Al final del verano Pocas situaciones como el fin de las vacaciones, el verano que termina, para hablar de cambios y finales interiores. El de la infancia, el de la inocencia, el tránsito impiadoso hacia la adultez. Un camino hacia mí pertenece al género filme sobre la adolescencia, o con adolescente como centro. Es a través de la mirada de Duncan (Liam James, el hijo de la dective Sarah Linden en la serie The Killing) que observamos el mundo de los adultos con los que, a su pesar, él debe pasar el verano. Desde la primera escena, con la familia camino al balneario, entendemos que el primer y principal problema de Duncan es el novio de mamá. Trent (Steve Carrell, en un papel distinto) parece estar en clara guerra contra el pibe. Echada esa carta, la película despliega una baraja de personajes vecinos mientras profundiza en las relaciones de la flamante familia ensamblada: la mamá de Duncan (Toni Colette) y la hija adolescente/repelente de Trent, interesada sólo en robar cervezas a histeriquear con chicos. Los apuntes de los directores Nat Faxon y Jim Rash son agudos. La dupla, junto a Alexander Payne, ya había demostrado su talento para la observación, la creación de climas y tensiones entre adultos y adolescentes en Los descendientes. Acá no son las olas de Hawaii pero sí otro contexto playero, el marco del relato. Un viaje... es un divertido ejercicio de observación de esas tensiones, en su ambivalencia y con su sabor agridulce. Hay pocas cosas que Duncan pueda hacer frente a las adversidades: el novio de mamá parece un necio redomado, las horas pasan demasiado lento y las fiestas de los adultos, alcoholizados a tiempo completo, son territorios hostiles. El chico no está cómodo en ninguna parte, no encaja (¿y quién encaja?). Por eso se aferra a un amigo nuevo (Sam Rockwell), que regentea un parque acuático con la cadencia de un rockero con resaca. Los directores desarrollan situaciones que ilustran las dulzuras y amargores de ese verano de inflexión (la gran Adventureland aparece como otra asociación inevitable). Algunas de esa situaciones -las más sueltas, las más incorrectas- son hallazgos; otras -como las algo obvias referencias a la falta de una figura paterna- un poco más trilladas. Pero el excelente elenco, y la empatía con el protagonista, compensan los momentos estándar de la película. Y la carcajada aparece en los más estallados, que por suerte abundan. Todo arropado por soundtracks reconocibles, de Edie Brickell a INXS. En este baile de personajes hay una buena dosis de encanto. Y espacio para la emoción que emana de la despedida -ese elemento dramático por excelencia- anunciada. Los veranos se terminan, así en la vida como en el cine.
El viaje interior Le dicen Pocho, pero lo tratan de usted. Señor Pocho. El detalle importa para conocer a este personaje metódico y obsesivo, un chofer de micros de larga distancia con muchos kilómetros sobre las espaldas. Un tipo solitario, que lleva por la ruta una vida monótona pero apacible: se conoce el país, conoce gente. Pero Pocho también es un sujeto acosado por el fantasma de una culpa, vieja e insistente, que ocupa sus silencios. Una desaparición, un misterio, partirá en dos esa existencia rutinaria y gris. Luis Machín, un actor siempre interesante, parece perfecto para dar cuerpo a este señor prolijo que se envuelve en el peligro. Destino anunciado invierte una primera mitad en la observación de su protagonista atado a sus rutinas, como corresponde a quien va y viene por el mismo camino. El mundo de esos conductores, despiertos cuando todos duermen, genera interés. El director Juan Dickinson, experimentado documentalista, los recorta de los paisajes y los sonidos para centrarse en el paso cansino de Pocho. Es evidente que algo tiene que pasar, porque estamos ante un largo de ficción y no frente a un documental antropológico. Y la acción se concentra en la segunda mitad del filme. Que es cuando estallan también sus principales problemas. Cuestiones de verosimilitud, de continuidad, de dirección/convicción de intérpretes y de puesta en escena, hieren de muerte a diálogos inspirados e ideas atractivas. Desde su timidez y su formalidad, Pocho intenta llegar a la verdad. O eso parece, porque la historia se vuelve cada vez más arbitraria y cuesta empatizar con el personaje. Sí queda clarísimo que es una búsqueda vinculada a las deudas personales: se repite una serie de flashbacks con la misma escena, para que el punto no escape a la inteligencia del espectador bajo ningún concepto. El chofer anota un registro de todos los pasajeros que pasan por su micro. Así, aunque pasen nomás, permanecen. Destino anunciado, en cambio, se percibe como uno de esos proyectos con buenas ideas que no logran cristalizar en iguales resultados.
