Dejando de lado el furor y el fanatismo que esta histórica saga despertó alrededor del mundo entero, es sabido que cada estreno de “Star Wars” resulta un evento especial, constituyendo un universo con entidad propia alrededor del cual George Lucas construyó un imperio cinematográfico inconmensurable. Impensado destino le esperaba al fundador de la productora Lucasfilm Limited, que comenzara su carrera como director con un título tan representativo del cine independiente neo-hollywoodense como “American Graffiti” (1973). A lo largo de los últimos 40 años, esta obra perdurable ha conseguido romper los esquemas clásicos del relato, conformándose en un estandarte de la manera de contar posmoderna del Hollywood comercial, paradigma del cine indisociable de su estrategia de merchandising que por aquellos años tomaba el nombre de ‘películas high-concept’ según la corriente teórica estética. En cada entrega de la saga, Lucas (o el cineasta elegido para colocarse detrás de cámaras al frente del proyecto) nos presenta una aventura que plantea ambiguas relaciones entre sus protagonistas alteradas por engaños, sospechas y venganzas. Estos conflictos contrastan la oscuridad amenazante del orden social, al lado más luminoso que sus personajes ofrecen como antídoto último al mal: la poderosa filosofía detrás de la fuerza. La suma de estas partes conforma una arquitectura perfecta de despliegue monumental que auguró la revolución tecnológica digital de fines del siglo XX, convirtiendo a “Star Wars” en una perfecta maquinaria de brillante arquitectura ideológica. Por su elenco, supieron desfilar figuras de fuste del Hollywood del último cuarto del siglo XX, como Harrison Ford, Mark Hammitt, Carrie Fisher y Alec Guiness. Desde su inicial premisa, Lucas exhibió el tecnicismo al servicio de la galaxia de celuloide ideada con un detallismo sin igual. Inclusive incorporando guiños a típicos recursos gramáticos del género de los años ’30, como su estilo clásico de encuadre y barrido que remite a las producciones de culto de antaño. Estos elementos convierten a la saga en una experiencia única e imprescindible; tanto comercial como culturalmente su gran aporte a la meca cinematográfica excede a los fanáticos del género. Hasta aquí la historia de un legado incuestionable. Bien, cabe preguntarnos, ¿cómo se inserta la maquinaria Star Wars dentro del vertiginoso relato cinematográfico de nuestro presente? A comienzos del nuevo milenio, George Lucas colocará el legado de su creación al servicio del entretenimiento, consiguiendo un digno producto a la altura de lo esperado con “La Amenaza Fantasma” (1999), “El Ataque de los Clones” (2002) y “La Venganza de los Sith” (2005), cerrando la segunda parte de la trilogía con los Episodios I, II y III. “Star Wars” representa una profunda mirada al universo de un creador único, obsesivo y apegado a su preciada criatura. Este enjundioso cineasta hizo de su galaxia una obra cinematográfica íntegra, entregándole por completo su vida artística, a cambio de hacerse dueño de su propio cosmos inter espacial. En búsqueda de nuevas aventuras, le seguirían muy promocionadas incursiones, sucediéndose en un vértigo de generación espontánea: “Episodio VII” (2015), “Star Wars: Los últimos Jedi” (2017) y hasta dos celebrados spin-off: “Rogue One” (2016) y “Han Solo” (2018), acoplándose a las modas imperantes de reciclar historias y personajes hasta más no poder. La orfebrería visual ideada por el gestor de la saga “Star Wars” se transformó en un producto cinematográfico al que le dedicó su carrera entera, sobrepasando la dimensión audiovisual para convertirse en auténticas obras que excedían el acontecimiento cinematográfico. No resulta menor observar estos universos (y su merchandising alrededor) que han ido evolucionando, a la par de su creador, a lo largo de los años hasta diseminarse en diversos formatos, para retornar a la gran pantalla una y otra vez, aún sin la magia de antaño. En este marco histórico se inserta la nueva creación de J.J. Abrams (“Misión Imposible III”, “Super 8”), un cineasta que hereda una pesadísima carga (también hordas de fans ultra exigentes) y busca estar a la altura del legado galáctico, en busca de darle un cierre digno a la última trilogía de la antología creada por Lucasfilm. Unas primeras observaciones sobre este nuevo ejercicio “Star Wars” otorgan crédito al creador de las exitosas series de TV “Alias” y “Lost”, quien demuestra absoluto profesionalismo al desenvolverse como un auténtico artesano en el género, revalidando credenciales expuestas en la saga “Star Trek”, que adaptara al cine en 2009 y 2013. Ofreciendo divertimento a granel (tal y como los fans incondicionales de la saga esperan), y aún conociendo sus limitaciones en comparación con la trilogía original, “Star Wars: El ascenso de Skywalker” se propone como un viaje nostálgico al corazón de una saga que atravesó cuatro décadas y varias generaciones. Sin alcanzar el nivel épico y emotivo, ni la precisión narrativa de la que gozaban las primeras entregas autoría de George Lucas, este episodio epílogo se aventura como un satisfactorio muestrario del universo y la mitología tan hiperbólica como pasatista que encandilara, por décadas, a incondicionales de la franquicia que se convirtiera en un fenómeno de la cultura popular sin parangón en la historia del cine. La novena puerta se cierra y jóvenes adultos despertarán a una perenne fantasía galáctica. Que la fuerza los acompañe…
“Los Fuegos Internos” parte de una idea del Cisne del Arte, un colectivo de producción interdisciplinaria de objetos artísticos y comunicacionales en relación con la salud mental; que funciona en el marco del Servicio de Rehabilitación del Hospital Dr. A. Korn. Dentro de sus variados procesos, en esta ocasión, elijen contar una historia mediante el lenguaje audiovisual partiendo de una construcción colectiva del guión. El mismo surge desde distintos talleres realizados con los protagonistas de esta historia, quienes participaron de la escritura acerca de lo que desean contar de sus historias y del funcionamiento del hospital en dónde se encuentran confinados. Llevado a cabo íntegramente en La Plata y sus alrededores, la idea data de fines del 2012 y el metraje que compone el film fue rodado en 2013. Este proceso colectivo respeta la perspectiva de los protagonistas y sus vivencias: relatada por los mismos internos del hospital (el mencionado nosocomio platense), cuenta una historia de amistad entre tres personas desde la subjetividad de la primera persona. Aspecto crítico que demanda al sujeto emocionalmente, circunstancia ante lo cual resulta pertinente trabajar la distancia emotiva de una construcción narrativa que, si bien se basa en hechos verídicos, el dispositivo audiovisual lo convierte en ficción. Cabe aclarar, que los internos tienen experiencia dentro del trabajo artístico -en artes literarias, musicales y de la comunicación radial-, no obstante se potencia lo estrictamente cinematográfico de cada historia; también haciendo hincapié en la espontaneidad del relato y en el lenguaje de la expresión corporal, más que en el esquema de representar un acto concreto. Oportuno resulta mencionar el libro ‘Conversaciones con Enrique Pichón Riviere (sobre el arte y la locura)’ de Vicente Zito Lema. Más precisamente, en el capítulo VIII autor e interlocutor abordan la problemática de la amplitud creativa, el arte y la locura, posicionándose en la impar figura de Antonin Artaud y su crisis espiritual. Riviere decía que ‘Artaud no es poeta por su demencia. Él es poeta pese a su demencia, luchando, a su manera contra ella. La alienación deteriora, imposibilita la verdadera creación. La poesía, en Artaud, es su unión con los hombres. La enfermedad es lo que lo aleja, y lo destruye’. A propósito de lo cual, podemos trazar un paralelo con el presente documental dirigido en co-autoría por Ana Santilli Lago, Malena Battista, Ayelén Martínez y Laura Lugano: “Los Fuegos Internos” nos trae historias inspiradoras que nos sensibilizan sobre realidades que vive el campo de la salud mental. Su visionado, también resulta un llamado de atención -y la atenta escucha acerca de una verdad dispuesta a ser compartida- para aquella sociedad los ha estigmatizado, del modo más condenable, inhumano e insensible, con la palabra ‘locos’.
