Hubo una determinada época en la historia de Hollywood en la cual las secuelas de las comedias exitosas y rendidoras eran planteadas casi como remakes. Copiando la premisa básica los guionistas concebían un guión que mezclaba nuevos gags con los chistes ya probados y utilizados efectivamente en la anterior entrega. Tonto y re tonto 2 pese a estrenarse en el año 2014 sigue esta fórmula a la que nos referimos. Y curiosamente funciona bastante bien. Peter y Bobby Farrelly inauguraron su carrera en la comedia de la mano de Jim Carrey y Jeff Daniels en lo que se convertiría en un clásico de culto en materia de humor negro y absurdo. Hoy, 20 años después los realizadores envían a sus personajes en la misma aventura que los consagró como capos de la comedia hace ya dos décadas. Una buena pregunta es cuán efectivos serán estos dos personajes y sus chistes cuando las comedias han mutado tanto en los últimos años. Y la respuesta más sencilla es que si al ver el film de 1994 su humor nos sigue despertando carcajadas, probablemente la nueva cinta lo logre también. Para ser justos, la efectividad de su comicidad (y estupidez) tiene un promedio distinto a su primera versión. En esta oportunidad las gracias también se suceden una tras otra ininterrumpidamente, pero no todas causan gracia. Ahora bien, a un promedio de 5 chistes por minuto, con que uno solo nos cause gracia ya estamos hablando de un buen número de risas a lo largo de las casi 2 horas de metraje. Sujetada a un aire de nostalgia, al mejor estilo Los tres chiflados, Los hermanos Marx y tantos otros personajes cómicos clásicos, Harry y Lloyd reiteran gags y situaciones fotocopiadas de la primera película. Y como si fuera poco y sin siquiera intentar disimularlo, los créditos finales arrojan imágenes mezcladas de ambos films.
Hace rato que Laika es uno de los estudios de animación más relevantes del mundo, y con Los Boxtrolls no sólo felizmente confirman lo enunciado, sino que además, a modo de agradecimiento a su público (infantil, a veces, pero de numerosos adultos fanáticos de la técnica stop motion también) al concluir la historia se despachan con un divertido “detrás de escena” que recuerda la enorme labor que supone dar vida a estos personajes. El esfuerzo es descomunal, es cierto, pero también lo es el resultado: este tipo de animación tan atípica para los tiempos que corren, donde resulta más práctico utilizar las ventajas del diseño tridimensional, no es sólo una declaración de amor a otras épocas animadas, sino una decisión artística que, cuando no es caprichosa, es capaz de brillar por sobre todas las demás de su mismo género. Coraline, también de este estudio, es uno de los mejores ejemplos de ello, y en menor medida también lo fue Paranorman, aunque es Los Boxtrolls realmente la mejor muestra del amor que los realizadores sienten por esta técnica. Con una estética cuidada y misteriosa, a esta altura ya marca registrada de la productora, los directores Graham Annable y Anthony Stacchi cuentan las aventuras de unos monstruos inofensivos que viven en las alcantarillas de una ciudad llamada Cheesebridge, que se ocultan de los humanos por el temor que sin intención ellos contagian. Entre estos curiosos personajes resalta uno en particular que, pese a que también vive dentro de una caja, no se parece demasiado a los demás: es Huevo, un niño-humano con algún que otro problema de identidad sin resolver. Ante la inminente exterminación de toda su raza, los monstruos se ven obligados a organizarse y hacerle comprender al mundo que no son lo que sus leyendas indican. Es aquí donde comienza una divertida lucha que no comprende únicamente el clásico “bondad vs maldad” sino más bien la problemática moderna, “apertura mental vs prejuicio”. Puede que Los Boxtrolls no sea la mejor película de este tipo (las obras de Henry Sellick, director de la ya mencionada Coraline y Pesadilla Antes de Navidad permanecen en ese podio) pero sin duda una de las más cálidas y visualmente hermosas de los últimos tiempos, y eso ya es de por sí decir mucho
