Filmado en el pueblo Nación Ranquel, con los chicos que pertenecen a esta comunidad indígena y cuya historia posee una relevancia singular: pobladores de ciudades vecinas se mudaron a un campamento de 24 casas que le otorgó el gobierno municipal. La película, centrándose en el protagónico de Uriel, un niño de 11 años que experimenta el rito de pasaje que consiste en la caza de un puma escondido en los médanos. El director mezcla su labor de historiador con su función como realizador, potenciando la estructura narrativa como elemento documentalista. Ezequiel Yanco investigó en La Pampa y la conquista del desierto, y su labor se rastrea en una obra literaria emblemática como “La excursión a los indios ranqueles”, de Lucio V. Mansilla. Este híbrido de ficción y documental se propone, con acierto, investigar con la cámara el territorio que explora. Allí, la elección de un lugar escenográfico se adivina como un descubrimiento. Escondites de animales salvajes y casas de cemento en el medio del desierto ofrecen una mirada que contrasta lo moderno con lo tradicional. “La Vida en Común” confunde la ficción con la realidad, recurre al uso de actores no profesionales y elogia, poéticamente, la construcción histórica. Su noble naturalidad resulta absolutamente meritoria.
Volvió Woody Allen a la ciudad que tanto ama. Este nativo neoyorquino, nacido un 1 de diciembre de 1935, supo transmitir al celuloide la esencia de Manhattan como nadie. Ni siquiera Spike Lee. Desde “Annie Hall” (1977) a “Un Día Lluvioso en New York”, el cine de este inagotable realizador destila un imperecedero amor por la ciudad que nunca duerme. Una mística sin igual que cobra vida en el celuloide, como una eterna carta de amor a la ciudad que lo vio triunfar. Woody lo sabe: los fantasmas existen en New York, y son encantadores. Sin embargo, a esta película le precede un rosario de situaciones infructuosas, en absoluto alicientes. Su rodaje finalizó hace dos años, al tiempo que una serie de problemas legales, escándalos y acusaciones -que son de público conocimiento y sobre los que no vale la pena profundizar- hicieron poner en suspenso, no sólo el estreno de esta película, sino la continuidad de la carrera cinematográfica de unos de uno de los directores más importantes de la cinematografía mundial. Desde hace más de 40 años, atravesados por la brillantez de una prolífica trayectoria, Allen había mantenido la grata costumbre de estrenar, al menos, una película por año. Rodando rápido y a bajos costos, se permitía semejante gusto personal. A veces actuando, otras veces no, pero siempre en su rol de guionista y director de sus propias historias. Este singular emblema del cine de autor, dueño de un estilo cinematográfico único e imitable, alabado por su legión de fans y cuyas obras poseen un plus atractivo desde sus clásicos títulos iniciales, vio su racha tristemente interrumpida cuando, ante el escándalo perpetrado por los tumultos judiciales citados, llevará a que Amazon rompiera el contrato vigente con el director para producir sus próximas cinco películas, de la cual la presente era la primera de ellas. A dicho alboroto se le sumó la reprobatoria que sufriera el propio cineasta por varios de los integrantes del elenco (el conflicto inundó los tabloides durante la pasada ceremonia de premios), con lo cual el proyecto quedó en una peligrosa nebulosa. Woody, lejos de dar el brazo a torcer, inició acciones legales y finalmente consiguió contar con la película y los derechos de ésta en su poder y conseguir fechas de estreno en algunos cines alrededor del mundo. Sin embargo, aún no se prevé su proyección en Estados Unidos. A través de una historia de amor y desamor, de encuentros y desencuentros que vivencia una pareja de adolescentes a lo largo de un fin de semana en la bulliciosa New York, Woody Allen nos convida de su fino paladar cinematográfico. Puede que la historia de “Un día lluvioso en New York” no sea de lo más atractiva ni lo más original en la carrera del cineasta, pero no por ello dejará de fascinarnos. Entregándose a la aventura de los seductores mundos de ficción tramados por este eterno explorador del alma humana, el cinéfilo más nostálgico se verá cautivado por citas cinematográficas deliciosas. Allen nos inunda del mundo artístico que vibra en las calles neoyorkinas, haciéndonos visitar museos y galerías de arte como inmejorable escaparate en una tarde de lluvia, seduciéndonos con sus clásicas melodías que suenan exquisitas en los majestuosos pianos que engalanan bares nocturnos o decoran los salones de las residencias aristocráticas. Como un artista que dibuja sobre un lienzo finas pinceladas, Allen nos hipnotiza trazando sobre nosotros un mapa imprescindible de la cosmopolita y vertiginosa ciudad de New York. Atiborrada de vehículos y transeúntes, ataviada por la magia de sus bares y hoteles, el autor nos convida de la impronta de sus calles y su gente, sin convertir a la propuesta en un city tour de lo más banal. En absoluto, la travesía se propone deliciosa. El creador de “Días de Radio” nos revela una urbe rebosante de cultura y habitada por personajes de lo más variopintos. Luego de su periplo europeo, a lo largo de la última década y conformando una saga qué lo hizo visitar las principales ciudades del viejo continente -como Barcelona, París, Londres y Roma-, el inclaudicable Woody retornó hace un par de años a su mejor forma fílmica rodando en suelo americano, y aquí pretende continuar dicha senda. Inclusive sin la perspicacia y la sagacidad de obras mayores, este film de Woody Allen resulta un digno ejemplar dentro de su vasta filmografía. Una precisa pesquisa sobre la crisis existencial de dos jóvenes quienes, entre despertar sexual, anhelos de prosperidad profesional, citas literarias y reflexiones filosóficas, se abren a un mundo de incontengencias y desafíos; al tiempo que persiguen sus sueños y anhelan encontrar su vocación y rumbo personal. No obstante, no lograrán encontrarse el uno con el otro. Al menú pergeñado no le faltarán los típicos bocadillos judíos y algún que otro chiste de mal gusto (rozando la superficialidad de un humor negro que cuadraría mejor en un film de Adam Sandler), no obstante se trata de un film que ofrece cuotas de profundidad y un amplio espectro de análisis acerca de la imperfecta naturaleza humana. Allí hace su aparición la punzante mirada del autor, satirizando los vicios y las apariencias sociales, con intención de desnudar disfuncionalidades familiares con su habitual sarcástica mirada. Aspecto que disimula ciertas falencias de la trama al a no otorgar el peso dramático específico a conflictivos vínculos humanos aledaños al protagónico compartido que plantea y que resuelve (por momentos) con llamativa simplicidad y liviandad. Sin embargo, la vertiente social más comprometida del autor, se deja ver a través de una serie de líneas puestas con inmejorable timing, deslizando síntomas de una debacle económica dictada por las laxas modas de nuestra era moderna, prefigurando el alma de un lugar cuya esencia ya no es lo que supo ser. