El cine de ciencia ficción moderno se ha adentrado a explorar la humanidad en un futuro cercano: el deseo de la conquista del espacio y la búsqueda de vida inteligente extraterrestre han sido tópicos transitados, gracias al virtuosismo técnico expresado por films como “Gravity” (2013), de Alfonso Cuarón y “Interstellar” (2015), de Christopher Nolan. “Ad Astra” retoma dicha senda, ofreciendo preciosismo visual y despliegue técnico notable. Entregando escenas de notable factura, apegándonos a un verosímil estipulado en base a una sociedad futura distópica y en el abismo de una crisis catastrófica para el destino de la humanidad, el último film de James Gray constituye un ejercicio de género fuera de lo común. Ante tal propuesta, como espectadores resultará más que interesante potenciar esta elucubración de futuro en peligro como un vehículo a pensar acerca de la condición humana, más que a intentar desentrañar la conspiración espacial que busca tejer en torno a sí, como sustento narrativo; inclusive llegando a condicionar la credibilidad sobre determinadas escenas, pobremente resueltas. No obstante, resulta preferible contemplar el film como un interesante práctica audiovisual a nivel simbólico, reflejando todo el existencialismo que desborda el atractivo personaje que interpreta Brad Pitt. Roy Mc Bride es hijo de un pionero espacial (en la piel de un desaprovechado Tommy Lee Jones) y, mal que le pese, carga con ese peso sobre sus espaldas. A la vez, desconoce ciertas facetas de su padre y convive con el fantasma de un ser que se esfumó en el espacio hace 30 años. Acercándose a él, en busca de respuestas (existenciales o galácticas), busca liberarse de una infranqueable cárcel mental que lo tiene retenido, en soledad, dolido y arrastrando una inquietud imperecedera. Un actor tan versátil y enorme como Brad Pitt puede dotar a su personaje de la sensibilidad necesaria como para superar cualquier bache narrativo en que James Gray suma al film. Luego de participar en el último film de Quentin Tarantino (“Había una vez en Hollywood”), Pitt encarna a un hombre enfrentando el abismo, no solo del inconmensurable espacio, sino el suyo mismo, cuestionándose cuanto más grande puede ser el vacío interior espejado en ese insondable cosmos que lo rodea. Este intrépido hombre del espacio busca a su padre, del que reniega, pero de quien aprendió, entre otros valores, la virtud del sacrificio, su apego al trabajo, su honestidad y un rigor inclaudicable para completar con su misión que le ha sido encargada, aún sabiéndose un anzuelo dentro de un entramado global de magnitudes desproporcionadas. Nuestro héroe no teme, en más de una ocasión, en poner su vida en riesgo y resulta implacable; cuando otros dubitan, él siempre tomará la decisión acertada, mostrándose imperturbable en los momentos cúlmines. Su meta es, nada menos, atravesar el infinito espacio en busca de un reencuentro que trascenderá su existencia por completo. Su vuelo, al fin. Hundido en su melancolía, el astronauta buscará sortear su propia odisea espacial. Si en la modélica “2001”, Stanley Kubrick buscaba tomar conciencia acerca de la supervivencia humana proveyendo reflexiones de gran agudeza de cara a un desenlace tan deslumbrante como inquietante, “Ad Astra” retoma la ambigüedad latente acerca de la conquista espacial y la búsqueda de vida inteligente fuera de nuestro planeta, prefigurando su propio verosímil en un futuro cercano. Acaso, la metáfora de su búsqueda paternal reformula otro clásico: la quimérica búsqueda del misterioso Capitán Kurtz, emprendida en la expedición que recreaba el film “Apolcapyse Now” (1979). Ese maniático, entregado a una misión desquiciada, era encarnado por Marlon Brando en el film de Francis Ford Coppola. A nivel metafórico, “Ad Astra” enriquece la propuesta usualmente tibia que presentan este tipo de abordajes sci-fi desde Hollywood. Mediante un variopinto uso de la imagen (escenas, planos, colores) el film consigue alegorizar al respecto con notable inventiva, mediante contrastes en el uso de planos y la iluminación a contraluz (con frecuencia, solo vemos la mitad del rostro en penumbras del protagonista). Son éstas las herramientas elegidas por Gray (director de “La Ciudad Perdida”, “The Inmigrants”) para comandar los designios del film, matizando ciertos rasgos de autor (inquietudes filosóficas) con algunas resoluciones simplistas más propias del cine mainstream hollywoodense. No obstante, su hondura reflexiva posibilita una balance favorecedor. Preguntándose por la existencia de vida extraterrestre en el espacio, al tiempo que reformula una indagación psicológica del ser humano frente a la incertidumbre de su propio abismo existencial, “Ad Astra” es una película que el inigualable David Bowie se hubiera sentido a gusto de musicalizar.
