Popular y política El cine norteamericano parece haber encontrado en Súper 8 una tabla de salvación, una especie de máquina del tiempo que lo devuelve a sus mejores épocas y tradiciones; aunque lo más probable es que el filme de J.J. Abrams (director) y Steven Spielberg (productor) no sea más que un oasis en el desierto, una simple ilusión para nostálgicos. El cine del norte ha dejado de ser popular hace tiempo, y Súper 8 no hace más que confirmarlo: su irresistible encanto reside justamente en apostar a aquello que los grandes tanques de Hollywood desdeñan olímpicamente semana a semana, y que es narrar la vida de su pueblo. ¿Qué tienen de popular esos magos, superhéroes artificiales o vampiros que hoy dominan su imaginario cultural? ¿Donde se encuentra allí su pueblo? El gran acierto de Súper 8 es justamente rescatar al que quizás sea el último cine verdaderamente popular de Norteamérica (como género, no hablo de autores porque allí estarían Richard Linklater o Gus Vant Sant para desmentirme), en una cinematografía cada vez más aislada, que con cada nuevo tanque que estrena parece querer alejarse más y más del mundo y la gente que lo puebla. No se trata de nostalgia calculada, sino de amor sincero por lo que supo ser un cine lúdico y lúcido, esencialmente fantástico pero también político, capaz de problematizar el mundo y la existencia, de abordar los grandes temas de la vida con honestidad, sin grandilocuencia ni tantos efectos especiales. Súper 8 constituye así un homenaje a cierto cine de fines de los ´70 e inicios de los ´80 (que parece casi proletario comparado con los éxitos de hoy, como Crepúsculo o Harry Potter), donde el protagonista podía ser cualquier hijo de vecino, y la aventura estaba a la vuelta de la esquina porque era la vida misma (ejemplos explícitos son Los Goonies, Cuenta conmigo o Encuentros cercanos del tercer tipo). Pero es un homenaje que no se queda en el pasado, sino que respira futuro porque se apropia de esa tradición desde la modernidad, desde una mirada propia que parece querer plantarse de frente al mainstream contemporáneo. Los protagonistas vuelven a ser un grupo de chicos de 12 o 13 años, habitantes de un pequeño pueblo de la América profunda, apasionados cinéfilos y amantes del Súper 8, en pleno 1979. Uno de ellos, Joe, acaba de perder a su madre, aunque lo mismo seguirá a su amigo Charles para la filmación de una película de zombies en una estación de tren abandonada. Allí no sólo conocerá a la chica más linda del pueblo, Alice (Elle Fanning, que vuelve a brillar), sino que también serán testigos de un espectacular descarrilamiento de un tren de la fuerza aérea norteamericana, que transporta cargamentos secretos del Area 51. Será, como en aquellas películas del viejo Spielberg (sin dudas el maestro de Abrams), el inicio de una gran aventura a partir de la irrupción de un orden sobrenatural, en este caso una fuerza venida de otro mundo, además de la llegada del ejército norteamericano, decidido a ocultar todo e imponer su razón a la fuerza. Como en toda buena película, la aventura no pasará exclusivamente por la resolución del conflicto central, sino también (sobre todo) por sus temáticas laterales: el crecimiento, la llegada del primer amor, la amistad, la relación con el mundo adulto, el duelo. Probado narrador, Abrams demostrará la suficiente sapiencia como para dotar a cada trama de su propio desarrollo sin apresurar el choque central y sin descuidar al mismo tiempo la construcción del suspenso ni la empatía con sus personajes. Y es que Súper 8 es más una película sobre el crecimiento mutuo y el aprendizaje (típicamente del “coming of age”) que un filme de acción o de suspenso, e incluso se posterga hasta el final la aparición de esa fuerza extraterrestre, a pesar de que tiene en vilo al pueblo. Ochentosa hasta la médula, Abrams hace de su tiempo histórico algo más que un guiño para nostálgicos (aunque haya todo tipo de citas), al punto de que la película no podría pensarse en otra época (será interesante analizar cómo se relaciona con la juventud contemporánea), aunque esa fidelidad a los modelos originales no la vuelve anacrónica, al contrario: es casi un desafío a los modelos actuales, que se extiende a su filosofía estética al privilegiar efectos especiales de factura artesanal. Clásica y popular al fin, entretenida y decididamente política, Súper 8 constituye hasta ahora la sorpresa norteamericana de la temporada, un filme que además puede ser para todas las edades y todos los públicos.
