Juegos de hermanos Aquí, en medio de una catarata interminable de publicidad de juguetes y de referencias a series y films como La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) y las sagas de Mad Max, Star Wars, Volver al Futuro (Back to the Future), Titanes del Pacífico (Pacific Rim) y muchas otras, hay una película, pequeña, sobria, con un mensaje familiar de hermandad y concordancia para los niños y sus padres. Desde hace muchos años las compañías de juguetes, especialmente de figuras de acción, descubrieron que sin una película o una serie animada, es difícil vender. Así nacieron las series de He-Man, Transformers, GoBots y muchas otras, a partir de un juguete y una necesidad de venderlo. En el caso de Lego las películas parten de un intento de expandir el mercado de piezas para armar, en el que desde hace mucho tiempo la marca prevalece, a partir de su incursión en la combinación de las icónicas piezas con figuras paradigmáticas de la cultura popular cinematográfica. La Gran Aventura Lego 2 (The Leo Movie 2: The Second Part, 2019) comienza donde termina la primera parte, con la llegada de Bianca, la hermana del niño que juega fanatizado con los lego, Finn, y las peripecias que esto genera en términos lúdicos para ambos niños y para el fantástico mundo Lego. Tras la guerra contra el Señor de los Negocios, símbolo del padre interpretado por Will Ferrel, pequeños legos rudimentarios, creaciones de Bianca, aparecen en el mundo Lego de Finn y así comienza una guerra entre ambas generaciones. Años después de las incursiones de los monstruos, el mundo Lego de Finn se ha transformado en una tierra devastada, una distopía apocalíptica, en la que solo Emmet Brickowski (Chris Pratt) mantiene la esperanza y el buen humor. La llegada de una nave alienígena, el secuestro de sus amigos, el encuentro con un renegado, Rex Dangervest, y el enfrentamiento con el ecosistema de la hermana del niño transforman el temple de Emmet para poder afrontar la peligrosa aventura pero como siempre, no todo es lo que parece. En esta oportunidad Phil Lord y Christopher Miller se mantienen como guionistas en una historia creada junto a Matthew Fogel, pero ceden la dirección a Mike Mitchell, responsable de Trolls (2016) y Shrek Forever After (2010). Mitchell realiza una labor aceptable en un film demasiado vertiginoso que promueve la hiperactividad y hace aún más hincapié que la película anterior en la marca y en las posibilidades de adaptación de las piezas en juguetes para todas las edades. Si la base de todos los juegos es la imaginación y la posibilidad de creación, la marca apela más bien a la creación dirigida, a la incentivación más que a la ilusión, a la fidelidad a un producto más que al juego, y a la sujeción al mundo Lego más que a la inmersión en la fantasía individual o colectiva. La contraposición del mundo de los juguetes con el mundo real, que fue una apuesta muy fuerte de la primera película, aquí funciona como un elemento demasiado disruptivo que no permite adentrarse en la ficción y los chistes no siempre funcionan, aunque la resolución de todo el relato es bastante buena. A pesar de algunos buenos chistes y de un certero trabajo vocal de los actores, La Gran Aventura Lego 2 no logra convencer con una historia demasiado centrada en referencias para los padres y una voluntad demasiado expuesta de vender más y más, de crear una necesidad por sobre la ponderación de los valores humanos. En este caso, son algunos detalles que en la primera parte habían sido resueltos de forma correcta los que tiran abajo esta nueva entrega de las famosas piezas de colores que pretenden simbolizar el sueño americano de la familia feliz y exitosa que compra juguetes de marca para la felicidad de sus hijos, iniciados desde temprano en las prácticas del consumismo sin freno.