“La Internacional del Fin del Mundo” nos relata la influencia que tuvo en la Argentina la revolución rusa, precisamente en los movimientos culturales, sociales y políticos de la época a través de la vida de cuatro personajes trabajadores, parte del movimiento de la Semana Trágica e involucrados tanto en el movimiento de la reforma universitaria como en corrientes revolucionarias de la izquierda. Quizás el más particular de todo ellos resulte la inclusión en esta historia imprescindible de ser contada al hijo del presidente Agustín P. Justo (por la Unión Cívica Radical, 1932-1936). Dirigido por Violeta Bruck y Javier Gabino (de “Memoria para reincidentes”) y liderando a un equipo de realizadores independientes del grupo Contraimagen, el construye una nueva geografía en la Buenos Aires de principios de siglo XX, basándose en el libro “El verdugo en el umbral”, del escritor Andrés Rivera. Resulta interesante la opción de sugerir como espejadas algunas luchas por igualdad de derechos con la urbe contemporánea, brindando a la película una llamativa contemporaneidad. A partir del recurso cinematográfico, el film rompe la temporalidad y reconstruye la historia del debate político en base a cuantioso material de archivo y testimonios de familiares. Testimoniando luchas de clases obreras, movimientos feministas, revoluciones de izquierda y el anarquismo europeo, el documental intercala imágenes de noticieros y un análisis pormenorizado que abunda en registros biográficos e históricos.
Un cineasta versátil como Danny Boyle es capaz de abordar diversos registros genéricos: desde la ciencia ficción apocalíptica (“Exterminio”, 2002) al drama de suspenso (“127 Horas”, 2014). Desde que se diera a conocer al mundo, gracias a notables films como “Tumbas al Ras de la Tierra” (1994) y “Trainspotting” (1996), la carrera de Boyle gozó de un gran eclecticismo. Su punto más notable resultó la singular “Quien Quiere ser Millonario” (2008), ejercicio que le deparara un Oscar como Mejor Director. En su más reciente producción, el inglés construye un verosímil argumental de escasa consistencia, pueril excusa para rendir homenaje un ícono cultural de su Inglaterra natal: Los Beatles. El fenómeno rock nacido en medio de un profundo tiempo de cambios ha sido un objeto de culto cinematográfico, desde los mismísimos tiempos en que la banda causaba inaudito furor a uno y otro lado del océano Atlántico, épocas en donde el rock anglosajón cambiaría para siempre la historia del género como lo conocemos actualmente. El vértigo que causaron estos cuatro magníficos oriundos de las islas británicas no tuvo precedente en la historia del rock. No obstante, la comunión cinéfila entre The Beatles y la gran pantalla data de mediados de los años ’60, en donde el fenómeno hiciera eclosión. Ejemplo de la perenne simbiosis del cuarteto con el medio cinematográfico resultan un par de colaboraciones legendarias junto a Richard Lester. Se trata de “Anochecer de un día Agitado” (A Hard Day’s Night, 1964) y “Help!” (ídem, 1965), films que los magníficos de Liverpool llevaran a cabo junto al renombrado realizador británico Richard Lester. Por aquellos años, Lester era un talento en ciernes cuya trayectoria ostentaba la Palma de Oro en Cannes por su film “The Knack …and How to Get It”. De allí en más (y sin profundizar en la cantidad de veces que sus integrantes se probaron el traje de estrellas del celuloide) el grupo ha sido objeto de revisionismo cinematográfico, inclusive desde la excusa argumental que nutra la propuesta de un irresistible aire beatle. En tal sentido, recordamos la película estrenada hace pocos años titulada “Danny Collins” (2015) y protagonizada por Al Pacino; en la cual se tomaba una historia real – un anciano cantante de los años ‘70 descubre una carta que le envió John Lennon