Un triángulo amoroso, una vieja rivalidad masculina, una comunidad vulnerable, un depredador suelto. Tensiones que se tramitan en el escenario de la selva misionera: barro colorado, espesura verde, cuerpos transpirados. Un guardaparque, de esos que se ocupan y preocupan por todo (Pablo Echarri), vive con su mujer (Mora Recalde), médica sensible que cuida a la población autóctona como si fuera su familia. Pero ella también siente atracción por el heredero de un terrateniente (Alberto Amann), lo que suma dificultad a un enfrentamiento, entre los dos hombres, que viene de largo. El director Martín Desalvo consigue armar con estos elementos un thriller sólido, sobre todo por el vigor que transmiten las secuencias de acción, en esos exteriores abrumadores, con los personajes vagando alertas, en el borde del estallido violento, cruzándose con situaciones que apuntan los problemas del desmonte y la devastación medioambiental, el abandono social y la continuidad de las más crudas divisiones sociales.
El la mesa del fondo de un bar, hay una mujer muy pasada de alcohol. No puede sostener la cabeza, está a punto de derrumbarse cuando un hombre, que la estuvo observando junto a sus amigos, se le acerca. La ayuda a salir, la lleva a su casa y se dispone a violarla mientras ella, semiinconsciente, apenas parece darse cuenta de lo que pasa. Pero cuando la violación se está por consumar, sorpresa: resulta que ella no está nada borracha. Completamente lúcida de pronto, actuó para cazar a su presa, como una calculadora máquina de justicia solitaria contra tipos violentos. Una femme fatale dedicada a la venganza. Ella es Cassandra (la inglesa Carey Mulligan, a la que también pudimos ver este año en la interesante The Dig), que va a cumplir 30 pero vive con los padres y no parece tener más ambiciones que trabajar en un café. De día, una “chica” dulce y fresca; de noche, adopta diferentes personalidades, con outfits muy sofisticados que produce para salir de caza, utilizando el método descripto arriba. Sus padres no sospechan nada, pero están inquietos por la demora en despegar de su hija única. Que ya no es una chica, claro, interpretada por una actriz de 35 años. ¿Inverosímil, quizás? Pero Cassandra cumple una función porque tiene un motivo, que conoceremos pronto. Una razón por la que la prometedora joven, que era una luz en la carrera de medicina, lo dejó todo de un día para otro. Pero su catarsis, que evoca el subgénero de rape & revenge (violación y venganza), cuenta con el el cálculo y la distancia de quien no fue víctima directa. También tiene un motivo la directora debutante, la actriz Emerald Fennell, que en tiempos de #MeToo propone esta especie especie de sátira negra, inclasificable mezcla de todo, para exponer a los machirulos. Es el balance que dejará en su último y humillante acto. Hermosa venganza es una película antihombres, burdamente misándrica. Sin espacio para la sutileza, y finalmente sin criterio acerca de las reglas del juego que propone. Todos los hombres son pervertidos, malos y estúpidos por naturaleza, animaloide. En el guión la regla es lo pendular, que muchos han leído como una audacia innovadora: si la protagonista es una justiciera heroica o una loca suelta, si estamos frente a una comedia negra o a un thriller siniestro, si va en serio o en broma. Fennell hace un patchwork, una sumatoria de tonos, desde la comedia romántica, cuando Cassandra se pone de novia, a la violencia desatada con niveles de truculencia gratuitos. De esos de impacto fácil: así cualquiera patea las conciencias patriarcales. Como una máquina de frustrar expectativas, la historia propone comedia negra, pero no divierte; drama, pero no conmueve. Y como mazazo contra el machismo, el desarrollo es todo menos agudo. En la puesta, hay algunas ideas interesantes, un juego con los tonos pasteles de interiores y vestuarios, con los encuadres centrados y algún chiste, quizá con ánimo transgresor, de videoclip, con Cassandra vestida de enfermera sexy al ritmo de una versión instrumental del Toxic de Britney. Pero si Fennell consigue generar cierta intriga acerca de la verdad y el destino de su personaje, el ambicioso juego con las expectativas, los tonos y géneros “subvertidos”, pronto lo empantana. En la búsqueda de provocar desconcierto, cae en área del ridículo irrecuperable, con el espectador preguntándose, irritado, qué diablos es esto. Sobre todo en el tramo final. Porque enfrentar el ridículo puede ser un riesgo interesante a tomar, incluso (o más) cuando se habla de temas tan serios. Pero Fennel ni siquiera confía en la ambigüedad posible, sino que irá alternando, entre secuencias de gusto cada vez más deplorable, explicación tras explicación. Que una película tan extraviada, o en todo caso menor, sea favorita al Oscar, parece dejar claro que ya no se trata de cine, sino de congraciarse con los tiempos que corren. El cine de agenda.
