Fiel a su estilo, la saga Resident Evil acaba con un festín de acción, tiros, explosiones y efectos especiales que intentan distraernos de su incoherente guión. A pesar de no adaptar bien la saga de videojuegos que le da nombre (para decepción de los fans), la franquicia cinematográfica de Resident Evil tiene una cierta simetría con su homólogo gamer. Así como los primeros juegos comienzan en un muy buen nivel apostando al género survival horror; la primera película de la franquicia (Resident Evil, 2002) se planteaba como un film de terror con muchos zombies, sangre y una saludable dosis de tiroteos. Con cada nueva entrega la saga (tanto en el cine como en las consolas) fue mutando y deformándose —como si quisiera parecerse a una de las armas biológicas de Umbrella— hasta que devino en un pastiche de acción sinsentido con una trama que no tenía pies ni cabeza. Así y todo Paul W.S. Anderson (Mortal Kombat, 1995 y Event Horizon, 1997) pudo imprimirle su impronta de acción violenta y vertiginosa, y un gran despliegue de parafernalia visual para disimular el vacío de la historia. La historia de la protagonista, si bien toma ciertos elementos y personajes del lore de Resident Evil, logra construir una aventura nueva que se va diluyendo en su propuesta poco profunda, pero entretenida. No es nada fácil establecer una franquicia de acción de dudosa calidad, un placer culposo para disfrutar sin esperar nada especial. Pese a que ninguna de las películas anteriores cosechó buenas críticas, siempre se las arreglaron para llevar gente a las salas y convertirse en grandes éxitos comerciales. En esta nueva entrega (que promete un cierre de la saga) Anderson nos vuelve a dar más de lo mismo, pero con un argumento que colapsa sobre sus propias flaquezas y contradicciones con lo establecido en films anteriores. Alice (Milla Jovovich) despierta en los escombros de lo que quedó de Washington D.C después de una batalla épica —que no pudimos ver—. Todo lo acontecido en la quinta entrega (Resident Evil 5: Retribution, 2012) fue un engaño orquestado por Albert Wesker (Shawn Roberts) y la Corporación Umbrella para reunir a gran parte de sus enemigos en un mismo lugar y liquidarlos. Ahora, la humanidad está al borde la extinción y depende de Alice, Claire Redfield (Ali Larter) y un minúsculo grupo de sobrevivientes encontrar la cura para el Virus T y diseminarla en el aire para acabar con los millones de zombies y monstruos que abundan en el mundo y darle una oportunidad a la raza humana. Alice deberá volver a donde todo empezó: La Colmena, la base más importante de Umbrella que se encuentra enterrada en el cráter humeante que alguna vez fue Racoon City con el apoyo de sus aliados y la Reina Roja, una inteligencia artificial que maneja todo en Umbrella. En su camino se interpondrá el Dr. Isaacs (Iain Glen), ahora renacido como un clon religioso y obsesionado con la limpieza bíblica del mundo. La franquicia de Resident Evil no se toma demasiado en serio a sí misma y por eso termina resultando un entretenimiento bastante pasatista, pero no por eso hay que exculparla de sus errores. La película comienza sin brindarnos ninguna respuesta sobre el paradero de personajes como Leon Kennedy (Johann Urb), Jill Valentine (Sienna Guillory) o Ada Wong (Bingbing Li) que al final de Retribution estaban listos para combatir junto a Alice. Tampoco sabemos nada de Chris Redfield (Wentworth Miller), que desapareció de la historia desde la cuarta entrega (Resident Evil: Afterlife, 2010). En su lugar Alice está rodeada de un grupo de personajes desechables que desde el momento en que uno los ve, ya sabe que van a morir, en que orden y cuál de todos es el traidor. Por otra parte queda la manera confusa en que la Corporación Umbrella se maneja. Supuestamente el apocalipsis zombie fue un plan diseñado y orquestado por ellos para limpiar al planeta y posteriormente repoblarlo a su imagen y semejanza, con aquellos que consideran dignos. Entonces no termina de quedar en claro porqué el Virus T se esparció por accidente y ellos intentaron contener y evitar la infección a toda costa. El plan de la Reina Roja tampoco tiene mucho sentido. Traiciona a Umbrella para ayudar a Alice en su cruzada por salvar al mundo, pero amenaza con acabar con las últimas colonias humanas como incentivo para que ella cumpla con la misión (¿Qué?). El guión tiene agujeros e inconsistencias por doquier y los diálogos están cargados de exposición. La parte argumental nunca fue el fuerte de la saga Resident Evil, pero se esperaba algo que por lo menos sea coherente y algún personaje secundario interesante que acompañe a la protagonista. Yendo a lo que la película hace bien, tenemos que hablar del despliegue de efectos especiales –los mejores hasta el momento en la saga– y las escenas de pelea y acción. La edición con rápidos cortes y una cámara que se sacude demasiado son recursos que abundan, buscando generar un clima de vértigo y velocidad, pero por momentos se hace algo molesto. Pese a que la franquicia dejó el terror atrás hace mucho, hay bastantes jump-scares para sorprender al espectador desprevenido. Milla Jovovich vuelve a cumplir con creces en su rol de heroína de acción y se despide del personaje de Alice dejando una buena impresión.