hace 40 años- con el fin de otorgarle un giro ficticio potenciando una narración atractiva. Bajo la ecuación del tan mentado ‘que hubiera sido sí…’, Danny Boyle concibe su “Yesterday” de manera similiar. Con guión del laureado Richard Curtis, un experto en la comedia romántica (“Nothing Hill”, “Love Actually”) y quien también ha explorado los terrenos del rock anglosajón (“Los Piratas del Rock”, 2009), aquí se hecha mano al famoso recurso literario de los ‘tiempos alternativos’ para contar una historia que parte de un estándar distópico para edulcorar su propuesta y regalarnos un final aleccionador, desbordante de utopía. El carácter de credibilidad que nos plantea “Yesterday” luce endeble y absolutamente forzado, bajo el lema remanido que prefigura un esquema del músico frustrado: estrella fracasada que busca abrirse camino de la impiadosa industria discográfica a base de hits carisma y talento por descubrir. El actor indio himesh Patel interpreta a un perdedor que, de la noche a la mañana y gracias a una serie de fortuitos eventos, se convierte en un rockstar de calibre mundial. Sin el más mínimo cuidado por las formas narrativas (ni nuestra capacidad de credulidad y/o cuestionamiento mínimo) Boyle se zambulle, escatimando inversión alguna en tiempo transitivo entre la rutinaria vida de este selfmade man y el apagón mundial que causa la extinción de todo rastro beatle. “Yesterday” apela a la reconocible fantasía cinematográfica y nos lleva, de forma vertiginosa, al epicentro de una vida sacudida por el éxito inmediato y descontrolado; similar al que vivieron los Beatles hace ya medio siglo, cuando las ‘invasiones británicas musicales’ conquistaron el rock americano. Brindándonos una agridulce dosis del impiadoso mercantilista y bursátil mundo de la industria discográfica, en dónde las estrellas se convierten en meros objetos decorativos que producen hits para satisfacer ventas y colmar estadios deportivos que incrementen las ganancias de la exigente ‘firma’ que lo respalda, el film parece adquirir cierto matiz profundo. Sin embargo, se trata solo de un espejismo. El esquematismo desborda la imagen brindada sobre un productor musical que dista de la figura de Sir George Martin hasta la antítesis. La cara publicitaria del artista ofrece en su abordaje un impiadoso mosaico de una triste realidad, no obstante “Yesterday” persigue fines más lúdicos y prefiere otorgar peso al dilema romántico que vive nuestro héroe inesperado. Valiéndose de guiños humorísticos que aligeran la propuesta, así como de pequeños homenajes que cimentan el paladar melómano del realizador (habrá menciones a artistas y bandas emblemáticas que forman parte historia grande del rock anglosajón del siglo XX, como The Rolling Stones, David Bowie, Oasis y Radiohead), tampoco faltarán menciones al mundo pop contemporáneo, como la aparición del famoso cantante pop Ed Sheeran. Se sumarán a algunas líneas de diálogo que sólo los entendidos en la música Beatles comprenderán: se cita al tema autoría de George Harrison “While my guitar gently weeps”, con absoluta literalidad, también icónicas ‘tapas’ precursoras y una recreación del histórico ‘Rooftop Concert’. La recurrencia a citas nostálgicas no podía faltar: el otrora ignoto músico convertido en atribulada estrella recorre los lugares más característicos de la Liverpool natal de The Beatles, como si de un city tour se tratara. Aditamento que otorga a “Yesterday” un cáliz melancólico pero bien intencionado; no obstante el vacío argumental resultará un aspecto que termina por condenar el éxito del film. El nulo verosímil bajo el cual la película se estructura -negando en su resolución las propias fronteras de credibilidad bajo las que se concibe- nos lleva al hallazgo de un apacible y avejentado John Lennon -el enésimo acto nostálgico-, quien