Los modos del terror Uno de los grandes maestros del cine norteamericano, poco reconocido como suele suceder en su propia tierra, ha vuelto a las carteleras del mundo luego de casi diez años de ausencia, con un filme que podrá ser menor dentro de su amplia cinematografía, pero que a todas luces supera la media del género en un año que además viene siendo muy pobre en lo que hace al cine de Hollywood. Hablamos de John Carpenter, para muchos uno de los mayores cineastas contemporáneos, que como afirma Leonardo D’Espósito quizás tenga la desgracia de dedicarse a un género como el terror, al que nunca se toma en serio, acaso justificadamente en los últimos años por las tristes derivaciones que ha tenido (con El juego del miedo como modelo y emblema). Claro que, como todo gran director, Carpenter es capaz de mantener su sello contra viento y marea, aun con un guión ajeno (y música también impuesta), en un filme que vale la pena analizar detenidamente pues mantiene un diálogo muy particular, a veces contradictorio, con las películas de terror contemporáneas. Atrapada vuelve a un tema clásico del género, en un ámbito no menos transitado: la demencia y su modo de tratamiento en los hospitales psiquiátricos. Basta la secuencia de títulos inicial del filme para advertir una perspectiva crítica e histórica, habitualmente ausente en estas películas: una serie de dibujos, grabados y fotografías confeccionarán un pequeño repaso sobre las barbaridades con que la ciencia ha pretendido reprimir lo anormal (métodos que incluyen todo tipo de torturas, como si fuera una suerte de historia de la clínica filmada por Foucault). Es la década del ´60, y una hermosa joven llamada Kristen (Amber Heard) terminará en un hospital psiquiátrico luego de que, en una carrera desenfrenada, acabara incendiando una típica casa de suburbios norteamericana. No tardará mucho en descubrir que algo anda mal allí: la mirada envilecida de los enfermeros, el comportamiento esquivo de sus compañeras del pabellón (que parecen constituir un glosario de estereotipos sobre pacientes psiquiátricos, a cada cual más hermosa además), le sugerirán un malestar instalado, la existencia de un secreto que la puede afectar. Es más, como en La Isla Siniestra, el propio hospital se convertirá en un personaje central de la película (y lúcidamente, Carpenter filmará los espacios como la manifestación física de una psiquis trastornada). Claro que Kristen sabe que no está loca, aunque no puede recordar muy bien los motivos ni las circunstancias del incendio, pero está decidida a salir del lugar, incluso si tiene que intentar un escape. Pero los problemas sobrevendrán con la aparición de una especie de espíritu fantasmal que comenzará a asesinar y a desaparecer a sus compañeras de pabellón, posiblemente en un plan vengativo, que finalmente amenazará a Kristen, a quien los médicos no le creerán nada. Formalmente refinada, y sutilmente contestataria, Atrapada parece recurrir por momentos a los típicos mecanismos de conmoción del cine de terror contemporáneo: golpes de efecto de sonidos o apariciones sorpresivas en el cuadro (con la ambientación sonora y visual respectiva) constituyen herramientas un tanto gastadas, acaso indignas de un director como Carpenter. Como así también ciertos asesinatos que parecen remitir a la cultura sadomasoquista instalada por El juego del miedo, aunque no hay que engañarse pues pronto se empezará a descubrir que no se trata precisamente de un homenaje, sino más bien de una crítica. Y es que Atrapada mantiene una relación compleja, llamémosle dialéctica, con el género contemporáneo, que a veces parece imitar sus fórmulas aunque en realidad las termina impugnando: por un lado, Carpenter no dejará lugar para supersticiones new age; por el otro, terminará apostando a un tipo de terror absolutamente diferente, de aliento clásico, que apunta a lo más íntimo de la especie humana y que tiene poco que ver con los golpes de efecto y el sadomasoquismo en boga. Posiblemente, Carpenter esté intentando reflexionar además sobre los modos que se han instalado en el cine de terror contemporáneo, en una película que parecía no pretender ser más que un entretenimiento pasajero, y que terminará pensando al cine e incluso también a la historia oscura de la psiquiatría.
Variaciones sobre el amor El fin de semana que pasó ha sido, sin dudas, el mejor del año en lo que hace a oferta cinematográfica: dos verdaderas obras maestras se pudieron ver en nuestra ciudad, aunque una de ellas ya estará fuera de cartelera cuando usted lea este comentario, así que la dejaremos para otra ocasión (por ejemplo, para su estreno en DVD, si llega a ocurrir, pues se trata de una película imprescindible para esta parte del mundo: La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj, proyectada en el Cineclub Municipal Hugo del Carril). La sobreviviente, cuya existencia en las carteleras tal vez no pase del miércoles (únicamente se proyecta en el Showcase), es Copia Certificada, gran regreso del iraní Abbas Kiarostami, aquel recordado maestro de Primer Plano, A través de los olivos o El sabor de la cereza, que ha vuelto en su mejor forma tras 10 años de ausencia en los grandes cines. Reflexiva y secretamente popular, Copia Certificada es cine en estado puro: un filme capaz de dialogar con el mundo mientras lo piensa, y se piensa a sí mismo. Es, por ello, una película con el sello de Kiarostami, quien por primera vez filmó en Europa (y para una gran compañía francesa, MK2) pero sin perder por ello su identidad ni sus principios, a saber: concebir al cine como un modo de (auto) conocimiento, una forma privilegiada de pensar, experimentar y relacionarnos con nuestro entorno y con nuestros pares. Ensayo sobre el amor, la pareja y el paso del tiempo, exploración filosófica del concepto de originalidad en todos los órdenes, Copia Certificada es además una película plena de libertad, que vuelve a invitar al espectador a un juego gozosamente cinematográfico: la posibilidad (mágica) de reinventarse en cada plano, de apostar a la multiplicidad de sentidos y concebir a la ficción como un modo predilecto de acceso a la realidad. La llamada “puesta en abismo” (el cine dentro del cine o la construcción de una narración sobre otra narración) es uno de los ejes narrativos del filme: un reconocido escritor y crítico de arte, llamado James Miller (el cantante lírico William Shimell, en un excepcional debut), abrirá la película con una disertación que problematiza el concepto de “obra original” en el arte, y plantea que toda creación es, a fin de cuentas, una copia de otros modelos y otras fuentes (lo que implica que la copia puede tener el mismo valor que el original). A mitad de la conferencia, sin embargo, el filme se irá detrás