiales» aseguró el alma mater de Las Víctimas contra las Violencias, programa estatal que inspiró la realización del documental cuyo título recuerda el número telefónico del call center asociado a este servicio público único en el mundo globalizado. La realizadora sorteó otros obstáculos además de aquéllos que académicos, periodistas, documentalistas suelen enfrentar cada vez que se proponen dar cuenta del accionar del Estado en algún ámbito preciso. En las instancias de preproducción, rodaje y edición, Vassallo lidió con un INCAA impuntual a la hora de pagar los subsidios acordados y, cuando llegó el momento de la exhibición nacional, debió adaptarse a los cambios impuestos por el coronavirus y la consecuente cuarentena: en lugar de pre-estrenar en la competencia de Derechos Humanos del 22º BAFICI, se acogió al Programa de estrenos durante la emergencia sanitaria que el renovado Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales implementó a fines de marzo. Por si cupiera alguna duda sobre la determinación de la también autora de La cárcel del fin del mundo, vale señalar los tres años y medio transcurridos entre la presentación del proyecto cinematográfico ante el INCAA, en octubre de 2016, y el estreno atípico anunciado para el jueves próximo*. Es preciso resaltar su voluntad y templanza porque parecen condiciones necesarias, cuando no imprescindibles, para retratar a los psicólogos y trabajadores sociales que integran los equipos de Las Víctimas contra las Violencias. En este artículo que redactó para Página/12, la misma Giberti recordó «cómo empezó la lucha contra la violencia sexual y familiar en el nivel oficial, del Estado y del gobierno». La nota ofrece anécdotas y datos que Línea 137 pasa por alto porque el propósito de su directora –y de la guionista Marta Dillon– es otro: registrar la rutina laboral de los trabajadores del programa. El largometraje gira en torno a tres agentes –dos mujeres y un varón– de la sede que funciona en la Ciudad de Buenos Aires, y a una agente de la sede que opera en Resistencia, Chaco. El protagonismo acordado a estos empleados estatales se extiende a los casos atendidos en guardias de doce horas seguidas. Servidores públicos y víctimas conforman una díada por donde asoma la violencia o, como bien indica el nombre del programa instaurado hace catorce años, las violencias en plural: de índole sexual, física, verbal, económica. Aquí asistimos a pedidos de socorro por parte de (ex) novias o esposas, de una madre octogenaria contra su hijo cincuentón, de una púber contra su abuelo materno, de una adolescente contra su padre. Vassallo exploró distintos niveles de visibilidad. Total para los trabajadores filmados en reuniones de trabajo, en el call center, en traslados oficiales, en las inmediaciones de Tribunales, en un hospital, en el hogar donde ocurrió el ataque reportado. Metonímico para las víctimas: la cámara nunca enfoca sus rostros; en cambio se concentra en manos, bocas, espaldas. Indirecto para los abusos denunciados, que provocan tensión en los rostros de los profesionales y crispación en labios, dedos, hombros de las agredidas. Mientras sorteaba adversidades, la documentalista supo evitar dos grandes peligros narrativos: el pantano de la promoción institucional y la pendiente del morbo. Desde la perspectiva de los trabajadores, señaló las limitaciones presupuestarias y logísticas de un programa maltratado, en especial por el gobierno macrista. A partir de una aproximación respetuosa, protegió a las mujeres asistidas de la habitual revictimización mediática. Por otra parte, la realizadora prescindió del testimonio de especialistas. Su largometraje privilegia la praxis en detrimento de la teoría. Línea 137 se estrena justo cuando la prensa informa sobre la proliferación de agresiones intrafamiliares por el encierro obligatorio. Cuesta poco imaginar el estrés de los protagonistas del film en este contexto agravado; he aquí otra virtud de una obra consecuente con la lucha que nuestro Estado y (parte de) nuestra sociedad inició hace década y media contra la prepotencia patriarcal. El compromiso político se vuelve explícito al final de la película de 82 minutos. Se trata de un cierre lógico para los espectadores que tenemos presentes el tesón todo terreno –e imbatible– de Vassallo y la sólida trayectoria de Dillon como periodista e impulsora del movimiento Ni Una Menos. ——————————————– * Línea 137 se emitirá el jueves 16 y el sábado 18 de abril a las 20 por CINE.AR TV. También estará disponible en CINE.AR Play: gratis entre el viernes 17 y el viernes 24 del mismo mes, y para alquilar a partir de jueves 30. Al término de la emisión televisiva programada para el sábado 18, Vassallo y Dillon conversarán con público vía Instagram.