Doce años atrás Richard Linklater se aventuró a iniciar un proyecto que, objetivamente hablando, no sabía si iba a poder concluir. Tanto es así que llegó a pactar con uno de sus protagonistas (Ethan Hawke) que si moría en el transcurso de los doce años que llevó el rodaje, sería el mismo actor quien se haría cargo de concluir la historia con el rol de director. Felizmente esto no sucedió y hoy podemos apreciar uno de los proyectos cinematográficos más ambiciosos de los últimos años. El estreno de Boyhood es y debe ser recibido como todo un acontecimiento. Y no solo por la curiosidad de que haya sido concebido con unos tiempos de rodaje totalmente inusuales, sino por el hecho de que detrás de la anécdota hay un gran director que nos tiene acostumbrados a un tipo de cine que cada vez parece más difícil de encontrar. La filmografía de Linklater avala que cada proyecto que estrena está dotado de una carga emocional única que alcanza cuotas de brillantez y frescura excepcionales. Pocas veces ha existido unanimidad semejante en materia de críticas. Basta mencionar que en la reconocida web www.rottentomatoes.com que promedia críticas positivas y negativas fue de las pocas películas en alcanzar un 100% de aceptación. Que en este momento es en realidad un 99% que suma 203 críticas positivas y tan solo 2 negativas. Épica, íntima y evocativa son solo algunos de los calificativos que uno puede encontrar entre tantas calificaciones que ha recibido el film. Y lo curioso es que si lo abstraemos a cualquier justa sinopsis sobre su argumento, la película es exactamente lo que promete su premisa. Doce años en la vida de un joven con todos los tintes y matices que alguien puede atravesar al crecer. A lo largo de poco más de dos horas y media de metraje, Linklater aborda la evolución del arco dramático de su protagonista capturando en material fílmico el desarrollo y la maduración de un niño completamente corriente. Sin embargo, esto no transforma a su personaje en un ser banal ni ajeno. Por el contrario, su historia con todos sus matices introspectivos y a la vez provistos de la subjetividad critica del mismo director a lo largo de doce años de historia política, social y cultural, se completan como un retrato delicado y cercano. El fenómeno de Boyhood ha conseguido que la película se convierta en obra de culto al poco tiempo de haber sido estrenada. Algo que sin dudas despertará la curiosidad de más de uno preguntándose si verdaderamente es para tanto. Por supuesto solo se podrán sacar la duda viéndola. Nuestro veredicto desde Fuera de Campo es que sin dudas vale la pena.
Debe ser difícil para Denzel Washington negarle su colaboración al director Antoine Fuqua cuando fue gracias a él que en el año 2002 se alzó con el premio de la Academia como mejor actor por su papel en Día de entrenamiento (2001). Y parece que Washington a pesar de su aspecto envejecido, con el tiempo sólo se vuelve más y más rudo. El director de El Rey Arturo, Shooter y Olympus has fallen en esta oportunidad basa su guión en una serie homónima que en el año 1987 ganó un globo de oro gracias a su intérprete principal, el actor y cantante inglés Edward Woodward. La escencia de El Justiciero es que, al igual que Superman, está obsesionado con "hacer el bien". Sencillo y básico como esto suena, dicha premisa sirve para sostener un film que parece proponerse entretener al público a toda costa. Y con varios argumentos lo consigue. La dicotomía entre el bien y el mal y entre los buenos y los malos está plenamente marcada por héroes y villanos que no dan lugar a ninguna duda sobre sus intenciones. En todo momento sabemos quién queremos que triunfe y quien debe ser castigado por sus fechorías. El resto es todo cuestión de tiempo. No hace falta ni haber visto el trailer para saber que a fin de cuentas el protagonista salvará a todos aplicando la sed de justicia que lo ciega durante las más de dos horas de metraje. Lo que los guionistas llaman "el camino del héroe" se encuentra aquí presente con su más absoluta simpleza. Durante más de 100 años de Hollywood, la industria cinematográfica ya ha dado la vuelta completa. Las formulas narrativas que los guionistas plasman en sus historias se suceden cada vez más parecidas entre sí. Inclusive las vanguardias parecen aburrir cuando se proponen realizar alguna suerte de cambio sustancial. Los tanques o blockbusters llenan las salas de pochoclo y espectadores que cada vez parecemos exigentes. Pero lo curioso es que a pesar de todo eso a veces simplemente hay que admitir que ciertas formulas cuando están acompañadas de una buena dirección, interpretaciones a la altura de las exigencias del guión y pretensiones claras que solo intentan entretener y no innovar, funcionan.