de una espectadora (Juliette Binoche, siempre luminosa, ganadora del premio a mejor actriz en el Festival de Cannes por este papel), que resultará ser una vendedora de arte francesa, madre soltera de un hijo un tanto problemático. Pronto, el camino de ambos se cruzará y aquí iniciará la verdadera película, una excepcional conversación filmada casi en tiempo real entre Miller y Binoche, que comenzará con un recorrido en auto por la Toscana italiana y derivará en diferentes paseos por las callejuelas y lugares típicos de un pueblo de la región. Las especulaciones sobre la autenticidad de toda creación se irán desplazando lentamente hacia otros ejes temáticos que comenzarán a dominar al filme, relacionados al amor, la pareja, la maternidad, el paso del tiempo y el compromiso conyugal. Y es que la película misma se permitirá transgredir las convenciones sobre los límites entre realidad y ficción (un tema que atraviesa toda la filmografía de Kiarostami) al punto de que los protagonistas comenzarán a interpretar su propia ficción y jugarán a ser (¿o acaso ya lo eran en realidad?) un matrimonio en su quinceavo aniversario, que ha entrado en crisis por la rutina, la incomunicación y el cansancio. Lúdica y fantástica, Copia Certi-ficada termina constituyendo así un gran ensayo sobre el amor, que repasa con elegancia y sutileza las diferentes etapas de una pareja desde que se conoce y se enamora, hasta que se casa, enfrenta la rutina, entra en crisis y posiblemente se separa (el final deja un gran, excepcional, fuera de campo para que el espectador adopte su propia interpretación). El mismo filme apuesta a multiplicar las especulaciones a partir de un juego de espejos con otros personajes que se cruzan por el camino de los protagonistas (una boda popular que se desarrolla en las calles, una pareja de ancianos, otra de turistas), constituyendo una narración siempre abierta, siempre en estado de revisión y cambio. La emoción, empero, no le es para nada ajena (y en este sentido se acerca a otro filme excepcional: Antes del Atardecer, de Richard Linklater, donde la unidad narrativa también era el diálogo), y difícilmente el espectador pueda sentir indiferencia ante estos amantes en continua exposición de su propia intimidad.
La soberbia de nuestra especie El cine puede ser un espejo incómodo, incluso en el mismísimo Hollywood, que de tanto en tanto nos devuelve algún reflejo problemático, algún retrato que los espectadores nos resistimos a mirar. No hace falta que sea enfático, pues los hallazgos suelen encontrarse en los detalles: la nueva entrega de El Planeta de los Simios puede pasar por un divertimento liviano, satisfactoriamente inofensivo, aunque el ojo mínimamente atento podrá detectar otros pliegues más interesantes, algunos giros destinados a desestabilizar nuestra tranquila existencia urbana, desligada de nuestro origen natural y de las consecuencias que tiene nuestro modo de vida. Como tantas otras producciones del mainstream norteamericano, la séptima película de la serie retrocede a los tiempos anteriores a la primera entrega: aquella épica protagonizada por Charlton Heston en su plenitud (1968), que diera lugar a otras tantas continuaciones (Escape del planeta…, 1971, Conquista del planeta…, 1972, y La batalla del planeta…, 1973), de las que la nueva película directamente se desentiende. Situado en la era contemporánea, el filme comenzará con la salvaje captura de un grupo de primates en una jungla africana, una de las cuáles terminará en un laboratorio de última generación, donde un científico de nombre Will Rodman (el siempre eficiente James Franco) la utilizará para experimentar con una sustancia genética destinada a regenerar las células del cerebro. El objetivo es buscar una cura para el Alzheimer, terrible enfermedad que aqueja al padre de Rodman, aunque sus consecuencias podrían ser imprevisibles. Ya desde el inicio, El planeta de los simios: (R)Evolución planteará así un conflicto eminentemente moderno, de resonancias políticas y filosóficas, sobre los límites que deben enmarcar a la ciencia. Que por supuesto el desarrollo no hará más que profundizar, sobre todo a partir de la aparición del CEO de la empresa para la que trabaja Rodman, que ve en sus investigaciones una fuente inagotable de ganancias. Algo saldrá mal, y como consecuencia no sólo terminará asesinada la mona en cuestión, apodada “Ojos brillantes”, sino que también se cerrará la investigación de Rodman, quien solamente logrará salvar al pequeño hijo de su primate, que se lo llevará a vivir su casa junto a su padre, y al que apodarán “César”. El filme se dedicará a abordar entonces la evolución en un ambiente amoroso de este chimpancé que pronto demostrará tener una inteligencia superlativa, potenciada por la droga que recibió en el vientre materno, y que a los pocos años conseguirá tener un razonamiento propio, que le permitirá comunicarse a través de lenguajes de señas con Will y su familia. No tardará en descubrir, también, la contradicción entre su naturaleza y la sociedad humana, que lo obligará a estar recluido en la casa de Will; aunque más tarde un incidente lo obligará a recluirse en un centro de primates, especie de cárcel donde no sólo conocerá la distancia que lo separa con los pares de su misma especie, sino también la dimensión de la brutalidad humana, y donde eventualmente empezará a planear una sublevación de los suyos. Formalmente elegante, y políticamente inteligente, la película de Rupert Wyatt tiene la virtud de esquivar todo planteamiento manierista (a excepción quizás del retrato de los representantes corporativos) y apostar por un desarrollo minucioso de la psicología de su protagonista. Y es que el tan endiosado mecanismo de identificación que el cine supuestamente debe proponer al espectador se relaciona aquí con César, una de las tantas víctimas inocentes de una sociedad que somete por la fuerza y la tecnología. Una escena central cerrará el desarrollo dramático de su personalidad con la adopción de la palabra: su primera alocución será el adverbio “No”, y dará inicio simbólico a la revolución. Un alzamiento que, coherentemente con el planteamiento estético de todo el filme (que evita la grandilocuencia y apuesta a la narración a través de los detalles), no abusará de los grandes efectos especiales, sino que los pondrá al servicio de la trama: el enfrentamiento final en el puente de San Francisco constituye una pequeña lección de narración para los tanques hollywoodenses, así como los grandes y, a su modo, bellos planos secuencias que lo precedieron. La ira de los primates no buscará la destrucción ni el sometimiento de nuestra especie, y aquí hay otro apunte lúcido para la humanidad contemporánea, cuya soberbia no parece tener límites.
