El buen humor, y los buenos chistes, continúan en la secuela del film de Dreamworks sobre la familia de la Prehistoria que fue un éxito hace ya ocho años. Con nuevo director, la historia ubica a estos Picapiedra contemporáneos más crecidos y en pleno descubrimiento de costumbres ajenas. Con la aparición de una familia que pertenece a un estadío más avanzado en la escala evolutiva. Nuevos amigos que pronto serán también la puerta a las diferencias, los prejuicios y los choques culturales. Todo lo que ya se exprimía con inteligencia a partir de la premisa original, con su riqueza de mirada sobre nuestra vida actual, encuentra ahora links directos a cuestiones recientes. Muros que se levantan para protegerse de Lo Otro, juegos con las referencias y los anacronismos, dardos acerca de los caminos del desarrollo humano que descuidan el planeta que los cobija. Hay aventura, buen ritmo, humor e inteligencia suficientes en esta segunda parte como para plan más que recomendable para animarse a volver a la salas, en familia.
Después de su Saul Goodman, en Breaking Bad, el extraordinario Bob Odenkirk se ganó su propia serie, la todavía mejor Better Call Saul. Está claro que es un actor capaz de matices y cuesta pensar en alguien mejor que él en un papel tan a su medida como el de Hutch Mansell. El hombre que, en la primera secuencia de Nadie, toma la decisión de no enfrentar a los ladrones que se meten a robar en su propia casa. Hutch es nadie, un Don Nadie (qué dureza canceladora la de ese nombre). Así lo mira su propia familia a partir del episodio. Con su reacción como gatillo que socava ciertos preceptos, o estereotipos, de lo que se espera de un hombre, padre de familia, puesto en la disyuntiva de defender lo suyo. El director de origen ruso Ilya Naishuller parece proponer, junto a su protagonista, un juego con esos estereotipos. Nadie alterna la descripción de Hutch, un tipo metódico, de rutinas, prolijo, con la posibilidad de algo totalmente distinto: un vengador peligroso, volcánico. Hay que tomarse unos minutos, quizá, para captar la ironía. Nadie parece homenajear a los héroes de acción contemporáneos y del pasado reciente, de Harry el Sucio a Liam Neeson, otro veterano reconvertido en vengador implacable. Y lo hace con un festín de guiños y clichés del género, coreografiando la violencia, musicalizando con humor, mientras el bueno de Hutch se revela.
La directora de origen chino Chloé Zhao se basa en un libro de no ficción, un trabajo periodístico (Nomadland: Surviving America in the 21st Century, de Jessica Bruder), para su tercer largometraje que viene arrasando en la temporada de premios y llega como favorito para el Oscar que se entrega el 25 de abril. La tierra nómade de la que habla refiere a un fenómeno importante en los Estados Unidos de los últimos años: el movimiento de gente mayor que no puede pagarse una casa con su jubilación y vive en su auto, su camioneta. Por el camino. Una realidad triste, una de las caras más crueles del capitalismo tardío, que deja afuera del sistema, como despojos humanos, a aquellos que debería proteger luego de una vida de trabajo. A la protagonista, Fern (Frances McDormand) se le terminó el trabajo y la vida: ha muerto su marido, su pareja, no tiene hijos y cerró la industria minera que los empleaba. A ellos y a todo el pueblo de Empire, que queda convertido en un paraje fantasmagórico, con vistas a las montañas de Nevada. Así que Fern abandona su casa para instalarse en su camioneta, su nueva casa en movimiento. La ruta la llevará hacia otros estados, otros paisajes y a reunirse con otros nómades como ella. Entre la necesidad y el activismo, con encuentros que se continúan cuando el camino vuelva a disponerlo, estas personas parecen haber descubierto una forma de libertad que los hace sentir privilegiados. Pobres privilegiados: aunque subsisten con los trabajos temporales que van encontrando y comen de la lata, tienen el mundo para ellos, primera fila frente a las maravillas de la naturaleza. Por cierto, una de las changas mejor pagas es empaquetando en la planta de Amazon (la película se filmó en una sede real de la empresa). Trabajadores golondrina, zafrales, que