En su propio laberinto El cine sigue respirando lejos de las grandes carteleras comerciales de la ciudad, a pesar de algunos tibios intentos por homenajearlo. El mejor estreno del fin de semana, largamente retrasado en estas pampas y proyectado apenas en DVD, tuvo lugar nuevamente en el Cine Teatro Córdoba, que este año (el de su 25 aniversario) se ha convertido en un verdadero faro para la comunidad cinéfila local: hablo de Luz Silenciosa, la última película del mexicano Carlos Reygadas, que lo confirma definitivamente como uno de los grandes directores contemporáneos, pero que el lector ya no podrá apreciar al momento de leer esta nota (pues la película habrá salido de cartelera). Si bien otras veces he optado por comentar películas que no estarían disponibles en las salas al publicarse la columna, esta vez creo que vale la pena esperar a su estreno en DVD, quizás porque se trata de una de las mejores películas del año, y sería una pena que pase desapercibida porque el comentario se perdió en las nubes del tiempo y la memoria. Por eso pasaremos a revisar otro de los estrenos, sombras a lo sumo de ese gran cine que se margina en los complejos de la ciudad. El mejor ejemplo es El ocaso de un asesino, del conocido fotógrafo holandés AntonCorbijn (ya director de Control, aquella biografía sobre Ian Curtis), un filme que pretende recuperar ciertas tradiciones del cine independiente europeo pero termina cayendo en una estetización casi publicitaria, de película de diseño se diría, que tiene poco que ver con aquellas escuelas memorables. Se trata de un modo de apropiación de la historia cinematográfica: como la mayor parte del Hollywood actual, Corbijn no parece terminar de entender a la forma como un lenguaje específico, y más bien la termina utilizando como una marca de estilo, un envoltorio para su producto cinematográfico. Sí hay que reconocer una búsqueda de demarcación del mainstream, tal vez una intuición de que los modos y los tiempos del cine comercial contemporáneo tienen poco que ver con las realidades que abordan, pero que en parte se queda trunca en ésa voluntad por emular géneros y fórmulas sin verdadera conciencia ni vocación. Como en la reciente TheLimits of Control, del gran JimJarmusch (acaso el mejor ejemplo de lo que hubiera podido ser), su personaje principal es un asesino a sueldo, en este caso en retirada (tal cual lo anticipa la pésima traducción local del título original, que es The American): ya la primera secuencia del filme anticipa que está en peligro, pues nuestro protagonista (encarnado por George Clooney) será víctima de una emboscada, y terminará matando hasta a su amante. El hombre, cuya verdadera identidad nunca conoceremos, es enviado a ocultarse a un pequeño pueblo de una región montañosa de Italia (Abruzzo) hasta que pasen los sacudones, donde comenzará entonces la verdadera película, especie de trhiller existencial que se hunde en la interioridad de este personaje oscuro y en peligro. El filme pasará a retratar con detalle la cotidianeidad de Jack (según lo nombra su jefe) en el pequeño Castel del Monte, donde conocerá a un cura (Paolo Bonacelli) que se convertirá en su contendiente filosófico, pero sobre todo a una prostituta, Clara (la bellísima Violante Placido), de la que se terminará enamorando. Mientras, deberá realizar un trabajo relativamente fácil: preparar un sofisticado fusil para una compradora desconocida, con la que trabará contacto. Sin llegar a la paranoia de Escondidos en Brujas (otra obra reciente con la que tiene contactos), de Martín McDonagh, la película sabrá construir un tono de sospecha general que irá en constante aumento, sobre todo a partir de que Jack decida emanciparse con Clara, quien tampoco está libre de dudas. Claro que en la misma medida se irá convirtiendo en un filme convencional, e irá perdiendo el interés y el enigma que había sabido despertar. Minimalista y climática, la película ostenta una belleza formal digna de mención, aunque a veces caiga en el pintoresquismo: los encuadres calculados al detalle y la fotografía (o el manejo de la luz) revelan una dirección sofisticada, así como también los planos generales que remiten tanto al cine de Michelangelo Antonioni como al Spaghetti Western (homenajeado explícitamente), dos de las tradiciones citadas al inicio, aunque también pueden caer en la postal para exportación. Y es que en el fondo estamos ante un filme de fórmula, una obra elaborada a partir de clichés (muy visibles en los personajes y sus intérpretes, pero quizás también en estos mismos dispositivos formales que se elogian), que sin dudas tiene el mérito de detenerse allí donde los demás thrillers deciden pasar de largo, pero que se irá derrumbando a medida que avance, acaso porque revelará que en el fondo no había mucho sustento para tantas aspiraciones. Por Martín Ipa
Una típica comedia americana El amour fou (amor loco) ha sido una constante temática de la comedia desde los inicios del séptimo arte: para citar un ejemplo conocido, basta pensar en casi cualquier película de Charles Chaplin para comprobarlo, como también la natural asociación que suele establecer con la incorrección política, con la transgresión de las normas simbólicas que regulan la vida de una sociedad en un tiempo histórico específico. Resulta curioso, sin embargo, que a tantos años vista en Estados Unidos se siga censurando al cine, que por cierto es una de sus industrias más importantes (a la altura de la militar): I Love You Phillip Morris (vale la pena obviar el impresentable título local) sigue sin estrenarse en el país del norte a un año y medio de presentarse en Cannes, aunque ya llegó a nuestros cines. ¿Qué es lo fulminantemente trasgresor de esta película? ¿Acaso su temática explícitamente gay? ¿Pero la Academia no había premiado ya a Secreto en la montaña? Vale citar aquí al crítico Luciano Monteagudo (Página 12), quien sugiere que la molestia no viene sólo por el lado de la temática homosexual, sino también por la incomodidad que genera su protagonista, Steven Russell, un famoso estafador que no sólo existe en la vida real, sino que nunca se arrepintió de sus crímenes. Acaso pueda decirse también que hay algo profundamente norteamericano en I Love You…, un tono que curiosamente potencia su carácter