Sos mi dios The road es una película marrón. Marrón y polvorienta. El mundo, tal como lo conocemos, el mundo de las sociedades organizadas y de las ciudades y las comunicaciones y de la relativa disponibilidad de cosas materiales se terminó. El punto de partida de The road ya es atrapante, porque sugiere que como no hay más comida, no hay más moral. O por lo menos que la moral por momentos, a fuerza de abstracta, se vuelve ridícula (“Papi, ¿nosotros somos los buenos?”). Como una contracara realista, física, de 2012 (que me parece gloriosa, pero en 2012 los cuerpos no estaban expuestos al peligro más que visualmente; John Cusak podía correr delante de una grieta que se abría en el suelo y pegar un salto para subirse a una avioneta, siendo un hombre común, y a fuerza de exageración todo era verosímil), The road es un relato tan agarrado a contar la supervivencia de los cuerpos con escenas casi mudas que toda la posible mística-moral bobalicona y trillada es expulsada para afuera. Porque The road podría ser una película sin diálogos, y no estaría mal: no haría otra cosa que reforzar la idea de que acá se trata de contar algo que es mucho más serio. Un padre y un hijo sin nombre, abandonados por la madre en un fin del mundo que se prolonga demasiado, salen a la ruta. “Vamos al sur”, es la consigna, pero en el sur muy probablemente no haya nada. Se trata de moverse porque la que viene pisando los talones es la muerte, en la forma de bandas armadas que se comen a los que encuentren vivos o de falta absoluta de comida. Ellos, concientes de que en cualquier momento se termina y de que es mejor meterse un tiro en la boca que dejarse comer vivos, llevan un revolver con dos balas. El padre, como todo padre, trata de preparar al hijo para cuando no esté, pero preparar en este caso quiere decir saber cómo matarlos a los dos si llega a ser necesario. La intensidad de la relación entre ellos dos, de más está decirlo, es absoluta, unidos por ese poco de vida que persiguen y por esa muerte que llevan encima. Ellos están sucios, tienen la ropa destrozada y están un poco locos (¡la mirada de Viggo, santo desquiciado!). El desamparo es absoluto, y por si el espectador se acostumbrara a verlos mugrientos y al borde del desmayo en ese mundo destruido, una serie de flashbacks que son recuerdos del padre muestran a la mamá. O mejor dicho, muestran en el cuerpo de ella, tirado al sol o acurrucado en un auto, una calidez que se perdió para siempre. Entonces tenemos al padre y al hijo que se cuidan y tenemos una película de un suspenso terrible, que logra intensidades sorprendentes a fuerza de contrastes. Porque el mundo de The road está tan bien establecido y es tan nítido que en un momento, cuando los vagabundos encuentran un sótano y en el sótano estantes llenos latas de comida que iluminan con un encendedor, ese pedazo del mundo nuestro y cotidiano se vuelve totalmente extraño, y es el paraíso. Y cuando el padre prende un cigarrillo después de la cena, de pronto parece humano. Ahí, por primera vez, medimos el espesor del drama en el hecho de que alguna vez esos pordioseros que vagan en un mundo hostil fueron nosotros. Chapeau, Monsieur Hillcoat, por meternos en el mundo de su película, no con piedad, sino con detalles de cine. Pero la piedad también está, y está muy bien porque se sostiene en la cara de loco de Viggo Mortensen, que llora todo el tiempo, él, que a diferencia del hijo también carga la mochila del recuerdo. Porque el personaje es todo el tiempo padre pero también es un hombre, y en unos pocos momentos que la película le concede para estar en soledad, lo vemos hacer un camino que es acaso el inverso al del hijo. Primero, cuando se deshace de la foto de la mujer y del anillo en una autopista gris –olvidarse de ella también es cuestión de supervivencia- y después cuando se encuentra con la casa en la que creció, hecha una ruina, cubierta de cenizas. Ahí, da vuelta uno de los almohadones floreados que quedó sobre un sillón, y la sorpresa más increíble espera del otro lado: un poco de color que sobresale de ese mundo gris, el verde y el dorado del estampado de esa tela que quedó boca abajo, conservados intactos. Y con ese color, un testimonio irrefutable de que el pasado estuvo ahí, y de que fue mejor, y la sonrisa de él ante el recuerdo. Una disgresión: la relación con el pasado y con la pérdida es ambigua. Hay cosas que necesitan olvidarse, porque iluminan tanto que el contraste es demasiado doloroso; hay en cambio un nivel de brillo tolerable que es el de la infancia. Acá, como en Camino, existe una vitalidad en la imaginación del hijo -que se pregunta cómo será el mar- que al padre le está vedada, porque para él el paraíso quedó en el pasado. Pero hay que seguir viaje. El camino del padre es hacia atrás, entonces. Primero, el olvido de la mujer, después la infancia, y finalmente una muerte tranquila, hechos los ritos que había que hacer, en una playa. Lo digo una vez más: The road es buen cine porque logra que la felicidad sea un poco de color en el estampado de un almohadón, o la sensación de abrigo del pullover de una mujer que se acurruca en el asiento de un auto. También es una película al ras del suelo, en la que el amor es envolver al otro, y la poca moral que sobrevive se reduce a decidir qué como y qué no como, al punto de que al padre, que había dicho algo así como que el hijo era todo para él, que era su dios, el hijo le dice a su vez, cuando ya es un cadáver, como última despedida: “Te prometo que te voy a hablar todos los días”. Porque en esta película sin dios, cada uno es el dios del otro, un dios que sostiene a su vez esa otra cosa –sí, la vida- que importa más que nada porque no necesita justificación en este mundo sin ideas.
Apasionadas Por tu culpa: esta vez sí, pasión real. Pasión de tener hijos (pasión, que es padecer, ser objeto de un pathos, de ahí patología) producida en toda la primer secuencia de la película por la cercanía con que la cámara –poco más en la frente de Erica Rivas- sigue a la madre que trata de estudiar y escuchar una cosa con auriculares mientras los chicos descontrolan la casa, recorren las habitaciones, tiran cosas, gritan, y ella se multiplica para abarcar todo y atajarlo todo al mismo tiempo –ni loco tengo hijos, me dijo el que estaba sentado al lado. Pero tampoco es eso, porque después hay besos y abrazos y hay amor bajo la forma de los besos y bajo la forma del cuidado. La noche empieza con un accidente: Julieta (Erica Rivas) y sus dos hijos están en casa mientras el padre vuelve de algún lugar en un avión, todos en pantuflas y en piyama. En el medio de un juego el más chiquito, Teo, se lastima, y todos deben partir hacia una clínica, así vestidos de entrecasa, los chicos en piyama y zapatillas, la madre con el pelo recogido en una pinza de plástico (el tamaño del cuerpo de ella en relación al tamaño del armatoste-carrito de Teo, la camioneta donde van a la clínica y los pasillos vacíos de esa misma clínica dan la medida del esfuerzo que todo esto supone para la protagonista, y también, pero en segundo plano, del desamparo). Entre el pelo atado de Julieta al principio y el pelo semisuelto de Julieta sobre el final se nos cuenta una historia. Porque el médico que revisa a Teo empieza a sospechar que los golpes tal vez hayan sido infligidos por la madre, y el hijo mayor, por resentimiento, capricho o porque sí, dice “Fue ella” cuando Julieta trata de explicarle al doctor cómo se lastimó Teo. Entonces viene la denuncia. Después aparecerá el marido, una especie de fantasma que no pierde su condición fantasmagórica –pero ahora en el sentido de lejano y también de amenazante- cuando llega, gigante como es, y le dice “pendeja”, y la mamá de Julieta, una figura que apenas atina a ponerle su propio tapado sobre los hombros a la hija cuando debe salir para la comisaría –¿pero no se trata justamente de eso? La película, inteligente, no tiene un discurso sobre todo esto. Tal vez, un experimento sobre las relaciones siempre extrañas entre la familia y la sociedad, lo privado y lo público, la necesidad de salir (la familia) de la casa para buscar asistencia y la violencia de meterse en la familia (el Estado) para investigar y ejercer sus funciones. Pero también, sin duda, una película de suspenso llena de preguntas en la que incluso después del final seguimos sin saber si Julieta les pegaba poco o les pegaba mucho, si era una “buena madre” (le haría mejor al mundo que esa frase no exista), si estaba separada o se llevaba mal con el marido, si alguien era bueno o era malo (para decirlo de la forma más tonta posible). Pero también, porque la vemos con el pelo recogido, práctica, al principio, y la vemos ponerse una hebilla después para sostener el flequillo en un pasillo del hospital y estar más presentable públicamente cuando la situación se pone tensa, y la vemos también soltarse el pelo cuando por fin ella, el marido y los chicos suben a la camioneta para volver a casa (una coquetería mínima, un momento de distensión), la historia de una mujer pequeña, joven, inmersa en esa cadena de amor y de maltrato indiscernible que puede ser una familia, que termina acostándose sola aunque el marido esté, y que articula, entre estas tres (al menos) lecturas posibles, los múltiples sentidos de la palabra “culpa”.