Una alegoría ingenua El desarrollo de algunos directores puede constituir todo un símbolo de los caminos que ofrece el séptimo arte en la última década: Alex de la Iglesia, aquel rebelde iconoclasta de El día de la Bestia y La comunidad, es un caso ejemplar. Considerado heredero directo del cine del maestro Luis García Berlanga, representante mayor de la comedia española negra, ácida y socarrona, De la Iglesia llegó a pegar el gran salto al cine mainstream con Los Crímenes de Oxford, una película que precisamente sirvió para mostrar cuánto deben resignar los autores para ingresar a la gran industria. Basada en un libro del argentino Guillermo Martínez, aquel filme ofreció un De la Iglesia raquítico, resignado a perder su identidad, absolutamente falto de pasión y enjundia. Todo lo contrario parece querer mostrar ahora su esperado regreso a las fuentes, Balada triste de trompeta, un filme desmedido por donde se lo mire, ambicioso e inclemente, que sin dudas lleva impreso su sello original, aunque resulte profundamente fallido. De la Iglesia nunca fue un director moderado ni sutil, y acaso de allí surgía su singularidad. Sus películas son lecturas descarnadas de su sociedad, que apuestan a la comedia y los excesos para diseccionar sin contemplaciones las miserias y mezquindades de la España (o los Estados Unidos de Perdita Durango) contemporánea, a menudo partiendo de hechos históricos como en Balada triste de trompeta. El problema aquí, sin embargo, es no sólo que su cine se ha revestido de una gravedad inusitada (que tal vez aparecía agazapada en otros de sus filmes), sino que su lectura del mundo parece cada vez más gruesa, frívola e inerme, hasta ser políticamente ingenua, por decir lo menos. Balada triste de trompeta es una gran alegoría de la peor historia política de la España reciente, que intenta revisar lúdicamente los últimos años de la Guerra Civil y la posterior dictadura de 36 años de Francisco Franco, a través de un triángulo amoroso trágico, desmedido y violento. Coherentemente, el tono general de la película es sombrío y demencial, y hasta se puede arriesgar que De la Iglesia vislumbra cómo los regímenes fascistas son correspondidos por una profunda pauperización de la cultura en todos sus órdenes, hasta transformar a las sociedades en frívolas, vacuas y grotescas. Pero el problema es que la propia película caerá en los mismos vicios, como si no pudiera separarse de su objeto (¿de estudio?), y terminara convirtiéndose en una fantasía oscura, gratuitamente obscena y brutal, en vez de aquella lúcida revisión de la historia que aspiró a ser. El mismo comienzo sugiere ese devenir. Corre el año 1937, y el ejército republicano interrumpirá una función de circo para reclutar soldados para enfrentar a los nacionales de Franco, entre ellos al payaso tonto (Santiago Segura), que deberá abandonar a su hijo Javier. Lo que sigue será una batalla campal de estética tarantinesca (Quentin Tarantino es referencia clara de la película), en la que nuestro protagonista quedará detenido. Años después, el tímido Javier (Carlos Areces) se convertirá en un payaso triste (aquel que es objeto de las burlas ajenas) con un mandato trágico: encontrar felicidad a través de la venganza. Aunque su destino lo llevará a un circo comandado por otro payaso, el brutal y abyecto Sergio (Antonio de la Torre), donde se enamorará de Natalia (Carolina Bang), que es la pareja de aquél, su flamante empleador. El triángulo está servido y lo que sigue será una disputa violenta y destructiva por Natalia, que implicará un progresivo desquiciamiento de Javier, quien se convertirá en el exacto reflejo de su contrincante. Esquemática y grave, Balada triste resulta tan ambiciosa en sus aspiraciones que ni siquiera se permite un buen desarrollo dramático de sus tramas: las situaciones se suceden con una rapidez tan apabullante que el relato irá adoptando un halo de fantasía (demencial) que terminará en un festival de excesos. Se podrá decir con razón que se trata de la materialización de una ideología igualmente oscura y desquiciada, pero la propia película se encargará de dar una lectura precisa a la tragedia que narra (se trata de una alegoría de la lucha entre la izquierda y la derecha por España, encarnada por ambos protagonistas y Natalia como aquella nación, a la que muestra un tanto tramposa e interesada), que resultará absolutamente ingenua, deshistorizada y despolitizada (como escribió Horacio Bernades, constituye otra teoría de los dos demonios). Algunos pasajes notables recuerdan la capacidad formal de De la Iglesia (el uso del primer plano para transmitir el desquicio, la secuencia de transformación del protagonista, ciertos tramos de batallas y escenas de masas), pero como en Los crímenes de Oxford aquí no hay mucho lugar para el humor, y ni siquiera la legítima apuesta por los excesos ayuda al filme a librarse de su absoluta gravedad.
