El cine que nos imponen Las salas de exhibición alternativa han vuelto a abrir sus puertas en la ciudad, y la diferencia en la oferta cinematográfica es notable: a los patéticos estrenos de las salas comerciales, comenzando por la marketinera Biutiful, de Alejandro González Iñárritu (un filme que pretende pasar por “cine de calidad”, que ostenta una elaborada puesta en escena para seducir a desprevenidos,pero que en el fondo no es más que pura explotación de la miseria), se le contrapuso la proyección de algunos de los mejores filmes de la década, como Morir como un hombre, de Joao Pedro Rodríguez, y Wendy and Lucy, de Kelly Richars, en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, o tambiénel estreno de Santiago, de Joao Moreira Sales, en la Ciudad de las Artes (que se proyectó en un doble programa valiosísimo con Vikingo, de José Celestino Campusano). Córdoba respira cine, y se viene un año para el recuerdo con el estreno en abril de tres filmes realizados enteramente aquí con ayuda del INCAA: El invierno de los raros (4 de abril), Hipólito (18) y De Caravana (2 de mayo). Vivimos un momento auspicioso, por demás estimulante, pero debemos tratar de ver también el bosque: al momento de salir esta columna, por ejemplo, ya no estará ninguna de aquellas películas en cartelera, por lo que nos veremos obligados a hablar de lo que hay en los complejos multisalas (al menos hasta que aquellas joyitas se editen en DVD). Y basta este simple balance para constatar un síntoma funesto, quizás definitivo, pues sugiere que ese otro cine tiene vedado su acceso a los grandes complejos, que prefieren estrenar cualquier bodrio de Estados Unidos (o de algún director consagrado allí, como Iñárritu) a una película de otra cinematografía, o con otras aspiraciones (como Wendy and Lucy, que es estadounidense), por más prestigio previo que tenga. El resultado es que la mayoría de los cordobeses se educan, entrenan y hasta se piensan a sí mismos en los límites estrechos de una cinematografía decadente, la mayoría de las veces estéril, que no suele buscar otra cosa que repetir formatos consagrados para garantizar la satisfacción de cierto tipo de espectador, por supuesto formateado según sus propias necesidades. La inmensa variedad y riqueza del cine contemporáneo les será entonces ajena, o quizás peor: inaccesible. Por lo demás, no hay razón posible para justificar el estreno de cosas como Sólo tres días o El Santuario en lugar de aquellas obras maestras; aunque quizás exista un miedo inconfesable a lo múltiple, a la variedad que pueden ofrecer otras películas, a la simple idea de abrir el juego (y éstos estrenos sí ofrezcan una especie de seguridad tonta, muy parecida a un suicidio inconciente). Esquemáticas, formalmente convencionales, y de una simpleza argumental que las acerca a los novelones televisivos, estas películas no tienen prácticamente nada en común, salvo la pertenencia a un mismo universo ideológico, filosófico y cultural, que las hermana en sus decisiones estéticas. La primera es otro thriller inverosímil donde un hombre común, en este caso un profesor de literatura encarnado (cuando no) por Russell Crowe, se anima a realizar una hazaña extraordinaria, como organizar y llevar a cabo la fuga de su esposa de una cárcel de máxima seguridad de Pittsburgh. Dirigida por Paul Haggis (el inmerecido ganador del Oscar por Vidas cruzadas), Sólo tres días se propone como un drama profundo, que sienta sus bases en una institución crucial para el sistema y su representación hollywoodense, como es la familia. Su idea de fondo es mostrar cómo un hombre es capaz de hacerlo todo por amor, y con ese norte no escatima recursos, por más imposibles que parezcan. Se diría, empero, que lo más patético no son los giros del guión, sino la impericia formal y narrativa de Haggis para plasmarlos, que logra justamente que cada sorpresa nos confirme nuestras sospechas y termine destruyendo el suspenso. Del mismo mito de las grandes hazañas del hombre pretende vivir más aún El Santuario, filme auspiciado por James Cammeron (el mismo de Avatar), que se propone narrar otra “historia real” ocurrida esta vez en las profundidades del mundo: un grupo de espeleólogos (exploradores de cuevas) que quedó atrapado en una caverna gigantesca en Papúa-Nueva Guinea, mientras una tormenta inunda de a poco su refugio. Se trata de un relato convencional de supervivencia, con aspiraciones de filme de aventuras, pero la trivialidad intrínseca de todo el planteo terminará perdiendo a la misma película: episódica y mecánica, El Santuario naufraga en la liviandad de los conflictos familiares (el eje del filme es una disputa edípica entre un padre y su hijo) y de poder que plantea, y que se llevan gran parte del metraje. Sin suspenso, sin protagonistas que puedan generar algún interés o empatía, y con muy poca aventura, El Santuario ni siquiera podría aspirar a ser un filme de clase B, pues sus pretensiones presupuestarias así lo impiden, pero tampoco el 3 D o la construcción digital de sus inmensos escenarios logran salvar a este bodrio mal filmado, mal actuado y terriblemente orquestado, que mejor podría encontrar su lugar en un canal de cable, en un domingo cualquiera a la hora de la siesta. Por Martín Iparraguirre
Crepuscular y paródico La mayor ceremonia de autocelebración de la industria cinematográfica está a la vuelta de la esquina, y nuevamente sus mayores protagonistas amenazan con ser algunos de los otrora niños mimados del cine independiente norteamericano: los hermanos Joel y Ethan Coen (con el western Temple de Acero) y el resucitado Darren Aronofsky (con el drama de tintes psicológicos Cisne Negro, del cual hablaremos más adelante), entre otros que se podrían sumar a la lista (como David Fincher -con Red Social- o Danny Boyle -con la masoquista 127 horas-). La división entre cine comercial e independiente suele ser caprichosa e inconducente, pero el Oscar nunca lo es: su misión es premiar y celebrar un tipo de cine específico, históricamente determinable pese a sus mutaciones, que difícilmente se distancie del llamado Modelo Institucional de Representación. El cine independiente del norte (o cierta parte de ese universo siempre heterogéneo, que incluye también a nombres como Kelly Richards, Jim Jarmusch, Todd Solondz, Abel Ferrara o Wes Anderson, que difícilmente vayan a estar en el Kodak