Pobres pero honrados Jueves en el Abasto, día de estrenos gratis (y me apuro a decirlo porque no quiero que se piense que gasté cincuenta pesos en estas películas; gasté casi cinco horas, eso sí, pero tiempo es lo que todavía tengo para perder de vez en cuando, eso que se llama juventud o masoquismo, como ustedes prefieran). Sex and the city 2 en el contexto Buenos Aires 2010 es una infamia, no hay otro modo de decirlo. Indignación por asistir a la destrucción de lo que alguna vez fue una serie más o menos interesante –con mucha ropa, sí, pero si hay algo que reconocerle al cine y la televisión norteamericanas es la velocidad para poner en discusión ciertos temas “actuales”, con bastante ligereza, es verdad, pero con la astucia de aggiornarse con una rapidez de bólido para seguir vendiendo y de paso sumar consumidores a paladas porque ahora hay un producto con el que se sienten “representados”, y sin embargo, sin embargo, de vez en cuando salen cosas provocadoras de ese menjunje cuya base está en la básica pregunta “¿Cómo podemos hacer plata?”- y sobre todo mucho aburrimiento porque la verdad, en esta no película no pasa nada. Igual eso lo dijo todo el mundo, pasemos a otro tema, no sin un par de consideraciones previas: Carrie es ahora un triste testimonio de la inutilidad de prologar el cuento de hadas más allá del “Y vivieron felices para siempre”, porque acá se la muestra casada hace dos años con ese poster que es el señor Big y que resulta que puertas adentro no quiere otra cosa que tirarse en su sofá –toda una institución, el “couch”- para leer el diario o mirar tele en la cama. Ella, tristísima, insatisfecha hasta la hinchapelotez, se desespera porque ahora que son ellos dos solos deberán trabajar hasta la muerte para mantener la “chispa”, como una especie de laboriosa felicidad póstuma. El problema central en esta cosa televisionada de dos horas y media –aunque ya no tenemos catorce- es que ella le da un beso a otro chico, imagínense eso. A Miranda y a Charlotte no les pasa nada, aunque se trate de usarlas para poner en escena pobremente ciertos problemillas que ni con calzador entran en un zapato feminista: tener hijos es difícil, ser mujer y trabajar en un estudio jurídico también, pero con ponerle un poco de onda ya estamos salvadas. Samantha es una caricatura cincuentona que da lugar a chistes de un grado de burdez (¿existirá “burdez”?) más dignos de la Moria Casán de los ochentas, como cuando aparece un musculoso bronceado canchero andando en jeep por el medio del desierto y ella se refiere al galán en cuestión como “Lawrence of my labia” o algo así, que se traduce en el subtitulado como “Lawrence de mi conchabia”. Enough is enough. Todo en el escenario de la inmunda Abu Dhabi, una Las Vegas sin onda a la que viajan para desfilar trapitos estampados en el medio del desierto y para descubrir que ser mujer es tan maravilloso en el oriente como en occidente porque gracias a la globalización, las chicas árabes llevan la colección primavera completa de vaya a saber qué diseñadores cachivachosos y cambalacheros de Niu Iork abajo de sus velos negros. Auch. Por todo esto no me extrañó nada que Legión de ángeles, la segunda película del jueves, empezara con la voz en off de una niñita que recordaba cómo la madre le había anticipado el fin del mundo –que tiene sus antecedentes como todos saben en el diluvio universal, cuando dios se pudrió y decidió que “Hay que matarlos a todos”- en el que dios volvería a destruir a la asquerosa humanidad que tuvo el desatino de crear porque “He´s tired of all this bullshit”. De más está decir que después de No sex and no city yo estaba más que dispuesta a contemplar un buen apocalipsis, por lo cual me puse a la tarea de gozar como loca todo el delirio pseudoreligioso y pasarla re bien. Legión de ángeles podía haber sido una buena película, y si no vean esto: todos los personajes que interesan están reunidos en uno de esos dinners tan norteamericanos y que tanto bien le han hecho al cine, en medio del desierto. Está la chica embarazada en cuya panza a punto de ebullición se está gestando el Mesías –no se sabe muy bien en qué consiste la condición mesiánica de este nenito que debe guiar a la humanidad por la senda que mejor convenga basándose en el desciframiento de unos tatuajes en el cuerpo de un ángel, sí, bueno, pero por favor sigan leyendo. Está el chico enamorado secretamente de la Virgen María, y que más tarde sabremos que es el verdadero redentor porque es tan bueno pero tan bueno que se arruina la vida por ayudar al padre y sigue como un perrito a la chica que no lo quiere y que espera un infante de otro hombre –y ahí tienen el concepto supremo de bondad, más claridad échenle agua, o préndanlo fuego, como más les antoje. También está Dennis Quaid, que es el dueño del dinner y un personaje bastante zoquetón, más un negro que cae en la volteada y que debe andar en algo raro porque lleva un arma pero que también va a redimirse, más una pareja insoportable con hija adolescente de pollera cortita que resolverá la relación con su mamá después de que al papá le coma el cuello un zombie y se desangre hasta la muerte. A ese lugar llega, en la mejor secuencia de la película, la que promete todo, una adorable ancianita de pullover rosado que viene manejando un auto re canchero, entra al local, pide un bife bien crudo, mientras las moscas recorren el churrasco sangriento le pregunta a la moza por el bebé, y con su dulce vocecita tira la mejor frase de toda la película, “Your fucking baby´s gonna burn”, después de lo cual procede a convertirse en una mezcla de zombie con vampiro con perro, trepa por las paredes y pretende matarlos a todos, si no fuera porque justito justito llega el ángel Miguel en su figura humana –Paul Bettany en versión Terminator- con una camioneta llena de ametralladoras para proteger al niño. Porque el tema es así: dios es un forro, y como está podrido de la humanidad esta vez se decide por mandar a matar al Mesías, misión que le encarga al ángel Michael. Pero Michael, que tiene fe en la humanidad y que la amó desde un primer momento, elige desobedecer y en cambio viene a proteger al bebito. Todo estaría bien si no fuera porque el ángel Gabriel, que es igual de forro que dios y además un chupamedias cumplidor acrítico, se viene al humo para matar a Michael, al futuro Jesús y a todos los que pueda, y porque además hay un ejército de zombies –ángeles que han poseído a los humanos- que desde todos los puntos del planeta o los Estados Unidos marchan por el desierto hasta rodear el dinner en cuestión y deben combatirse ametrallando desde la terraza de lo lindo. Hasta ese punto el mamarracho es una fiesta; después, como dijo Santiago, todo se pone serio y sigue la sucesión de peleas, reconciliaciones, redenciones y discursos salvamenteros que se reducen a la idea fundamental que atraviesa tantas pero tantas películas: “There´s still hope”, “¿You think there´s