La familia Monster: entretenida, pero no muy original Lejos de la sofisticación de otras propuestas de animación familiares, la película se centra en Emma, desesperada por compartir más tiempo con su marido e hijos. Drácula se obsesiona con ella y manda a un bruja a convertirla en vampira, para que sea su esposa, pero el hechizo sale mal y toda la familia queda convertida en el monstruo del cual estaban disfrazados para Halloween. Para poder sobrevivir y volver a ser humanos tendrán que unirse y encontrar la forma de ser felices. El film, que toma elementos de otras películas, tiene algo de humor escatológico un poco forzado y un llamativo tinte oscuro, que sólo los adultos notarán, en lo acosador del personaje de Drácula.
Personas que no son yo: el amor en los tiempos de los millennials La jovencísima Hadas Ben Aroya logra con este film un contacto íntimo con el espectador y se luce con su interpretación de una chica que tras pelearse con su novio busca el amor, el sexo, la distracción o todo eso junto, sin lograr una verdadera conexión emocional con otros. El potencial de la realizadora israelí es claro y entusiasma, pero su película resulta poco más que un ejercicio narcisista, centrado en la puesta en escena de las neurosis generacionales y también en la insistencia en la exposición de su propio cuerpo. La presencia del humor en ciertas situaciones es muy bienvenida y relaja un poco la sensación deprimente que genera un retrato convincente de las relaciones entre millennials.
El informante: el hombre que derrotó a Nixon La historia del funcionario del FBI que fue el informante de los periodistas que descubrieron uno de los mayores escándalos de la historia de los Estados Unidos, Watergargate, que derrumbó al gobierno de Richard Nixon, promete ser fascinante. Sin embargo, el guionista y director Peter Landesman no logra que Mark Felt -tal es el nombre del informante del título- sea atractiva. Un film que cuenta los entretelones de Watergate desde la visión del hombre conocido como Garganta Profunda -cuya identidad se reveló en 2005- tiene el inevitable destino de funcionar como complemento de Todos los hombres del presidente, de Alan Pakula, protagonizada por Dustin Hoffman y Robert Redford. A pesar de que las dos películas trabajan con un material complejo para adaptar al cine, por basarse más que nada en el intercambio de información, hay un abismo de distancia en los resultados que consiguieron ambas. El excelente film de 1976 construye suspenso en la investigación periodística casi como si fuera un policial; mientras que El informante se centra en el dilema moral de Felt y los conflictos internos del FBI, expresados en diálogos que pueden resultar aburridos para quienes no estén especialmente interesados en el tema. La comparación tal vez no sea del todo justa y es necesario subrayar que la película tiene sus valores: su intento de profundizar en la psicología de Felt y, sobre todo, la enorme presencia de Liam Neeson y el impecable trabajo de su coprotagonista, Diane Lane.
Corralón: efectiva trama de venganza Corralón apuesta a contar una historia del conurbano con una estética alejada del realismo y del costumbrismo. Esta búsqueda se nota en la experimentación con la imagen y la música y en una historia con un protagonista que no es tan común como parece a primera vista, que resulta intrigante aunque no del todo satisfactoria. La fotografía blanco y negro, el tipo de planos y la música -compuesta por Axel Krygier- son pistas de que la película irá por un camino poco convencional, pero las primeras escenas son las de una historia que se parece a muchas otras. Dos trabajadores de un corralón, interpretados por Luciano Cáceres y Pablo Pinto, hacen repartos por paisajes habituales del conurbano, hablan de sus frustraciones sexuales, se comen un choripán, se emborrachan en un bar en el que comparten chistes con otros parroquianos y terminan en un conflicto no demasiado grave con un cliente adinerado (Joaquín Berthold) y su esposa (Brenda Gandini). Todo cambia cuando el deseo de venganza del personaje de Cáceres se desarrolla de una forma peculiar, sádica y retorcida. Cáceres interpreta a este hombre de apariencia tranquila y espíritu violento con solidez, y colabora en mantener la atención del público. Lo que conspira en contra de ésta es cierto regodeo en lo estético en detrimento del ritmo de la historia y el desarrollo de su intriga, además de algunos fallidos intentos de humor.
