En cine, el resultado no siempre es igual a la suma de sus partes. Espíritus oscuros es un ejemplo de cómo una idea inicial atractiva, actores talentosos y una buena construcción de un mundo pueden quedarse a mitad de camino. Por qué sucede eso es más difícil de reconstruir, debido a la complejidad que implica la producción de una película, y solo se puede sugerir una hipótesis. En este caso, el obstáculo mayor parece ser una insistencia en que se note que la película está contando “algo importante”. La ambición es un buen motor en el cine y querer que un film sea más que un entretenimiento o un producto comercial puede ser un buen aliciente para realizar una búsqueda narrativa y estética más profunda. Lo que sucede en Espíritus oscuros es que el tema central, propio de un drama familiar, termina poniéndose en un primer plano por encima del elemento fantástico y de terror. Sin embargo, son justamente las escenas pensadas para crear suspenso y las revelaciones del horror las que resultan más fascinantes, gracias a una puesta efectiva y efectos visuales potentes. Keri Russell interpreta en la película a una maestra que volvió a vivir con su hermano, encarnado por Jesse Plemons, a su pueblo del noroeste de los Estados Unidos, tras años de vivir en California. La inmensa belleza de las montañas y los pinos de Oregon contrastan con la decadencia económica, social y de infraestructura en la que está sumergido el pueblo, que tuvo explotación minera en el pasado y ahora su población sufre el desempleo y muchos buscan una salida en el comercio y consumo de drogas sintéticas. La maestra comienza a preocuparse por un alumno que muestra signos de trauma y parece tener problemas familiares, que le recuerdan a los que ella y su hermano padecieron. Esta descripción parece la de un drama de los que suelen surgir de la escena del cine independiente norteamericano, con los abusos que el ser humano inflige sobre otros y sobre la naturaleza como tema principal sobre el que trabaja la película. El diferencial de Espíritus oscuros son los elementos sobrenaturales que forman parte de la historia y que están bien construidos. Lo que resulta decepcionante es la sensación de que el equipo creativo detrás de la película no confió del todo en el histórico poder alegórico del género para revelar dramas humanos, sin tener que llevarlo a la superficie para demostrar que se trata de “algo más serio” que una película de terror.
Una educación parisina parece querer conjurar el espíritu de París nos pertenece, el primer largometraje de Jacques Rivette. Allí hay estudiantes universitarios enfrascados en largas discusiones intelectuales; romances complicados, libros como parte de la conversación y del decorado y caminatas por una siempre espléndida París fotografiada en blanco y negro. Hasta la duración de ambos films, alrededor de dos horas y 20 minutos, se asemeja. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el film de Civeyrac y la ópera prima de uno de los fundadores de la Nouvelle Vague. Cuando Rivette filmó París nos pertenece, hace exactamente 60 años, era parte de una revolución en el cine. En cambio, Una educación parisina evoca a un pasado cinematográfico, con bastante nostalgia y sin aportar demasiada novedad. El dilema sobre cómo debería ser el cine está contenido no solo en las decisiones estéticas de Civeyrac, sino que aparece de forma explícita en los diálogos. La trama se centra en Etienne, un joven que se muda de Lyon a París para estudiar cine. En la universidad se hace amigo de dos compañeros, uno de los cuales, Mathias, es intransigente en cuanto a sus ideas sobre el cine, que para él debe capturar la realidad. Etienne comparte su opinión, aunque no la expresa de manera tan extrema. En contraposición a ellos, hay un compañero de clase al que desprecian porque defiende al giallo y las películas de zombis. El film cuestiona el extremismo de Mathias, pero en su propia naturaleza se mantiene cercano a sus ideas. Si bien tiene virtudes, entre ellas la belleza de la fotografía y la música clásica que abunda en la película, Una educación parisina responde a una idea de lo que el cine debe ser, que resulta algo limitada y, en todo caso, tiene mejores exponentes.