Theater), muestra aquí sus límites, ya que se confina a ser apenas una puerta de acceso a las grandes marquesinas de Hollywood. Nunca, empero, hay que juzgar a priori, ya que incluso en la gran industria suele haber sorpresas, sobre todo cuando se reivindica el clasicismo, como muy a su manera intentan hacer los Coen en Temple de acero. Western crepuscular y en cierta medida paródico, el nuevo filme de esta dupla de directores que ya han hecho de sí mismos toda una marca de estilo en Hollywood (y vale citar sus propias palabras cuando recibieron el Oscar en 2008 para ilustrarlo: “Gracias por dejarnos jugar en nuestro rincón del arenero”), es una apropiación sin dudas particular de un clásico de 1969 (basado a su vez en una novela emblemática de Charles Portis, de título homónimo), pero atravesada por el tamiz de los Coen con una extraña sutileza: su típico humor negro y su mirada desencantada del mundo (y de sus personajes) están aquí inusualmente medidos, eficazmente integrados a un clasicismo mayor que intenta respetar los códigos del género (aunque los resultados no sean siempre convincentes). Su protagonista principal es apenas una adolescente, Mattie Ross (Hailee Stenfield, en un debut prometedor), joven que acaba de sufrir el asesinato de su padre, pero cuya determinación de hierro la llevará a buscar venganza por todos los medios. Como las autoridades ignoran sus reclamos, Mattie deberá recurrir a un veterano cazador de recompensas llamado Rooster Cogburn (el gran Jeff Bridges), antiguo alguacil ya retirado que ostenta un parche en el ojo y un cuerpo ajetreado por su afición al alcohol, pero que se convertirá en su gran esperanza. También aparecerá otro justiciero, un Texas Ranger llamado La Boeuf (Matt Damon, tal vez el más flojo con su sonrisa modélica y su dentadura reluciente), que busca al mismo forajido (interpretado por Josh Brolin), con la intención de llevárselo a sus pagos, algo que Mattie no está dispuesta a aceptar pues pretende verlo ajusticiado en la plaza pública de su pueblo, por matar a su padre. El desafío es doble porque el fugitivo se ha refugiado en territorio indio, en un tiempo en el que la limpieza étnica de los pueblos originarios aún no estaba concluida y la gran amenaza seguían siendo esos salvajes indómitos que resistían la colonización blanca. Así y todo, Mattie logrará sumarse a la cacería, que incluirá también a una banda de forajidos que acompañan al asesino del caso. El planteo estético y narrativo de los Coen es clásico, y en general respeta los cánones del género (con sus planos generales que exploran la relación del hombre con su entorno, sus típicos escenarios y también sus temas históricos acostumbrados, como la relación del blanco con los indios -cuya marginalidad es apuntada sutilmente en dos escenas-), aunque su versión de True Grit (título en inglés) contiene una dosis inusual de humor, donde se revela su marca autoral: un humor a veces paródico y otras bien negro, sobre todo a cargo de Bridges, pero que casi nunca cae en la mirada despectiva de los personajes, como es su costumbre (acaso la excepción sea uno de los hombres que acompañan al fugitivo, que sólo se comunica a través de sonidos animales). Su mirada del mundo sigue siendo cruel y desangelada, aunque esta vez se justifica por su trama y su tiempo histórico, y hacia el final quedará contrarrestada por una apuesta inusualmente humanista en un hermoso pasaje que, como supo ver el gran crítico Roger Koza (www.ojosabiertos.wordpress.com), remite a La noche del cazador. La pericia formal de los hermanos queda patente en un par de escenas memorables, alguna de ellas en un gran pasaje de acción, aunque en otras (como en la resolución final del enfrentamiento), se nota quizás la mano del productor, nada menos que Steven Spielberg, donde el filme pierde definitivamente cierta contención que los Coen habían sabido mantener en el límite, disminuyendo así sus logros. Por Martín Ipa
Un signo de nuestro tiempo El primer mes del año está por terminar, y la cartelera cinematográfica presenta un panorama decepcionante, que curiosamente revela la verdadera importancia del circuito de exhibición independiente de nuestra ciudad, cuya ausencia (por vacaciones) se magnifica en estos tiempos de sequía. El verano dejó sin refugios a los cinéfilos, y ni siquiera el exquisito Oscar Wilde podrá venir a nuestro auxilio, pues la vigésima adaptación cinematográfica de El retrato de Dorian Gray, uno de sus clásicos, a cargo esta vez del inglés Oliver Parker, constituye otra muestra más de la decadencia del cine industrial contemporáneo, o acaso un signo inclemente de nuestro tiempo. Como bien reseñó Emilio A. Bellón en Página 12 Rosario, esta célebre fábula del joven que nunca envejecía tuvo su primera versión cinematográfica hace ya 65 años (a mediados de los años ´40, a cargo del inglés Albert Lewin), y desde entonces se convirtió en uno de los textos más filmados, aunque casi siempre con poca fortuna. Curiosamente, Parker es un admirador declarado de Wilde, pues antes del filme en cuestión había ya rodado otras dos películas basadas en obras del escritor irlandés (Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto), lo que a priori lo colocaba como un director ideal para la empresa. Pero la relación entre el cine y la literatura es compleja, y las críticas suelen perder de vista una condición esencial: cualquier adaptación cinematográfica modificará el texto original simplemente porque se trata de lenguajes absolutamente distintos, dos artes diferentes entre sí. Hay una especie de mito de la fidelidad que suele dominar los análisis de estas obras, debajo del cual late una subestimación absoluta del cine, que se entiende como un arte menor, incluso subsidiario de la literatura, a la que se debería amoldar al trabajar los grandes clásicos. Lo primero a aclarar es entonces que los problemas del filme no surgen de las diferencias que pueda tener con el texto de Wilde, sino de la poca fe que tiene el director en el cine como un arte en sí mismo, que para nosotros es además el más importante de la época moderna. Lo segundo es hablar entonces de las decisiones estéticas de Parker, que apuesta a un aggiornamiento un tanto frívolo de la obra, que además de algunas modificaciones menores (la historia transcurre ahora a principios del siglo pasado, aunque mantiene el