Y en eso llegó papá En esta remake de una película italiana protagonizada por Marcelo Mastroianni, Robert De Niro es Frank, un viudo reciente que decide visitar a sus hijos por sorpresa, cruzando Estados Unidos en tren y autobús con una valijita. Claro, como no llama antes de caer –y como son estadounidenses que se turban con el contacto físico–, los encuentros salen mal. Pero una situación de emergencia logrará reunir a la familia y limar, como por arate de magia, las cuentas emocionales pendientes. De un golpe (duro), aquello cuya solución proponía Freud a través de largos períodos de diván acá se resuelve con la inmediatez que pide un desenlace funcional para aliviar la carga lacrimógena. En verdad, al borde de lo lacrimógeno, porque el director, Kirk Jones, cuida el equilibrio formal de su historia, apoyándose en un gran actor como De Niro, volcado aquí a una eficaz conmiseración que le sale de taquito. Cuesta creerle a la película que todo lo indigestado entre los hijos y el padre, cifrado en una infancia que se niega a ser olvidada, pueda evaporarse en el aire de una noche navideña alrededor de un pavo asado con ciruelas. En sus mejores momentos, sin embargo –aquellos con la presencia de Sam Rockwell y Drew Barrymore–, el film sabe detenerse en la observación de esos pequeños detalles que arman la famosa brecha generacional: una irritante insistencia del padre en sacar fotos todo el tiempo, su impericia para manejar cualquier artefacto tecnológico o medianamente moderno, la vergüenza ajena que provoca su presencia no anunciada en ámbitos de trabajo, privados, fuera de su contexto. Pero el director y guionista se inclina por extraer de esas situaciones ricas su sabor amargo, perdiéndose la oportunidad de explorarlas también como fuente de humor o hacia cierto paso de comedia. En cambio, el acento, muy marcado –con un piano triste sobre los pasos del solitario Frank, con compañeros de viaje que discursean acerca de la soledad en la vejez– está puesto en remarcar que el asunto es serio y doloroso. Al parecer, el film cree que no basta con contar su historia sino que es necesario sumarle un mensaje, una advertencia acerca del abandono de aquellos que se sacrificaron por dar un futuro a sus hijos, esos adultos ingratos, demasiado ocupados como para dedicarles algo de su tiempo. Claro que no es ése el único plano, ni la película una de denuncia antigeriátrico. Hay un porqué en la necesidad visceral de estos hijos por evitar al padre y ocultarle datos esenciales de sus vidas. Parece que el bueno de Frank fue demasiado severo. Pero no hay en el film elementos que muestren esa fuente de trauma de los hijos, al punto que incluso parece contradecirse como hipótesis que guíe la actitud de sus personajes. ¿Lo aman, lo odian, le temen, le tienen lástima, en qué quedamos? Cierto, las relaciones humanas no son unívocas. Pero Están todos bien se acobarda ante su complejidad y le escapa a su confusión. En lugar de limitarse a exponerla, quiere tranquilizar al espectador, para dejarlo con la certeza de que todos están bien antes que con la inquietud de las preguntas. Ésas que sobrevuelan su relato, tan tímidas.