Bienvenidos al mundo del terror de James Wan. En Maligno, el director se vale de todos los lugares comunes del género: un hospital antiguo en lo alto de un acantilado, una casa rodeada por neblina, luces que se prenden y se apagan, personajes que caminan hacia la oscuridad; los horrores del cuerpo, el asesino serial con una fuerza sobrenatural, la amenaza latente del espacio entre la cama y el piso. Pero Maligno no es una parodia, aunque coquetee con ella. La combinación de estos elementos es el juego de un cineasta que ama al terror y tiene el suficiente talento como para construir con ellos una narración llena de suspenso y con escenas de verdadero horror. El guiño hacia ese espectador que comparte su pasión por el género, no tiene un espíritu cínico sino de exploración: cómo hacer una película de terror para los espectadores que ya las vieron todas (y siempre quieren más). El rechazo hacia el realismo es total, invitando desde la estética a dejar atrás el mundo real y entrar en el del terror cinematográfico. La secuencia inicial lo indica desde su look de película directo a VHS, los diálogos cursis y las actuaciones desmesuradas. Las escenas policíacas remiten a esas series que se parecen entre sí; el melodrama familiar se cuela, mientras que el humor apuntala el crescendo de extravagancia. Y, sin embargo, esta historia de una mujer acosada por visiones de asesinatos (Annabelle Wallis, de Peaky Blinders) tiene una violencia brutal y la tensión de las escenas más terroríficas no da respiro. La confianza de un director como Wan, con una sólida trayectoria en el género, se expresa en ese caminar al borde de lo bizarro o del gesto canchero, sin caer. Maligno demuestra compartir los códigos del espectador de terror avezado, pero también se entrega al objetivo más básico del género: divertir asustando y asustar divirtiendo.
El terror, en términos de género narrativo, sirve como una estructura sobre la cual construir historias fantásticas en torno a temas reales, siendo el duelo y la violencia algunos de los más recurrentes. Asustar no es el objetivo, sino el medio para generar un efecto catártico y, en el mejor de los casos, iluminar algunos aspectos de la experiencia humana. Jordan Peele lo hizo en ¡Huye! y Nosotros, películas de terror que hablan sobre la historia de violencia contra los afroamericanos. Esa misma intención está presente en Candyman, cuyo guion fue escrito por Peele, Win Rosenfeld y la directora Nia DaCosta. Pero en esta secuela del film de 1992, el mensaje está escrito en letra mayúscula, presente en cada diálogo y cada plano. La insistencia en dejar claro cuál es el verdadero terror que enfrentan los afroamericanos (una pista: no es un asesino que sale del espejo cuando se repite su nombre cinco veces) sugiere desconfianza en la capacidad del espectador para interpretar distintos niveles de sentido. En una escena, un personaje critica la obra del protagonista porque es muy literal la relación entre la violencia simbólica y la real; el comentario podría aplicarse a Candyman, implicando la intencionalidad del subrayado. Tal vez, los guionistas y la directora crean que en el contexto actual la sutileza es una pérdida de tiempo. Sin embargo, la obviedad le quita filo a un film repleto de ideas visuales, en el que DaCosta demuestra talento para generar imágenes poderosas. Algunas de ellas son combinaciones seductoras de belleza y tragedia, como las secuencias que utilizan figuras negras recortadas, proyectadas sobre una pared blanca, que evocan la obra de la artista Kara Walker, dedicada a explorar los mismos temas que el film.
“Cherchez la femme” se convirtió en la expresión en clave para intentar desentrañar un enigma. Hallar a la mujer para revelar el misterio. Si bien su origen se rastrea hasta la literatura de Alejandro Dumas, fue la serie negra y su versión cinematográfica las que la pusieron de moda. Y Lisa Joy se apropia de esa contraseña en el diseño de su neonoir futurista, teñido del aroma embriagante de los amores perdidos. Nick Bannister (Hugh Jackman) no es un detective pero podría serlo, con esa aura melancólica que lo acompaña en el tiempo después del apocalipsis. Nos cuenta su historia en primera persona, mascullando el desencanto de una Miami inundada, corroída por la codicia de los terratenientes que se alojaron en las zonas altas dejando a los pobres y desahuciados en las aguas turbias. Apenas sobrevive con su sabiduría de la guerra, con una compañera incondicional de batallas pasadas (Thandiwe Newton) y con un dispositivo que le permite rastrear los recuerdos felices en las memorias de los sobrevivientes. Sobrevive hasta que Mae (Rebecca Ferguson) aparece en su vida, como Mary Astor había aparecido en la de Bogart en El halcón maltés, con un encargo bajo la manga y un sensual vestido al tono. Reminiscencia podría haber sido un melodrama rabioso, amalgamando los tópicos de la ciencia ficción (que recuerdan tanto a Fringe de J. J. Abrams como a la Westworld de la propia Joy) con la negrura moral del noir, pero se queda a mitad de camino, sostenida en la solvencia de sus actores, en el goce del laberinto de la trama. Si bien resuena a un estilo de cine perdido, ese intento de capturar un romanticismo larvado se enreda en la espectacularidad de sus escenas de revelación, menos importantes a fin de cuentas que ese inevitable deseo de que todo permanezca oculto.
