Propuesta para clavarle el visto La trama del film está centrada en las aventuras de un emoji de meh ("cara de nada") que se da cuenta de que es capaz de expresar todo tipo de sentimientos y, con dos aliados, recorre las aplicaciones del celular de un adolescente tratando de revertir esta situación. Detrás de la sofisticación de la tecnología actual hay un film muy básico en cuanto a las características de los personajes, una estética copiada de las pantallas de celulares que no se traslada bien al cine y un humor poco ingenioso, basado en chistes sobre aplicaciones. Un detalle que desconcierta: en la versión doblada, los emojis hablan en castellano neutro excepto uno que tiene acento "argentino": Popó.
Suspenso que se cuece a fuego lento Tras un auspicioso debut con Ciencias naturales, Matías Lucchesi regresa con una película de encierro, que se destaca por las actuaciones sólidas y un relato que combina drama con suspenso de cocción a fuego lento. El espectador se va enterando de a poco y mediante algunas pistas de quiénes son y qué les sucede a los personajes de Julio Chávez y Pilar Gamboa, un hombre enfermo que se refugia en su velero y una chica que aparece escondida en su barco y con su ropa manchada de sangre. El director y guionista apuesta fuerte en esta narración, ofreciéndole al público la información sobre los personajes y sus circunstancias con cuenta gotas y apenas agregando algunas explicaciones necesarias a través de los diálogos. La construcción de una tensión que va escalando de forma lenta algo que por momentos se siente demasiado funciona por una justa combinación de elementos. El encierro de los personajes, literal en el barco y metafórico en la limitación de su libertad por diferentes motivos, es crucial para conseguir crear un suspenso que pesa. La puesta en escena es sencilla y está ajustada a este propósito. Todo esto se completa con el talento y el trabajo de Chávez y Gamboa, que están muy bien acompañados por la meritoria actuación de César Troncoso. Ellos encarnan la sutileza y ambigüedad que propone la narración y le agregan sensibilidad. Sus interpretaciones son el gran acierto de la película.
Relatos de una lengua condenada El documental de Marina Zeising se centra en Blas Jaime, el último hablante de la lengua chaná, etnia de Sudamérica que se consideraba extinguida desde hace más de 200 años. La figura de este hombre sencillo, ex predicador mormón, y sus explicaciones sobre la cultura de la que es único heredero resultan fascinantes. Pero el documental pierde el foco siguiendo a otros personajes que están a su alrededor y subrayando mediante una voz en off reflexiones sobre la matanza de los pueblos originarios y la ofensiva realizada para borrar sus culturas. Ninguno de estos textos consiguen el impacto del propio Blas contando que les cortaron la punta de la lengua a las niñas chaná para que no pudieran hablar su idioma y transmitirlo a las siguientes generaciones. En esa breve escena el mensaje es mucho más fuerte y claro.
Causa más gracia que pánico A través de historias fantásticas en las que una persona se encuentra con la posibilidad de pedir cualquier deseo, la ficción se ha encargado de enseñarnos que hay que tener cuidado con lo que se anhela. Las desgracias que trae aparejadas el cumplimiento del pedido son una forma simbólica de advertir que, tal vez, no siempre sabemos qué es lo que más nos conviene. Esta es la idea detrás de 7 deseos, que se centra en una adolescente cuya madre se suicidó y cuyo padre se dedica a buscar objetos en la basura, lo cual la avergüenza. En uno de esos recorridos, el hombre encuentra una caja de música china y se la regala a su hija, quien descubre que puede pedir siete deseos. El problema es que no leyó la letra chica, por así decirlo, y cada vez que se cumple uno de sus deseos alguien cercano a ella muere. El tono de la película resulta irreconciliable. Por un lado es una típica historia de una adolescente que se siente incomprendida y sueña con otra vida, con escenas de humillación en el colegio y montaje de salida de compras incluida. Pero también pretende asustar con los poderes de la caja y generar impacto con las horribles muertes. El clima de cada faceta se ve cortado todo el tiempo por la irrupción de la otra y la combinación no está bien equilibrada. La historia adolescente termina ganando esta pelea por la atención del espectador, y los intentos de provocar terror terminan resultando un tanto risibles.