¿Y dónde estaba la gracia? ¿Se acuerdan del reality show The Simple Life, en que Paris Hilton y su amiga Nicole Richie sufrían una temporada en el campo, pisando estiércol con sus stilettos de Jimmy Choo? Un experimento similar, pero en pareja, propone esta película sobre matrimonio recién separado que atestigua un crimen y debe entrar en el programa de protección estatal, reubicados, bajo identidad falsa, en un pueblo de la América profunda. Los Morgan –Hugh Grant en piloto automático y Sarah Sex&theCity Jessica Parker, sin ningún tipo de química entre ellos– son dos urbanistas vegetarianos, exitosos, que no pueden respirar sin sus Blackberrys, sus cenas en restós exclusivos, sus asistentes que les llevan la agenda y su jogging matinal. Súmense a este combo dos o tres bromas sobre el acento british de Grant y cocínese todo al fuego –lento– de SJP haciendo lo que se sabe, es decir, de Carrie Bradshaw, la neoyorquina exitosa, romántica pero independiente... Blackberry, restós, un paquete (extra large) de mohínes, y ya tenemos una comedia. Así habrán pensado los responsables del film. Pero hasta los fans lo tendrán duro para divertirse en esta serie de escenas hilvanadas con un mismo chiste: el choque entre la sofisticación ciudadana y la vida simple del campo, con su alegre portación de rifles y sus trofeos de caza. Ni las vistas del Central Park podrán neutralizar semejante ejemplo de vacío ideológico.
Susie en el (otro) cielo con diamantes Discutida, la adaptación de Peter Jackson del best seller de Alice Sebold, sobre una niña asesinada que observa a su familia –y a su verdugo– desde el más allá, es una vigorosa, creativa, desbordada declaración de amor al universo de las imágenes. En 2002, Alice Sebold publicó The Lovely Bones, una novela tenebrosa pero tierna que fue best seller. Era la historia de Susie Salmon (“como el pez”), 14 años, la mayor de tres hermanos de una familia suburbana en los alegres setenta. Volviendo a casa desde la escuela, Susie es capturada, como un animalito, por un vecino llamado George Harvey, que la viola y la mata. El texto de Sebold estaba escrito en primera persona: desde su cielo, la voz de Susie relataba, con los involuntarios hallazgos poéticos de los chicos, la forma en que su familia –la mamá Rachel Weisz, anestesiada por el dolor, el papá devastado Mark Wahlberg, la abuela borrachina Susan Sarandon, sus dos hermanos menores– intenta digerir la pérdida. A la vista de su adaptación cinematográfica, podría imaginarse sin esfuerzo que la historia de Sebold hubiera llevado impreso un aviso de “en caso de traslado al cine, que quede en manos de Peter Jackson”. El material parece nacido para la imaginería visual que marca la casa del neocelandés –quizá también el Tim Burton menos sweety o el David Lynch más ATP podrían haber sacado buen provecho de este asunto–. Jackson, como bien saben los seguidores de su cine, confía en una imagen antes que en mil palabras. Le basta un plano –raro, caprichoso– para hacernos saber que estamos en presencia del monstruo: Harvey pasa, visto a través de la ventana de una casa de muñecas, su ojo magnificado, un gigante aniquilador sobre la inmaculada habitación en miniatura, la presentación del mal. Una idea visual que dialogará, en tensión, con la de otra miniatura obsesiva, los barquitos encerrados en botellas que arma Susie, un poco a desgano, con su entusiasta padre. Pero éstos, claro, jamás se ven desde la perspectiva del barco. Hay otro hobby, el del vecino extraño y sus rosales. Y así, a lo largo de un film en el que las ideas, funcionales al relato, se juegan con libertad, sin miedo al qué dirán, aun algunas reiteradas y otras probablemente excesivas: el cielo-la muerte es más lindo que la tierra-vida y allí uno se lo pasa mejor, una idea queaparecía en Muertos de miedo. Pero la creatividad no tiene que ver con la perfección, sino con el entusiasmo. Y el film de Jackson rebosa pasión por su historia y la forma de contarla. Junto a sus guionistas habituales Fran Walsh y Philippa Boyens, el director de El señor de los anillos juega con lo real y lo fantástico, como en Criaturas celestiales, pero sin renegar de los géneros involucrados: un policial negro sobre un asesino serial, un dramón familiar y una película de fantasmas lisérgica de nuestros