revulsivo: el filme es a la vez la puesta en escena del “american dream” y su misma refutación, una secreta (y tímida) exploración de su costado oscuro, de su hipocresía congénita. Y Steven Russell se convierte, entonces, en un personaje emblemático para la cultura norteamericana: el homo capitalista en estado puro, aunque transfigurado en amante incondicional (tanto de Phillip Morris como del dinero). La primera ruptura que propone el filme ocurre a los diez minutos. Luego de un montaje introductorio donde se narra un trauma infantil (la revelación de ser adoptado y haber sido vendido por su madre biológica, que funciona como una innecesaria explicación psicológica de lo que vendrá), y se muestra la supuesta vida ejemplar que alcanzó Russell (un Jim Carrey apenas contenido) como un policía felizmente casado con la hija de su jefe y con una pequeña niña, la propia voz en off del protagonista revelará la verdad, que es homosexual. Un accidente automovilístico lo convencerá de vivir abiertamente su vida, y nuestro protagonista se mudará a Miami, el paraíso del género en los años `80, donde pronto descubrirá que para vivir el sueño americano necesita de algo más que sinceridad: hace falta, sobre todo, dinero, mucho dinero (he aquí el segundo quiebre que propone el filme). Para conseguirlo, Russell comenzará a utilizar sus tendencias mitómanas, y se convertirá en un estafador de poca monta, con tarjetas de créditos y seguros contra accidentes, hasta que eventualmente termine en prisión. Allí conocerá al amor de su vida, Phillip Morris (un Ewan McGregor más sólido que Carrey), un tímido joven que parece su exacto reverso, pero de quien no podrá separarse más. Y ya en libertad, conseguirá liberar a su compañero, para vivir al fin el sueño que tanto anhelaba…, aunque para ello deberá convertirse en un embaucador ya de alto nivel, haciéndose pasar por abogado o consultor financiero de grandes empresas, hasta que vuelva a caer en prisión. Claro que Russell fue también un escapista magistral, y el filme se convertirá así en un típico tour de force con las aventuras de Russell, acercándose a Atrápame si puedes (2002), de Steven Spielberg. Formalmente convencional, el principal logro de I Love You… reside en su capacidad para problematizar la visión ingenua y manipuladora que suele existir sobre el american dream, llegando incluso a cuestionar el mundo de las corporaciones e insinuando sus oscuras formas de poder (por algo Russell terminó con 140 años de prisión, en condiciones terribles, sin haber cometido ningún crimen violento). Pero hay que decir también que Glenn Ficarra y John Requa (los directores debutantes, también guionistas de Un Santa no tan santo), no logran llevar a las últimas consecuencias todo lo que prometen, y que el filme termina siendo una comedia negra despareja, a veces contradictoria, que no aborda con igual calidad todos los géneros que mezcla y que tampoco resulta tan transgresora como parece, a no ser que se considere que mostrar unos besitos entre Carrey y McGregor, o insinuar alguna fellatio, sea algo verdaderamente revolucionario. Por Martín Ipa
El cine como instrumento Latinoamérica se encuentra viviendo los días más agitados del año, con acontecimientos que curiosamente fueron acompañados desde las pantallas cinematográficas de Córdoba con el estreno de dos filmes que abordan explícitamente el momento político de nuestra región. Dos películas muy diferentes entre sí pero que sirven para pensar cómo el cine, que es un arte político por excelencia, puede terminar absolutamente desvirtuado cuando se utiliza para fines extracinematográficos, aún cuando se persigan las mejores intenciones. Y acaso el problema común se encuentre en que tanto Al sur de la frontera, de Oliver Stone, como Lula: El hijo de Brasil, de Fábio Barreto, intentan cada una a su modo clausurar los sentidos, presentar una única lectura del mundo y hasta fundar un mito político, cuando la naturaleza esencial del cine es precisamente la opuesta: abrir nuevos horizontes, expandir los límites de nuestra percepción, plantear nuevas preguntas al espectador. Pero vale detener las comparaciones aquí, pues se trata de películas de dignidades distintas. Empecemos por la mejor. La misma tarde en que el mandatario de Ecuador, Rafael Correa, era secuestrado por un grupo policial -en una operación golpista grosera e impresentable (pero nunca reconocida como tal por los grandes medios ecuatorianos y norteamericanos)-, en el Cine Teatro Córdoba se estrenaba Al sur de la frontera, un filme que sirve al menos para constatar un panorama común en esta parte sur del mundo: la existencia de gobiernos populares que comparten algunas políticas y también algunos enemigos, y que son acosados por grupos de poder locales y extranjeros. Un síntoma de época ya conocido, que tendrá sus bemoles (no figuran, por caso, los gobiernos de Chile, Colombia y Uruguay), pero que vale la pena recorrer a través de la palabra de sus propios protagonistas, una propuesta a la que sin embargo Stone no logra sacarle todo el jugo. De naturaleza eminentemente periodística, al modo de los documentales de Michael Moore (homenajeado explícitamente en el filme), Al sur de la frontera termina siendo apenas un boceto sobre el momento histórico que vivimos, que incluso tal vez hable más de la forma en que los norteamericanos entienden la política que de nosotros mismos, aunque logra poner sobre el tapete algunas de las cuestiones centrales del momento. Confeccionado a partir de entrevistas a los mandatarios afines, comenzando por Hugo Chávez (se lleva la mayor parte del metraje), pero también Cristina y Néstor Kirchner, Rafael Correa y, en menor medida, Fernando Lugo, Lula Da Silva y Raúl Castro, el resultado es una panorámica a vuelo de pájaro sobre la región, una radiografía endeble y liviana que alcanza para puntualizar algunos ejes de la política latinoamericana: la relación con los grandes grupos mediáticos, los problemas con el capital concentrado y el FMI, y los intentos desestabilizadores de todos ellos. Amén de cierta visión idealista de Stone (cuyo pico máximo es el esbozo de una suerte de revolución pacífica del sur hacia el norte, a través de la inmigración), el director parece poco preocupado por profundizar los temas que