Están todos raros Everybody´s fine es la historia del hombre del siglo XX cuando ya fue desplazado del centro de la escena y está bien canoso. El hombre común del siglo XX –no en las estadísticas, por supuesto, sino en el imaginario, fraguado en buena medida por el cine– es un padre de familia, tal vez hijo de obreros, que a fuerza de trabajo y algún éxito en un asunto comercial puede ascender un poco económicamente y pagar la educación de sus hijos, que en cambio van a ser artistas. Sólo que en el camino se encuentra con que le cambian los códigos, la economía decae, y los chicos le salen mozos de un bar, percusionistas de la orquesta en vez de directores, homosexuales y padres solteros. Este señor, aparte, está totalmente bloqueado en lo emocional: su función en la vida es trabajar para mantener a su familia, y en el reparto clarísimo de los roles la verbalización y exteriorización de los afectos corresponde a la madre, que recibe en su día una heladera como reconocimiento. El problema es que cuando muere la madre, el hombre común, éste, el de Everybody´s fine, que se llama Frank Goode –pero que a pesar del nombre es tan malo o bueno o ninguna de las dos cosas como el Bad Blake de Jeff Bridges en Crazy Heart, o en todo caso es igual de desamparado– pierde al contacto que lo unía con sus hijos y queda a la deriva. La película lo muestra cruzar el país como el exacto reverso de Ryan Bingham en Up in the air. Si aquel iba por el aire y sabía manejar perfectamente su valija, que se deslizaba por los pasillos de aeropuertos como si fuera etérea, éste toma trenes y colectivos de larga distancia y va haciendo ruidito con las ruedas. Al otro le importaba poco la familia, a este le importa mucho pero no sabe cómo hacer para encontrarla. La lección de fin de siglo o principios de siglo, como prefieran verlo, para el hombre común del siglo que ya fue, es que el afecto importa más que la autoridad y la comunicación honesta más que la disciplina (ay, da pudor hasta decirlo). Todo lo que estoy contando es de una obviedad tal que apenas puede interesarle a alguien, salvo por una razón que concierne menos a lo artístico que a lo sociológico: es importante sentirse representado en el cine. Pero de eso hablaremos otro día. Lo que es muy evidente es que la desesperación por reformular el modelo de familia es uno de los temas centrales en la agenda hollywoodense. Son innumerables las películas que intentan reemplazar una imagen, la de papá y mamá blancos con sus dos o tres hijos reunidos alrededor de la mesa en Navidad, por otra donde entren negros, homosexuales, enanos, cínicos y paralíticos, con tal que el círculo siga existiendo y se junte para comer un pavo: se dobla pero no se rompe. Lo único que importa en Everybody´s fine y que hace que uno no se quiera ir del cine cuando ya entendió perfectamente, a la media hora, de qué venía la cosa, es el cuerpo de Robert De Niro, qué está envejeciendo, tiene canas, arrugas, habla sin énfasis y tiene la mirada algo lavada que nos hace ver a ese hombre común superpuesto a la figura ya icónica del actor. Me imagino que al construir un personaje, después de una carrera larga y de muchos papeles, debe ser más difícil para un actor sacarse todo lo que pueda en gesto, expresividad y muecas que agregarse cosas, como debe hacer en cada película Johnny Depp (y no veo a Jack Nicholson interpretando a Frank Goode, por ejemplo, porque tiene esos dientes que lo convierten siempre en un irónico o un loco). De Niro, acá, se ve más común que nunca y desde esa chatura sostiene toda la película. Y se entrega a la cámara, al punto que lo que más me queda en la memoria es el pliegue de piel afinada y caída que tiene debajo de los párpados. Hace poco volví a ver algunas escenas de Los puentes de Madison. Hay un momento en que Meryl Streep se baña –desnuda, claro está– en la misma bañera donde hace unos minutos se duchó Clint Eastwood. Acostada en el agua y con el pelo recogido en la nuca, los hombros relajados, mira la ducha de la que salió el agua que bajó por el cuerpo de él y se pasa un dedo por el labio. Me pareció obsceno. Una belleza de obscenidad y de realismo ver desear a esa ama de casa. Pienso en más cuerpos y se me viene a la cabeza el desnudo de Jennifer Aniston en The break-up, muy comentado antes de que saliera la película. Ella, dura como una columna, y con la piel igual a sí misma en cada milímetro de su superficie, sin una sola marca, pasa brevemente antes los ojos de Vince Vaughn –no ante los nuestros, que apenas vemos nada. Qué decepción, y qué embaucadora esa manera de hacer de cuenta que se exhibe un cuerpo cuando en realidad se lo sustrae a la mirada. Peor aún, porque median algunos años y un poco de plástico de por medio, está ella en una de sus películas más recientes, la peor imposible Love happens. Entender qué pasa en los cachetes de Jennifer Aniston es uno de los dilemas de la época, hay que pensar qué pasa con esos cachetes. Aniston es ahora una superficie satinada que tira al naranja y repele a la mano tanto como al ojo, ganada definitivamente para el ejército de neozombies que últimamente invade las pantallas encabezado por Robert Pattinson, Taylor Lautner y Megan Fox. Para no irse tan lejos y ver la diferencia, fíjense en la cara, el pelo y cada centímetro de Kate Beckinsale en Everybody´s fine y comparen con De Niro. No es tan seguro que los seres humanos –con todas las mediaciones del aura, la actuación y el maquillaje, por supuesto– sigan apareciendo en las películas mainstream en los próximos años, ahora que todo tiende al muñeco Bruce Willis de Identidad sustituta. Esa mala costumbre de poner personas en la pantalla, que empezó cuando se terminaba el cine clásico y con él el glamour de las estrellas, podría estar llegando a su fin. Y si hay en todo esto algo que lamentar, no se trata de que el común de los mortales no se vea representado en actores que se les parecen, no: se trata del fin del erotismo, que es un asunto menos de la vista que del tacto, porque en los nuevos cuerpos lisos, naranjas y brillosos como una mesada de fórmica, no hay donde poner los labios.