El poder absoluto El regreso del realizador Adam McKay no podría ser más auspicioso. Tras el éxito de La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), un film sobre la historia detrás de la especulación financiera que desembocó en la crisis económica más virulenta del Siglo XXI, el director de Step Brothers (2008) se adentra en la vida del reservado Dick Cheney, el compañero de fórmula presidencial de George W. Bush en las elecciones del 2000 y 2004, dupla que triunfó en ambas oportunidades, ejerciendo los cargos de Vicepresidente y Presidente de Estados Unidos respectivamente, entre enero de 2001 y enero de 2009. El Vicepresidente (Vice, 2018) indaga en la vida de uno de los personajes más controversiales de la política reciente norteamericana, el burócrata y ejecutivo petrolero Dick Cheney, hombre que ideó y ejecutó junto al Secretario de Defensa Donald Rumsfeld la invasión a Irak bajo el falso pretexto de que fabricaban armas de destrucción masiva y albergaban terroristas, alegando una conexión inexistente entre Saddam Hussein y Al Qaeda con la finalidad de saquear el petróleo del país de Medio Oriente desestabilizando la paz de la convulsionada región. El film narra la transformación de Cheney de un trabajador no calificado en Wyoming con problemas de alcoholismo a graduado en Ciencia Política y pasante en el Congreso y más tarde en la Casa Blanca durante la administración de Richard Nixon, incluyendo a posteriori su puesto como Jefe de Gabinete y director de la campaña presidencial de Gerard Ford, un oscuro prontuario legislativo en la década del ochenta, un cargo como Secretario de Defensa en el gobierno de George Bush y finalmente su llegada a la Vicepresidencia junto al inepto Gobernador de Texas en uno de los resultados electorales más polémicos de la historia de Estados Unidos tras pasar por la actividad privada como CEO de la empresa petrolera Halliburton, la que se beneficiaría de forma escandalosa por la apropiación de las reservas petrolíferas de Irak. Pero McKay realiza una maniobra más vasta sobre la cultura norteamericana y los cambios introducidos por Cheney en la legislación como parte de un proceso de las clases dominantes para instaurar sus políticas. La manipulación del atentado terrorista del 11 de Septiembre de 2001 le permite al Vicepresidente ejercer facultades extraordinarias y arrogarse el poder absoluto del Estado, declarando a su país en estado de guerra contra una entidad imaginaria que más tarde cristalizaría en las invasiones a Afganistán e Irak, fortaleciendo al extremismo islámico en lugar de mermarlo. Cheney surge aquí como un producto más -aunque extremo y burocrático- de una avanzada de la derecha para enmascarar sus políticas, esas que favorecen siempre a los multimillonarios a costa del sufrimiento de los pobres y la pauperización de las condiciones de vida y los salarios de las clases medias, generando en la opinión pública una aquiescencia para reducir impuestos, declarar guerras, espiar a la población, secuestrar y torturar opositores a sus políticas por todo el mundo y abusar de las contradicciones de las leyes con fines autoritarios y dictatoriales, siempre autoproclamando sus acciones ilegales e inconstitucionales como necesarias y legítimas. Pero lo interesante de todo para el realizador es que un hombre gris como Cheney, un vicepresidente sin habilidades oratorias y un burócrata de segunda, haya sido capaz de restaurar las pretensiones imperiales más descaradas de su país a pesar de la oposición de varios sectores, incluso de su propio partido. Esto lleva al film a analizar la situación social de la nación, el rol de los medios -especialmente de la cadena de noticias Fox- y los cambios que permitieron que este tipo de personajes representen los ideales de éxito y logren cargos electivos en la democracia norteamericana bajo el ala republicana tras la degradación del partido producto de las consecuencias judiciales del Watergate. La llegada de energúmenos como Bush o Cheney al poder es así para McKay parte de una estrategia de los multimillonarios consolidada desde la década del setenta para gobernar a través de los idiotas útiles de turno en un esquema del que las mismas empresas siempre sacan una buena tajada dejando en el camino pobreza y pérdida de derechos. Christian Bale realiza una vez más una transformación física completa para interpretar a Cheney, mientras que Steve Carrel vuelve a demostrar todo su talento para combinar la sagacidad y la rapacidad de Donald Rumsfeld. Amy Adams entrega otra gran interpretación como la esposa de Cheney, Lynne, y Sam Rockwell personifica a George W. Bush en una película con un elenco que incluye a Eddie Marsan, Alison Pill, Bill Camp y la exquisita, divertida y breve aparición de Alfred Molina. Con las mismas premisas y la misma irreverencia mostradas en La Gran Apuesta, El Vicepresidente se adentra en la mentalidad y los anhelos del norteamericano de derecha, el votante republicano de Bush que llevó a Donald Trump a la presidencia eligiendo favorecer a los más ricos y empobreciéndose a sí mismo por cuestiones ideológicas. McKay tampoco se priva de poner su granito de arena a conciencia en la grieta estadounidense creada por los asesores de campaña de Trump, quienes crearon una división ideal a sus propósitos electorales en una estrategia explotada en Gran Bretaña en el referéndum sobre la Unión Europea y en Argentina por Duran Barba en las elecciones que llevaron a Mauricio Macri a la presidencia. Narrada en tercera persona por un personaje interpretado por Jesse Plemons, que se pone en la piel del norteamericano promedio, El Vicepresidente es un excelente ensayo en clave de sátira política y denuncia sobre el entramado que permitió la llegada al poder de Bush, Cheney y Trump, sociópatas sedientos de poder capaces de declarar una guerra en cualquier lugar para beneficiarse a sí mismos, justificando cualquiera de sus acciones inmorales e ilegales con el pretexto de la seguridad nacional.