Un bellísimo musical, perfecto desde lo técnico con grandes actuaciones. Capaz de emocionar y entretener a cualquier espectador que guste del buen cine. El director Damien Chazelle es un hombre apasionado por el cine y la música. Antes de dedicarse a las artes visuales se formó como baterista de jazz en Princeton, pero su carrera musical no prosperó. Decidió volcarse de lleno a la cinematografía y tuvo un gran debut con Guy and Madeline on a Park Bench (2009), un drama musical teñido por el jazz. Más tarde escribió el guión de Grand Piano (2013), un thriller psicológico sobre un pianista con miedo escénico que es amenazado por un francotirador, si falla una nota ese será su último concierto. En 2014 llegó su consagración con Whiplash (película ganadora de 3 premios Oscar), drama sobre la enfermiza relación entre un joven baterista de jazz obsesionado por quedar en la historia y su abusivo profesor. Su rotundo y repentino éxito lo convirtió en un nombre codiciado en Hollywood, y con su más reciente película parece conjugar todos los elementos y tópicos que lo entusiasman: el jazz, los musicales y la búsqueda del éxito. La La Land sigue la historia de dos personajes: por un lado tenemos a Mia Dolan (Emma Stone) una aspirante a actriz que hace 6 años va pasando de audición en audición sin poder conseguir un papel donde demostrar su evidente talento. Del otro lado está Sebastian Wilder (Ryan Gosling), un fervoroso y apasionado pianista de jazz que no consigue un trabajo estable. Ambos tienen grandes sueños por cumplir: Mía quiere protagonizar un unipersonal de teatro y Sebastian desea abrir un club donde pueda tocar la música que ama (el “jazz verdadero”). Ambos se cruzan en varias ocasiones y florece el romance entre ellos; una relación sincera donde cada uno se preocupa por la felicidad del otro. Juntos van a apoyarse y darse ánimo para poder lograr aquello que los desvela. Porque La La Land también es una historia de amor por la vocación, la pasión por realizar lo que uno sueña y desea con todo el corazón. La película es perfecta en todo aspecto técnico. La La Land hace una hermosa utilización del color que destaca aún más su muy cuidada fotografía. El diseño de producción y vestuario logra infundir al film con el espíritu y la estética de los grandes clásicos musicales de la edad dorada de Hollywood, a la vez que el relato moderno hace que todo se sienta actual y fresco. Todos los números musicales están bien logrados (excelente trabajo de la coreógrafa Mandy Moore), y hay para todos los gustos. Desde el que inicia la película —multitudinario y espectacular— hasta el zapateo de tap entre Mia y Seb con un increíble atardecer de Los Angeles detrás. La La Land no abusa de estos momentos, sacándolos de la galera a cada rato como los malos musicales, sino que utiliza las canciones como un mecanismo más para impulsar la trama. Esto logra una narración prolija y fluida, donde la historia no clava el freno de mano cada vez que alguien se pone a cantar. La pareja protagonista merece un párrafo aparte. Mucho ya se ha dicho sobre la increíble química en pantalla que tienen Emma Stone y Ryan Gosling, pero en esta película es donde verdaderamente se demuestra. Mia y Sebastian conmueven y hacen reír al espectador. El guión dota de alma a los personajes, no son simples construcciones acartonadas por clichés, se sienten como personas comunes en un mundo real. Bailan y cantan muy bien, pero lejos están de ser Ginger Rogers y Fred Astaire, no son dos personas normales que se convierten en dioses de la canción bendecidos con el don del ritmo ni bien la música empieza a sonar. Chazelle creó personajes con los que uno puede empatizar e identificarse. Gosling encarna a un fanático y apasionado conocedor del jazz que sufre al ver como los grandes exponentes del género van desapareciendo poco a poco. Hasta aprendió a tocar el piano (y muy bien) para la película. Emma Stone se pone en la piel de una actriz de gran talento que nunca tuvo su gran momento para brillar, con audiciones que falladas e interrumpidas o papeles que van a parar a intérpretes más jóvenes o bellas. La La Land glorifica a la ciudad de Los Angeles a través de lo estético, pero la defenestra en el discurso, mostrándola como una ciudad de sueños rotos y corazones tristes donde (y en palabras de Sebastian) “se venera todo y no se valora nada“. La La Land es una película que merece ser vista en la pantalla grande, seas o no aficionado al género musical. Un romance clásico y bien contado que no cae en cursilerías de manual o golpes bajos para emocionar. Con la combinación justa de clasicismo y modernidad, canciones pegadizas y coreografías excelentes sumadas a una dupla de protagonistas con mucha química, el film apela al soñador que todos llevamos dentro para conmovernos, a la vez que nos recuerda que para cumplir nuestros deseos a veces hay que hacer concesiones.