Hubo una época en la que el logo de la Universal al comienzo de un film ligado al nombre de uno de sus grandes monstruos (llámese Dracula, Frankenstain o El hombre lobo entre muchos otros) era un sello de confianza. Inclusive la Hammer allá por la década del 60 y 70 supo entregar interesantes y frescas readaptaciones de estos clásicos de la mano de Christopher Lee como el temible Conde Dracula y el eterno Peter Crushing como su archi-némesis el Dr. Van Helsing. Pero en el siglo XXI y varias adaptaciones después (lo admitimos, no todas fueros buenas, ni siquiera en ese revivir de la Hammer de los monstruos clásicos) a los guionistas parece costarle cada vez más entregar un producto satisfactorio con el Conde Dracula como protagonista. Aunque en este caso sería más justo referirse a él como Vlad Tepes (el empalador) ya que la historia supone contar sus orígenes de cómo éste se convirtió en el chupasangre más famoso de la literatura fantástica y el cine. Dicho esto, en su primera película, el novato director Gary Shore orienta su historia hacia el retrato de un Vlad Tepes ennoblecido que se esfuerza mucho en ser un héroe lejos de un demonio. Pero en el fondo, del mismo modo que si vemos una película de Jesucristo sabemos que al final termina crucificado, aquí comprendemos que su destino es convertirse en el vil chupasangre que todos conocemos. El problema es que el acercamiento del guión apenas se inclina por recrear el presuntamente perturbado perfil psicológico de un príncipe que en el afán de salvar a su pueblo y familia debe convertirse en un monstruo. En el camino, por supuesto, abundan las escenas de acción con efectos especiales (que de especiales poco tienen ya que todo parece disimulado por el ya a esta altura trillado recurso de la cámara en mano) y batallas épicas repletas de soldaditos mal rendereados en 3D. Si analizamos el título del film resulta curioso que al "Dracula" le siga un "La leyenda jamás contada". Basta con entrar a IMDB y advertir que existen más de 400 títulos que involucran de manera directa al personaje, comenzando por la mítica Nosferatu (1921) de F.W. Murnau. ¿Cuánto nuevo puede haber en esta adaptación? No mucho realmente.
La nueva película dirigida por Michael Bay... Eh, perdón... Dirigida por Jonathan Liebesman, se trata sobre unos monstruos ninjas que pelean contra un Transformer samurai que lanza cuchillos. Y según dicen está basada en un comic nacido en los años ochentas llamado Teenage Mutant Ninja Turtles. Fiel al estilo de Michael Bay, durante toda la película la cámara persigue a los personajes como si le costara encuadrarlos por la velocidad a la que se desarrolla la acción, algo que vuelve muy confuso la comprensión de ciertas secuencias que pese a su espectacularidad nos hace sentir que nos estamos perdiendo de mucho. Y lo curioso es que contrario a otros films de bajo presupuesto, el director no decide utilizar este recurso para disimular efectos especiales de mala calidad, sino que simplemente es una mala decisión estética. Aunque si nos ponemos exigentes a decir verdad estamos acostumbrados a ver personajes con un nivel de detalle mejor que este. Quizás las tortugas, sin entrar en la discusión sobre si su nuevo diseño es mejor o peor, no sean el punto más flojo de los FX, ver a la rata mutante de Splinter en los planos más cercanos hace pensar que a los renderistas 3D les faltaron varias horas de retoque. Y hablando de malos renders, el personaje de April O`Neil está interpretado por una señorita muy parecida a Megan Fox pero con muchas menos expresiones faciales. Probablemente consecuencia de un botox en los labios que le impide gesticular más de un reducido número de muecas por película. El reparto se completa con un un William Fichtner desprovisto de carisma y encargado de explicitar a la audiencia todo lo que está sucediendo para que nadie se desoriente al distinguir quién es el malo y quién es el bueno. No importa por qué, solo importa que los podamos diferenciar. Y por último, Will Arnett es el encargado de encarnar todo ese machismo latente infaltable en las películas de Michael Bay... Perdón, en la película dirigida por Jonathan Liebesman. La propuesta en índices generales se encuentra limitada por su poca ambición y padece ciertos vacíos de guión, falta de ritmo y mal timing para los chistes. Justificar si se parece o no a los personajes de los comics o inclusive compararla con las anteriores adaptaciones cinematográficas no tiene sentido ya que lo frustrante aquí es que falla como el producto que es. Si las exigencias son pocas, la expectativa no es muy elevada y la liviandad de consumir un producto insulso y masticado no molesta al espectador, entonces aun hay chances de que se pueda disfrutar de la más reciente adaptación de las tortugas adolescentes mutantes ninja.