Mellon Collie and the Infinite Sadness Suele decirse que cuando una película se basa en un libro hay que juzgarla como película y no compararla con su referente literario. Estoy de acuerdo, pero esta vez voy a hacer todo lo contrario, porque me parece que esa comparación ilumina los aspectos de la película de Burton que la convierten, sin vueltas, en una película mala, más allá de la parafernalia visual que Burton sabe construir a la perfección (la perfección es una cosa fría, por otra parte). El relato de Carroll empieza con un poema cuya belleza puede percibirse incluso en esta traducción mala; en él se cuenta una excursión por el río que el narrador comparte con tres nenitas: “En plena tarde dorada/ nos deslizamos con toda placidez;/ porque nuestros dos remos, con poca habilidad,/ son impulsados por pequeños brazos,/ mientras pequeñas manos en vano pretenden/ guiar nuestro ambular”. Estas tres nenas le piden al hombre que les cuente un cuento. Cada vez que él se detiene le suplican, ávidas de imaginar, que el relato siga, y ponen como condición que se trate de una historia sin sentido, de una historia del “nonsense”, que es la característica principal de la Alicia en el País de las Maravillas que escribió Lewis Carroll. Toda la escena tiene lugar a la hora de la siesta, hora del juego y la niñez. Al final de este poema introductorio el narrador le dedica el libro a Alicia, que es una nena de siete años, y le pide que tome esa historia y con mano gentil la guarde en el lugar en que los sueños de la infancia se entrelazan con la memoria, como a una guirnalda recogida en un país muy lejano. Ese país lejano es justamente la infancia perdida, por eso este comienzo tiñe todo el cuento con la melancolía de lo que ya no es. Y lo que viene después es nada menos que uno de los relatos más extraños que dio la literatura, porque no está construido según la lógica racional de la vigilia sino de acuerdo con los procedimientos de los sueños, donde las cosas y los espacios se transforman y donde reinan el sinsentido y la incertidumbre. La aventura de Alicia consiste en aprender a moverse en ese mundo y a usar la inteligencia –porque ante todo es una nena muy despierta– para poder entrar en el juego. Ese aprendizaje le permite, sobre el final, valerse de la astucia y el ingenio para defenderse en un juicio en que se la acusa de haberse robado unos pasteles que pertenecían a la Reina de Corazones. Ahora, ¿qué demonio de la normalidad hizo que Tim Burton se salteara olímpicamente las cualidades más importante de este relato, que son el sinsentido y el carácter onírico, para convertir a su película en una lucha entre el bien y el mal (gracias, Hernán Schell) que se parece más a la Troya filmada por Hollywood que al libro perturbador y originalísimo de Carroll? Menciono a Troya, aunque la referencia sea disparatada y mucho más berreta, como otro ejemplo de la prepotencia con que a veces se aplana un relato original. Alicia se parece más al Aquiles de Brad Pitt que a una nena que juega cuando cabalga en un perro y una música heroica la acompaña. Burton tuvo momentos de una fineza parecida a la de Carroll cuando hizo de El joven manos de tijera un cuento narrado por una abuelita que transmite a la nieta, con la ternura y el dejo de tristeza de su voz gastada, la historia de un amor perdido que la cambió para siempre y la inmortalizó tanto en el relato como en la memoria y en las esculturas efímeras de Edward Scissorhands. Acá, Alicia es una chica que está a punto de comprometerse a la fuerza con un Lord espantoso y que en un momento de desesperación se escapa para introducirse en un Wonderland que, sabremos después, es el lugar que frecuentó de niña y al que había olvidado. El problema es que en ese país de las maravillas no hay otra cosa que decorados burtonianos y una lucha entre la Reina Blanca y la Reina de Corazones, que Alicia deberá dirimir enfrentando a un monstruo para matarlo con una espada especial. De aquel relato, extraño y sutil, sobre la potencia imaginativa de la infancia, Burton hizo ni más ni menos que una especie de épica, una aventura heroica, que sigue siendo una película de Burton solamente porque aparecen algunos pares de mellizos, pero donde se juega todo al maquillaje (y el colorinche en la cara del Sombrerero de Johnny Depp, que varios primeros planos insistentes nos obligan a apreciar, es la cifra de esta apuesta absoluta a nada más que eso, el maquillaje). Pero lo peor de la película, que marca y subraya y enfatiza todo el tiempo ese carácter épico, es la música de Danny Elfman, un cliché hollywoodense que irrumpe a cada rato para señalarnos, por ejemplo cuando Alicia debe atravesar una muralla, que “acá hay una prueba dificilísima que la heroína debe atravesar para tener éxito en su aventura”. Esa aventura es la de ponerse del lado del bien en un enfrentamiento que no le pertenece y aprender la valentía para volver después al mundo real, rechazar al novio horrible y dedicarse a hacer negocios en la compañía en la que antes trabajaba su padre. Esta Alicia termina embarcada –literalmente– en la aventura de ampliar los horizontes de una empresa comercial hasta la China, en pleno imperialismo británico. ¿Qué quiso hacer Burton? ¿Una Alicia feminista que se convertirá en empresaria exitosa? La corrección política más burda suele dar esos frutos. El libro de Carroll, en cambio, termina con una Alicia que crece, sí, pero que conserva el corazón sencillo de la infancia y por eso puede a su vez inventar muchas historias fantásticas que hacen brillar los ojos de otros chicos reunidos a su alrededor. Burton mostró algunas veces esa capacidad de inventar historias delicadas y melancólicas que hacían brillar los ojos con asombro. Ahora que al parecer dejó de creer en la potencia de las historias, los ojos brillan al salir del cine con un tono distinto, el de la decepción, que no deja otra cosa que una melancolía poco disfrutable por sus otras películas (todo lo contrario de la Mellon Collie del disco de Smashing Pumpkins), y una tristeza infinita.