still hope?”, “Oh my God, there´s no hope”, etc. hope etc. Un merecido poroto para las alitas de los ángeles que son blindadas y dan lugar a peleas a cuál más insólita como cuando Gabriel convertido en una especie de Kohinoor se envuelve en las propias alas y gira a toda velocidad para repeler una balacera, ¡piung piung piung piung! Mucho más divertida –a veces involuntariamente- que Sex and the city 2, un poco osada en su versión de un dios con pocas pulgas y lugarcomunesca en sus ideas sobre bondad boba y fe en la humanidad porque “mientras quede un solo tonto que se deje pisotear”, Legión de ángeles también se lleva las palmas por una de las escenas más berretas (y no en el buen sentido) de la historia del cine: la conversación entre Miguel y Gabriel, en pleno cielo, en una especie de edificio acartonado donde se supone debe vivir dios y con un poster digital entre dorado y celeste como fondo. Torpísima sofisticación circular, Legión termina con la misma frase en off con que empezó, y la María-2010 salvada y ya parida ahora devenida guerrillera de la salvación mundial que empieza con una pequeña y juvenil familia en un auto lleno de ametralladoras y con pañuelo-Rambo como vincha vuelve sobre la idea de que si a dios se le antojó destruirnos a todos sería porque estaba cansado de toda esta mierda (“tired of all this bullshit”, como dije), palabras que se revierten sobre esa tarde en el cine y tanto más porque al salir de la sala tuve que cruzar un hall donde detrás de afiches de los personajes de Prince of Persia con esa cara de enojados que todos tienen ahora se ocultaban unas esculturas de palacios y no sé qué minaretes hechas con arena de las que la gente tomaba fotos con sus celulares. Si dios existe y es así de pocas pulgas y quisiera destruirlo todo una vez más, sólo cabe esperar que empiece por el shopping. Y si quieren ver películas les recomiendo el Malba, algún Arteplex o el ciclo de noir de la Lugones.
Pobres pero honrados Jueves en el Abasto, día de estrenos gratis (y me apuro a decirlo porque no quiero que se piense que gasté cincuenta pesos en estas películas; gasté casi cinco horas, eso sí, pero tiempo es lo que todavía tengo para perder de vez en cuando, eso que se llama juventud o masoquismo, como ustedes prefieran). Sex and the city 2 en el contexto Buenos Aires 2010 es una infamia, no hay otro modo de decirlo. Indignación por asistir a la destrucción de lo que alguna vez fue una serie más o menos interesante –con mucha ropa, sí, pero si hay algo que reconocerle al cine y la televisión norteamericanas es la velocidad para poner en discusión ciertos temas “actuales”, con bastante ligereza, es verdad, pero con la astucia de aggiornarse con una rapidez de bólido para seguir vendiendo y de paso sumar consumidores a paladas porque ahora hay un producto con el que se sienten “representados”, y sin embargo, sin embargo, de vez en cuando salen cosas provocadoras de ese menjunje cuya base está en la básica pregunta “¿Cómo podemos hacer plata?”- y sobre todo mucho aburrimiento porque la verdad, en esta no película no pasa nada. Igual eso lo dijo todo el mundo, pasemos a otro tema, no sin un par de consideraciones previas: Carrie es ahora un triste testimonio de la inutilidad de prologar el cuento de hadas más allá del “Y vivieron felices para siempre”, porque acá se la muestra casada hace dos años con ese poster que es el señor Big y que resulta que puertas adentro no quiere otra cosa que tirarse en su sofá –toda una institución, el “couch”- para leer el diario o mirar tele en la cama. Ella, tristísima, insatisfecha hasta la hinchapelotez, se desespera porque ahora que son ellos dos solos deberán trabajar hasta la muerte para mantener la “chispa”, como una especie de laboriosa felicidad póstuma. El problema central en esta cosa televisionada de dos horas y media –aunque ya no tenemos catorce- es que ella le da un beso a otro chico, imagínense eso. A Miranda y a Charlotte no les pasa nada, aunque se trate de usarlas para poner en escena pobremente ciertos problemillas que ni con calzador entran en un zapato feminista: tener hijos es difícil, ser mujer y trabajar en un estudio jurídico también, pero con ponerle un poco de onda ya estamos salvadas. Samantha es una caricatura cincuentona que da lugar a chistes de un grado de burdez (¿existirá “burdez”?) más dignos de la Moria Casán de los ochentas, como cuando aparece un musculoso bronceado canchero andando en jeep por el medio del desierto y ella se refiere al galán en cuestión como “Lawrence of my labia” o algo así, que se traduce en el subtitulado como “Lawrence de mi conchabia”. Enough is enough. Todo en el escenario de la inmunda Abu Dhabi, una Las Vegas sin onda a la que viajan para desfilar trapitos estampados en el medio del desierto y para descubrir que ser mujer es tan maravilloso en el oriente como en occidente porque gracias a la globalización, las chicas árabes llevan la colección primavera completa de vaya a saber qué diseñadores cachivachosos y cambalacheros de Niu Iork abajo de sus velos negros. Auch. Por todo esto no me extrañó nada que Legión de ángeles, la segunda película del jueves, empezara con la voz en off de una niñita que recordaba cómo la madre le había anticipado el fin del mundo –que tiene sus antecedentes como todos saben en el diluvio universal, cuando dios se pudrió y decidió que “Hay que matarlos a todos”- en el que dios volvería a destruir a la asquerosa humanidad que tuvo el desatino de crear porque “He´s tired of all this bullshit”. De más está decir que después de No sex and no city yo estaba más que dispuesta a contemplar un buen apocalipsis, por lo cual me puse a la tarea de gozar como loca todo el delirio pseudoreligioso y pasarla re bien. Legión de ángeles podía haber sido una buena película, y si no vean esto: todos los personajes que interesan están reunidos en uno de esos dinners tan norteamericanos y que tanto bien le han hecho al cine, en medio del desierto. Está la chica embarazada en cuya panza a punto de ebullición se está gestando el Mesías –no se sabe muy bien en qué consiste la condición mesiánica de este nenito que debe guiar a la humanidad por la senda que mejor convenga basándose en el desciframiento de unos tatuajes en el cuerpo de un ángel, sí, bueno, pero por favor sigan leyendo. Está el chico enamorado secretamente de la Virgen María, y que más tarde sabremos que es el verdadero redentor porque es tan bueno pero tan bueno que se arruina la vida por ayudar al padre y sigue como un perrito a la chica que no lo quiere y que espera un infante de otro hombre –y ahí tienen el concepto supremo de bondad, más claridad échenle agua, o préndanlo fuego, como más les antoje. También está Dennis Quaid, que es el dueño del dinner y un personaje bastante zoquetón, más un negro que cae en la volteada y que debe andar en algo raro porque lleva un arma pero que también va a redimirse, más una pareja insoportable