Este documental recopila documentos históricos y valiosos relatos testimoniales en búsqueda de a acercarse a la verdad, histórica y política, de una figura fundamental del último medio de siglo de vida político de nuestro país. El cine, como arte e instrumento vital para conocer un momento histórico imprescindible en nuestra evolución como sociedad, se convierte en el inmejorable vehículo para trasladarnos hacia el corazón de un militante político, cuya magnitud excede la investidura presidencial. De esta forma, el documental nos desnuda el alma de una persona instruida y económicamente desinteresada, hurgando en la verdadera pasión de un hombre que entregó sus ideales infranqueables a su vida política. Vale decir, que la dupla de realizadores no utiliza voces en off y su enfoque no resulta partidario en absoluto. Despojado de la falsa épica en la que suelen incidir este tipo de enfoques, aquí nos encontramos con un retrato objetivo, cabal y necesario. Ocho meses de investigación confluyen en “Raúl: la democracia desde adentro”. Su valor intrínseco rescata la importancia de una figura clave en la transición política de nuestro país, un inexorable puente renovador desde la recuperación de la democracia y el final del sangriento, nefasto y lúgubre período instaurado por la última dictadura militar, desde 11976 a 1983. La franqueza documental que alumbra la honestidad de una figura cabal de nuestro mapa político reciente aborda momentos históricos como la visita a Cuba (en 1986) y a la Casa Blanca (en tiempos de la presidencia de Ronald Reagan). Contemporáneo a los militares que luego juzgó, oriundo de la ciudad de Chascomús, los comienzos políticos en la UCR de Raúl Alfonsín se remontan a la militancia en los comités, hecho que la dupla de realizadores rastrea. Su capital político, su calidez, su carisma y el trato personal amable, destacan en la admiración que le profesan sus pares, inclusive ex mandatarios argentinos, banderas políticas aparte.
La cadena internacional de streaming Netflix suma a su catálogo una de las novedades más relevantes de la temporada cinematográfica 2019. Luego de adueñarse de algunos de los títulos más inquietantes y atractivos de cara a la próxima temporada de premios, la empresa americana continúa ganando en calidad y diversidad de estrenos, tal como las reglas de mercado y sus cánones competitivos exigen. Primero fue “El Irlandés” (Martin Scorsese), después “Historia de un Matrimonio” (Noah Baumbach). Ahora es el turno de “Los dos Papas”, una película de eminente actualidad y connotación mundial, con el aditamento extra de que, como argentinos, nos involucra profundamente. Puertas adentro del Vaticano se dirime el futuro de la Iglesia Católica, también su legado entrado el tercer milenio. Esta interesante propuesta que pasó por los cines locales de forma selecta retoma un hecho histórico para realizar un interesante nexo ficcional y brindar así cierta perspectiva sobre un hecho polémico: el escándalo de corrupción infantil que sacudió a la Iglesia en 2012 y la decisión del papa Benedicto XVI de dirimir de su puesto de obispo de Roma. Fernando Meirelles es un destacado cineasta carioca, internacionalmente conocido en el año 2002 gracias a la valiente y comprometida “Ciudad de Dios”. Tres años después, haría su transición al cine de habla inglesa con la valiosa adaptación de la novela de John Le Carré “El Jardinero Fiel”. No obstante, la carrera de Meirelles no es necesariamente prolífica. Este es apenas su cuarto largometraje desde aquella lejana gesta que testimoniaba la vida en las favelas de Río de Janeiro. Aquí, une fuerzas con la todopoderosa cadena de streaming para abordar un proyecto en coproducción que promete convertirse en una de las grandes películas laureadas de la presente temporada. “Los dos Papas” resulta una propuesta cinematográfica encomiable que funciona en varios aspectos, con idéntica eficiencia. Nos exhibe las flaquezas, mezquindades y negociados que se tejen tras la poderosa maquinaria eclesiástica. Burocracia y corrección política a la orden cuando se trata de cuidar la inmaculada imagen, a riesgo de ser manchada por acusaciones de grave calibre o de poner en peligro sus arcaicas y conservadoras estructuras morales: se emitirá juicio en contra de la libre elección sexual y se intentará esconder, por todos los medios, cualquier denuncia sobre acoso y abuso infantil. Este legado es el que hereda Joseph Ratzinger a la muerte de Juan Pablo II. El nativo de Alemania asumió su papado en 2005, bajo una férrea postura acerca de los valores tradicionales de la Iglesia Católica, esos que definen la integridad ética y siembran las dudas sobre la capacidad de autocrítica y evolución intelectual de la misma, a la hora de abrir un juicio de valor sobre la orden religiosa más populosa del mundo. También la más cuestionada: sus detractores vierten contundentes críticas sobre los responsables de sostener, por siglos, anquilosadas estructuras de dudosa naturaleza moral, amparadas en sucios entramados sobre los que se dispone un sistema de poder con nula capacidad de autocrítica, construyendo altares y tronos alrededor del mundo al tiempo que sus férreos axiomas de fe asfixian al alma humana. . El film se sustenta en dos frentes narrativos fundamentales. El encuentro cumbre entre el futuro Papa saliente (Joseph Ratzinger) y su futuro sucesor (Jorge Bergoglio), ocurrido en un castillo de descanso que el primero poseía en las afueras del Vaticano. Allí, lejos del ruido y en un bucólico entorno, sendas y contrarias personalidades chocarán ideológicamente, enfrentando creencias, dogmas y posturas políticas que consolidan miradas sobre lo que cada uno considera como ‘respeto’ al legado de San Pedro y ‘obediencia’ a la voluntad divina. Enfrentados por una causa común, percibimos la rigidez inquebrantable teutona del Papa vigente, también la viveza criolla y bohnomía del futuro Papa Francisco (acaso su denominación guarda una alegoría histórica