La pobreza que no miramos Desde su debut a mediados de la década del noventa el realizador japonés Hirokazu Koreeda ha cosechado una filmografía exultante de un humanismo existencialista y de una calidez sorprendente. Sus personajes han indagado en la cruda realidad para encontrar un sentido a la vida a través de las más variadas experiencias, destacándose la inocencia como una cualidad que persiste como valor en todas sus obras. En Somos una Familia (Manbiki Kazoku, 2018) el trabajo, las changas, las tragedias y las vacaciones exponen la dinámica de una familia muy particular que realiza pequeños hurtos para sobrevivir precaria y felizmente en una sensación de aventura y peligro constante. El film presenta a una familia un tanto particular producto de las relaciones sociales en el Japón contemporáneo colocando a la pobreza como un eje narrativo que marca todo el relato. Una pareja sin recursos que no puede tener hijos vive con un niño que no es su hijo, pero que tratan como tal, una joven que se las rebusca en un taller de la imaginativa industria sexual japonesa, una señora mayor a la que tratan de abuela y una niña pequeña maltratada por sus padres que decide quedarse con ellos. Hacinados en una habitación precaria viven todos en un limbo de la venta de los productos robados hasta que descubren que la niña, Yuri, es buscada por los servicios sociales, que han descubierto su desaparición y se han puesto en alerta debido a que los padres no han realizado la denuncia. Esto pone a la pareja protagonista, Osamu y Nobuvo, en un dilema, disyuntiva que de un problema moral y una elección de vida se transformará en una cuestión policial que pondrá en peligro su libertad. Mientras que la madre de Yuri parece aliviada por la desaparición de la niña, Osamu y Nobuvo se convierten en padres amorosos y Shota y Aki en buenos hermanos que comparten con ella juegos y su forma de divertirse, lo que le otorga a esta hija única la experiencia de una familia por primera vez en su corta vida. El realizador japonés no esquiva las problemáticas ni las contradicciones de la situación. En lugar de caer en el romanticismo de la familia por elección versus la familia tradicional decide complejizar la acción, especialmente en el final, desarrollando distintos aspectos sobre la relación de los personajes que los pone en tela de juicio. A nivel económico los niños estarían mejor con sus familias originales pero es su nueva familia la que les ofrece el amor que sus padres no pueden darles precisamente porque están muy ocupados atareados con sus poses sociales que les proveen el estatus y el dinero y les llevan a abandonar a sus hijos. Koreeda expone los conflictos que las nuevas relaciones sociales producen en la institución familiar a partir del declive de la familia tradicional como eje de la identidad, desgarrada por las nuevas formas de producción, consumo, percepción y asimilación de estas experiencias. El ejemplo de la familia en cuestión provee de una identidad familiar a este grupo de personas sin un lugar a donde ir desde la elección, una opción de funciona en la práctica, pero que propone nuevos y diversos problemas para el Estado en el ámbito de la legislación y la moral de la cambiante -y tan extraña para nosotros- sociedad japonesa. El film ofrece así un panorama de la vida urbana en el Japón actual y de la pobreza como factor distintivo de las relaciones sociales a partir de los nuevos centros sexuales, los salones de máquinas de juegos, los almacenes, las grandes tiendas y la forma de habitar apretujada en pocos metros cuadrados, para ofrecer un gran retrato del Japón dominado por las nuevas formas de habitar y vivir bajo las garras del nuevo capitalismo. Desde los valores y la actitud temeraria hacia la vida y la muerte, pasando por el papel de la educación, Koreeda trabaja a conciencia los lazos familiares marcados por la supervivencia, la competencia constante y el consumismo insaciable, analizados tanto desde la mirada adulta como la infantil en una de sus mejores alegorías sobre la inocencia y la familia.
Tratado sobre la normalización El realizador de origen hindú M. Night Shyamalan regresa al perturbado protagonista de Fragmentado (Split, 2016) en su último trabajo, Glass (2019), para combinarlo con los personajes de uno de sus aclamados primeros films, El Protegido (Unbreakable, 2000), película que inició una trilogía de superhéroes -o anti superhéroes- que culmina aquí en una indagación sobre las posibilidades del cuerpo y la mente humanas. Glass retoma el final abierto de Fragmentado para seguir las andanzas de Kevin Wendell Crumb (James McAvoy), un joven diagnosticado con un severo trastorno de identidad disociativo debido a un trauma durante su niñez por el maltrato materno con veinticuatro personalidades distintas, entre las cuales se encuentra La Bestia, criatura mitad hombre y mitad animal y venerada por el resto de los personajes, autoproclamados La Horda, una secta que sigue a La Bestia como una entidad extraordinaria que purificará a la humanidad. El secuestro de unas adolescentes en Filadelfia alerta a David Dunn (Bruce Willis), un centinela con una súper fuerza y capacidades extrasensoriales, protagonista de El Protegido, que inicia una búsqueda para encontrar al psicópata secuestrador, pero ambos son encerrados en un instituto psiquiátrico junto a Elijah Price (Samuel L. Jackson), un pretendido archienemigo de Dunn que se hace denominar Mr. Glass debido a la fragilidad de sus huesos producto de una grave enfermedad congénita denominada osteogénesis imperfecta, encerrado allí hace dieciocho años tras revelarse como autor de varias catástrofes con una gran cantidad de víctimas fatales. Los tres hombres son tratados por la doctora Ellie Staple (Sarah Paulson) como víctimas de una patología psiquiátrica que los induce a creerse superhéroes o supervillanos en un intento médico de que reconozcan que no son personajes con poderes extraordinarios y sí sujetos estimulados por sus tragedias y traumas personales, ahora canalizadas a través de la identificación con prototipos de los cómics. A diferencia de los film de superhéroes contemporáneos, Glass disuelve la