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Allen nos interpela y responde con más de una alegoría: estrellas del cine de antaño hacen su aparición gracias a la profundidad de campo: Cary Grant y compañía parecieran observar desde las alturas una fiesta de lo más absurda y frívola. La cinefilia podría ser el antídoto perfecto del director, cuando todo alrededor parece desvanecerse. Acaso un escondite inmejorable, en tiempos de naufragio intelectual.Allí estarán las citas al cine clásico, que el entendido en la materia disfrutara: Renoir, De Sica, Kurosawa. Cineastas que Woody Allen homenajea y admira; monumentos del propio Olimpo del que forma parte este diminuto neoyorkino. Inquieto, como de costumbre, las citas literarias, oportunas y reflexivas no eximen a la risa de la reflexión, mientras las clásicas melodías de jazz denotan el buen paladar musical que ‘la gran manzana’ respira. Aquí, la película encuentra su momento de mayor resplandor, y el vuelo metafórico (paradójicamente) traza una analogía entre estos seres de corazones heridos, emociones palpitantes y almas apesadumbradas con la lluvia gris que tiñe las calles de una nostálgica New York, esa que recuerda con imperecedera magia a las instantáneas logradas por Allen en “Manhattan” (1979), “Historias de New York” (1989) y “Misterioso Asesinato en Manhattan” (1993). La sensibilidad del autor para trazar relaciones humanas resquebrajadas y abismales vacíos existenciales se muestra efectiva al examinar, con frescura y certera lógica, la prisa por madurar que experimenta su joven pareja protagonista. En la figura del joven Timothee Chalamet (su talento ya no sorprende, lo vimos brillar en “Beautiful Boy” y “Llámame por tu nombre”) se resumen las neurosis, las obsesiones y las ansiedades que, alguna vez, un joven Woody Allen interpretara el mismo en pantalla. El joven llamado GatsbyWelles es el enésimo homenaje intertextual a su erudición literaria y la confirmación de que los films de Allen provocan nuestro conocimiento a cada tramo del metraje. Un inconfundible guiño que celebra al enorme Orson, cruzándolo con el aristocrático protagonista creado por Scott Fitzgerald. Se trata de un joven que reniega de su estatus social, que ama cada rincón de New York y que posee una avidez y una curiosidad artística que lo convierte en un ser sumamente sensible y estimulado intelectualmente. A medida que el personaje de Chalamet busca encontrar el rumbo en su vida (¿afortunado en el juego, desafortunado en el amor?) vivirá un auténtico tour de forcé existencial: descubrirá su verdadera vocación, se reencontrará con viejos idilios y correrá el velo a las fantasías fraguadas sobre su compañera de estudio, cual cupido doliente. Dispuestos a una travesía por Manhattan que nunca llega a materializarse, otros planes se entrometen en esta precipitada jornada que viven los jóvenes en la febril metrópoli. Con carisma y una melancolía que puede palparse, el novel intérprete compone a un personaje que nos enternece por completo. Su compañera de estudios se ve reflejada, con indudable magnetismo, gracias a una acertada Elle Fanning. Esta rubia superficial e impostada, atolondrada sexualmente, nada inocente y deslumbrada en demasía por las luminarias de las grandes estrellas del cine (más que por el encanto de la gran ciudad que la cobija) prefiere la pose, la apariencia y el golpe de suerte que le brinda la inesperada seducción de un galán de la gran pantalla a los planes románticos le propone su atribulada y ocasional pareja. Las pruebas (entre varios desencuentros y desafíos intelectuales no compartidos) dictaminan que no son, precisamente, dos a quererse. Dentro de la exquisita galería de personajes que suele regalarnos Woody Allen,van desfilando, a lo largo del relato, una serie de figuras que se intercalan protagonismo, con mayor o menor suerte: la pretendiente de la adolescencia convertida en seductora mujer –bonita, ignorada y despechada, provee líneas de diálogo filosas-encarnada por el ícono del pop latino Selena Gómez; un obsesivo director en extremo perfeccionista, neurótico y ensimismado como el que interpreta Liev Schreiber; un levemente desdibujado Jude Law haciendo las veces de un talentoso guionista cinematográfico convertido en esposo engañado y un irresistible y engreído -en símiles dosis- galán latino prefigurando el estereotipo que cobra vida en la piel del mexicano Diego Luna. Con más logros que desatinos, “Un día lluvioso en New York” nos regala la vigencia de un director qué sabe reinventarse con el paso de los años y continúa inspeccionando la, a menudo laberíntica, psiquis humana. En este caso, desentrañando anhelos típicos de juventud y posibilitando postergados encuentros amorosos como pasaporte a un amplio abanico de conductas sociales. Desnudando mezquinas competiciones de clase -anteponiendo férreos códigos referentes a la idiosincrasia citadina versus la parsimonia y la monotonía pueblerina-, nos provee una mirada sobre las miseras del mundillo cinematográfico, pesquisa similar que afrontara en su anterior y efectiva “Café Society” (2016). Inclusive sin el brillo de otros tiempos, Allen posee una enorme habilidad para mostrarnos las mezquindades que abundan en la fábrica de sueños en celuloide, también el sensacionalismo de cierto sector de la prensa a la búsqueda de una ‘primicia’-como en “Scoop”, 2006-. No teme ridiculizar a directores estrellas colocados al borde del colapso nervioso, tampoco en endiosara galanes engreídos para luego ponerlos en aprietos. A fin de cuentas, el negocio ofrece sus cinco minutos de fama a costa de ceder la propia honestidad intelectual. Esa a la que el viejo Woody no ha renunciado, inquebrantable en poder, finalmente, estrenar su postergada ‘película maldita’.
