La maquinaria de guerra Otto Bathurst, el director de algunos capítulos de la serie inglesa Peaky Blinders y del primer capítulo de Black Mirror, The National Anthem, fue el encargado de la nueva película sobre el legendario personaje del folclore británico, Robin Hood. Escrita por Ben Chandler y David James Kelly en base a la historia del primero, el film relata los comienzos de la leyenda del forajido del bosque de Sherwood, más como un episodio de la historia inglesa narrada por Guy Ritchie según su particular estilo que siguiendo algún parámetro de rigor historiográfico o respetando alguno de los tantos textos conocidos sobre el tema. Ritchie siguió el mismo camino en su última película El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017), con lo que estamos ante intentos bastante fallidos de crear sagas cinematográficas a partir de personajes populares del folclore inglés. En esta versión completamente alejada de las referencias históricas y las baladas, el joven aristócrata inglés Robin de Loxley es reclutado por el Sheriff de Nottingham para combatir en las Cruzadas -guerras religiosas entre católicos y musulmanes por el control de Jerusalén- para alejarlo de sus tierras y confiscárselas. A su retorno cuatro años después descubre que desde hace dos años se lo ha declarado fallecido en combate, su novia ha entablado una relación amorosa con un político del pueblo y que la ciudad se ha transformado en una mina de producción industrial para la guerra librada en Medio Oriente. John, un musulmán que lo sigue a Inglaterra como polizón tras escapar de su cautiverio gracias a la rebeldía consumada de Robin en Arabia, convence al joven enfurecido de convertirse en un bandido para socavar las bases fiscales de la Guerra Santa robando el dinero de los impuestos recaudados. Así el joven aristócrata sustrae los botines como el encapuchado, esos mismos que devuelve como Robin en forma de donación para introducirse en la organización bélica y averiguar más con el fin de destruir la conspiración del Sheriff y la Iglesia desde sus entrañas. Por su parte el fraile Tuck y la ex pareja de Robin también parecen coligados a un intento de robar documentos del palacio para descubrir qué esconde la unión entre el Sheriff y el Cardenal. La historia da varios giros, que parecen más bien trompos fuera de control, en una trama que pretende ser la primera de una serie de películas sobre Robin Hood. La construcción de la trama y los personajes es demasiado similar a la de Batman, con un protagonista adinerado con una doble vida de aristócrata y forajido, un secuaz que lo ayuda y una novia siempre rondando con sospechas. La narración utiliza la popularidad de Robin Hood y la maleabilidad de la leyenda para crear una alegoría muy trillada, pero no por eso menos actual, sobre la guerra como una excusa de los ricos para concentrar la riqueza y empobrecer aún más a los trabajadores con su retórica patriótica y la construcción de un enemigo terrible que representa el mal absoluto que es necesario derrotar. El film también trabaja abiertamente la relación entre el poder político y el religioso como una unión para manipular a las masas a través del miedo y la represión con el fin de apoderarse del producto del trabajo del pueblo. La mezcla de estéticas actuales y de la Edad Media en la arquitectura y la vestimenta son extremadamente chocantes y emulan el estilo kitsch de los films del controvertido realizador australiano Baz Luhrmann para crear una sensación de contraste muy marcada. Ben Mendelsohn vuelve a componer al mismo villano de Ready Player One (2018), de Steven Spielberg, y Rogue One: Una Historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016), Taron Egerton se parece mucho a su personaje de la saga de espías Kingsman y Jamie Foxx no se destaca demasiado en este film demasiado deslucido por sus decisiones artísticas y argumentales. Los diálogos son totalmente intrascendentes y hay una extralimitación de chistes innecesarios típicos del cine socarrón de esta época. Apelando a un público joven con una historia explícita, Robin Hood (2018) envía un mensaje claro de rebelión de carácter anarquista contra el poder privado que pretende usurpar los cargos públicos para su propio beneficio engañando a través de amenazas externas. Por momentos la historia parece estar emulando al Mayo Francés o alguna rebelión popular, pero en muchas escenas el espectador parece expuesto a una historia de jóvenes hípsters enamorados que juegan a la rebeldía. El film de Bathurst oscila como puede entre un Batman canchero y perdido, un enredo de la popular serie televisiva Friends y el complot político, cayendo por supuesto en las contradicciones y los sinsentidos que esta combinación genera con argumentos demasiado simples y personajes que les falta carácter y desarrollo narrativo. Bien alejada de la interpretación melancólica de Richard Lester con Sean Connery, de la versión heroica de Kevin Reynolds con Kevin Costner y también de la adaptación épica de Ridley Scott de 2010 con Russell Crowe, el nuevo film sobre Robin Hood no convence a ninguna generación y parece más interesado en clonarse en el presente para organizar una rebelión contra la explotación capitalista que en las rivalidades de la Edad Media. Bienvenido el encapuchado al siglo de la inmadurez cinematográfica.