dicotomía entre el bien y el mal para trasladarla al ámbito de la psiquiatría y el psicoanálisis, proyectando el bien y el mal como dos caras entre muchas de un cristal que refracta las imágenes de héroe y villano como dos representaciones que les permiten a los protagonistas encontrar un propósito en una metáfora sobre la banalidad de la vida basada en la producción y el consumo de basura pasteurizada de la actualidad. En esta operación M. Night Shyamalan realiza también una crítica a la psiquiatría y a la sociedad de control como instituciones y dispositivos normalizadores y a las aburridas construcciones de la sociedad del espectáculo, a la vez que realiza una divertida sátira de los consumidores de cómics llena de guiños a la subcultura. Anya Taylor-Joy regresa como Casey Cooke, la única persona que logra escapar de las garras de Crumb en Fragmentado para intentar ayudarlo en su tratamiento, al igual que el hijo de David Dunn, Joseph, personaje interpretado por Spencer Treat Clark que en El Protegido idolatraba a su padre al descubrir su poder y ahora en la adultez lo acompaña logísticamente en su misión heroica. McAvoy se destaca nuevamente gracias a un personaje ecléctico e impredecible en una historia que privilegia la narración por sobre la acción y la construcción dialógica por sobre ese efecto por el efecto sin sentido que caracteriza al cine actual. La construcción de las identidades es el eje de una narración que prácticamente carece de efectos especiales en uno de los únicos films de autor del género en mucho tiempo. Shyamalan retoma aquí como eje de la trama la teoría que Mr. Glass le expone a David Dunn en El Protegido de que los superhéroes de las historietas son en realidad arquetipos de relatos de personalidades extraordinarias con súper poderes manifestados a lo largo de la historia humana, todo al servicio de un film que se burla del fanatismo por los cómics y por las historias de superhéroes. Con su característico estilo que combina terror y suspenso psicológico con cuestiones sobrenaturales, el director de Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999) propone un análisis respecto de la necesidad social actual de la creencia absurda en los superhéroes en una época nihilista y cínica, de falta de valores éticos y marcada por la construcción ficticia de identidades transformadas en máscaras creadas por y para el consumo, e incluso con el objetivo de abusar de terceros en distintos ámbitos. El responsable de Señales (Signs, 2002) logra resolver todas las tramas de los films anteriores de esta trilogía centrada en el descarrilamiento del ferrocarril Eastrail 177 que unía Nueva York con Filadelfia, ofreciendo respuestas para todos los interrogantes y cerrando los cabos sueltos de las tres películas en un acto que refuerza el carácter antitético respecto de los films del género de hoy en día. Glass se adentra así en la psicología de los tres personajes para descubrir tres tipos de patologías que resignifican los tipos de superhéroes o supervillanos que caracterizan a las historietas en un film atípico que utiliza el suspenso psicológico para dejar un mensaje al espectador sobre la necesidad de la sociedad de despertar de su largo letargo.
Un duelo muy particular El último film del realizador israelí Savi Gabizon, Descubriendo a mi Hijo (Ga’agua, 2017), es un drama sobre el duelo de un exitoso e inclemente empresario que se entera que tiene un hijo de diecinueve años que acaba de morir en un accidente automovilístico. La muerte desata un estado de duelo en su interior que lo lleva a descubrir la personalidad y la historia de vida de su hijo fallecido trágicamente. Al recibir la noticia de que tiene un hijo y que acaba de morir, de parte de una ex pareja a la que no veía desde hace casi veinte años, Ariel Bloch (Shai Avivi) decide viajar a la ciudad en la que vivía su primogénito para asistir al funeral con curiosidad y una angustia que se acrecienta. Al indagar en la vida de su hijo con los que lo conocieron, se entera de que fue expulsado del colegio y no se pudo graduar debido a un poema pintado en una pared de la escuela en el que le confesaba su amor a la profesora de francés, Yael (Neta Riskin), de que antes de morir había comprado un kilo de hachís para vender entre sus amigos junto a un compañero y que estaba de novio con una adolescente de quince años, con la cual convivía desde hace varios años en la casa de la familia de la chica. El encuentro en el cementerio con un hombre que perdió a su hija adolescente, los poemas de su hijo y las charlas con la profesora de francés le proveen una perspectiva a un hombre que descubre en su hijo a un joven talentoso para la música y la poesía, pero afligido por el rechazo. La tragedia provoca en Ariel la necesidad de indagar sobre la vida y la muerte de su hijo, interpelando y reclamando información al personal de la escuela, a la profesora de francés que Adam (Adam Gabay), el joven fallecido, acosaba, a la familia de la chica con la que convivía y a cuanto personaje se le cruza en una odisea que de a poco va transformándose en un viaje onírico y fantástico sobre la existencia tras perder a un familiar cercano. Pero Ariel no solo descubre a su hijo sino que este camino lo lleva a descubrirse a sí mismo, adentrándose en sus propias miserias y en la historia con su propio padre. Descubriendo a mi Hijo es un film que enfrenta la dureza de la pérdida con la alegría del descubrimiento de las huellas de una vida que supo dejar su impronta en los que lo conocieron. La actuación de todo el elenco es muy buena, dando cuenta de una gran versatilidad para componer una situación de gran angustia que sacude los fundamentos de la identidad del protagonista. La composición de las escenas es muy detallista, construyendo actos íntimos y tensos que presentan a personajes atribulados por la trágica coyuntura que buscan caminos para sanar la pérdida. Gabizon construye así una obra sobre el duelo desde un lugar heterodoxo, que busca encontrar la alegría de vivir en los acontecimientos trágicos pero sin descuidar el costado emotivo del desconsuelo de la pérdida de un ser querido, aunque no se lo haya conocido nunca.