con hija adolescente de pollera cortita que resolverá la relación con su mamá después de que al papá le coma el cuello un zombie y se desangre hasta la muerte. A ese lugar llega, en la mejor secuencia de la película, la que promete todo, una adorable ancianita de pullover rosado que viene manejando un auto re canchero, entra al local, pide un bife bien crudo, mientras las moscas recorren el churrasco sangriento le pregunta a la moza por el bebé, y con su dulce vocecita tira la mejor frase de toda la película, “Your fucking baby´s gonna burn”, después de lo cual procede a convertirse en una mezcla de zombie con vampiro con perro, trepa por las paredes y pretende matarlos a todos, si no fuera porque justito justito llega el ángel Miguel en su figura humana –Paul Bettany en versión Terminator- con una camioneta llena de ametralladoras para proteger al niño. Porque el tema es así: dios es un forro, y como está podrido de la humanidad esta vez se decide por mandar a matar al Mesías, misión que le encarga al ángel Michael. Pero Michael, que tiene fe en la humanidad y que la amó desde un primer momento, elige desobedecer y en cambio viene a proteger al bebito. Todo estaría bien si no fuera porque el ángel Gabriel, que es igual de forro que dios y además un chupamedias cumplidor acrítico, se viene al humo para matar a Michael, al futuro Jesús y a todos los que pueda, y porque además hay un ejército de zombies –ángeles que han poseído a los humanos- que desde todos los puntos del planeta o los Estados Unidos marchan por el desierto hasta rodear el dinner en cuestión y deben combatirse ametrallando desde la terraza de lo lindo. Hasta ese punto el mamarracho es una fiesta; después, como dijo Santiago, todo se pone serio y sigue la sucesión de peleas, reconciliaciones, redenciones y discursos salvamenteros que se reducen a la idea fundamental que atraviesa tantas pero tantas películas: “There´s still hope”, “¿You think there´s still hope?”, “Oh my God, there´s no hope”, etc. hope etc. Un merecido poroto para las alitas de los ángeles que son blindadas y dan lugar a peleas a cuál más insólita como cuando Gabriel convertido en una especie de Kohinoor se envuelve en las propias alas y gira a toda velocidad para repeler una balacera, ¡piung piung piung piung! Mucho más divertida –a veces involuntariamente- que Sex and the city 2, un poco osada en su versión de un dios con pocas pulgas y lugarcomunesca en sus ideas sobre bondad boba y fe en la humanidad porque “mientras quede un solo tonto que se deje pisotear”, Legión de ángeles también se lleva las palmas por una de las escenas más berretas (y no en el buen sentido) de la historia del cine: la conversación entre Miguel y Gabriel, en pleno cielo, en una especie de edificio acartonado donde se supone debe vivir dios y con un poster digital entre dorado y celeste como fondo. Torpísima sofisticación circular, Legión termina con la misma frase en off con que empezó, y la María-2010 salvada y ya parida ahora devenida guerrillera de la salvación mundial que empieza con una pequeña y juvenil familia en un auto lleno de ametralladoras y con pañuelo-Rambo como vincha vuelve sobre la idea de que si a dios se le antojó destruirnos a todos sería porque estaba cansado de toda esta mierda (“tired of all this bullshit”, como dije), palabras que se revierten sobre esa tarde en el cine y tanto más porque al salir de la sala tuve que cruzar un hall donde detrás de afiches de los personajes de Prince of Persia con esa cara de enojados que todos tienen ahora se ocultaban unas esculturas de palacios y no sé qué minaretes hechas con arena de las que la gente tomaba fotos con sus celulares. Si dios existe y es así de pocas pulgas y quisiera destruirlo todo una vez más, sólo cabe esperar que empiece por el shopping. Y si quieren ver películas les recomiendo el Malba, algún Arteplex o el ciclo de noir de la Lugones.
Apasionadas Hadewijch: semiengaño. Película sobre una chica que por búsqueda mística entra en un convento, donde repite ostentosamente las poses exteriores de San Franciso de Asís y vaya a saber qué otro santo católico como alimentar pajaritos con mano piadosa en el medio del patio, cosa que en su carácter excesivo, excéntrico y patológico escandaliza a las monjas que deciden echarla. Hija de un ministro, la ahora Céline habita insatisfecha en un palacio altamente artificioso de paredes rojas donde siempre está sola, salvo por un perrito blanco que lleva a todas partes y que una vez acaricia desnuda cuando sale del baño y se lleva de paso a la cama. Pero es lo único que Céline, virgen y casta, se lleva a la cama, porque al chico árabe Yassine que conoce le dirá que su enamoramiento es con Jesús y que no le interesa conocer a un hombre. Paseo en motoneta por París con Yassine, a la Amélie pero sin musiquita, en el quizás único momento joven de toda la película; contrastación pavota por paralelismo entre dos recitales a los que asiste Céline, uno de gente joven y rockera al aire libre y otro de música clásica en la iglesia. Interesante movimiento desde el Sena y vaya a saber qué barrio adinerado de París –vista de la ciudad muy de arriba y de lejos, con Torre Eiffel asomando turísticamente- a un barrio bajo de inmigrantes desde el cual la vista es bastante distinta, y en el que Céline descubrirá la vertiente política de la pasión de la mano de dos árabes (me pregunto si esto será provocador en Francia). Y sin embargo, sin embargo, en una de esas Hadewijch no se trate tanto de la homologación entre el fervor extremista religioso y el fervor extremista político –gran obviedad, pero manejada sutilmente en la narración al punto que cerca del final resulta verosímil que la ex chica de convento católico ponga una bomba árabe en un subte- sino de la adolescencia, de la insatisfacción y del aburrimiento, cosas que en todo caso están tratadas más atractivamente y con un poco menos de solemnidad en cualquier película de Sofia Coppola. Ojalá Hadewijch fuera menos seria, ojalá hubiera carne y pasiones reales en esa niña fría, además de los pezoncitos que asoman todo pero todo el tiempo a través de una remera como para poner un detalle de sexualidad en el cuerpo asexuado. Porque eso es lo que da potencia a la imagen final, cuando Céline se trata de suicidar en un charco y es rescatada por un albañil-torso desnudo al que se abraza, que estuvo dando vueltas durante toda la película, cárcel va cárcel viene, y no sabíamos por qué –no sé qué pienso todavía de ese me-guardo-un-efecto-para-después. En fin, que es un momento en que los dos mojados y ella feliz por la materialización física de lo que siempre fue amor idealizado, contrasta con la contemplación reja de por medio de una estatua de Jesús en cueros y tendido abandonadamente al principio de la película, también con el torso desnudo, sólo que blanco y de piedra inmóvil y lejano pero que a pesar de todo no dejaba de ser un hombre con el torso desnudo.
