Ambicioso melodrama que se concentra en tres o cuatro personajes a la vez que pinta un fresco de la historia china contemporánea. Con apuntes sutiles, algunos excéntricos y otros más obvios, se divide también en tres partes, pasado presente y futuro. Talentoso narrador, Jia Zanke pone en escena de la pérdida, la nostalgia y la confusión de los afectos y logra que la emoción sedimente y, hacia el final, aflore.
El gran Christopher Plummer es un viudo de 90 años, judío, con demencia, que recibe de un compañero del geriátrico -Walter Matthau- una carta con datos para encontrar, y liquidar, a quien acabó con su familia en Auschwitz. El director Atom Egoyan construye, con esa premisa desmedida, una road movie y un cuento de venganza con más manipulaciones y tirones lacrimógenos de los deseables.
Es el retrato conjunto del proceso por el cual Fausto, un chico de La Plata con autismo, intenta el ingreso a la universidad después de terminar el secundario, un caso único en la región. Con sensibilidad y buen gusto, el director Juan Manuel Repetto escucha las voces de todos los que acompañan a Fausto, quien tuvo la suerte de poder contar con un grupo de profesionales y familiares dedicados y afectuosos. Es también el logrado retrato de cómo un sistema, el de educación pública argentino, debe reacomodarse ante el desafío.
Uno de los estrenos del año, a la altura de las enormes expectativas que generó desde que su director, Robert Eggers, ganó Sundance el año pasado. Antes que nada, hay que decir que La Bruja es una extraordinaria película a secas, más allá de que sea, también, una película de terror. Una familia de colonos expulsada de su comunidad se instala en una granja al borde de un bosque. El bebé de la familia desaparece y a partir de ahí empiezan a pasar cosas cada vez más terribles. Con una puesta en escena sorprendente e inventiva, Eggers pone en juego a un grupo de increíbles actores, niños y adultos, con tiempo y capacidad para otorgarles a todos, aún a los más chiquitos, una personalidad, una psicología y un alma, mientras hablan -en un inglés del siglo 17- sobre Dios, el cielo y el infierno. Los animales, los objetos y los vegetales, son tan importantes como debieron serlo en esa precaria vida agricultora. Refinada, inspirada y rigurosa, en su documentada búsqueda de los cimientos del miedo, una gran película.
El mítico conductor Dan Rather y su productora Mary Mapes escribieron una página en la historia del periodismo televisivo cuando investigaron, para el programa 60 minutos, los agujeros negros en la biografía oficial del presidente George W. Bush, por entonces en plena campaña de reelección. Pero un documento inconsistente, presentado como prueba, terminaría costándoles caro. Este film llega después del Óscar a Spotlight, otro film sobre periodistas en busca de una verdad resbalosa, si bien en la segunda mitad el guión se ocupa más del drama personal de Mapes, interpretada con garra y belleza por Cate Blanchett. La elección de Redford como Dan Rather puede leerse como un guiño a la relación entre periodismo y cine.
La ópera prima de la directora Luján Loioco sigue a Isabel, una hermosa niña-mujer jujeña que ayuda a su madre llevando comida a los obreros de un hotel en construcción, una obra que está cambiando las cosas en su pueblo. El despertar sexual, la vulnerable y delicada afirmación de una femineidad naciente, en un mundo dominado por varones piropeadores, como predadores al acecho, son observados con sensibilidad y la película logra interesar y conmover. Hay subrayados y estereotipos que juegan en contra del relato, pero también una clara capacidad para mirar y contar.
La caza de brujas en Hollywood de los años '50 tuvo en Dalton Trumbo uno de sus símbolos más terribles. Asomarse a ese absurdo, siniestro episodio de la historia americana siempre es interesante. El problema con esta biografía, con Bryan Cranston en la milimétrica interpretación de Trumbo, es que cae en algunas simplificaciones y superficialidades que terminan reduciendo la ideología del protagonista casi al capricho de un talentoso escritor, y el proceso político responsable de destruirlo a una prensa maliciosa.
En la tradición de los films sobre deporte aleccionadores, que tantos momentos placenteros ha dado a los espectadores, como en la reciente Creed, esta es la curiosa historia real de Eddie "the eagle" Edwards. Un chico sin una capacidad o talento claro, pero tan empeñado en ir a los Juegos Olímpicos que termina encontrando en temerarios saltos de esquí su razón de ser. Lo ayuda un ex saltador interpretado por Hugh Jackman. Ochentosa y excéntrica, permite pasar un rato más que amable, lo que no es poco, sin mayores pretensiones.
