Muchas veces, indiferente del género, los actores o colaboradores en general, los caprichos cinematográficos evidencian que no son más que eso. Un capricho. Por supuesto que esta generalidad tiene sus excepciones. No es lo mismo ver un capricho de Tarantino, de Spielberg o inclusive de Oliver Stone que uno de Seth MacFarlane. Basta con mencionar que la idea del film comenzó como una charla entre MacFarlane, Alec Sulkin y Wellesley Wild (los guionistas) en donde se planteaban el absurdo y la peligrosidad respecto de la infinidad de maneras de morir en el siglo XIX, en el oeste americano. Y lo que bien podría haberse convertido en un sketch de Padre de Familia terminó tomando forma de largometraje. Lo más fácil sería comenzar por decir que la línea argumental principal parece salida de una carpeta de guiones prearmados customizable al gusto del director promedio que se digne a tomarla, desafiando así los límites del estructuralismo. Resumiendo la historia: un perdedor, cobarde y poseedor de la particular capacidad de hacer acotaciones muy agudas y jocosas en todo momento, tiene una novia completamente inmune a su sentido del humor que lo abandona por ser pávido y fracasado. Pasa el tiempo. Conoce a su verdadero amor. Una mujer que ve que detrás de su cobardía existe una gran humanidad y bondad. Se enamora y decidirá si quiere a su antigua novia o a la nueva. Y entre medio MacFarlane parece empecinado no en hacer reír a toda costa, sino en asquear al espectador y desafiar los límites del humor escatológico como si quisiera imponer un record en cantidad de bromas de pedos en un mismo film. Vómitos, diarrea, semen y pis de por medio. No existe fluido corporal que quede fuera de esta maratón de mal gusto. Podemos dar gracias a Dios el sistema de Olorvisión que Hans Laube quiso implementar en la década del sesenta no sobrevivió hasta la actualidad. Entre tanta asquerosidad y empeño en causar gracia con este humor cochino, es difícil mantenerse inmune a todos los gags del film y por mucho que cueste admitirlo alguno de los vastos intentos del creador de Padre de Familia dará en el blanco y provocará alguna que otra sonrisa. Y no es para menos. Desprolija y torpemente el comediante ofrece todo su repertorio en las dos horas de metraje. Incluyendo varios cameos de personalidades famosas y otro buen par de referencias a westerns clásicos. Pero eso no convierte a su segunda obra cinematográfica en un buen producto. Más bien parece un rejunte de humoradas y rutinas de stand up adaptadas a un formato no correspondiente.
¿Qué pasaría si todos los días te levantaras y vivieras el mismo día en una suerte de constante estado de Deja vu? Bill Murray y Harold Ramis se encargaron de mostrarlo en clave de comedia en Atrapado en el tiempo (también conocida como El día de la marmota). Y el joven director Ducan Jones ya experimentó exitosamente con una temática similar en 8 minutos antes de morir. Ahora bien, ¿qué sucedería si el planeta se encontrara al borde de la extinción por parte de unos invasores alienígenas y la clave de la salvación es nada menos que Tom Cruise disfrazado de supersoldado viviendo una y otra vez el mismo día? Al filo del mañana es lo que sucedería. Y quizás para sorpresa de varios, vale la pena averiguarlo. Hace mucho tiempo que el cine parece aproximarse sigilosamente a los videojuegos por la vía de lo formal más que por contenido, poco más y las películas empezarán a concluir con un Game over en vez de un The End. Pero Al filo del mañana parece desafiar el prejuicio de que eso es necesariamente malo. En esta oportunidad se nos presenta una interesante y audaz estructura narrativa más cercana a un videojuego de lo que Hollywood jamás se ha atrevido a estar. Partiendo de la base de que el protagonista vuelve a vivir el mismo día cada vez que muere, esto da pie a que conforme avance la historia, el personaje irá perfeccionando su accionar como cualquier aficionado a los videojuegos que se topa con ese nivel imposible que solo la infinidad de reiteraciones permitirá que supere. Doug Liman (director de Identidad desconocida y la un tanto más condenable Jumper) se siente cómodo retratando a un personaje ambiguo que carece de toda chapa de héroe y parece disfrutar de hacer morir a su protagonista un centenar de veces de modos inesperados, estúpidos, jocosos y horribles. La conjunción de todos estos elementos que a decir verdad no son exclusivamente originales, termina encontrando una voz propia que convierte a esta superproducción en un exquisito ejercicio de reiteración y dignificación de un buen guión. Tom Cruise, con una irregular carrera en materia de Ciencia Ficción, puede levantar sospechas sobre el producto al quedar asociado a una producción de esa calaña, y es que ofrece argumentos tanto para sus admiradores como para sus detractores. Pero pareciera que su nueva película podría llegar a lograr que varios se pongan de acuerdo. Luego de ver los afiches, trailers y publicidades varias uno bien podría pensar que se trata de otro blockbuster descerebrado donde Cruise intenta salvar al mundo, pero por fortuna no lo es. Pero ante todo la mayor virtud del film es que en sus 113 minutos de metraje no hay un solo lugar para el bostezo.