0800-BABY Para que las chicas no compremos esperma congelado en tubitos de ensayo, la paranoia hollywoodense, siempre un paso adelante –no sea cosa que la aberración madresolterista independiente y económicamente autosuficiente con arranques de omnipotencia y ninguna conciencia de la incompletud de un sexo que requiere tener un hombre al lado para esos menesteres invada el planeta y los varones sólo se necesiten para completar los equipos de fútbol- trae esta lección de puntero en mano en la forma de comedia romántica semifea semipropagandística con gancho de ver a Jennifer López adelgazada después de un embarazo múltiple con culo vuelto a su lugar, y un tema de actualidad y tan candente como la compraventa de semillas para producir hijos. El dibujito animado que abre la película, ilustrativo de ese reloj biológico que les pone a las chicas a determinada edad anteojos de cigüeña y pañales y bebitos gateando, es inmundo pero por suerte termina y da lugar a un comienzo tímidamente prometedor: la chica, Zoe, treintona y dueña de su propio pet-shop después de entregar años de su vida a las corporaciones, pero eso no era para ella, con sensibilidad romántica que requiere un empleo artesanal o que implique cuidar algo, ya sea florería (Jennifer Anniston en la peor del mundo comedia romántica Love happens), librería para chicos (Meg Ryan en la muchísimo mejor You´ve got mail), repostera (Meryl en It´s complicated, de nuevo Meryl y Amy Adams en la también efronística Julie&Julia), o cuidadora de su perrito paralítico como es el caso, se hace inseminar por un doctor viejito y no se aguanta las ganas de tirar un chiste atrás del otro sobre el tema –“Deberíamos darnos un abrazo, ¿no? Capaz que acabamos de hacer un bebito”, etc. etc.- en un comienzo con un poco de gracia y aparentemente bastante de provocación a ciertos modelos tradicionalistas de familia y de paternidad. Jennifer está linda, tiene una gran espalda que termina de la mejor forma posible y en este caso se la ve casi simpática, no como el bloque de hielo autocompasivo que era la sirvientita estirada cenicientofílica de la muy solemne Maid in Manhattan. Lástima, lástima, terrible lástima, que el hijoputa machista director de este bodrio y la hijoputa machista que escribió el guión no le concedan ni cinco minutos de felicidad autosatisfactoria a esta bonita, porque no bien sale de la clínica reproductora se sube a un taxi en medio de la lluvia y al mismo taxi se sube el chico que, se sabe, se va a casar con ella y por ese medio matrimónico la va a salvar del desgraciado destino de madresoltería. Un horror, porque a partir de ahí se nos muestra a la chica como una irresponsable adolescente impulsiva descocada que en un arranque de vaya a saber qué incremento hormonal había decidido cultivar un hijo y que ahora, ante la aparición de un musculético fabricante de quesos artesanales –a uno de los cuales en honor a ella nombra “Zoe”, que es lo que todas las chicas queremos- piensa que ojalá que le de negativo el evatest porque tiene una cita. El corolario de todo lo expuesto, que la maternidad a solas no es otra cosa que una alternativa desesperada al sueño de mamá y papá y los dos nenitos, hace que la caprichosita Zoe inculpe a su quesero cuando de puro paranoica flashea que está a punto de dejarla y lo increpe con un “¡Ah, pero me vas a dejar criando a este bebé yo solita!”, que era supuestamente lo que ella había planeado desde un mismo principio, así que francamente no entendemos a Zoe y nos parece bastannnnte pavota. En medio de todo esto, dos corolarios más: primero, que una mujer que pretende arreglárselas sola con un hijo, como para confirmar esa verdad de la naturaleza de que los padres, si no fuera por nuestra cultura, no tienen un pito que ver en el asunto –bueno, pongámosle que un pomo- es decididamente un monstruo, una amenaza para los cimientos de esta civilización que todavía quiere verse patriarcal a todo trance, y segundo, que una mujer que pretende arreglárselas sola con un hijo, como todas las madres solteras-de-verdad del grupo de autoayuda en el que participa Zoe, es decididamente un monstruo, ya sea en forma de gordita ridícula o de chongo tatuado de apariencia lésbica o de negra culona, como para que nadie dude de esta verdad un poco triste pero necesaria de que si quedaron solas es porque son feas, qué tanto ni qué tanto.
Flecha de vencimiento Vi una película rarísima rarísima, se llama Robin Hood. Trata sobre un héroe que todos más o menos conocemos, pero quiere contar la historia de cómo ese héroe llegó a ser un héroe, esa cosa que ahora se llama precuela, eso de Batman en un monasterio del Tibet o trepando un edificio disfrazado de ninja, en Batman begins. Imagínense que este Russell Crowe de la película de Ridley Scott llegará a ser un día Kevin Costner o Errol Flyn, es algo así. Ya había una postcuela sobre Robin Hood (supongamos que la palabra existe, puede empezar a existir en cualquier momento, si sigue esta moda de los feos neologismos) donde Audrey Hepburn y Sean Connery se querían hasta la vejez, sólo que acá Robin y Marion ya son un poco viejos, así que de la precuela a la postcuela llegarían con la lengua afuera y apoyados en bastones. Bueno. Ni atlético ni con calcitas verdes ni romántico, este Robin tiene la carita mofletuda de Russell Crowe y es juguetón pero correcto. Lo sabemos porque bien al comienzo de la película, cuando las huestes de Ricardo Corazón de León todavía están en Francia en pleno regreso de cruzada, hace un juego de azar donde se esconde una bolita debajo de una tacita entre otras dos tacitas iguales, y un compañero cruzado lo acusa de que no hay ninguna bolita, porque nadie gana nunca el juego, pero cuando levanta, una por una, las tres tacitas, la bolita aparece bajo la tercera, entonces ahí sabemos: pícaro pero honrado, que es lo que debe ser un Robin Hood. Las bases para el mito de origen están sentadas (y no se van a parar nunca). Lo importante en principio es mostrar que Robin era un hombre, en este proceso de chatización que no deja títere con cabeza y que pretende que para que amemos al protagonista de algo tenemos que verlo tan común y silvestre como cualquier vecino que hace morisquetas en youtube. No no, nada más lejos que un afán aristocrático en todo esto que digo, pero es que ese realismo –ahora mostraremos al hombre detrás del mito, y si se caga en el traje como Iron Man, mejor- es la marca que organiza toda la película, desde la forma de filmar las batallas hasta los trajes y las chozas: cámara en mano temblequeante para meterse entre soldados que disparan una catapulta o para recibir una lluvia de flechas, zoom estruendoso y grasa hacia la cara de Cate Blanchett cuando recibe una mala noticia, cámara bajo el agua para mostrar cómo caen los cuerpos en el fondo del mar en la batalla final en una playa, plano cerrado y ultradetallista en cámara hiperlenta de la flecha decisiva que dispara Robin hacia el cuello del malo, en el que se ve la dicha flecha como si tuviéramos el ojo metido en el arco en el preciso momento en que el cimbronazo del arco la despide y salen múltiples gotitas, cuantificables gotitas, maravilla de la técnica, porque la flecha se había mojado porque no olviden que estamos al borde del mar. ¿Qué es todo esto? Es nada menos que la Edad Media tal como debe haber sido, polvorienta y marrón, con reyes burdos que practican sexo oral bajo las sábanas a sus princesas –ved el detalle del futuro Rey Juan sacándose un cosito de la boca cuando la madre le interrumpe el trámite al entrar en la cámara real y el niño sale de abajo de las sábanas- y se golpetean la corona-casco con un anillo para enfatizar una frase igual de burda, y con siembra directa sobre los campos famélicos de Nottingham, y con ropa difícil de desatar con infinitos nudos. Sobre el decorado realista, y la técnica visual hiperrealista, la figura de Russell como para demostrar que Roma y Nottingham son campos adyacentes y contemporáneos en la industria del cine, y líneas tan verosímiles como aquella que dice Robin en la asamblea de los dominados: “Porque los cambios se deben construir desde la base, como una catedral”, cosa que debe haber hecho preguntarse a los campesinos sedentarios de Nottingham que difícilmente hayan hecho turismo medieval, “¿Qué será eso?”. Pasa que claro, Edad Media+metáfora=catedral, y así se dan las cosas. ¿Es productiva esta tensión entre realismo y estereotipo, entre realismo y origen desmitificado, pero mítico todavía (porque Robin encuentra a su padre, por la mitad de la película, y se entera de que el hombre había sido una especie de héroe de la resistencia localista anti-dictatorial y que las manos de los dos ya estaban marcadas en el cemento fresco de una piedra que decía algo sobre leones y corderos, como un destino), del mito? Sí, produce mucho aburrimiento. Ridley Scott es tan tonto que no se dio cuenta de que los dibujos de los créditos finales son mil veces más estimulantes que toda su película, ¡ojalá hubiera sido toda así! El relato puede ser mítico, y el lector puede hacer, si se le canta, la “bajada” a cualquier tipo de interpretación real. Acá no hay nada para hacer, más que impresionarse, a lo sumo, con esa cámara ubicua que como no decide por dónde meterse se mete en todas partes y que nos deja como impresión más memorable los cachetes de Russell Crowe y la nostalgia de algún Robin más pícaro que juegue un poco y que se cuelgue de los árboles.
