La princesa polinesia de Disney tiene todo para entrar por la puerta grande de su firmamento de heroínas fuertes y resueltas. Los directores de La Sirenita y Aladdin cuentan con este film musical el cuento de la hija del jefe de las islas que sufre una pequeña crisis de identidad, pues no se ve como princesa. Con más corazón que cálculo comercial, aunque sin mucho humor y con algunos subrayados, la aventura de esta chica que debe salvar a su pueblo de la desaparición, se ve con placer. El contrapunto con el grandote semi dios Maui (voz de Dwayne Johnson en la versión original), permite exponer el acento feminista de la película, que también toca temas como la defensa de la cultura original y la reivindicación de la transmisión oral del arte e contar historias. Todo a través de una aventura que tarda un poco en arrancar pero ofrece una colorida y muy entretenida.
Las adaptaciones de videojuegos suelen ser decepcionantes. Con demasiado olor a explotación de un negocio millonario, quedan lejos del buen cine, para los cinéfilos, y tampoco suelen llenar las expectativas de fidelidad de los fans del game. Assassin's Creed traslada el hiperviolento juego de templarios contra asesinos a la historia de un centro de vanguardia científico que recupera a un descendiente de la estirpe para someterlo a una serie de viajes en el tiempo, a la Andalucía de 1492, con Torquemada enviando gente a la hoguera en el nombre de Dios. El despliegue visual, deudor de su origen, es tan apabullante, entre tomas aéreas, peleas voladoras y la parafernalia científico tecnológica, que cuesta sacarle a AC los ojos de encima. Es una pirotecnia, absurdamente vistosa, que te mantiene despierto aún cuando la sucesión de peleas y parlamentos grandilocuentes suma peso en la balanza del aburrimiento. Pero el público de Assasin's Creed va en busca de acción y de su falta no podrá quejarse; acá pasan cosas todo el tiempo. Por otro lado, el disparate mayúsculo y bastante bizarro, la sobreproducción de diseño, tiene un asidero legitimador: Michael Fassbender, que además tiene muy buena química con la científica que interpreta Marion Cotillard, la francesa que está en todas partes. Dadas las expectativas, es bastante.
El primer estreno tanque del cine argentino 2017, primera reunión de Ricardo Darín con Leonardo Sbaraglia en la pantalla, propone un esquema clásico de thriller, o mejor, tragedia familiar, que se dispara con la muerte del padre y una herencia. Es lo que lleva a Marcos (Sbaraglia) a tomarse un avión con su mujer española, Laura (Laia Costa, la actriz de Victoria), hacia la helada patagonia, donde descubre que las tierras paternas valen mucho más de lo que imaginaba. La película, dirigida por Martín Hodara (que había codirigido con Darín La Señal, el film que dejó inacabado Eduardo Mignogna, trabajó con Fabián Bielinsky), abre con un flashback que volverá, e irá ampliándose, a lo largo de la película, alternando con el presente. Es el episodio traumático que transformó las vidas de cuatro hijos criados bajo los rigores de un padre violento, entre las montañas. Las consecuencias de esa tragedia inicial se despliegan a la vista del espectador y a la de Laura, que está embarazada y que sabe poco o nada de esa familia argentina de su pareja. Una hermana internada en un psiquiátrico, un hermano mayor (Salvador/Darín) que vive retirado del mundo, como un ermitaño en una cabaña aislada en la nieve. La aparición de Salvador, un Darín hosco, de pocas palabras y mirada salvaje, concentra todo el misterio de la historia: basta verlo para intuir la oscuridad del secreto familiar que él encarna. Marcos y Laura tienen que convencer a Salvador de la necesidad de vender. Y con los tres personajes en esa cabaña tienen lugar las mejores secuencias del film, en las que la tensión de lo no dicho, y de lo que se dice queriendo expresar otra cosa, termina por instalar el clima sombrío del relato. Pero el guión guarda algunas sorpresas, que quizá algunos verán venir, hasta una resolución que por supuesto no debe anticiparse. La pesadez argumental de Nieve negra encuentra, en esos paisajes blancos imponentes (fue filmada en la zona del pirineo andorrano), fotografiados con nitidez y precisión, un contrapunto interesante. La enormidad del espacio nevado, y los gastados interiores, se sienten tan asfixiantes como los lazos familiares entre estos dos hermanos, interpretados con convicción. Si Nieve negra no llega a conmover es, probablemente, porque para contar la suma de todas esas partes meticulosa y profesionalmente cuidadas, parece faltarle un poco más de nervio, un poco de esa locura, estallada pero silenciosa, que circula entre los integrantes de esta familia. Gente capaz de guardar un secreto hasta las últimas consecuencias.