llamativa). Allí, Meirelles posa la cámara sobre sus dos inmensos actores y los deja interpretar tan profundos y opuestos roles. Uno es ortodoxo y tildado de extremista, el otro desborda simpleza y aborrece la solemnidad. Durante este lapso del metraje, “Los dos Papas” gana en intensidad de forma conmovedora. Hopkins y Pryce están gigantes y el director carioca los aprovecha, otorgándoles planos para el regocijo de todo cinéfilos. Sendos actores británicos aprovechan brillantes parlamentos para dotar de exquisitez y precisión dos magníficas composiciones. Para Sir Anthony Hopkins este rol resulta (sin apelar al doble sentido) una absoluta bendición. Rescata una carrera cinematográfica sumida en el olvido producto de elección de papeles mediocres; acaso su último gran rol en pantalla fue interpretando nada menos que a Alfred Hitchcock, en la biopic estrenada en 2012. Para Jonathan Pryce, un actor shakesperiano por antonomasia, este protagónico respalda los elogios que recibiera por la reciente “La Buena Esposa” (2018), interpretando al Papa argentino con un admirable grado de mimetización, apreciable en gestos, miradas y un probado trabajo de maquillaje y caracterización. El otro frente narrativo que resulta igualmente provechoso es la alteración temporal a la que recurre. El film se narra mediante un montaje paralelo, que va y viene en el tiempo con sucesivos flashbacks que sirven para mostrarnos la juventud del cura Bergoglio, su primera revelación divina disipando las dudas existenciales de su juventud, su elogiable labor en barrios carenciados y su conflictiva participación en la Iglesia durante la última dictadura militar. Aquí se inserta, con la solvencia habitual que acostumbra, el actor argentino Juan Minujín, para encarnar al joven Jorge en su inserción social (provenía de una familia de clase media, profesional), y así transmitir la búsqueda de la vocación sacerdotal (confrontando la autenticidad de un amor adolescente), las heridas emocionales luego sufridas (la pérdida de amigos desaparecidos durante la dictadura), los traumas psicológicos ocasionados por su rol durante el nefasto gobierno militar (por la película desfilan seres desagradables que detentaron el poder) y la exposición mediática acaecida al respecto (impactando notoriamente en su imagen pública -aún confirmando leyendas falsas sobre ciertos acontecimientos- que trazarán una huella indeleble sobre su ser. Cuarenta años después y de regreso al presente, el padre Jorge vuelve a enfrentarse al llamado del sacerdocio, la excusa de un retiro prematuro, proveyendo la encrucijada fundamental que lo lleva a confrontar su dilema. Este cruce de caminos existencial lo unirá en fraternal necesidad de respuestas junto a un debilitado Papa (Benedicto), quien siente que sus días al frente de la Iglesia (y por el bien de ella) han terminado. Eludiendo los lugares comunes más esperados para este tipo de propuestas narrativas, la extraña pareja compartirá (aún proviniendo de idiosincrasias opuestas) más de lo que se imaginan. La fe y la mano de Dios (la otra) hará el resto. Meirelles, hábil, insertará diálogos y situaciones ficticias (no adelantaremos que es y no verídico, a fin de no develar detalles pertinentes) con el fin de enriquecer la propuesta. Tan colorida, que incorpora el vistoso paisaje del barrio de La Boca contemporáneo, también estampa en blanco y negro los aires de cafetín de la Buenos Aires de mediados de siglo. El vistoso ejercicio del cineasta también se traslada a los gustos gastronómicos y musicales de ambos Papas, haciendo especial mención a lo último. Del tango a The Beatles (Eleanor, who?)…de una bella melodía al piano a un disco de música litúrgica grabado en los mismísimos Abbey Road Studios. Parte de la ficción, parte del encanto, parte de la vida. A pesar de Ratzinger ser encarnado por un actor de presencia magnética como el eterno Hopkins, no caben dudas que la figura del Papa argentino (en conmovedor retrato) se convierte en el centro sobre el cual orbita el relato. Y en su ir y venir temporal es el fascinante duelo actoral mencionado el que eleva al film a un nivel superior, sin desmerecer los pormenores de una trama que no deja cabos sueltos ni persigue la corrección política. La provocativa lente del brasileño se adentra en los laberínticos pasillos del vaticano, convidándonos del buen gusto estético que decora en sus paredes enormes murales de geniales artistas plásticos, no obstante estas preciadas piezas de la historia del arte funcionan como vital simbolismo: ¿y si esas paredes hablaran? El protocolo ineludible y la rispidez mostrada de antemano dará paso a la empatía y la camaradería, confluyendo en una emotiva media hora final. Descontracturados, ajenos a ceremonias, rituales y parafernalias propias de la creencia a la que entregaron sus vidas, otra pasión de multitudes (eterno objeto de encuentro o discusión) podía reunirlos. ¿Se imaginan cuál? ¿Qué otra cosa podrían estar haciendo un argentino y un alemán una tarde veraniega europea de 2014?
Compitiendo en la última edición del Festival de Mar del Plata, como parte de la selección oficial de largometrajes a concurso, “El Cuidado de los Otros” nos inmiscuye en la realidad que viven Luisa y su pareja, quienes se ven involucrados en un episodio que podría desembocar en una tragedia. La película nos interpela valiéndose de su crudeza casi documental: ¿cómo se continua el vínculo luego de un episodio dramático? Mariano González -en su doble rol de guionista y director-, con escaso metraje y aplicando un tono tan austero como asfixiante, indaga en la paternidad forzada, poniendo su foco de interés en una protagonista femenina (Sofía Gala) al cuidado de un menor, al tiempo que pesquisando la curiosidad -a veces peligrosa, incontrolable- que se despierta en los niños y el cuidado que merece esa fragilidad de ser abriéndose al mundo. Los vínculos y el alrededor de este joven serán puestos bajo la lupa de este novel director.
