La directora Mira Nair (Salaam Bombay) metió su cámara en Katwe, la mayor villa miseria de Kampala, Uganda, para contar la historia real de Phiona Mutesi, una niña muy pobre que aprendió a jugar al ajedrez. Y lo hizo tan bien que se transformó en campeona y representante mundial de su país. Una historia de superación que, en manos de Disney, daba para imaginar edulcorada de más. Ciertamente, en La reina de Katwe está el tono inspiracional que contiene su pequeña épica. Pero Nair dota a su relato, de estructura convencional, de una garra, un colorido y una capacidad de observación de la vida cotidiana de sus personajes, que son los detalles los que transforman a la película en una obra vital y conmovedora. Hay varias elecciones estéticas, desde los títulos en tonos chillones al uso de la maravillosa música africana que la recorre, que transmiten fuerza, ganas, interés y cariño por lo que se está contando. Que es una historia dura, aunque el guión de William Wheeler, basado en un artículo de ESPN Magazine, suaviza, o deja afuera, algunos datos de la realidad. Phiona vendía maíz en la calle, con su madre y hermanos, y ahí conoció a un profesor, Robert Katende, un hombre bueno que daba avena con leche y enseñanza a chicos como ella. Él le enseño a jugar ajedrez. La película sigue a su pequeña protagonista, que no tiene ni acceso a un baño, en el descubrimiento de un juego para el que tenía un talento especial. Una operación que parece tan mágica como terrenal y posible: la historia de las oportunidades. Katende (el estupendo David Oyelowo) vence los los temores de su madre, una mujer afectuosa pero sobrepasada por la carencia que interpreta la bellísima Lupita N’Yongo, ganadora del Oscar. Y el rosa de una niña que viaja por primera vez en avión y conoce otros mundos, se alterna con el negro de la cama en la tierra que la espera al volver. La reina de Katwe consigue mostrar la pobreza sin maquillarla, narrar de manera clásica y sin golpes bajos, contar un relato de superación sin cursilerías. No es poco, nada poco.
El intenso Mel Gibson, como director, no se anda con chiquitas. La muy buena Corazón Valiente, la electrizante y crudísima Apocalypto, la sangrienta Pasión de Cristo. Hasta el último hombre es un film bélico con paradoja: está basada en la historia real de Desmond Doss, un objetor de conciencia. El hombre que participó en la guerra pero negándose a tomar un arma y fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Después de soportar bastante más que las burlas del ejército, y como médico, salvó a decenas de soldados en Okinawa. Gibson filma con una garra y una decisión tales que su relato atrapa desde las primeras secuencias, escenas familiares en las que la violencia ya aparece, el inicio de un amor romántico. Cuenta con un actor de una enorme sensibilidad e inteligencia como Andrew Garfield, que es, simplemente, perfecto. La carnicería que se avecina y llega, sin embargo, es apabullante, por muy virtuosos que sean sus planos. Es claro que el espectáculo de la sangre es el tema del Mel Gibson director, y que sabe mostrarlo con maestría. Pero la extraordinaria historia que cuenta queda limitada, en su fascinación gore, a públicos con estómagos fuertes.
Demasiado parecida a la saga La familia de mi novia. Y demasiado larga. Son las dolencias principales que aquejan a esta comedia de fórmula. Unir a Bryan Cranston con James Franco en un film con este título anticipa bastante: el mayor es un tipo conservador y amante de la normalidad; el menor, un tatuado que dice fuck todo el tiempo y no tiene ningún tipo de filtro. Pero es millonario, tiene buen corazón, y es el amor de la vida de su amada hija. Los opuestos condenados a llevarse bien, buenos intérpretes y un asunto divertido. Algo falló para que no divierta tanto.
Lanzada como uno de los tanques de las vacaciones navideñas, aunque el guión venía dando vueltas hace tiempo sin que los productores se decidieran, Pasajeros se inscribe en el género de ciencia ficción y soledad, en la línea de Moon, de Marte o hasta de 2001. Es evidente que encontrarse solo en el espacio exterior, flotando como en Gravedad o en una nave espacial vacía, es una situación bien atractiva para el cine. En Pasajeros hay una nave de durmientes, un grupo de gente que, por distintos motivos, pagó para colonizar otra galaxia y viaja, en cápsulas de hibernación, hacia otro tiempo y lugar. Pero por algún tipo de falla técnica, la cápsula de Jim Preston -Chris Pratt- se abre y el tipo se despierta. Décadas antes de lo previsto. Así que está completamente solo, deambulando por la nave en silencio, sin siquiera acceso a las zonas vip, porque al parecer pagó un boleto turista. Pratt “pilotea” solo una buena primera parte de la película, y tiene el talento y la sutileza suficientes como para transmitir la paulatina semi locura a la que la soledad extrema puede llevar a un ser humano. Se pelea con las máquinas hasta que encuentra una humanoide, el barman Arthur (Michael Sheen), que por algún motivo es lo único que parece funcionar como si nada, sirviendo martinis a pedido y dando amable conversación. La aparición, finalmente, de Aurora -Jennifer Lawrence-, cambiará el tono existencialista de la película por el de una historia de amor. Son dos personajes atrapados en los fríos y lujosos escenarios de la nave durmiente. Son un bache tecnológico, una anomalía, de la que nace una relación tierna y romántica, humanísima. Como bien apuntaba el crítico Leonardo D’Espósito, el personaje de Lawrence se llama Aurora como la bella durmiente de Disney, y no es la única referencia al cuento de hadas que podrán encontrar en Pasajeros los espectadores -ejem-, despiertos. También habrá otras derivaciones, hacia el cine de acción espacial, en el espacio exterior a lo Gravedad y frente a peligros importantes. Si todo esto suena un poco a disparate es porque lo es, una indefinición (de géneros, de estilo) que desconcierta. Pero con el aporte de sus buenos y casi únicos actores, Pasajeros ciertamente no aburre, lo cual es aún más sorprendente. Hay cuestiones filosóficas y morales que la película toca, abre, pero no termina de profundizar, amén de una resolución que parece decidida a las apuradas. Es probable que en manos de otro director el mismo material podría haber tenido un vigor y una fuerza que a Pasajeros lamentablemente le faltan. Aún así, no es la mala película que la crítica estadounidense dice. Y ver juntos a sus actores, acaso los más poderosos jóvenes talentos del cine americano de hoy, tiene gracia. Química, que le dicen.