La ley del más fuerte se constituye sobre la base de un drama familiar, casi un western urbano y contemporáneo de nuestros tiempos, que se percibe intensamente ajeno a las exageraciones y golpes bajos comunes a este tipo de relatos. Un pueblo golpeado por la desindustrialización pinta un paisaje desgarrador repleto de drogas, alcohol y peleas clandestinas. Y este es el contexto en el cual Rodney Baze se moldea al margen de su lucha interna con sus propios demonios que trajo consigo de la guerra de Irak. Y en el fondo de una escena en un bar se puede apreciar cómo Obama se afianza en su carrera presidencial mientras el desganado Rodney se pregunta "¿Qué ha hecho mi país por mí, después de todo lo que he hecho por él?". Son hechos como estos los que harán que Rodney termine mal y su hermano (Christian Bale) se vea obligado a tomar cartas en el asunto. Out of the furnace (tal su título en inglés) adelanta ya desde el título que no se trata de una historia en el estilo tradicional de Hollywood, ni tampoco de sus lugares más bonitos y pomposos, sino de aquellos costados recónditos habitados por gente que vive marginada de la realidad de las grandes ciudades. Algo con lo que probablemente la mayoría de los países del mundo pueden identificarse. Si bien es cierto que el contexto del film es un escenario mucho más sucio y desarraigado que los habituales, lo triste es que a fin de cuentas nada se sale de los parámetros de lo convencional, y es solo gracias a sus personajes e interpretaciones que logra mantener en vilo al espectador hasta el final. Destaca entre las actuaciones, la del bueno de Woody Harrelson que hace aquí de malo maloso tatuado hasta en donde el sol no pega. Bien bad-ass y muy alejado del registro del personaje encarnado recientemente en True Detective cuya característica definitoria era la ambigüedad moral de un agente policial que busca justicia pero íntimamente es un condenable padre de familia. En este caso Woody es plenamente malo y lo tiene bien claro. La escena inicial lo muestra golpeando violentamente a una de las muchas víctimas que castigará durante todo el film, adelantando la naturaleza violenta y amenazante de semejante antagonista. El cine particularmente ha exprimido en exceso el viejo proverbio del general Pierre Choderlos de Laclos "La venganza es un plato que se sirve frío" y quizás sea por eso que a pesar de las muchísimas formas de las cuales se puede aplicar dicho castigo, cada vez es más difícil que una historia tome por sorpresa al espectador. Una vez finalizada La ley del más fuerte puede quedar esa sensación de vacío que lleve a preguntarse cómo se puedo haber disfrutado del film y no recordar ningún momento con especial énfasis. Y es que a pesar del trabajo bien trazado por parte del director y sus colaboradores, esta historia de venganza no suma nada a todas aquellas que ya hemos visto en otras películas, libros o series manifestado la condenable falta de ambición del guión.