Un thriller actuado y dirigido de manera prolija. El buen manejo del suspenso compensa los puntos flojos de su trama. Dos de los actores más destacados del cine nacional que participaron —por separado— en la recordadísima Relatos Salvajes (2014), se juntan en una co-producción entre Argentina y España. Esta vez no están separados en relatos episódicos, sino que comparten la pantalla en una misma historia. Salvador (Ricardo Darín) es un ermitaño que vive aislado en una cabaña en el sur, después de verse involucrado en la muerte de su hermano menor en medio de un accidente de caza. Su hermano Marcos (Leonardo Sbaraglia) decide visitarlo —tras estar décadas sin verse ni hablarse— junto a Laura (Laia Costa), su esposa embarazada, para discutir la venta millonaria de los terrenos de su padre fallecido. El reencuentro entre los hermanos reflota viejos rencores enterrados en la nieve y poco a poco descubriremos la verdadera razón por la que Salvador y Marcos se distanciaron. Martin Hodara (La Señal, 2007) es un director con solo un largometraje en su haber, pero Nieve Negra se siente como un film hecho por un realizador muy maduro y prolijo, con varias películas encima. El film es un thriller, una obra en la que el suspense es el recurso sobre el que la historia se desenvuelve. Hodara lo sabe y juega bien sus cartas al presentar un relato que va revelando gradualmente sus misterios e incógnitas sin hacerse predecible ni tampoco excesivamente rebuscado. A medida que la película avanza vamos aprendiendo más sobre la historia previa de los personajes, nos dan piezas para ir completando el rompecabezas pero sin que esto nos permita descubrir la imagen antes de tiempo. Un bello trabajo de fotografía (el catalán Arnau Valls Colomer le sacó el jugo a todas las tomas de paisajes y escenarios naturales) con colores fríos y oscuros sumado a una música que aparece muy de vez en cuando, pero que funciona muy bien junto al apartado visual para lograr una atmósfera lúgubre, un clima ideal para este tipo de relatos. Actoralmente todos están muy bien: Ricardo Darín se aleja de su zona de confort y se la juega con un papel muy bien logrado. Salvador es personaje de pocas palabras, taciturno, solitario y hosco —a veces llega a ser maleducado— con una mirada tan fría y dura como el suelo nevado donde la película se filmó. Sbaraglia (Al final de túnel, 2016) vuelve a brindar una interpretación sólida, pero quien sorprende y se destaca con el correr del film es Laia Costa (Victoria, 2015), actriz catalana en ascenso que hace poco logró una nominación a los premios Bafta como actriz revelación. Federico Luppi acompaña bien en sus pocas y muy breves apariciones y el personaje de Sabrina (la tercera hermana, interpretada por Dolores Fonzi) sirve apenas para escupir un poco de exposición y nada más. Es prácticamente un cameo, no vuelve a aparecer en pantalla. Un personaje que habría enriquecido la película de haber sido un poco más desarrollado. Nieve Negra termina siendo un entretenido y efectivo thriller que cumple con su misión de sostener el misterio y generar un clima de tensión y suspenso. Correcta y prolija desde el costado técnico, con un elenco de actores talentosos que no defraudan, la película hace una buena utilización de los flashbacks para contar la juventud de los hermanos y utiliza inteligentes transiciones entre presente y pasado en lugar de simples cortes de escena. Pese a que a que la trama tiene algunos agujeros e inconsistencias, sus virtudes terminan pesando más que sus falencias y el gusto a poco que deja esa resolución tan simple del secreto principal del film.