Romance en las alturas "El corazón es sólo un músculo", dice Ben (Idris Elba) al explicarle a Alex (Kate Winslet) por qué decidió ser neurocirujano y dedicarse al cerebro, el órgano del cuerpo humano que él considera más importante. Todo lo que le sucederá después de esta declaración vendrá a demostrar que esa observación puede ser una verdad médica, pero no una metáfora. Tal vez también sea una clave para ver Más allá de la montaña. Acá es el cerebro del espectador, en todo caso, el que debe buscar cierta lógica en el relato, aunque ese ejercicio intelectual no terminará de ahorrarle los clichés y las escenas un poco melosas del film dirigido por Hany Abu-Assad, que no terminará de satisfacer su deseo. Es probable, en cambio, que el corazón aumente sus latidos mientras crece el romance entre dos personas desconocidas y tan distintas, que se ven obligadas a luchar juntas para sobrevivir tras sufrir un accidente en un avión y quedar varadas en medio de montañas muy alejadas de la civilización. Si esto sucede es casi exclusivamente gracias a los dos protagonistas, carismáticos y talentosos. La actriz británica tiene la capacidad de transmitir los sentimientos de su personaje con un despliegue mesurado de recursos. Elba no se queda atrás, y no sólo funciona como un galán perfecto, sino que hace creíble el camino que debe recorrer su personaje hasta que descubre las razones por las que el corazón es mucho más que un músculo.
Una remake con tendencia al ridículo Esta es una remake de la película de 1990, protagonizada por Kiefer Sutherland y Julia Roberts. En esta versión, Ellen Page interpreta a una joven médica, traumatizada por perder a su hermana en un accidente de tránsito, que convence a sus amigos residentes de experimentar para descubrir qué hay después de la muerte. Se supone que estamos ante una película de terror, pero el film no provoca más que algún mínimo sobresalto. La forma superficial en que se toma al experimento y la mezcla de un tema "serio" con un tratamiento casi adolescente no combina bien, pero entretiene por un rato. Cuando la trama se torna más dramática el film se vuelca al ridículo.
Comedia agridulce y perspicaz En Un bello sol interior, la directora francesa Claire Denis (Bella tarea) rompe con los modos estandarizados del cine popular de presentar la búsqueda del amor. Lo hace con una comedia repleta de amargura en la que Isabelle, una artista de cincuenta y pico -interpretada a la perfección en toda su complejidad por Juliette Binoche- pasa de relación en relación, sin conseguir lo que quiere. Los hombres, en su mayoría casados, son muy distintos entre sí y la atracción que Isabelle siente por ellos en un primer momento se convierte fácilmente en rechazo o decepción. La estructura del film es casi episódica, siguiendo cada una de las relaciones. El personaje de Isabelle por momentos resulta caprichoso e incomprensible pero -probablemente porque está escrito por dos mujeres que pueden identificarse con ella- también tremendamente humano y digno de empatía. La mirada femenina y marca de autora de Denis se nota en especial en la forma de retratar los cuerpos y las escenas de sexo, que trasmiten una gran intimidad y están despojadas de glamour. Dejar una de estas escenas fuera de campo es una interesante elección narrativa. Otro detalle fascinante en Un bello sol interior es el uso del vestuario como elemento esencial para comunicar cómo es Isabelle y qué le sucede. Remera blanca, campera de cuero y unas botas altas, que en algún momento se sacará con un suspiro de frustración, presentan a una mujer sexual y con un espíritu que se niega a abandonar la juventud.
Una obra de arte que recompensa con creces al espectador Zama es una obra de arte que requiere de un espectador atento, paciente y abierto. La nueva y esperada película de Lucrecia Martel, adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, se admira desde el primer plano pero se empieza a apreciar mejor después, cuando la fascinación por la belleza de las imágenes y la intensidad de los sonidos dejan lugar en el espectador a una conexión con la frustración que experimenta su protagonista, Don Diego de Zama. El funcionario de la corona española varado en Asunción del Paraguay no puede ganar en nada. Zama está esperando que lo trasladen a la ciudad de Lerma pero es víctima de la burocracia, de la mala suerte, de su falta de viveza para manejarse en algunas situaciones, o, más bien, una combinación de varios de estos factores. Todos los deseos de Zama, los sexuales y los de fuga, no pueden cumplirse. Siempre en la orilla, soñando con salir de ese lugar, este hombre está también siempre al borde de la acción y las pocas veces en las que se decide a lanzarse a ella no obtiene muy buenos resultados. La frustración de Zama está contenida en la cara Daniel Giménez Cacho, quien interpreta al protagonista con gestos discretos pero muy expresivos, tomados en primeros planos. Esta cercanía con el personaje va construyendo la relación del espectador con él, en una película en la que la trama no es lo importante. La composición del encuadre y los colores son pura belleza. La colaboración entre Martel y Rui Poças, director de fotografía responsable de otras películas de gran esplendor visual como Tabú y O Ornitologo, resulta ser una sociedad perfecta. Cada plano de Zama es un cuadro para admirar. El diseño de sonido, a cargo de Guido Beremblum, también es sobresaliente. Ruidos de animales y otros sonidos de la naturaleza están llevados a un primer plano y combinados con otros efectos, que incluso llegan a tapar diálogos, subrayando que estamos inmersos en la subjetividad del propio Zama. La música anacrónica tiene un espíritu lúdico que recorre el film. Zama no es una película de época tradicional, tiene su propio ritmo, no se interesa demasiado por las idas y vueltas de la trama y está concentrada en su propia construcción estética, pero no es pretenciosa. Esto se debe en gran parte al sentido del humor que la atraviesa. Sobre todo, a Martel no se le escapa el absurdo de las crecientes frustraciones que vive Zama y lo hace notar de manera sutil, pero persistente.