Literatura y verdad El regreso del realizador francés Erick Zonca, cuya ópera prima, La Vida Secreta de los Ángeles (La Vie Rêvée des Anges, 1998), deslumbró por su potencia narrativa y poética gracias a la representación de las relaciones sociales bajo el neoliberalismo, no podría ser más auspicioso. En Sin Dejar Huellas (Fleuve Noir, 2018) Zonca adapta la primera novela del escritor israelí Dror Mishani, Expediente de Desaparición (Tik Ne’edar, 2013), para adentrarse en las turbulentas aguas de un policial negro de gran intensidad y giros inesperados. La repentina desaparición de un adolescente de dieciséis años, Dany Arnault, desata una investigación que se convierte en obsesión para el comandante François Visconti (Vincent Cassel), un policía alcohólico resentido por el abandono de su esposa y encolerizado tras descubrir que su hijo vende drogas en un boulevard a plena vista. Mientras las pistas se desvanecen y las teorías de la fuga y del secuestro pululan como conjeturas, Visconti se centra en la figura de un vecino de la familia, un profesor de gran afinidad con Dany que aboga por la teoría de la fuga y aporta un perfil psicológico del joven como un adolescente atrapado en un mundo claustrofóbico del que necesita escapar. Visconti descubre varias mentiras en el testimonio del afectado vecino, Yann Bellaile (Romain Duris), y decide seguirlo e investigarlo para ver si la pista lo conduce a dilucidar la verdad. Pero Visconti también se obsesiona con la madre de Dany, Solange (Sandrine Kiberlain), una mujer dedicada a su hija discapacitada y devastada por la desaparición de su hijo, lo que compromete aún más su situación al frente del caso. Sin Dejar Huellas es un policial que relaciona las obras del escritor Franz Kafka con el anhelo por la escritura, la obsesión por la verdad y los secretos familiares que desatan tragedias en un opus complejo, profundo y electrizante. La construcción literaria y la investigación policial se funden para ofrecer indicios y dirigir las miradas pero también para confundir y desviar a los personajes de las amargas certezas que la realidad les depara. Vidas destrozadas o a punto de estarlo se cruzan aquí en un choque que expone las miserias de los protagonistas para poner a prueba sus valores y su determinación de descubrir, inventar o encubrir la verdad. El realizador de Julia (2008) vuelve a indagar así en la naturaleza humana para descubrir una vez más la podredumbre que acecha en el corazón de los hombres pero también el coraje maternal, la pulsión de verdad, los caminos enrevesados de la creación literaria y los deseos inconscientes en un film en el que se destaca la construcción fenomenal de cada uno de los personajes, interpretados de forma excelente por grandes actores como Vincent Cassel, Romain Duris, Sandrine Kiberlain, Élodie Bouchez, Hafsia Herzi, Lauréna Thellier, Charles Berling y Jérôme Pouly. Sin Dejar Huellas estremece de esta forma con su dinámica de tensión permanente que dirige a los protagonistas hacia los inevitables caminos de la tragedia en un drama para reflexionar sobre el abuso, las motivaciones del crimen y hasta dónde pueden llegar los buscadores de historias en sus quimeras.
Las consignas de un presente fascista Spike Lee ha intentado en toda su filmografía desentrañar las claves de los argumentos del odio racista sobre la cultura afroamericana en la sociedad norteamericana. Films como Malcolm X (1992) o Haz lo Correcto (Do the Right Thing, 1989) desencadenan conflictos raciales que permiten adentrarse en la historia y la cultura de una construcción social basada en el miedo y en la opresión de un sector social sobre otro sin ninguna justificación coherente, pero que se perpetúa generación tras generación a través del odio racial y social como constante. Identificado el enemigo, negros, judíos, mujeres, etc., este discurso le atribuye todos los males y lo culpa por la supuesta decadencia de un país que en realidad entró en una espiral miserable cuando abandonó sus valores democráticos para abrazar su faceta más imperialista, autoritaria y represiva a través de sus estratos más conservadores. En Infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018) Lee adapta la novela autobiográfica del oficial de policía Ron Stallworth, Black Klansman, publicada en 2014, donde el protagonista narra su ingreso en la policía como el primer agente afroamericano de su destacamento, las humillaciones que recibe de parte de oficiales racistas y su labor como oficial encubierto en la organización criminal de extrema derecha Ku Klux Klan a finales de la década del setenta junto a otro oficial de familia judía. La película claramente arremete contra las acciones políticas y los discursos del gobierno de Donald Trump, trazando un paralelismo entre las absurdas ideas de los supremacistas blancos y las del ignominioso actual presidente norteamericano en una denuncia sobre la alianza actual entre el neoliberalismo y el fascismo antisemita y misógino que parece extenderse por el mundo como respuesta conservadora a los movimientos feministas. Para exponer sus ideas, Spike Lee comienza el film con un breve gag en forma de video documental con Alec Baldwin parodiando nuevamente a Trump vía una imitación desopilante del ridículo mandatario estadounidense, esta vez interpretando a un seudocientífico que sostiene un típico discurso de la superioridad racial desde la ignorancia absoluta mientras se exhiben escenas fanáticas -que estigmatizan a la población afroamericana- del film mudo en blanco y negro sobre la guerra civil norteamericana y sus consecuencias El Nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1915), de D. W. Griffith, obra que presenta además al Ku Klux Klan como un ejército heroico desde un abordaje mitológico que era habitual en el cine de la época. Con una construcción narrativa que hace hincapié en la edición como creación de sentido, que