espíritu de la era victoriana), pasa principalmente por la adopción de una estética de videoclip como norma del relato, virando al final hacia lo fantástico y el cine de terror (con pasajes de violencia explícita). Se trata ahora sí de un interpretación no sólo caprichosa del texto, sino decididamente frívola, que se intensifica por la escasa pericia narrativa de Parker, asemejando al filme a un producto para televisión (con sus típicos cortes abruptos de montaje, al pasar de una escena a otra sin un orden de continuidad, o con sus personajes estereotipados y actuaciones exageradas), un combo destinado al público adolescente que carece de perspicacia filosófica y de profundidad dramática. Su protagonista es, claro, Dorian Gray (Ben Barnes), un joven aristócrata heredero de una gran mansión londinense, de espíritu bondadoso e inocente, que comenzará a corromperse apenas conozca a Lord Henry Wotton (Colin Firth, el único con cierto vuelo), un hedonista consumado, que paulatinamente lo llevará a abandonar la buena senda y entregarse a una vida de placeres y excesos. Su contracara es Basil (Ben Chaplin), un artista bohemio que pintará el famoso retrato del joven Gray, con el que establecerá un extraño hechizo mediante el cual Dorian mantendrá su juventud incorruptible, mientras la pintura sufrirá los avatares del tiempo y de su misma alma. Políticamente reaccionaria, la versión de Parker transforma la agudeza filosófica de Wilde en una triste fábula conservadora, que mantiene intocable el mismo ideario victoriano que terminaría condenando al propio escritor, pese a que en la película aparezcan ya automóviles con la marca de Fiat en primer plano (o tatuadores con aros en la cara en cierta escena sexual). Eso sí, Parker no escatima recursos para explicitar aquello que las imágenes no alcanzan a sugerir: la música omnipresente, con sonidos que traducen el momento (tensión, suspenso, amor, etcétera), junto a una apuesta por efectos especiales innecesarios (para generar miedo, por ejemplo, con la irrupción de las visiones de Dorian), completan un pastiche que tiene de todo menos la perspicacia del texto original, aunque a veces surjan destellos de su genio a partir de alguna frase repetida por los personajes; y ahora sí es cuando vale la comparación, pues estamos ante un resultado muy pobre para semejante obra universal. Por Martín Ipa
Otoño del 55 Debería ser todo un signo, o al menos un dato relevante sobre los tiempos cinematográficos que vivimos, el hecho de que el mejor estreno de lo que va del año sea un tanque de hace 25 años, un filme emblema para toda una generación cuya pertinencia transciende la moda ochentosa instalada entre nosotros por la siempre rendidora explotación de la nostalgia (aunque nos llega precisamente gracias a ella, por el estreno de un nuevo pack de las tres películas de la serie en DVD y Blu-Ray). Volver al futuro se encuentra a años luz de Imparable, El día del juicio final o Noches de Encanto, los otros estrenos de la semana, como así también del resto de la cartelera, a pesar de que en gran medida constituye un modelo en el que el cine norteamericano no ha dejado de verse a sí mismo en los últimos 25 años. Un modelo que, si nos ponemos a comparar, puede mostrar cuán perdido se encuentra Hollywood en nuestros días, teniendo en cuenta que su mayor logro en la primera década del siglo parece ser Avatar (¿acaso la volveremos a recordar y homenajear dentro de 25 años?), una película cuya edad mental es la de un niño de ocho años, pero que de algún modo es también hija del filme de Robert Zemeckis. Pero si algo tiene Volver al futuro, que acaso tampoco fue una película revolucionaria ni una obra maestra, es respeto por el espectador: Zemeckis (director y guionista) y Bob Gale (coguionista y autor intelectual) construyeron un mecanismo de relojería que aún hoy puede seguir funcionando en sus propios términos, y que todavía es capaz de hablarnos del mundo en que vivimos, a tantos años vista. ¿Qué tiene para decirnos, entonces, su nuevo estreno en formato digital? ¿Por qué volver a verla en las grandes salas (en los pocos días que quedan, pues el jueves saldrá de cartelera) sin entrar en la trampa de la nostalgia? Porque el primer riesgo de todo análisis es caer en la idealización, cosa que la misma película intenta evitar: su propio viaje al pasado, a ésos idílicos años ´50, es a su modo un proceso desmitificador, una búsqueda de respuestas para entender cómo llegó el mundo a ser lo que era en ése ´85 dominado por la pseudodictadura conservadora de Ronald Reagan. Acá, la situación era bien distinta, y Argentina vivía el renacimiento democrático, el furor del reencuentro con la libertad y el sueño del progreso, sin saber aún lo que se venía (hiperinflación, menemato, etcétera). Pero la década del ´80 no fue, tampoco, una era dorada del cine (aunque tiene sus hitos que superan ampliamente a la del ´90, baste citar a Blade Runner o Terminator, otras películas sobre el tiempo que destruyen la idea de un futuro utópico), y acaso el séptimo arte esté mejor hoy en día, si extendemos nuestra percepción fuera de Hollywood. Pero lo interesante es redescubrir cómo un blockbuster podía constituir una obra completa, capaz de crear un universo propio (que sería bastante bastardeado por sus secuelas) al estilo del viejo cine clásico, un filme que pudiera entretener sin dejar de hablarnos del mundo: una obra que incluso se animó a nombrar las cosas por su nombre (su gran chiste fue político: “¿Ronald Reagan Presidente? ¿Y quién es el vice? ¿Jerry Lewis?”), y que no se tenía que ir a un planeta extraño para problematizarlo. Una película que podía hacer del incesto su gran eje narrativo: ese acoso casi obsceno por parte de la madre a su propio hijo, en una comedia masiva (fue la más vista del ´85) que pertenece al género del coming of age (paso de la adolescencia a la madurez), es prácticamente inimaginable en nuestros días, al menos en el cine mainstream, donde el sexo sigue siendo el gran tema tabú (no así la violencia, que se encuentra generalizada y se filma con los códigos propios de la pornografía). Se trataba, en definitiva, de un cine más libre, que precisamente por ello nos interpela: un cine capaz de cruzar la ciencia ficción con la comedia, la historia profunda de Norteamérica con la psicología freudiana y la política, el género de