sobrevivió la barbarie conocida por todos y vive plácidamente el éxito de ser un perfecto desconocido. Qué decir de la aparición de dos misteriosos ‘fans’ que pueden recordar aquella magia incomparable que hizo vibrar al mundo, haciendo del planeta Tierra un lugar confortable en donde estar si un disco de “The Beatles” sonaba. Esta herramienta de la ciencia ficción denota preocupantes falencias siendo puesta en práctica en las manos equivocadas. Mundos fantásticos y distópicos (existe peor noción de realidad que la extinción de todo recuerdo Beatle?) prefiguran una aventura romántica (innecesariamente subrayada) obra de Danny Boyle, que entre desatinos y huecos argumentales nos invita a rememorar clásicos de álbumes referentes como Sg.t Pepper´s Lonely Hearts Club, Abbey Road y The White Album, a través de un sinnúmero de pistas que recurren al último lustro creativo Beatle. El repertorio ofrecido durante el metraje nos recordará (por si hiciera falta) la imperecedera frescura y ternura de canciones como canciones “Leti t Be”, “Hey Jude”, “Help!”, “PennyLane” y “Strawberry Fields Forever”. Bien sabemos que la música de Beatles nos invitó a bailar, nos enseño a soñar y nos obligó a creer en un mundo mejor posible. Pero (siempre lo hay), si la premisa de su desaparición y prueba más fiable sea la no existencia de rastro alguno en la todopoderosa internet – ecos de la masividad de nuestros tiempos- la fuente de referencia se convertirá en una excusa que excede el cliché y debilita la propuesta original, limitando notoriamente sus expectativas. Porque bajo esta noción de ‘memoria formateada’ tampoco existen emblemas literarios como Harry Potter e iconos culturales como la gaseosa “Coca Cola” (malos chistes incluidos). Los azarosos hallazgos que realiza el protagonista (para incrementar su inagotable capacidad de sorpresa) son, a menudo, rematados con latiguillos humorísticos de dudoso timing. Cuando parece que el bueno de Boyle ha perdido su sentido del humor, por allí aparecen Ringo y Paul, amenazando con su presencia en sueños a este artista consagrado en un abrir y cerrar de ojos. Presencia que activa un tardío, pero necesario, acto introspectivo. Esta joven pasión de multitudes se verá cuestionado en su conciencia moral y replanteará la naturaleza de los actos eticamente cuestionables que llevara a cabo, con tal de prolongar su éxito, no buscado, sino caído de la más fortuita sorpresa. Quien supiera aprovechar la ‘divina providencia’ bajo el mentado lema de ‘que pasaría si…’ medirá el alcance de sus actos y cambiará, drásticamente, su rumbo. Se espera, la resolución será -por demás- edulcorada: el público recibirá con bonhomía a este artista redimido que, al fin y al cabo, acabó siendo un puente entre generaciones, llevando al mundo las canciones de un grupo de superdotados que nos contaron de qué se trataba esa incomprensible fiebre masiva llamada rock and roll, a las puertas de una nueva era. Esta nueva sensación llamada Jack Malik acabará convirtiéndose en un instrumento que, de forma benevolente, transporte la magia creada por otros en sublime acto redentor. ¿Hacía falta? Boyle rescata de las garras de la tentación y la codicia a su héroe caído en desgracia una vez descubierta la fuerza vital de su motor creativo y otorga un final feliz a una propuesta de pobre vuelo intelectual. Si el apagón mundial (tomando una página del manual narrativo sobre el uso de tiempos alternativos como patrones literarios) que funciona como disparador pudo borrar de la memoria toda música creada por estos cuatro fantásticos, vale la pena preguntarse que hubiera sucedido si en lugar de buscar un historial de Google, este incrédulo fan hubiera consultado las bateas de las viejas y queridas disquerías. Simpatía y celebración no equivale a genuino homenaje.