¿Conviene repasar la filmografía de María Luisa Bemberg, y/o (volver a) mirar De eso no se habla antes de sumergirse en Un sueño hermoso? ¿Cuánto puede interesarle la historia de Alejandra Podestá al público que ignora la relación de esta muchacha enana con la cineasta argentina y con el singular largometraje que se estrenó a principio de la década del noventa? ¿Qué otras cuestiones aborda Tomás De Leone en este documental que por momentos evoca el recuerdo del programa televisivo The E! True Hollywood Story? El también autor de El aprendiz divide en cinco capítulos la reconstrucción de una vida que dejó de ser anónima dos veces, por un período acotado. Atento al eventual desconocimiento de los espectadores, De Leone les dedica los tres primeros a «La directora» (Bemberg), «La actriz» (Podestá), «La película» (De eso no se habla). Estas secciones también describen los agentes fundamentales del «sueño hermoso» que adelanta el título del film, y que el realizador recrea con recursos pertinentes. Por ejemplo, el registro del movimiento circular de una de esas cajitas de música que sostienen la miniatura de una bailarina clásica, el audio donde Alejandra define a María Luisa «como mi hada madrina», la reproducción de fragmentos de De eso no se habla que sugieren la existencia de un juego de espejos entre Podestá y su personaje, Carlota Azumendi. A la par de los trucos narrativos que alimentan la fantasía onírica, corresponde elogiar el trabajo de investigación que permitió reconstruir los entretelones de la preproducción, el rodaje y el estreno de De eso no se habla. Las fotos y notas periodísticas (gráficas y televisivas) recuperadas resultan tan valiosas como las entrevistas realizadas para el documental: a la productora Lita Stantic, al coguionista Jorge Goldemberg, al asistente de dirección Alejandro Maci, al director de fotografía Felix Monti, a la entrenadora actoral Berta Goldemberg, a la vestuarista Graciela Galán entre otros integrantes del equipo técnico. De León convocó además a los actores –también enanos– Juan Carlos Rodríguez y Cristian Medrano, que interpretaron roles secundarios en la ficción de Bemberg. Sin dudas, la perlita periodística es el testimonio grabado, absolutamente revelador y conmovedor, de Podestá (sin dudas, el realizador supo suplir la ausencia física tanto de Alejandra como de María Luisa). Un sueño hermoso se parece a una entrega de The E! True Hollywood Story cuando la muchacha enana aparece representada por una actriz que la cámara filma de espaldas, apenas iluminada, en silencio. También cuando algunos entrevistados ceden a la tentación de especular y (psico)analizar, y cuando cobran protagonismo las declaraciones televisivas de los vecinos de Podestá. El documental se aleja del programa de espectáculos estadounidense cuando invita a pensar en la relación de fuerzas entre azar y voluntad, en los peligros asociados a la confusión entre ficción y realidad, en la fascinación que las estrellas fugaces provocan en los mortales (fascinación de envergadura directamente proporcional al dramatismo del ocaso), en el daño que algunos seres humanos infligen y otros padecen en nombre de la siempre discutible normalidad. El show le cede espacio al tributo a Bemberg, Podestá y demás mujeres que justamente desafían la norma… y la horma. El homenaje es extensible a De eso no se habla, película argentina memorable no sólo porque causó sensación dentro y fuera de nuestro país. A saber: el libro homónimo de Julio Llinás inspiró la realización de este film; el proyecto provocó la ruptura de la sociedad creativa entre Lita Stantic y Alejandro Doria; la productora consiguió a Marcello Mastroianni para el rol coprotagónico.