días. Susie (la estupenda Saoirse Ronan) es pura, como debe serlo el personaje que represente la inocencia destruida, a todos los niños abusados, maltratados, asesinados, en todos los cuentos, novelas o noticieros de la historia. Pero también es sexuada, acalorada por un chico de manera muy real. Los apuntes domésticos, los diálogos de la familia son igual de terrenales, con las fricciones propias de la convivencia con adolescentes que gritan: “En esta casa no se puede ser creativo” cuando no le compran más rollos fotográficos. Lo fantástico está en ese cielo, claro, el nuevo mundo que a la niña se le aparece como un paréntesis incierto, de deslumbrante belleza psicodélica y hippona –son los setenta, ¿no?–, frente al mundo de abajo, donde el buen vecino puede esconder cadáveres en el sótano y un campo de maíz se parece a un cementerio tenebroso. Susie vive en el horizonte-purgatorio, sin irse del todo pero ya no aquí. Y también ahí, en un lugar fronterizo se inscribe la película que la sigue. Entre el suspenso, el lirismo desatado y la abierta atracción por lo oscuro y lo corrupto, rubricado en el Harvey de Stanley Tucci, un malo temible y despreciable. Para algunos, Desde mi cielo abarca mucho y aprieta poco, pierde eficacia en su abrazo transgenérico. En Estados Unidos la crítica la trató con tibieza. Disparó contra la abundancia de dispositivos artie colorinche que ilustran el limbo de Susie. Losvio como obstáculos al potencial emocionante del relato. Es posible que las sobrecogedoras imágenes del cielo –que el libro apenas describe– enfríen el poder dramático. Pero frente al desafío de trasladar al plano visual una novela con niña muerta que habla desde el más allá, Jackson elige volar un poco. Sin perder el hueso, la audacia original de exponer esa muerte terrible con el filtro de la mirada infantil, como contando un cuento para niños. De hecho, la película borra toda referencia a la violación, que la novela describe penosamente. Quizá Jackson y su equipo creen ya hay dolor suficiente en el hecho de arrancar a alguien de esta vida. Y que el espectador, aunque no se le muestre, ya sabe, ya vio, no necesita más. A Jackson le interesan más otros efectos, la exploración de esos bordes entre el más allá y el más acá, parecidos, nos dice, a los que separan el sueño de la vigilia. Desde mi cielo es capaz deconmover tanto por el dolor de la pérdida como por sus imágenes deslumbrantes. Sabe que la ausencia puede ser cercanía, no sólo distancia. Por momentos, Jackson filma espacios soñados por alguien. Descubre que aun en el dolor y el horror puede aparecer belleza. Será por eso que, más allá del impacto de su virtuosismo visual, la película queda girando en la cabeza. Como una experiencia intensa, de esas que, a veces, es capaz de deparar el cine.
Antropología con vallenatos Ignacio Carrillo, leyenda del acordeón, cruza Colombia para devolver el instrumento a su maestro. Por el camino atraviesa valles y montañas, desiertos y pantanos. Lo acompañan un burro y un aprendiz autoinvitado. Ignacio y Fermín compartirán muchos silencios y algunos intercambios de palabras, construyendo una relación maestro-alumno entrañable. El director, Ciro Guerra, sigue a sus dos personajes con una fotografía vistosa en la que la fuerza del paisaje deslumbra sin caer en la postal. Los silencios, el sonido de la naturaleza y el ruido de las fiestas populares que encuentran los viajeros hacen de esa naturaleza un sitio real, aunque maravilloso a ojos extranjeros. Las secuencias musicales funcionan casi como separadores, en los que Los viajes... pasa a funcionar como la filmación de ese show, entre fiestero y melancólico, que regala el vallenato. En unas y otras imágenes, sin embargo, Guerra se enamora de la fuerza visual –y musical– de su material, hasta olvidar su historia y ponerse parsimonioso, solemne, a veces críptico. Una edición más ágil y menos minutos hubieran contribuido a que el aliento poético, subrayado ya desde el título, surgiera tan espontáneamente como la belleza de las fuerzas naturales fotografiadas. Convencida de la importancia de lo que muestra, la película, que recuerda a El camino de San Diego, de Sorín, aburre un poco. Y así deja la sensación de un producto bien realizado para mostrar qué linda es Colombia y su gente.