El poder y el deseo Un melodrama italiano de época, que a su modo pretende rescatar (o acaso imitar) el último gran cine de la península, parece ser el mejor estreno del fin de semana, aunque pronto llegarán grandes novedades. Es que Córdoba respira cine, y a la aplaudible muestra del DoctaCine 2011 realizada la semana pasada, le seguirá desde el jueves próximo un ciclo imperdible sobre el Bafici porteño, que traerá algunas joyitas únicas para la ciudad (ver HDC de la víspera), en lo que seguramente constituirá también la única posibilidad de verlas en la gran pantalla (a excepción de El Estudiante, que se estrenará en octubre también en el Cineclub Municipal). Por el momento, hecho ya el aviso, hablemos entonces de El Amante, filme del italiano Luca Guadagnino (Melissa P., 2006) sobre un proyecto de la actriz Tilda Swinton, excepcional y casi absoluta protagonista de la película. Drama de tintes clásicos ambientado en nuestros días, Yo soy el amor en su título original es una tragedia estilizada sobre la aristocracia italiana, que sin dudas pretende referenciarse en ciertos autores del neorrealismo, sobre todo Luchino Visctonti, aunque sus resultados sean sensiblemente inferiores: Guadagnino está lejos de alcanzar la profundidad dramática, la lucidez sociopolítica y la coherencia estética de aquellos clásicos (basta citar a El Gatopardo como su referencia más explícita). Con todo, constituye al menos un intento por apostar a otras tradiciones estéticas y narrativas, que si bien se puede quedar en un ejercicio de estilo más bien vacuo, es casi un bálsamo en la atribulada cartelera comercial de nuestros días. El filme se abre con una extensa cena familiar en una antigua mansión italiana, donde el patriarca de los Recchi, llamado Edoardo (Gabriele Ferzetti), festeja un nuevo cumpleaños. El formalismo, las tradiciones, el ambiente claustrofóbico remiten a otro siglo, pero estamos en el presente. La intención real de Edoardo es anunciar a su sucesor en la dirección de la gran empresa familiar, que será su primogénito Tancredi, aunque habrá una sorpresa: deberá compartir la conducción con su propio hijo, llamado también Edoardo, un hombre sensible alejado de los negocios familiares. Como en toda tragedia, no será más que el inicio de una lenta caída en desgracia que incluirá a la esposa de Tancredi y madre de Edoardo, Ema (Swinton), verdadera protagonista del filme, abnegada y alienada mujer que pronto descubriremos es casi una extraña en el clan Recchi. De origen ruso, Ema ha debido adaptarse a las rígidas estructuras de la familia hasta casi perder su identidad, pero un inocente descubrimiento (el lesbianismo de su hija) desatará sus ansias de libertad, que se fijarán en un joven cocinero amigo de su hijo, llamado Antonio. Claro que el surgimiento del deseo traerá sus consecuencias, y en el resultado de ese triángulo formado entre Ema, Antonio y Edoardo la película revelará su verdadera naturaleza, sin dudas conservadora. De estética tan elegante como sus protagonistas, El Amante ostenta un virtuosismo formal poco frecuente: sus bellos planos secuencias sobre ambientes lujosos, sus cuidadísimos encuadres, sus deslumbrantes planos generales de mansiones nevadas o el centro de Milán o Londres, o aquellos calculados primeros planos sobre cuerpos, objetos o gestos, constituyen un dispositivo seductor aunque problemático, pues si bien es coherente con su tema y su trama, en algunos momentos llega a caer en un fetichismo vacío y publicitario. Un dilema potenciado por los redundantes acordes de John Adams, insertados estratégicamente aquí y allá para potenciar los efectos sugestivos de la imagen. Algo que a veces contrasta con la utilización de la luz, que si bien es trabajada con el mismo esmero, está casi siempre pensada más para sugerir que para resaltar. Los principales problemas, empero, están en el desarrollo dramático y en las vueltas de guión, que terminarán de darle a la película un tinte excesivamente trágico, como si finalmente estuviéramos ante un novelón televisivo, y como si lo importante fuera castigar a los protagonistas en vez de explorar sus relaciones con el deseo. Por suerte, está Tilda Swinton para salvarnos del ridículo y devolver a la película algo de su verosimilitud y su profundidad perdidas.
Animales políticos El cine joven argentino tuvo en este 2011 un nuevo hito cinematográfico: la película El Estudiante, de Santiago Mitre, ha vuelto a revolucionar el ambiente como hace unos años lo hiciera Historias Extraordinarias, de Mariano Llinás, no por casualidad uno de los padrinos de este filme junto a Pablo Trapero (ambos oficiaron de productores). El Estudiante es un filme político en toda la dimensión de la palabra, no tanto porque su tema explícito sea la militancia en la Universidad de Buenos Aires (UBA), sino porque su propuesta estética y formal es esencialmente política, y porque también lo son sus repercusiones (que trascienden el ámbito cinematográfico). Filmada de manera absolutamente independiente por fuera de los clásicos circuitos de financiación, en especial por fuera del sistema de créditos del INCAA, El Estudiante viene a ratificar que se puede hacer otro cine en Argentina, con grandes ambiciones por más escasez de medios que exista. Pero su independencia la condena a exhibirse sólo en los circuitos alternativos del país, sin siquiera acceder a las salas INCAA: en Capital Federal se presentó sólo en dos espacios (donde hubo que agregar funciones por la gran demanda del público), y aquí se estrenará desde el jueves en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, donde se proyectará hasta el domingo, en la que seguramente será la única posibilidad para verla en nuestra ciudad (el 19 de este mes, se exhibirá también en la sala Luis Berti de la Cumbre, en el Cineclub Con los Ojos Abiertos). Lo más importante, en todo caso, es qué propone el filme de Mitre, que como ya se adelantó no es político tanto por su tema como por su planteo: su gran virtud es descubrir un mundo nuevo para el cine argentino y recorrerlo en toda su amplitud, intentando captar sus complejidades, flaquezas y riquezas, sin imponer lecturas previas ni intentar bajadas de líneas. El Estudiante encuentra así su base (política) en la honestidad de su propuesta, y es desde esa posición que puede abordar de manera directa la militancia universitaria, que aparece despojada de toda idealización pero también de todo prejuicio clasista o ideológico. Lo curioso es que lo haga además desde un formato de género, porque El Estudiante se aleja tanto del cine industrial como del llamado “cine arte”: se trata de un trhiller hecho y derecho, de aliento clásico, que explora con particular precisión no sólo la vida política en la universidad, sino los modos y mecanismos del poder, o cómo esas prácticas terminan