La más mujer del mundo Hay dos mujeres de pelo cortito y unas cuantas décadas de edad que ahora están en la pantalla. Las dos son argentinas, de clases sociales diferentes, y lo que tienen en común, en un principio, es la pasión por los rompecabezas. Una vive en el reino de la ficción y la otra es real –de hecho estaba en el Malba a la salida de la función y pudimos escucharla cuando decía, en medio de la mucha gente que se le juntó alrededor, “Yo nací para el cine”. Bela Jordán es la protagonista de Diletante, la primera película de Kris Niklison que por estos días se da en el Malba, y además es la madre de la directora. María del Carmen es la criatura de Natalia Smirnoff en Rompecabezas (también es su primera vez detrás de cámaras), tiene el cuerpo de María Onetto, y además es la madre de muchos de nosotros, una mujer de clase media que vive un poco a la sombra de la familia que formó, y que a la vez sostiene. María del Carmen, callada, con una discreción que parece sometimiento pero que no es otra cosa que la seguridad de quien vive para adentro, apenas habla. Bela Jordán habla casi todo el tiempo, la suya es una película de frases. Si algo las acerca son los planos cerrados sobre las manos de las dos, manos femeninas, delgadas, delicadas en la manera de tomar las fichas y pegar una con otra, cuidadosamente, sin apuro, para ellas solas. Hay una frase que ahora está muy de moda, bastante abstracta, que vaya a saber de dónde salió: “Necesito mi espacio”. Parece que hay que tener un espacio, crearse un lugar propio y habitarlo, ya sea en la pareja, en la familia o en la vida. María del Carmen nunca diría esta frase tan moderna, pero Rompecabezas es la historia de cómo esta mujer, madre y ama de casa, se hace un espacio, literalmente. La primera escena de la película la muestra confinada al que supuestamente es el lugar de la mujer en la familia tradicional: la cocina. Es la fiesta de su cumpleaños, pero María no hace otra cosa que trasladarse entre la cocina y el living, donde el resto “la está festejando” mientras ella lleva y trae platos, termina de decorar la torta, prende la velita para que le canten, recoge la basura y junta un plato que se le rompió, todo el tiempo esquivando gente, deslizándose con dificultad entre los huecos que dejan los otros. No parece haber lugar para ella en esa fiesta más que en el backstage de la cocina. Pero uno de los regalos que la esperan es un rompecabezas, y gracias a ese juego María descubre algo muy simple, lo que le gusta hacer, lo de ella sola, y lo hace. Ese pequeño cambio toma dimensiones planetarias para la familia: ahora la madre se acuesta a cualquier hora, tiene la mesa ocupada con enormes cantidades de fichas, sale más, no tiene tiempo para tener la heladera llena con las cosas de siempre. Y los otros se quejan, por supuesto. Este relato, tratado por una directora menos inteligente y con un malentendido progresista en la cabeza, habría tomado una dirección bien diferente, un camino teórico y de manual que llevaría a María desde un supuesto sometimiento a una supuesta liberación. Eso hubiera implicado representar a María desde la mirada de una generación, más joven, que tiene una idea de familia muy distinta. Y sin embargo Smirnoff no ejerce esa violencia sobre el personaje, observa la vida que eligió, y le regala un rompecabezas mientras María vuelve a elegir su propia vida, pero ampliada. Porque sobre el final de la película, María, ganada la batalla silenciosa, vacía el cuartito del fondo –lugar masculino por excelencia, de las herramientas y los cachivaches- y se lo apropia para que sea su lugar, le pone una mesa, un estante con sus cosas queridas, y guarda en un frasco, escondido, el pasaje a Alemania que se había ganado en un concurso, como el símbolo de otra vida posible que elige no elegir. María del Carmen, con sus anteojitos medio modernos, reconcentrada en sus rompecabezas, se parece muchísimo a mi mamá cuando hace sus sudokus, por eso cuando salí del cine la llamé y le dije “Hay una película para vos, me encantaría que la veas”. Sé que le va a gustar. También sé que mi abuela Natalia se hubiera entendido con Bela, la protagonista de Diletante, porque mi abuela fue una diletante en los últimos años de su vida, entre los chistes que hacía en la mesa, las anécdotas que contaba, la lectura del diario y el cuidado del jardín, y me consta que la pasó bien. Y digo esto porque sé que esas personas algo dogmáticas que gustan de alambrar el mundo van a pensar “Bela puede ser una diletante porque es una oligarca”. Bueno, mi abuela tenía una jubilación propia, la mínima, una pensión por viudez y ninguna casa propia, inmigrante polaca como era que se casó con un electricista y no trabajó nunca fuera de la casa después del matrimonio, y sin embargo –ah, esto que horroriza a los que tienen horror a la mezcla- compartió muchas cosas con Bela. Esta Bela Jordán también podría ser María del Carmen treinta años después, salvando la diferencia de clase que es bien evidente, hasta en el modo de hablar de cada una (Bela no dice “rompecabezas”, dice “pásl”). Porque María es de Turdera, mientras que Bela vive en una casa medio derruida de Sauce Viejo, como una aristócrata en una ruina. Pero ojo que en Diletante de ruinas no hay nada; casi podría decirse que la misma idea de ruina se pone en cuestión, porque esa casa de paredes descascaradas es la misma que le sirve a la protagonista para vivir al lado del río, para poder mirarlo cuando quiere, y porque Bela, activa, entusiasmada, curiosa, se conecta a Internet, se sube a su tractor de cortar el pasto para ir hasta la almacén a comprar algo (recuerdo de Una historia sencilla de Lynch), compra una motosierra y la arma ella sola. Kris Niklison la filma como Bela y también como vieja, es decir, filma a esa mujer Bela Jordán, con su modo particular de ver el mundo cuando habla, y al mismo tiempo filma la vejez, en ciertos planos donde la cámara recorre el cuerpo de Bela tan de cerca que se pierde la identidad de ella y lo que salta a la vista son las arrugas, los surcos, las manchas en la piel, todo eso que en general –Bela incluida, porque agradece que la vida, sabia, le quite la buena vista a la vez que le da las arrugas- no queremos ver. Además, la mayoría de las conversaciones que Bela mantiene con Cata, la mujer que la atiende, van a parar al mismo lugar, próximo y desconocido: la muerte. Bela habla de la muerte sin tapujos, necesita quererla porque no es tonta y sabe que la tiene cerca, y sin embargo la vence –porque ella no está a la espera de la muerte, está viviendo- con el arma más poderosa del mundo, el humor, cuando se ríe del casero que tiene miedo de encontrarla muerta, o de imaginarse una muerte tan original como que la parta un rayo mientras está mirando una tormenta. Piénsenlo un poco: estoy hablando de una película protagonizada por un ama de casa de cincuenta años y de otra protagonizada por una mujer de ochenta. Tanto Rompecabezas como Diletante, que son antes que nada muy buenas películas, ponen en primer plano esos cuerpos que la televisión y la publicidad ocultan. Ni Bela ni María del Carmen cumplen con los estereotipos femeninos de esta sociedad de mierda –porque lo es, lo es, y hay que decirlo. Bela no es Mirtha, ni ninguna de esas mujeres grandes a las que el mejor piropo que se les puede decir es “Estás igual”. Tiene el pelo cortito, sin teñir, y usa pantalones cómodos para andar en su tractor. María del Carmen, también de pelo corto, coge bien con su marido, le mete los cuernos y nunca, al menos por lo que se ve, siente culpa ni tampoco ganas de volver a hacerlo. Que ellas sean mujeres no es un dato menor. Ahora que las mujeres son increíblemente, después de décadas de feminismo, objeto de las miradas masculinas más que ninguna otra cosa, Bela dice una frase que es casi revolucionaria: “Cuando llegás a los sesenta, y los hombres ya no te miran como una conquista posible, ahí sos verdaderamente libre”. Entonces: vade retro, señores, que estas chicas están ocupadas con sus rompecabezas. (Este va para mi mamá, y para las abuelas que tuve, Dunia y Natalia, con un poema, La más mujer del mundo, que puede leerse por acá, y que dice una cosa tan inquietante como cierta, en ese lugar que es solamente de ellas: “Ninguno la conoce”.)