El koala Buster Moon es un productor en quiebra. Para evitar que la crisis le cierre el teatro, decide convocar un concurso de talentos, una competencia de canto. Ese es el argumento de Sing ¡Ven y canta!, a partir del cual se desarrollan las historias de los distintos personajes con ganas de presentarse: un modelo prefeminista de cerdita, madre de muchos y ama de casa abnegada, una elefanta llamada Meena (que en la versión castellano tiene la voz de Eugenia China Suárez), tímida y con pánico escenico pero una voz increíble, el ratón Mike (con la voz de Sbaraglia), prepotente y orgulloso, un gorila sensible hijo de matones, una puercoespina punk talentosa pero opacada por el novio, entre otros. Con un esquema que aprovecha la popularidad de los realitys para la animación, la película se desarrolla en la alternancia de viñetas sobre las historias de sus personajes, todas con moraleja incluida, en un común de superación. Para algunos adultos, la suma de “mensajes” puede resultar un poco empalagosa. Y la estructura un poco esquemática y falta de vuelo. Pero con su batallón de hits de ayer y de hoy -de Taylor Swift a Sinatra-, la simpatía de los animales y la impecable animación del estudio (Illumination, el de los Minions), es una propuesta festiva y colorida que va a divertir a los chicos.
Una violoncelista con fibromialgia, esa enfermedad de la que se habla mucho menos acá que en un lugar como Cataluña, de donde viene esta película de realización modesta. Curiosidad: hablada en catalán con subtítulos. Y con una protagonista, Montse Germán, bien conocida por el gran público español. Es Julia, que intenta mantener el virtuosismo con su instrumento aún cuando le diagnostican esta dolorosa enfermedad también llamada fatiga crónica.
Apuesta española por el cine de género, El cadáver propone también una lectura sobre la cultura del famoseo. Una actriz célebre muere y su cuerpo espera trámite, cubierto por una sábana, en la morgue de un hospital. Un joven que trabaja ahí invita a dos amigotes a verla así, muerta y desnuda. No conviene contar mucho, excepto que lo que en principio parece curiosidad morbosa termina muy mal y con no pocas sorpresas. Cuesta creer, sin embargo, que estos tres chicos pasen a comportarse como lo hacen y luego, por qué toman las estúpidas decisiones que van tomando, excepto por seguir las condiciones de un guión arbitrario.
Cinco historias de terror, con alguna conexión entre sí, en este nuevo ejemplo de cine argentino de género. Como corresponde, algunas están más logradas que otras, pero el conjunto del film de los hermanos Sebastián y Federico Rotstein tiene no pocas secuencias muy logradas. Una pareja en un hotel alojamiento es observada por unos siniestros realizadores de snuff movies. Un grupo de chicos bastante crueles juega a ver una snuff -las películas en las que, supuestamente, muere gente de verdad-. En cambio, otras situaciones se alargan demasiado y, básicamente, no dan miedo. También hay algunos problemas en la resolución de las escenas violentas. Pero a las virtudes de Terror 5 hay que sumarle la elección de un elenco sólido, que cree en lo que hace y lo transmite así. Si la tendencia indica un cada vez más visible cine argentino de horror, que siga.
Como una sombra, un tipo encapuchado y temible se mete en casas ajenas, previsiblemente, de mujeres que están solas. Si es el mismo sujeto del prólogo, estamos ante un asesino sangriento, cruel y serial. En la intimidad hogareña de una bella música rubia -sometida a los rigores de un maestro interpretado por ¡Moby!-, acechará en cada rincón, armario, puerta o -sí- cortina de ducha. Con las previsibles tomas del cuerpo desnudo de la acechada. Con una puesta en escena torpe, un policial menor a cualquier episodio del thriller menos lucido del cable o el ondemand.
Una de pandemia zombie danesa. Centrada en una familia con hija menor mimada e hijo mayor adolescente rebelde, vecinos de una zona residencial donde todo parece transcurrir con amor y armonía hasta que la evidencia ensombrece: un virus mortal se propaga. El apocalipsis va rápido, pero hasta por lo menos la mitad de la película es casi invisible. Algo de lo que se habla en televisión, se difunde en comunicados inquietantes-¡no llamen al 911!- algo malo que se intuye por el patrullaje incesante de fuerzas de seguridad armadas, muy armadas. Los contagiados, muertos vivientes, asustan primero por los sonidos animales que emiten. Pero el director Bo Mikkelsen, aún mostrando poca sangre, no ahorra ideas truculentas que a más de uno dibujarán una sonrisa. Porque Ellos te están esperando -título casi opuesto al original, What we become: en lo que nos transformamos-, tiene a su favor la sobriedad de su puesta y el trabajo de sus buenos intérpretes (vistos en Borgen, la estupenda "House of Cards danesa", la serie favorita del presidente Macri). Pero el guión ofrece poco más que una puerta abierta a terrenos conocidos y transitados del género. Los golpes de efecto sonoros no logran que el asunto vuele por encima de lo rutinario y la pintura de personajes es superficial, al menos para que nos comprometamos a acompañarlos en su desventura.