El apocalipsis en un comic La impresión en la mente, después de haber visto la última película de los Coen, es la de haber pasado las hojas de un álbum de fotos. Pero no, habría que precisar: un álbum de caricaturas, donde lo más importante es el tipo físico y el gesto. Eso, gestos. Es algo raro ese cine hecho de fotos, increíblemente estático, y además retro. Lo que se cuenta en este largo comic –ahí está, imagínense un comic- es el sentimiento catastrófico de la vida que supuestamente tiene la cultura judía convertido en un chiste. Un hombre serio toma a Larry Gopnik en el momento preciso en que todo empieza a desmoronarse a su alrededor. No es que Larry fuera un tipo particularmente feliz o exitoso: él simplemente se dedicaba a estar ahí, a cumplir con sus pequeños roles como profesor y padre de familia, con la tranquilidad de quien vive en un orden. Ese orden es precisamente el que empieza a quebrarse desde el momento en que su esposa le dice que quiere dejarlo para casarse con otro. Como Larry no es un tipo de reacciones fuertes, el resto de los personajes –y también los directores- lo tratan como quien reacomoda una ficha en un tablero, y se dedican a pasarlo por encima. A partir de ese resquebrajamiento inicial se desencadena la sucesión de desgracias: los hijos que se pelean, el hermano perdedor que es buscado por la policía, el ascenso en el trabajo que se ve amenazado por las sospechas sobre la moralidad de Larry, desgracias que el único cambio que provocan en el personaje es que su gesto de cara fruncida cada vez sea más fruncido. Todos los personajes están construidos a partir de un rasgo único, expresado en un gesto visible. Como dije antes, esto puede tener que ver con la estética de la tira cómica, donde este modo de construir a los personajes para hacer sátira con ese solo rasgo funciona a la perfección. Pero el problema con Un hombre serio (porque no se trata de ninguna manera de que el comic sea inferior al cine) es que ese recurso sostenido a rajatabla termina haciendo de esta película algo pobre, en parte porque la pretensión de extender durante dos horas lo que podría caber en unas pocas viñetas da como resultado, después del entusiasmo inicial, una película repetitiva y boba. El precio que se paga por hacer esta historieta divertida es que cualquier tipo de complejidad está decididamente ausente. La lógica de la película es la pura acumulación, en un crescendo de desgracias que en un momento ya empieza a aburrir, y cuyo tipo de humor tiende a lo burdo (si quieren ver un par de chistes de judíos más sofisticados vean la serie Curb your enthusiasm, pero no busquen por acá, porque esto está más cerca de los chistes de Norman Erlich). Las entrevistas con los rabinos son el ejemplo perfecto de esto. En cada una la cara del rabino es más bizarra que en la anterior, y los primeros planos sobre esas caras son casi lo único que da risa, salvo que a uno le parezca ingenioso que el rabino le diga a Larry como solución a todos sus problemas algo así como “Tenés que mirar la vida desde otra perspectiva, por ejemplo, si mirás por esta ventana, ¿qué ves? El estacionamiento”. A mí personalmente no me interesa este cine que es tan poco cine, cuya historia se recuesta casi por completo en el chiste de que alguien espere la catástrofe y la catástrofe finalmente llegue, y en cuyos planos hay poco para ver, salvo una serie de caras caricaturescas y un par de sillones floreados muy sixties. Hace poco alguien me dijo que los Coen están sobrevalorados, y con esta película empecé a pensar que en una de esas esa persona tenía razón. Acá, la estética retro y minimalista –impecable- se explica tal vez porque los Coen necesitaban extremar el grado de artificialidad de la película como para que sus chistes quedaran como los chistes que realmente son y no se convirtieran en una reflexión sobre la condición humana, sobre la religión judía ni sobre nada. Ojo, Un hombre serio es graciosa en muchos momentos y se disfruta pero no deja de ser una película fácil, que se ríe de un hombre serio porque propone sin vueltas que lo único que importa es eso: la risa. A cualquier precio y para nada.
El arte de narrar lo peor que se pueda Aparte de los Oscars, hay un premio más o menos desconocido que se llama la Frambuesa de oro y que se entrega todos los años a todo lo peor. Me acuerdo porque una vez lo vi en la tele y el premio se lo llevó la Gatúbela de Halle Berry, así que algo de justicia debe haber por ahí. En esta oportunidad quiero otorgar humildemente mi frambuesa al zoquete que hizo Día de los enamorados y que evidentemente es un artista de lo peor, cosa que no es poco mérito. El planteo ya de por sí es escabroso: todo tiene lugar durante el día que los norteamericanos llaman San Valentín (que acá por suerte no viene teniendo mucho éxito) y la festividad se representa en la película con una proliferación de flores, flores y más flores en arreglos espantosos, osos de peluche gigantes y cajas de bombones con forma de corazón. Lo de los arreglos florales es importante porque cualquiera sabe que por más linda que sea una florcita, muchas flores hermosas amontonadas de cualquier manera pueden dar un resultado atroz y eso es exactamente lo que pasa acá: hay un problema de composición. Así es como aparecen feos y desperdiciados Shirley MacLaine, Jessica Biel, Jaime Foxx, Anne Hathaway, Julia Roberts, y otra gente que tuvo momentos más brillantes. En Día de los enamorados no pasa nada, estrictamente hablando. Es decir, pasa un día completo, el 14 de febrero, y en ese día parecen pasar montones y montones de cosas, pero la narración está completamente rota y el director (antes y de ahora en más denominado “zoquete”) creyó probablemente que en las muchas idas y vueltas por la Los Angeles peor filmada de la historia nos íbamos a confundir y a pensar que estábamos viendo historias que tienen sentido cuando en realidad se nos quiere conformar con caritas, cual gatito de Shrek. La diferencia entre una película coral de esas que están de moda y el engendro que en este caso nos ocupa es que acá se filmaron muchas cosas feas y se metieron en una licuadora de la que salió la pésimamente montada Día de los enamorados (igual se va vender, supongo, aunque no tenga estrellas sino posters mal pintados, como esa Jessica Alba lista para una publicidad de Silkey). ¿Vieron Love actually? Bueno, acá parece que el zoquete tuvo la idea de filmar una igual pero ambientada en Los Angeles, cosa que en la comparación su película quedara bien mal parada y así se asegurara la frambuesa. De todas las “historias” que acá se nos impide seguir –salvo que llevemos una libreta y vayamos anotando- voy a contar una sola porque para muestra basta un botón de rosa. Estelle (Shirley MacLaine) está casada hace cincuenta y un años con Edgar (Hector Elizondo); la pareja es hermosa. Esto lo sabemos porque él la sorprende a la mañana con un frasco de Chanel y pone caras para que se note que la ama mucho. El problema es que lo idílico no era tan idílico como él creía: en ese mismo día del amor se entera de que su señora esposa le metió los cuernos con un bussines-partner una vez que él estaba de viaje, entonces se enoja mucho y se va solo al cementerio (sic) a ver una película en pantalla gigante. Ahí se encuentra con Jason (Topher Grace) que está ofendido porque Liz (Anne Hathaway) no le contó que trabajaba de call girl, y en la pantalla la ve a Shirley MacLaine de jovencita. Se muestran otras cosas, mayormente actores y camionetas. Después se muestran un par de cosas más. Cuando ya no sabemos en qué estábamos, Estelle aparece en el cementerio revoleando unos velos rojos con brillitos y llamando a Edgar, y