Un elenco lleno de actores talentosos puestos al servicio de una historia tan cliché y melosa que roza lo inverosímil. El prolífico Will Smith no es solo un héroe de acción y comediante. Cada tanto se despacha con una película de drama profundo donde da lo mejor de sí como actor, con resultados bastante dispares. Entre los films más destacados de su carrera aparecen la brillante En Búsqueda de la Felicidad (The Pursuit of Happyness, 2006) y La Verdad Oculta (Concussion, 2015) mientras que por otro lado está la olvidable Siete Almas (Seven Pounds, 2008). Lamentablemente Belleza Inesperada (Collateral Beauty, 2016) cae en la categoría de sus intentos fallidos, y no por su mala interpretación. Tampoco fallan en ese sentido los demás integrantes del elenco —todos actores talentosos y consagrados—, simplemente la materia prima con la que deben trabajar (el guión y la historia en general) es decididamente mala. Howard (Will Smith) es un ejecutivo en una importante agencia de publicidad, donde trabaja junto a sus amigos Whit (Edward Norton), Claire (Kate Winslet) y Simon (Michael Peña). Cuando su hija muere de una enfermedad terminal, Howard se aleja de todo y de todos. Deja de trabajar, de hablar con sus amigos, corta toda vía de comunicación con el mundo y se la pasa encerrado en su dolor dentro de su departamento o andando en bicicleta por las calles de New York. Sus amigos intentan todo lo posible para ayudarlo a salir de su depresión, pero Howard no quiere saber nada. La agencia comienza a perder clientes y su posible venta peligra, ya que Whit, Claire y Simon no pueden convencer a Howard de que lo mejor es aceptar la oferta y firmar los papeles. Como método para aliviar su dolor, Howard le escribe cartas a entidades abstractas: el amor, la muerte y el tiempo. Grande es su sorpresa cuando esas tres entidades lo visitan y lo inciten a cambiar su vida (premisa similar al cuento de Charles Dickens, A Christmas Carol). Esto es lo que nos venden en el trailer, pero no es la verdadera trama de la película. Sus “amigos” descubren estas cartas que Howard escribió y contratan a tres actores para que se hagan pasar por la muerte (Helen Mirren), el amor (Keira Knightley) y el tiempo (Jacob Latimore). Pero no lo hacen para apoyar a Howard, sacarlo del pozo depresivo en el que vive y ayudarlo a superar el duelo por su hija fallecida. No, su plan es mucho más rebuscado y absurdo. El director David Frankel trabajó previamente en buenas películas como Mi Gran Oportunidad (One Chance, 2013), Marley y Yo (Marley & Me, 2008) y El Diablo Viste a la Moda (The Devil Wears Prada, 2006), aunque aquí estamos en presencia de su peor film hasta el momento. Pero el verdadero responsable del desastre es el guionista Allan Loeb, autor de otros bodrios inmirables como So Undercover (2012) y Una Esposa de Mentira (Just Go With It, 2011). Argumental y narrativamente, la película falla en todo sentido. Las grandes revelaciones que deberían tomar por sorpresa al espectador son obvias y predecibles, cuando intenta ser profunda y emocional nos entrega una colección de sentimentalismo cliché y frases tan melosas y cursis que terminan siendo ridículas (“no sentí amor, me convertí en el amor“), el plan de sus amigos es tan descabellado (involucra una investigadora privada y alterar digitalmente un video grabado con un Iphone) que se vuelve hilarante. El film parte desde una buena idea —el hombre atormentado que puede dialogar con entidades abstractas— que sirve para contar una historia reflexiva y emotiva, pero toma la peor decisión y se la juega por el lugar común y la trama disparatada que es muy difícil de tomar en serio. Actoralmente hablando, la película está muy bien. Todos los integrantes del cast son buenos intérpretes que cumplen con lo que el guión les exige. Los personajes de Kate Winslet y Edward Norton están bastante limitados por el débil libreto. Will Smith se luce especialmente en su rol de ermitaño agobiado por el luto y puede transmitir mucho con su rostro a pesar de tener poco diálogo. Cuesta entender como tantos actores de gran nivel se sumaron a un proyecto tan malo.