Si buscamos la palabra "autor" en el diccionario encontraremos una definición detallada de un vocablo que si no tenemos en nuestro vocabulario cotidiano probablemente no estamos leyendo lo suficiente. Después de todo no es una palabra muy difícil ni hace falta ser demasiado erudito para utilizarla. La Real Academia Española por ejemplo tiene entre sus definiciones la siguiente: Persona que ha hecho alguna obra científica, literaria o artística. Pero por supuesto que existen otras acepciones de la palabra. El autor de un crimen no es exactamente un científico, un literato o un artista. Y de pronto autor puede desviar por completo el significado con el que aquí intentamos dar. Por suerte, sin realizar demasiado esfuerzo, la misma página que esboza estas definiciones tiene inmediatamente debajo la definición de "cine de autor". Y aquí sí finalmente damos con algo pertinente a la nueva película de los hermanos Coen. Simplificando, el cine de autor cuenta con realizadores que son capaces de imprimir un estilo propio en su obra. Inside Llewyn Davis (aquí traducida como Balada de un hombre común) puede no ser su film más emblemático ni magnífico, pero aun así es una hermosa pieza cinematográfica salida del imaginario de dos de los autores más talentosos de la historia del cine. Balada de un hombre común propone una suerte de mirada escéptica sobre el submundo de la escena folk americana de los años sesenta. Llewyn, el protagonista de esta historia personifica el sueño americano de un músico independiente que aspira llegar a ser alguien a través de su triste y melancólica música. Inspirada libremente en la vida de Dave Van Ronk, uno de los muchos músicos que presuntamente inspiraron al mismo Bob Dylan (a quien los Coen guardan un pequeño homenaje en su cinta) esta suerte de falsa biopic se alza como un viaje completamente antiépico que desde el comienzo sabemos está destinado a fracasar. Y no es que Llewyn carezca de talento, sino que simplemente los productores "no ven dinero en eso". Pero aun así, nosotros, espectadores desde la butaca o la comodidad del hogar, no podemos más que reverenciar la hermosa música que se desprende del film cortesía de la propia interpretación del talentoso actor protagonista Oscar Isaac, la producción de T-Bone Burnett y la colaboración del líder de la banda Mumford and Sons, Marcus Mumford. Y además la armoniosa composición musical está acompañada de una hermosa fotografía propuesta por Bruno Delbonnel quien en esta oportunidad tuvo la dura tarea de reemplazar al favorito de Joel e Ethan Coen, Roger Deakins. Abundan en el film las típicas situaciones tragicómicas comunes a las historias de los Coen y nuevamente se da cabida al simbolismo típico que las caracteriza. Los gatos por ejemplo, son animales que podremos encontrar en casi todas sus películas. Y en esta oportunidad el gato Ulises se transforma en uno de los protagonistas aportando un paralelismo para con el mismo Llewyn que lo arrastra por los rincones más recónditos y gélidos de la música folk. Pero Ulises pertenece a una familia "bien" que vive en la parte más noble de la ciudad, representando quizás aquello a lo que Llewyn nunca podrá llegar (o a lo que quizás ni siquiera quiere llegar). Mientras que el otro gato callejero al que Llewyn confunde con Ulises se transforma en una visión muy distinta y mucho más próxima a su realidad. Hace falta ver el film para advertir cómo no por casualidad la suerte de ambos traza un camino similar. El primer impacto que puede generar la cinta probablemente sea mucho más superficial que la profundidad real de la película. Como en la mayoría de sus films, la primera visualización puede resultar mucho más mundana de lo que realmente es, logrando así cautivarnos con deleites y placeres simples como una bonita puesta en escena y una atractiva propuesta musical. Pero para aquellos que incursionan en estos dos realizadores por primera vez, la humilde sugerencia desde este lado del monitor es que se interioricen más en su cine y completen el proceso de apreciación de esta película leyendo varias de las interpretaciones que se pueden encontrar en diarios, revistas y páginas de internet.