entonces él corre hacia ella y le dice “Ahora entendí que cuando amás a alguien tenés que amarlo por lo que es, entonces te perdono”, y se dan un besito. ¿Cómo llegó Edgar a semejante revelación? ¿En qué momento y por qué cambio de opinión? No lo sabemos. Acá el zoquete decidió que no importaba. En lugar de contarnos pone a la pareja a la izquierda del plano dándose un piquito mientras a la derecha y como fondo se ve a la Shirley MacLaine de la pantalla de ese cine improvisado, vaya a saber por qué. Si fuéramos buenos pensaríamos que en ese plano magistral se nos quiere mostrar que Edgar recordó con quién estaba y por qué la quería, pero como somos malos tenemos la sospecha de que el zoquete intuyó que no estaba pasando absolutamente nada y entonces le puso unos trapos rojos a Estelle para que revoleara y agregó una película de verdad en el fondo, a ver si el espectador no se daba cuenta y entre truco de prestidigitación malo y truco de prestidigitación peor, se conmovía. Entretanto Jason, muy afectado por esta lección que jura haber aprendido (¿será el valor de los gestos totalmente desprovistos de contenido, eso que aprendió?) se va corriendo a perdonar a Liz. En la estupidez de ese plano está todo, pero si necesitan más, ahí tienen a Kara (Jessica Biel) sentada en una escalera de chapa que espera a Kelvin (Jaime Foxx) para darle un besito. Cuando se lo dan aparecen proyectados en la pantalla de un televisor con un croma de fondo, y encima la imagen se multiplica en un montón de pantallas. ¡Romántico y fino! O si no tienen a Reed (Ashton Kutcher, que lleva durante dos horas una camiseta rosa de manga larga y arrugada) y Julia (Jennifer Garner), dos amigos de años que ese día se dan cuenta de que deberían casarse porque es un buen plan casarse con el mejor amigo, entonces intentan darse un besito sin muchas ganas arriba de un puente y no les gusta, pero como la película no podía terminar ahí lo intentan otra vez y esta vez menos mal que sí les gusta. Travelling hacia arriba, luna llena, final feliz. ¡Felicitaciones zoquete, ya tenés tu frambuesa! Nadie podrá quitártela. Pensar que venía de ver Love happens, con Aaron Eckhart y Jennifer Aniston (no puede mover más los cachetes, olvídense de ella), y consideré con alegría que era una de las peores comedias románticas que había visto. En fin. Misterio para resolver: por qué a las señoras grandes que van al cine el domingo endomingadas a ver estas películas -¡pícaras que deben ser!- les da risa que una mujer encuentre a su yernito adolescente desnudo en la pieza y él salga corriendo cubierto sólo con su guitarra, y que Queen Latifah haga chistes verdes (sí, verdes) sadomasoquistas por teléfono y ponga trompita de dominatrix. ¿Será la misma gente que va a la calle Corrientes a ver teatro de revista? ¿Alguien sabe? Bueno, la cuestión es que el zoquete venía medio bien, había hecho Mujer bonita y Novia fugitiva (no serán buenas pero son películas, ¡qué tanto!). Vaya a saber qué le pasó este año. Por ahí ya en plena edad madura se fue dando cuenta de que no llegaba para el Oscar y decidió tirarse a la frambuesa. Lo bien que hizo: se la merece de todo corazón (de peluche colorado y con bombones adentro).
Droga Hay dos soldados norteamericanos atrincherados en una grieta del terreno, en medio del desierto. Disparan a un edificio que está lejos y que se yergue en medio de la nada; la reverberación del sol es tal que no les deja ver a qué están disparando, apenas aparecen unos bultos oscuros en la mira. Pero disparan. Una, dos, tres veces, a tientas, hasta que el objetivo cae y queda colgando de una ventana, como una mancha inmóvil. El enfrentamiento tiene lugar en medio del desierto, el enemigo aparece de la nada mientras los soldados norteamericanos se trasladan a algún lugar. Nunca sabemos lo que está pasando; ellos tampoco saben. Saben que tienen que sobrevivir. Están ahí, transpirados, con la boca llena de tierra, y una mosca se les posa en la cara, y el arma no funciona porque las balas se llenaron de sangre, y se terminan tomando un jugo con pajita porque no dan más de tensión y de sed. La mosca es fundamental, no subestimen la importancia de esa mosca. Todo lo que no está previsto también forma parte de la guerra, los soldados son cuerpos que valen de acuerdo con su velocidad de reacción, preparados para saltar ante cualquier amenaza que se detecta. De hecho la escena que comenté forma parte de un enfrentamiento fortuito en el que los tres protagonistas se encuentran con otros soldados del mismo bando, casi los matan por confundirlos con el enemigo, y finalmente aparece el enemigo de verdad y estos desconocidos mueren y a nadie le importa, no hay una sola palabra de parte de los tres primeros, ni un solo pensamiento al respecto, en esos cuerpos urgidos por la necesidad de defenderse. Ni siquiera existen los bandos: se desdibujan en la rapidez de los desplazamientos. The hurt locker se trata de eso. No hay, como dijo Santiago en su crítica, un relato mayor, no hay otra historia que la de la supervivencia y la locura. The hurt locker está conformada por una serie de misiones que cumple el escuadrón antibombas y se centra en tres hombres –no amigos, apenas compañeros. No hay relato lineal porque se abarcan apenas unos días salteados de los muchos que dura la estancia de ellos en Irak. El foco está puesto en cambio en la cuestión bien material, bien física del combate, al punto de que no aparece en ningún momento la causa de la guerra, ni ningún tipo de motivo más general: la guerra no es una causa para estos soldados, es una serie de acciones que tienen que cumplir día a día para seguir con vida y para hacer su tarea, sin pensar en nada. No pensar: moverse. Una digresión argentina: lean Los pichiciegos de Fogwill, una novela sobre la guerra de Malvinas en la que un grupo de soldados pasa casi toda la guerra escondido en una cueva, y donde la cuestión de la supervivencia en un conflicto que les resulta ajeno está puesta en primerísimo plano. La cuestión es dónde cagar, cómo racionar la poca comida (y negociar las provisiones con el enemigo si hace falta), cómo estirar los días hasta que todo pase mientras no se sabe, ni importa, lo que pasa afuera. Es por todo eso que palabras como “causa” y “heroísmo” no tienen lugar en la película, que se diferencia de otros relatos bélicos en el hecho de que acá no hay épica ni heroísmo posible. De hecho la película empieza con la frase “La guerra es una droga”, y el gusto del protagonista por su tarea de desactivar bombas (sí, gusto, aunque parezca increíble: él mismo termina diciendo sobre el final que es la única cosa que le gusta) está más cerca de la obsesión y la locura que otra cosa. Héroe es el que se sacrifica por una causa o por los otros. Acá la causa directamente no existe, y el protagonista está más que dispuesto a arriesgar la vida de sus compañeros con tal de afrontar el peligro, a veces hasta caprichosamente, como cuando se meten en ese barrio de calles angostas a perseguir tipos. Lo que más impresiona de la guerra, tal como la muestra The hurt locker, es la falta total de sentido de absolutamente todo lo que pasa. Por eso mismo tampoco hay relato, estrictamente hablando. Cuando James (Jeremy Renner) llama a su mujer es incapaz de decirle nada a la voz que responde del otro lado del teléfono, no puede articular palabra. Porque la experiencia de la guerra, para estos soldados entregados a lo real y a lo inmediato, no se toca en ningún punto con el discurso de los medios, de los políticos o de los que la miran desde afuera, y tiene el poder, terrible -Bigelow no necesita decirlo, pero lo vimos en youtube- de desencadenar las peores locuras.