Conmovedora sin llegar al golpe bajo, con actuaciones estelares y un bello estilo visual. La compañía del ratón Mickey no es solo una enorme generadora de películas de animación y tanques de taquilla del calibre de Star Wars y la factoría Marvel. También puede hacer grandes films de drama live-action, algunos más exitosos que otros, que a veces terminan apelando a lugares comunes, clichés y golpes bajos para lograr una respuesta emocional en el espectador. La historia de vida de Phiona Mutesi, la campeona de ajedrez más joven de la historia de Uganda, parecía ideal para ser producida por Disney, así que en 2012 se hizo con los derechos de su libro biográfico The Queen of Katwe: A Story of Life, Chess, and One Extraordinary Girl’s Dream of Becoming a Grandmaster escrito por Tim Crothers y comenzó a trabajar en una adaptación. La vida de Phiona (Madina Nalwanga) no fue nada fácil, como la de cualquier niño apenas alfabetizado que se cría en las calles de Katwe, uno de los barrios más bajos y precarios de la ciudad de Kampala, Uganda. Phiona y sus hermanos deben ayudar a su madre Harriet (Lupita Nyong’o) a vender maíz para poder llevar dinero a su casa y sobrevivir día a día. Un día Phiona sigue a su hermano Brian (Martin Kabanza) a una iglesia precaria donde los niños de Katwe aprenden a jugar al ajedrez y pueden llenarse la panza con un poco de porridge. Robert Katende (David Oyelowo) es el hombre detrás de esta iniciativa, un ingeniero y ex-futbolista que trabaja como misionero sacando a los niños de la calle y educándolos a través del deporte. Una vez que Phiona se integra al grupo de “Los Pioneros” y aprende las reglas del juego, se hace evidente que la chica es un verdadero prodigio para el ajedrez. Phiona tiene un don natural, logra vencer a jugadores mucho más experimentados, pudiendo visualizar muchas jugadas antes de que sucedan y al poco tiempo logra clasificar para campeonatos locales y nacionales. Más tarde ya compite en certámenes internacionales representando a su país. A medida que los éxitos se acumulan, la obsesión de Phiona es obtener el título de Gran Maestra –galardón que se le entrega a la realeza del mundo del ajedrez como Bobby Fisher y Anatoly Kárpov, entre otros–. Su madre ve con malos ojos que su hija dedique tanto tiempo de su vida al ajedrez, ya que deja de lado sus deberes y responsabilidades en su casa y tras cada viaje al exterior donde conoce el lujo y las comodidades, cada vez es más difícil para ella regresar a su vida de pobreza y necesidades. En manos inexpertas, Reina de Katwe habría sido una biopic de manual llena de golpes bajos y sentimentalismo barato. Por suerte la película fue dirigida por una realizadora talentosa como Mira Nair (Vanity Fair, 2004) que esquivó clichés y fórmulas mediocres para entregar una película muy bien lograda. A pesar de haber pasado por el filtro “Disneyficador”, el film no le escapa a mostrar la cruda realidad de la pobreza Africana. El elegante diseño de producción sumado a una bella fotografía crea escenas con mucho detalle que explotan de color en la pantalla. En Reina de Katwe nada está librado al azar: desde los sets, pasando por el diseño de vestuario, los escenarios naturales, las calles abarrotadas de gente, la música. Cada elemento pensado como una pincelada individual que arma una imagen de la cultura de África y el modo de vida de su gente. Demás está decir que la película cuenta con grandes actores que dan lo mejor de sí. La oscarizada Lupita Nyong’o (12 Years a Slave, 2013) interpreta a una madre viuda y luchadora que se esfuerza por darle lo mejor a sus hijos. David Oyelowo (Selma, 2015) encarna a un simpático y bondadoso coach de ajedrez con el que todos querrían jugar una partida. La debutante Madina Nalwanga sorprende al ponerse al hombro el papel protagónico y no desentonar con sus compañeros de elenco. En su primer trabajo como actriz, a la adolescente de 16 años –quien al igual que Phiona, viene de una familia muy humilde– no le pesa el protagónico y se complementa perfecto con Oyelowo y Nyong’o. Reina de Katwe tiene un mensaje de auto superación y aprendizaje que podría haber caído en el facilismo del cliché sensiblero, los golpes bajos y el lugar común, pero termina siendo una producción de calidad que apunta a algo más. Un film que invita a buscar ese talento especial que te distingue de los demás y utilizarlo como trampolín para perseguir tus sueños. En la vida como en el ajedrez, si un simple peón llega al final del tablero puede transformarse en la pieza más poderosa.