Es válido señalar que la crítica de cine acerca el film a lo literario para establecer valores, mientras la dimensión temporal del cine incorpora a éste la función de la narración; no obstante en el séptimo arte siempre prima por encima de todo el trabajo del realizador, es decir, la imagen. El cine es concebido, primordialmente, como representación de realidad producto de contar fielmente acontecimientos, de la misma forma que, a través de la palabra, la literatura recrea ambientes y sigue cierto hilo temporal de acciones. Entonces, podemos afirmar, que el cine independiza a la literatura de éste al describir el mundo. Desde ya, este factor no resulta una novedad; antiguos realizadores (y desde los comienzos del cine mismo) utilizaban obras literarias para desarrollar films, como una gran bolsa de historias de la que se nutrían estética y narrativamente. En mención a lo expuesto, podemos establecer que el imaginario personal de cada lector provocado por el texto original (literario o teatral) dejará la adaptación de la historia sujeta a la mayor de las subjetividades, más allá de la fidelidad o no con que se retrate la obra respecto de su original. El cine fija el tiempo, la huella es la imagen del acontecimiento y en el libro los acontecimientos son la palabra del autor. En este caso, Stephen King, nada menos, consagrado maestro de la literatura de horror. Ante lo cual, cabe preguntarnos: ¿cuánto debe el cine a Stephen King? ¿cuánto debe éste al cine? El cine le adeuda incontables cantidades de historias que han sido adaptadas y aprovechadas por el género de terror y el suspenso psicológico, nutriéndose de estas a lo largo de los años. No obstante, el mismo King, uno de los más grandes autores contemporáneos, reconocido y valorado mucho antes de que sus obras llegaran a la gran pantalla, agradece al cine, sin dudas, parte de su trascendencia y perdurabilidad. “Christine” (1983), “Cuenta Conmigo” (1986), “Misery” (1990), “Sueños de Libertad” (1994), “Milagros Inesperados” (1999) y “La Niebla” (2009) fueron grandes películas y ejemplos válidos para corroborar esta tendencia de saber aprovechar el rico material literario de King, en manos de directores como Rob Reiner, Frank Darabont y John Carpenter. Sin embargo, su obra más paradgmática cobró forma cinematográfica en 1980, cuando el emérito Stanley Kubrick estrenara la exitosa novela “El Resplandor”. Kubrick poseía la visión de un cineasta consumado y la habilidad de un autor consecuente con su obra, capaz de condensar en esta adaptación la esencia filosófica del genio literario, plasmando su propia visión del mundo y sus inquietudes. De un grado de perfeccionismo y obsesión tan propias de un adelantado, el cineasta neoyorkino plasmó en la retina de sus espectadores sus miedos e inseguridades más intrínsecas, como un reflejo del mal que la cámara observa, impulsada a un vacío insondable. A pesar de semejante logro, King quedó visiblemente descontento con la adaptación, excusándose en que Kubrick ‘no supo interpretarlo correctamente’. Diatribas aparte, de igual manera a como el autor revolucionara el terreno de la ciencia ficción con “2001, una Odisea del Espacio” (1969), el cine de terror de los ’80 marcaría un antes y un después luego de estrenada esta obra. “El Resplandor” nos transmite, de modo perturbador, la esquizofrenia que reviste una historia inquietante y angustiosa. El poder de la imagen cinematográfica llevada a su máxima expresión. Casi cuarenta años después, el mito cinematográfico cobra vida ante nuestros ojos, trayendo de regreso una de las historias más escalofriantes que el celuloide se haya animado a contar. Con resultados mixtos, la polémica está servida a la hora de desmenuzar virtudes y carencias de la ambiciosa secuela rodada por Mike Flanagan. Durante el visionado de la flamante “Doctor Sueño”, podemos sentirnos profundamente atrapados o llanamente estafados en nuestra buena fé, en igual proporciones. Estamos ante una película repleta de ambigüedades y extrañezas. Podemos ‘comprar’ su verosímil o no. Pero King es así y “Doctor Sueño” porta el ADN de su huella autoral. Tómalo o déjalo. El autor nativo de Portland (Maine) quedó notoriamente descontento con la adaptación que Stanley Kubrick realizará para la citada obra maestra del terror, estrenada en 1980 bajo el nombre de “El Resplandor” (la novela data de 1977), es por ello que “Doctor Sueño” -adaptación de la homónima novela que el propio King publicará en el año 2013 como secuela a The Shining- pretenda cerrar un círculo histórico, ciñiéndose a preceptos estéticos más respetados y fidedignos al plano literario. Saldando deudas con su antecesora película (a los ojos de King), la adaptación que Mike Flanagan hace de la secuela consigue satisfacer al experto escritor de novelas de terror, haciendo las paces con el legado cinematográfico de míticas dimensiones. El talentoso creador de “Carrie” sentía que Kubrick no había hecho justicia con su original mirada literaria y, a estas alturas del análisis, el juicio crítico debería cuestionar si, más allá de la fidelidad al espíritu original de la obra, la secuela tiene –o no- razón de ser en lo estrictamente cinematográfico. La trama principal sobre la que se basara la inicial “El Resplandor” regresa al presente film a modo de flashback, pretendiendo ordenar las enigmáticas piezas que conforman este puzzle psicológico que retoma variantes de la historia original, a modo de estudio sobre una raza de seres cuyas mentes lucen tan perturbadas como dotadas con ciertos dones telepáticos y telequinésicos. Colocando sobre la traumada psiquis de Danny (un cuarentón rehabilitado que a echado a perder su vida, en la piel de Ewan McGregor) el peso dramático de la obra, sobre sus poderes y tormentos psíquicos órbita la curiosa galería de fantasmales personajes que forman parte del relato (y de su propia conciencia, desde su en absoluta tierna niñez). El relato se verá surcado (de modo fluctuante, en mayor o menor medida irrisorio) por la intrigante pequeña afroamericana Abra, perseguida por la bella y malvada Rosie (Rebecca Ferguson), al comando de un culto satánico del que forma parte desde tiempos ancestrales. El séquito la acompaña a cometer horrendos crímenes y su accionar sustenta el devenir de la trama, alrededor de una serie de desapariciones (secuestros) de niños en distintos puntos geográficos de la costa este americana. Mediante una utilización de la elipsis temporal por momentos fallida (aspecto que diluye ciertas líneas narrativas sugeridas y resta homogeneidad al relato), por momentos la propuesta se debilita en las desmedidas mixturas genéricas que aborda; no obstante resultan subyugantes las escenas rodadas