cruzan la América profunda y exponen, con sus años cumplidos, sus canas, sus enfermedades, algo así como el reverso del american dream. Fern es una mujer serena, un poco misteriosa. Que parece cómoda entre esa gente de pocas palabras, dispuesta a ayudarse y a compartir lo poco que tiene. Acaso unas risas, frente a una puesta de sol descomunal. Zhao inserta a su protagonista entre los sujetos reales de su relato, actores no profesionales. Uno de ellos, Bob Wells, es un conocido líder del movimiento y protagoniza una escena, un diálogo bello e importante. Se ha criticado la elección de McDormand, que está estupenda, como una concesión. Algunos señalan que Nomadland podría ir más lejos, o de una forma más radical, si la puerta de entrada a la historia fuera con alguien distinto a ella. Una mujer blanca, de ojos azules y con una familia burguesa a la que volver si lo desea, interpretada por una estrella ganadora de Oscar. Pero Nomadland no se presenta como cine de denuncia social, o no solamente, sino como un cruce entre ese retrato colectivo y el íntimo. Es la travesía de una mujer que se queda muy sola y lo que pasa cuando se enfrenta a esa soledad. El otro cruce es entre el registro documental y la ficción, construida en base a la realidad. Un registro presente en la ópera prima de Zhao, Songs my brother taught me, que puede verse en la plataforma Mubi y fue filmada en una reserva sioux, otro colectivo fuera de la América rica y exitosa. Es (son, ambos, el personal y el social) un asunto atrapante, y la película se ve con un interés que no decae por esos sujetos entrañables, hoscos y golpeados. Aunque venga arropada en una factura que insiste con hacerlo todo “bonito”. Ni la historia personal roza la crudeza (esa con la que, por ejemplo, Agnés Varda miró a otra mujer a la intemperie, en la memorable Sin techo ni ley) ni la historia colectiva, envuelta en bellos paisajes sobre musicalizados, golpea la mesa con contundencia política. Esa amabilidad un poco tranquilizadora, que puede irritar un poco, quizá explique el hecho de que esta película sensible, llena de buenas intenciones, sobre los marginales de la sociedad de consumo, enamore a públicos y a jurados. Con todas sus buenas razones, es la más interesante de las nominadas a mejor película, un grupo muy irregular.
El 28 de septiembre de 2004, en Carmen de Patagones, un chico de 15 años entró a la escuela con el arma de su padre y mató a tres compañeros, dejando a otros cinco heridos. El director y actor Javier van der Couter, en base a un guion escrito junto a Anahí Berneri, construye una ficción protagonizada por dos protagonistas reales de aquella masacre, los sobrevivientes Pablo (Pablo Saldías Kloster) y Rodrigo (Rodrigo Torres). Dos amigos, que ya son hombres, y que están en busca del victimario. Lo buscan con una escopeta, cruzando la provincia de Buenos Aires en una camioneta, en aparente busca de venganza. Y aunque ficción, cuando llegue el momento de enfrentar ese trauma frente a otros, no hay forma de no conmoverse con un dolor que se siente muy real. Si bien parecen tener las cosas claras, los muchachos no saben muy bien para qué buscan a aquel que fue su compañero y hoy ignoran qué aspecto tiene. Sobre esa mezcla de decisión y confusión se dibuja su vínculo de confianza, su amistad, como una road movie de de compinches. Una travesía en la que parecerán extraviarse para volver a encontrarse, cruzándose con nuevas amistades por el camino. Unas chicas, una fiesta, un nuevo grupo de gente en los suburbios de una ciudad desconocida (La Plata, Ensenada). Largo paréntesis que adquiere peso especial, como retrato climático generacional, que puede recordar a ciertos films de Gus van Sant (un director que, por cierto, con Elephant, se metió de manera más directa con otra masacre escolar, de esas que en los Estados Unidos de la venta libre de armas son triste noticia común). Implosión tiene la virtud de tomar ese tema pero a la vez despegarse, con el interés puesto en el presente de sus personajes. Una decisión inteligente para reivindicarlos, parados en el valor de su aquí y ahora, tanto más rico para espiar, y licuar, el pasado.