Esa política de estado autoritarita y belicosa de herencia prusiana conocida como Nazismo fue la causante de uno de los exterminios más recordados de la historia de la humanidad. El régimen liderado por Adolf Hitler fue una completa oposición al racionalismo y la democracia en donde distintos profesionales, teóricos y planificadores como Haushofer, Schacht y Speer colaboraron con una labor fundamental para sostener su teoría de la existencia de una raza superior física, cultural y moralmente. Lore, la protagonista de esta historia, es la consecuencia natural de tal sistema, y esta es su historia. Normalmente los relatos referidos a la caída del nazismo suelen girar en torno a los campos de concentración, las grandes batallas, el avance norteamericano en Alemania, los juicios posteriores a la guerra o inclusive la división territorial posterior al conflicto. En la mayoría de los casos, se trata de grandes historias representativas de un período que mucha letra ha dado para las distintas manifestaciones artísticas, ya sea cine, teatro, literatura u otro. Pero en este caso la magnitud de la historia es mucho menor, aunque no por ello menos interesante. La directora de origen australiano Cate Shortland parece interesarse más en la intimidad de sus personajes que en el conflicto en sí mismo. Tanto en Hannelore como en sus 4 hermanos, Liesel, el recién nacido Peter y los gemelos Gunter y Jurgen. Para ello confía en las inmensas capacidades interpretativas que sus jóvenes actores tienen para ofrecerle. El viaje de Lore se desarrolla a través de una Alemania acechada por el hambre, la desesperación y un perentorio sentimiento de derrota tanto para los detractores del nazismo como para sus más fieles seguidores. Los minutos pasan a un ritmo desigual y un tanto tedioso que va descubriendo la naturaleza de sus protagonistas. Sus sentimientos y sus incipientes valores se verán surtidos al descubrir que quizás aquellos baluartes que sus padres inculcaron en ellos no son lo que cualquiera entendería como moralmente correctos. Y además todo se potenciará luego de conocer a Thomas, un sobreviviente de los campos de concentración. Lore es un relato íntimo contado en el contexto de una puesta visual casi de ensueño (o bien de pesadilla) en la que se desnudarán con crudeza sentimientos de desazón, pudor, anhelo y empatía.
La mejor oferta es la más reciente producción del director de Cinema Paradiso, Guiseppe Tornatore, ese realizador de películas amables, nostálgicas y a veces demasiado sensibleras como Malena y La leyenda del pianista en el oceano (The Legend of 1900). Pero en esta oportunidad Guiseppe deja un poco de lado su costado más pesaroso para sumergirse en un tono de suspenso y thriller con resonancias (en un principio) cuasi Hitchcockianas. Geoffrey Rush es Virgin Oldman, un misántropo subastador de obras de arte que ha dedicado su vida entera a tasar, comprar y vender desde cuadros hasta esculturas y muebles. En el deliberado ejercicio de vivir a través de su profesión, Virgil se ha convertido en un sujeto bastante desagradable y desinteresado con casi ninguna aptitud social. Pero un buen día conoce a Claire. Y la conoce de un modo muy particular. Claire lo contrata para que tase prácticamente todo aquello que posee en su mansión. Y si consideramos que tasar obras es el trabajo de Virgil en realidad que se cruce con una clienta que requiere de sus servicios no debería ser para nada particular. Pero lo que sí resulta curioso es que en realidad nunca se "cruzan" propiamente. Al menos no en persona. Luego de varias visitas a la casa y otros tantos llamados telefónicos, Virgil advierte que Claire, por algún motivo, lo está evitando. Y la razón es que ella sufre una agorafobia que la lleva a esconderse entre las paredes y cuartos secretos de su hogar, lo cual capta la atención de Virgil que por su parte es un extraño sujeto que a su modo también vive aislado del mundo, literalmente suprimiendo todo contacto táctil con su entorno a través de una inmensa colección de coquetos guantes y largos trajes. Y hasta aquí los ecos Hitchcockianos que pueden llegar a compararse (con todo respeto y salvando las vastas distancias) con Vertigo. Luego de jugar al misterio de la ocultación, aquello que podría haber sido quizás el punto más fuerte del film, Tornatore decide desnudar (en muchos sentidos) a la agorafóbica Claire. El subterfugio de no mostrar al personaje se termina convirtiendo en una debilidad del guión que logra inclusive desde el trailer adelantar que este recurso no es más que una trampa para mantener al espectador en vilo hasta el punto en que la historia de un necesario giro hacia lo predecible. Y a partir de ahí todo se vuelve un poco más rudimentario avanzando como una pieza más del artilugio que ingenia el director con su ya no tan original guión. "Siempre hay algo auténtico en todo plagio", ese es el lema de Virgil Oldman. Y cuando todo en esta película de principio a fin nos resulta tan pero tan conocido, resta evaluar si la frase es irónicamente autorreferencial para con la misma cinta. Y en tal caso, ¿qué es lo auténtico u original que tiene Guissepe Tornatore para ofrecernos en su historia?