Como opción para los más chicos, una de las duplas más famosas de la historia de la animación... aunque mejor seguir viendo las viejas tiras cuando aparezcan por ahí. Como parte de lo que parece una cruzada por lavar todo lo que fue divertido y ahora se lee como políticamente incorrecto, los pobres Tom y Jerry se suman a otros regresos innecesarios y poco inspirados de grandes personajes animados (El pájaro loco). Porque si algo tenían las aventuras de Tom y Jerry, ¿qué era? Sí, violencia, y sadismo, y ganas de reventar al enemigo de todas las formas imaginables. Esa era la gracia, el motor de cada capítulo, que acá parece fundido. A partir de la presencia del ratón en un lugar indebido (la cocina de un hotel que se prepara para un gran evento), y la necesidad de traer un gato. Con actores reales interactuando con personajes animados, en plan Roger Rabbit, todo se ve anticuado, perezoso, aburrido. Una injusticia hacia nuestros viejos amigos y su odio mutuo, que nos hace reír.
Curiosidad: otra protagonista de la gala de los Goya, la diva del cine español Ángela Molina (recibió el merecido premio a una trayectoria, que atraviesa buena parte de ese cine), es aquí el centro de una comedia, coproducida entre Paraguay y la Argentina y dirigida por el neuquino Simón Franco, con espíritu de road movie. A diferencia de Molina, Charlotte es una estrella de cine olvidada, que se entera por casualidad de que el director que la hizo famosa (Gerardo Romano) está por filmar su última película, su despedida del cine, en Paraguay. Así que la dulce pero testaruda Charlotte convence a Li (Ignacio Huang, el de Un cuento chino) a subirse a una camioneta para viajar hacia allá. Hay un humor negro desde la primera escena, cuando el psicoanalista de ella (Fernán Mirás) muere repentinamente, así como un tono absurdo que combina la memorización del guión por el camino, con ayuda de una paraguaya que se unirá a ellos (Lali González, de 7 Cajas). Todo en busca de un destino que tanto el espectador como los que rodean a la soñadora Charlotte intuyen improbable. Simpática, desenfadada, con su elenco multinacional, Charlotte puede leerse como otro merecido homenaje a la Molina, a pocos días del que la llevó a dar un discurso de agradecimiento vibrante, memorable. Fue su homenaje a la creación colectiva que implica hacer películas. Lo cerró así: “La vida se parece al cine: no se puede disfrutar sin los demás”.
Fue una de las nominadas en la emotiva ceremonia de los Premios Goya, el sábado pasado (mejor actriz, dirección de fotografía, dirección de producción, música original, sonido, producción artística, maquillaje y fx). Dirigida por el argentino Pablo Agüero (Madres de los dioses, Eva no duerme), Akelarre está basada en los libros, los registros de un juez del 1600, buscando brujas en el País Vasco. Ciertamente, la empresa habla de las ambiciones para poner en escena ese episodio violento, en esa época de la locura inquisidora. Y los esfuerzos y logros son notables, como reflejan esas nominaciones para los rubros técnicos. Agüero y su equipo, entre los que se encuentra Daniel Fanego como mano derecha del juez (Alex Brendemhül), miran a esas chicas, casi unas niñas, acusadas de brujería, y a sus potenciales verdugos (efectivos torturadores), con una mirada de hoy. Un guion que evidencia, y potencia, el lugar de la mujer frente a los ojos del hombre, capaz de aniquilarla sin esfuerzo, pero aterrorizado por ella. Filmada en el País Vasco, hablada en el euskera de los locales y el castellano de los conquistadores, Akelarre juega con los contrastes. Las chicas de largos cabellos y ropa clara que cantan con voces celestiales, versus los hombres que hablan a los gritos, prohiben mirar a los ojos, comen como animales y hurgan, brutos, en sus cuerpos en busca obsesiva de pruebas. Necesitan confirmar la presencia del demonio para legitimar el sacrificio. A lo largo del cautiverio, la hermandad de las mujeres se refuerza y esa danza entre los dos polos, que será baile real en alguna secuencia clave, muestra el crecimiento (empoderamiento) de aquello que ninguna hoguera podrá eliminar. Las chicas juegan, se refugian en las canciones infantiles, en los cuentos, en la imitación de esos hombres para escapar sin salir del calabozo. Claro que más allá de las imágenes bonitas, no hay mucho de nuevo para sumar a esta oposición entre ángeles y demonios. Y el regodeo en estos elementos va adquiriendo cada vez más peso con la carga de lirismo, musicalización excesiva, insistencia en los mismos ejes narrativos, resintiendo interés. Que unos son brutos y otras seres puros e inocentes está tan claro, tan dicho y mostrado, que poco aportan las nuevas escenas de cantos, caricias, gritos y torturas. Por cierto, tampoco demasiado sutiles en su tono.