La educación no tan sentimental “Después de la universidad voy a ser una francesa. Voy a ir a París, voy a fumar, a vestirme de negro y a escuchar a Jacques Brel. Y no hablaré más. Seré elegante”. Jenny tiene 16 años y, aunque lleva el mismo uniforme gris que sus compañeras de colegio, no es como las demás. En plena formación-ebullición, la chica tiene los ojos brillantes de la inteligencia, una mirada crítica sobre lo que la rodea y una cultura con la solidez suficiente como para sostener conversaciones eruditas con adultos refinados. Es una estudiante diez. El latín y el francés son para ella, más que materias, objetos de deseo y de placer. Jenny está para comerse el mundo. Ese que sus padres se encargan de custodiar para que se amolde a su única nena, firme candidata a entrar en la Universidad de Oxford. Pero es difícil ser un proyecto de futuro. Sobre todo cuando se echa un vistazo a lo que hay afuera del aula. An Education/Enseñanza de vida es la adaptación -nominada al Óscar, junto a Mejor Película y Mejor Actriz- que hizo el gran Nick Hornby de las memorias de pasaje de la periodista británica Lynn Barber. Una historia que pone en primer plano la tensión entre esas dos placas tectónicas del crecimiento: educación formal versus escuela de la vida. Aquí, las coloridas tentaciones de la segunda, que amenazan con desviar a Jenny del camino a Oxford, se concentran en David, un playboy encantador (Peter Sarsgaard) que la seduce sin solución. El hombre le lleva unos cuantos años a la adolescente y, desde su primera entrada “accidental”, impone la intriga. El espectador está esperando el momento en que, irremediablemente (¿o no?), este sujeto se revelará como un depredador sexual, un pervertido o un mafioso encubierto. Todo gracias al ajustado guión de Hornby, que va sumando, como serenas pinceladas, escenas de la relación de noviazgo que hará de la Jenny patito un cisne con aire de Audrey Hepburn. Si David es un chanta, la astuta Jenny sabrá restarle importancia, fascinada por todo lo suyo, nuevo y maravilloso: conciertos de música clásica, viajes relámpago a su París soñada, subastas de arte en Christie’s, cenas tardías en los mejores restaurantes, siempre junto a su pareja de amigos fiesteros, Helen (Rosamund Pike) y Danny (Dominic Cooper). Es la vie en rose opuesta a la de la envarada Londres de principios de los 60, donde no habían llegado aún los raros peinados nuevos. La vida de martinis dry, coches de colección, jazz clubs y picnics a la orilla del Sena. Aunque Jenny dejará los estudios y (elipsis mediante) la virginidad por tanta diversión, Barber, Hornby y el director danés Lone Scherfig evitan la condena y, muy cuidadosamente, cualquier dramatismo. “¿Por esto que dura tan poco se escribieron tantas canciones y poemas?”, dirá Jenny después de su primer sexo. Menos aguda resulta la prolija puesta en escena, tan desangelada como el punto de vista. Y con evidente –y por lo visto satisfecha– voluntad de Oscar y de éxito. Punto y aparte merece la deslumbrante Carey Mulligan como Jenny. La actriz, una desconocida, se carga la película al hombro para ofrecer el generoso espectáculo de ver a su personaje crecer y transformarse ante nuestros ojos. A medias invencible, a medias naif y vulnerable, su Jenny respira. Y nosotros con ella.