¿Somos libres para elegir sobre nuestra propia vida o alguien decide nuestro destino? La pregunta ocupa la mente de filósofos, ya sean profesionales o de café, desde hace siglos. La ficción también ensayó algunas respuestas; en el cine, películas como Matrix y The Truman Show propusieron, de maneras muy distintas, reflexiones sobre el tema. Free Guy: Tomando el control vuelve a poner a la cuestión del libre albedrío en el centro de la escena. Pero como este es el Hollywood del siglo XXI, sujeto a la hegemonía del entretenimiento familiar, la reflexión filosófica está simplificada y contenida dentro de la estética y las reglas de los videojuegos. Esa decisión estética, derivada de la trama, hace que Free Guy: Tomando el control tenga una imagen poco agraciada, la de un mundo de CGI poblado por clichés visuales. Claro que esto es parte del chiste del film, pero esa intención no hace la diferencia ante los ojos de aquellos espectadores a los que les cuesta encontrar belleza en esa estética (aunque hay un par de escenas en las que se puede vislumbrar). Esto no impide que la película de Shawn Levy entretenga, aunque su humor no logre dar en la tecla en numerosas oportunidades. Free Guy: Tomando el control se sostiene en el carisma de Ryan Reynolds, quien interpreta al personaje secundario de un videojuego que decide salirse del libreto. El actor recuerda bastante al Jim Carrey de The Truman Show, film al que se hace referencia de manera tácita en más de una oportunidad. Jodie Comer es el otro puntal de la película, haciendo de nexo del espectador con el universo del film y los temas planteados. Aún cuando éstas preguntas existenciales sean simplificadas en eslóganes de autoayuda, la conexión humana sugiere al público un infinito de reflexiones posibles.
Pinocho, de Mateo Garrone, es el alimento perfecto para las pesadillas infantiles. Lejos de la versión Disney, con su Pepe Grillo diseñado para convertirse en muñeco de peluche, en esta adaptación fiel del clásico de Carlo Collodi, el mundo de fantasía tiene tanta oscuridad como una realidad signada por la pobreza. Gepetto, un artesano de la madera, lucha para sobrevivir sin dinero y está solo. El personaje que interpreta Roberto Benigni se propone crear a un muñeco perfecto, luego de ver a las marionetas de un espectáculo que llega al pueblo. Una vez terminada la marioneta, Gepetto se da cuenta de que tiene vida, le enseña a hablar y lo bautiza Pinocho. La alegría del hombre al tener finalmente un hijo se derrumba cuando este desaparece, luego de escaparse de la escuela para ver el espectáculo de marionetas. A partir de allí, Pinocho vivirá una serie de aventuras llena de peligros. Garrone construye un mundo de fantasía cohesivo y original, con tonos y encuadres que recuerdan a viejas ilustraciones de cuentos de hadas. Su versión de Pinocho está habitada por criaturas que pueden resultar terroríficas para los más chicos. Lo mismo sucede con las situaciones a las que se enfrenta el protagonista, que incluyen pasar hambre, ser víctima de robo y un intento de asesinato. En ese sentido y teniendo en cuenta que la narración se estira demasiado, la película no parece ideal para el público familiar sino para aquellos adultos interesados en este tipo de historias y estéticas.
Godzilla vs. Kong es uno de los títulos más directos posibles. Sin ninguna intención de ser misteriosa o evocativa, la película se centra en la batalla entre los dos titanes. Y es eso lo que sucede en el film, aunque la verdadera gran guerra detrás de la pelea titular sea la de la naturaleza contra los desbordes de la ambición humana. La película de Adam Wingard cumple con lo que promete en términos de espectáculo de destrucción. Una edición muy rápida y movimientos de cámara ágiles en casi cada plano son las herramientas que utiliza el director para aumentar la adrenalina de las escenas de acción. Es probable que esta sea una decisión que tiene que ver con crear esa sensación con menor trabajo sobre los efectos visuales, pero no resulta tan satisfactorio como cuando en la secuencia de la batalla final se toma un poco más de tiempo, aún dentro del ritmo obligado para este tipo de películas en la actualidad, dejando que el espectador pueda observar la acción completa y los detalles de la pelea entre los titanes y la destrucción que dejan a su paso. La estética de un fondo oscuro de los edificios de la ciudad, cubierto de luces de neón brillante, hace que esta parte del film tenga una estética impactante, más allá de los logrados efectos visuales. Además de la grandilocuencia visual, Godzilla vs. Kong entretiene con las historias de los personajes humanos, por más que estos no tengan una construcción muy sofisticada. El villano es malo malo, la chica adolescente tiene un coraje lindante con la inconsciencia y la niña muda que tiene una conexión especial con Kong es más sabia que todos los adultos que la rodean. Pero encarnando a estos bocetos de personas hay actores con talento y carisma. Una mirada preocupada de Rebecca Hall transmite más que la música emotiva que subraya cada situación; Brian Tyree Henry hace reír con una caricatura de un podcastero conspiranoico, al que logra infundirle humanidad, y poquísimos minutos de Kyle Chandler siempre son mejores que nada. Es parte de ese elenco el que permite obviar algunos diálogos que caen en el ridículo y perdonar los momentos incompresibles y de “no-te-lo- puedo-creer” que abundan en una trama construida con el único objetivo de enfrentar a las dos estrellas del cine de monstruos en una batalla épica. Viéndola en la pantalla más grande posible, con el mejor sistema de sonido al alcance, Godzilla vs. Kong entretiene con la famosa batalla que promete y poco más.