Si la vida fuera tan linda como el cine es capaz de mostrarla Nelson Mandela sale de la cárcel y como presidente recién electo de un país que es un hervidero de resentimientos, desigualdad social, odios y pobreza, se pone el objetivo de hacer que blancos y negros puedan convivir más o menos pacíficamente, y de que se perdonen. Para esto va a usar el deporte y a hacer lo imposible por que el seleccionado nacional de rugby de Sudáfrica, los Springboks, ganen el próximo mundial. Esto no es la vida real, es una película de Clint Eastwood, y como tal, la composición está a la vista desde el comienzo: lo primero que vemos es un colectivo cruzando una calle, negros de un lado, detrás de un alambrado, y blancos jugadores de rugby del otro (no solamente negros y blancos sino también pobres y chicos de clase media-alta, pero eso aparece sólo como un subtema en la película). La tarea de Mandela es en buena medida que esos mismos cuerpos blancos y negros puedan estar juntos en el mismo espacio. Desde ese primer plano hasta el final, Invictus cuenta la historia de ese acercamiento fraguado –en la ficción- por un hombre. La figura de Mandela –Morgan Freeman, sí, envejecido y frágil, con voz en off que recita poemas y todo- articula a los dos grupos porque él es el primero en acercarse a los blancos de diversos modos: habla con los funcionaros blancos del gobierno saliente y los invita a quedarse, consigue guardaespaldas blancos, se acerca a Francois Pienaar (Matt Damon), el líder de los Springboks, para compartir los secretos del liderazgo. Invictus es en cierto modo un homenaje a él, pero el relato más importante de la película pasa por mostrar cómo, por ejemplo, los ocho guardaespaldas del presidente –cuatro negros y cuatro blancos- sienten la misma incomodidad, la misma molestia física cuando se ven amontonados en un cuartito estrecho de la casa de gobierno, y cómo en cambio, a medida que los Springboks ascienden en la tabla de posiciones del mundial y el entusiasmo compartido va limando las diferencias, terminan jugando juntos al rugby en un jardín. Eastwood pone el foco en la mezcla, insiste sobre eso, y así construye una de las escenas más conmovedoras en la que se muestra a los Springboks entrenando con los chicos negros y pobres de una villa, todos sonrientes y divertidos después de la hostilidad y la desconfianza iniciales. Como verán, el grado de candor de Invictus es altísimo. Altísimo. Son muchos los momentos calculadamente emocionantes de la película, desde la visita de Francois Pineaar a la celda donde estuvo Mandela hasta la multiplicación final de planos de la tribuna de Sudáfrica durante el Mundial, con blancos y negros agitando banderas y festejando a la par, y para algunos serán insoportables. Por otra parte, como en cualquier relato –por más “basado en hechos reales” que esté- es mucho lo que se soslaya. La cuestión de apelar al sentimiento nacionalista para unir a blancos y negros en una misma causa deja afuera otros temas que aparecen sólo al pasar, como la imagen de las villas de chapas donde viven los negros, o la extrañeza de la familia de Pineaar cuando les llegan boletos de avión de parte del presidente para ir al Mundial y se dan cuenta de que la excursión incluye a la sirvienta negra (pero la película no es tan inocente como podría parecer a primera vista, por algo se hace cargo de estas cuestiones). Es en estos aspectos donde Invictus se aparta en buena medida del realismo que algún espectador ingenuo podría esperar de un relato que esté basado en hechos reales (podría esperar, digo, porque hace tiempo que se sabe que una cosa no tiene nada que ver con la otra). A Eastwood no le importa tanto mostrar la realidad como construir un relato utópico, de un utopismo que cobra fuerza por el hecho mismo de hacer base en la historia. El relato de Invictus no tiene matices, y en cambio tiene tanto de blanco y negro como los personajes que quiere acercar: es bueno convivir y perdonarnos, es malo ser prejuiciosos con el que es diferente y guardar rencor por el pasado. El carácter simbólico al que aspira el relato está condensado en una de las últimas imágenes, un plano cerrado sobre una mano blanca y una mano negra que sostienen juntas la copa de la victoria. Habría que pensar si esa falta de matices y esa simplificación no serán siempre intrínsecas y necesarias al símbolo y a la utopía. No importa preguntarse si la realidad es tal como la muestra la película porque Invictus es más una proclama que un reflejo de nada, y porque de todos modos el espectador atento puede sentir, cuando sale da la sala en la que asistió a una verdadera fiesta -con un rugby filmado maravillosamente, puro sudor, gruñidos y cuerpos pesados-, que la realidad es diferente, y que tal vez en la amargura de esa constatación se cifra todo el potencial utópico de esta película.