aventuras con los musicales, sin ser pretencioso ni solemne, desafiando incluso las convenciones sociales y proponiendo paradigmas que acaso guiaron a toda una generación hasta nuestros días, donde el cine parece extraviado. Quedará a otros sin embargo explicar lo más importante: cómo llegamos a ser lo que somos, aunque se puede arriesgar que aquel modelo llevaba inscriptas en sus entrañas las condiciones del cine norteamericano del presente, como lo sugieren las trayectorias profesionales de los propios Zemeckis y Spielberg. Por ahora, lo que podemos hacer es volver a enfrentarnos a ésas imágenes, pensar cómo el cine nos sigue hablando de nosotros mismos, cómo aquellas películas que valen la pena (sean del género y de la procedencia que sean) constituyen un espejo en el que siempre vale la pena volver a mirarse, aunque no para atesorar un pasado falsamente idílico, sino para detectar errores, tratar de corregirlos, y construir un futuro diferente. por Martín Ipa
La vida después de la muerte Los verdaderos autores se revelan en sus peores obras, pues allí demuestran que a pesar de todos los fallos siempre tienen algo para dar, ya que incluso en esas piezas mantienen una mirada personal sobre el mundo. Todos los buenos directores, además, tienen obras menores, acaso porque se suelen aventurar a lo desconocido, animarse a aquéllos géneros que nunca pensaron abordar: nadie se imaginaba que Clint Eastwood, a sus 80 años, filmaría una película de tintes sobrenaturales sobre la vida después de la muerte, pero sin embargo nos encontramos debatiendo aquí sobre Más allá de la vida, el filme en cuestión. Y el debate, aún de los temas más superfluos, es siempre bienvenido. Se trata, sin dudas, de una obra menor de Eastwood. Hasta incluso se podría pensar que es una típica película “de encargo”, como muchos colegas especulan, donde el gran Eastwood ha tenido que batallar con un guión ajeno (de Peter Morgan, el mismo de La Reina) y con un productor de peso y sin duda influyente como es Steven Spielberg. Pero así y todo, nadie puede dudar de que es una película suya, y a pesar de los reparos, es un filme que eleva la calidad del género, y que incluso mantiene cierta coherencia autoral con la obra previa de Eastwood. Acaso la primera aclaración a hacer es que no se trata de una película de aspiraciones metafísicas: si bien Más allá de la vida se relaciona con ése mundo inmaterial que hoy se encuentra codificado por la New Age, sus temas son en realidad bien concretos, y transcurren en el mundo que conocemos. Uno de los pocos aciertos del filme, acaso capital, es tratar de esquivar ése espiritualismo liviano tan en boga en nuestros días, especie de mercancía inmaterial que diariamente nos veden miles de libros y películas, a pesar de que al mismo tiempo se alimenta de ella: Eastwood elige no pontificar sobre el otro mundo, y e incluso consigue desnudar y ridiculizar los manejos que se hacen con el tema (todo lo contrario a lo que, por ejemplo, hace Gaspar Noé en Enter the Void, filme de contundente éxito crítico, que sin embargo es una estilización vacua del misticismo contemporáneo), aunque su protagonista central sea, precisamente, un psíquico capaz de comunicarse con los muertos. Tampoco las religiones encuentran eco en la exploración metafísica de Eastwood, e incluso son sutilmente parodiadas en el único pasaje en el que aparecen explicitadas (un entierro), y en el que dichas creencias se muestran como meras instituciones burocráticas creadas para lidiar con lo inexplicable. Y es la muerte, precisamente, el eje central del filme, o bien cómo sus protagonistas se relacionan con ella, cómo intentan enfrentar un duelo y volver a la vida, temas absolutamente terrenales. Los problemas empiezan en otro lado, acaso por un guión plagado de clichés, con una estructura narrativa demasiado transitada, que apuesta a acumular géneros disímiles y citas de actualidad sin mucha coherencia, y termina aplicando soluciones al borde de la inverosimilitud. Al estilo del mejicano Alejandro González Iñárritu, el filme superpone tres líneas narrativas que al final convergerán mágicamente: la central es la de nuestro protagonista, un psíquico capaz de comunicarse con los muertos (Matt Damon), que en realidad se encuentra acosado por su “don”, al que entiende como una maldición, y ha renunciado a ejercerlo para tener una vida normal. También hay una prestigiosa periodista francesa (la bellísima Cécile de France) que experimenta una transformación mística a partir de un accidente en el que muere por unos segundos, y donde llega a contemplar el otro mundo (filmado con una discreción digna de un agnóstico, dato no menor). Por fin, está un pequeño niño de clase baja londinense (homenaje explícito a Dickens), cuya madre adicta se encuentra asediada por los servicios sociales, y cuyo mundo se destruye con la muerte de su hermano mellizo (ambos, interpretados por Frankie y George McLaren). Se trata, cada uno a su modo, de tres outsiders, personajes típicos de Eastwood, cuyas vidas han sido sacudidas o marcadas por la muerte, y cuyas formas de relacionarse con ella se irán desarrollando paulatinamente por el filme, con el clasicismo y la seguridad acostumbradas por el director. La elegancia formal de Eastwood es admirable, y acaso salva más de una vez a la película. Los primeros diez minutos son un filme aparte, una verdadera lección de cine (sobre todo para los seguidores de la ciencia ficción), donde se reconstruye el tsunami que arrasó las cosas de Indonesia con una precisión imposible de lograr sin efectos digitales, pero sobre todo sin la conciencia que exhibe el director sobre los medios cinematográficos. Una sabiduría que sin embargo parece extrañamente ausente en otros tramos de la película, como en la utilización de la música para potenciar los efectos dramáticos de ciertas escenas, o en la construcción de algunos personajes y situaciones que terminan banalizando los temas que aborda, por no hablar de la deriva romántica que termina encontrando hacia el final. Despareja y a veces desmedida, capaz de dejar escenas para atesorar en el recuerdo y luego pisar la línea del ridículo, lo cierto es que Más allá de la vida sería otra película sin Eastwood, una que seguramente no valdría la pena ni comentar. Por Martín Ipa