La Mujer Maravilla fue creada por el psicólogo y escritor William Moulton Marston en 1941, inspirado por Olive Byrne, la mujer con la que vivía en una relación poliamorosa junto a su pareja Elizabeth Holloway. La historieta era una expresión de la sincera militancia de Marston por el dominio de la mujer, aunque no tanto en la sociedad como en el sexo: el psicólogo era un confeso practicante del bondage. De ahí que el arma de la Mujer Maravilla sea un lazo dorado con el que expertamente ata y reduce a los malhechores. Su primera contrincante fue Eviless, una dominatrix de Saturno que blande un látigo y se dedica a esclavizar hombres. Con la prematura muerte de Marston también desaparecieron las fantasías de sumisión y la fetichización de lazos y cuerdas. En este film, a tono con el neopuritanismo, asistimos a la total desexualización del personaje: se explicita aquí que Diana (Gal Gadot) ha pasado 66 años en soledad tras haber perdido al hombre de su vida en la primera película, que transcurría en 1918. Tras una secuencia inicial que parece tomada de la vieja competencia televisiva American Gladiators y sin vínculo detectable con el resto del film, ingresamos en los años 80, una era de desigualdad social y capitalismo desbocado que acaso pretenda ser el obligado comentario sobre la presidencia de Trump. De hecho, el villano es un especulador financiero fallido llamado Max Lord (Pedro Pascal, en una sobreactuación incómoda de mirar) sobre el que recae un superpoder que parece salido de una comedia de Jim Carrey: cualquier deseo que otra persona le manifieste se hace realidad. Esta habilidad mística no es más que un atajo no muy esmerado para que suceda cualquier cosa que haga falta, como el regreso de Steve Trevor (Chris Pine) o la creación de la supervillana Cheetah (Kristen Wiig). La narración es sorprendentemente confusa: es apenas un amontonamiento de sucesos vagamente conectados que dan pie a peleas o persecuciones. Sin una razón evidente, Lord no puede parar de conceder deseos a cualquiera al punto de que desata el caos global y, cuando todo parece insalvable, el modo en que se soluciona es aún más burdo. Esta película es la peor aparición de Gadot en una pantalla desde que se grabó con un grupo de celebrities desafinando “Imagine”.
Una chica invisible, de Francisco Bendomir, es una comedia negra en la que impera la sensación de no saber para dónde va a ir la historia. Esa tensión entre incertidumbre y sorpresa es el pilar que sostiene el interés en la película pero también conlleva ciertos riesgos de pérdida de foco. Al principio, el film gira en torno a la forma en la que la tecnología interviene negativamente en la vida de los personajes, sin concentrar la culpa en las herramientas sino en el uso que se les dan. Daniel (Javier de Pietro) pone cámaras en la casa de Andrea (Andrea Carballo) y hackea su computadora, contratado por la expareja de ella, Mauro (Pablo Greco), un hombre celoso y lleno de vanidad lista para Instagram. Al mismo tiempo, un video viral arruina la vida de Andrea, que es actriz, y otro complica la vida de la hija del hacker, Juana, una curiosa combinación entre Merlina Addams y un personaje de Wes Anderson (interpretada con soltura por Lola Ahumada). La narración despega luego en varias direcciones, algunas más interesantes que otras. El humor no siempre da en la tecla en ese juego de equilibrio tan difícil que es el tono de una comedia negra. Pero el interés no decae por la forma en la que la trama se va tejiendo, el encanto oscuro del personaje de Juana y por decisiones originales como la inclusión de un animé en medio del film, que introduce otra línea narrativa más extraña y atractiva que los enredos iniciales.