300: El origen de un imperio no es exactamente una precuela, sino más bien una historia paralela que transcurría al mismo tiempo, antes y después que lo contado en 300 (aquel film del 2006 obra de Zack Snyder basado en la célebre novela gráfica de Frank Miller). Pero esta vez Snyder sólo se dedicó a escribir el guión conjuntamente con Kurt Johnstad (también responsable de 300) y abrió paso a la dirección del novato director Noam Murro quien solo cuenta con Smart People (2008) en su curriculum. Y si su intención era llamar la atención de Hollywood, les ha dado con este film un banquete para que se nutran de él. 300 contaba cómo puntualmente el rey Leónidas de Esparta y sus guerreros se impusieron ante un ejército que lo superaba ampliamente en números, pero esa era solo la excusa para mostrar músculos y una puesta en escena creada enteramente digital, sin un solo escenario real. Y aquí el concepto es el mismo. La historia es tanto o más ligera que la de su predecesora y aquellos que decidan verla no deberían más que sincerarse de que no van al cine a que se les cuente una historia sino a algo más cercano a ver un reel de efectos especiales que cualquier otra cosa. Basta decir que, por ejemplo, si bien la mayoría de las luchas se desarrollan en barcos (en el mar) no existe ni una sola gota de agua que no haya sino creada digitalmente. Resulta un ejercicio muy divertido imaginar a Zack Snyder detrás de una computadora con el Nuke (o software de composición de FX de su preferencia), diciéndole a su colega director "ves Noam, si hacés click acá metés una cámara lenta, y si después soltás vuelve a la velocidad real". Lo malo es que quizás con una mejor dosificación de la violencia, del gore gratuito y del innecesario derroche de sensualidad forzada, se podría haber concebido un mejor guión que se ahorre varios minutos de pelea para focalizarse en sus personajes. Pero lo cierto es que tras la presunta grandilocuencia de los diálogos, los alardes de los protagonistas y las grandes palabras que utilizan, no existe ningún contenido real. La historia bien podría contarse en 30 minutos, pero naturalmente la película no se trata de eso, sino de intentar generar una excitación casi pornográfica con musculosos hinchados y cuidadosamente maquillados luchando contra una Eva Green bien escotada en un papel de malosa que entiende por "diplomacia" "tener sexo con el general de los enemigos" en una escena muy curiosa que hay que ver para creer (ver imagen superior). 300: El origen de un imperio de a ratos se parece más a un videojuego que a una película.
Dallas Buyers Club no es solo la historia de un hombre que contrajo sida, ni tampoco se estanca en mostrar cómo éste es víctima de la discriminación de uno de los territorios más intolerantes de Estados Unidos (Texas), sino que además tratando este tema tabú se anima a presentar una dura crítica a la FDA (US Food and Drug Administration) y a la industria farmacéutica. Uno de los grandes méritos del director canadiense Jean-Marc Vallée y sus guionistas Craig Borten y Melisa Wallack es dotar al protagonista de la historia de una ambigüedad moral que no siempre lo muestra tomando acciones encuadrables dentro de los parámetros de lo normal y correcto. Desde el principio sabemos que el imprudente estilo de vida de Ron Woodroof es la causa de esta cruel enfermedad que tomó por sorpresa al mundo en la década del ochenta. Y además en la desesperación de querer sobrepasar ese límite de 30 días de vida que le dan los médicos, Ron realizará una lista de actos punibles que lo pondrían en aprietos con San Pedro en las puertas del cielo. Pero aun así, desde aquí abajo, desde la butaca del cine, el espectador sentirá una empatía irrefrenable hacia este sujeto que a su modo luchó no solo contra la enfermedad sino contra una política de estado que en conjunto con los laboratorios pareciera haber hecho la vista gorda con la epidemia para alzarse con una buena cantidad de billetes. Matthew McConaughey nos invita con su interpretación de Ron Woodroof a que nos olvidemos de papeles como el de Dirk Pitt (Sahara), Ben Barry (Cómo perder a un hombre en 10 días) y Finn (Amor y tesoro) entre muchos otros de su irregular carrera. Pero por suerte observando sus proyectos en producción todo parecería indicar que seguirá el camino de las buenas actuaciones (algo poco común en Hollywood luego de obtener un premio Oscar) por ejemplo con Interestellar bajo la tutela de Christopher Nolan.