se despliega alrededor de todo el largometraje y en el epílogo documental sobre el estado inusitado de violencia que se vive hoy en Estados Unidos, Infiltrado del KKKlan recrea la historia de Ron Stallworth desde su ingreso al cuerpo de policía de Colorado Springs hasta el desmantelamiento de su unidad debido a los recortes producto de la crisis económica y los cambios de paradigma tras el ascenso de Ronald Reagan a la presidencia. La exitosa infiltración de Stallworth en una conferencia estudiantil afroamericana de ideas radicales lo lleva a intentar infiltrarse en el Ku Klux Klan a través de una llamada a un número anónimo para unirse al grupo. El ingreso en la hermética organización es demasiado sencillo, lo que conduce a Stallworth a iniciar incluso un intercambio telefónico con el líder, David Duke, un demente ignorante al igual que el resto de los integrantes. Pero algunos miembros desconfían del reciente cofrade y lo ponen a prueba, lo que crea un divertido enredo más que un conflicto. En principio el film desenmascara la idea del Ku Klux Klan como un grupo organizado. Más bien lo presenta como una pandilla de inadaptados que se aprovecha de una estructura que les da cobijo pero que destruyen con gran ineptitud. De esta forma la película desentraña a través de la ironía las contradicciones de los discursos racistas para exponerlos al ridículo a la vez que reconstruye el camino del ascenso de las arengas de odio en la retórica patética de Donald Trump, un empresario megalómano lanzado a la política como representante de las organizaciones más fascistas y corporativas de Estados Unidos. La comparación entre los discursos de Trump y de los miembros del Ku Klux Klan, como el del infame David Duke, son obvios en su comparación del odio y la defensa de un país imaginario que fue creado gracias al sudor de la esclavitud y no con slogans baratos como “América Primero” (“America First”). Infiltrado del KKKlan recupera lo mejor del cine social de Lee con su costado más irreverente, su búsqueda por romper con los discursos estigmatizadores, su defensa de los derechos civiles y su propuesta de luchar en todos los frentes por la igualdad desde un personaje que le viene como anillo al dedo para exponer sus ideas. Lee crea de esta forma un policial sobre una investigación con un humor sardónico que se adentra en todos los poros del film a la vez que deja en claro que estas organizaciones que parecen inofensivas siempre tienen integrantes que traman algún atentado que es necesario prevenir para evitar muertes innecesarias.
La opacidad de la imagen El regreso de Jean-Luc Godard es un ensayo sobre la relación entre el texto, la palabra tanto escrita como hablada, la imagen y el sonido a través de distintas representaciones que van desde la aberración hasta el horror en un mosaico fragmentario sobre la violencia en la actualidad. En El Libro de Imagen (Le Livre d’Image, 2018), el autor de Week End (1967) le imprime una gran urgencia a la necesidad de repensar nuestra relación con la imagen y con la vida, en una obra residual del espíritu de la modernidad que se niega a desaparecer, haciendo resurgir las dicotomías entre texto e imagen y esperanza vs. pesimismo, respecto de los acontecimientos presentes y el devenir del futuro en una película dividida en cinco capítulos que alertan sobre la violencia y la guerra como motores de la sociedad contemporánea. Godard exacerba la experiencia cinematográfica que busca imprimir en el espectador a través de una hipérbole de imágenes, sonidos y textos que se ensamblan en una máquina de sentido caótica y fragmentaria que enfatiza el carácter cada vez más instantáneo del sentido. La necesidad de la reflexión, la contemplación y la escucha atenta se vuelven imposibles a través de la edición esquizofrénica que el film impone para destacar críticamente la vacuidad de la instantaneidad desde su propio núcleo formal. Innumerables textos leídos por Godard de Montesquieu, André Malraux, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Alexandre Dumas y George Orwell, entre otros, se yuxtaponen y funden con imágenes de La Strada (1954), de Federico Fellini, Freaks (1932), de Todd Browning, Vertigo (1958), de Alfred Hitchcock, Kiss Me Deadly (1955), de Robert Aldrich, Las Mil y Una Noches (Il Fiore delle Mille e Una Notte, 1974) y Saló o las 120 Jornadas de Sodoma (Salò o le 120 Giornate di Sodoma, 1975) de Pier Paolo Pasolini y Elephant (2003), de Gus van Sant, entre muchos films destacados, y la música tétrica e industrial de los últimos discos de Scott Walker o las composiciones intempestivas de Johann Sebastian Bach y las imágenes de Bécassine, el icónico personaje femenino del dibujante francés Émile-Joseph Porphyre Pinchon en una obra que busca desencajar, deconstruir y reestructurar la percepción para barajar y dar de nuevo en un escenario de caos. La saturación de la intensidad de los colores, lecturas de textos con imágenes que van desde manos y trenes hasta archivos de distinta índole, noticias, incluso escenas de films de la carrera del propio realizador o el contraste de diferentes tipos de violencia son algunas de las herramientas formales que utiliza Godard para exponer sus conceptos políticos sobre el estatuto sagrado de la guerra en la historia y en la actualidad, la ley como instrumento del aparato estatal y la cuestión humanitaria y política de los países de Medio Oriente. Sorpresivamente el responsable de La Chinoise (1967) y Pierrot le Fou (1965) reniega del concepto de Revolución para abrazar tímidamente el de Resistencia, más bien admitiendo una derrota de la sociedad que propugnaba los programas revolucionarios en un repliegue táctico para repensar el lugar de la Revolución en el nuevo capitalismo consumista actual. Cada imagen de la película ensayo representa una analogía que es necesario desentrañar. Las manos simbolizan el contacto entre el