dentro del recordado y espeluznante Hotel Overlook. Majestuosidad visual en estado puro y elevadas cuotas de nostalgia para el cinéfilo más avezado, otorgan a la última media hora de metraje un plus cualitativo. La película es inobjetable desde lo visual: un portento estético qué va ganando en grandilocuencia y exuberancia a medida que avanza el film, valiéndose de un osado uso de planos, fotografía y movimientos de cámara por medio de los cuales el director nos sumerge en los ominosos climas que dominan el devenir de la trama. Por supuesto, la reconocible música incidental que remite a la tenebrosa versión original será un más que especial aditamento. Bajo este contexto, “Doctor Sueño” nos inunda de guiños cinéfilos que se asemejan a un viaje en el tiempo. Por momentos, su arquitectura visual (por ejemplo, los recursos de transición elegidos sumado a una serie de decisiones estéticas la convierten en deudora absoluta) se espeja con “El Resplandor” con una simetría poderosa. Aún sin total uniformidad narrativa -irregular, y creciendo con el correr de los minutos-, inclusive llevándonos por terrenos bajo los cuales el verosímil sobre el que sostiene la trama comienza a flaquear, poniendo en duda las bases narrativas de la historia. Sin escatimar ambición, estamos ante un ejemplar del género de terror que supera la mediocridad que –medianamente- suele abordar en abundancia el cine de Hollywood. A estos fines, Flanagan sabe interpretar correctamente los designios narrativos -aún rozando sus habituales excesos- y los siniestros mundos imaginados por Stephen King, sin apartarse de una estética que remite a la parafernalia visual que convirtiera al film de Kubrick en un ejemplar de culto. No sin cierta nostalgia, el cinéfilo memorioso recordará a los históricos personajes interpretados por Jack Nicholson (Jack Torrance), Shelley Duvall (la madre de Danny) y Scatman Crothers (Halloraan), recreados aquí bajo actores con un notable parecido físico, pero cuya inclusión dentro del relato no pretende ser un capricho en sí (ni un anecdotario homenaje), sino que posee suficiente injerencia dentro de la laberíntica historia que ante nosotros se nos devela, mutando del suspenso psicológico con tintes sobrenaturales hacia el terror fantástico y de allí al cine más reconocible de vampiros inmortales al paso del tiempo. Este talentoso director estadounidense aporta su experiencia al comando de una historia made in Stephen King, luego de su exitosa transposición a la pantalla grande de “El juego de Gerald” (interpretada por Bruce Greenwood y Carla Gugino) y llevado a la pantalla grande en el año 2017. Convertido en una joven promesa de culto del cine de terror, el director de las logradas “El Origen del Mal” (2016) y “Antes de Despertar” (2017) acomete el enorme desafío de inmiscuirse en los oscuros laberintos de esta mítica y terrorífica historia, respetando la vigente mirada sobrenatural del canon literario patentado por un especialista en la materia, al tiempo que honrando la visionaria arquitectura cinematográfica de una de las gemas del cine de terror más resplandecientes de todos los tiempos. Shine on you, crazy diamond…
La exitosa franquicia ‘Terminator’ regresa a la gran pantalla luego de 4 años de ausencia, recreando el eterno retorno de una historia que se niega a quedar en el pasado. La sexta entrega de la famosa saga continúa su incursión, con suerte dispar, luego de “Génesis” -estrenada en 2015- y sucediendo a “Terminator” (1984), Terminator II: El juicio final” (1991), “Terminator III: la rebelión de las máquinas” (2003) y “Salvación” (2009). Esta famosa historia de ciencia ficción, basada en la historia “Soldado”, autoría de Harlan Ellison (prolífico autor de novelas cortas y fantásticas), representó un hito para el género. A mediados de los años 80, fue producida y dirigida cinematográficamente por un pionero del cine de ciencia ficción como James Cameron. La película no tardó en convertirse en un objeto de culto para los jóvenes fans que recibieron a la, por entonces, novedosa propuesta que convirtiera Arnold Schwarzenegger en una cabal figura del cine de acción moderno. La novedad convirtió a “Terminator” en una auténtica adelantada en términos de implementación de efectos visuales y sonoros coronando a aquellas dos primeras películas como imprescindibles neoclásicos de Hollywood. Luego de agotar, hasta el extremo, las posibilidades narrativas de la historia de la saga, “Terminator: Destino Oscuro” da un giro de 360 grados que se percibe como una suerte de reboot bajo el cual una historia paralela rompe el hilo cronológico y narrativo de lo que las demás entregas nos habían contado hasta el momento. Con Tim Miller como responsable de la dirección y el creador de “Avatar” en labores de producción, se percibe en esta nueva entrega de “Terminator” un perfil estético que busca otorgarle un guiño nostálgico notable. El desempeño de Miller detrás de cámaras es impecable desde lo visual, logrando una consecución de escenas de acción de plenovértigo, nervio y adrenalina, empleando a la perfección toda la parafernalia de efectos especiales a disposición y valiéndose de los elementos digitales que le permiten reproducir secuencias de alto riesgo en una escala visual subyugante, La película, tal como fuera mencionado, va nutriendo su recorrido a través de una serie de citas insoslayables. Se percibe la mano de James Cameron en lo referente a las recurrencia visual y narrativa de toda la mitología estética que puebla el universo Terminator. Por allí desfilarán secuencias de persecuciones que nos recuerden a las primeras dos entregas, también locaciones familiares y un sinnúmero de frases y latiguillos de sus personajes que juegan con la meta-referencia hasta el borde de la parodia. Pero lo hacen sin perder jamás su sentido del humor. El tinte nostálgico alcanza su punto máximo con las intervenciones de Linda Hamilton y Arnold Schwarzenegger; mientras la incursión de la primera otorga primacía a la figura recordada de Sarah Connor y brinda a la película una fuerte impronta feminista -como también la inclusión de dos jóvenes actrices femeninas como Natalia Reyes y Mackenzie Davis- la inclusión del inoxidable y otrora ‘ T-800’ aporta cuotas de grato humor y tempranos síntomas de bonhomía de un cyborg ablandado y reconciliador, que tampoco resiste a un pasado lejano con melancolía: ¿se pondrá Arnold los anteojos, o no? El director de “Deadpool”, acorde a las exigencias de la historia, adapta familiares locaciones como la Ciudad de México, relacionando personajes y situaciones con eventos anteriores de la saga -como el desarrollo de la trama en una fábrica, las coordenadas geográficas mencionadas