Una de excorcismos, pero con un twist: el doctor Ember (Aaron Eckhart), para sacar los demonios ajenos, se somete a un tratamiento que casi lo mata y así llega a entrar en la mente de los poseídos. Una realidad paralela, o un inconsciente que, en verdad, es la realidad. Si esto suena complicado, recién empezamos: Ember, en realidad, busca a su propio demonio y con nombre propio: Maggie. El que le arrebató a su familia sin motivo y sigue saliendo y entrando de recipientes humanos. La última víctima es un niño que trae sus problemas familiares, padre alcohólico y violento, madre algo chalada. Una mundo sentimental quebrado que Ember restablecerá, ya que está. La Reencarnación tiene sorpresas, quizá por lo poco que se entiende de qué va todo el asunto, con Ember y su equipo de asistentes roqueros junto a una enviada del vaticano, la colombiana Catalina Sandino Moreno. Y con toda su cripticidad al borde del ridículo, sus pobres trucos visuales, su endemoniada trama y su abanico de finales para elegir, regala un par de buenos sustos.
Una del Hollywood clásico, pero en la actualidad. Con Robert Zemeckis (Volver al Futuro, Forrest Gump) en la dirección, un guión de Steven Knight (Promesas del Este, Locke) y un preámbulo en Casablanca, la nostalgia y el glamour de una historia de amor entre espías encubiertos de la segunda guerra mundial, tenía todo para una épica con mayúsculas. Sumándole el ingrediente extra de unir en la pantalla al primer Brad Pitt post Brangelina con la francesa internacional Marion Cotillard. Es la historia de dos agentes aliados que se hacen pasar por marido y mujer con el objetivo de asesinar al embajador alemán. Desde los primeros encuentros, actuados para los mirones, está claro que hay una atracción real entre ellos, aunque esa claridad está dada desde el guión -ahora la mira de reojo mientras se desviste, ahora comparten una copa en la terraza nocturna- que desde el pulso o la química entre los actores, sobre todo Pitt, más distraído y aburrido que nunca. Es que no basta, para transmitir pasión real, con que un hombre y una mujer se acaricien frente a una cámara. Él, Max Vatan, parece tomarse al pie de la letra lo que dice ella, Marianne Beauséjour, en la película: "El error de los agentes encubiertos no es tener sexo entre sí, sino tener sentimientos". Una primera parte casi de trámite en el desarrollo de esa relación da paso a una segunda en la que, con la pareja consolidada, se instala un clima de misterio. Ahí viene lo mejor de Aliados, con el despliegue de sus dos o tres intrigantes vueltas argumentales que intentan despertar hasta al aletargado protagonista. A excepción de su único chiste sobre los sopores del matrimonio, los diálogos de la película son de una medianía notable, pero sobre ellos se cocina la mayor virtud del filme, su creciente sensación de enrarecimiento, de que todo está demasiado bien demasiado rápido. Con un poco más de sangre en las venas y una historia menos acomodada a las necesidades de un film, quizá la épica hubiera llegado, esa sensación de grandeza que acá queda a mitad de camino: en un opaco melodrama romántico entre dos que dicen quererse mucho.