Los límites de la fantasía El ethos hollywoodense se encuentra dominado en pleno siglo XXI por una especie de oscurantismo pop, casi un oxímoron que intenta dar cuenta de ésta suerte de cambalache metafísico y medievalista que se encuentra en la mayoría de los productos dirigidos al público adolescente (que por cierto es el espectador promedio para la industria norteamericana). Magos, brujas y vampiros, centauros, dragones, minotauros y demás seres mitológicos, dominan nuestro imaginario cultural, se naturalizan y vuelven sentido común, como si el mundo viviera en una nueva edad oscura, donde no existe ninguna ligazón con la realidad. Y como siempre sucede con el cine, no se trata de mera fantasía, pues aquí se expresan de algún modo las coordenadas en que una sociedad se piensa y se construye a sí misma, la forma en que se justifica (o se condena). Resulta por tanto significativo que 2011 comience con el estreno de Las Crónicas de Narnia: las travesías del Viajero del Alba, tercera entrega de la serie concebida por C. S. Lewis, un bodrio paradigmático que siempre ha pretendido reunir todo en un mismo producto: afán medievalista con película de aventuras, fantasía mágica al estilo Harry Potter con las tradiciones familiares de Disney. Y si bien la película firmada esta vez por Michael Apted (Gorilas en la niebla, Una mujer llamada Nell) tiene sus particularidades, que la desmarcan un tanto de sus predecesoras, estamos siempre ante la misma fórmula: una mezcla posmoderna de mitos, películas y fantasías varias, en un producto que pretende seducir tanto a grandes como a chicos. Pero vamos a los detalles, que para eso está la crítica. Esta nueva entrega financiada ya por la Fox (luego de que Disney desistiera de arriesgarse a un posible fracaso) tiene algunas diferencias con sus dos antecesoras; la principal se relaciona con el mundo que aborda. Abandonando la cosmovisión estrictamente medieval que emulaba groseramente a El Señor de los Anillos (aunque la obra de Tolkien siga siendo su principal referencia), Narnia 3 se arroja enteramente al género marítimo, intentando abarcar otras series cinematográficas, principalmente la de Piratas del Caribe. Hay también otro vuelo narrativo, pues si Apted aporta algo está precisamente en la construcción dramática de la película, que sin embargo algunas veces no logra superar el ridículo, marca registrada de la serie toda. Las travesías del viajero es, empero, una película más reposada, que tiene sólo una batalla importante, que intenta ir construyendo la tensión de a poco, de manera climática, y que gran parte de su metraje se sostiene gracias al humor, toda una novedad en el universo narniano. Lo curioso, empero, es que el resultado casi no se modifica, como si los cambios fueran nimios, o acaso como si el género ya estuviera agotadísimo. Los protagonistas esta vez son los más chicos de los hermanos Pevensie, Lucy (Georgie Henley) y Edmund (Georgie Henley), quienes en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial entrarán nuevamente al mundo fantástico de Narnia con su primo menor, el aristócrata Eustace (Will Poulter). Los tres aparecerán en pleno océano, al frente del Viajero del Alba, especie de navío de aires vikingos en donde viaja el príncipe Caspian (Ben Barnes), convertido ya en el supremo rey de Narnia, y el valiente ratoncito Reepicheep, que aquí cobra más protagonismo que en la segunda entrega. La razón del viaje no está clara, ya que Narnia goza de una era de paz, aunque pronto descubrirán que en los confines del mundo conocido está germinando nuevamente el mal, a partir de una niebla tenebrosa que mantiene sojuzgada a una población de humanos, y cuyo propósito parece ser el de destruir el mundo. Episódica y convencional, la película tiene un planteo casi de videojuego, pues nuestros protagonistas deberán ir superando diferentes pruebas hasta reunir siete espadas mágicas, que servirán para destruir ése reino del mal, en donde se efectuará la monumental batalla final (contra un gran monstruo marino). Siguiendo la mitología cristiana (y al El Señor de los Anillos), dichas pruebas se centrarán en la figura de la tentación, que acosarán no sólo a Edmund y Caspian, sino también a la inocente Lucy, que ya ha crecido y está ingresando al mundo adulto. Los apuntes humorísticos correrán por cuenta de Eustace, el nuevo miembro de la pandilla, un niño mimado que no logra adaptarse a la rudeza de la vida en Narnia, y que por supuesto deberá realizar su propio proceso de superación. Filosóficamente maniquea y políticamente conservadora, el problema de Narnia 3 no se encuentra tanto en su estructura fragmentaria, que por momentos se vuelve contraproducente, ni en sus planteos solemnes y a veces ridículos, sino en la mera repetición de una fórmula ya muy visitada, a la que no logra salvar ni el pulido realizado por Apted (que a ciencia cierta se sacó el lastre del barroquismo medieval que dominaba a sus predecesoras), cuya mayor ocurrencia formal se limita a copiar ciertos planos y recursos de otros grandes tanques del género, y donde la fantasía una vez más brilla por su ausencia. Por Martín Iparraguirre
El cine y sus límites El cine que solemos ver se mueve entre fronteras conocidas: hay todo un sistema perfeccionado a lo largo de décadas (aquél famoso Modo Institucional de Representación, M.I.R.), fácilmente reconocible aunque en constante cambio, que establece reglas y formas implícitas que lo vuelven manejable, previsible y efectivo, tanto para el productor como para el espectador, garantizando la satisfacción de ambos. La crítica participa de dicho sistema, y en sus peores versiones se limita a clasificar y explicar los filmes, ordenando las expectativas e incluso las experiencias del espectador, naturalizando un modo de interpretación de las imágenes que clausura toda libertad, pues dicho sistema puede regular hasta las formas de disidencia, hasta las pequeñas rebeldías permitidas a los iconoclastas. Acaso el mejor ejemplo sea la celebrada Nueva Comedia Americana, cuyo mayor logro parece ser el de transgredir las buenas costumbres norteamericanas: el culto al exceso de JuddApatow puede constituir una forma de rebelión, un modo de trascender los límites y doblegarlos, pero también corre el riesgo de convertirse en otra forma de naturalizar lo extraño. La última película del nuevo nombre de este movimiento impreciso y hasta antojadizo camina por éste límite. Todo