y la existencia de una especie de alter ego de Sarah-, sin embargo existe un punto en dónde la película y sus responsables se tornan por demás pretenciosos cuestionando el canon de verosimilitud bajo el cual se estructura la narrativa original de la historia literaria y su génesis. No resulta una novedad, “Terminator”, en su totalidad, se vale de una premisa argumental basada en pasados y futuros alternados, sustentados en viajes en el tiempo con el fin de cumplir ‘una misión’. Así, aparecen figuras narrativas familiares a este tipo de relatos, que construyen la verosimilitud literaria, valiéndose de mecanismos -como las anacronías, la analepsis, la prolepsis y el recurso de las historias paralelas- que colaboren en sostener este entramado argumental. Para los más diversos autores de ciencia ficción, la utilización de estos elementos representa un desafío notorio: se debe tener extremo cuidado en su uso, en pos de no convertir a la propuesta en un inverosímil que subestime la capacidad intelectual del espectador. Bajo esta óptica, la presente “Terminator” da por tierra con algunos eventos hasta entonces esgrimidos a lo largo de cada una de las sucesivas entregas, de lo cual se desprende que esta película se ubica como una inmediata sucesora de las primeras dos orquestadas por Cameron, desviándose por completo del rumbo que la saga había tomado desde su tercer episodio en adelante. Maniobra hecha a un alto costo: hasta el punto de ceder credibilidad con tal de justificar el devenir de una historia que no termina de cerrar sus cabos sueltos si nos ceñimos al verosímil narrativo mismo sobre el cual se ancla. Sin cuestionar su capacidad de generar genuino entretenimiento, su débil consistencia narrativa pone en riesgo la coherencia del producto con tal de validar su fin. Para muestra basta mencionar el trajín emocional tan estrambótico vivido por la joven protagonista, quien asimila lo sucedido (una tragedia de dimensiones devastadoras) con una facilidad pasmosa, acorde a los tiempos modernos de un relato vertiginoso y licuado de sutilezas. La inocente e incauta mexicana se verá convertida en una heroína por arte de magia: convenciendo a su incrédulo tío, mostrando sus destrezas al volante y manejando armas de guerra. ¡Todo sea por llevar a buen puerto un despropósito! En el “Terminator” del siglo XX, ampulosas escenas eran una absoluta novedad, lejos de tiempos dónde el material humano se ve desplazado en detrimento de la primacía digital. Artilugio que apreciamos con la también reciente “Proyecto Géminis”, de Ang Lee, en donde se digitaliza a un actor para poder ‘clonarlo’ en pantalla, acorde a los requerimientos narrativos. Aquí vemos a un T-800 y una Sarah ‘rejuvenecidos’ para sus papeles (recurso similar al utilizado en “Terminator: Génesis”), así como también la recreación del personaje de John (originalmente interpretado por Edward Furlong) para la consecución de un evento trágico que activa la trama, en modo flashback. La recreación digital y el maquillaje digital de actores para recrear escenas que pretenden continuar el trazo en narrativo dejado luego del episodio número dos se conforman en instrumentos tecnológicos que pretenden extender, un poco más allá de lo argumentalmente sostenible, la valía de este nuevo regreso. ¿Triunfal? Pensémoslo de nuevo. Recurriendo, por enésima vez, a la amenaza de los cyborgs asesinos que llegan desde el futuro, “Terminator: Destino Oscuro” dialoga también con temas de eminente actualidad, como la robótica, la genética y la inteligencia artificial. Alertándonos sobre un futuro cercano distópico, pero con absoluta liviandad: el sentido del humor y la personalidad de sendos icónicos intérpretes aligeran la propuesta, ofreciendo un oasis en medio de su ritmo vertiginoso. Respecto a su valor entretenimiento, este se brindará a caudales. La atención no decae a lo largo de sus dos horas de duración, inclusive propiciando escenas de acción en el extremo de lo verosímil que sólo pueden suceder en un universo que no cuestione demasiado su capacidad de credulidad. La disparidad del resultado final posee su fácil explicación: un guión escrito de forma tripartita, entre el cual se dividen autoría David Goyer (guionista de “GodZilla”; 2014), Billy Ray (guionista de “Los Juegos del Hambre”, 2012) y el propio Cameron; factor que usualmente suele generar resultados deficientes y poco uniformes, debido al divergente punto de vista de los diferentes letristas que echan mano a la historia. En definitiva, estamos ante un nostálgico regreso a la adolescencia que disfrutarán los fans incondicionales de la saga, rememorando las hazañas que Arnold Schwarzenegger y Linda Hamilton acometieran tres décadas atrás. La estética hiperbólica y el merchandising que rodea a la saga aúnan características del cine posmoderno en el que “Terminator siglo XXI” se inserta. Un producto reciclable, con más errores que atinos, que dialoga con el legado de sí misma inclusive sin ser lo comercialmente rendidora ni alcanzar el furor de un tiempo más romántico y menos virtuales.
Película sobre la infancia y el tránsito hacia la adolescencia. “La Hermandad” se interna en el campamento Gymnasium (UNT), gigantesco evento inserto en el imaginario colectivo de la provincia de Tucumán. Estrenado en el festival Gerardo Vallejos antes de su llegada a las salas, resulta un producto interesante y llamativo: se trata de un metraje filmado en 2014, en pleno campamento, donde un total de 500 chicos van solos hacia la montaña. Bajo este esquema, Martín Falci retrata la construcción de la ‘hermandad’, desde el mito popular de iniciación -del rito violento e intrínseco en la sociedad tucumana- hasta el hecho antropológico de tratarse del ultimo campamento solo realizado con hombres, ya que al año siguiente se incorporarían mujeres. Esta suerte de retrato bisagra en el historial del campamento, fija en el tiempo un momento verdadero de la evolución natural de los vínculos en sociedad, prestando especial atención a la intimidad masculina, poderosa, que denota cierta incomodidad respecto a la cercanía de la lente de este talentoso realizador tucumano. Con el apoyo del INCAA, el Instituto de Cine y la producción del prestigioso Benjamín Ávila, “La Hermandad” encuentra su fuerza y valor documental concibiendo la civilización como identidad colectiva, siendo ecuánime a la hora de visibilizar tanto aquello que estamos acostumbrados a ver, como aquello otro que no. Y no teme incomodarnos. Sin recurrir a imágenes de archivo ni entrevistas ni voz en off, se trata de otra forma de percibir el género documental, tomando el desafío de mostrar una realidad cruda difuminando las fronteras entre ficción y realidad.