aborda, e incluso desnuda una visión de la política como mero espectáculo (así, hace jugar al fútbol a Evo y andar en bicicleta a Chávez, poniéndolos en situaciones ridículas), repitiendo aquellos vicios que intenta criticar. Por eso, lo más interesante tal vez esté en el modo en que Stone se relaciona con su propio país, denunciando la complicidad de los medios de prensa con el gobierno de George Bush y sus operaciones en la región, y explicitando la ignorancia cultural de sus compatriotas, un síntoma que sin embargo es compartido por el director, al punto de que la película hoy termina sirviendo más para comprobar qué poco ha cambiado en el país del norte con la llegada de Obama al poder (la tesis justamente contraria a la que postula Stone). Por lo demás, los pecados de Lula: El hijo de Brasil son aún mayores, pues se trata de un filme meramente publicitario, un culebrón televisivo plagado de convencionalismos, golpes bajos y clichés que ni siquiera sirve como propaganda electoral, ya que está muy lejos de hacerle honor al estadista que lo justifica. Especie de biografía novelada, la película narra la vida de Lula desde su nacimiento y hasta su primera postulación presidencial, pero lo hace desde una concepción relacionada más con la publicidad que con el cine. Es más, se diría que el director hasta pretende adoptar una posición apolítica, un discurso centrista que busca agradar a todos pero que termina traicionando a la propia figura que retrata, cuyo peso histórico es demasiado para este novelón propio de la red O Globo. Por M.I.
El cine como instrumento Latinoamérica se encuentra viviendo los días más agitados del año, con acontecimientos que curiosamente fueron acompañados desde las pantallas cinematográficas de Córdoba con el estreno de dos filmes que abordan explícitamente el momento político de nuestra región. Dos películas muy diferentes entre sí pero que sirven para pensar cómo el cine, que es un arte político por excelencia, puede terminar absolutamente desvirtuado cuando se utiliza para fines extracinematográficos, aún cuando se persigan las mejores intenciones. Y acaso el problema común se encuentre en que tanto Al sur de la frontera, de Oliver Stone, como Lula: El hijo de Brasil, de Fábio Barreto, intentan cada una a su modo clausurar los sentidos, presentar una única lectura del mundo y hasta fundar un mito político, cuando la naturaleza esencial del cine es precisamente la opuesta: abrir nuevos horizontes, expandir los límites de nuestra percepción, plantear nuevas preguntas al espectador. Pero vale detener las comparaciones aquí, pues se trata de películas de dignidades distintas. Empecemos por la mejor. La misma tarde en que el mandatario de Ecuador, Rafael Correa, era secuestrado por un grupo policial -en una operación golpista grosera e impresentable (pero nunca reconocida como tal por los grandes medios ecuatorianos y norteamericanos)-, en el Cine Teatro Córdoba se estrenaba Al sur de la frontera, un filme que sirve al menos para constatar un panorama común en esta parte sur del mundo: la existencia de gobiernos populares que comparten algunas políticas y también algunos enemigos, y que son acosados por grupos de poder locales y extranjeros. Un síntoma de época ya conocido, que tendrá sus bemoles (no figuran, por caso, los gobiernos de Chile, Colombia y Uruguay), pero que vale la pena recorrer a través de la palabra de sus propios protagonistas, una propuesta a la que sin embargo Stone no logra sacarle todo el jugo. De naturaleza eminentemente periodística, al modo de los documentales de Michael Moore (homenajeado explícitamente en el filme), Al sur de la frontera termina siendo apenas un boceto sobre el momento histórico que vivimos, que incluso tal vez hable más de la forma en que los norteamericanos entienden la política que de nosotros mismos, aunque logra poner sobre el tapete algunas de las cuestiones centrales del momento. Confeccionado a partir de entrevistas a los mandatarios afines, comenzando por Hugo Chávez (se lleva la mayor parte del metraje), pero también Cristina y Néstor Kirchner, Rafael Correa y, en menor medida, Fernando Lugo, Lula Da Silva y Raúl Castro, el resultado es una panorámica a vuelo de pájaro sobre la región, una radiografía endeble y liviana que alcanza para puntualizar algunos ejes de la política latinoamericana: la relación con los grandes grupos mediáticos, los problemas con el capital concentrado y el FMI, y los intentos desestabilizadores de todos ellos. Amén de cierta visión idealista de Stone (cuyo pico máximo es el esbozo de una suerte de revolución pacífica del sur hacia el norte, a través de la inmigración), el director parece poco preocupado por profundizar los temas que aborda, e incluso desnuda una visión de la política como mero espectáculo (así, hace jugar al fútbol a Evo y andar en bicicleta a Chávez, poniéndolos en situaciones ridículas), repitiendo aquellos vicios que intenta criticar. Por eso, lo más interesante tal vez esté en el modo en que Stone se relaciona con su propio país, denunciando la complicidad de los medios de prensa con el gobierno de George Bush y sus operaciones en la región, y explicitando la ignorancia cultural de sus compatriotas, un síntoma que sin embargo es compartido por el director, al punto de que la película hoy termina sirviendo más para comprobar qué poco ha cambiado en el país del norte con la llegada de Obama al poder (la tesis justamente contraria a la que postula Stone). Por lo demás, los pecados de Lula: El hijo de Brasil son aún mayores, pues se trata de un filme meramente publicitario, un culebrón televisivo plagado de convencionalismos, golpes bajos y clichés que ni siquiera sirve como propaganda electoral, ya que está muy lejos de hacerle honor al estadista que lo justifica. Especie de biografía novelada, la película narra la vida de Lula desde su nacimiento y hasta su primera postulación presidencial, pero lo hace desde una concepción relacionada más con la publicidad que con el cine. Es más, se diría que el director hasta pretende adoptar una posición apolítica, un discurso centrista que busca agradar a todos pero que termina traicionando a la propia figura que retrata, cuyo peso histórico es demasiado para este novelón propio de la red O Globo. Por M.I.