Familia, trabajo y crisis Clint Eastwood regresa nuevamente en La Mula (The Mule, 2018) con una historia a su medida que le permite combinar sus versátiles roles de director y actor en un relato inspirado en un artículo del periodista de investigación Sam Dolnick en el periódico New York Times titulado The Sinaloa Cartel’s 90-Year-Old Drug Mule, sobre un hombre de casi noventa años que trabajó como mula del cartel de Sinaloa. La crisis económica, sumada a la subestimación de los cambios en el comercio introducidos por Internet, llevan al horticultor Earl Stone (Clint Eastwood), un anciano veterano de la Guerra de Corea, a aceptar una extraña propuesta para transportar un cargamento de un Estado a otro en la región del medio oeste norteamericano comprendida por Illinois y Michigan. De ser un prestigioso horticultor premiado por sus flores de calidad y belleza, el anciano pasa a quedar muy endeudado, en quiebra y para colmo solo, tras enajenarse a su familia durante años. Earl pasa desapercibido ante la policía por su edad, su carisma y su condición racial en una sociedad hiper racista como la estadounidense para llevar sin problemas su cargamento de cocaína a donde el líder del cartel disponga, lo que lo convierte eventualmente en la mula principal de los narcotraficantes. Al igual que en Gran Torino (2008), el guionista Nick Schenk combina fuerzas con Eastwood para crear una historia de carácter humanista con un espíritu muy similar al film titulado por el clásico auto de la Ford. En este sentido, La Mula trabaja distintos tópicos como las contradicciones de lo políticamente correcto y la incorrección de derecha desde un lugar de respeto, proponiendo un cuestionamiento de la mirada progresista pero también destruyendo algunos discursos de la derecha como la discriminación y la misoginia, resignificando los valores tradicionalistas y de convivencia. Como una especie de continuación más sosegada y equilibrada de Gran Torino, La Mula trabaja sobre los arrepentimientos que llegan con la vejez, las mañas que se acumulan y se asientan y los intentos tardíos por enmendar los errores del pasado. El protagonista interpreta así a un personaje que por su pasión por el trabajo y la vida social alrededor del éxito sacrifica a su familia, un lastre en su momento que representaba la responsabilidad frente a la diversión. En la vejez los roles se invierten y Earl descubre que su legado es el encono de su esposa y su hija por los desplantes y el abandono producto de su dedicación al trabajo y los concursos. Eastwood pone en jaque a las ideologías para dejarlas en ridículo ante la crudeza y la urgencia de la realidad en una reflexión muy emotiva acerca de la familia, las miserias del éxito y la necesidad de construir anclas para soportar los momentos difíciles. Para esto elige protagonizar a un hombre que siempre privilegia el camino más fácil en lugar de echar raíces, regarlas y cuidarlas, lo que lo lleva a meterse en más de un problema. El carismático personaje también le sirve para dejar al descubierto la banalidad e insensatez de los prejuicios, destruyéndolos de a uno a partir de su exposición. La Mula discurre de forma muy puntual y precisa sobre los cambios simbólicos acontecidos en Estados Unidos, por ejemplo a través del cambio/ venta de la vieja camioneta Ford, elemento privilegiado de la construcción identitaria del medio oeste norteamericano y de su orgullo industrial, hace años opacado por la emergencia de los países asiáticos. Pero el verdadero tema del film es el narcotráfico como reemplazo del capitalismo industrial y financiero para la clase media en tanto única forma de cumplir el sueño americano de movilidad social a partir de un emprendimiento. Al igual que la ideología liberal, este sueño es efímero y conduce en realidad hacia una pesadilla que Eastwood expone de una forma muy explícita y franca, pero también destacando la motivación policial ante la opinión pública por la incautación y la muestra de resultados en una sociedad que sólo piensa en términos de inversión. La última película de Clint Eastwood se atreve así a adentrarse en todas las facetas de la caída del emprendedor norteamericano y el consiguiente impulso desesperado hacia las salidas fáciles en un retrato muy conmovedor sobre la percepción de la vejez y su lugar en una sociedad actual que cada vez nos convoca más a dar un giro al timón que nos conduce hacia el abismo.