Al comienzo de la película Frank Stokes (George Clooney) esboza uno de los diálogos que define al film y a sus personajes: "El arte representa nuestra cultura y nuestro modo de vida". Semejante perorata puede resultar tendenciosa viniendo de un americano con la misión de preservar obras de arte a costa de la guerra en un contexto en el que morían miles de hombres y mujeres a diario, pero intereses políticos y económicos aparte estos personajes son los responsables de que hoy el mundo conozca la obra de artistas que en manos de un gobierno fascista hubieran pasado al olvido. La historia demuestra que muchos de los museos más prestigiosos del mundo erigieron sus cimientos sobre obras robadas originarias de otros países. Basta con ir al museo Británico para comprobarlo (sí, ese museo que tiene más momias que Egipto) . Pero en la historia más reciente, los nazis de algún modo personificaron una de las amenazas más irascibles hacia la cultura y el arte. Y en un guión donde los protagonistas son puristas del arte en sus distintas formas (arquitectos, curadores de arte y reconocidos profesores universitarios) los nazis son el enemigo ideal. Detrás de las buenas intenciones del director y su gran elenco (Bill Murray, John Goodman, Cate Blanchet, Jean Dujardin y el mismo George Clooney) este edulcorado guión falla al no definir un tono en particular. Operación Monumento tiene lugar para la clásica escena emotiva del soldado que extraña a su familia y llora al escuchar la voz de su nieta, y a la vez durante el resto del film una musiquita militar simpática al mejor estilo Doce del Patíbulo acompaña momentos en los que Jean Dujardin hace sus fechorías como si aun estuviera en la piel del personaje que le valió un Oscar en El Artista. Son estas cosas las que hacen que la película sea muy irregular en su ritmo. Además al no haber un villano o antagonista concreto (más allá de la amenaza de los nazis en general) la tensión nunca se llega a hacer presente de un modo avieso dando lugar a que una sensación de tibieza se apodere de las casi dos horas de metraje.
En el ocaso de la vida de Woody Grant (el nominado al Oscar como mejor actor Bruce Dern), su hijo menor David, preocupado por su aparente senilidad se ve obligado a conectarse con él intentando alcanzar la meta de cobrar un millón de dólares de los que supuestamente es el ganador. Woody recibió uno de los clásicos "Usted ha ganado un millón de dólares. Venga a retirarlos en X lugar" y se la creyó, y por mucho que su mujer y sus hijos le expliquen que eso es una estafa, el obstinado anciano no descansará hasta llegar a Nebraska, lugar de la cita para cobrar su millón. De camino hacia Nebraska, la road-movie de Alexander Payne aprovecha a hacer una parada en la ciudad natal de Woody, en donde conoceremos a los lugareños típicos de un pueblo pequeño de Estados Unidos. Y esta resulta ser la oportunidad ideal para pintar un retrato burlón y tierno de este pequeño pueblo y su gente. Fiel al estilo del director, Nebraska toma un sendero melodramático en donde se cuenta con simpatía y respeto un tema que en el fondo se entiende bastante penoso. Pero también gracias a la notable naturaleza humana de la historia y a sus personajes corrientes interpretados con igual cantidad de virtudes que defectos, Nebraska se convierte en un viaje de descubrimiento en un paisaje gris muy cercano a la realidad. El director demuestra su costado más humano y su excelente tacto a la hora de dirigir actores como Bruce Dern y June Squibb cuyo registro es muy distinto y acertado en ambos casos. Nebraska es el epítome del cine de autor americano producto de esa industria paralela que fundó Robert Redford con el festival de Sundance con talentos como David O. Russell y el mismo Alexander Payne. Ya el comienzo del film con el viejo logotipo de Paramount es toda una declaración de intenciones que resalta el espíritu clásico del otra época. Payne nos cuenta la historia de esta suerte de Quijote del oeste de los Estados Unidos con una sencillez y plenitud minimalista que permite que el espectador aprecie detalles a los que el cine de Hollywood nos tiene desacostumbrados.