Esos malditos y torpes muertos vivos Pocas cosas podrán hacerse más gozosas, por estos días soporíferos, que ir a ver Zombieland a un cine con un buen equipo de aire acondicionado. Aunque para algunos sea el placer culposo reservado para cosas tales como, precisamente, pelis de zombies. La de Ruben Fleischer es una de esas sorpresas que asoman cada tanto, sin grandes aspavientos, para confirmar aquella máxima según la cual un buen guión hecho con cariño, diálogos y textos inspirados, un elenco perfecto y mucho sentido del humor absurdo hacen un combo de encanto indestructible. Más aún si se vuelcan esos ingredientes sobre un marco de muertos vivos, algo así como símbolos de la más cargosa estupidez humana: torpes, pesados, peligrosos y desagradables como gigantescos insectos viscosos. A un mundo zombie se enfrenta, porque no le queda otra, Columbus-Ohio, llamado así, como los demás personajes, por su ciudad-estado natal e interpretado por el extraordinario Jesse Eisenberg, el chico tímido de Adventureland, una de las mejores películas de 2009 con la que Zombieland no sólo comparte su presencia (y el genérico de su título), sino también la de un parque de atracciones, aquí como eje de la gran secuencia final. En su camino hacia algo vagamente parecido a la idea de hogar, siguiendo una absurda lista de normas autoimpuestas, como buen nerd, para la supervivencia, Columbus se encontrará con Tallahassee (Woody Harrelson), un matazombies a la manera del Jack Crow de James Woods en Vampiros. Y con dos chicas más peligrosas que una manada de caníbales, Abigail “Miss Sunshine” Breslin y Emma Stone. Mientras se alternan temas de Metallica o The Racounters con el hilarante off de Columbus en plan diario de (mal) viaje. Y el ritmo visual desemboca en sorpresas con clímax en un cameo que hay que ver para creer, durante un bizarro tour por el circuito turístico de las mansiones de famosos, en una Los Ángeles vacía. Zombieland es una película de humor en serio. Que provoca la carcajada mientras se crece como slapstick con genuina ternura. Además, sin un pelo de tonta, la película comenta ideas acerca de los lazos familiares, las convenciones sociales y la soledad en una sociedad zombie, donde ni los que quedan vivos son capaces de confiar entre sí lo suficiente como para contarle al otro cuál es su nombre de pila. Aunque en el fondo, eso qué importa.
Uno, dos, ultraviolento El film de horror inglés narra, con una crudeza implacable, la transformación de un fin de semana romántico en una pesadilla sangrienta. El viaje que lleva desde el fin de semana de amor hasta la pesadilla no tiene escalas. Ni las necesita: origen y destino están mucho más cerca de lo que parece. En esta película cruda e intransigente, que algunos ubican entre lo mejor del último cine de horror inglés, Jenny es una dulce maestra jardinera a la que su novio lleva de camping a un lugar soñado. En el lago del Edén del título estará el fondo romántico propicio para proponerle matrimonio. Pero a poco de salir de la ciudad en su camioneta 4x4, se intuye que la naturaleza a la que se acercan –llámese pueblos de las afueras o bosques vírgenes, lo mismo da para un par de urbanitas sedientos de relax– está más cerca del territorio hostil, húmedo y oscuro de lo malo desconocido que de la postal idílica. En el restaurante donde paran a comer, un chico es abofeteado por su madre en la mesa de al lado. En el cuarto de hotel donde se hospedan, los gritos de una pelea atraviesan la pared. El lago, al fin, está cercado por un perímetro de seguridad impensado. Y para cuando Steve y Jenny logran tumbarse bajo el sol a hacerse mimos, la tensión ha tomado la historia. Entonces aparece la pandilla de chicos, con su rottweiler babeante y su música a todo volumen; el principio del fin. Lo que sigue es un tormento impiadoso para los personajes y los espectadores, donde la sangre salpica y la capacidad de crueldades de los menores revela más y más capas de una cebolla interminable y apestosa. Heredera de La naranja mecánica, con ecos a films como Los perros de paja, este