funcionando como una escuela informal para preparar y seleccionar a los futuros dirigentes del país (y acaso la película toda, que se abstrae intencionalmente de toda referencia partidaria, pueda funcionar como una síntesis de la política nacional). Su protagonista excluyente, eje absoluto del filme, es Roque Espinosa (Esteban Lamothe, una revelación), un joven de pueblo que llega a Buenos Aires para probar suerte, por tercera vez, en la carrera de Ciencias Sociales. Sus intereses están absolutamente alejados de la política, y pasan por divertirse o conquistar alguna compañera, hasta que se topa con Paula Castillo (Romina Paula), profesora y militante de la agrupación Brecha, a quien pronto intentará seducir. Casi sin darse cuenta, el joven estará militando en la misma agrupación, y su vida comenzará a girar en torno a la política universitaria, donde podrá ejercer su particular capacidad de seducción. Algo que será detectado por el líder de Brecha, el experimentado profesor Acevedo (Ricardo Félix, notable), posible amante de Paula, que pronto lo ubicará bajo su ala y lo utilizará como operador político en la facultad. Relato de exploración y aprendizaje, filmada en una cámara digital HD, El Estudiante apuesta a un registro documental, aunque privilegie los planos cerrados sobre Roque, cuya mirada estructura la película. Claro que a Mitre no le temblará el pulso para mostrar las mezquindades de la vida política: lo primero que aprenderá Roque es la posibilidad de la traición, y en su desarrollo verá cómo la praxis se puede alejar fácilmente de los ideales románticos de sus compañeros. Pero esto no hace que El Estudiante se vuelva una película anti política, más bien al contrario: su excepcionalidad está en cómo logra capturar un universo en toda su complejidad, sin juzgar ni adoptar posturas moralistas, sino simplemente desde una mirada atenta, libre y desprejuiciada. La política no sólo es discusión de ideas, su praxis se basa en la negociación, los pactos, alianzas a veces inesperadas, acaso un eterno toma y daca para llegar a (o conservar) el poder. Muy pocas películas han logrado plasmar esta naturaleza bifronte de la política, pues El Estudiante es a fin de cuentas un filme que entiende a esta actividad como una pasión legítima, y su mayor virtud acaso esté en actualizar aquel viejo adagio aristotélico que define al hombre como un animal político.
Elogio de la amistad La comedia (norte)americana, nueva o vieja, ha sido prácticamente el único género pasable de la temporada cinematográfica de Hollywood, una tendencia que se puede rastrear en los últimos años, y que entre otras cosas confirma que el humor es cosa seria. Títulos como ¿Qué pasó ayer 2?, Malas enseñanzas, Medianoche en París y en menor medida otros como Pase Libre, Paul, Una esposa de mentira o Quiero matar a mi jefe, confirmaron durante este ajetreado 2011 que la llamada Nueva Comedia Americana (NCA) no sólo está más que consolidada (con Jud Apatow como gran padrino), sino que logró parir nuevas apariciones que siguen revitalizando al género, que acaso se encuentre estimulado por la crisis económica y cultural que atraviesa el imperio del norte. La comedia siempre ha servido para pensar al mundo, para desnudar la dimensión absurda de nuestra cotidianeidad y problematizar aquellas estructuras simbólicas que regulan nuestra existencia y naturalizan el status quo de la sociedad, aún a costa de sus miembros. Y por esto son tiempos propicios para la NCA, cuyo núcleo esencial es una vocación natural por la irreverencia. Su último ejemplo es Damas en Guerra, del debutante Paul Feig (director de la serie Freaks and Geeks), bajo el manto directivo del propio Apatow (que oficia como productor), y la invalorable Kristen Wiig (estrella del programa Saturday Night Live), aquí protagonista además de coguionista. Filme desparejo y por supuesto desmedido, capaz de apostar a la más incómoda escatología y luego terminar con un giro conservador, Damas en Guerra es sin embargo una obra plena de humanidad, que explora en clave paródica (y lúcida) los vínculos femeninos en pleno siglo XXI, con la crisis económica como un fondo difuso, que se cuela obstinadamente a través de los conflictos que vive su protagonista. Wiig (en un papel tal vez consagratorio) interpreta a Annie, una mujer que ronda los cuarenta años y se encuentra en una situación cúlmine: ha perdido su negocio con la crisis de 2008, trabaja en un oficio que no le gusta ni le interesa, comparte departamento con desconocidos, y vive penando su soltería por caer en brazos que no le convienen. Por suerte, Annie tiene una amiga de la infancia que le sirve de sostén para los avatares de su existencia, llamada Lillian (Maya Rudolph, también de SNL), aunque pronto sobrevendrá lo inesperado. De un día para otro, Lillian pasará a estar comprometida, y su nueva situación desatará una crisis fulminante en Annie, que penará no tanto porque su amiga se case, sino porque comenzará a integrar un nuevo círculo social en el que ella no encaja. Habrá una complicación adicional: la aparición de una nueva “mejor amiga” de Lillian, la frívola pero perfecta Helen (Rose Byrn), quien mostrará una empatía inusual con la novia y monopolizará la organización de su fiesta, y con quien pronto se instalará una competencia feroz. El resultado será una lenta caída en desgracia (y en el ridículo) de Annie, que por supuesto se distanciará cada vez más de su amiga hasta llegar a tocar fondo, típico esquema narrativo de las obras de Apatow. Comedia de aprendizaje y maduración, Damas en Guerra no se destaca por su planteamiento formal, donde domina el clasicismo industrial: el plano /contraplano es norma al filmar los intercambios sociales, así como el plano medio se impone en la puesta en escena general. Sus signos distintivos están más bien en la voluntad de transgredir el buen gusto (a pura escatología incluso, aunque hay sólo una escena no apta para espíritus susceptibles, que transcurre en una lujosa tienda de vestidos) y ridiculizar los ritos sociales, así como en el modo en que se desmarca de ciertas convenciones: la boda misma y la despedida de soltera son dos grandes fuera de campo que permiten concentrar la atención en el desarrollo del drama de la protagonista. Y es que lo más importante en Damas en Guerra es su humanidad, su gran capacidad para captar la complejidad de los vínculos personales, de problematizarlos sin llegar a la caricatura ni la ridiculización gratuita (marca distintiva de productos similares, caso Sex and the city), sino más bien con el objetivo de comprender a sus protagonistas, de ponerse a su altura y reflejar sus motivaciones, miedos e inseguridades. Un final por demás convencional, con videoclip y moraleja incluidos, no hará más que contrarrestar estos logros y dejarlos en un segundo lugar.