A prori resulta atractiva una película donde Luisa Kuliok y la Señorita Bimbo interpretan a una madre tirana y a una hija que amenaza con emanciparse. El duelo actoral entre dos referentes del entretenimiento argentino –la primera, de telenovelas osadas; la segunda, del stand up feminista– parece conformar la mayor promesa de Hacer la vida, ficción coral donde Victoria Carreras, Raquel Ameri y Luciana Barrirero también encarnan roles (co)protagónicos. Gran parte del film escrito y dirigido por Alejandra Marino transcurre en la pensión extemporánea que administra –y donde también vive con su hija y nieto– el personaje a cargo de Kuliok. La vivienda comunitaria evita las dificultades que los largometrajes multitrama suelen presentar cuando transcurren en exteriores. Las habrán experimentado Robert Altman cuando produjo Vidas cruzadas y Prêt-à-porter y Alejandro González Iñárritu con Amores perros, 21 gramos y Babel. El escenario acotado tiene su contra: impone una estética, un ritmo e incluso actuaciones (tele)teatrales. En este marco aparecen muy subrayadas las intenciones narrativas de Marino: cruzar a personajes –en su mayoría mujeres– que lidian con un presente frustrante, y reivindicar la vinculación con un par o semejante como factor determinante de superación. Los 103 minutos de duración aumentan esta sensación de redundancia y previsibilidad que también le juega en contra al elenco, en especial a Bimbo. Antes que ella y Kuliok, se lucen la mencionada Ameri (en la piel de una inmigrante ucraniana), Joaquín Ferrucci y el siempre versátil Darío Levy. Por su características teleteatrales, Hacer la vida convive sin problemas con la modalidad de exhibición por TV e Internet. Además de sentarles bien a la fotografía de Marina Russo y a la escenografía de Lucía Onofri, la pantalla chica auspicia –para algunos espectadores nostálgicos– un reencuentro enternecedor, no sólo con Kuliok, sino también con Carreras.
Si alguien redactara algún artículo sobre la influencia del Paraná en el cine argentino (un texto parecido a éste que Fabiana di Luca y Juan Bautista Duizeide escribieron sobre la relación entre el mismo río y nuestra literatura), debería incluir La creciente entre las películas que explotan la faceta oscura –precaria, inhóspita, peligrosa– de las islitas apenas habitadas. En este catálogo, la ficción de Franco González y Demián Santander se ubicaría cerca de La León de Santiago Otheguy y lejos de El rostro de Gustavo Fontán. De las aguas amarronadas emerge un joven de pasado desconocido, silenciado y por lo tanto sospechoso. Con este rol principal Cristian Salguero se luce tanto como cuando coprotagonizó la memorable El invierno de Emiliano Torres: además de talento interpretativo, el actor misionero posee la destreza y resistencia físicas necesarias para encarnar a un fugitivo devenido en peón de campo. El título que González y Santander eligieron para su obra adelanta el papel dramático acordado al río. El mismo Paraná que escupe al forastero en una orilla rara vez frecuentada podrá llevárselo en cualquier momento, según amenaza el rival a cargo del también versátil Héctor Bordoni. Como las crecientes fluviales, la amenaza en boca del Correntino avanza de modo inexorable hacia el extraño que desestabiliza la rutina del poblado habitado por unos pocos isleños. La ausencia de grandes golpes de efecto narrativo invita a pensar en esas crecidas subrepticias, que no se anuncian pero, como aquéllas que sí lo hacen, terminan arrasándolo todo. La fotografía de Eric Elizondo contribuye a la ilusión de un río manso, por momentos estancado, y sin embargo amo y señor de las tierras que recorre, baña y a veces inunda. Los registros sonoros de Arian Frank y Paula Ramírez ofrecen indicios del o los peligros latentes. Con perdón del encasillamiento trillado (y de origen foráneo), el film retoma elementos del western, en especial de aquélla subcategoría donde se hospedan los extranjeros que alteran el orden establecido no sólo por Ley con inicial mayúscula sino por las reglas que fija un hombre autoproclamado jefe, dueño, autoridad. La propiedad privada –de bienes materiales y de seres humanos– se convierte en motivo de enfrentamiento cada vez más violento entre el (anti)héroe recién llegado y el mandamás hace tiempo afincado. Fiel a otra característica del género mencionado, Matías y El Correntino también se disputan la compañía de una joven mujer. La prometedora Mercedes Burgos encarna a la muchacha en cuestión. Algunos espectadores preferirán relacionar La creciente con cierta tradición gauchesca. Desde esta perspectiva, parte de la acción transcurre en un rancho destartalado y en la versión moderna de una pulpería, no de una cantina o cantine. Por otra parte los isleños carecen de sheriff u otro tipo de comisario; el Estado punitivo figura apenas representado al principio del largometraje, a partir del sonido del motor de una lancha presuntamente oficial. El célebre payador moreno que se batió a duelo con Martín Fierro comparó la Ley con la lluvia («nunca puede ser pareja») y con un cuchillo («no ofiende a quien lo maneja»). González y Santander parecen aludir a una ley superior (aquélla «del destino» diría el gaucho imaginado por José Hernández) cuando arrinconan a su protagonista contra las cuerdas de la fatalidad. El Paraná se revela entonces como un instrumento del sino que impone su voluntad de manera progresiva, pero sin concesiones… como la creciente que los personajes del film mencionan con absoluta naturalidad.