Un robot desmemoriado En un giro en la estrategia de mercado, la última entrega de la saga fílmica de Transformers, Bumblebee (2018), apela al público más infantil y adolescente en una precuela de las películas dirigidas por el especialista en escenas de acción y gran enemigo de los relatos coherentes, Michael Bay, un verdadero terrorista del cine capaz de destruir cualquier historia. Mientras que en los anteriores cinco films de Bay la acción parecía cobrar una inusitada preeminencia por sobre la trama, creando una sensación de batalla perpetua sin ningún correlato, aquí la guionista Christina Hodson le imprime el característico sello nostálgico de los años ochenta que puso de moda la serie Stranger Things para crear una historia anodina, innecesaria, previsible y francamente demasiado aburrida. A punto de ser derrotado en la guerra por el control del hogar de los robots que se transforman, Cybertron, el líder de los Autobots, Optimus Prime envía a uno de sus más fieles lugartenientes, B-127, a la Tierra con el fin de instalar un puesto de avanzada para la resistencia que sostiene en el exilio la lucha contra los Decepticons, liderados por Megatron. La trama se centra en la relación de Bumblebee con una joven de dieciocho años, Charlie (Hailee Steinfeld), afligida por la prematura muerte de su padre hace un par de años. La chica entabla amistad con el Transformer que no puede recordar su misión y se comporta tímidamente como un niño miedoso y juguetón. Ella lo esconde, lo ayuda y le enseña a comunicarse a través de letras de canciones, ya que el robot ha perdido la capacidad de hablar y su función de memoria en una batalla con humanos y un Decepticon apenas ingresado en el planeta Tierra. Como en las otras entregas, el descubrimiento de la tecnología que se aplicaría años después como Internet y la confluencia de datos es endilgada a la cooperación del ejército norteamericano con los Decepticons, que se aprovechan de los humanos para encontrar al renegado Autobot amarillo con el fin de descubrir la locación de Optimus Prime y destruir la resistencia. Ambos sacan provecho así de la tecnología del otro en una sinergia que denuncia las complicidades bélicas y puede aplicarse a muchas alianzas militares de la historia reciente en una operación demasiado redundante a esta altura. Sin aportar mucho a la historia de Transformers ni apelar a la nostalgia de los fanáticos de la serie animada de los ochenta basada en los juguetes de Hasbro, a su vez creados a partir de los juguetes japoneses de la fábrica Takara, Bumblebee prefiere asentarse en la melancolía de finales de los años ochenta, donde se sitúa la acción, con constantes canciones de la época de bandas como The Smiths y Duran Duran, entre otras, y menciones a films como El Club de los Cinco (The Breakfast Club, 1985), todos iconos de la cultura pop de la década que le sirven al director para construir la historia de una adolescente con una pequeña necesidad de aventura que se manifiesta en un carácter levemente rebelde. El film de Travis Knight no intenta imitar a los de Michael Bay sino crear su propia historia, al igual que los repetitivos spin-off de la saga de Star Wars, lamentable sin demasiado éxito, desaprovechando todo lo que otros films que homenajean a los años ochenta consiguen a través de la música y los guiños cinematográficos y culturales. Los problemas son precisamente la repetición de escenas de films como E.T. El Extraterrrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982), por nombrar una obra muy similar que también trabaja la historia de un humano que esconde a un ser de otro planeta, y la falta de credibilidad de una trama que claramente no necesita de los Transformers ni de sus batallas absurdas. Hasta ahora Transformers parece mantener su carácter de producto destinado al fracaso rompiendo fórmulas que otrora funcionaron, esta vez con un espíritu un poco más apto para todo público pero igualmente insulso.
Bosquejos de la voluntad Gus Van Sant es un especialista en la indagación cinematográfica de sucesos traumáticos, cuestiones tabú y personajes complejos y atribulados en contextos conflictivos, ofreciendo a través de sus películas un panorama de las heridas abiertas en su país. En films como Elephant (2003), Paranoid Park (2007), Last Days (2005) y Milk (2008) el realizador norteamericano demostró que este tipo de hechos y las biografías de personajes afligidos son su especialidad y hasta su obsesión. En No te Preocupes, No Irá Lejos (Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, 2018), su última obra, reconstruye la vida del polémico y talentoso caricaturista estadounidense John Callahan, un dibujante que se destacó por su humor negro y su estilo provocador. Con una edición caleidoscópica y fragmentaria Van Sant se adentra en las memorias de Callahan para ofrecer un retrato descarnado de un personaje marcado por el abuso, el abandono, el alcoholismo y un temprano accidente automovilístico que lo dejó postrado en una silla de ruedas a la edad de veintiún años. La película se centra en el proceso de recuperación de la adicción del caricaturista al alcohol a partir de su relación con su sponsor, Donny, un joven homosexual adinerado que ayuda a personas con traumas de diversa índole. En el grupo de Donny, John encuentra la posibilidad de abrirse ante personas que también han transitado caminos sinuosos como él y han logrado salir de la adversidad. Kim Gordon, una de las fundadoras de la banda pionera del sonido grunge, Sonic Youth, se luce en un reparto que funciona como contrapunto de los protagonistas en este grupo de adictos en recuperación que han tocado fondo y buscan construirse una nueva vida alejados de todo aquello que los llevó a esa situación extrema. Tanto Joaquin Phoenix en el papel de Callahan como Jonah Hill como Donny realizan un gran trabajo que transmite autenticidad y compromiso a una propuesta de gran sensibilidad iconoclasta y carácter inconformista que hace hincapié en los problemas de aquellos que no encuentran su lugar en el mundo de las apariencias mediocres. Rooney Mara, Jack Black, Udo Kier y Tony Greenhand, entre otros, completan un elenco que acompaña a Phoenix en su versátil personificación del caricaturista ya fallecido, siempre perseguido por los demonios de su pasado, el abandono de su madre al nacer, el alcoholismo y un episodio de abuso sexual en su niñez que no es narrado en el film. La música de Danny Elfman le aporta a la propuesta una sensación de intensa intimidad que funciona muy bien con el estilo que Van Sant le impone a su reconstrucción de la vida de Callahan. No te Preocupes, No Irá Lejos es una extraña combinación de talentos en la que las caricaturas y las animaciones ofrecen algunas muestras de los trabajos de este dibujante que pudo superar su cuadriplejia y su adicción al alcohol para ofrecer su visión de una sociedad marcada por las contradicciones de las falsas poses del liberalismo políticamente correcto y el conservadurismo más tradicionalista, dos caras de la misma moneda oxidada norteamericana de exportación que tenía como propósito ocultar un abierto afán imperialista y unas perversiones realmente condenables. Van Sant logra aquí que el espectador pueda identificarse con las contradicciones que atraviesan a los protagonistas, ofreciéndole personajes de un realismo demoledor. Al igual que en otros de sus films, el realizador de Good Will Hunting (1997) explora en el núcleo de los traumas con el objetivo de buscar sus causas y exponerlas para enfrentar el proceso de recuperación en un homenaje a la voluntad y la tenacidad de Callahan para superar sus problemas tras tocar fondo.