Una comedia romántica de manual capaz de sacarte algunas risas. El talento de sus intérpretes termina compensando un guion poco original. ¿Por qué él? (Why Him? 2016) reflota un concepto bastante utilizado en las comedias románticas: un padre conservador se encuentra con el nuevo novio de su hija, que no logra colmar sus expectativas y da pie a situaciones hilarantes. El director John Hamburg (I Love You Man 2009, Zoolander 2001) supo escribir el guión de una gran película con esta misma premisa. Hablamos de La Familia de mi Novia (Meet the Parents 2000), film en el que Ben Stiller hacía todo lo posible para caerle bien a un estricto Robert De Niro y ganarse su bendición para casarse con su hija. Los buenos proyectos que Hamburg escribió fueron estirados como franquicia, dando como resultado películas de una calidad bastante inferior a sus predecesoras —La Familia de mi Novia fue trilogía con Meet the Fockers 2004 y Little Fockers 2010. Y no me hagan hablar de la infame Zoolander 2, 2016—. Ned Fleming (Bryan Cranston) es un padre sobreprotector dueño de una imprenta que en su fiesta de cumpleaños se entera de la peor manera que su hija mayor está en pareja. La joven estudiante universitaria Stephanie Fleming (Zoey Dutch) quiere que su familia viaje a California por las fiestas para conocer a su novio, Laird Mayhew (James Franco). Para sorpresa de Ned y su esposa Barb (Megan Mullally), Laird no es ningún fracasado, sino que es un importante y acaudalado desarrollador de videojuegos móviles. Laird no es cualquier niño rico excéntrico de Sillicon Valley: a pesar de su evidente falta de modales, tendencia a la vulgaridad y el lenguaje obsceno; su personalidad extrovertida, carácter amable y su constante deseo de complacer a los demás termina ganándose a la familia de Ned. El personaje de Cranston no termina de simpatizar con su futuro yerno y pretende separar a la parejita, pese a que Laird hará todo lo posible para conseguir la aprobación de Ned y su bendición para casarse con Stephanie. La película recicla fórmulas bastante vistas en films anteriores. La historia es bastante simple, como una versión sucia de Meet the Parents y el humor descansa demasiado en obscenidades, situaciones escatológicas y gags físicos. Un par de buenos chistes se repiten una y otra vez a lo largo del film, lo que resulta bastante molesto (que sea gracioso la primera vez no significa que me haga reír siempre si lo vuelven a hacer 3 o 4 veces). Más allá de estas fallas que empañan un poco al film, el aspecto más positivo de ¿Por qué él? terminan siendo sus protagonistas. Bryan Cranston encarna a un padre amoroso, un hombre común que se desvive por su familia. Bryan saca a relucir su habilidad para la comedia que todos conocimos en Malcom in the Middle (2000-2006) y por momentos parece que actúa por encima de lo que el flojo libreto requiere. James Franco está en su salsa, un actor que siempre cumple a la hora de ponerle el cuerpo al humor físico y generar situaciones incómodas y absurdas. El personaje de Megan Mullally acompaña bien a la pareja protagonista, teniendo algunos buenos momentos a lo largo del film. Otro que se destaca es Keegan-Michael Key (MadTV, Tomorrowland) como Gustav, el asistente y personal trainer de Laird. ¿Por qué él? termina siendo un film divertido que puede hacerte reír un poco. Sin dudas la película podría haberse beneficiado de tener unos 20 minutos menos de extensión y aprovechar mejor a sus personajes principales con un planteo un poco más original.