pensamiento y la acción, la posibilidad y la necesidad de extenderse y asir la imagen, de recuperarla materialmente, mientras que el tren es una analogía de la imagen como encuentro y movimiento. La organización que parece esquemática no lo es en realidad, sino en cuanto símbolo de un edificio a demoler con el fin de pensar todo nuevamente. ¿Es posible para Europa pensar desde el mundo árabe o es una imposibilidad absoluta? ¿Es posible el diálogo entre estas dos culturas sin que la violencia acapare el sentido? La segunda mitad del film discurre principalmente sobre este tópico y sobre la imposibilidad de comunicación entre ambos mundos y la necesidad de establecer canales de contacto para estrechar las distancias. Las imágenes de los noticieros y de las filmaciones caseras son realmente perturbadoras presentando un mundo tan complejo como cruel, pero a la vez demasiado cercano a la violencia de Occidente y las atrocidades cometidas bajo diversas banderas a lo largo de la historia de la cultura occidental. El Libro de Imagen supone nuevamente el abandono de Godard de la narrativa cinematográfica tradicional para buscar la verdad con la finalidad de perderla, recuperando la esperanza en un futuro mejor a través del arte, el cine, la música, la literatura y la filosofía. Cortes abruptos, discontinuidad, yuxtaposición de planos, intervención de las imágenes y sonidos disruptivos intentan durante todo el transcurso del film sacar al espectador de su confort, del disfrute cinematográfico para colocarlo en alerta, en una experiencia política, estética y poética, que en el final tiene su sentido y su explicación. Más existencialista que revolucionario, Godard deforma la imagen para encontrar la sustancia que le da vida, el acontecimiento. La última obra de Godard no es una película para disfrutar sino para reflexionar política y estéticamente sobre el estatuto de la imagen en la actualidad, desentrañar sus posibilidades a partir de su uso e interpretación de las nuevas tecnologías, pero también es una crítica sobre su banalización y la naturalización de la violencia que responde a la religión y al poder. ¿La imagen controlará al sujeto o será el sujeto el que controlará la imagen? ¿Finalmente el individuo solitario se unirá a la multitud abandonando la apatía del hogar y el consumo pasivo de la imagen y saldrá a la calle a transformar el mundo? No puede haber una respuesta pero Godard deja en claro, al igual que muchas personalidades de la cultura alrededor del mundo, que la única forma de hacer algo es resistiendo los avances del capitalismo financiero, el autoritarismo y la violencia religiosa que están sumiendo al mundo en las tinieblas fascistas una vez más. La película finalmente recupera las proféticas palabras del poeta romántico alemán Friedrich Hölderlin para proponer que donde crece el peligro crece la salvación. ¿Qué representará el mundo árabe para Europa a través de la inmigración? ¿Un peligro que conlleve la salvación del espíritu europeo o el temido juicio final? ¿La ley servirá para reprimir o para curar las heridas y sanar las grietas culturales? ¿La mano será la ejecutora o la que ofrecerá su ayuda a la integración? ¿El tren será el medio de comunicación o el instrumento del genocidio? El Libro de Imagen claramente da cuenta de que no solo el estatuto de la imagen necesita ser repensado sino toda la cultura occidental, las políticas de inclusión y principalmente la amenaza del regreso del fascismo.
El legado de Alfonsín En su último documental el realizador argentino Sergio Wolf indaga en el acuartelamiento militar de un grupo del Ejército liderado por el teniente coronel Aldo Rico en Campo de Mayo, en el partido de San Miguel, en la provincia de Buenos Aires para solicitar cambios en la política de derechos humanos del Gobierno de Raúl Alfonsín durante la Semana Santa de 1987. Wolf entrevista para el film a todos los protagonistas aún con vida del acontecimiento que marcó a fuego la presidencia de Alfonsín, el primer presidente argentino de la actual etapa democrática, la más larga de la historia del país. A través de estas entrevistas y de su propia voz en off el documental recorre las causas que detonaron el amotinamiento de los soldados rebeldes, producto de la preocupación castrense por las múltiples citaciones judiciales que venían recibiendo los militares que habían participado de la represión ilegal a la ciudadanía utilizando el aparato del Estado con la falsa excusa de la lucha contra las organizaciones guerrilleras. Esto no es un Golpe (2018) narra estos hechos cronológicamente, con testimonios veraces y contrastados con los de otros protagonistas, con invaluables imágenes de archivo que develan algunos puntos oscuros para la mayoría de los argentinos sobre un episodio confuso que generó la consolidación de un resquebrajamiento del apoyo de la clase media progresista a la presidencia de Alfonsín, asediado por la oposición peronista, los soliviantados militares y la inflación creciente, lo que a la postre lo llevó a entregar el gobierno anticipadamente a su sucesor, Carlos Saúl Menem. Con mucha pedagogía dialéctica la obra de Wolf atraviesa uno de los momentos más difíciles de la democracia argentina para analizarla a la distancia, con todas las voces disponibles para contraponer el legado de Alfonsín bajo la balanza histórica, con sus aciertos y errores, su valentía y sus limitaciones, distinguiendo tajantemente las dos argentinas en pugna, de un lado la de un Aldo Rico que representaba la ideología y la idiosincrasia del cuerpo militar en su conjunto, y del otro la de los políticos y la ciudadanía unidos dispuestos a luchar por la democracia y sus valores. El opus pone así la evidencia ante los ojos del espectador, opinando, pero sin manipular ni ocultar, como un testigo más que da su visión de uno de los acontecimientos más traumáticos de la joven democracia argentina.