Las relaciones entre cine y literatura existen desde que el séptimo arte cobró vida, hace más de un siglo ya. La literatura ha sido desde siempre una gran dadora de argumentos que el cine ha sabido aprovechar para sí. Por otra parte, el mundo literario ha producido una cantidad de relatos policíacos de gran riqueza, de los cuales el cine se ha nutrido, bebiendo de fuentes inagotables y radiografiando los aspectos más sombríos del alma humana. Así nace el ‘film noir’. La expresión del francés que refiere al subgénero en cuestión fue mencionada por primera vez por el crítico Nino Frank. Este célebre teórico italiano acuñó el término para diferenciar al film policial del thriller judicial y del cine de gángsters, aunque luego el noir mutaría para germinar en ejemplares producto de una mixtura de ambos como: “Testigo de Cargo” (Billy Wilder, 1957), “Los Sobornados” (Fritz Lang, 1953), “Anatomía de un Asesinato” (Otto Preminger, 1959) y “Alma Negra” (Raoul Walsh, 1949). El cine americano de los años ‘40 y ‘50 (conocido como Época Dorada) dio a luz temáticas y estilos que delimitaron el territorio de ambigüedad moral en donde estos relatos se desarrollaron. Allí expuestas, las fronteras del bien y el mal se vuelven difusas adivinándose cierto pesimismo acerca de la condición humana y un espíritu apesadumbrado y escéptico, generalmente encarnado en la figura del detective privado: Sam Spade y Philiph Marlowe fueron nuestros antihéroes nihilistas por antonomasia. La infaltable mujer fatal, completa la iconografía de dicho cuadro de situación: es una dama tan seductora como manipuladora. Y, por supuesto, el malvado de turno; ese que buscará salirse con la suya: pensemos en villanos ilustres como Richard Widmark, en “El Beso de la Muerte” (Henry Hathaway, 1947). Estereotipos que van conformando el mapa simbólico del género a lo largo de su primer estadio en el cine. El cine negro ha sufrido, desde entonces hasta hoy, innumerables mutaciones. Bajo los nuevos moldes del neo-noir continúa reinventándose acorde a las pertinentes fórmulas de la industria, bebiendo de fuentes de inspiración que se presumen inagotables. Por otra parte, las obras clásicas que han seguido influenciando a nóveles realizadores han envejecido con dignidad frente al paso del tiempo. Prueba de su permanencia podemos comprobarlo al ver una película pionera como “El Halcón Maltés”, que no ha perdido un ápice de frescura a casi ocho décadas de su estreno. El género negro se transforma y persiste, adaptándose a las inquietudes de su tiempo. Pensemos en su primera vertiente, influido bajo la filosofía del existencialismo, la psicología freudiana, la escuela expresionista y la angustiante literatura americana bajo la que se moldea. El género negro nació del intercambio establecido entre tendencias estéticas de cineastas otorgaban su propia huella personal para dar cuenta a un género que nació desde el corazón del pesimismo del siglo XX. Su complejo entramado encuentra en el cine moderno americano nuevos cineastas dispuestos a abordarlo y un espectador dispuesto a internarse en los laberintos de su propia e inevitable oscuridad. Edward Norton es uno de ellos, dispuesto a abordarlo en su reciente “Huérfanos de Brooklyn”. Lo policíaco involucra toda una serie de rasgos de estilo bajo los cuales se han agrupado una serie de obras que han simbolizado las angustias existenciales más profundas del ser humano, reflexionando acerca de su naturaleza. Como campo de estudio, el terreno policial también ha sido -en otros tiempos- un ámbito fértil para dialogar acerca de problemáticas sociales y en las manifestaciones policíacas literarias -así como en su traslado a otras artes- se perciben rasgos reconocibles de la realidad contemporánea, que encuentra su resignificación bajo la lente cinematográfica. “Huerfános de Brooklyn” se inserta, con bienvenida frescura, en este infrecuente terreno cinematográfico actual. El citado film representa el regreso de Edward Norton a la dirección, tras un paréntesis de dos décadas. En el año 2000, el talentoso intérprete se había aventurado detrás de cámaras con una comedia romántica que el mismo protagonizará llamada “Divinas Tentaciones”, en donde se había rodeado de un gran elenco interpretativo (Ben Stiller, Jenna Elfman, Anne Bancroft) y una banda sonora compuesta de forma exquisita por el notorio Danny Elfman, conformando un producto comercialmente rendidor. Casi veinte años después, el protagonista de “El Club de la Pelea” retoma un material narrativo que, en épocas donde incursionaba en su ópera prima, lo subyugaba intelectualmente. Se trata de la novela negra exitosa editada en 1999 (‘Motherless Brooklyn’, de Jonathan Lethem). La transposición literaria nos cuenta la historia de Lionel, un integrante de un bureau de detectives privados comandado por Frank -interpretado por Bruce Willis-. Aquí, el trágico devenir de los sucesos nos priva de disfrutar en mayor profundidad al otrora héroe de acción. Por su parte, Lionel (Edward Norton) es un personaje muy particular y no tardará en convertirse en el centro absoluto del relato. Llamativamente, posee el Síndrome de Tourette, afección por la cual sufre múltiples tics motores y vocales involuntarios. A lo largo de la película, estos síntomas neurológicos se reflejarán con insistente sentido del humor, haciendo hincapié en la cantidad de latiguillos e incontinencias en las que incurre este personaje, factor que moldea su carácter y qué, con dispar suerte, resulta un aditamento que -si bien pintoresco- bordea la parodia constante y podría haber no estado y, aún así, no afectar el contenido de la historia. Resultando molesto por momentos y enternecedor en otros tantos, recuerda al personaje que el propio Norton encarnará en su papel de estafador en “La Cuenta Final”, de Frank Oz (2001). El cúmulo de características mencionadas se insertan en la peculiar personalidad de este colorido detective privado, lanzado a desentrañar el misterio que se esconde tras la desaparición de su amigo y mentor. Norton, actor dos veces nominado al Premio Oscar, es un intérprete con una notable sensibilidad como para capturar la aflicción más íntima de su personaje, independientemente de la gracia intencionada que pretende otorgarle: es un segregado por la sociedad que vive en la más absoluta soledad y aislamiento; nunca pudo soslayar el enorme vacío que la temprana orfandad marcó sobre su ser. “Huérfanos de Brooklyn” es un film particular, inusual propuesta de aquellas que Hollywood ya no suele ofrecer. Se trata de un relato laberíntico y con múltiples lecturas: en cada uno de sus dobleces puede encontrarse una subtrama de enriquecido contenido. Es, un relato de profunda injerencia actual en el marco político, también es cine de denuncia social, Como si fuera poco, es, ante todo y a la vez, una historia de detectives ambientada en los años ‘50 que nos retrotrae al cine negro clásico que sustentará la época dorada. Un estilo de películas en donde emblemas del Hollywood más romántico interpretarán a detectives tan recios como imperturbables, siendo el caso de los iconos literarios Sam Spade y Philip Marlowe (Humphrey Bogart interpretó a ambos). Mientras el