Efectiva propuesta de género Aunque su estética y narrativa no son muy originales, La novia logra entretener y, por momentos, asustar (lo cual parece básico para una película de terror, pero en muchos casos no sucede). Basándose en una tradición rusa de fotografiar a los muertos con ojos pintados sobre sus párpados para conservar su alma en el negativo, la trama se centra en Nastya, una joven universitaria que viaja con su flamante esposo a conocer a la familia de éste. Al llegar a la casa en el campo se encuentra con un clima enrarecido y sus nuevos familiares políticos se comportan de forma extraña. Pronto se develará que esconden un secreto que pone a Nastya en peligro. Además de inspirarse en esta peculiar y antigua práctica rusa, el guionista y director Svyatoslav Podgayevskiy, trabajó con tópicos clásicos del terror: una casa dónde pasan cosas extrañas, la oscuridad como espacio en el que habita el horror, muertos que vuelven a la vida convertidos en seres violentos y vengativos, ritos espantosos que se repiten de generación en generación. Todo esto ya se haya visto en muchas otras películas del género y el film tampoco tiene una puesta en escena que resulte novedosa, pero mantiene el interés de la forma más sencilla posible: contando de manera efectiva una buena historia que despierta la curiosidad del espectador por saber qué va a pasar después, aunque lo que finalmente sucede no sorprenda demasiado.
Una fórmula de baja efectividad La dupla conformada por José María Listorti y Pedro Alfonso vuelve al cine después de haber tenido un éxito considerable con las dos entregas de Socios por accidente. Está vez lo hacen en una comedia dirigida al público familiar que se centra en la rivalidad entre dos cantantes, Ricardo y Miguel, que formaban un dúo hasta que un productor, Sammy (Osvaldo Santoro), decide que sólo está destinado al éxito. A partir de ese momento, Ricardo pasa a ser Richie Prince, una estrella pop, mientras que Miguel se dedica a enseñar música y a formar una familia. Años después, un accidente de tránsito los junta y una serie de hechos hace que sus vidas cambien de forma radical. Cantantes en guerra está construida en base a situaciones ya vistas en numerosas películas. Los personajes no están lo suficientemente desarrollados como para comprometerse con ellos, y esto no parece ser tanto un problema del guión como el resultado de las limitaciones de los protagonistas para interpretar matices, emociones e intenciones ocultas. El guión acierta en algunas situaciones y detalles que funcionarían mejor si hubiesen tenido mayor tiempo y tratamiento para explotar sus posibilidades narrativas y humorísticas. Se trata, en definitiva, de una película "de fórmula", basada en el supuesto de que basta con la química que se establece entre los protagonistas para atraer al público. Tal vez así sea para los seguidores de la dupla nacida en la televisión. Para otros no será suficiente.
El peso de la empresa familiar Una placa al comienzo de Casa Coraggio explica que su director, Baltazar Tokman, quiso contar la historia de Sofía y su padre haciendo que ellos mismos actúen en una ficción inspirada en sus propias vidas. La mínima trama se centra en un problema de salud que aqueja al padre y en la decisión que debe tomar la joven sobre volver al pueblo para hacerse cargo del futuro de la funeraria que da título a la película. El aspecto documental es su gran acierto. La gran estilización de la puesta en escena es valiosa, pero lo que cautiva es el preciso retrato de la vida en un pueblo, de la cotidianidad del trabajo en la funeraria y del impacto que el legado familiar tiene sobre las elecciones de vida de los más jóvenes
Baywatch: ni siquiera a la altura de la serie Las remakes o adaptaciones presentan una paradoja problemática: si el material original es muy bueno, no tiene mucho sentido rehacerlo, pero si no lo es, existe la complicación de empezar desde una base floja. El caso de Baywatch es este último. Adaptar al cine una muy exitosa serie de los 90 que tenía una buena dosis de situaciones ridículas y cuya fama se debía a la explotación visual de los cuerpos esculturales de su elenco no suena como la mejor idea, excepto en términos de marketing y reconocimiento de la "marca". Gracias a ese potencial de venta es que acá estamos, en el año 2017, con una versión de Baywatch para la pantalla grande, en clave de comedia, que se ríe de varios aspectos de la serie original. Con los hipermusculosos y carismáticos Dwayne "The Rock" Johnson, en el papel que hizo David Hasselhoff en la serie, y Zac Efron como protagonistas, la adaptación al cine de Baywatch entretiene sólo por momentos y resulta un compendio de chistes fáciles con algunas muy buenas escenas de acción. Los problemas de la película no tienen que ver con el mal gusto o la falta de sofisticación del humor, sino con su efectividad. La buena química de Johnson y Efron podría haberse aprovechado dándoles mejores chistes y situaciones humorísticas aún más absurdas. Si por su origen era difícil que esta película fuese una obra maestra, por lo menos podría haber sido más graciosa y superar a la serie original (lo cual no es mucho pedir).