Hoja de ruta Copacabana debía ser el documental de Rejtman sobre la fiesta de la Virgen de Copacabana que los inmigrantes bolivianos de Buenos Aires celebran anualmente, un proyecto que partió del encargo de un canal de televisión. Pero cuando el proyecto se frustó Rejtman decidió seguir adelante, ahora con más libertad y con la coproducción de Ruda Cine, y la película terminó siendo mucho más que el registro de las manifestaciones culturales de una comunidad de inmigrantes. Porque lo más importante en este documental es la decisión de Rejtman de empezar por la fiesta para ir después, como en un viaje marcha atrás, hacia Bolivia. Si los primeros planos generan la expectativa de asistir a una muestra antropológica de las costumbres de los inmigrantes bolivianos en Buenos Aires en la que se pueden apreciar la música, los bailes y los trajes típicos de la fiesta dedicada a la Virgen, lo que sigue muestra la preparación de esa fiesta, todo lo que hay detrás de ella. Pero no sólo la preparación porque se ven los ensayos de los bailarines sino porque el foco se amplía hasta abarcar –pero no con la exhaustividad de la crónica periodística o de otro tipo de documental que pretendería abarcar una totalidad y explicar toda una situación social por medio de entrevistas, datos, testimonios- los modos de vida de algunos de estos inmigrantes. Así es como aparecen sus condiciones de trabajo, la relación a larga distancia con la familia (en la llamada telefónica de una chica que cuenta que en su trabajo anterior la trataban mal, que ahora la tratan bien y que quiere mandar plata), el abandono de la propia tierra para ir a lo desconocido. Para dar un ejemplo del procedimiento de montaje basta con decir que de una serie de planos iniciales de la fiesta y de los ensayos de los bailarines se pasa de pronto a mostrar un taller textil en el que un hombre trabaja minuciosamente una prenda doblado sobre una máquina. Establecer la relación entre una cosa y la otra será tarea del espectador. Rejtman apenas interviene en los materiales que trabaja. La cámara está puesta casi todo el tiempo a cierta distancia, con encuadres sobrios. Pero este hecho, que podría pasar como la pretensión de una objetividad imposible, más bien da cuenta de una distancia como la que podría mantener el que se sabe un extraño en ciertos lugares (de hecho hay un momento en que toma a los bailarines desde afuera del edificio adonde están ensayando, y los vemos sólo a través de una ventana). De esta manera la película se diferencia de otros documentales en los que el realizador juega a involucrarse no sólo apareciendo en cámara sino también interactuando casi como uno más, cuando en verdad esa pretensión ocultaría una distancia social y cultural que existe. Y es justamente porque se apuesta a las imágenes que en Copacabana no hay guión ni hay testimonios más que el relato de un viejo –lo vemos por sus manos, unas manos gastadas, y no hace falta que veamos nada más- que da vuelta las páginas de un album en el que desfilan las fotos de distintos lugares de su Bolivia natal, un lugar al que probablemente no volvió y que ahora se convirtió en una serie de recuerdos que pasan, contenidos en esas fotos. Es mucho lo que Rejtman da a mirar y poco lo que “dice”. Pero la objetividad, como dije, no es tal, porque la operación es clara en el montaje –que es también un des-montaje-, por medio del cual se construye el recorrido desde esa fiesta inicial, que alguien podría mirar con ojo pintoresquista (después de todo, están los trajes brillantes, la sonrisa hermosa de las chicas, la gracia para el baile), hasta la desnudez y la aridez, geográfica y social, de esa Bolivia que un grupo de personas abandona llevando unas pocas cosas en el bolso. Copacabana se vuelve política precisamente por ese diseño: de lo que se trata es de reponer la relación ausente entre el festejo de la Virgen de Copacaban en una Buenos Aires siempre ajena y el lugar de origen. La película no intenta dar explicaciones sobre los motivos de ese viaje, pero eso ya es asunto de las estadísticas. Rejtman no pone a estos inmigrantes frente a la cámara para que cuenten por qué vinieron a Argentina. Los muestra en cambio desarmando las valijas para ser revisadas en la Aduana, esas valijas de las que salen acolchados, fuentes para el horno, ropa. Y uno de los puntos más importantes de la película, en esta última parte que sigue a los pasajeros de un micro particular en el cruce de la frontera, es el plano subjetivo desde el parabrisas del micro hacia afuera, en el momento preciso en que aparece un cartel que dice “Bienvenidos a la República Argentina”, y el espectador sabe, porque la imagen habla por sí sola, que está mirando una mentira. Y cruza la frontera, si es que eso es posible, con ellos, convertido por un segundo en un inmigrante más, capaz de imaginarse gracias a las imágenes la sensación de estar dejando atrás el lugar conocido para ir a probar una suerte más que incierta (yo normalmente hubiera dicho que acá lo que hace la cámara es usurpar el lugar del otro, anular la diferencia, como si eso fuera posible, pero en este caso me parece que la efectividad del gesto lo justifica). Porque lo más importante –no puedo dejar de repetirlo- es que Rejtman confía en las imágenes. La cámara se detiene sobre ciertos detalles que por no estar sobreexplicados dejan lugar para que el espectador se llene de preguntas. En lugar de una búsqueda de razones lo que hay es una experiencia, la experiencia concreta del viaje, de la migración. Una experiencia que debería hacer que el espectador memorioso no pueda dejar de pensar, cada vez que vea a un inmigrante boliviano en la calle, en un comercio o bailando en la fiesta de la Virgen de Copacabana, que detrás de esa cara hay un viaje, una historia.