En la década del 50, el cine de ciencia ficción en su primera ola invadió las salas con historias que reflejaban algunos de los temores de la humanidad. O al menos los de los guinistas de Hollywood que empezaron a escribir sobre invasiones extraterrestres, viajes interestelares y avistamiento de OVNIS. Unos años más tarde, el sci-fi comenzó a evolucionar y dirigirse hacia senderos más profundos con planteamientos filosóficos como el de Odisea al espacio de Stanley Kubrick o Solaris de Andrei Tarkovski. La tecnología ayudó a que estas historias se volvieran cada vez más palpables e creíbles para el espectador, y en el camino hasta la actualidad hubo varias producciones que además de funcionar dentro del género invitaban a preguntarnos cuánto de lo que vimos realmente podría llegar a suceder fuera de la pantalla. Nada de todo esto sucederá con Transcendence. Ni hoy ni en un futuro cercano ni lejano. Sería injusto afirmar que los espectadores vamos al cine o vemos una película sci-fi con la intensión de que nos vislumbren con futurología tecnológica o siquiera con pretensiones filosóficas al respecto de nuestro porvenir, nuestra actualidad o nuestro pasado. A veces uno simplemente ve una película con la idea de entretenerse. Y tampoco Transcendence es una buena opción para eso. El director Wally Pfister apadrinado por Cristophen Nolan que aquí obra de productor, debuta detrás de cámara a cargo de un proyecto que parte de un guión y una premisa que prometen un debate ético sobre los límites de la ciencia y la tecnología. Así se presentará al gurú digital de turno, un Johnny Depp en un papel de nerd con credenciales que se convertirá en una suerte de HAL que intentará salvar a la humanidad de sí misma. "Trascender" significa que esta supercomputadora dotada de una inteligencia artificial superlativa cura a los humanos con cualquier tipo de discapacidad con ayuda de nanotecnología (en una clara misconcepción de lo que es la nanotecnología) pero a la vez les quita parte de su humanidad convirtiéndolos en esclavos a la merced de su arbitrio. A veces cuando la historia falla, las actuaciones no están a la altura y la película parece perder interés a cada paso que da, el espectador tiene el consuelo de dedicarse a disfrutar de los esplendores visuales que la tecnología del CGI, la fotografía y el diseño de producción en general proponen. Resulta sorprendente que viniendo del director de fotografía de Christopher Nolan, la propuesta visual sea tan chata y aburrida. El guión de Jack Paglem pierde completamente su rumbo traicionando la identidad de los personajes que ha presentado y mostrando contradicciones que sugieren que la película se escribió de a partes en la modalidad "cadáver exquisito" en donde el guionista de la segunda parte no leyó la primera ni el del tercer acto leyó el segundo acto. Y así un intento de planteo ético sobre la computación y las ciencias aplicadas se dirige a la deriva con un final que roza el absurdo y deja al espectador con más dudas que certezas. Pero no sobre los planteos de la historia, sino sobre la historia en sí.
Como toda segunda parte motivada por el éxito de la primera entrega, Cómo entrenar a tu dragón 2 se gana el beneficio de la duda de entrada. En la primera oportunidad el film de Dean DeBlois (cuyo único antecedente como director era Lilo & Stitch) sorprendió gratamente a aquellos que pensaban que se trataba de otra película de Dreamworks con animalitos simpáticos que haciendo morisquetas y gracias se volvían queribles sobre la base de una historia tópica. Por fortuna ese estereotipado prejuicio falló una vez más para mostrarnos lo opuesto. Aunque aquí esté explotada al máximo la cuestión de personajitos tiernos que con poco se ganan el inmediato afecto del público, nuevamente con la ayuda de un guión sencillo pero efectivo, el mismo equipo del primer film concreta aquello que para tantos resulta tan difícil, una secuela a la altura. En esta oportunidad, Hipo (con la voz, los rasgos y la gesticulación prestada de Jay Baruchel) ya es un adolescente rebelde que sigue desobedeciendo a su padre pese a tener el gran mérito de haber unido a su pueblo con los dragones. Ahora el problema es que existe un tal Drago (Djimon Hounsou, también conocido como "El morocho amigo de Maximus en Gladiador") que amenaza con traer la guerra a sus tierras. Pero Hipo en su modalidad más hippie intentará propagar su mensaje de paz y amor entre dragones y vikingos. Por suerte para el espectador, no así para el protagonista, la película hace gala de batallas y secuencias muy espectaculares que dejará boquiabiertos a grande y chicos. Y conforme pasan los minutos, poco importa si podemos prever a pequeña o mayor escala el rumbo de la historia, porque en el proceso todos los personajes, desde los más pequeños hasta los más trascendentes, dejan un sabor muy grato en el paladar de niños y adultos que se pueden repartir cada uno distintos motivos para apreciar la película y a la vez compartir varios otros.