El gran éxito del cine coreano recaudó más de 100 millones en todo el mundo y llega por fin, con un título tan poco inspirado como inmerecido, a los cines argentinos. Tren a Busan, tal su nombre original, es una inspirada película de género. De zombies. Unos de contagio inmediato y rabia instantánea y mortal. Los protagonistas, un padre workaholic y una hija a la que presta tan poca atención que le regala, por su cumpleaños, la misma wii que en el cumple anterior. Sí, una crítica a una sociedad o, más bien, a un tipo de producto de ésta, el sujeto hiper productivo y que termina definido por su propio éxito. El comentario social acompaña toda la película, a través de su trepidante aventura: padre e hija en un tren que se zombifica. El ritmo de expansión de la epidemia es el de su narrativa, que sin embargo también consigue detenerse en una serie de personajes, otros pasajeros desesperados. La división entre ellos no será ya una de clases sino de maneras de entender lo humano: están los del sálvese quien pueda y están los que te dan la mano para correr juntos. ¿A qué tipo humano pertenece el padre yuppie de la protagonista, el apuesto Yoo Gong? Son algunas de las cuestiones -éticas, morales, humanas- que el director y guionista Sang-ho Yeon se las arregla para articular, con una fluidez increíble, entre la piel arrancada de los muertos vivientes mientras las puertas de los vagones siempre en marcha se van cerrando y queda cada vez menos espacio no contaminado en que sobrevivir. El uso que hace la película de ese espacio en movimiento (con las aplastantes metáforas que pueda contener) hacia ese Busan que nunca llega, es simplemente brillante. Con muchas referencias al cine clásico, de género o no, la película tiene además, y de manera explícita, un núcleo en el que late la relación padre-hija y una mirada, la de esa nena sufriente, de una tristeza absolutamente demoledora. Por lejos, el estreno de la semana.
Dos hermanos muy distintos entre sí deben unirse frente a un drama ético que involucra a los hijos adolescentes de ambos. Massimo es un abogado ambicioso y burgués, Paolo un pediatra progresista que desprecia su materialismo. Las vidas de ambos van por carriles casi paralelos, excepto por esporádicas cenas de a cuatro marcadas por la tensión y la envidia. Una noche, sus hijos salen de fiesta y llegan a casa un poco borrachos. Al día siguiente, la televisión difunde un video tomado por cámaras de seguridad en la que se ve cómo una pareja de adolescentes golpea hasta matar a una mujer de la calle. ¿Son ellos? Sin resquicios para el humor o la comedia, esta película italiana, que abre con una violenta escena callejera en la que la víctima es un niño, apela muy directamente a provocar un tipo de reflexión compartida con los protagonistas: ¿Conocemos realmente a nuestros hijos? ¿Sabemos lo que hacen o, mejor, de lo que son capaces? ¿El afecto y la formación bastan para criar seres humanos íntegros? Nuestros hijos es de una seriedad aburmadora, una amargura de tema y tono cuyo objetivo aleccionador da ganas de escapar. Aún así, apoyada en las buenas actuaciones -y algunas exageraciones- de su cuarteto protagonista (los hermanos y sus esposas) y en una narrativa clásica, inobjetable, se ve con interés hasta su sorprendente final.
Después de la celebrada Papirosen, documental sobre su familia, el joven Gastón Solnicki encara su primera ficción, un retrato de un grupo de jóvenes y adolescentes acomodados que pasan el verano en Punta del Este o buscan un sentido, una vocación, entre trabajos y estudios posibles. Inspirarda en El castillo de Barba Azul de Béla Bartók y como homenaje a sus viajes, según el director, el resultado es una extraña, y visualmente bella, puesta en escena de estos sujetos y los espacios que habitan. Con especial atención al detalle y una reverencia por la belleza de cuerpos y arquitecturas, la película avanza en una aparente desorganización narrativa que se va acomodando a medida que conocemos algunos de sus personajes. Los encuadres simétricos, que sacan partido de las locaciones y de sus personajes, suman atractivo a una propuesta culta y algo extravante pero que invita a mirar y resulta en un agudo retrato -con afecto e ironía- de cierto mundo confortable.