Paolo Sorrentino (más italiano que la pizza) es el responsable de la película que probablemente será galardonada con el Oscar a la mejor producción extranjera de este año 2014. La historia contrasta la riqueza visual esplendorosa que hace alardes de una de las ciudades europeas más hermosas del continente con travellings sutiles y movimientos de cámaras medidos, con una podredumbre espiritual de los personajes que la componen. En una oportunidad el protagonista Jep le pregunta a una mujer a qué se dedica y ésta le contesta "soy rica". Y esos son los personajes que deambulan por La gran Belleza: esnobs, burgueses pedantes y petulantes posmodernos que se la pasan de fiesta en fiesta. Sería injusto criticar que el director se florea al retratar a estos sujetos desagradables dotándolos de una buena imagen o tratándolos con simpatía, pero a la vez sus andares y sus diálogos huecos y pretensiosos son tan irritantes que es difícil no juzgarlos. Y es que ese es el punto de la película, la vacuidad de esta gente que hace recordar por ejemplo a los personajes que presenta Sofía Coppola en sus propios films (véase Somewhere o Adoro la fama). Se trata de una historia acerca del tedio, y difícilmente pueda evitarse aburrir tratando el aburrimiento mismo. Probablemente sea intencional el hecho de que en la mayoría de las escenas estos personajes merodean por los barrios más pintorescos de Roma pero no por las calles, sino por terrazas, balcones e interiores en casas y departamentos. Y esto en parte demuestra cuán anclada en la realidad está la problemática del protagonista y de quienes lo rodean. La Gran Belleza dejará su impronta no por los diálogos que sostienen los personajes, ni tampoco por la historia en sí misma, sino por la excelente y cálida fotografía y atmósfera en la cual se desenvuelve la fauna protagonista. Si de verdad este film se hiciera con el Oscar a mejor película extranjera (algo que marca tendencia con los premios obtenidos hasta aquí), no debería ser ajeno ese sabor agridulce al ver que La Academia la preponderó por sobre la magnífica La Cacería de Thomas Vinterberg, por ejemplo. Y lo curioso, leyendo criticas y apreciaciones de la película a nivel internacional, es que el enrevesado lenguaje con el que el director se maneja puede tanto repeler como atraer con la misma intensidad.
En las décadas del 50 y 60, en Irlanda, centenares de niñas fueron enviadas a conventos y monasterios para quedar al cuidado de monjas. Muchas veces, esas jóvenes sin padres tenían deslices consecuencia de su falta de educación sexual y volvían al convento embarazadas. Naturalmente semejante comportamiento amoral era duramente castigado por las autoridades del convento, y en ocasiones el castigo era demasiado árduo, ya que privaba a las jóvenes madres de volver a ver a sus hijos luego de que fuera adoptados por familias ambos lados del atlántico. Philomena (Judi Dench en una actuación que le valió una nominación al Oscar como mejor actriz) es una de las madres cuyo hijo ha sido alejado de ella a corta edad. Y esta es la historia de cómo con ayuda de un periodista (Steve Coogan, también guionista del film y también nominado al Oscar por mejor guión adaptado) se dispone a encontrarlo a toda costa. Esta premisa basada en hechos reales, que de entrada parece bastante lúgubre, se encuentra completamente amenizada gracias a una sutil dirección por parte de Stephen Frears (director de Alta Fidelidad y La Reina entre otras) y la composición de dos personajes desarrollados con mucha ternura y compasión. Steve Coogan en su rol de periodista escéptico y superado ateo ofrece la contraparte perfecta de una Judi Dench que se convierte en algo así como la "Doña Rosa" Irlandesa que desde sus primeros parlamentos consigue la empatía del espectador. Philomena resume la verídica historia de una mujer adulta traumada por una crianza y religión que desde pequeña le inculcó una culpa que sigue intacta aun tras sufrir casi media década sin ver a su hijo consecuencia del clero que profesa. Creyente o no, aquel que tenga la oportunidad de ver esta película (una de las 9 nominadas al Oscar como mejor película de este año) disfrutará más allá del humor un mensaje que se puede interpretar como la capacidad de una buena católica de perdonar al prójimo o la traición de una institución religiosa que en cierta época conspiró contra el bienestar de sus propios adeptos por intereses mundanos y para nada espirituales.