A ambos lados de la cortina de hierro El regreso del realizador polaco Pawel Pawlikowski, responsable del extraordinario film Ida (2013), no podría ser más auspicioso por su calidad estética, la indagación filosófica en los vaivenes de las pasiones y una aguda mirada sobre la condición humana. Cold War (2018) se yergue así como una indagación histórica sobre el amor en tiempos totalitarios, y para ello, mantiene la estética del blanco y negro de su opus anterior, lo que resalta la voluptuosidad de la pasión de la pareja polaca durante los duros años de la Guerra Fría. Con escenas cortas y episódicas, el film narra la historia de amor entre Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot) durante la década del cincuenta y del sesenta en Polonia y en Francia, en un relato muy conciso y preciso sobre la vida bajo el control de los partidos comunistas, la influencia de la ideología socialista en la cultura popular, y la dialéctica entre educación y adoctrinamiento. En una audición para una obra sobre las raíces campesinas polacas, un reconocido pianista, compositor y director de orquesta, Wiktor, ve en Zula un talento inusual, un fuerte anhelo por destacar y una gran belleza, cualidades que lo atraen inmediatamente hacia la joven. La acción se traslada a París cuando Wiktor deserta en Berlín de la orquesta que pretende recorrer los países del bloque soviético para difundir la cultura polaca mezclada con los valores del socialismo. Varios años más tarde, ya radicado en París, el músico se reencuentra con Zula en un bar y comienza nuevamente una historia que se mantendrá durante años dando cuenta del devenir del comunismo, la añoranza de la patria de los polacos en el exilio, la dialéctica entre el amor y la pasión, y la música y la cultura como péndulo entre la manipulación política, las ataduras del dinero y la libertad. El guión del propio Pawlikowski junto a Piotr Borkowski y Janusz Glowacki, basado en la historia del primero, recorre la historia de amor como una alegoría sobre la Guerra Fría. La relación entre la pareja está en todo momento atravesada por su nacionalidad, una sensación profunda de desarraigo y la contradicción que les genera la imposibilidad de estar juntos, y a la vez, de estar separados. Con unas actuaciones maravillosas del elenco protagónico, Cold War logra escenas de una intensa pasión que expresa las ideas y vueltas del amor, los problemas de las relaciones humanas y las contradicciones entre la libertad y los totalitarismos del control monetario y el control ideológico en un opus que nuevamente retrotrae al espectador cinéfilo al maravilloso cine de Andrzej Wajda y Andrzej Zulawski. La fotografía de Lukasz Zal, también director de fotografía de Ida (2013), Loving Vincent (2017) y Dovlatov (2018), logra una estética sutil de carácter existencialista que retrotrae al espectador a la década del cincuenta y del sesenta con gestos imperceptibles y emociones que se contienen hasta donde pueden en una obra sobre seres golpeados por las disputas geopolíticas que oprimieron a los ciudadanos del mundo a ambos lados de la cortina de hierro. Al igual que en Ida, Pawlikowski consigue aquí ofrecer otra mirada impávida sobre el devenir totalitario del socialismo en Polonia, tras la encarcelación en 1951 del popular líder comunista Wladyslaw Gomulka, desde una indagación del exilio como puñalada al corazón, desde el amor y la pasión como motores de la vida y desde los pequeños actos de rebelión como señales de la corrosión de los sistemas políticos y de las ideologías que se desvían de sus utopías para convertirse en regímenes autoritarios y represivos.