un parto, de Todd Philips (celebrado director de ¿Qué pasó ayer?) puede justificarse apenas por un par de momentos en los que consigue precisamente transgredir los límites, sorprender a los espectadores y desafiar al buen gusto. Remake nunca reconocida de aquel clásico de los ´80 que fue Mejor solo que mal acompañado, de John Hughes, Todo un parto es también, como aquélla, una típica “buddy-movie”, aquellas películas de parejas desparejas que suelen atravesar una sucesión de catástrofes humanas que, a fin de cuentas, terminarán generando una férrea amistad. También como aquella, el nudo del conflicto se generará cuando un exitoso empresario deba compartir un extenso viaje en auto con su exacto opuesto, un bohemio desastroso que le hará la vida imposible. El primero es Peter Highman (Robert Downey Jr.), arquitecto cuya mujer se encuentra a las puertas de parir su primer hijo, por lo que el hombre tiene cierta prisa por regresar a su hogar en Los Angeles, aunque para ello deba viajar más de tres mil kilómetros con el aspirante a actor EthanTremblay (el hallazgo de ¿Qué pasó ayer?, ZachGalifianakis, que confirma sus condiciones), un cero a la izquierda que sólo se preocupa por conseguir hierba. La serie de incidentes irá por supuesto en ascenso, y acaso Philips consiga darle su sello en los pocos momentos donde la incorrección llega al extremo, como cierta masturbación que no por quedar fuera de campo será menos explícita, o cuando ambos protagonistas se enfrenten a un lisiado veterano de Irak. Adaptada a estos tiempos, la película refleja también la paranoia institucional que reina en el norte, con las instituciones del orden en desquicio perpetuo, aunque estos logros apenas alcancen para salvarla de la mediocridad; pero para nada más. ¿Qué decir, en cambio, de una película como Los límites del control? ¿Cómo hacer para explicarla, domesticarla, encontrarle significado y volverla inteligible para el lector? Especie de ovni cinematográfico, la última película del gran JimJarmusch (que esta semana llegará a los DVD clubes) será una misión imposible para los amantes del M.I.R., ya que ahora sí estamos ante un filme que arrasa con todas las previsiones, que desafía todos los cánones y se arriesga a abrazar la incertidumbre. Thriller filosófico y existencial, Los límites del control tiene, empero, una clara lectura política y hasta se diría que cinematográfica, pues su resolución parece apuntar directamente al séptimo arte (¿o acaso el cine no es el gran mecanismo de control de nuestro tiempo?). Su protagonista es un supuesto asesino a sueldo que viajará por diferentes poblados de España mientras se cruza con numerosos personajes que le transmitirán instrucciones para llegar a una misión final. En cada encuentro, sus interlocutores irán discurriendo sobre diversos temas filosóficos (que abarcan desde las moléculas al arte, la bohemia o el cine), dejando numerosas reflexiones sobre dichos tópicos (“el mejor cine es aquel que no podemos distinguir del sueño”) aunque con una perspectiva común, un escepticismo filosófico anunciado desde el primer encuentro: “Quien se tenga por grande, que vaya al cementerio: allí descubrirá lo que el mundo realmente es, un pedazo de tierra”. Dicha perspectiva es la que guía también al propio filme, que hace del desconcierto su ethos narrativo, aunque tendrá su justificación final cuando el asesino (sin nombre, identificado como el “hombre solitario”) se enfrente a su blanco final, acaso el “enemigo ideológico” de Jarmusch (interpretado por Bill Murray), como afirmó el crítico Roger Koza. El trabajo formal es excepcional, y el minimalismo de su puesta en escena se ve contrapesado con el modo en que el director filma y atrapa las geografías del mundo, sean naturales o artificiales. Múltiple de sentidos, un lema cerrará sin embargo al filme, dotándolo de una lectura precisa: “Sin límites, no hay control”. Por Martín Ipa
El cine y la velocidad Los fines de semana suelen traer un tropel de estrenos cinematográficos a la ciudad, un número inabarcable de películas que por eso mismo, o por méritos propios, suelen irse de nuestras carteleras así como llegaron, sin pena ni gloria. Pero el último jueves, la avalancha prometía dos de los supuestos mejores filmes del año, según la crítica que los precedía: The Town (traducido horriblemente como Atracción peligrosa), segunda película como director de Ben Affleck, y Red Social, aquella obra de David Fincher que hundía sus garras en la génesis de Facebook, sin duda uno de los fenómenos de la década. Si algo tienen en común ambas películas es un cierto espíritu de época, una estética particular que se construye a partir de la velocidad del montaje, especie de ethos narrativo que se entiende sagrado en Hollywood, por más que la mayoría de las veces conspire contra la propia experiencia cinematográfica (y aquí, particularmente contra el clasicismo que ambas profesan). La forma cinematográfica condiciona el modo en que nos relacionamos con las imágenes, puede ayudar a liberarnos o todo lo contrario, ponernos límites y clausurar no sólo la reflexión, sino también el placer del espectador. Veamos. Empecemos por la más sólida, The Town. Policial de aires clásicos, heredera del cine de Michael Mann y Clint Eastwood (y compañera generacional de James Gray), la película de Affleck es sin dudas uno de los mejores thrillers del año, lo que no significa que esté a la altura de las obras más logradas de sus referentes. Se trata sí de una película narrada con rigurosidad y oficio, capaz de recrear un universo social y cultural muy específico, y utilizarlo como motor esencial de sus protagonistas. Es, también, una tragedia de clase, una película de ladrones/obreros que se enfrentan a estructuras de poder siempre más fuertes con la ilusión de escapar de su pantano, un planteo clásico que no por eso pierde pertinencia. Dicho universo es el barrio de Charlestown (Boston, la ciudad de Affleck), verdadero protagonista del filme, que tiene el dudoso mérito de haber producido el mayor número de ladrones de bancos de Estados Unidos, según informa un texto inicial. La idea es pues revisar esa circunstancia a partir de una pequeña banda liderada por Doug McRay (el propio Affleck) y James Coughlin (Jeremy Renner), dos amigos de la infancia que trabajan para un mafioso local. Ya en las escenas de apertura se podrá