El anticipo del estreno de la película de “Guasón” otorgaba al histórico villano de la saga de Batman protagonismo propio, ofreciendo el enésimo spin off sobre el transitado mundo de héroes de historieta que puebla el cine mainstream hollywoodense. Un estilo de películas que no es lo que solía ser hace décadas. Hace algún tiempo, sagas como “Superman” o “Batman” poseían una presencia en pantalla y una contundencia que hoy día no se encuentra, pareciendo que el traje de superhéroe se lo calza cualquiera. El rejunte de héroes del cómic que ‘súper’ transitan la cartelera por estos tiempos en “The Avengers” y sus infinitas reencarnaciones, parece más un intento taquillero, furioso y desmedido que un proyecto serio, consecuente y acabado. Tan impensado como el desaprovechado talento dramático de Robert Downey Jr. y su reiterativa etiqueta de héroe de acción del cómic, una desproporción gigantesca. Ante semejante panorama, el éxito de esta novedosa apuesta sobre el temible Joker debía sortear más de un prejuicio acerca de su éxito. La chatura que moldea el cine genérico contemporáneo destinado a adolescentes resulta el signo más que evidente para estos héroes desangelados se eternicen en éxitos pasados sin aparente fecha de vencimiento. Pero, cualquier héroe -si bien invencible- sabe con resignación que la taquilla dictamina el pulso de la industria. Tampoco favorecía los pronósticos el hecho de que, detrás de las cámaras y comandando el proyecto, se encontrara Todd Phillips, un cineasta relacionado a una de las sagas que mejor prefiguran el humor burdo y facilongo sobre el que se estructura el canon de la nueva comedia americana. “¿Qué pasó ayer?” resultó la consabida muestra de que, salvo contadas excepciones -como la vigencia de Woody Allen-, el género americano ha perdido picardía, originalidad y agudeza, situándose en un período plena decadencia y repetición. El caso de la citada trilogía también conocida “Hangover” y su innumerable cantidad de variantes por generación espontánea, demuestran que cuando Hollywood se propone hacer películas de bajísimo vuelo está también a la altura de su propia parodia. Los pergaminos de Phillips también cuentan con la adaptación cinematográfica de la popular serie televisiva setentista “Starsky & Hutch”, estrenada en 2004. Sin embargo, a no desanimarse ni confundirse: abordando una temática adulta, “Guasón” evita todos los lugares comunes habidos y por haber en el cine de superhéroes del nuevo milenio, al tiempo que el mencionado Phillips renueva credenciales para transformarse en uno de los directores americanos más atractivos y a tener en cuenta. Su nueva criatura resulta una subyugante exploración cinematográfica acerca de la recóndita psiquis humana. Este portentoso estudio psicológico sobre los traumas de un perdedor y anti-social desplazado por el sistema, se convierte, también, un provechoso abordaje sobre síntomas sociales que emergen en el caos político y la anarquía generalizada, espejándose con la cotidianeidad que nos rodea. Como si fuera poco, ofrece una mirada nada condescendiente con los medios masivos de comunicación y sus nulos valores éticos a la hora de exponer miserias y mezquindades, aquí el humor que más reditúa es el que ridiculiza al más débil y la vida humana se cotizará en valores de rating como en la recordada “Network” (1976), de Sidney Lumet. Despertando simbolismos más que inquietantes y controvertidos sobre sus derivaciones y el impacto de los medios de comunicación, “El Guasón” adquiere una profundidad intelectual poco frecuente en el cine de superhéroes para interpelarnos acerca de la malvada manipulación a la hora de crear héroes para una sociedad necesitada de éstos. En una Ciudad Gótica violenta y atestada de vandalismo, Phillips disecciona la atormentada mente de un postergado social traumado emocionalmente: anulado en sus vínculos sociales, quebrado el ego en su interior y cubierta su existencia de una tenebrosa oscuridad que erosiona, día a día, cualquier rastro de cordura de su ser, nada tiene que perder. A medida que la locura y las tribulaciones de su conciencia se apoderan de él, su lado malvado emergerá, como contenida respuesta y necesario acto de protección ante las amenazantes criaturas que lo rodean, pertenecientes a un tejido social resquebrajado. Esta metrópoli americana está inmersa en un lodo corrupto que involucra a la clase política y también a una juventud violenta y segregada. Mientras tanto, pequeñas pinceladas nos recuerdan que estamos en un mundo devastado, que le pertenecerá -en un futuro cercano- al héroe encapuchado: vemos a un joven Bruce Wayne que todavía ni sueña con convertirse en Batman, confrontando cara a cara con su incipiente némesis como excusa argumental para sostener la credibilidad de un dilema familiar con dimensiones de culebrón, quizás el único cabo suelto de todo el metraje. Pero, acaso, el golpe gracia que recibe el más popular de todos los payasos para convertir los restos de su autoestima en una sanguinaria máquina de matar que parece haber probado -y gustado- del goce que le otorga su falta de piedad. Como aquel que devuelve, sin justificar los medios, la injusticia que le fuera perpetrada con alevosía y reiteración. “Guasón” es una poderosa maquinaria cinematográfica, cuya clave del éxito radica en el centro convergente del presente en sombras trazado: en la piel de un gigantesco Joaquin Pohenix, en la mueca perturbada de Arthur Fleck se vislumbran los dobleces tenebrosos de un ser escindido de su cauce natural. Podemos visibilizar su temblor y su angustia, no obstante ¿comprenderemos su accionar? Allí reside gran parte de su atracción, y el camaleónico hermano mayor de River (quien bajó más de 20 kilos de peso para componer semejante rol) muta hasta cubrirse de lobreguez. Phillips acierta en utilizar angulaciones que aportan notoria profundidad a la gramática cinematográfica y nos convidan de sutiles detalles, si es que estamos atentos a percibir. A quienes pensaron insuperables los “Joker” compuestos por Jack Nicholson, Jared Leto y Heath Ledger, el bueno de Phoenix los hará cambiar de parecer. Su poderosa interpretación es un viaje hacia el centro de la oscuridad del alma humana y una de las mejores actuaciones en la gran pantalla que se hayan visto en años. Si la catarsis de furia que experimenta el Guasón puede intuirse como un fiel espejo de la sociedad americana convertida en un pandemonio, y donde un villano se convierte en el líder prototipo que guiará a la masa descontrolada. Citando en el título que precede a esta crítica la referencia intertextual de la recordada película de Ingmar Bergman, resulta interesante el estudio que hace el autor sobre la violencia y su naturaleza, casi instintiva y animal. Esa pulsión que pareciera evolucionar, para que la razón ceda lugar y se apodere el descontrol. Esta hondura filosófica convierte a Phillips en un impensado sociólogo contemporáneo, dictaminando el nacimiento de un villano como respuesta al caldo de cultivo de una violencia que crece de forma endogámica.