Hablada en alemán y francés, esta segunda película dirigida por una actriz, la alemana Ina Weisse, tiene frente a cámara a una intérprete fantástica, Nina Hoss, como una rigurosa profesora de música. El link con La profesora de piano de Haneke viene a la cabeza enseguida (así como buena parte de “la bibliografía” sobre el vínculo maestra alumno). Pero, aunque también aquí se explora la capacidad de crueldad, la culpa y la ausencia de perdón, la densidad se compensa con un relato atrapante. Una exploración acabada de la psicología de sus pocos personajes o, más bien, la crónica de una mujer en el pico de su neurosis. Hoss, que ganó como mejor actriz en San Sebastián por este trabajo, es Anna. Enseña violín en una academia rigurosa y se encapricha con Alexander, un chico tímido, al que le falta técnica, pero por el que decide apostar. De a poco, mientras Anna va y viene a paso rápido, de casa al trabajo, con la misma bufanda al cuello y el mismo sobretodo, iremos descubriendo cuánto de esa apuesta es depósito de sus propias frustraciones y anhelos. En casa está su hijo Jonas, que se niega a tocar el violín para ella, y un marido luthier que la contiene con paciencia y todavía algo de amor. Fuera de casa, un amante, también músico, cuya presencia parece despertar en Anna tanta pasión como inquietud y desorden. Y aunque la sutileza narrativa se pierda un poco hacia el último acto, la potencia de este espectáculo, el de una mujer en crisis, bordeando los límites del control, es contundente y digna de verse. La puesta, rigurosa como el universo de la academia musical, y la fotografía, con iluminación tenue, atenta a los detalles sin invadir a los personajes, acompaña con virtuosismo. Hay algo en la composición de Hoss de esta mujer madura, a veces misteriosa y otras tantas repelente, que produce una tensión, una irritación similar a la de los agudos de un violín. Que repite, y repite, y repite las mismas notas, hasta que salga perfecto.
Retrato de corrupción moral con un periodista que dice luchar contra los corruptos. Algo así propone esta película de Eduardo Pinto (Caño Dorado, Palermo Hollywood), un policial negro centrado en los siniestros laberintos de la trata y la explotación de mujeres. Cruzado con asuntos tan actuales como las fake news y las “operetas” entre empresarios poderosos, políticos, periodistas con ganas o necesidad de lucirse. Una chica que quiere largarse de su “pueblo de mierda” a toda costa, acepta la propuesta de un empresario de relaciones públicas que le promete hacerla famosa. La prostitución vip está implícita y las cosas le salen enseguida demasiado bien y demasiado mal. Su mánager la instala como atracción principal de un salón con sector vip al que es habitué el periodista (Machín), que necesita una noticia que le dé rating y lo mantenga vigente. El problema de Sector Vip, que así presentada suena a sin duda atractiva, es que nada es creíble. Nada fluye, en una narración que se empantana en cada escena, con diálogos declamatorios y personajes sin dimensión. Parecen puestos allí para hacer evidente la premisa, como si cumplieran con el guion en lugar de respirar, respondiendo a nombres como Giny o Paul. Es que demasiados clichés se acumulan sobre ellos, dibujados con estereotipos del relaciones públicas canchero y siniestro, la chica (casi) dispuesta a todo para ser famosa, el periodista que ya dijimos. La insistente música “de discoteca” tampoco ayuda a que la narración se desarrolle con algo parecido a la desenvoltura. Y todo termina por sonar a tesis anticuada, que se queda señalando con el dedo en lugar de creer de verdad en sus criaturas y lo que les pasa.