Variaciones sobre el amor Gracias al vigoroso circuito de cine alternativo que se ha consolidado en la ciudad, la heterogeneidad sigue presente en nuestras carteleras cinematográficas: los grandes complejos apuestan cada semana al cine norteamericano, mientras el resto de las salas permite acceder a una variedad realmente estimulante de cinematografías del mundo, argentina incluida. Por una vez, esta columna intentará abarcar las diferentes variantes, a sabiendas de que el resultado se verá indefectiblemente afectado (pues la síntesis, virtud de los grandes, conspira en contra de aquellos que necesitan espacio para desarrollar sus argumentos). Del lejano norte nos llegó otro filme que se propone tratar grandes cuestiones metafísicas, a través de un thriller romántico con aspiraciones de masividad, o más bien de una particular conjunción de géneros. Los Agentes del Destino es un filme que aspira a ser tanto una épica romántica de aires clásicos (con Las alas del deseo como gran inspiración) como un thriller pop de ciencia ficción, capaz de plantear especulaciones filosóficas acerca del destino de los hombres y la posibilidad del libre albedrío. Basado en un cuento de Philip K. Dick, el filme es un pastiche típicamente hollywoodense, que si se salva de caer en el más craso ridículo (nótese que se habla en potencial) es apenas por un par de factores: la actuación de sus protagonistas, la decisión de no tomarse muy en serio a sí misma (al menos hasta el final), la voluntad genuina de explorar diversos géneros. Matt Damon compone a un joven y prometedor político en ascenso, con posibilidades de llegar al Senado, que en un encuentro casual conocerá a Elise (Emily Blunt), una hermosa y desafiante bailarina, de la que se enamorará a primera vista. Pronto, sin embargo, se cruzarán obstáculos en su camino, los llamados agentes del destino, especie de entidades superiores con apariencia humana que intervienen en el mundo para lograr que se cumpla el plan diseñado por un ser al que denominan Presidente, y que precisamente no quiere que David y Elise se unan. David no sólo los descubrirá, sino que se enfrentará a ellos, aunque en cierto momento deberá elegir entre seguir su destino o apostar a una relación que parece condenada por fuerzas que lo superan. Formalmente convencional, acaso lo más interesante del filme sea la decisión de construir el mundo de los agentes del destino como una institución burocrática del Estado, donde una entidad superior dirige las acciones de estos funcionarios, metidos en un escalafón estricto que les impone obediencia debida (y que frustra sus deseos de trascendencia). Una posición que revela no sólo la concepción política sino también estética del filme (que remite a los viejos seriales de espionaje de los años ´50). Diametralmente opuesta es la propuesta que el jueves estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril: el filme Lo que más quiero, ópera prima de Delfina Castagnino y nuevo ejemplo de la rigurosidad del cine joven argentino (fue premiada en el Bafici 2010), que irá junto a la que quizás sea una de las mejores películas que se verán este año en nuestros cines, la italiana Le Quattro Volte (que se proyectará en 35mm), de Michelangelo Frammartino (y que el autor desistió de comentar debido a que la vio hace un año). Minimalista en su concepción argumental, pero maximalista en sus ambiciones formales, Lo que más quiero es un filme sobre la amistad y el crecimiento, que se centra en las experiencias vividas durante una semana por dos amigas en los campos de Bariloche. María (María Villar) ha venido de Buenos Aires a visitar a Pilar (Pilar Gamboa), que ha perdido a su padre recientemente y tiene que hacerse cargo de su negocio. La visitante está escapando además de su novio, con quien las cosas no andan bien, y quizás espera encontrar algunas respuestas. Ambas se encuentran en un momento de crisis y de cambio, aunque se puede adivinar que ninguna sabe muy bien qué es lo que quiere. Un encuentro con amigos, una fiesta en el pueblo, un paseo por el río y otro por el bosque serán todas las anécdotas de la película, que en la atención a los detalles irá descubriendo los procesos internos que vive cada quien, y cómo reaccionan a su entorno. Con planos medios casi siempre fijos, con la cámara colocada a una distancia que se irá acortando con el correr de los minutos, Lo que más quiero es un filme de una conciencia formal infrecuente, cuya historia (o guión) paradójicamente no siempre está a su misma altura (ver la escena con los empleados del aserradero), aunque el resultado final siga siendo más que gratificante. La humanidad y la honestidad son, en definitiva, los faros luminosos de esta película que hace de la observación atenta su principio narrativo, y de la naturalidad expresiva su centro filosófico, capaz de abordar (ahora sí) grandes temas de la condición humana con sencillez, humildad y por supuesto profundidad. Por Martín Ipa
Variaciones sobre el amor Gracias al vigoroso circuito de cine alternativo que se ha consolidado en la ciudad, la heterogeneidad sigue presente en nuestras carteleras cinematográficas: los grandes complejos apuestan cada semana al cine norteamericano, mientras el resto de las salas permite acceder a una variedad realmente estimulante de cinematografías del mundo, argentina incluida. Por una vez, esta columna intentará abarcar las diferentes variantes, a sabiendas de que el resultado se verá indefectiblemente afectado (pues la síntesis, virtud de los grandes, conspira en contra de aquellos que necesitan espacio para desarrollar sus argumentos). Del lejano norte nos llegó otro filme que se propone tratar grandes cuestiones metafísicas, a través de un thriller romántico con aspiraciones de masividad, o más bien de una particular conjunción de géneros. Los Agentes del Destino es un filme que aspira a ser