Una buena idea desprovista de toda profundidad y pobremente ejecutada que apenas se sostiene por sus actuaciones y efectos especiales. Uno de los géneros más populares y creativos de los últimos tiempos es la ciencia ficción. Más precisamente la que se dedica a sacarnos de los límites de nuestro planeta para explorar el inmenso e inabarcable universo que nos rodea. Algunas películas nos cuentan una historia de manual pero se destacan por su increíble impacto visual y artístico (Gravity, 2013), otras optan por centrarse en mostrarnos la desolación y soledad del hombre cuando se enfrenta al aislamiento vacío del cosmos (The Martian, 2015), también se puede meterle algo de épica a los viajes estelares con tramas más introspectivas (Interstellar, 2014) y las más celebradas usan el género sci-fi para hablar de otros temas más complejos como el lenguaje y el paso del tiempo (Arrival, 2016). Lamentablemente Pasajeros (Passengers, 2016) no logra ni intenta hacer nada de esto. La película sigue al ingeniero mecánico Jim Preston (Chris Pratt) uno de los 5000 pasajeros que viajan a bordo del Avalon, un gigantesco crucero estelar que atraviesa la galaxia en camino a Homestead II, un planeta colonia donde los humanos planean instalarse —porque aparentemente los viajes por el universo y las colonias espaciales son un negocio redituable para la corporación dueña del Avalon— para escapar de una Tierra superpoblada o embarcarse en una aventura que cambie sus vidas. Como el viaje espacial demora unos 120 años, toda la tripulación y los pasajeros deben mantenerse en un estado de hibernación para no envejecer y morir durante la travesía. La acción comienza cuando la cápsula de sueño de Jim falla, faltando 90 años para llegar a destino. Sin forma de comunicarse con el planeta Tierra y sin poder reactivar su cápsula, Jim se encuentra completamente solo sin más compañía que la de un barman androide llamado Arthur (Michael Sheen). Aquí nos encontramos con el primer error garrafal del film. Desde los primeros minutos barajan una trama de aislamiento y soledad en el espacio, materia prima con la que se han hecho grandes películas como Solaris (1972), Moon (2009) y WALL-E (2008) solo para nombrar unas pocas —además de The Martian y Gravity, mencionadas antes—, pero rápidamente es dejada de lado para centrarse en una historia más tradicional de romance espacial. Jim Preston se pasa un año completamente solo en una estación espacial gigante con todas las comodidades de un hotel de alta categoría. Sus posibilidades para matar el tiempo y distraerse de su desesperante situación son infinitas. La película toma nota de eso y lo aprovecha… en un montaje de 3 minutos. Pasajeros abusa del recurso de la elipsis para disfrazar lo vacío y superficial que es su guión. Esto da como resultado una narración poco fluida que por momentos se arrastra y después corre acelerada para compensar. Segundo gran error: La forma en que integran al personaje de Jennifer Lawrence a la trama. J-Law encarna a una escritora neoyorquina llamada Aurora Lane, que también despierta con mucha anticipación y tras encariñarse con Jim inician un intenso romance espacial. Pratt y Lawrence demuestran mucha química juntos, son lindos, carismáticos, pero no alcanza. Su relación es blanda y salida de la nada. Tampoco ayuda que su tiempo juntos lo muestren resumido en otro montaje editado a las apuradas. Sin adentrarnos en el terreno de los spoilers, la verdadera razón por la que ambos están despiertos podría haber sido un interesante plot-twist que impulse un poco la trama en su segundo acto (el más débil), pero la película lo muestra en los primeros minutos, arruinando cualquier posibilidad de sorpresa y matando el interés del espectador. Desde el costado técnico, Passengers tiene un muy cuidado diseño de producción y despliegue de efectos especiales. Cada rincón del Avalon está lleno de detalles y una bella estética de ciencia ficción. CGI correcto y bien logrado, buena fotografía. Chris Pratt es el verdadero protagonista de la película y aprovecha al máximo sus habilidades para el humor, aunque no puede contra un guión tan superficial. Jennifer Lawrence emula a la nave, actuando el piloto automático durante toda la película, aunque gracias a su talento pude salir bien parada con un personaje que tiene poco para hacer en la película. El androide interpretado por Michael Sheen termina siendo el personaje más interesante y entretenido del film. Las principales fallas de Pasajeros están en el papel. Un guión repleto de agujeros que hace agua por todas partes, no aprovecha las virtudes de su premisa y elige apegarse a los clichés más vistos y desgastados que uno puede imaginar. Grandes actores, una buena idea y un enorme presupuesto desaprovechado en un proyecto superficial que a duras penas logra ser entretenido.