Preestrenada en el festival de Toronto del año pasado y en el Festival de Cine de Mar del Plata, la historia de Lina (la estupenda Magaly Solier), una mujer peruana que lleva tiempo trabajando como empleada doméstica de una familia en Chile cuando entra en crisis personal. Como tantas migrantes trabajadoras, Lina envía regularmente dinero a su familia. Pero cuando se prepara para su viaje anual, para pasar Navidad en su país y ver a su hijo adolescente, entiende que el chico ha crecido y la necesita menos. Así se abre una nueva etapa, con más tiempo para enfrentarse a sus propios asuntos, sus deseos, sus pendientes, sus propias necesidades. Al punto que esta película de María Paz González, inspirada y fotografiada con excelencia, se encuentra lejos del grave enfoque social que cabría esperarse. Y ubica a su protagonista viviendo en una casa lujosa, la de su patrón, manteniendo intensos encuentros sexuales y haciendo "realidad" elaborados sueños musicales. Mientras el hijo, a la distancia, parece más pendiente de su celular que de su madre abnegada, ella brillará, con su sensualidad y su belleza, entre coreografías y vestuarios fastuosos.
El que está solo y en silencio. El que está solo y conspiranoico, hablando (solo) sin parar. La pareja rota obligada a convivir 24/7, que prefiere charlar con la vecina antes que entre sí. El padre separado con hija en un monoambiente prestado. El médico refinado que recibe notas de los vecinos: "Andate, nos vas a contagiar a todos". Son algunas de las escenas de la vida cotidiana en cuarentena que animan los ocho cortos de Murciélagos. La película argentina producida por Amnistía Internacional que puede verse en la sala virtual de su sitio, a cambio de donaciones que irán al banco de alimentos. Desde su título, con los pobres murciélagos que supuestamente detonaron la pandemia como leit motiv, hay un guiño al humor (negro). Que dialoga con el tono de algunos de los cortos. A cargo de distintos directores (Daniel Rosenfeld, Tamae Garateguy, Paula Hernández, Hernán Guerschuny, Azul Lombardía) y con un elenco notable frente a cámara: Peto Menahem, Luis Ziembrowski, Carlos Belloso, Moro Anghileri, Julieta Vallina, Oscar Martínez, Juan Pablo Geretto, entre varios otros. Todos trabajaron ad honorem y, claro, desde sus casas. Con dirección general (de actores, encuadres, luz, puesta en escena general) a la distancia, lo cual otorga mérito extra a los hallazgos y suaviza lo menos logrado. Es que lo desparejo del conjunto parece inevitable. Entre lo mejor destacan "Separado", en el que Paula Hernández dirige a su pareja, Luis Ziembrowksi, y a su hija Clara, con guion del actor. Un padre separado que intenta deconstruirse y a la vez hacer las horas llevaderas para su hija, entrenando en la terraza del monoambiente que le prestaron. Con inteligencia y sensibilidad, un relato redondo, sutil y con un humor agridulce. O la original "Bebé chino", suerte de unipersonal interpretado y dirigido por Azul Lombardía: una embarazada casi a término, con el padre de la criatura en la distancia, que busca nombre para la criatura. Y sin duda "El médico", de Daniel Rosenfeld, que cierra la película, con Oscar Martínez como el señor fino y solitario que se animará a blanquear sus sentimientos personales mientras los vecinos de su edificio de categoría lo acosan por entrar y salir para ir a trabajar (salvando vidas). El plano fijo sobre Martínez, cenando solo en la cocina de su casa y hablando con su hija, es de lo mejor de Murciélagos. Así como su emotivo final, que no requiere palabras.
Un detective en desgracia de la policía de Nueva York emprende una cacería para agarrar a un asesino de policías. Producida por los hermanos Russo (Avengers), NY Sin Salida ofrece muy pocas novedades para un género trillado. Buscando una oportunidad de redimirse, el protagonista (Chadwick Boseman), encubre una conspiración masiva en la que criminales y agentes de la ley están involucrados. Pero durante la persecución agotadora, Manhattan se cierra por primera vez en su historia. No se puede entrar ni salir de la isla, por ningunos de sus puentes ni recovecos.