Los avatares de la rutina Mientras la miseria aumenta al calor de la acumulación de la riqueza producto de las crisis generadas por los propios mecanismos de expropiación del mercado, la dificultad de narrar la pobreza se vuelve una cuestión acuciante. Por esta misma razón el hambre y los conflictos de clases parecen cada vez más encubiertos y maquillados bajo diversos rostros, a veces miserables, a veces románticos, pocas veces crudamente reales. La reflexión sobre estas cuestiones es así cada vez más extraña, y por ende, más necesaria. En su último opus, el realizador mexicano Alfonso Cuarón, aclamado por sus dos últimos trabajos, Gravedad (Gravity, 2013) y Niños del Hombre (Children of Men, 2006), regresa a su infancia en el Distrito Federal de la Ciudad de México para narrar un año a principios de la convulsionada década del setenta en la vida de una empleada doméstica de origen mixteca que trabaja realizando múltiples tareas para una familia de clase media alta en la Colonia Roma, un barrio de suntuosas casas construido a principios del Siglo XX cerca del centro de la ciudad como emprendimiento para la clase alta, más tarde devenido confortable hogar de características modernas de las familias de profesiones liberales. Filmada en blanco y negro con un estilo neorrealista, Roma (2018) narra la rutina de la empleada doméstica, Cleo (Yalitza Aparicio), en la casa de la familia, su tierna y dedicada relación con los niños, y la dinámica familiar entre la pareja, la abuela y los pequeños. De esta manera, las manías y los dilemas filiales son relatados con gran detallismo y una mirada artística que pone hincapié en los rostros empapados por su contexto y sus vivencias. Estas experiencias y la construcción del contexto que las rodea son los ejes de un relato a través del cual Cuarón indaga en los cambios culturales y en las constantes de las relaciones sociales desde un humanismo descarnado. En escenas cuidadosamente construidas el director y guionista examina las relaciones entre el personal doméstico permanente en las casas de familia de clase media alta, una relación siempre difícil -cercana y distante a la vez- que desdibuja y remarca constantemente los límites del concepto de familia y de las relaciones humanas, especialmente a través de los niños. La solidaridad entre las mujeres ante sus desventuras se contrapone al egoísmo masculino y a la mezcla de inocencia y perspicacia emocional de los niños en un retrato que pone a prueba la humanidad de los personajes dejándolos expuestos a una dolorosa e impersonal soledad. Las protestas estudiantiles y el caos de la represión en las calles durante la Masacre de Corpus Christi se funden con la desorganización y el trato frío hospitalario en episodios muy intensos como el nacimiento del bebé de Cleo, un rescate en medio de la furia de las olas en la costa, el entrenamiento de las fuerzas paramilitares represivas -amparadas por el gobierno local y la CIA- y la violencia social latente que sobrevuela sobre la tranquilidad de una ciudad en plena ebullición. Las multitudes pasivas y las multitudes activas se contraponen con fuerza y van delineando las características de una ciudadanía que muda su piel y se transforma en medio de la reacción fascista que resuelve los conflictos mediante la violencia mientras una sensación de confusión crece entre los personajes que tratan de mantenerse al margen. La tranquilidad, la fiesta y la celebración devienen siempre en escenas de conflicto, incendios, terremotos, manifestaciones, represión y hasta la furia del mar, que representan los peligros de la naturaleza que se combinan con la decadencia burguesa en una metáfora de los movimientos de las placas tectónicas sociales que tenían lugar en la época. Las contradicciones que Roma alimenta representan los cambios en la sociedad mexicana, esos que transformaron un barrio que una década más tarde cambiaría por completo debido al terremoto de 1985 y el estado de abandono producto de las condiciones edilicias de las casas, los cambios culturales y la decadencia de esa misma clase media alta que supo darle vida (la zona palideció a partir de la migración de las clases altas hacia lugares más protegidos, suntuosos y alejados de la ciudad). La fotografía intimista del propio Cuarón genera una sensación de documental acrecentada por la mezcla del español con el lenguaje mixteco, un dialecto de las comunidades originarias de la región hablado por al menos medio millón de habitantes. Con estas características que le otorgan una grandilocuencia estética a la rutina, Roma logra crear una historia dramática sobre las contradicciones de la supervivencia de la servidumbre en las relaciones económicas modernas bajo el manto de la intimidad. Las relaciones familiares confluyen con las relaciones de clase y las dinámicas sociales en un film que oscila entre la candidez de los recuerdos y las reflexiones adultas como profundas meditaciones sobre la cotidianeidad como elemento constante de la vida. Cuarón deslumbra así nuevamente con un retrato severo pero emotivo que convierte a la catástrofe en un lienzo sobre la historia de su país como homenaje, denuncia y reflexión política de ineludible actualidad para toda Latinoamérica.