cine negro clásico se caracterizó por explorar la veta psicologista a la hora de internarse en la oscuridad del alma humana, “Huérfanos de Brooklyn” retoma el sendero mezclándolo con la vertiente Neo-noir, de la cual “Chinatown” (1974), de Roman Polanski, resulta su más digno ejemplar. Si en aquel film que eternizara a la dupla de Jack Nicholson y Faye Dunaway, los sucios entramados políticos resultaban el centro orbitante de un enigma plagado de desconcierto donde la pista resolutiva se encontraba en un oscuro secreto familiar, aquí la operatoria resulta fácilmente reconocible como deudora de aquel modélico ejercicio. A lo largo de sus dos horas y media de metraje, “Huérfanos de Brooklyn” se toma el tiempo necesario como para desarrollar una trama que involucra oscuros manejos gubernamentales, chantajes que amenazan develar un escándalo de delicada naturaleza para la época y turbios entramados familiares que subyacen bajo la realidad socio-política de una Brooklyn atestada de marginación, segregación racial y ansias de modernismo que amenazan colocar al sector más débil de la población en una situación de absoluta desprotección. Con sapiencia y esmero, esta es la densa carga argumental qué Norton se carga a sus espaldas, presto a desentrañar su génesis corrompida. Mostrando un admirable dominio el género, a desglosando con paciencia y sutileza el misterio que la citada conspiración oculta, su desenlace -como fichas de dominó caídas- desenmascarará las reales intenciones de los malvados de turno. En la imperiosa búsqueda de la verdad, el particular detective al que da vida Norton, se involucra sentimentalmente con la víctima del caso que persigue. Sin temor, merodeará típicos bares nocturnos de dudosa clientela; se trata de antros dominados por la mafia local y frecuentemente visitados por las bandas de jazz que deleitan a sus visitantes cada madrugada. Así, hará su aparición un misterioso trompetista en la figura del clásico jazzman que nos recuerda a Miles Davis ¿o acaso se trata de él? Rodeado de un elenco de primera calidad, completado por el siempre soberbio Willem Dafoe y el reaparecido Alec Baldwin (dando vida a un personaje inspirado en el controvertido funcionario estatal neoyorquino Robert Moses), el film ofrece un interesante tratamiento estético, cuya concepción del lenguaje cinematográfico (la cámara de Norton sabe dónde y cómo posicionarse) efectiviza su cuantiosa dosis de intriga. Norton acomete una excelente recreación de época, visible en vestuarios, automóviles y edificios que armonizan la propuesta, al tiempo que nos deslumbra con una banda musical orquestada por Daniel Pemberton. Abundarán clásicas notas de jazz para el deleite melómano, desde Dizzy Gillespie hasta Charlie Parker, y desde Joe Farnsworth hasta Thelonious Monk. De forma inmejorable, la banda sonora se convierte en el acompañamiento perfecto a la hora de prolongar el suspenso, condimentando en modo omnipresente la totalidad del metraje. Cabe mencionar, que su leitmotiv principal es autoría de Thom Yorke -cantante de Radiohead-, quien por expreso pedido del director, compuso el tema ‘Daily Battles’. Luego de desperdiciar buena parte de su trayectoria actoral (tomando papeles secundarios de nula relevancia y de forma esporádica) a lo largo de la última década, Norton se calza las ropas de un sensible héroe a su medida: perspicaz, intuitivo, bondadoso, leal e inclaudicable. Sobre sus espaldas descansa el éxito de “Huérfanos de Brooklyn”, rara avis e del cine americano contemporáneo, que aborda rastros genéricos poco transitados con honestidad y solvencia. Al mismo tiempo, se posiciona como un interesante instrumento reflexivo acerca de sucios manejos políticos, reflejos de una comunidad ultrajada en su dignidad, tan valederos en aquellos lejanos años ‘50 como en la actualidad que nos circunda.
El tiempo en la distancia y su transcurso natural suele colocar a hechos artísticos y a sus creadores en su justo lugar. Difícil resulta dimensionar en su justa medida una obra fílmica, o una trayectoria, sin esa brecha temporal y la perspectiva que esta brinda. Sin embargo, existen momentos (y han existido en la historia del cine) en donde nos sentamos frente a la gran pantalla sabiendo que estamos a puntos de ser testigos de algo verdaderamente especial. “The Irishman” constituye uno de esos preciados momentos y lo sabíamos con anticipación. No hay cinéfilo que no haya soñado despierto desde que se enterara de la histórica reunión cumbre que reunía a Martin Scorsese, Robert De Niro y Al Pacino en una misma película. En una era en donde el indetenible avance digital tiñe al relato contemporáneo de una artificiosidad peligrosa, hemos escuchado hablar, en más de una ocasión, de la refundación del cine en términos de la validación de un nuevo canon para el discurso audiovisual, regido por normas menos románticas y más virtuales. Bregando por un cine de corte clásico y protagonistas de carne y hueso, la lente inquieta de Scorsese vibra transitando los pliegues del lenguaje. Al tiempo que homenajea su propio legado, nos regala un duelo actoral de dos inmensos monstruos sagrados de la interpretación. Desafía los licuados tiempos del vértigo visual, apaciguando ánimos apurados. Nos invita a degustar. Nos emociona y nos inspira. ¿Hace falta algo más? Su cine está más vivo que nunca. ¿Dijimos refundación?. “El Irlandés” es una absoluta obra maestra. Vivimos épocas de furor por plataformas de streaming y escasa concurrencia a las salas. También de fríos cálculos: el eminente factor bussiness que opaca la pureza del arte y mide su éxito en réditos comerciales. Y teje alianzas, como la de la cadena Netflix, que adquirió los derechos para proyectar “The Irishman”, la última película del inagotable Martin Scorsese, en una maniobra similar a la que recurriera el pasado año con “Roma”(2018) , de Alfonso Cuarón. Estrenada en un circuito de salas notoriamente reducido, este auténtico hito del cine moderno será disfrutado en la gran pantalla (como debe ser) por unos pocos afortunados. Síntomas del mercado industrial de estos tiempos, aspecto que no empaña (aunque disminuye) el impacto que semejante épica cinematográfica causa sobre aquellos fieles cinéfilos, dispuestos a internarse en la desproporcionada historia que el tándem Scorsese-Zaillan (en labores de dirección y guión adaptado, respectivamente) concibe a lo largo de 210 minutos de duración. Asombra pensar que supera, en metraje, a cada una de las entregas de la impar saga “El Padrino” (1972-1974-1990). Basada en el libro biográfico “I Heard You Paint Houses” del investigador judicial Charles Brandt, el cineasta neoyorkino retorna al mundo del hampa que tan familiar le resulta. Recordamos celebradas incursiones en “Malas Calles” (1973), “Buenos Muchachos” (1990) y “Casino” (1995). Martin Scorsese no parece contemporáneo. Más bien parece salido de esa camada de directores surgidos en la época de oro de Hollywood allá por los años ’40, dirigiendo a la par de Orson Welles, Otto Preminger, Billy Wilder o Fritz Lang. Sin embargo, es uno de los realizadores más prolíficos del siglo XXI, entre tanto producto artificioso que el cine hoy produce y consume. Alejado