A las puertas del fascismo Las consecuencias de la crisis financiera de la década pasada han demostrado la inoperancia, cuando no la complicidad, de los partidos políticos moderados y tradicionales con las políticas dependientes de la especulación financiera global más que con una política enfocada en la producción y el consumo responsable. El ascenso de iniciativas políticas supuestamente extremas y de la polarización política son algunas de las estrategias de marketing de los candidatos del nuevo capitalismo para distraer a los ciudadanos mientras el saqueo de los recursos, la derogación de los derechos sociales y la destrucción de los rezagos de las políticas de bienestar social son desarticuladas. Transit (2018), el nuevo trabajo del realizador alemán Christian Petzold, es un ejercicio dramático sobre el futuro de Europa bajo el fascismo. El film explora la posibilidad de que los partidos de derecha xenófobos y anticomunistas vuelvan al poder en Europa y apliquen sus políticas de odio y discriminación con la complicidad de una ciudadanía apática que los apoya con vergüenza y miedo. La película sigue a Georg (Franz Rogowski), un técnico de radio y televisión alemán fugado de un campo de concentración y refugiado ilegalmente en Francia que recibe de parte de un compañero la misión de entregarle un par de cartas a un escritor comunista en París. En el intento de entregar las cartas descubre que el escritor se ha suicidado y que ha dejado una novela inconclusa. Tras el arresto del amigo que le entregó las cartas, Georg escapa a Marsella en tren con un amigo que fallece en el viaje. Allí encuentra personajes desesperados por escapar mientras las fuerzas del fascismo cierran sus pinzas sobre el país. Las circunstancias apremiantes lo empujan a hacerse pasar por el escritor difunto para conseguir una visa de tránsito para escapar a México. En Marsella se apega al hijo pequeño de su amigo fenecido, Driss (Lilien Batman), y comienza una extraña relación con la esposa del escritor fallecido en París, Marie (Paula Beer), ocultándole a ella y a todos su verdadera identidad mientras continúa con los trámites para emigrar. Marie por su parte busca a su esposo para escapar mientras mantiene una relación con un médico y anhela reencontrarse con su marido para huir con él y comenzar una nueva vida lejos de la guerra. El director de Phoenix (2014) y Barbara (2012) adapta aquí con mucho respeto la novela de la escritora alemana Anna Seghers Transit Visa de 1944, ambientada en 1942 para trasladarla a una época previa al uso masivo de la computación, la video vigilancia y el abuso de los teléfonos celulares en una metáfora del presente, pero en su versión analógica, en una obra vertiginosa que elimina la avasallante estética nacionalsocialista para construir su narración a través del contexto ausente, de un fascismo más arraigado en las prácticas cotidianas de denuncia, el abuso de poder y la burocracia. El fascismo es aquí una amenaza perpetua siempre presente que pende sobre unos sujetos que de un día para el otro pasan de ser ciudadanos a inmigrantes ilegales que deben escapar para no ser arrestados y deportados a campos de trabajos forzados o directamente ejecutados. El film narra la historia de los personajes a través de extensos diálogos, una voz en off omnisciente, retazos de información y elementos elípticos en escenas en tensión permanente que demandan la atención completa del espectador. Así como los personajes están en todo momento en tránsito, ya sea de escapar o de ser arrestados, del heroísmo a la vergüenza, el espectador también es puesto en un estado de tránsito entre un estado pasivo y una demanda de reflexión activa. La construcción narrativa del film se basa en el manuscrito inconcluso del escritor que es relatado en voz en off como si el narrador omnisciente ya supiera hacia donde van los personajes porque son parte de una tragedia ya prefigurada por la imaginación literaria. La relación metanarrativa entre la novela, los personajes y el resultado final es un rompecabezas incompleto que da lugar a artilugios narrativos que buscan yuxtaponer, al igual que la novela de Seghers, el pasado, el presente y el futuro a través de la denuncia para converger dialécticamente con el fin de superar la tragedia que se avecina. Hans Fromm vuelve a ofrecer, al igual que en los anteriores trabajos en colaboración con Petzold, una fotografía desoladora y claustrofóbica que tiene su correlato en el diseño de producción de Kade Gruber y en la música de Stefan Will, en una combinación sombría y amarga sobre la cobarde condición humana, resaltado más la voluntad de huir que la de resistir y luchar. Las actuaciones de todo el elenco son muy buenas y hay un excelente manejo narrativo de cada escena por parte del director. Transit no es un film convencional, en su urgencia pierde muchas veces su centro y la coherencia, definitivamente no busca agradar sino más bien una reflexión metafórica muy profunda que supera su carácter cinematográfico, generando en el camino gran confusión y llevando al espectador a un extravío que se va develando de a poco para alertar sobre el alarmante crecimiento de un sentimiento fascista antidemocrático cargado de odio provocado por un nacionalismo mal entendido y manipulado que canaliza el descontento de una población desconcertada que vislumbra un futuro cada vez menos promisorio y no está dispuesta a hacer nada para cambiarlo, dejando las puertas abiertas para que el leviatán regrese a completar su tarea destructora.