apreciar su profesionalismo: junto a dos secuaces, ambos se encargarán de vaciar un banco en pleno mediodía, aunque las cosas no saldrán del todo bien pues deberán llevarse a un rehén en la escapatoria, Claire (Rebecca Hall), a quien luego liberarán. Como en toda tragedia, ése pequeño error bastará para complicar todo, pues a partir de allí su suerte irá en descenso: primero, Doug deberá acercarse a Claire para averiguar si sabe algo que los pueda incriminar y se terminará enamorando, mientras su amigo James irá enajenándose cada vez más en un círculo de violencia y resentimiento, volviéndose peligroso para Doug. La trama se completa con una tercera línea narrativa: la investigación policial del FBI liderada por Adam Frawley (Jon Hamm), un agente obsesivo que esconde cierto desquicio, y que irá cerrando la pesquisa en torno a nuestros protagonistas, confluyendo todo en un último robo de dimensiones épicas. Affleck es un director con oficio, que sabe manejar los tiempos narrativos y concentrar la tensión sin perder un gramo de interés: su filme es un crecimiento continuo del suspenso hasta del desenlace final. El segundo asalto es incluso un prodigio de la puesta en escena, pero su tendencia a fragmentar los planos (no hay ninguno que dure más de 30 segundos, y el promedio debe ser de cuatro segundos), se vuelve contraproducente (e incluso va en contra del espíritu comunitario de la película), y a fin de cuentas hace la diferencia para que la gran obra que se esconde en su seno nunca llegue a surgir, y se quede apenas en una buena película. Tampoco hay planos de más de 30 segundos en Red Social, un filme bastante menor cuyo casi único mérito es constituirse en testimonio de una generación: la de los jóvenes digitales. Biopic heterogéneo sobre uno de los mitos vivientes de la cultura norteamericana, el joven creador de Facebook Mark Zuckerberg (JesseEisenberg), Red Social es una película que intenta abordar críticamente el estado de la juventud contemporánea pero termina sucumbiendo ante la admiración ingenua que provoca el mundo que aborda, por más que su tesis sea clara: junto al dinero y el poder vienen la soledad, en una época en la que la amistad se pierde en el vacío del mundo virtual. El trabajo con los diálogos parece el mayor logro formal: especie de screwballcomedy, Red Social irá girando hacia el drama íntimo de Zuckerberg a medida que crezca su invento, que progresivamente lo irá separando de sus afectos más genuinos. La moraleja quedará entonces servida. Por Martín Ipa
El cine y la velocidad Los fines de semana suelen traer un tropel de estrenos cinematográficos a la ciudad, un número inabarcable de películas que por eso mismo, o por méritos propios, suelen irse de nuestras carteleras así como llegaron, sin pena ni gloria. Pero el último jueves, la avalancha prometía dos de los supuestos mejores filmes del año, según la crítica que los precedía: The Town (traducido horriblemente como Atracción peligrosa), segunda película como director de Ben Affleck, y Red Social, aquella obra de David Fincher que hundía sus garras en la génesis de Facebook, sin duda uno de los fenómenos de la década. Si algo tienen en común ambas películas es un cierto espíritu de época, una estética particular que se construye a partir de la velocidad del montaje, especie de ethos narrativo que se entiende sagrado en Hollywood, por más que la mayoría de las veces conspire contra la propia experiencia cinematográfica (y aquí, particularmente contra el clasicismo que ambas profesan). La forma cinematográfica condiciona el modo en que nos relacionamos con las imágenes, puede ayudar a liberarnos o todo lo contrario, ponernos límites y clausurar no sólo la reflexión, sino también el placer del espectador. Veamos. Empecemos por la más sólida, The Town. Policial de aires clásicos, heredera del cine de Michael Mann y Clint Eastwood (y compañera generacional de James Gray), la película de Affleck es sin dudas uno de los mejores thrillers del año, lo que no significa que esté a la altura de las obras más logradas de sus referentes. Se trata sí de una película narrada con rigurosidad y oficio, capaz de recrear un universo social y cultural muy específico, y utilizarlo como motor esencial de sus protagonistas. Es, también, una tragedia de clase, una película de ladrones/obreros que se enfrentan a estructuras de poder siempre más fuertes con la ilusión de escapar de su pantano, un planteo clásico que no por eso pierde pertinencia. Dicho universo es el barrio de Charlestown (Boston, la ciudad de Affleck), verdadero protagonista del filme, que tiene el dudoso mérito de haber producido el mayor número de ladrones de bancos de Estados Unidos, según informa un texto inicial. La idea es pues revisar esa circunstancia a partir de una pequeña banda liderada por Doug McRay (el propio Affleck) y James Coughlin (Jeremy Renner), dos amigos de la infancia que trabajan para un mafioso local. Ya en las escenas de apertura se podrá apreciar su profesionalismo: junto a dos secuaces, ambos se encargarán de vaciar un banco en pleno mediodía, aunque las cosas no saldrán del todo bien pues deberán llevarse a un rehén en la escapatoria, Claire (Rebecca Hall), a quien luego liberarán. Como en toda tragedia, ése pequeño error bastará para complicar todo, pues a partir de allí su suerte irá en descenso: primero, Doug deberá acercarse a Claire para averiguar si sabe algo que los pueda incriminar y se terminará enamorando, mientras su amigo James irá enajenándose cada vez más en un círculo de violencia y resentimiento, volviéndose peligroso para Doug. La trama se completa con una tercera línea narrativa: la investigación policial del FBI liderada por Adam Frawley (Jon Hamm), un agente obsesivo que esconde cierto desquicio, y que irá cerrando la pesquisa en torno a nuestros protagonistas, confluyendo todo en un último robo de dimensiones épicas. Affleck es un director con oficio, que sabe manejar los tiempos narrativos y concentrar la tensión sin perder un gramo de interés: su filme es un crecimiento continuo del suspenso hasta del desenlace final. El segundo asalto es incluso un prodigio de la puesta en escena, pero su tendencia a fragmentar los planos (no hay ninguno que dure más de 30 segundos, y el promedio debe ser de cuatro segundos), se vuelve contraproducente (e incluso va en contra del espíritu