de todo vedetismo y banalidad, a sus 77 fértiles años, Scorsese es uno de esos pocos grandes autores que enaltecen al cine como expresión artística y que se comprometen a nivel social con sus obras, las que son revisionadas como objetos de cultura. Creador de joyas fílmicas indiscutibles, su filmografía habla por sí sola. Scorsese surge cinematográficamente en medio de un panorama que para Hollywood resultaba confuso, atravesando un período de revisión y cambio. A fines de los ’60, la crisis había golpeado a los grandes estudios: los géneros clásicos fueron cuestionados y allí, desde el vacío absoluto, se les dio espacio a una camada de directores independientes que aportarían algo de frescura y nuevas temáticas. Renovadas visiones en el insurgente cine de autor de la más pura vanguardia: una estirpe neoyorquina encabezada por un gran referente del cine indie como John Cassavetes tenía al cineasta en cuestión -junto a Brian De Palma, Woody Allen y Bob Rafelson– como estandarte selecto de un cine prometedor, novedoso y audaz. ¿Cómo es posible entender, que a más de cincuenta años de su debut (1967, “Who’s That Knocking at My Door”), este inoxidable genio conserve la lucidez de concebir semejante obra maestra? El inicio de “The Irishman” nos cautiva con su plano secuencia. La cámara se desplaza, lenta, pero firmemente, mientras de fondo suena uno de los temas leitmotiv de la película: “In the Still of the Night” (1956), de The Five Satins. Esta es la primerísima prueba del exquisito paladar jazzero de Scorsese, quien nos encantará con melodías típicas del género a lo largo del suntuoso recorrido, convirtiendo a la música en un imprescindible condimento. La cámara sigue deslizándose y se posa sobre un hombre, que yace inmóvil, sentado, de espaldas. Scorsese coloca su cámara sobre su mano y vemos su anillo. Un objeto que adquirirá sentido más adelante y será sinónimo de poder (‘solo tres personas en el mundo poseen uno de estos y solo uno es irlandés’, entre otras frases que pasarán a la rica historia del cine). La cámara sigue moviéndose, busca el rostro del anciano. Pronto sabremos que es Robert De Niro mirando a la lente del neoyorkino, y ese instante constituye uno de los momentos más emocionantes que todo cinéfilo pueda apreciar. El séptimo arte ha contado otro cuento de fábula, fábrica inagotable que hace realidad el sueño de unir a dos leyendas, cuyas carreras no hubieran sido de la misma forma, el uno sin el otro. Flashback a 1973. “Malas Calles”, la película en donde el dúo Scorsese-De Niro se estrenó, encadenando un rosario de gemas en celuloide que engalanarían una década prodigiosa: “Taxi Driver” (1976), “New York, New York” (1977), “Toro Salvaje” (1980) y “El Rey de la Comedia” (1982). A “Buenos Muchachos” le siguió “Cabo de Miedo”, que representó el enésimo reto camaleónico de un bestial De Niro para la remake del clásico de J. Lee Thompson. “Casino” (1995) sigue conservándose brillante y nos resulta tan lejana que la dupla nos debía este mágico reencuentro. Flashforward a 2019. A esta historia le faltaba lo mejor y “El Irlandés” se encarga de reunirlos. Este tiempos de reencuentros hace lo propio con Al Pacino (su último trabajo junto a De Niro había sido en la mediocre “Asesinato Justo”, 2008) y con Joe Pesci (semi-retirado de la gran pantalla desde que Bob lo convocara para su propio film “El Buen Pastor”, 2006) El entendimiento entre el cineasta y el intérprete dos veces ganador del Premio Oscar está intacto. Los ojos de De Niro entienden a Scorsese a la perfección y saben captar con sutileza el rumbo que éste pretende dar a Frank Sheeran (el irlandés al que da vida De Niro, con absoluta soberbia) eje vital del relato. En tanto, el ingenio audiovisual de Marty sabe extraer de cada gesto de De Niro el plano y el encuadre perfecto para deleitarnos. Su personaje nos narra la historia en off durante toda la película y a lo largo de las cuatro décadas que abarca el relato, colocándonos en un grado de focalización (noción de los acontecimientos sucedidos) que genera una atención y propensa un nivel de incertidumbre que convierte a esta gesta épica en un complejo entramado narrativo a modo de ‘cajas chinas’, que incluyen un recorrido introspectivo de un líder mafioso en decadencia contándonos sus memorias, un viaje en carretera (con destino a cumplir un último deber), y las elipsis temporales correspondientes que -a modo de analepsis retrospectiva literaria- terminan de configurar las piezas de este colosal laberinto gangsteril. En el personaje de Sheeran orbita el relato en su totalidad. Desde los traumas ocasionados por su servicio durante la Segunda Guerra Mundial, a sus humildes inicios en el sindicato de camiones hasta escalar a lo más oscuro del universo mafioso que dominó la costa este americana durante los años ’50, ’60 y ’70. Vemos su núcleo familiar resquebrajarse al tiempo que este fiel servidor al sindicato aprende el gusto de robar a los más poderosos. Luego empuña un arma y sabremos que no vacila un instante en asesinar, ni siquiera a aquel ‘padrino gremial’ que lo amparara de forma incondicional. Si se trata de elegir, salvará su pellejo cueste lo que cueste. Intimidante, se convierte en un protegido del clan mafioso liderado por el personaje Russell Bufalino, que con estupenda clase compone el magistral Joe Pesci. Altamente disfrutable resulta el vínculo humano y ‘profesional’ que establece con el duro de Sheeran. Solo la estirpe actoral de sendos monumentos de Hollywood y su extensa filmografía en conjunto (es el quinto film que comparten) bastan para brindar algunas de las escenas más encomiables del film. Desde lo genuinamente enternecedor a lo fríamente sanguinario, según la ocasión dictamine. Notoriamente rezagado queda Harvey Keitel, un deleite actoral cuya intervención se asume más como un guiño nostálgico (había participado junto a Scorsese en “Malas Calles”), que en beneficio a una trama poblada de personajes secundarios. Acaso, ¿no hubiéramos amado ver a Chazz Palminteri, Armand Assante, Ray Liotta, Joe Mantegna, Danny Aiello o John Turturro? Si, por supuesto…todos vinimos a ver a Al Pacino. Magnético, bestial, absorbente. Suya es la pantalla cada vez que aparece en escena y suyo el olimpo actoral que lo resguarda como uno de los intérpretes más grandes de todos los tiempos. Descomunal, su Jimmy Hoffa desborda histrionismo, monólogos altisonantes e improperios marca registrada que parecen una extensión de su Tony Montana. El arco dramático que atraviesa el personaje (un todopoderoso acorralado por su propia autoestima y delirios de grandeza intocable) ofrece algunos de los pasajes más cautivantes de todo el film. Un inolvidable Pacino destila intensidad y convierte en exiguo a cualquier elogio. En su estreno a las órdenes de Scorsese, nos obsequia un tour de forcé emotivo, una masterclass actoral a la hora de componer a un personaje enigmático y desafiante, a quien ya había interpretado en la gran pantalla el no menos brillante Jack Nicholson (para la ópera prima de Danny De Vitto, con guión de David Mamet, en 1992). Si, además…todos vinimos a ver a Al Pacino actuar junto a Robert De Niro. Estos dos pesos pesados del cine