“Yo soy argentina, pero soy mucho más coreana. Mis viejos son coreanos, mi cultura es coreana. entonces, en algún punto, va a haber un límite”, dice una chica de ojos rasgados y acento porteño. Son un grupo de mujeres como ella y el eje de la discusión gira en torno a una pregunta: ¿Te casarías con alguien que no sea coreano? En este documental, en la línea de Arribeños, que observaba a la comunidad del barrio chino porteño, la directora Cecilia Kang pregunta, escucha y acompaña a un grupo de inmigrantes coreanos, primeras y segundas generaciones de vecinos de Buenos Aires (o más bien vecinas, pues son en su mayoría mujeres las que se ven acá), tan capaces de mantener vivas sus costumbres como de participar activamente en la cada vez más diversa sociedad de la capital. El lenguaje, la escritura, el karaoke, las maravillosas comidas.
En el centro de la elogiadísima película brasilera está doña Clara, una viuda refinada, crítica musical, libre y bella, con su larga e incongruente cabellera negra, en su madurez. Un personaje maravilloso, en buena medida gracias a la interpretación de Sonia Braga, en este, su festejado regreso con gloria. Aquarius es una película extraña, con un ritmo deliberadamente acompasado, que abre con una secuencia en el pasado, en los ochenta, cuando Clara se recuperaba, entre el cariño de su marido y su familia, de un cáncer de mama. El salto al presente mantiene varias cosas, pero principalmente una: la casa en la que Clara sigue viviendo, ahora sola, rodeada de objetos lindos y música. Un departamento frente al mar, su lugar y el de sus recuerdos, amenazado de muerte: una empresa constructora -los malos, que son muy malos- quiere hacer ahí algo nuevo, quizá un resort o un condominio, e insiste en comprarle su departamento. Al principio con buenos modos, pero apelando cada vez a una mayor violencia para presionarla. Pronto, la suya es la única casa habitada del edificio. Retrato profundo, y muy logrado, de su personaje, Aquarius gana con la tremenda presencia en cámara de su actriz, la que enamoró a medio mundo en Doña Flor y sus dos Maridos. Hay que verla bailar sola, cantar con Queen a todo volumen, tener sexo -pago o casual-, llamar idiota a su hija, en una de las mejores escenas de la película. Clara está decidida a no moverse de ahí. ¿Hay en su obstinación una lectura política), ¿es la metáfora de la guerra de una cultura frente a otra, el Brasil de ayer al de hoy? El uno con voces de Bethania y Roberto Carlos, el otro empresarial y corrupto, de inescrupulosos emprendedores formados en Estados Unidos. Hay un trazo algo grueso en la pintura de esos villanos, encarnación del cinismo capitalista sin valores, cara opuesta al culto joie de vive de la protagonista. La anécdota de Aquarius es menos novedosa, menos interesante que su retrato puro y duro. Y su discurso político, a veces más sutil, luce otras veces demasiado obvio. El director y guionista hace que Clara discursee al constructor sobre los verdaderos maleducados de la sociedad: los ricos. Hace que se indigne cuando le señalan su piel oscura (ella tiene una empleada doméstica blanca: ¿incongruencia, ¿deliberado statement?). Hace que su cáncer aparezca no una, sino cuatro o cinco veces, con una crudeza que sólo se explica con cierto regodeo en lo cruel, lo feo y lo desagradable que cruza toda la película. Con una asociación bastante burda entre el cáncer y la sociedad moderna. Vale aclarar: Aquarius no está nada mal. A pesar de lo poco que vemos, parece posible afirmar que es de lo mejor que ha dado el cine brasileño en los últimos tiempos. Su ritmo y puesta extravagantes, sus elecciones incómodas y ciertas obviedades y maniqueísmos le juegan en contra. Es el poderoso carisma de Braga el que mantiene el interés durante sus dos horas y media de duración. Un espectáculo sin dudas extraordinario.