Una llanura tranquila El realizador argentino Benjamín Naishtat, responsable de los excelentes films El Movimiento (2015) e Historia del Miedo (2014), se adentra en su último opus, Rojo (2018), en las agitadas aguas de la década del setenta a través de una amalgama de géneros para crear una historia sobre las relaciones sociales en el interior del país en los meses previos al golpe cívico militar de 1976. Sin situar la acción en ninguna provincia específica de la Argentina, el film comienza a fines de 1975 para seguir el derrotero de un abogado del interior, Claudio Morán (Darío Grandinetti), que se ve involucrado en una investigación por la desaparición del hermano de una amiga de su esposa por parte de un mediático detective chileno a la vez que ayuda al marido de la misma amiga de su esposa a obtener ilegalmente el título de propiedad de una casa abandonada. Naishtat crea aquí un relato entre el melodrama y el thriller policial cargado de metáforas sobre la violencia que se vivía y la que se avecinaba en el país en una época de graves enfrentamientos políticos que marcaron con sangre toda la historia argentina. Al igual que en sus opus anteriores el director crea secuencias que funcionan como eje del relato. Las dos primeras escenas ya dan cuenta de todo el conflicto que se cierne sobre los protagonistas. En la primera se sitúa la acción en septiembre de 1975 y se puede observar a distintas personas saqueando impunemente -pero con parsimonia y sin sobresaltar a los vecinos- una hermosa casa en alguna ciudad del interior del país. En la segunda dos hombres discuten absurdamente en un restaurant sobre modales y cortesías en lo que deviene en un escándalo y un enfrentamiento callejero. Ambas escenas tienen una tensión extraordinaria y marcan lo que será un trabajo realmente palpitante. Distintas cuestiones como los secuestros seguidos de desapariciones, la intención de ocultamiento de las diferencias, la mentalidad de los grupos de tareas, los enfrentamientos entre la burguesía y todo lo que no representaba sus valores, la importancia de la fe católica para la derecha argentina y la relación con la cultura norteamericana surgen en el relato como elementos cotidianos en un manejo narrativo magistral por parte de Naishtat, ejemplificando todos estos asuntos a través de metáforas, alegorías, comentarios al pasar y diálogos casuales que indagan en el clima de violencia que se respiraba en Argentina. Al igual que en La Cinta Blanca (Das weiße Band, 2009), el realizador argentino intenta indagar en el huevo de la serpiente, o sea, en la matriz autoritaria y estafadora de una burguesía miserable que se alineó con lo peor de la milicia fascista ante la amenaza de la posibilidad de la distribución de la riqueza. Las actuaciones de todo el elenco son excelentes construyendo las distintas escenas que expresan momentos de la idiosincrasia de la época y del sentido común de carácter autoritario, violento, aprovechador e incluso indolente y desentendido, que tendrá posteriormente en frases como “algo habrán hecho” una verdadera definición de la cobardía nacional. Tanto Darío Grandinetti como Andrea Frigerio, Laura Grandinetti, Diego Cremonesi, Alberto Suárez, Susana Pampín y el ecléctico Alfredo Castro aportan grandes interpretaciones a la composición colectiva de esta semblanza perturbadora y feroz de nuestra historia. El trabajo de fotografía de Pedro Sotero, que ya había realizado una labor maravillosa en Aquarius (2016), el opus de Kleber Mendonça Filho, y el de Julieta Dolinsky en el diseño de producción, logran el objetivo de recrear la década del setenta con gran maestría, destacándose escenas como la del eclipse y muchas otras tomas muy importantes por su carácter metafórico, resaltando la importancia alegórica de la obra. Nuestro país aparece aquí como una tierra baldía, una llanura desértica a punto de colmarse de sangre y cadáveres. También se destaca la música de Vincent van Warmerdam, con sonidos disonantes y guitarras distorsionadas que expresan la angustia y la incertidumbre que sobrevuela un ambiente muy caldeado que desembocará en la peor dictadura cívico militar que el país haya conocido. Al igual que en La Larga Noche de Francisco Sanctis (2016), el film de Francisco Márquez y Andrea Testa, basado en la novela de Humberto Constantini, Rojo decide explorar a través del desasosiego la violencia que se manifiesta más allá de la política, o sea, en la cotidianeidad. Ya sea en la violencia contra el trabajador, la violencia discursiva, la humillación, la miseria burguesa, la mentira, el miedo e incluso la crueldad contra los animales, la película de Naishtat expresa la ignominia que se apoderó de la sociedad argentina en pleno estallido social para dar lugar a un mazazo mortal de autoritarismo genocida.
Un nuevo regreso a la nostalgia Amor de Vinilo (Juliet, Naked, 2018), el último largometraje del director Jesse Peretz, es una comedia dramática que se emparenta directamente con el film Alta Fidelidad (High Fidelity, 2000) al transitar nuevamente la relación entre el amor y la melomanía y la recurrencia a la nostalgia musical, cuestiones centrales de las obras del escritor y guionista británico Nick Hornby, autor de ambas novelas. Si Alta Fidelidad buscaba en la era digital la emoción del sonido analógico, en Amor de Vinilo recurre a la nostalgia por la emotividad pasional de los cantautores del rock alternativo e independiente de la década del noventa. La historia se sitúa a mitad de los años 2000 y se centra en el personaje de Annie (Rose Byrne), una mujer adulta inglesa encerrada en una relación desapasionada con Duncan (Chris O’Dowd), un profesor fanático de Tucker Crowe, un ficticio cantautor norteamericano que emula a músicos como Elliott Smith o Nick Drake. Cuando Duncan recibe de una disquería amiga un paquete con un demo de su músico favorito que lleva casi veinte años fuera de los escenarios sin editar ningún trabajo, el docente escribe una reseña que es bien recibida por los fans pero criticada por Annie, quien a pesar de no gustarle el disco se queda escuchándolo con gran atención. Crowe lee la reseña y el comentario de Annie y comienza una amistad a distancia por correo electrónico. Duncan por su parte se enreda con una compañera de trabajo que