tanto una épica romántica de aires clásicos (con Las alas del deseo como gran inspiración) como un thriller pop de ciencia ficción, capaz de plantear especulaciones filosóficas acerca del destino de los hombres y la posibilidad del libre albedrío. Basado en un cuento de Philip K. Dick, el filme es un pastiche típicamente hollywoodense, que si se salva de caer en el más craso ridículo (nótese que se habla en potencial) es apenas por un par de factores: la actuación de sus protagonistas, la decisión de no tomarse muy en serio a sí misma (al menos hasta el final), la voluntad genuina de explorar diversos géneros. Matt Damon compone a un joven y prometedor político en ascenso, con posibilidades de llegar al Senado, que en un encuentro casual conocerá a Elise (Emily Blunt), una hermosa y desafiante bailarina, de la que se enamorará a primera vista. Pronto, sin embargo, se cruzarán obstáculos en su camino, los llamados agentes del destino, especie de entidades superiores con apariencia humana que intervienen en el mundo para lograr que se cumpla el plan diseñado por un ser al que denominan Presidente, y que precisamente no quiere que David y Elise se unan. David no sólo los descubrirá, sino que se enfrentará a ellos, aunque en cierto momento deberá elegir entre seguir su destino o apostar a una relación que parece condenada por fuerzas que lo superan. Formalmente convencional, acaso lo más interesante del filme sea la decisión de construir el mundo de los agentes del destino como una institución burocrática del Estado, donde una entidad superior dirige las acciones de estos funcionarios, metidos en un escalafón estricto que les impone obediencia debida (y que frustra sus deseos de trascendencia). Una posición que revela no sólo la concepción política sino también estética del filme (que remite a los viejos seriales de espionaje de los años ´50). Diametralmente opuesta es la propuesta que el jueves estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril: el filme Lo que más quiero, ópera prima de Delfina Castagnino y nuevo ejemplo de la rigurosidad del cine joven argentino (fue premiada en el Bafici 2010), que irá junto a la que quizás sea una de las mejores películas que se verán este año en nuestros cines, la italiana Le Quattro Volte (que se proyectará en 35mm), de Michelangelo Frammartino (y que el autor desistió de comentar debido a que la vio hace un año). Minimalista en su concepción argumental, pero maximalista en sus ambiciones formales, Lo que más quiero es un filme sobre la amistad y el crecimiento, que se centra en las experiencias vividas durante una semana por dos amigas en los campos de Bariloche. María (María Villar) ha venido de Buenos Aires a visitar a Pilar (Pilar Gamboa), que ha perdido a su padre recientemente y tiene que hacerse cargo de su negocio. La visitante está escapando además de su novio, con quien las cosas no andan bien, y quizás espera encontrar algunas respuestas. Ambas se encuentran en un momento de crisis y de cambio, aunque se puede adivinar que ninguna sabe muy bien qué es lo que quiere. Un encuentro con amigos, una fiesta en el pueblo, un paseo por el río y otro por el bosque serán todas las anécdotas de la película, que en la atención a los detalles irá descubriendo los procesos internos que vive cada quien, y cómo reaccionan a su entorno. Con planos medios casi siempre fijos, con la cámara colocada a una distancia que se irá acortando con el correr de los minutos, Lo que más quiero es un filme de una conciencia formal infrecuente, cuya historia (o guión) paradójicamente no siempre está a su misma altura (ver la escena con los empleados del aserradero), aunque el resultado final siga siendo más que gratificante. La humanidad y la honestidad son, en definitiva, los faros luminosos de esta película que hace de la observación atenta su principio narrativo, y de la naturalidad expresiva su centro filosófico, capaz de abordar (ahora sí) grandes temas de la condición humana con sencillez, humildad y por supuesto profundidad. Por Martín Ipa
Una pasión colectiva El tiempo de las vacaciones infantiles suele revelar un panorama infausto para nuestra cultura: la colonización absoluta por parte del cine norteamericano, que en sus diversas variantes aparece como la única opción posible en las grandes salas para niños y padres (a no ser por alguna película nacional que, en esencia, no suele ser más que una mala copia de modelos hollywoodenses). La ideología del entretenimiento domina nuestros días, aunque el cine es mucho más que esto (y el entretenimiento no es nunca mero entretenimiento). Ordenador colectivo de subjetividades, sistema educacional que prepara a los espectadores como futuros consumidores para ingresar a este gran mercado en que se ha convertido el mundo: el cine nos enseña cómo vivir, cómo divertirnos, cómo relacionarnos con el mundo que nos circunda. Es por eso también que es una pasión colectiva, porque constituye una maravillosa forma de dotarnos de una identidad, de pensarnos a nosotros mismos, de construir sentido y organizar nuestra existencia. Claro que el cine no es un poder absoluto (como tampoco un arte unívoco, ya que toda cinematografía es heterogénea y compleja), y las formas de apropiación de los espectadores son, por suerte, múltiples e impredecibles. La clave es la variedad, el acceso a diversas cinematografías, por lo que la crítica debe entonces tratar de visibilizar aquellas películas que por su naturaleza, o por la arbitraria selección del sistema, no llegan al gran público. Esta vez, el Cineclub Municipal Hugo del Carril estrenará el próximo jueves (en un programa doble imperdible con la película “Daddy Longlegs”, de Ben Safdie y Joshua Safdie) el filme Amateur, del argentino Néstor Frenkel, un documental heterogéneo que hace eje, precisamente, en las pasiones cinéfilas, o más bien en cómo la democratización