Los vericuetos del poder, narrados con maestría entre el inconsciente y la filosofía Como sucedía en El estudiante y en otro sentido en La patota, films anteriores de Santiago Mitre, La cordillera es una película política, alejada del panfleto. El director parece estar enfocado en observar y estudiar la filosofía y la ética del poder más que en hacer una declaración definitiva. Y lo hace retratando a personajes que son jugadores en el campo práctico de la política, ahí donde las teorías e ideologías se enfrentan con la realidad de las necesidades y tentaciones del poder. El protagonista de La cordillera es Hernán Blanco (Ricardo Darín), flamante presidente de la Argentina, invitado a una cumbre de jefes de Estado latinoamericanos, en la que tendrá la oportunidad de demostrar su fortaleza y astucia para negociar con sus pares la creación de una organización regional de naciones productoras de petróleo. Mientras discute sus opciones con su mano derecha, Luisa (Érica Rivas), y su influyente jefe de Gabinete, Castex (Gerardo Romano), Blanco tiene que hacerse cargo de un problema familiar que involucra a su hija Marina (Dolores Fonzi). A partir de la aparición de su hija en el hotel donde se lleva a cabo la cumbre -y de la sesión de hipnotismo a la que ésta se somete-, la película va cambiando de tono. Es el punto de inflexión en el que el espectador que busque un alegato político podría sentirse frustrado en sus expectativas, pero aquél que disfrute del suspenso y aprecie las posibilidades del cine de representar el inconsciente terminará por sumergirse en el film. Hay mucho de Hitchcock en La cordillera, pero también algo de los thrillers político-paranoicos de los años 70 (Todos los hombres del presidente, Los tres días del cóndor). Este clima inquietante que va tiñendo el film está manejado con maestría en todos los aspectos, en especial en la dirección de actores, que logra extraer lo mejor de un elenco que derrocha talento y en el que cada actor resulta el ideal para interpretar el guión de Mitre y Mariano Llinás (incluyendo a Christian Slater, cuya intervención es breve pero esencial). Pero en La cordillera no se ven los hechos desde el lado del héroe que investiga lo que hay detrás de las maquinaciones políticas, sino desde la cercanía al propio hombre poderoso que está metido en ellas y a la única mujer que le hace frente. El film no pretende bajar línea sobre cómo debe juzgarse a Blanco. Al final, lo que el espectador piense sobre este presidente ficticio dirá mucho más sobre sí mismo que sobre el personaje.
Un amor sin demasiado detalle El fútbol o yo comienza mostrando de manera muy explícita que Pedro (Adrián Suar) es un adicto al fútbol, lo cual está arruinando su vida familiar. Su mujer, Verónica (Julieta Díaz), ya no soporta ocupar un segundo plano en su vida. Cuando lo echan del trabajo por mirar fútbol en horario laboral y miente al respecto, ya no hay vuelta atrás. Si Pedro quiere volver con ella, debe rehabilitarse. Parte del problema de la película es que queda muy claro porqué esta pareja debería separarse, pero no por qué deberían estar juntos. La historia en común y las hijas adolescentes -a las que no vemos reaccionar frente a la crisis familiar- no parecen suficientes para condenarse a la infelicidad conyugal. El camino que Pedro tiene que recorrer para abandonar su adicción y comprometerse con su matrimonio no está desarrollado en profundidad, sino apenas ilustrado a través de una serie de situaciones, en su mayoría humorísticas, que parecen forzadas para cumplir con el proceso del personaje. El que emprende ella para recuperar sus intereses, directamente no se muestra. El carisma y la gracia de Suar y Díaz no resultan suficientes para cubrir las carencias de sus personajes y la falta de eficacia de las situaciones de comedia. El elenco de buen nivel que los acompaña tampoco tiene muchas posibilidades de lucirse, con las excepciones de Spregelburd y Casero, un comediante cuya propia sensibilidad y talento lo hacen brillar en casi cualquier escena.