El hallazgo de una gema literaria en un depósito de novelas y ensayos desahuciados constituye el disparador de La biblioteca de los libros olvidados, comedia amable que parodia con destreza el género policial contemporáneo. La película de Rémi Bezançon invita a resolver –no un asesinato, un secuestro o una desaparición– sino un presunto caso de autoría apócrifa, con el principal sospechoso muerto… a manos de la enfermedad de Alzheimer. El misterio Henri Pick es el título original de este largometraje, así como de la novela de David Foenkinos que lo inspiró. El investigador del enigma en cuestión no es policía ni detective privado sino el conductor de un programa de televisión sobre libros. El Jean-Michel Rouche a cargo de Fabrice Luchini evoca el recuerdo de Bernard Pivot y su Apostrophes y, por estas latitudes, de Osvaldo Quiroga y su Refugio de la cultura. [Dicho sea de paso, Pivot entrevistó a Luchini a mediados de 2001, en el programa televisivo que reemplazó a Apostrophes, Bouillon de culture]. El co-guionista y director sabe combinar el suspenso propio del thriller policial con la caricaturización de aspirantes, popes, agentes de la industria editorial francesa, y de esa buena porción de galos que sacralizan la escritura y la literatura, sobre todo aquélla producida en su país. De esta amalgama de intriga y humor, surge una propuesta singular y entretenida. La biblioteca de los libros olvidados suma puntos gracias a las actuaciones del todo-terreno Luchini, de la ascendente Camille Cottin y de la legendaria Hanna Schygulla. También operan a favor las postales que el director de fotografía Antoine Monod tomó en el departamento francés de Finisterre, donde transcurre la mayor parte de esta adaptación fiel a la obra original. Algunos espectadores encontramos un poco apresurado el desenlace. Desde esta perspectiva da la sensación de que Bezançon llegó cansado al término de esta aventura cinematográfico-literaria que podemos ubicar, sin ninguna intención provocadora, con perdón de los fanáticos de Umberto Eco y Jean-Jacques Annaud, a una distancia prudencial de El nombre de la rosa. Por lo pronto, Rouche comparte tres cualidades con el insuperable monje William von Baskerville: la experiencia, la intuición y la obstinación necesarias para reconocer el origen non sancto de algunos libros.
Esta reseña de 'Familia' debería haberse publicado a principios de marzo, cuando el largometraje de Edgardo Castro se estrenó en la Sala Leopoldo Lugones - TGSM y en el MALBA. Espectadores la publica ahora porque el contexto de cuarentena resignifica este docudrama nacional, producido bastante antes de que el coronavirus irrumpiera en Argentina. Tal vez Castro o El Pampero cine liberen 'Familia' en los próximos días. En ese caso este blog la recomienda con reparos, no porque le falten virtudes, sino porque podría exacerbar los sentimientos negativos de los adultos que 'cuarentenean' con miembros de su parentella.
Resulta imprescindible mirar Niña mamá antes de (volver a) discutir sobre la necesidad de que nuestros legisladores sancionen una ley de aborto seguro, legal y gratuito. Es que el documental de Andrea Testa gira en torno a adolescentes, algunas ya madres, que transitan un (nuevo) embarazo o acaban de parir sin el deseo de traer un hijo al mundo. La realizadora argentina registra el diálogo entre estas jóvenes mujeres y trabajadoras sociales que las asisten en hospitales públicos del conurbano bonaerense. De las chicas retratadas, dos decidieron abortar: una bajo el amparo del inciso 2 del artículo 86 de nuestro Código Penal, que establece como «no punible» la interrupción de la gestación derivada de una violación. Testa coloca la cámara dentro de los consultorios, incluso de una sala de partos, a una distancia prudencial de las muchachas que responden las preguntas de las asistentes sociales y acatan las indicaciones de obstetras, parteras, enfermeras. Primeros planos, planos detalle, planos medios cortos apuestan a la elocuencia de miradas, lágrimas contenidas y derramadas, ceños fruncidos, cuellos tensos, labios más o menos dispuestos a verbalizar reflexiones y sentimientos. Por momentos los rostros dicen más que las palabras. Por momentos los testimonios ofrecen pistas inconfundibles sobre la influencia del discurso institucional. Por ejemplo la Iglesia asoma detrás de una chica de 13 años, que califica su embarazo nada planificado como «una bendición». Llama la atención la decisión de filmar en blanco y negro. Acaso Testa haya querido sugerir la envergadura histórica del fenómeno