comunitario de la película), y a fin de cuentas hace la diferencia para que la gran obra que se esconde en su seno nunca llegue a surgir, y se quede apenas en una buena película. Tampoco hay planos de más de 30 segundos en Red Social, un filme bastante menor cuyo casi único mérito es constituirse en testimonio de una generación: la de los jóvenes digitales. Biopic heterogéneo sobre uno de los mitos vivientes de la cultura norteamericana, el joven creador de Facebook Mark Zuckerberg (JesseEisenberg), Red Social es una película que intenta abordar críticamente el estado de la juventud contemporánea pero termina sucumbiendo ante la admiración ingenua que provoca el mundo que aborda, por más que su tesis sea clara: junto al dinero y el poder vienen la soledad, en una época en la que la amistad se pierde en el vacío del mundo virtual. El trabajo con los diálogos parece el mayor logro formal: especie de screwballcomedy, Red Social irá girando hacia el drama íntimo de Zuckerberg a medida que crezca su invento, que progresivamente lo irá separando de sus afectos más genuinos. La moraleja quedará entonces servida. Por Martín Ipa
El hombre y la leyenda “Hay figuras inabarcables para los hombres en su quehacer cultural. Símbolos que, por el devenir de la historia, han llegado a reunir tantos significados diversos en sí mismos que se han vuelto infinitos, inagotables, inaprensibles para cualquier revisión que se intente, por más completa que pueda ser”. Así iniciábamos hace ya casi dos años el comentario sobre Che, el argentino, la sorpresiva película de Steven Soderbergh que abordó como pocas un símbolo eterno para los latinoamericanos: Ernesto Guevara Lynch. Un nombre que inmediatamente dispara una multiplicidad de sentidos casi inabarcable, a veces contradictorios y siempre apasionados, algo que no debería invalidar los intentos por abordar su figura, más bien al contrario, debería ser un aliciente para ir en busca del hombre detrás de la leyenda y repensar sus apropiaciones, sobre todo desde el arte, que junto a la política es la actividad más liberadora concebida por la especie humana. Pero la cita viene a cuento porque esta vez, el que se propuso semejante empresa fue un argentino, Tristán Bauer, otrora director de Canal Encuentro (acaso una de las apariciones más felices en los últimos años) y preciado documentalista, que según los anticipos venía trabajando hace casi 12 años en su nueva película. Un filme que, pese a los grandes hallazgos que contiene, se encuentra lejos de resolver el entuerto (¿cómo abordar una figura con semejante peso simbólico?) e incluso se diría que en el fondo persigue lo contrario, a saber: intensificar el mito, volverlo aún más etéreo y alejado de la humanidad contemporánea, clausurando paradójicamente así aquella multiplicidad de sentidos que provoca. Una de las primeras escenas de la película anticipa el espíritu épico que propondrá Bauer. La propia voz del Che sonará en una cinta con poemas de Vallejo y Neruda leídos para su mujer (“Para ti, Aleida, lo más íntimamente mío y lo más íntimo de los dos…”, comienza Guevara), pero el montaje irá ilustrando los sonetos con imágenes de archivo de la guerra de Vietnam y otras grandes calamidades del mundo, imponiendo gratuitamente una lectura al espectador, ya instalada además en el inconciente colectivo. ¿Cuál es el valor, entonces, de Che, un hombre nuevo? Pues bien, en primer lugar, se encuentran los hallazgos periodísticos, como aquella cinta grabada con poemas para su mujer, así como numerosos documentos escritos y audiovisuales inéditos, que Bauer parece haber recolectado a lo largo de años e incluyen materiales provistos por la propia familia de Guevara, por el gobierno cubano y hasta por las Fuerzas Armadas de Bolivia, que los mantuvo en secreto hasta ahora (y que fueron desclasificados por Evo Morales). Semejante nexo con la realidad le da al filme un carácter extraño, ya que efectivamente consigue explorar costados poco conocidos de Guevara, mientras al mismo tiempo el montaje y el sonido (con una música tan empalagosa como innecesaria) se empeñan en fortalecer el mito, conspirando inconcientemente contra la humanidad que transmiten las imágenes que presenta. Y es que Che, un hombre nuevo, es casi en su totalidad un exponente del “foundfootage”, aquella técnica que consiste en construir un filme con materiales ajenos (no sólo documentos inéditos, sino también imágenes de decenas de otros documentales sobre el Che, de noticieros y archivos fílmicos, y hasta de filmaciones caseras), y por eso Bauer insiste con la voz en off para hilar un sentido: primero la suya propia, luego la de un sobrino y la de un hijo del Che leyendo los diarios de su tío y/o su padre. La narración irá repasando toda la vida del Che, y por supuesto irá transmitiendo una lectura (que se diría es la más convencional), aunque en el medio se puede ver a Guevara en su dura infancia en Alta Gracia o al Che en sus viajes juveniles por Argentina y Latinoamérica, volver a pensar su gesta en la revolución cubana, redescubrir su pasión poética, romántica y teórica, conocer detalles de su gestión en el gobierno triunfante al frente del Ministerio de Industria, del nuevo Banco Nacional y como jefe de la diplomacia (con sus viajes a Asia y Europa), o también costados poco visitados de su fallida experiencia en el Congo y su incursión final en Bolivia. El balance periodístico es bastante bueno, sobre todo si sumamos algunos hallazgos al listado, como cierto texto político desconocido (una ardua revisión crítica del Manual de Economía Política soviético, iniciada por el Che en plena selva congoleña) o una carta increíblemente profética, donde Guevara reflexiona sobre el fracaso en el Congo y juega con la idea de que su cadáver aparezca fotografiado en la revista Life (como luego ocurrirá). El material permite constatar, así, el gran humanismo del Che, su forma apasionada de entregarse a la política y algunas de sus facetas más íntimas y personales. Pero a fin de cuentas, lo cierto es que el filme no terminará de hacer honor a su título (aunque vale preguntarse si realmente podría haberlo hecho), quizás porque ése no era su objetivo, más bien al contrario: Che, un hombre nuevo, es otro documental sobre una figura ya conocida por todos, aquella que se repite en miles de remeras y banderas. Por Martín Iparraguirre