El cine nace desde el género documental, es su vocación primaria. Así lo atestiguan los primeros cortometrajes exhibidos por los hermanos Lumière, como “Obreros Saliendo de la Fábrica” (1895). Desde sus comienzos, la novedad del cinematógrafo se concibió como una posibilidad de registrar acontecimientos civiles y políticos, cuando el cine no poseía un lenguaje narrativo autónomo y el término ficción aún no existía. El registro fílmico más primitivo fue la materia prima narrativa por medio de la cual el director explicitaba la realidad y ejecutaba un papel mediador, articulando un discurso que siempre debe ser transparente y claro para el espectador. Es importante añadir que, por aquel entonces, no existía el género documental como tal. Recién con el estreno de “Nanook, el Esquimal” (1922) y gracias a la grata recepción del público, Flaherty se convertiría en un pionero en este campo. La construcción del relato cinematográfico a través del abordaje a los géneros fílmicos nos introduce a las permanentes tensiones bajo las que han convivido el documental y la ficción, delimitados por una difusa línea imaginaria permeable a las transformaciones históricas que ha sufrido el discurso audiovisual. Acaso la fábula mitológica sobre la extraordinaria criatura aquí nos ofrece, mediante su alegoría, un colorido recorrido a través de la retrospectiva biográfica de un cantante, compositor y fotógrafo de atípicas cualidades. El cine documental intenta arrojar respuestas y verdades acerca de interrogantes de la ‘vida real’ que el cine se propone examinar. Existen ocasiones, en que dicha exploración posee un atractivo extra: singulares figuras cuyo encanto resulta provechoso de capturar, a través de la lente cinematográfica. Peter Grudzien fue de esos seres extravagantes. El fallecido cantante y compositor es retratado en sus años crepusculares a través del documental “The Unicorn”, de Isabelle Dupuis y Tim Geraghty. Artista inimitable, precursor psicodélico aún sin proponérselo, su lírica abordaba, sin rodeos, la temática homosexual en tiempos de notable menor apertura que si comparamos con la actualidad. De perfil público inescrutable y esquivo carácter (quizás un escudo protector ante la anulación sistemática del aparato más convencionalista), hizo circular su música de forma muy artesanal (y sin demasiada notoriedad) por medio de las tiendas musicales de Astoria (el barrio donde vivía, en N.Y.), su lugar de residencia. Extraño y excéntrico, Grundzien se consideraba a sí mismo un outsider. Frecuentó bares gays de la nocturna Queens, en tiempos más inclusivos para la comunidad LBGT. Hacia el año 2000, fue contactatado por la documentalista francesa, quien se vio conmovida por la belleza poética de su persona. A través de dos años, el registro documental –incisivo y revelador- acometido por Dupuis nos revela la intimidad de una vida estrambótica. Conoceremos su disfuncional vida familiar, su frágil salud física y mental, también su trajinar diario en el negocio musical. Grudzien, fue un apasionado de la música country, devoto de volcar en su lenguaje musical las inquietudes que emanaban de una vida intensa. No concebía su vida separada de su arte, y este fue un fiel espejo de su estado de ánimo. Confrontó sus fantasmas, el hostil silencio y la marginación de sus padres, fruto de su elección sexual. No temió pronunciarse acerca de ello, a través de sus canciones. Su arte destilaba una honestidad y una franqueza que no perseguía el éxito comercial ni pretendió ceder ante las modas de la industria. Jamás su elección sexual resultó un pasaporte instrumental para lucrar a través de su arte. Su producción incesante respondía a íntimos designios que jamás contaminaron su perenne motor compositivo. Con la música como aliada cotidiana, la ambición nunca fue un pecado que captara desprevenido a Grudzien, nos alecciona este originalísimo registro documental con rastros de cinema-verité. Este outsider asumido portó una consecuencia ética y estética infrecuente, pese al caos emotivo que transitó su vida personal: el mito del artista torturado, paranoico y segregado cobrará forma por enésima vez. En la sincera mirada de la realizadora, se percibe la sensibilidad suficiente como para capturar, en una hora y media de metraje, la esencia de un corazón honesto y luminoso. La dupla de cineastas radiografía el curioso periplo personal y profesional de un músico díscolo, genio musical a los ojos de cierto espectro de público. Con un nimio presupuesto, potencia el artilugio cinematográfico de modo visceral, desnudando sus principales influencias, aderezando delirios rutinarios y destacando su fulgurante vértigo creativo.
Magali es una madre abandónica, de carácter muy fuerte y abrasivo pero también reservada. Podríamos describirla diciendo que tiene que lidiar con sus flaquezas para poder vivir. Es una madre soltera que escapa de algo que elude atravesar, suponemos. Observándola, sentimos la soledad de alguien en una ciudad que le es ajena. Casi sin quererlo, su hijo se convierte en el motor de reencontrarse con sus raíces, producto de una tragedia familiar que la obliga a volver. Allí la espera ese lugar que abandonó de joven. La cultura andina implicada en Salta y sus alrededores nos sitúa geográficamente en un bello lugar donde las fronteras entre países se diluyen. “Magalí” nació como un proyecto de viaje de investigación, y producida por la talentosa Sandra Guliogtta encuentra en su relato una riqueza de tradiciones, idiosincrasia y costumbres lugareñas que se insertan en la narración gracias a la labor de la guionista Daniela Seggiaro, salteña de nacimiento. Resulta interesante el trabajo de Juan Pablo Di Bitonto: trabaja con actores no profesionales -salvo la protagonista, Eva Bianco- y lo hace partiendo desde la improvisación total y valiéndose de la interacción desde el desconocimento del guión por parte de los nativos del lugar. Como estrategia para no condicionar a un texto a personas sin suficiente background en el ámbito cinematográfico, la película toma un camino arriesgado. No teme bordear el despojo documental en su crudeza. Rodado con cámara en mano, liviana, aplica una estética de máxima simpleza, focalizándose en el reencuentro entre una madre y un hijo, como partícipes de una auténtica celebración andina. La vinculación de Magalí con su entorno trama cierta circularidad en un relato cuyo arco dramático atraviesa la historia que se vincula con una suerte de leyenda que la película ficcionaliza. Hablándonos de penurias y precariedades, es una historia que toca fibras íntimas con tensión y economía de recursos. La organización de las comunidades, visibilizando el antagonismo entre el poder gubernamental que convive con el poder más ancestral de sus pobladores resulta un aspecto aledaño a la trama, pero en absoluto menor.