de los medios de producción, con la popularización del formato súper 8 en la década del ´70, modificó la existencia de varias generaciones de amantes del séptimo arte. “Al sexto día, Dios creó al mundo… y unos días más tarde al súper 8? comienza el filme, que inmediatamente presentará una pequeña pero ingeniosa historia del video casero, que irá repasando con filmaciones originales de decenas de familias las primeras formas de apropiación de la cámara cinematográfica hasta la llegada de los cineastas aficionados, aquellos aventureros amateurs que abordaron el desafío de filmar ficciones caseras. Y que pronto encontrarán un paradigma inigualable en quién se convertirá en el personaje central del filme: el entrerriano Jorge Mario, odontólogo de profesión, pero además obsesivo coleccionista, escritor, fundador de un club social y sobre todo apasionado cineasta amateur, que cuenta con casi 20 filmes en su haber, entre ellos un western que se ha convertido en la obra de su vida, titulado Winchester Martín. Creador apasionado e incansable, Mario se convertirá en el centro de la película, que desde entonces girará obsesivamente en torno a su existencia en Victoria, donde a sus 70 años no sólo trabaja como odontólogo y dirige un club de boy scouts, sino que tiene además un programa de radio hace un par de décadas, organiza subastas filatelistas por correspondencia, participa del club de caza, colecciona innumerables objetos, lleva adelante en soledad una campaña para salvar un árbol que apareció en una película norteamericana y guarda un registro obsesivo y amplísimo sobre su gran pasión, el séptimo arte (tiene fichas sobre las 13.892 películas que vio). Una pasión que se inició con la filmación en su ciudad natal de El camino del gaucho, de Jacques Tourneur (en 1951), filme que lo marcaría para siempre y que lo llevaría a filmar con amigos y vecinos su propia versión, Winchester Martín, no una sino en dos oportunidades. O mejor dicho en tres, porque Mario no tardará en idear una nueva remake de su propio filme, y entonces la película toda se encaminará a la concreción de ése nuevo sueño, con el protagonista buscando a sus actores para otra aventura. Documental observacional que apela también a recreaciones de ficción y técnicas de found footage (películas realizadas con trozos de otras películas), Amateur es un filme que se hace carne con su protagonista, y entonces pasa a depender de él: para evitar el riesgo del tedio, Frenkel apela al humor, aunque a veces lo haga en contra del propio Mario (quien, consciente de los mecanismos de reproducción, pretende una y otra vez dirigir la puesta en escena). Ciertas recreaciones ficcionales son redundantes y parecen innecesarias, aunque allí se revela ésa voluntad (compartida tanto por Frenkel como por Mario) de hacer del protagonista un personaje, un tema interesante para explorar (¿Cómo filmar a alguien sin que se vuelva una falsa representación de sí mismo? ¿Cómo evitar imponer nuestras categorías a ése otro?), aunque nunca desarrollado consientemente por el director. Por cierto, la pasión cinéfila es el centro luminoso del filme, una pasión que (y este es uno de los méritos del filme) aquí revela su naturaleza colectiva, destinada a ser compartida. Por Martín Ipa
Las puertas de la percepción El último opus de Woody Allen se ha estrenado el fin de semana en nuestras salas, configurando un año por demás inusual para el director newyorquino (se trata del tercer estreno de Allen en menos de seis meses, luego de Conocerás al hombre de tus sueños y Que la cosa funcione, ambas presentadas con retraso) que sugiere una certidumbre: Allen viene teniendo una de sus mejores rachas cinematográficas, al menos de su época madura. Ya no debería quedar lugar a dudas, tampoco, acerca del cariño que el público argentino, cordobés incluido, le tiene al geniecillo neurótico, que como ya hemos dicho en los últimos quince años venía entregado más fiascos que otras cosas, aunque ahora la tendencia parece haberse revertido. Medianoche en París es, efectivamente, una de las mejores películas de Allen en mucho tiempo, aunque no precisamente porque recupere el costado que suele ser más celebrado por el público, sino todo lo contrario. El cine de Allen es monotemático y multifacético al mismo tiempo. Aunque sea un cliché, puede decirse con razón que Woody viene filmando la misma película desde hace décadas, o que cada nuevo filme suyo constituye un capítulo más de una gran obra. Una película interminable donde su mirada irónica del mundo, a veces lúcida pero otras tantas cínica y misántropa, ha dejado ya de constituir un acicate para el espectador, y puede llegar a configurar hoy un refugio seguro desde el cuál reírse del mundo y de las miserias ajenas. Pero al mismo tiempo, como todo buen director, Allen siempre puede sorprendernos, y donde antes había esnobismo vacío, o una apropiación fetichista de la cultura y la historia occidental (muy propia de una clase social específica, a la que Woody suele retratar con una mezcla de fascinación y dureza, y con la que la platea siempre se identifica), hoy podemos encontrar una luz de honestidad y verdad, acaso recuperar ésa humanidad que se hallaba escondida tras los devaneos nihilistas del director. Jonathan Rosenbaum, aquél monumental crítico que nos visitara hace ya un año para la Semana de la Crítica, supo sintetizar el nudo del asunto al postular que la clave del cine de Allen está en hacernos sentir a nosotros, los espectadores, más inteligentes que sus personajes: la empatía se construye allí desde la compasión, sentimiento peligroso pues implica la subvaloración de su objeto (el sujeto de la compasión). Pero el cine de Allen siempre tiene sus bemoles, e incluso la radicalización de su personaje arquetípico, el intelectual antisocial, neurótico, lúcido y despreciativo, puede ocasionar otros efectos