¿Te acordabas de Roberto Benigni? El actor italiano de las morisquetas y la lágrima fácil, estrella de la comedia ganador del Oscar (La vida es bella), vuelve a su bienamado Pinocho, después de haber dirigido su propia película sobre el muñeco que cobra vida. Ahora, la dirección corre por cuenta de un director de cine, Matteo Garrone (Gomorra, Dogman), lo que permite esperar una interesante aproximación visual pegada al clásico. Algo así como recuperar el cuento original con las posibilidades de los efectos especiales y una producción generosa —más de cuarenta millones de dólares— para ponerlo en escena. Sin embargo, a medida que avanza el relato “realista” del pobre Gepetto (Benigni, claro) y su hijo de madera, queda en evidencia que los logros visuales no van de la mano de la calidez, de la emoción, de la transmisión de algún tipo de sensación que interpele o conmueva. Con la intención de ajustarse lo más fielmente posible a la creación de Carlo Collodi, hay una serie de situaciones que “se ven” poco felices o agradables (un niño, de madera) frente a la notable realización que cuenta con el actor italiano Federico Ielapi como Pinocho, bajo capas de madera. Frente a él está Benigni, robando cámara, otra vez junto a la historia por la que, es evidente, tiene una devoción especial.
Una de las noticias más felices de los últimos meses, para espectadores encerrados, fue esta comedia, negra y divertidísima que visita y subvierte un puñado de subgéneros y películas y ahora llega a salas. Los estupendos Kathryn Newton y Vince Vaughn se despiertan una buena mañana en el cuerpo del otro, como en Freaky Friday, ese clásico de la comedia con el que linkea directamente. Él es un serial killer, grandote y sanguinario: the butcher (el carnicero). Ella una chica con problemas, que lidia con su madre, perdió a su padre y es blanco de bullying en la escuela. Claro, un juego de niños comparado con que la persiga el monstruo. En el que, encima, termina convertida: un hechizo, rito ancestral, impondrá un plazo para que el cambiazo se revierta. El slasher de las scream queens, la comedia de estudiantina, el terror suelto tipo Halloween, algunas de las citas se mezclan en un recorrido desopilante. Con Vaughn recuperando, en estado de gracia, todo lo hilarante que puede provocar el hombretón que en realidad es una chica, manejando ese cuerpo como una máquina de timing y sentido del humor. El director Christopher Landon, aficionado a los films de horror ochentosos, se divierte y nos divierte, jugando con las convenciones. Te vas a reír, mucho.
Otra actriz del grupo Piel de Lava, las de la exitosa Petróleo, Elisa Carricajo, es la protagonista absoluta de este inquietante thriller, o estudio psicológico de un personaje que es también el de una foto social. Ella es Elisa, profesora de sociología que vive con su hijo en una casa típica de algún barrio del conurbano. Separada, pasa algunos días sola, cuando el chico va con su padre. Y una noche de lluvia, sola en casa, se despierta asustada por fuertes golpes a la puerta. A través de la ventana ve a Kevin, el hijo de la señora que la ayuda en casa. Lo ha visto antes, de pasada, un chico algo huraño. Lo reconoce. Pero no le abre. Cuando el cuerpo del chico aparece, y se dice que fue asesinado por la policía, Elisa se sumerge en una nebulosa de temores y culpa, una inquietud que no la deja dormir. El director Francisco Márquez (La larga noche de Francisco Sanctis) logra un relato muy potente, íntimo, enrarecido. En el que se tocan cuestiones más externas, como la diferencia de clase, e íntimas, como la ansiedad que invade a su protagonista, con los mejores recursos que ofrece el cine. Desde un guion inspirado, inteligente, a una puesta que las locaciones, el fuera de campo, la notable expresividad de su actriz, en un trabajo notable.
Policial negro, policial clásico, de detectives, de asesino serial, con la siempre magnética presencia de Denzel Washginton, que algo de experiencia tiene en este rubro, para más atractivo. El director y guionista John Lee Hancock (The Blind Side, Saving MrBanks) desempolva este proyecto concebido hace décadas. Su protagonista es Deacon, un veterano retirado que vive en medio del campo. Un nombre legendario entre la fuerza, vuelto a la pecaminosa Los Ángeles por lo que parece un trámite burocrático. Claro que allí se encontrará con el pleno policial frustrado por la falta de resultados a la investigación en curso, la de un asesino serial de mujeres. El que lleva la batuta es el agente Baxter (el extraño Rami Malek, después de Freddy Mercury y el Oscar). Que es un buen poli pero no tanto como Deacon, así que le pide ayuda. Pequeños secretos (The little things en el original: Deacon insiste en que la verdad está en los pequeños detalles, las cosas chiquitas) se ve como policial casi reglamentario y chapado a la antigua. Sus algo más de dos horas de duración se hacen largas: hay una dedicación a los personajes que cuesta justificar, sobre todo en el caso del manierista Malek. Así como cierta morosidad en secuencias de crimen que más cercanas, a estas alturas, al cliché del género que a la búsqueda de algo original. Mientras el tiempo pasa y el asesino sigue suelto. Esto no es Zodiac ni Seven y el villano posible, Jared Leto, no es Kevin Spacey, el innombrable. Quizá contar una buena historia policial implica algo más que pasar de visita por sus tópicos. Denzel no puede con todo.