comparte sus gustos por las citas cultas de la década del noventa. Mientras que Annie está frustrada por desperdiciar quince años de su vida con alguien que no la aprecia y la ha engañado, Tucker intenta criar a su hijo menor en el garaje de su ex esposa y se lamenta por no haber participado de la crianza de sus hijos de distintas mujeres. El embarazo de una de sus primogénitas, Lizzie (Ayoola Smart), y la conexión con Annie impulsan al músico a viajar a Londres y más tarde a retomar su carrera truncada, cuestión que tiene un trasfondo relacionado con la incapacidad del cantautor de madurar y hacerse cargo de sus responsabilidades. Duncan representa la obsesión por la retromanía y la incapacidad de algunos coleccionistas de escapar de los fantasmas de su juventud, permaneciendo anclado en una confusa y absurda adolescencia extendida. El guión de Evgenia Peretz, Jim Taylor y Tamara Jenkins no le hace justicia del todo a la novela de Hornby, quien ya se había destacado en el guión de Enseñanza de Vida (An Education, 2009), pero llamativamente no participó de la adaptación de su obra. Jesse Peretz, que dirigió algunos videos de bandas de la escena alternativa post grunge como Superchunk o Foo Fighters y es responsable de varios capítulos de series y algunas películas menores, aquí realiza un buen trabajo sin destacarse demasiado, poniendo el énfasis en el tono cómico, que por momentos logra sacar una sonrisa gracias a la calidez de la propuesta y las buenas actuaciones. La historia es divertida, romántica, nostálgica y simpática, pero nunca sorprende, resulta demasiado insulsa por momentos, tiende a estancarse y genera redundancias por culpa de algunos problemas narrativos, aunque no son graves ni atentan contra el relato. También hay una inclusión innecesaria de algunos personajes típicos de la adaptación de las novelas que funcionan en las obras literarias para dar un contrapunto que no logran en el film. A pesar de esto la película tiene muchos buenos momentos, interpretaciones correctas y redondea un relato coherente aunque no muy crítico sobre la típica nostalgia melómana de una época que se destaca por su anhelo del pasado, producto de la diversidad de propuestas de la actualidad y la vertiginosidad del surgimiento y la desaparición de los nichos culturales. Amor de Vinilo es un título no apropiado, innecesario, un poco engañoso y hasta cursi para un film romántico que intenta remitir a la relación entre el amor y la música. Aun así, el opus consigue crear una buena historia con personajes entrañables con los que encariñarse gracias al respeto de todos los involucrados para con la obra Hornby, un escritor experimentado en este cuadro nostálgico que describe una patología extraña de nuestra cultura expuesta a las crisis permanentes del nuevo capitalismo.
Espíritu salvaje En su segundo largometraje, Edouard Deluc, responsable de Mariage à Mendoza (2012), se adentra en las sinuosas, eclécticas y talentosas aguas de la vida del extraordinario pintor postimpresionista francés Paul Gauguin. La película es un retrato del período en que Gauguin se estableció por primera vez en Tahití para escapar de la vida artificial y convencional de Europa con la finalidad de encontrar motivaciones, escenarios naturales e inspiración para su obra en la vida idealizada de la polinesia francesa. La falta de éxito de sus obras en Francia y una profunda necesidad de regresar a un estado más puro impulsa a Gauguin a radicarse en Tahití, colonia francesa a fines del Siglo XIX. Una vez allí emprende un peligroso viaje adentrándose en la isla para encontrar paisajes y motivos y descubre a una tribu que le ofrece a una adolescente, Tehura, como esposa. La joven le imbuye la inspiración que el pintor buscaba, lo aleja de su soledad y le hace olvidar por un momento de la pobreza de la que no puede sustraerse y de la enfermedad que lo aqueja. Así comienzan a nacer algunas de las mejores obras del pintor simbolista y sintetista, hoy expuestas en los museos más importantes del mundo. A partir de uno de los viajes más importantes en la vida de Gauguin, Deluc explora uno de los episodios artísticos que marcaron la transformación paulatina durante el Siglo XIX del estatuto del arte pictórico y sus estructuras consagratorias de baluarte de un orden estético a vanguardia rebelde romántica con pretensión revolucionaria respecto de los valores morales, políticos y visuales de la sociedad. El guión, escrito por el propio Deluc junto a Etienne Comar, Thomas Lilti y Sarah Kaminsky, está construido a partir de Noa Noa, el diario de viaje que Gauguin publicó en una revista francesa a fines del Siglo XIX sobre su periplo por Tahití, que unos años después se convirtió en un libro que incluyó algunos grabados en madera y poemas de Charles Morice. Hoy el libro es considerado, por gran parte de los especialistas en la obra del pintor, un producto de la imaginación y el plagio en lugar de una narración verídica de los acontecimientos de la vida del autor. Con una música de cuerdas, en la que predominan los violines cálidos pero lánguidos, compuesta por Warren Ellis, responsable de la banda sonora de Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016) y Viento Salvaje (Wind River, 2017), el film construye un tono parsimonioso y severo a partir del espíritu salvaje e impetuoso -pero enfocado en el arte- de Gauguin. Vincent Cassel se destaca con una actuación brillante, componiendo una personalidad irascible, solitaria y obsesionada por la creación de una obra única. Un punto muy alto de la película es la fotografía de Pierre Cottereau, que hace hincapié en los hermosos paisajes agrestes de Tahití y en los gestos de la gran interpretación de Cassel. Gauguin: Viaje a Tahití (Gauguin: Voyage de Tahiti, 2017) refleja los anhelos y las obsesiones pastorales de uno de los pintores más importantes y creativos de la pintura moderna para transportar al espectador a una era en la que el propósito transformador del arte pretendía derrotar al cinismo hedonista de una burguesía que imponía sus valores a través del capital. El film de Deduc cuestiona así el carácter de mercancía de la obra de arte para situarlo en el ámbito de la experiencia rebelde, expresando su potencial revolucionario pero también sus contradicciones.