La más mujer del mundo Hay dos mujeres de pelo cortito y unas cuantas décadas de edad que ahora están en la pantalla. Las dos son argentinas, de clases sociales diferentes, y lo que tienen en común, en un principio, es la pasión por los rompecabezas. Una vive en el reino de la ficción y la otra es real –de hecho estaba en el Malba a la salida de la función y pudimos escucharla cuando decía, en medio de la mucha gente que se le juntó alrededor, “Yo nací para el cine”. Bela Jordán es la protagonista de Diletante, la primera película de Kris Niklison que por estos días se da en el Malba, y además es la madre de la directora. María del Carmen es la criatura de Natalia Smirnoff en Rompecabezas (también es su primera vez detrás de cámaras), tiene el cuerpo de María Onetto, y además es la madre de muchos de nosotros, una mujer de clase media que vive un poco a la sombra de la familia que formó, y que a la vez sostiene. María del Carmen, callada, con una discreción que parece sometimiento pero que no es otra cosa que la seguridad de quien vive para adentro, apenas habla. Bela Jordán habla casi todo el tiempo, la suya es una película de frases. Si algo las acerca son los planos cerrados sobre las manos de las dos, manos femeninas, delgadas, delicadas en la manera de tomar las fichas y pegar una con otra, cuidadosamente, sin apuro, para ellas solas. Hay una frase que ahora está muy de moda, bastante abstracta, que vaya a saber de dónde salió: “Necesito mi espacio”. Parece que hay que tener un espacio, crearse un lugar propio y habitarlo, ya sea en la pareja, en la familia o en la vida. María del Carmen nunca diría esta frase tan moderna, pero Rompecabezas es la historia de cómo esta mujer, madre y ama de casa, se hace un espacio, literalmente. La primera escena de la película la muestra confinada al que supuestamente es el lugar de la mujer en la familia tradicional: la cocina. Es la fiesta de su cumpleaños, pero María no hace otra cosa que trasladarse entre la cocina y el living, donde el resto “la está festejando” mientras ella lleva y trae platos, termina de decorar la torta, prende la velita para que le canten, recoge la basura y junta un plato que se le rompió, todo el tiempo esquivando gente, deslizándose con dificultad entre los huecos que dejan los otros. No parece haber lugar para ella en esa fiesta más que en el backstage de la cocina. Pero uno de los regalos que la esperan es un rompecabezas, y gracias a ese juego María descubre algo muy simple, lo que le gusta hacer, lo de ella sola, y lo hace. Ese pequeño cambio toma dimensiones planetarias para la familia: ahora la madre se acuesta a cualquier hora, tiene la mesa ocupada con enormes cantidades de fichas, sale más, no tiene tiempo para tener la heladera llena con las cosas de siempre. Y los otros se quejan, por supuesto. Este relato, tratado por una directora menos inteligente y con un malentendido progresista en la cabeza, habría tomado una dirección bien diferente, un camino teórico y de manual que llevaría a María desde un supuesto sometimiento a una supuesta liberación. Eso hubiera implicado representar a María desde la mirada de una generación, más joven, que tiene una idea de familia muy distinta. Y sin embargo Smirnoff no ejerce esa violencia sobre el personaje, observa la vida que eligió, y le regala un rompecabezas mientras María vuelve a elegir su propia vida, pero ampliada. Porque sobre el final de la película, María, ganada la batalla silenciosa, vacía el cuartito del fondo –lugar masculino por excelencia, de las herramientas y los cachivaches- y se lo apropia para que sea su lugar, le pone una mesa, un estante con sus cosas queridas, y guarda en un frasco, escondido, el pasaje a Alemania que se había ganado en un concurso, como el símbolo de otra vida posible que elige no elegir. María del Carmen, con sus anteojitos medio modernos, reconcentrada en sus rompecabezas, se parece muchísimo a mi mamá cuando hace sus sudokus, por eso cuando salí del cine la llamé y le dije “Hay una película para vos, me encantaría que la veas”. Sé que le va a gustar. También sé que mi abuela Natalia se hubiera entendido con Bela, la protagonista de Diletante, porque mi abuela fue una diletante en los últimos años de su vida, entre los chistes que hacía en la mesa, las anécdotas que contaba, la lectura del diario y el cuidado del jardín, y me consta que la pasó bien. Y digo esto porque sé que esas personas algo dogmáticas que gustan de alambrar el mundo van a pensar “Bela puede ser una diletante porque es una oligarca”. Bueno, mi abuela tenía una jubilación propia, la mínima, una pensión por viudez y ninguna casa propia, inmigrante polaca como era que se casó con un electricista y no trabajó nunca fuera de la casa después del matrimonio, y sin embargo –ah, esto que horroriza a los que tienen horror a la mezcla- compartió muchas cosas con Bela. Esta Bela Jordán también podría ser María del Carmen treinta años después, salvando la diferencia de clase que es bien evidente, hasta en el modo de hablar de cada una (Bela no dice “rompecabezas”, dice “pásl”). Porque María es de Turdera, mientras que Bela vive en una casa medio derruida de Sauce Viejo, como una aristócrata en una ruina. Pero ojo que en Diletante de ruinas no hay nada; casi podría decirse que la misma idea de ruina se pone en cuestión, porque esa casa de paredes descascaradas es la misma que le sirve a la protagonista para vivir al lado del río, para poder mirarlo cuando quiere, y porque Bela, activa, entusiasmada, curiosa, se conecta a Internet, se sube a su tractor de cortar el pasto para ir hasta la almacén a comprar algo (recuerdo de Una historia sencilla de Lynch), compra una motosierra y la arma ella sola. Kris Niklison la filma como Bela y también como vieja, es decir, filma a esa mujer Bela Jordán, con su modo particular de ver el mundo cuando habla, y al mismo tiempo filma la vejez, en ciertos planos donde la cámara recorre el cuerpo de Bela tan de cerca que se pierde la identidad de ella y lo que salta a la vista son las arrugas, los surcos, las manchas en la piel, todo eso que en general –Bela incluida, porque agradece que la vida, sabia, le quite la buena vista a la vez que le da las arrugas- no queremos ver. Además, la mayoría de las conversaciones que Bela mantiene con Cata, la mujer que la atiende, van a parar al mismo lugar, próximo y desconocido: la muerte. Bela habla de la muerte sin tapujos, necesita quererla porque no es tonta y sabe que la tiene cerca, y sin embargo la vence –porque ella no está a la espera de la muerte, está viviendo- con el arma más poderosa del mundo, el humor, cuando se ríe del casero que tiene miedo de encontrarla muerta, o de imaginarse una muerte tan original como que la parta un