Extrañamiento y libertad El cine suele funcionar como un formidable mecanismo normalizador de las experiencias sociales: su popularidad se afinca habitualmente en su gran capacidad para reflejar (o construir) modos de comportamiento que eventualmente pueden constituir modelos atractivos para sus espectadores. Pero el cine puede ser también, y aquí se encuentra su excepcionalidad, un ámbito de extrañamiento, un espacio donde el sentido común quede interdicto, puesto entre paréntesis, donde se abran otras alternativas a los dictados de un imaginario social y cultural dominante, y donde las certidumbres sean desafiadas por la reflexión. Claro que ese cine difícilmente se encuentre en las grandes carteleras comerciales, aunque por suerte los cordobeses contamos con un vigoroso circuito alternativo de proyección, en el que otras narrativas encuentran un lugar de exhibición y de legitimación social. El Cineclub Municipal Hugo del Carril es uno de ellos, y el jueves 20 de octubre estrenará una película argentina muy recomendable para pensar estos temas. Hablo de Un mundo misterioso, nuevo largometraje del director Rodrigo Moreno (aquél de El Custodio y Mala época), que precisamente hace aquí de la extrañeza su núcleo esencial, al apostar a una narrativa absolutamente libre, capaz de descolocar al espectador más experimentado. Y es que las formas narrativas dictan la inteligibilidad de un filme, su capacidad para producir sentidos: Un mundo misterioso se convierte en un filme revulsivo precisamente porque desafía los formatos canonizados de su especie (aunque tenga antecedentes precisos: el argentino Martín Rejtman y el finlandés Aki Kaurismäki). El filme mismo comienza por la ruptura de una normalidad, ya que nuestro protagonista recibirá apenas se despierte cierta mañana una mala noticia: su novia Ana (Cecilia Rainero) le pedirá en pleno lecho un tiempo en soledad, para repensar una relación que siente rutinaria, aburrida, atrozmente previsible. Boris (Esteban Bigliardi, en consonancia perfecta con el espíritu del filme) reaccionará con natural estupor, aunque sus argumentos no podrán torcer la decisión de su pareja. A la tercera secuencia, Boris ya estará desempacando en un hotel de mala muerte del centro porteño, arrojado a una incertidumbre existencial que se convertirá en el núcleo central de la película, que hace del extrañamiento que vive su protagonista su misma fuerza motriz. Lejos de los típicos melodramas americanos, Boris iniciará entonces una expedición por nuevos mundos tan misteriosos como cotidianos, a veces ligeramente absurdos. Comprará un antiguo Renault 6 en versión rumana, con el que atravesará una imponente tormenta eléctrica (en una escena excepcional, de naturaleza surrealista, donde se corrobora la gran capacidad del director de fotografía, Gustavo Biazzi), visitará librerías donde encontrará algún viejo amigo, se sumará a una fiesta con extraños, tendrá algún romance fugaz, irá a bares o al casino, perseguirá incluso a alguna mujer por la calle y viajará a Colonia. Todo, con la misma apatía y sin un rumbo claro ni una razón específica, pues Boris se encuentra literalmente arrojado al vacío, a un espacio donde ha perdido las coordenadas que ordenaban su existencia y donde la libertad es regla. Formalmente impecable, compuesta en su mayor tramo por planos medios fijos (casi siempre a la misma distancia de los personajes), el misterio del filme se construye a partir de decisiones rigurosas de puesta en escena: Moreno intensifica al máximo el naturalismo de su película pero trasgrede todos los formatos narrativos, ejerciendo una libertad inusual. Las escenas de transición brillan por su ausencia (o más bien toda la película puede ser entendida como una gran transición, un tanto alucinada y excéntrica), los tiempos de algunas escenas se extienden más de lo común, la linealidad narrativa es puesta entre paréntesis pues el filme se construye por episodios (que pueden pasar del drama a la comedia, del realismo a la fantasía), y mantiene en todo su tramo el mismo tono dramático casi sin variaciones, pese a lo cual la sorpresa acecha en cada escena, además de un sentido del humor fino cargado de lucidez (que revela lo absurdo de nuestra existencia), cualidades que lo emparentan directamente a Kaurismäki y Rejtman (aunque las actuaciones son ligeramente menos abúlicas que las de estos referentes). Ciertos planos y ciertas secuencias (sobre todo uno que transcurre en un colectivo, síntesis perfecta del filme) exhiben además un virtuosismo notable, y confirman que Moreno apuesta a una experiencia sensorial de la película. Estas decisiones formales sirven al fin para transmitir el estado de su protagonista, un ser arrojado a la intemperie, donde sin embargo podrá redescubrir el mundo y sus misterios.