ejercicio de búsqueda en los basureros del horror social no contrapone entonces naturaleza versus comodidad urbana, ni ricos contra pobres, sino el mundo adulto versus el adolescente, habitado por chicos que aprendieron a colarse por los vericuetos de su inimputabilidad y sus privilegios. Autoconscientes, estos rednecks subveinte se emborrachan con el poder que debe otorgar la sensación de matar, de torturar y hasta incendiar vivo a otro individuo –sí, no es un film para estómagos delicados–. Al punto de filmarse con las cámaras de sus celulares mientras dibujan con el cutter la piel de su víctima eventual, que bien puede ser uno de ellos si la furia del momento los lleva hasta ahí. A la manera de los chicos bien de Funny Games, de Michael Haneke, los asesinos sin edad suficiente para manejar, que se conducen en bicicletas de montaña –y las bicis, solitas, llegan a meter miedo aquí–, son transmisores del terror más inapelable: el de la violencia sin razón y porque sí o, mejor dicho, la del ¿y por qué no? Hay cierta estética de clase B, varias actuaciones débiles y una musicalización poco feliz. Pero el director Watkins logra hacer de su bosque con lago un laberinto tan terrorífico que hasta se banca la luz del sol y el cielo azul brillando en la mayoría de las secuencias desesperantes. En el contraste entre esos verdores y los jadeos desencajados de sus protagonistas late el pulso de un film que niega el sosiego, la redención o la esperanza a la que el género acostumbra a esperar. El ejercicio de Watkins es extremo, y extrema es la experiencia de observarlo. Incluido el giro hacia la sátira familiar, o social, como dardo de nihilismo sin retorno. Así completa una mirada implacable –y sangrienta– sobre un mundo en el que, para saber quién es el cordero, primero hay que vérselas con el lobo.
El fantasma represor Si una película tan llena de torpezas como Aparecidos, debut del español Paco Cabezas, termina por emocionar un poco, es que algo en ella funciona. La mezcla de film de fantasmas y road movie de horror con dictadura argentina se adivina desde su título, una palabrita que en España es inequívocamente fantasmal y aquí, gracias al aporte semántico de los carniceros uniformados, tiene otras connotaciones. La película abre con la llegada de los hermanos Malena y Pablo de Barcelona. Vienen a firmar los papeles para que su padre, con muerte cerebral, pueda ser desconectado de la máquina que lo mantiene en este mundo. Ellos apenas recuerdan al hombre, pero algo en Pablo, como de repente, lo lleva a exigir un viaje a Tierra del Fuego en busca de las huellas de ese señor que hoy tiene un tubo en la boca (hay una foto de familia en una casita del Sur; él no está en ella). Y hacia allá van, en el fotogénico Falcon rural de su papá, cortando el vacío de las rutas patagónicas en unas tomas panorámicas preciosas. Hay algunos baches, pero en el ritmo de la narración y en las actuaciones. Aunque si el espectador no se pone demasiado exigente o tiene cierta debilidad por el género, se verá recompensado por la convicción de la protagonista, Ruth Díaz, que termina por ganar la pulseada a los errores (irrita más, en verdad, el aire amateur de diálogos involuntariamente risibles). Un diario íntimo escondido los lleva a descubrir la historia de una familia aniquilada veinte años atrás: el hombre (periodista y escritor) apareció en fosa común, pero su mujer e hija nunca lo hicieron. Los hermanos serán los únicos que pueden verlas, palidísimas, deambulando por la ruta nocturna en camisón blanco. Los sustos irán sucediéndose en esos encuentros, pues Pablo está empeñado en salvar a las muertas de la muerte. El disparate respira cuando exuda amor por el género de terror, pero se cuela, cada vez con mayor presencia, el tema de la represión. Lo hace con cierta eficacia en su explotación del gore –las torturas con picana, submarino y extracción de bebés a cargo de médicos enguantados. Y con mala puntería en la corrección política, con sus lugares comunes, a la que pareció sentirse obligada esta mirada extranjera de buen corazón.