Un regreso con pocos atractivos La estrella de cine más brillante del planeta, Tom Cruise; un gran actor, Russell Crowe, y excelentes guionistas, como David Koepp y Christopher McQuarrie, no pudieron sortear los obstáculos que presentaba resucitar un personaje como La momia y, al mismo tiempo, establecer una franquicia basada en los viejos monstruos de Universal, bautizado ahora Dark Universe. Las secuencias en las que se apuesta al terror producido por la maldición de la momia son muy buenas, pero en el cine narrativo las imágenes impactantes por sí solas no son suficientes. El gran embrollo que son la historia y el tono desparejo del film no pueden ser salvados ni por Cruise, ni por Crowe, ni por buenos efectos. La película es una serie de combinaciones que no encajan e intentos fallidos. Quiere parecerse a Indiana Jones, pero los toques de humor y el romance con la anodina coprotagonista femenina (Annabelle Wallis) no están a la altura; quiere recuperar el terror que los monstruos de Universal generaron en su época de esplendor, pero no se construye el clima necesario para asustar al público actual. Cruise siempre está impecable y ésta no es la excepción. Si la película es entretenida por momentos es por el poder carismático que el actor exuda en cada escena. El humor con el que se toma a su personaje es un guiño al espectador, casi una confesión: "esto es un desastre pero vamos a divertirnos". Imposible no agradecerlo.
El pálido regreso de Jack Sparrow y sus perseguidores En esta quinta entrega de la exitosa franquicia de Piratas del Caribe, que llega seis años después del estreno de la anterior, se mezclan las características de una secuela con las de un reboot (algo así como "reinicio"). Es decir, se retoman personajes fundamentales de las otras películas, como el icónico Jack Sparrow de Johnny Depp y el capitán Barbossa de Geoffrey Rush, pero se les da un primer plano narrativo a las aventuras de los protagonistas jóvenes: Henry, el hijo de Will Turner y Elizabeth Swann, un marinero decidido a salvar a su padre de la maldición de la que está preso, y Carina Smyth, una muchacha huérfana y con inclinaciones científicas a la que acusan de brujería. Además, se agrega un nuevo enemigo: el capitán Salazar, un fantasma con sed de venganza y un fuerte acento español. Todos terminarán encontrándose en el mar tras la pista del Tridente de Poseidón, objeto clave para tener el poder total de los océanos. El Tridente en cuestión es una mera excusa para que la acción se ponga en marcha. Uno de los principales problemas del film es la insistencia en escenas que sólo sirven para exponer información que el espectador tiene que tener. Tampoco ayuda que esos diálogos no estén muy bien escritos y que todos los intentos de humor sean torpes. Las secuencias de acción son tan impresionantes como se puede esperar de una superproducción, con varios detalles notables, como el diseño del barco fantasma de Salazar, que parece un monstruo. Pero hay algo que se pierde en las infinitas posibilidades que ofrecen las imágenes generadas por computadora. La necesidad de superarse y construir escenas más grandes y con acciones más imposibles se convierte en el objetivo a perseguir y se olvida que lo más importante de este tipo de cine es el entretenimiento. Para divertir no es necesario mostrar a una horda de fantasmas que caminan sobre las aguas persiguiendo a los héroes del film; lo esencial es que al espectador le importe el destino de esos personajes y quiera saber cómo sigue la historia. Las buenas películas de aventuras, como cualquiera de las Indiana Jones, por ejemplo, tienen grandes escenas en las que la puesta en escena está pensada para explotar los sentimientos del público hacia los personajes, ya sea creando suspenso, sorprendiéndolos o haciéndolos reír. Con un Jack Sparrow reducido a un compendio de monerías y dos personajes centrales poco desarrollados y encarnados por actores sin mucho carisma, Piratas del Caribe: la venganza de Salazar resulta aburrida y ni se acerca a una de esas aventuras épicas que mantienen al público pegado al asiento.