y llegar a configurar una particular transgresión de lo políticamente correcto o lo socialmente establecido (ver a Larry David en Que la cosa funcione). El principal mérito de Medianoche en París, sin embargo, está justamente en alejarse de esta fórmula narrativa: esta vez, el alter ego de Allen, Gil Pender (el gran Owen Wilson), sigue siendo un escritor frustrado, pero sin ningún atisbo de genialidad, ni tampoco grandes delirios egocéntricos. Es, más bien, un hombre simple, inocente y bondadoso, que quiere probar suerte con su verdadera vocación, luego de haber triunfado en Hollywood como guionista. A París irá con su futura esposa, Inés (Rachel McAdams) y sus suegros, en busca de una inspiración que no encuentra, aunque allí tampoco tendrá mucha suerte, pues sus días pasarán entre visitas a museos y la compañía de una pareja amiga de Inés, cuyo principal interés es un supuesto intelectual tan pedante como insoportable. Una medianoche, empero, el mundo se le abrirá: un auto antiguo lo subirá y lo llevará sin explicaciones a su adorado París de los años ´20, donde podrá encontrarse y conocer a sus grandes ídolos de la literatura, la pintura y el cine, como Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Luis Buñuel y Salvador Dalí, entre muchos otros. Allí encontrará también a Adriana (la bellísima Marion Cotillard), una amante circunstancial de Picaso, de quien no tardará en enamorarse, como tampoco en aprender las trampas que conlleva la nostalgia. Filmada con evidente elegancia, Medianoche en París es también un homenaje de Woody a la ciudad de la luz, que funciona como un personaje más de la película, aunque sin caer nunca en la estética publicitaria: Allen registra a París con planos generales y encuadres cuidados, más un uso de la luz que evidencian un sincero amor, muy lejano a las postales for export (la ciudad funciona como un gran fondo de la historia, siempre sugerente y casi nunca en primer plano). El humor no está aquí tan acentuado en diálogos mordaces o ingeniosos, sino más bien en la caricaturización de ciertos personajes famosos (con lo que Woody parece reírse de sí mismo), y en una gran interpretación de Wilson, que vuelve más humano y querible al eterno alter ego del director. Y si la nostalgia es el centro temático del filme, Allen da aquí otro giro inesperado, ya que ahora postulará con lucidez que la mirada idealizada del pasado no es más que un engaño del presente. Por Martín Ipa
Una tragedia gauchesca El western ha sido misteriosamente un género poco abordado por el cine argentino: sólo algunos grandes maestros se han animado a filmar este tipo de películas (Leonardo Favio con su Juan Moreira, o Lucas Demare con La Guerra Gaucha), que en su vertiente gauchesca se presenta como un tópico natural para un país con la historia, la literatura y la geografía de la Argentina. Acaso el desafío fuera muy grande, pues el western ha sido un género que se dedicó a repensar, o hasta reescribir, la historia, y la vida política argentina del siglo pasado no dejó mucho espacio a los aventureros que pretendían problematizar el pasado (basta reparar en que gran parte de la lucha política actual pasa por la revisión de un relato hasta hace poco intocable de la historia). Pero las coerciones del poder no bastan para explicar semejante ausencia, que encontrará también razones históricas (el propio género cayó en el olvido en la cinematografía mundial desde principios de los ´80), económicas (el western siempre ha sido un género costoso) o artísticas (no se trata de un género fácil). Lo cierto, en todo caso, es que el western gauchesco ha vuelto revitalizado a las carteleras cordobesas con Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, un filme épico de grandes aspiraciones, que si bien no cumple todas en la misma medida, constituye un buen ensayo para pensar este género apasionante y tristemente olvidado. Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, Aballay tiene todas las características de un western clásico: hay una tragedia filial en su inicio, que decantará en una épica de venganza con un gran dilema moral, que se convertirá en el centro de la película. Está el pueblo sojuzgado por un grupo de violentos gauchos cuatreros, que imponen su ley a sangre y fuego, aunque habrá un forajido que vivirá un recorrido redentor, opuesto al del protagonista, que a su vez es el forastero que vendrá a desafiar el orden establecido. No faltarán por supuesto los grandes planos de los espacios abiertos (de los majestuosos cerros de Tucumán, donde se filmó la película), la lucha del hombre por sobrevivir a la intemperie, en una naturaleza hostil, la creación de una mitología autóctona, que en este caso adquirirá características místicas, mezcladas con la cultura e iconografía cristianas. Formalmente impecable, la película comenzará con un asalto a una diligencia, filmado de manera soberbia: son Aballay (un destacado Pablo Cedrón) y sus cuatreros, quienes no sólo se llevarán el botín, sino también la vida de los pasajeros, incluido el padre del niño Julián, que será asesinado a sangre fría por el líder de la banda. Aballay, sin embargo, se verá conmovido por la mirada aterrorizada del niño, a quien perdonará la vida. Diez años después, Julián (Nazareno Casero, una elección poco afortunada) emprenderá su propia cruzada vengativa, que lo llevará a un poblado perdido en Tucumán, llamado La Malaria, donde encontrará al pueblo sojuzgado por la banda de Aballay, aunque liderada ahora por El Muerto (Claudio Rissi, excelente), un sanguinario dictador que no se detiene ante nada para conseguir sus caprichos. No sólo eso, Julián se enamorará además de Juana (Mora Anghileri), futura mujer de El Muerto, devota creyente de un jinete mítico que anda en los montes, posiblemente un santo, que también tiene cuentas que saldar con el dictador, y que pondrá a Julián frente