rayo mientras está mirando una tormenta. Piénsenlo un poco: estoy hablando de una película protagonizada por un ama de casa de cincuenta años y de otra protagonizada por una mujer de ochenta. Tanto Rompecabezas como Diletante, que son antes que nada muy buenas películas, ponen en primer plano esos cuerpos que la televisión y la publicidad ocultan. Ni Bela ni María del Carmen cumplen con los estereotipos femeninos de esta sociedad de mierda –porque lo es, lo es, y hay que decirlo. Bela no es Mirtha, ni ninguna de esas mujeres grandes a las que el mejor piropo que se les puede decir es “Estás igual”. Tiene el pelo cortito, sin teñir, y usa pantalones cómodos para andar en su tractor. María del Carmen, también de pelo corto, coge bien con su marido, le mete los cuernos y nunca, al menos por lo que se ve, siente culpa ni tampoco ganas de volver a hacerlo. Que ellas sean mujeres no es un dato menor. Ahora que las mujeres son increíblemente, después de décadas de feminismo, objeto de las miradas masculinas más que ninguna otra cosa, Bela dice una frase que es casi revolucionaria: “Cuando llegás a los sesenta, y los hombres ya no te miran como una conquista posible, ahí sos verdaderamente libre”. Entonces: vade retro, señores, que estas chicas están ocupadas con sus rompecabezas. (Este va para mi mamá, y para las abuelas que tuve, Dunia y Natalia, con un poema, La más mujer del mundo, que puede leerse por acá, y que dice una cosa tan inquietante como cierta, en ese lugar que es solamente de ellas: “Ninguno la conoce”.)
¡Como entrenar a tu padre! El movimiento de cámara por el cual se nos mete en la aldea vikinga donde vive Hipo justo en el momento en que es atacada por dragones y la voz del chico nos explica cómo son las reglas del juego en su pueblo mientras la mirada, que sube y rodea los distintos focos de la acción en espiral, recorre las casas, la organización social, las técnicas de lucha y los distintos tipos de dragones, anticipa mucho de lo mejor de esta película: la diversión y el movimiento. Sólo un par de minutos, fluidos, perfectos, alcanzan para introducirnos en el mundo de Cómo entrenar a tu dragón. Lo que pasa en el transcurso de la película es que, amistad del chico con su dragón-mascota mediante, asistimos a la inversión de las reglas de ese mundo guerrero. Hipo es vikingo y vive entre vikingos pero a diferencia de ellos es flacucho, débil, pecoso y no le gusta la violencia. Pecado terrible y decepción para todos, más porque Hipo es nada menos que el hijo del jefe vikingo, y como tal, heredero en potencia ya que no en acto de la constitución física y el coraje guerrero que serían el orgullo del padre. Los dragones son el enemigo porque atacan la aldea periódicamente, y el paso a la adultez implica para los chicos vikingos entrenarse en combatirlos. Pero este chico, que un día, por casualidad, apunta al cielo y le pega a un dragón negro pero no lo mata, se encariña con el enemigo. Es, desde el punto de vista de su pueblo, un traidor, pero el significado de esta palabra y el sistema de valores que lo sustenta se irá modificando a medida que la amistad creciente entre el dragón y el chico que lo entrena le permite al chico –y también al dragón, por qué no- intuir que hay otra manera de hacer las cosas sin recurrir a la atávica violencia. El drama entonces será el de Hipo por exponer sus descubrimientos, por revolucionar todas las costumbres que estructuran su mundo vikingo y por poder estar en la misma habitación, sin carraspear nerviosísimos los dos, con su gigante padre. Cómo entrenar a tu dragón es divertida, con un humor por momentos descarado que se centra en la torpeza del protagonista, con escenas de vuelo conmovedoras sobre un mar hiperrealista y con gestos delicados, como cuando la chica que le gusta a Hipo, subida al dragón, estira las manos para tocar las nubes. Pero también es, sobre el final, un paquete meloso con un moño rimbombante. Todo se cierra y todo cierra bien. Lo verdaderamente original hubiera sido, no que Hipo termine con una parte del cuerpo menos como efectivamente pasa –perdón, lo dije– sino que el conflicto con el padre no se resuelva en una simetría por la cual el vikingo, rotado el sistema de valores y cambiado su concepto de heroísmo, le pida perdón al hijo y le diga, ay, como si fuera la frase más deseable que puede derramarse en los oídos de un niño, “Hijo, estoy orgulloso de vos”. Porque todo cambia y la aldea vikinga termina por parecerse más a una juguetería pero la necesidad del padre por estar orgulloso de su hijo permanece intacta. Mucho más sorprendente era el final de Up en el que el papá no aparecía para la entrega de medallas boy-scout del gordito cuando eso es precisamente lo que el nene había deseado durante toda la película, porque las cosas no siempre terminan bien. También parece ejemplar en comparación el final de Dónde están los monstruos, cuando el chico vuelve a casa después de haberse escapado porque mordió a la madre y de aprender las cosas que dijo Santiago en su reciente crítica, se come una torta frente a la madre que lo mira emocionada, y ninguno de los dos dice una sola palabra. Sabemos, por la mirada increíble de Catherine Keener, que ella lo perdona, que se quieren, que se aceptan, pero no hay, como sí hay en Cómo entrenar a tu dragón, ningún discurso. Porque en la película de Spike Jonze, y tal vez este dato sea clave para pensar la diferencia entre una y otra historia, nadie puede pegar un salto –ni hablar de levantar vuelo- sin volver a caer pesadamente sobre la tierra, y por eso uno de esos monstruos en los que están mezcladas de modo inseparable la ternura y la violencia puede decirle a Max, en una frase tan simple como melancólica, “It´s hard to be a family”. En la distancia entre esa frase y el “Son, I´m proud of you” que cierra el conflicto de Hipo con su padre en Cómo entrenar a tu dragón se mide el abismo que separa el espíritu de cada una de estas historias. Y para terminar, en serio, ¿de dónde salió esa idea de que los padres deben estar orgullosos de sus hijos? Tengo la intuición que roza la certeza de que el origen de esa idea es puramente económico: “Hijo, invertí tanto tiempo y tanta plata en criarte, más vale que hagas algo que valga la pena con todo eso (es decir, algo que yo decida que vale la pena)”. Pobre del hijo que conteste “Pero papá, a mí lo que me gusta es ser almacenero, me encantaría tener un montón de latas y cajitas de comida prolijamente apiladas en estantes y envolverle huevos a la gente”. Es evidente que a la hora de entrenar, el verdadero desafío no son los dragones sino los padres. Es hora de pegarles un buen reto, como nos hacían cuando éramos chicos, o hasta un grito de guerra, y decirles “¡Basta, padres! ¡A la cucha!”.