Crítica que no siente Muchas de las críticas que leí sobre Avatar coinciden en un punto: los aspectos técnicos y visuales de la película son impresionantes, se trata verdaderamente de un espectáculo para la vista, pero la historia es banal y trillada, las actuaciones malas y el guión deficiente, plagado de lugares comunes. En este tipo de críticas parece existir el presupuesto de que una película puede dividirse en los distintos factores que la componen –cosa que indudablemente es cierta en el momento de escribir una crítica, pero no en el momento de la recepción. Por esa forma de descuajeringar una obra es que llamo a estos textos “la crítica de los ítems” (por acá el contenido y la historia, por allá la fotografía y el sonido, y suele no faltar una mención especial a la actuación de alguien). Por otra parte, suele decirse que todas las historias, si se pela la cáscara que las reviste de características particulares y las sitúa en un tiempo y espacio determinados, si se saca la pulpa que pone variaciones en el contenido, se reducen a dos o tres historias antiquísimas de las que surgen todas los demás. Esto se acepta muchas veces como una verdad universal, pero jamás, jamás, sirve como punto de partida para la crítica de una película en particular. Muy por el contrario, no es ni siquiera un punto de llegada, sino más bien un callejón sin salida. “La historia es siempre la misma, se trata del choque entre dos civilizaciones, etc.”, se dice, y entonces se meten en la misma bolsa relatos de lo más disímiles, a los que no les sirve para nada estar en una bolsa. Estoy rabiosamente en contra de esa visión por la cual las historias son siempre las mismas y sólo hay dos o tres relatos básicos que no hacen otra cosa que variar a lo largo del tiempo, como si las variaciones en la técnica no transformaran radicalmente el contenido de esos relatos y los vincularan a una época. Desde esa perspectiva, Avatar cuenta una historia bastante conocida, estamos de acuerdo. Sólo que una película no es una historia. Pienso que una película es ante todo una experiencia, tanto intelectual como sensual y física, completa, y en ese sentido, Avatar es una experiencia nueva. La historia es la de nuestra civilización humana –personalmente no acuerdo con estos términos generalizadores, que no hacen otra cosa que ocultar las diferencias al interior de esa civilización- que después de haber destruido a su madre, la tierra, se vuelca hacia otros planetas para explotar sus recursos naturales, devastación de por medio. Sí, es innegable todo lo que semejante ecologismo soslaya, pero este punto de partida le sirve a Cameron para mostrarnos otro mundo que se llama Pandora. En Pandora –la que ofrece todos los dones, que es lo que el nombre significa- viven los Na´vis, una población que aprendió a dominar a la naturaleza pero respetándola y agradeciendo todo lo que obtienen de ella como algo que no les pertenece, que se les da en préstamo y que después tendrán que devolver. Todo esto es bastante básico, insuficiente sin lugar a dudas para cualquier cabeza más o menos intelectual que haya leído un poco de filosofía y religión. Pero Pandora se vuelve una experiencia, y hasta una experiencia de lo sagrado, por la manera en que Cameron nos hace caer las semillas blancas del árbol sagrado encima, nos hace sobrevolarla montados en los banshees y ver cómo Neytiri dobla delicadamente el capullo curvado de una flor para tomar el agua que está adentro. Cuando vemos cómo el cadáver del hermano de Jake, envuelto en una bolsa de plástico marrón, es entregado a las llamas en una caja, sin ceremonia, sin darle ninguna importancia, igual que se deshecha una bolsa de basura, y vemos mucho después el entierro de un Na´vi al que sus compañeros cubren de flores para devolver a Eywa, la tierra, no hacen falta más que esas dos imágenes para hacer una reflexión sobre la manera de procesar la muerte en nuestra cultura. ¿Qué tiene que ver “un buen guión” con todo esto? Avatar cuenta una historia conocida pero en mi opinión lo que marca la diferencia en esta película es que nos ubica completamente del lado de los otros para vivirla. Leí críticas de la película en las que se dijo que había un uso interesante del 3D, pero nunca se dice muy bien adónde reside ese interés. En mi opinión, es muy claro que Cameron usa las tres dimensiones para situarnos en el punto de vista de los Na´vis, para ponernos del lado del otro. Para dar sólo un ejemplo: cuando empieza la guerra, el ejército norteamericano dispara sobre los Na´vis y las bombas vienen hacia nosotros, porque somos ellos. Nos sentimos atacados. De hecho en Avatar hay una frase parecida a la que destaqué en Let the right one in (Eli le decía a Oskar “Sentí lo que yo siento”). En este caso es la doctora Augustine (Sigourney Weaver) quien le dice a Jake (Sam Worthington), durante su entrenamiento en la cultura Na´vi a cargo de Neytiri, “Tenés que aprender a ver el bosque con los ojos de ella”. Tan completo es el cambio de bando de Jake que ese abrir los ojos que comentó mi compañero constituye el nacimiento del personaje a otra vida, completamente nuevo, convertido en otro, después de abandonar su cuestionable humanidad. Que el cine pueda instalar por un segundo ese deseo en nosotros, no me parece poco. Jake puede hacer esa experiencia porque existe un adelanto técnico llamado avatar que le permite conectar su sistema nervioso con el de una criatura que se parece a él pero que tiene otro cuerpo, un cuerpo que puede recorrer Pandora, sentir la tierra (correr es lo primero que hace Jake cuando prueba su avatar, y vemos los pies hundirse en la tierra con un placer enorme), vivir lo que viven los Na´vis. Nosotros podemos hacerlo porque existe el cine, que también es avatar, y en este caso porque existe el 3D. En una de esas hay que estar un poco loco de amor por el cine y ser bastante ñoño para conmoverse con esa experiencia, pero hagan la prueba, visiten Pandora y vuelvan un poco más maravillados con todo lo que existe.
Inactividad funesta Una de las peores películas del año es también una de las más baratas, y llega acompañada de una campaña publicitaria enorme: todo lo que no se gastó en producción se debe haber gastado en promocionar esta película que es como un largo video de youtube. Actividad paranormal se propone como realista a fuerza de cámara en mano, pero se trata de un realismo siempre paradójico, porque lo único que hace posible ver esa película fea, en la que estamos todo el tiempo adentro de una casa fea y viendo gente fea, es que recurre burdamente a los procedimientos narrativos del cine más convencional, en el ritmo in crescendo de la tensión, en la construcción de los personajes –una víctima y un compañero escéptico, que finalmente cree-, en el giro más o menos sorprendente del final. Lo verdaderamente malo es soportar a los personajes durante una hora y media, acompañar a esos dos norteamericanos medio pelo que hablan todo el tiempo con “It´s like, it´s like, whatever, whatever”. Katie y Micah son una pareja muy enamorada que tiene un problema: Katie suele ser visitada, desde los ocho años, por una presencia extraña que la acompaña adonde vaya y que se supone maligna. Micah, racionalista, compra una cámara para filmarse de noche mientras duermen con la intención de descubrir pistas, huellas, rastros que permitan develar el enigma. Esto es Actividad paranormal, una película de fantasmas que juega a ser una filmación casera y que pretende que para hacer cine se puede prescindir de casi todo, hasta convertir a la pantalla en una ventana que da a la realidad. Lo que demuestra el experimento, como si hiciera falta, es que la realidad, esa etiqueta siempre falsa que ahora se cotiza tanto, está sobrevaluada. No hay nada para hacer con esta película, ni durante ni después de verla. Algunos espectadores salieron del cine diciendo que por lo menos se habían asustado, que la película estaba buena porque te hacía saltar en la butaca. Pagamos para ir al Ital Park, eso está claro, no para ver cine, y eso parece haberse vuelto suficiente. La verdad es que no importa demasiado esta película en particular, no vale la pena indignarse por esta experiencia pasajera, y por suerte sigue habiendo películas buenas. Lo que sí vale la pena preguntarse es por qué, en una época en que la realidad virtual se vuelve para algunos más verdadera que la realidad misma, se busca por otra parte asistir a este tipo de eventos que basan toda su atracción en constituir una experiencia realista. ¿Qué pasó con tener que creer en lo que estamos viendo? Si hay una riqueza en el cine es su posibilidad de hacernos experimentar cosas distintas, de ver el mundo como lo ven otros, de tener que ejercitar un poco o mucho la imaginación para aceptar el mundo que se nos propone en la pantalla y completar el relato. El cine de ficción, en la medida en que apela vivamente a nuestra facultad de imaginar, debería ser capaz de ampliarla, de volvernos capaces de concebir y pensar cosas distintas de las que pensamos todo el tiempo. Una película como Actividad paranormal desdeña todo eso, y no le queda otro recurso más que tirarnos un cadáver por la cabeza para hacernos sentir algún tipo de emoción. Al mismo tiempo se paga tributo al cine de verdad, porque lo único más o menos interesante en la película, pero que de todas formas no alcanza, es la miradita cómplice a la cámara de Katie para hacernos saber que está poseída, que ya no es ella misma y que el desenlace nos promete algo raro. Lo que realmente me pregunto, después de ver un bodrio como este, es si habrá que volverse más intolerante a medida que los productos culturales se vuelvan más y más burdos, si vale la pena que la crítica diga algo o la solución es ignorar estos fenómenos para volver a plantear, dentro de la cultura de masas misma, una división, ya no entre ésta y la alta cultura –el cine-arte, como le llaman algunos– sino entre las películas que se parecen más o menos a un producto artístico y las que son, única y descaradamente, un producto comercial. Por ahora pienso que hay que ver todo y quejarse, quejarse, quejarse. Por lo menos la queja sirve como prueba de que, a pesar de los esfuerzos de estas películas para anularlo, uno sigue teniendo cerebro.