Un filme existencial El cine cordobés está en marcha, y es una noticia para celebrar, más allá de que todo está aún por hacerse y de que el camino que comienza con el estreno de tres largometrajes financiados por el Instituto Nacional de Cine (INCAA), a través del gobierno de la provincia, es pura incertidumbre y potencialidad, acaso un manojo de sueños heterogéneos que habrá que ver dónde terminan. Pero como dice Roger Koza, hay algo que se está gestando en Córdoba en materia cinematográfica, no sólo por los estrenos que hoy comenzaremos a comentar, sino también por el surgimiento y consolidación de una comunidad cinéfila cada vez más amplia y exigente. Este presente esperanzador se puede corroborar incluso en los festivales, empezando por la participación de la excelente Yatasto, de Hermes Paralluelo, en la Competencia Internacional del Bafici (donde probablemente se lleve algún premio), y siguiendo por el foco de cine cordobés que anunció el Festival de Cine de Valdivia, un dato elocuente que confirma las ilusiones. Lo más importante, sin embargo, son las películas y sus propuestas, las búsquedas estéticas y narrativas que, en su natural y celebrable diversidad, pueden (y deben) aspirar a ser buen cine: nada impide que en Córdoba se filmen grandes películas, y a ese norte debemos apuntar. El primer estreno del colectivo Cine Cordobés, El invierno de los raros, de Rodrigo Guerrero (ver horarios en página 4), invita por suerte a esperanzarse, no sólo porque se trata de una película con un claro ánimo experimental, que busca encontrar un lenguaje propio a partir de un posicionamiento estético y cinematográfico particular, sino porque además es un filme que apuesta a abrir nuevos caminos, que hace de la ambigüedad su centro narrativo, y además evita caer en las típicas concesiones del (sub)género que integra. Filme coral de tono existencial, El invierno… podría ser rápidamente emparentable con cierta corriente del hoy olvidado Nuevo Cine Argentino (aquella que Gustavo Noriega cuestionó en su artículo “La tristeza de los niños ricos”), pero seguramente sería un error encasillarla en esos márgenes, pues si bien comparte algunas características (parece ser, concientemente, a-histórica, habría que ver si también comparte su despolitización), al mismo tiempo los trasciende ampliamente, y en todo caso no participa de su tendencia a caer en la solemnidad (eje de la crítica de Noriega). El invierno es un filme legítimamente existencial, que explora con humildad y a veces lucidez las angustias y pesares de seis personajes durante un lapso específico de tiempo, que no busca dejar grandes mensajes ni tratar temas pretenciosos, pero que sí intenta dialogar con el mundo en que vivimos: su aspiración es precisamente plantear algunas preguntas al espectador, sin darle respuestas precocinadas. Seis personajes se encuentran, cruzan y conviven en un pueblo impreciso (que no es pequeño, e incluso podría ser una ciudad rural), que parece detenido en el tiempo, y acaso funge como la manifestación material de su estado anímico: cierta angustia inclasificable, algún tipo de tristeza imprecisa, es el denominador común de todos ellos. Está Marcia (Paula Lussi), una joven alegre y levemente idealista, que traba amistad con Sabrina (Elisa Gagliano, que interpreta a una visitante que acaba de llegar sin razón aparente), y además está secretamente enamorada de Gustavo (Lautaro Delgado), un obrero rural dedicado a su rutina laboral. También está Fabián (Luis Machín), un hombre obsesionado con una bella profesora de danza llamada Rocío (Maitén Laguna, que sobrelleva una mala relación con una madre posesiva), a quien persigue a todas partes y acosa por teléfono, y que en algún momento se encontrará con la madre de Marcia, una mujer amargada y aplastada por los años, que suele tener ataques de furia. Cada uno anda en búsqueda de alguna forma imprecisa de amor, al menos un mero gesto de cariño que mitigue su gran soledad, pero la incomunicación es regla, y la represión su consecuencia concomitante. Lúcidamente filmada, Guerrero apuesta a la cámara al hombro y al plano secuencia como fundamento básico de su cine, lo que demuestra una clara conciencia formal: El invierno… se convierte en un filme hipnótico, pleno de climas y tonos sugerentes, enfatizados por una banda musical (con sonidos eléctricos y música pop) que a veces irrumpe como pequeños oasis en medio del relato (con la suficiente inteligencia como para despegarse de la estética de videoclip). Los planos cerrados sobre sus protagonistas (donde casi siempre se interponen objetos entre la cámara y los actores, potenciando la profundidad de campo), seguidos obsesivamente por la cámara de Guerrero (al estilo de Gus Van Sant), se intercalan con grandes planos generales del campo y el pueblo, estableciendo una dialéctica formal que sirve para explorar el espacio existencial de los personajes y su relación con el ambiente. Los encuadres denotan además una búsqueda conciente de belleza, lo que confirma que Guerrero entiende al cine como un arte mayor. La ambigüedad, empero, es el centro luminoso del filme, desde el que se disparan continuamente nuevas lecturas y sentidos, potenciadas sin duda por la buena performance de los actores, aunque su fuerza irá menguando a medida que se resuelvan algunas subtramas. Una resolución abierta, por cierto, pero que dejará un discreto (y válido) lugar a la esperanza.