Parodia del cine mafioso A pesar de sus intentos, la película no logra divertir demasiado. Desde el primer plano de Robert de Niro, está claro que Familia peligrosa parodia el cine de mafiosos. Fred/Giovanni es el jefe del clan Manzoni, la familia que, ahora como Blake, se instala en un pueblo de Normandía bajo un programa de protección de testigos. Papá, mamá, la mujercita y el púber parecen acostumbrados al trámite de empezar una y otra vez. Pero los malos hábitos los acompañanan y pronto sabemos que la cabeza del pater familias tiene precio: 20 millones de dólares. Las familias peligrosas son material apetitoso para el guionista. Desde El Padrino hasta Los Soprano. O cualquier familia que oculta su identidad por distintos motivos políticos. De Los Increíbles a Infancia clandestina: si se entrelazan los puntos de vista, cómo lo vive cada uno desde su realidad, qué tensiones los cruzan. Pero acá interesan poco esas exploraciones. Luc Besson y su coguionista, Michel Caleo, toman la novela Malavita para desplegar, a través de los improbables Blake, todos los clichés divisorios entre yanquis y franceses. Ofrecen las postales, y la antipatía, que se supone los americanos asocian con la France. Y viceversa Esos apuntes desafilados aparecen reiterados, asombrosamente remanidos, aún en lo paródico. Comida chatarra versus estiramiento hueco y desdén. En el conjunto, Michelle Pfeiffer, con el arquetipo de rubia chillona de New Jersey, otra vez casada con la mafia, es la que más parece divertirse. Los chistes meta cinematográficos completan el cuadro en el que Scorsese figura como productor. De la farsa a la comedia negra, la película agota por su indecisión estéril y no divierte casi nunca. Si no desbarranca del todo es porque la acción, en su segunda mitad, le permite a Besson acelerar el ritmo y jugar con esa violencia cool que lo hizo famoso. Ahí se abandonan, se olvidan por el camino las subtramas –por cierto inverosímiles-, como si hasta Besson se hubiera aburrido de ellas.
Sin intriga ni sorpresa La premisa, aunque transitada, es interesante: un sacerdote toma la confesión de un hombre que cometió un crimen. Lo que no está tan visto -y hace al meollo argumental de Omisión-, es que el tipo, además, se confiesa a futuro: anuncia los crímenes que va a cometer. ¿Qué debe hacer el cura? Si rompe el “sigilo sacramental”, el secreto de confesión, colgar los hábitos. Si no hace nada, comete pecado de omisión. Y con vidas humanas en juego. La opera prima de Marcelo Páez Cubells nada en las aguas fronterizas entre la Iglesia y la calle, entre la resignación y las tentaciones de la carne: no ya el erotismo, sino la violencia. Santiago Murray (Gonzalo Heredia) vuelve a su barrio humilde y conflictivo después de diez años de ausencia. Ahora es cura, y alterna -a la Elefante blanco- los sermones con el rescate de los pibes chorros. Pronto sabremos que él fue uno de esos pibes y por tanto el regreso es su misión existencial. Barbado, de mirada dulce y con más peso corporal, Heredia luce el physique du rol. Sin sotana, tatuado y con camiseta ajustada, aparece como el galán que conocemos de la televisión argentina. Con ella, como un héroe sensible, tan capaz de fortaleza como de quebrarse ante sus propios dilemas éticos. En paralelo, seguimos a un psiquiatra muy extraño, acaso demasiado (Carlos Belloso), con aparente complejo de Dios. Y conocemos luego al antiguo amor de Murray, la expeditiva abogada Clara Aguirre (Eleonora Wexler, compañera de Heredia en Valientes). El sacerdote, obligado al silencio, deviene detective. Tras la huella del asesino, descuida sus deberes parroquiales y se expone al peligro. Si en el inicio de Omisión el “desexilio” del personaje es una subtrama interesante, la filiación con el género policial está marcada desde el preámbulo. Pero el suspenso es débil. La ansiedad anticipatoria se anula, al ubicar al espectador en el mismo nivel de incertidumbre y sospecha que el protagonista. Y si bien esto podría jugar a favor del thriller de acción, la realización tiene el vuelo limitado. No queda otra que seguir a Murray en una sucesión capitular: hechos que se anuncian y se descubren en pocos pasos del sacerdote, a vuelta de página, hasta el desenlace. Sin alcanzar, por tanto, el vibrato necesario. En esas decisiones de puesta, con situaciones muy parecidas entre sí, es que Omisión licúa su potencial intriga y capacidad de sorpresa.