La directora Mayra Bottero (el documental La lluvia es también no verte) encuentra, desde la primera imagen, formas bellas, y poderosas, de contar una historia conmovedora. Es la imagen de un hombre mayor que sostiene, con esfuerzo, las piezas de una cuna desarmada sobre sus hombros, visto a través de un tren que pasa por delante. Como si la ciudad le pasara por encima. Es Rodo, un abuelo, como dicta la cursilería, aunque ni es abuelo ni está cerca de ese estereotipo. Lo interpreta Carlos Rivkin, que acaba de morir, en marzo, en una despedida del cine a la altura de su entrega y talento. Su personaje brama por una libertad que siente amenazada por las intromisiones de su hija Graciela, maestra a punto de jubilarse, que no sabe cómo cuidarlo. ¿Cuidarlo de qué? De su amistad con una chica en situación de calle que lo visita cada tanto. La chica, Sabrina, le hace compañía, como una hija a un padre, o más bien como una simple amiga, y le roba la plata que encuentra (lo que a él no parece importarle). Graciela, por su parte, sueña con una casa lejos, pero no le queda otra que ocuparse de su padre. La primera parte de Una casa lejos tiene una gran tensión dramática, de esas en las que todos los personajes parecen tener razón. El viejo que reivindica el derecho a vincularse con quien quiere, la hija harta pero preocupada, la chica, que está embarazada: punto de quiebre narrativo y disparador para un segundo tramo que mejor ver que contar. Bottero mantiene el pulso bien arriba, así como la capacidad para mirar a estos personajes —todo sucede en pocos espacios, en buena parte, en el departamento de Rodo— que no quieren agradar a nadie ni “caretear” afectos que no sienten, aunque sea lo que marca el deber ser. Es notable que esa franqueza, esa honestidad para observar a un padre putear a una hija, ya grande, que quiere ayudarlo, (porque no tiene otra o acaso porque no tiene a otros) se dé la mano aquí con una emoción natural. De las que brotan, crecen, y quedan por efecto de lo que vemos, sin ayuda de música ni necesidad de subrayados. El elenco tiene, además de a Rivkin y Correa, el motor de una composición fantástica de Stella Gallazzi. Como esa Graciela, parecida a muchas maestras “veteranas” y un poco agrias que conocemos, que acaso esconde a una mujer con unas ganas de vivir de esas que embellecen. A la espera de que algo las despierte. Una casa lejos va solo en salas. Vayan.
Esta comedia francesa se apoya, en gran medida, en el carisma de su ilustre elenco. Chiara Mastroianni es Maria, que se aburre de un amante joven para llegar a casa y terminar con su matrimonio de media vida. Su marido (el músico Benjamin Biolay), ignorará, al menos en principio, que Maria se muda justo enfrente, al hotel de enfrente, a la ventana de enfrente. Allí recibirá la visita de una mujer, profesora de piano —esa obsesión de cierto cine europeo— de su marido cuando era joven, interpretada por Camille Cottin, la de la serie Ten percent. Pero también se reencontrará con ese marido joven (Vincent Lacosta). Y con sus padres, y acaso consigo misma, mientras ve a su ¿ex? solo en su casa, enfrente. El director y guionista, Christophe Honoré, amaga con una comedia de enredos liviana, de esas a las que nos tiene acostumbrados el cine galo que con cierta regularidad se distribuye en Argentina. Sin embargo, Habitación 212 gira hacia otro lado, un poco teatral, lo que en cine no es una virtud. Pero apoyado en largos diálogos a cargo de buenos y encantadores actores, sobre los vínculos afectivos, ese tema que siempre interesa.