a un dilema moral de difícil solución. Esencialmente una tragedia, Aballay es un filme que por momentos parece desarmarse a medida que avanza el metraje: ciertos cortes abruptos de montaje, ciertas decisiones narrativas (desarrollar en demasía la trama mística) y formales (el abuso del primer plano o de planos cerrados en la resolución de algunos enfrentamientos, el abuso de la música incidental) van a contramano de la creación del suspenso, como así también del verosímil, luego de un comienzo potente, por demás prometedor. Quizás el pecado sea pretender abarcar mucho (narrar una épica vengativa, otra romántica, otra redentora) en un solo filme, a pesar de lo cual Aballay constituye una apuesta lograda: su conflicto central resiste todos estos baches, y consigue mantener la tensión hasta el final. El filme logra además apropiarse legítimamente de una tradición cinematográfica sólida y popular, instalada en el imaginario social y cultural de los argentinos, y seguramente su excelente ambientación de época, acaso su punto más logrado, tenga mucho que ver en sus méritos. Por Martín Iparraguirre
Déjà vu Un clásico de los amores cinéfilos argentinos ha regresado a nuestras salas: el “genio” neoyorquino Woody Allen está de vuelta entre nosotros, con su antepenúltima película a la fecha, estrenada con dos años de retraso (y después de que ya se hubiera estrenado su penúltimo filme, Conocerás al hombre de tus sueños). La noticia es buena no tanto por Woody en sí, pues en los últimos quince años ha entregado más fiascos que buenas obras, sino porque se trata de una de sus mejores películas modernas, un filme que de algún modo lo devuelve a sus olvidadas fuentes originales tras las malogradas aventuras europeas que sigue protagonizando, una especie de déjà vu que tampoco vale la pena sobredimensionar, pues seguimos sin estar ante el Allen de los ´70 y los ´80. Basado en un guión escrito por el propio autor en ésa época de su juventud, la pésima traducción del título original (Que la cosa funcione) deja escapar lo que sería una gran metáfora del propio Allen: la frase “Whatever works” (Lo que sea que funcione, el título original) sintetiza una filosofía existencial pero también una posible posición estética, que tal vez sirva para entender su propio recorrido artístico, que lo ha llevado a convertirse en una especie de parodia de sí mismo. El cine de Allen ha terminado por constituir un lugar seguro (no sólo para el director, también para sus seguidores), una especie de refugio privilegiado desde el cuál poder ver la vida y sus miserias con una ironía amable, un cinismo reconfortante que paradójicamente puede acercar su cinematografía a lo que más desprecia: el panfleto de autoayuda. Aquí es precisamente donde Que la cosa funcione comienza a funcionar de otra manera, pues devuelve a Woody un poco de la virulencia y la acidez que supo cultivar en otras épocas, con una cuota de fuerza mayor dotada por su alter ego y protagonista: el gran comediante Larry David, sin duda discípulo de Allen (y corresponsable de la serie Seinfeld). David compone a un Allen potenciado: un verdadero monstruoso lleno de paranoias y manías, cuyo egocentrismo es tan alto como su desprecio a la humanidad, un geniecillo neurótico y maleducado que no tiene problemas en maltratar a niños, mujeres o amigos, y que incluso se solaza en sus humillaciones. El monólogo de apertura, en el que el personaje de David, el físico cuántico Boris Yellnikoff, se dirigirá directamente al público (un recurso probado de Allen, que rompe de entrada con las exigencias de la ficción), ya muestra de qué viene la cosa: Boris es un escéptico consumado, que acaba de divorciarse de su mujer, que ha intentado suicidarse y que ahora se dedica a enseñar ajedrez a niños que desprecia, aunque alguna vez estuvo nominado al Premio Nobel. Como siempre acontece con Allen, a David la vida no tardará en darle vuelta las cosas, y pronto conocerá a una joven que rescatará de la calle (Evan Rachel Wood) de la que se terminará enamorando y hasta casando, pese a que no parece tener todas las luces consigo. Con ella, vendrán luego una madre desesperada, fanática religiosa y artista reprimida (la gran Patricia Clarkson), y además un padre envilecido por sus propias traiciones (Ed Begley Jr.). Los tres vivirán un proceso de expiación, aprendizaje y aceptación que los llevará a cambiar radicalmente de vida, mientras Boris sigue refugiado en su cinismo y su misantropía, hasta que vuelva a estar en la misma situación del inicio (aunque al final Woody le reservará su redención, algo que en cierto sentido traiciona a la misma película). Pleno de ironía y sarcasmo, el filme funciona sobre todo cuando Boris está en el centro de la escena: sus grandes monólogos y los diálogos filosos retoman una de las mejores facetas de Allen, que vuelve a discurrir sobre el existencialismo, el amor, el matrimonio y la religión como grandes farsas, el humor y los pequeños placeres como refugio y salvación. Con ellos vuelve también su típica misoginia y su mirada misántropa del mundo, que acaso se potencia por cierta distancia que Allen toma de personajes y situaciones, aunque la presencia de Larry David conjura en parte los peligros: su apropiación del texto es tal que lleva la película a otro nivel, al punto que la narración se resiente profundamente cuando sale de escena. Formalmente elegante como acostumbra, Woody no parece particularmente interesado esta vez en filmar a su otrora amada Nueva York, que funciona más bien como un fondo difuso, demasiado conocido acaso, para la historia y sus personajes. La banda de sonido vuelve a constituir una narración aparte, con sus propias citas y referencias cinematográficas, aunque por supuesto no salvará ciertos baches narrativos y argumentales, que se harán patentes sobre todo en la media hora final. Por Martín Iparraguirre