abordado. Sin dudas, los casos elegidos conforman una pequeña muestra de la cantidad de mujeres que pagaron y siguen pagando un altísimo precio por des/obedecer los mandatos machistas en materia de sexo, relaciones de pareja, maternidad. Asimismo es posible que la también co-directora de La larga noche de Francisco Sanctis haya buscado anular la malla luminosa y colorida que la sociedad patriarcal le impuso a la reproducción humana. De ser así, la realizadora lo logra con creces pues destroza el cotillón que nuestros creativos publicitarios despliegan cada vez que representan a adolescentes libres y divertidas, y a jóvenes esposas ansiosas por procrear y maternar. Testa ubica la cámara a una distancia respetuosa de la intimidad de las chicas y de la angustia que el embarazo y la proximidad del parto (o del aborto) les provoca. Los planos excluyen a las asistentes sociales, cuyas intervenciones son registradas a través de un micrófono y, dicho sea de paso, alimentan las esperanzas en torno a la reconfiguración un Estado (más) sensible a la problemática de estas ciudadanas especialmente vulnerables. Quienes crean vislumbrar en Niña mamá un ejercicio de cine militante «pro-aborto« harán bien en mirarla antes de validar el amague reduccionista. Entre otras cuestiones, esta nueva producción de Pensar con las Manos sugiere que, aunque sin dudas necesaria, la reclamada legalización dista de constituir una solución única e instantánea para las jóvenes argentinas arrinconadas contra las cuerdas –no sólo de la maternidad precoz– sino de debuts sexuales forzados, de enfermedades venéreas, de la violencia doméstica, de la adversidad económica, de la falta de contención familiar.
La progresiva conscientización en torno a las consecuencias nefastas del uso de agrotóxicos parece estar renovando, por lo menos en Argentina, el subgénero literario y cinematográfico que explota la sensación de vulnerabilidad que una buena porción de citadinos experimentamos cuando nos trasladamos a la naturaleza o, en términos porteños, al medio «del monte» o «del campo». Quizás apresurada, la hipótesis se basa en los estrenos recientes –y bastante seguidos– de El rocío de Emiliano Grieco y Respira de Gabriel Grieco: la primera película se estrenó a fines de noviembre de 2019; la segunda, el jueves pasado. Cuesta hallar información sobre el eventual vínculo parental y/o creativo entre estos realizadores. Lo cierto es que uno y otro reconocieron un nuevo agente del mal en los plaguicidas industriales –o, mejor dicho, en quienes los aplican– y un semillero heróico en las familias de a pie: una joven madre y su niña en el film de Emiliano; una pareja treintañera y su hijo púber en aquél de Gabriel. Desde su llegada a un pueblito ignoto de la Provincia de Buenos Aires, Leonardo y los suyos padecen el destrato que merece todo forastero y bravuconadas suplementarias porque el esposo y padre, hasta entonces desempleado, aceptó un trabajo non sancto. Respira combina elementos del western y del thriller de suspenso con algunos trucos del cine de terror. Gabriel Grieco sabe crear un clima de tensión progresiva entre los nacidos y criados y los porteños caídos del catre que encarnan Lautaro Delgado Tymruk, Sofía Gala Castiglione y Joaquín Rapalini. El realizador transforma la confrontación idiosincrática o cultural en un combate cuerpo a cuerpo con riesgo de vida. La transición de un extremo al otro constituye la porción más sabrosa del largometraje, acaso porque el summum del enfrentamiento es muy estereotipado (para evitar adelantos frustrantes, basta decir que Gerardo Romano encarna por enésima vez a un funcionario patotero y corrupto) y además incluye una subtrama apenas desarrollada: el conflicto –por momentos armado– entre los lugareños que combaten las fumigaciones tóxicas y aquéllos que las comandan o realizan para llenar sus arcas. Gracias a la fotografía de Diego Poleri y al sonido de Jésica Suárez, una plantación de maíz, un gallinero, un auto atrapado en el barro, tractores conducidos a toda velocidad, un perro bravo, una noche tormentosa asustan más que los personajes border interpretados por Leticia Brédice, Nicolás Pauls, Walter Jakob, y que los malvados a cargo del mencionado Romano, Daniel Valenzuela y Chucho Fernández. La música de Diego Hensel y Ale Kurz le imprime un sello argentino, si se quiere chacarero, a una ficción que podría transcurrir en las inmediaciones de una fazenda brasileña o en tierras cultivadas de Paraguay, Uruguay, México. Después de todo, el nuestro es un continente infestado por los agrotóxicos.