grande americano se miden frente a frente, cerrando un capítulo que adeudaba un encuentro de este calibre. Compartieron cartel pero ninguna escena (por obvias razones cronológicas) en “El Padrino II” (F.F. Coppola, 1974), en tiempos donde ambos se dirimían el trono al mejor actor del momento. Año más tarde, en plena madurez de sendas trayectorias, se convirtieron en ladrón cazado versus policía cazador en “Fuego Contra Fuego” (Michael Mann, 1995). Este ejemplar policial de fin de siglo los posicionó como mutuos némesis al tiempo que los rumores esparcieron la controversia acerca de la mentada lucha de primacías. ¿La famosa escena rodada en plano y contraplano fue compartida o trucada? Nunca lo sabremos. Cierto es que la historia del cine, y ellos mismos, necesitaban un encuentro de esta magnitud. La reconstrucción de época realizada por Scorsese resulta brillante. Su cuidadosa recreación de escenarios, prestando especial atención a locaciones, vestuario y recurriendo a efectos de maquillaje de lo más creíbles que nos permiten apreciar el envejecimiento físico de sus personajes, el realizador culmina la fina planificación de este imponente fresco de la historia americana del siglo XX. Con el progreso del automóvil y las modas publicitarias como referencia epocal, nos sitúa en medio de una carretera desolada, nos abandona en una vieja gasolinera para luego llevarnos al corazón de la Little Italy nocturna. Nos invita a bares de dudosa reputación a degustar de sus tragos autóctonos y delicias gastronómicas, cuyos ilustres comensales pueblan los titulares matutinos de la sección policial. Muchos de ellos no llegan a ver la luz del día, ajusticiados por el temible Frank, veterano de combate, otrora fiel conductor de camiones devenido en estafador, pirómano y sicario. El superlativo lienzo socio-político trazado por Scorsese nos sume en los mecanismos mafiosos, los arreglos judiciales, las conexiones políticas, las conspiraciones sindicales y los dramas familiares. Convirtiéndonos en testigos del traslado en décadas de un reguero de sangre y violencia (pensemos en la segregación racial y en la cantidad de líderes políticos asesinados durante esa brecha temporal), se anima a una crónica pormenorizada sobre la misteriosa desaparición del carismático líder Jimmy Hoffa, también esboza las turbias implicancias políticas de la familia Kennedy (y el asesinato de JFK, ejerciendo la presidencia, en 1963, sobre el que se tejen un sinfín de conjeturas) y desliza su mirada acerca del comprometido comportamiento que le costara a Richard Nixon la presidencia, en 1974. Todos ellos buscaban detentar la rueda del poder, pocos estaban dispuestos a pagar tan duro precio. Con un marcado acento crepuscular, el cineasta responsable de recientes gemas como “El Lobo de Wall Street” (2014) y “Silencio” (2016) ofrece su visión del mundo de la mafia con un grado de precisión notable. No pretende redimir al otoñal y vetusto hitman, carente de ética y valores afectivos; tampoco que nos conmovamos ante el ego paternal herido de un ser que se sabe incapaz de redimirse. Sin ponerse jamás solemne, sabe escudriñar el alma y el corazón de un pecador con absoluta nobleza y un rebosante sentido del humor. Si, también habrá lugar para la risa genuina, porque este experimentado retratista de la devastación moral humana sabe, ante todo, que las reglas del juego mafioso dictan que el tiempo y la suerte son dos grandes aliados, hasta que ‘las cosas son como deben ser’. Luego, el lento proceso de declive que lleva a la autoeliminación del clan, al fratricida enfrentamiento, a la cárcel, al hospicio de ancianos y a la solitaria muerte. En su inabarcable brillantez, “El Irlandés” se conforma de cuantiosas virtudes. Sin embargo, Scorsese sabe que una narrativa portentosa y un extraordinario manejo del lenguaje cinematográfico son fiables instrumentos para hacer resplandecer a De Niro y Pacino, motores de una película antológica. Desde la primera escena que comparten en pantalla (luego de una conversación telefónica resuelta con gran inventiva, que sirve como delicioso prólogo) al trágico desenlace que culmina el lazo entre ambos, todo cinéfilo disfrutará de la magia que emanan estos dos portentos en pantalla. Camaradas eternos, se entienden y complementan. Una delicia resulta verlos intercambiar parlamentos y gestos que serán material de historia cinematográfica en tiempos por venir. Como Marlon Brando junto a un joven Pacino en la primera entrega de “El Padrino” (1972). Como un maduro De Niro junto a un disminuido Brando en “La Cuenta Final “(Frank Oz, 2001), así se escribe la historia de las grandes estrellas. Un paciente Scorsese sabe hacer germinar el vínculo entre ‘aspirante’ y ‘líder’ sabedor que allí reside la clave que desentrañará el misterio; para luego intercambiar roles, realidades y destinos de la forma más cruenta y menos condescendiente posible. Con cruda veracidad, cuando la vida está en juego Frank no sabrá de lealtad ni demostrará dubitación alguna. Quizás, este abrupto desenlace -en una secuencia perfectamente resuelta que no adelantaré- sintetice la génesis feroz que reviste (y explica) la existencia de un hombre implacable. “El Irlandés” mide su peso en oro a veinticuatro fotogramas por segundo. Esta gema cinematográfica penetra en el resquicio moral de estos dioses del hampa, convirtiendo la crónica del ascenso, auge y caída del clan mafioso retratado en un sueño cinematográfico impostergable. Sí, Scorsese lo hizo de nuevo y mejor que nunca.
Competidora en el New York Film Festival y en el Festival de Cine de Berlín, está basada en las propias experiencias del director. Quien comienza el proceso creativo de la película desde un lugar puramente instintivo y primordial como deseo a explorar su propia identidad, llevándolo a la construcción cinematográfica. En el joven Yoav, autoimpuesto exiliado huyendo del ejército israelí, es la visión nacionalista de un desertor y la visión humanista de un libertario. Allí, observamos a un joven intenso y desbordado de una mixtura de fragilidad y amabilidad, pero -a la vez- una explosión de violencia que define la identidad del personaje en su carácter contradictorio. Una violencia implícita espejada en el sentido de exclusión, cultural e idiomática, que padecen los inmigrantes y se no muestra en un relato que no está exento de humor e ironía. Dejándonos como reflexión que la barrera política del lenguaje en sí es a menudo donde la identidad golpea el muro de la nacionalidad, y donde la tensión entre lo íntimo y lo social golpea un muro político inevitable. Ocupando un lugar preponderante en el relato, esta segregación es retratada de manera cínica y fría como un símbolo de la barrera nacionalista, enfatizando así el muro específico de odio y exclusión amortiguada. En la piel del personaje protagonista, se refleja necesario lidiar con los arquetipos parisinos para resignificarlos bajo su propia idiosincrasia, legado y bagaje cultural. La redención como una lucha interna que no tiene frontera, como los países. En busca de su destino, morir como israelí y nacer como parisino se reflejan en la necesidad de escaparse para salvarse de la absoluta alienación.