Nieve y piel Let the right one in cuenta una historia, ni más ni menos impresionante que otras historias, hasta modesta a fuerza de no tener casi golpes de efecto, pero lo que la convierte para mí en la mejor película del año es desde dónde la cuenta. La gran decisión del director (no me interesa para nada lo que hizo con la novela) es haber hecho una película palpable, de texturas simples y colores nítidos. Lo primero que vemos es nieve cayendo contra la noche, ya en los títulos, y el fondo puede ser tanto la oscuridad de un suburbio de Suecia como la misma pantalla negra. Es casi como si esa irrupción material precediera a la historia. Poco después hay planos cerrados sobre las manos de gente que hace distintas cosas: las manos de la mamá de Oskar que trabajan en la cocina, las del papá de Eli que preparan un embudo, un bidón, los meten en una caja extraña, como si se tratara de un trabajo doméstico (y poco después vamos a saber que son los elementos necesarios para juntar la sangre con la que va a alimentar a Eli). De hecho, la primera vez que vemos sangre (el “padre” de Eli sale al bosque a buscar una víctima, la cuelga de un árbol cabeza para abajo y empieza a desangrarla) es a través del plástico de un bidón. Ya se intuye, en ese vampirismo de sangre en bidones de plástico y de ventanas tapiadas con cartones, que estamos lejos de la elegancia romántica y sublimatoria del Drácula de Coppola –por nombrar como ejemplo otra película que a su manera también es violenta-, inmersos en esa condición de Eli que la película no recubre de discurso ni metaforiza ni remite a ningún imaginario. El vampirismo en Let the right one in es ante todo una cuestión de supervivencia física, y eso está dicho con imágenes como las que traté de describir o a través del sonido, como cuando a Eli, después de hablar con Oskar por primera vez, le hace ruido la panza. Los casi ladridos de ella cuando ataca a sus víctimas, el moco que le sale a Oskar todo el tiempo de la nariz, el pelo sucio y engrasado de Eli, son las cosas más relevantes en esa experiencia material que es Let the right one in. Si ellos son niños y son conmovedores, a pesar de estar cargados de violencia, es por esos mocos de Oskar, por su piel blanquísima cubierta de un mínimo vello también blanco que la cámara nos pone todo el tiempo a diez centímetros, por la mugre que pone rayas negras debajo de las uñas de Eli. Es imposible no estar con Eli y Oskar (en sentido moral y en el sentido de asistir a una experiencia) en su necesidad de ejercer la violencia, por más que en algún punto del cerebro sepamos que está muriendo gente inocente alrededor y que Eli podría elegir, como Ginia (que encuentra rápidamente la manera de suicidarse como autosacrificio) no seguir existiendo. La sola idea nos produce dolor porque la cámara de Alfredson nos hace quererlos físicamente, de la misma manera que se quieren entre ellos, casi sin palabras, cuando nos pone todo el tiempo tan cerca de sus cuerpos frágiles o nos hace pegarnos con fascinación a los ojos de Eli. El resto del mundo, ése que está fuera del foco cerrado sobre ellos, es banal: está compuesto de adultos vulgares que sirven como víctimas, de padres que nada saben del mundo de los chicos, un mundo donde la violencia existe y no puede eludirse. La mano de Oskar que mueve los dedos tensionados en un primer plano, después de haber empuñado un cuchillo para defender la vida de Eli, puede ser la mano de un futuro asesino pero no dejará de ser la mano de un chico de cara angelical que frunce los labios como un bebé y que colecciona autitos. Eli tiene la boca sucia de sangre la mitad del tiempo, aparte de que vemos cómo manipula y mortifica al hombre que vive con ella para que le consiga sangre, tiránica, pero también es una chica-chico que dibuja un corazón en el reverso de una cajita y que usa un alfiler de gancho enorme para cerrarse el pullover. Es esa complejidad lo que parece no existir para el resto del mundo (adulto), lo que parece que no pueden concebir. Por eso, en medio del esfuerzo y del peligro, del chasquido de los golpes que le dan a Oskar y de esos ataques en los que Eli salta sobre el cuello de alguien, chupa como una bestia y después llora, la nieve que cae sobre la pantalla es un alivio y representa lo mejor de ellos, aunque también se vea en un momento cómo alguien escarba en esa nieve, encuentra barro abajo y sobre el barro, sangre pegoteada y fría. No hay pureza en este mundo material y violento; hay momentos de alivio, con una música cuyas pocas notas dispersas son el equivalente sonoro de esa nieve que cae sobre nosotros hasta el final (“Then we are together”, se llama la canción), cuando ya todo se puso negro. Cerrar el punto de vista de esa forma deja cosas afuera y es salvaje –si no vean 2012-, pero en Let the right one in es la manera de hacernos vivir eso mismo que Eli le pide a Oskar y que él debe, al revés que nosotros, cerrar los ojos para imaginar: “Sentí lo que yo siento”.