Peter Straughan adapta a la gran pantalla esta exitosa novela, ganadora del Premio Pulitzer y autoría de Donna Tartt. Este proyecto ambicioso, de dos horas y media de duración, resulta igualmente fallido. Un elenco con figuras notables y desaprovechadas (Nicole Kidman, Sarah Paulson, Jeffrey Wright y Luke Wilson) no logran disimular la ramificación de subtramas que sobrecargan una propuesta que poseía una raíz argumental sumamente interesante y atractiva; que es la historia real que se oculta detrás del mecanismo de ficción, en clave de thriller. La trama activa la búsqueda de un cuadro misterioso que emprende un joven, intentando librarse de un hecho trágico -la pérdida de su madre- que vincula a la enigmática pintura con la figura de su progenitora; también con una confusa red de estafadores y traficantes de obras de arte. Pero, en realidad y como suele ocurrir en mundos mágicos de cine, nos encontramos con una historia dentro de otra historia, que toma una porción de verdad. La película nos cuenta la leyenda de Carel Fabritius, uno de los discípulos más renombrados del maestro Rembrandt y precedente del barroco como Vermeer. Fabritius, pintor holandés, poseía una gran cualidad para la utilización de la luz y las sombras en sus pinturas y se considera este jilguero de tamaño natural su obra cumbre. Si contemplamos el cuadro, apreciaremos su técnica: nos transmite la fragilidad y la suavidad de esta pequeña ave que, no casualmente, posee un brillo dorado y se encuentra atado. La historia también nos cuenta que, trágicamente, pocos meses después de haber pintado este cuadro, Fabritius falleció en una explosión sucedida en la ciudad de Delft. Misteriosamente, la pintura sobrevivió el incendio del taller del pintor y fue pasando de generación en generación, convirtiéndose en un cuadro dueño de una leyenda propia. Esta gran anécdota es la que captura la novelista estadounidense Tartt para publicar su novela en el año 2013, adaptada a la pantalla en torno a la revelación existencial que persigue su adolescente protagonista, mientras intenta responder preguntas acerca de la misteriosa obra y superar el trauma de la muerte de su madre. Insuficientemente elaborado, el film no profundiza con adecuada uniformidad las diversas subtramas que pueblan su complejo entramado y, por momentos, da la sensación de que, con más austeridad narrativa, el resultado hubiera sido más provechoso. Sin embargo, la analogía que establece entre este auténtico tour de forcé emocional que experimenta su primero niño luego joven protagonista (elipsis temporal mediante) y los simbolismos que desprende el cuadro nos ayudan a vislumbrar una serie de sentidos que desprende el ave protagonista del cuadro propiciando una interesante metáfora acerca de la redención y la liberación personal. Un ejemplar auténtico de “El Jilguero” (pintado en 1652) decoraba las paredes de un Museo de Arte de New York. Contemplado por cientos de ciudadanos y turistas cada día, la pregunta que nos asalta es la siguiente: ¿Cómo miramos un cuadro? ¿Qué nos devuelve sus múltiples sentidos? Desde sus inicios, la actividad de interpretar una obra de arte nace y se desarrolla vinculada a la sociedad de su tiempo y la manifestación artística específica que determinado espacio histórico genera. Si la interpretación de tanto forma (técnica) como contenido (significado) nos permite recurrir a métodos de mirar, las infinitas interpretaciones que una obra propicia nos brinda las claves para interpretarlas. Si prestamos atención a las pistas diseminadas a lo largo del film, comprenderemos más acerca de la búsqueda de este peculiar adolescente -luego joven- y también acerca de cómo narración e imágenes se combinan para sugerir sentido y significación a la obra (este jilguero dorado, ‘enjaulado’) y la esperanza bajo la cual el sufrido protagonista busca aferrarse, con deseos de reinventar su propia realidad. Trazando una enésima analogía con la estética en el arte y la condición de lo bello que todo hecho artístico posee en su naturaleza, los modos particulares de entender aquello que ‘ve a simple vista’ sugieren diversas teorías y perspectivas. Podría decirse también, forjar una verdad propia e intransferible. Si la búsqueda existencial que emprende el muchacho se emparenta con el aura trágica que posee el cuadro en sí, podríamos inferir que partiendo éste del pensamiento mítico de un relato oral -cuyos detalles varían en el tiempo- basándose en fenómenos mágicos, las explicaciones lógicas y racionales que se transmiten -como las varias conjeturas respecto al hecho trágico en cuestión- esgrimen una configuración de la verdad que nos habla de arquetipos. Esquema de valores del cual no escapa la disfuncional trama familiar en la que este joven se ve atrapado. Reforzando la intención acerca de estos recorridos paralelos que ‘joven’ y ‘cuadro’ establecen, si interpretar una pintura parte del deseo de conocer al mundo, caracterizarlo y describirlo, enlazamos una probable deducción de el atribulado muchacho en un afán de configurar mundos imaginarios. Acaso el relato se ve sostenido por construcciones que apelan a la imaginación: aquellas que sostuvieron la leyenda de un incendio, ocurridos siglos atrás y aquellas que hoy se reflejan en un espectador desconcertado, intentando colocar en su lugar las piezas de este rompecabezas desmesurado. Sin circunscribirse al mero acto creativo, la belleza contemplativa gira alrededor del ser humano y lo trasciende, incluso a esta insuficiente transposición literaria. Sin embargo, hurgando en las profundidades de esta enmarañada trama comprendemos que perseguir lo bello se concibe como un acto de elevación espiritual personal -y a través del arte-, tanto en su acción como en su contemplación. Este óleo sobre madera titulado “El jilguero” supero un bestial incendio y el deceso de su creador, ése con quien convivió durante un tiempo histórico. No obstante, el pájaro dorado voló y atravesó siglos de humanidad, en busca de alcanzar la eternidad, en perpetua y vertiginosa mutación. ¿No resulta, acaso, una perfecta analogía a la experiencia de auto descubrimiento que vivencia el personaje central de este film? Valiente en su descubrimiento resulta la aceptación de una verdad que comprometa la propia identidad (sexual, moral, social) y purifique la comprensión del lazo paterno y materno filial -pobremente ilustrado el primero en sus abusos, misteriosa y penosamente arrebatado el segundo-, guiños psicoanalíticos incluidos.
"El Desentierro" es una producción española dirigida por Nacho Ruipérez (su ópera primera, luego de explorar el mundo del cortometraje) que posee el especial atractivo de contar con el actor argentino Leo Sbaraglia dentro de su reparto, figura de peso que justifica su paso por nuestras salas comerciales. De lo contrario, su propuesta resulta un producto que difícilmente llegue al gran público de nuestro país. Rodada en locaciones de Valencia se inserta en el terreno del thriller político -más específicamente, el delicado tema de la corrupción y prostitución de menores e inmigrantes- para contarnos, mediante el siempre rendidor recurso del flashback, una trama de intriga y final trágico acontecido veinte años atrás. Resolver el misterio acerca del paradero del personaje que interpreta Sbaraglia será la misión de su hijo, rol interpretado por Michel, el hijo de Jean Pierre Noher. La infructuosa búsqueda se bifurca pretendiendo despertar interés en el espectador, al tiempo que convierte en el centro motor de una película que anula su potencial superponiendo diversas subtramas que nunca termina por explorar con suficiente esmero. Por momentos inconsistente narrativamente, el film denota un escaso interés del director por explorar este ejercicio de thriller con el merecido profesionalismo y cuando ciertas decisiones inteligentes parecieran proveer atisbos de atrapante incógnita, ya es demasiado tarde. La mediocridad y el trazo grueso con el que se acomete la interpretación de diversos personajes de la trama, tampoco ayuda a generar un sólido verosímil que posee la ambigüedad propia de una historia que esconde más de un secreto que se resiste a ser sacado a la luz, incluso dos décadas después y como excusa elemental. No alcanza con talento de Leo Sbaraglia y Ana Torrent, acaso sus personajes resultan víctimas fluctuantes de una historia inconsistente que dilapida su potencial. Armar el rompecabezas de este tipo de misterios siempre resulta una aventura digna de acometer, aunque el resultado deje sabor a poco. El final resuelve el enigma, acomodando cada pieza en su lugar y convirtiendo a este drama familiar en una novela con pronóstico de éxito para el estereotipado escritor errante que citaba…a Miguel Hernández.