Romper las cadenas El último film del realizador inglés Wash Westmoreland, Colette: Liberación y Deseo (Colette, 2018), sobre la vida de la extraordinaria escritora francesa Gabrielle Colette, viene signado por el fallecimiento tras una larga enfermedad del esposo y colaborador del director, Richard Glatzer, quien había escrito la historia y coescrito el guión junto al director y Rebecca Lenkiewicz, quien a su vez venía de coescribir junto al chileno Sebastián Lelio Disobedience (2017) e Ida (2014), en este caso junto a Pawel Pawlikowski. Westmoreland y Glatzer asimismo habían dirigido conjuntamente Siempre Alice (Still Alice, 2014), un gran drama sobre una profesora universitaria que es diagnosticada con Alzheimer. La película recrea la juventud de Gabrielle Colette (Keira Knightley), una prolífica escritora que logró un extraordinario reconocimiento en Francia a partir de una prosa precisa que combinaba delicadez con una voluptuosidad descarnada y un ojo muy agudo en cuanto a la descripción de personajes y situaciones. Desde su casamiento con el vulgar empresario Henry Gauthier-Villars (Dominic West), conocido como Willy, hasta la publicación de su novela La Vagabunda (La Vagabonde, 1910), donde narra gran parte de la historia del film, Colette: Liberación y Deseo relata el proceso de emancipación de una mujer de las imposiciones de su tiempo. Debido a las complicaciones económicas de su esposo, Colette comienza a escribir sobre su adolescencia en Saint-Sauveur-en-Puisaye, un pueblo situado en la región de Borgoña. La urgencia lleva a Gauthier-Villars a decidir publicar la novela resultante bajo su seudónimo literario Willy, a pesar de no estar del todo convencido sobre su valor ya que no cuadraba con el estilo pedestre de sus obras dedicadas a un público mundano. Colette se suma así al ejército de escritores fantasmas que el empresario utilizaba para redactar sus novelas, práctica muy extendida en el mundo literario de la época y aún en la actualidad, que ha suscitado más de una polémica en los círculos literarios sobre la autoría de muchas obras. Las novelas de Colette son un éxito y el personaje de Claudine, la protagonista, se convierte en un icono de la femineidad. El revuelo que generan sus obras coloca a la pareja en un lugar privilegiado dentro de los círculos literarios y libertinos de principios del Siglo XX, causando Colette gran sensación por su carácter y su vivaz y atractiva personalidad. El descubrimiento de su bisexualidad, la liberación de la sombra de su esposo y su interés por el teatro y el music-hall le abren las puertas a una sensación de libertad que le permite atreverse más tarde a disputar la autoría de sus primeras obras, lo que engrandece su figura como escritora, artista, espíritu libre y libertina. Colette: Liberación y Deseo es una gran semblanza de una escritora que logró destacarse por su calidad literaria y su ampulosa personalidad en una época de gran ebullición. El guión trabaja muy bien el temperamento de la escritora, su proceso de independencia de las imposiciones maritales y su vida en general, poniendo mucho énfasis en las relaciones que más influyeron en su obra y en el divorcio de su esposo. El diseño de producción a cargo de Michael Carlin, responsable de films como La Duquesa (The Dutchess, 2008) y Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008), recrea el ambiente de la época con gran realismo mientras que la fotografía de Giles Nuttgens, responsable de Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016), consigue un gran contraste entre la apacible vida rural y la vertiginosidad de París y las idiosincrasias que se ponen en juego en el film. Con un sentido de veneración Westmoreland homenajea a la protagonista al igual que Keira Knightley, componiendo una autora que se debate entre su rol de esposa, sus inclinaciones literarias y su necesidad libertaria de escapar a los estereotipos de una época en la que de a poco las mujeres se atrevían a expresarse y luchar por un lugar en el mundo cuestionando la cultura machista. El punto más cuestionable del film es la elección del idioma inglés para la recreación de una escritora francesa lo que atenta contra innumerables cuestiones de idiosincrasia en la adaptación del personaje, pero esto queda en un lugar secundario debido al gran trabajo de todo el elenco y en especial de Knightley. Al igual que la autora, el film logra cautivar con su franqueza, su espíritu de denuncia de la doble moral machista y el estilo inigualable de una escritora que tuvo su consagración literaria con su novela Gigi (1944).