Durante el 2007 J.J. Abrams y Matt Reeves llevaron adelante –en secreto y silenciosamente– el rodaje de Cloverfield, película que relata cómo un monstruo gigante ataca Nueva York a través del found footage de una cámara empuñada por un grupo de amigos que salía de una fiesta. Dicho film, realizado con un presupuesto bajísimo para producción y publicidad, cosechó ganancias millonarias y una catarata de críticas favorables. Durante años se habló de una secuela pero los realizadores jugaban al misterio, diciendo que no sentían la obligación de sacar otra película relacionada solo por el hecho de que la primera entrega fue exitosa, que volverían a meterse en el universo Cloverfield cuando apareciera una película que sea lo suficientemente atractiva y diferente como para hacerla. Finalmente, casi 10 años después llega a la gran pantalla esta espectacular película que da un giro a la anterior premisa de una gran ciudad abierta y la criatura de otro mundo por un ambiente asfixiante y cerrado; y un monstruo que podría ser humano. Michelle (Mary Elizabeth Winstead), tras huir de su hogar y sufrir un accidente automovilístico, se despierta atrapada en un búnker subterráneo propiedad de Howard (John Goodman). El temperamental dueño del refugio le dice a Michelle que la encerró para protegerla a ella y a Emmett (John Gallagher Jr.) de un evento catastrófico que sucedió afuera. No pueden salir, no saben cuanto tiempo estarán ahí, ni siquiera acercarse a la puerta del búnker. Michelle desconfía de su captor, lo ve mas como un carcelero que como un protector y planea huir; sin saber que lo que espera afuera puede ser aún peor que lo sucede dentro. Decir más en la sinopsis podría arruinar la experiencia de ver la película porque Avenida Cloverfield es un producto tan redondo –desde el secretismo con el que se filmó, el tráiler que derrocha misterio e invita a verla, el anuncio sorpresivo con publicidad casi nula–, con un guión cerrado en sí mismo (cortesía de Damien Chazelle, Josh Campbell y Matthew Stuecken) que logra adueñarse de la atención y la tensión del espectador. En un principio la película se llamaba “The Cellar” y tenía un tercer acto muy diferente al que veremos en la pantalla grande, no fue hasta que llegó a las manos de la gente de Bad Robot que se hicieron ciertos cambios para ensamblar la trama al universo Cloverfield. Más allá del correcto trabajo de guión, fotografía y dirección, el film se destaca por dos grandes elementos: las actuaciones y la banda de sonido. Winstead y Gallagher empatizan con el espectador, encarnando personajes que logran transmitir ese aura de desconfianza disimulada. Pero el que verdaderamente se pone la película al hombro es John Goodman, con una interpretación digna de ovación que se roba todas las escenas en las que su oscuro e inestable personaje aparece, e incluso genera algunas risas. Por otro lado, el apartado sonoro genera una atmósfera de suspense y sabe cuando cortar con la tensión con momentos musicales más relajados, llevando el ritmo del film. Avenida Cloverfield es una película redonda. A pesar de no tener un nexo concreto con el film del 2007, logra tomar la esencia de su predecesora y construir un relato diferente desde esa base. El final pide a gritos una secuela, aunque conociendo a Abrams no sorprendería que en unos años vuelva a entregarnos un nuevo capítulo de ese mundo en el que sucede lo imposible y donde la palabra Cloverfield no está puesta de forma inocente.