No es nuevo para el cine el mundo automotor, ambiente que al séptimo arte le ha resultado por demás atractivo. Desde “Grand Prix” (1966, John Frankenheimer) a “Las 24 Horas de Le Mans” (1971, con un inolvidable Steve McQueen). De allí a la taquillera “Días de Trueno” (Tony Scott, 1990) o la más reciente “Rush” (de Ron Howard, sobre la batalla deportiva de Lauda versus Hunt). He aquí la más flamante incursión en el sub-género. Fanáticos de competencias automovilísticas, fierreros consumados amantes de la mecánica, apasionados nostálgicos de viejos automóviles de carrera y colección, clásicos seguidores del deporte motor contemporáneo que supieron apreciar tiempos más románticos y menos virtuales como los que corren en estos tiempos. Esta película es para ustedes. “Contra lo Imposible” (absurda traducción del título original) nos retrotrae a los míticos años ’60. Un tiempo de absoluto encanto en donde héroes al volante podían ser recios competidores y también atractivos sex symbols del ambiente deportivo. Tiempos más románticos, como dicho, pero también repletos de peligros. Carreras que eran gestas heroicas. Se requería gran valentía para subirse a esos bólidos, despojados de las protecciones y la seguridad que gozan las máquinas del siglo XXI. Una época de oro, al fin, una década después que nuestro Juan Manuel Fangio dominara el automovilismo internacional. Una era que vio brillar a grandes ases del volante: John Surtees, Dan Gurney, Bruce McLaren, Chris Amon, Lorenzo Bandini y Richie Ghintier, entre otros. La Fórmula 1 otorgaba prestigio, también competencias como Daytona y la mítica carrera de Le Mans. Allí se emplaza este drama deportivo, suerte de biopic sobre dos figuras fundamentales del mencionado ámbito. Carroll Shelby (el siempre descomunal Matt Damon), ex piloto y exitoso fabricante de chasis y Ken Miles (valiosísima composición de Christian Bale), intrépido y bravucón piloto inglés devenido en mecánico de pueblo a punto de quedar en bancarrota. Por allí desfilan también las enormes figuras de Enzo Ferrari y Henry Ford II, dueños de dos imperios a ambos lados del Atlántico. No cruzan una escena, pero se sacan chispas a través de sus emisarios. Es ciertos que ambos están delineados con una plétora de lugares comunes, pero es una exquisitez verlos interpretar a sendos ‘mandamás’. A lo largo de las dos horas y media de metraje, el efectivo realizador James Mangold (“Tierra de Policías”, “Tren a Yuma”, “Johnny & June”) recreará de forma sumamente atractiva las escenas de carrera de las competencias que involucran, a través de varios años, el desarrollo de esta historia real. Se podrá palpar el nervio, la tensión y la adrenalina de estos coches en busca de la vuelta más rápida y de sus conductores a la conquista de una hazaña deportiva sin igual, venciendo el cansancio, las inclemencias que se presenten y, también, obstáculos que exceden lo deportivo. La contundencia visual ejercida por el director nos hará palpitar semejante vértigo, sin embargo, su empleo del artificio cinematográfico es en absoluto artificioso. Las escenas de acción no empañan una mirada puesta sobre un drama humano, aderezado con cuotas de bienvenido humor, propio de la idiosincrasia latina o anglosajona, según se verá. Merced a una excelente recreación de época (vestuario acorde, diseños de colección, vetusta tecnología y sponsors clásicos), el abordaje de Mangold es tan amplio que nos convida del sucio, burocrático y vil detrás de escena de un negocio disfrazado de altruismo deportivo. Midiendo en dólares su rédito o en lucrativas campañas de promoción una foto que justifique la supremacía deportiva. Detrás, subyace un drama emotivo de supervivencia, traumas y frustraciones, encarnados en sendos protagonistas principales. El realizador prefiere un enfoque humanista que enriquezca la propuesta. El prólogo y el epílogo nos regala un precioso monólogo narrado en off por Matt Damon. Si alguna vez pudiera resumirse, en una frase, la esencia de un piloto de carreras y la pasión que este siente por su oficio, “Contra lo Imposible” no pudo haberlo guionado mejor: ‘Un cuerpo lanzado en tiempo y espacio por velocidad, a 7.000 revoluciones por minuto, donde todo se desvanece’. Estos héroes deportivos anhelan el máximo trofeo, cruzar primero la línea de llegada, recibir la bandera a cuadros y bañarse de gloria eterna. No todos estos ases del volante tuvieron un final feliz, pero en la lucha diaria encontraban el sabor, mientras perseguían la esquiva victoria.
Imposible descifrar que nos quiso ‘vender’ Ang Lee en su última película. De un director dos veces ganador del Oscar, de un trotamundos que ha surcado geografías e industrias cinematográficas ofreciendo una carrera ecléctica y dueña de una destacada personalidad estilística, esperábamos muchísimo más. Sin embargo, el cineasta oriental falto de ideas y sometido a las reglas comerciales del afamado productor Jerry Bruckheimer opta por concebir un producto de preocupante mediocridad. Cuesta entender que un actor como Will Smith haya aceptado formar parte de este despropósito, habitué a producciones mainstream de acción y ciencia ficción a lo largo de toda su carrera, el hijo interpretativo de Filadelfia se ha mostrado inteligente a la hora de elegir papeles que lo coloquen como un héroe de acción de referencia del cine moderno. No obstante, su última incursión traspasa el ridículo. La propuesta sobre la que se basa “Proyecto Géminis” no tiene el más mínimo sustento argumental. Una historia de ciencia ficción puede situarnos bajo su propio verosímil narrativo y regularse dentro de las coordenadas del micro-universo que contiene a la historia. Pero el caso de esta película resulta el epítome del costado más laxo y banal que se ha digerido a sí mismo, licuando todo atisbo de cine pensante y medianamente serio. Abundarán peleas, persecuciones y tiroteos que parecen sacados un juego de PlayStation más que de una película. El cine debe perseguir, ante todo, la honradez de tratarse de un hecho artístico en consecución y no meramente un artilugio visual, pasatista, frío y conformista. Que Will Smith y su estereotipada compañera de turno escapen indemnes a las más improbables balaceras resulta de un nivel de dejadez notable: interminables persecuciones de un misterioso francotirador se suceden extendiendo el metraje de una película que se agota en su argumento, mucho antes de que la propuesta siquiera nos llegue a resultar atractiva. Ello no es todo, Ang Lee demuestra poseer exiguas dotes para manejar el sentido del humor poblando una trama de bocadillos sin timing alguno que abundan en sátira y en el humor negro de forma de lo más inoportuna y carente de gracia. Como corolario, y por si acaso todo lo acontecido no fuera suficiente, el desenlace de la película termina por dinamitar todo lo argumentalmente sostenido hasta entonces. “Proyecto Géminis” poseía el potencial para convertirse en un instrumento intelectualmente loable en abordar un tema sensible como la clonación humana, ridiculizando su propuesta a la máxima potencia si el clon 30 años más joven de Will Smith buscaba eliminar a su némesis humano -pero su corazón lo hacía titubear-, ¿por qué Lee no eligió ahorrarnos semejante mal trago enviando de primera mano a la versión robótica mejorada que pretende dar caza al fugitivo? Simplemente, porque no hubiera habido película. En otras palabras, ni el mínimo decoro de preocupación argumental. Haciendo su aparición de forma tan temible e implacable como ridícula y fuera de contexto, este enhanced clon derriba los muros de nuestra credulidad. Por si fuera poco, el edulcorado final de un Will Smith paternal y protector educando a su redimido ‘otro yo’ otorga el happy ending perfecto a la fábula idiotizada que a Hollywood le encanta vender, a un excelente precio, a masas adormecidas. No nos subestimen más, ¡por favor!