Dicen los libros de historia que los ‘Manuscritos del Mar Muerto’ también son llamados ‘Rollos de Qumrán’, fueron encontrados en cuevas situadas en Qumrán (Estado de Palestina), a orillas del mar Muerto. Totalizan 972 manuscritos. La mayoría datan del año 250 a. C. al año 66 d. C., antes de la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén por los romanos en el año 70 d. C. Su colección se conserva hoy en día en el museo de Jerusalén, y su curador es -nada mas y nada menos- que Adolfo Roitman, aquel que emigrara a Israel en 1987. ¿Es “Paternal” una botella lanzada al mar? ¿Será, así como los rollos sagrados, una cápsula de tiempo? La preservación de la memoria es, también, una forma de pensar y ver el mundo. Acaso, ¿por qué no?, de ocultarlo de toda amenaza. La huella de un pensamiento que todo acontecimiento histórico, social y humano arrastra como una marca indeleble. Allí está la curiosidad de todo documentalista y allí posa la mirada Eduardo Yedlin, retratando a Adolfo, un personaje que despierta simpatía e interés. Un viaje en el tiempo y en el espacio prefigura “Paternal”, documental itinerante que traza su ecuador desde los rollos del mar muerto a Maradona. Y, en ese trayecto, observamos la diversificación de ciudades, religiones, hábitats. También nos sumergimos en microcosmos y dimensiones paralelas que parece habitar este oriundo bonaerense. Resguardando ‘el santuario del libro’, dentro del museo, nos topamos con el eclecticismo de un personaje excluyente, Adolfo. La lente de Yedlin lo sabe inasible: diversos mundos giran alrededor de él; y su protagonista, generoso, abre su vida a la cámara. El documental transita una riqueza de realidades paralelas y recuerdos nostálgicos. Filmado en Argentina, Brasil, México e Israel, nos incita a pensar en qué cosas puede creer un ser humano. En su cosmovisión puede caber la divinidad absoluta superior, poderosa e impoluta, tanto como la fragilidad humana e inabarcable de un ídolo popular y convocante. En tiempos de fútbol como un templo moderno y de deportistas concebidos como íconos de masas.
Esta nueva versión de “It” reformula el eterno recurso de la transposición literaria. Hoy en día concebido como un fenómeno masivo, el pasaje más común en los inicios del cine fue desde el teatro o la literatura. Actualmente hay ejemplos del cine a la televisión y viceversa, así como de éxitos masivos cinematográficos que se propagan a la novela como fenómenos propios del posmodernismo, sin olvidar transposiciones desde el género musical al cine o de la literatura hacia el teatro. Es por este motivo que la corriente estilística posmoderna ha permitido en el último tiempo múltiples transposiciones, y que su traslado a un medio adaptado sea objeto de más de una versión. El análisis de este fenómeno de época nos limita al ámbito literario, para lo cual es necesario conocer temas, géneros y núcleos narrativos que generan interés continuo en una sociedad y su cultura, bajo coordenadas históricas y geográficas determinadas. Desde el estudio crítico también se establecen relaciones entre cine y literatura. El hecho de que el film y su dimensión temporal incorporen la sensación de narración, nos hace acercar a lo literario para establecer una valoración sobre el contenido. Y aquí es donde nos encontramos con la inmensa figura del novelista Stephen King, cuyas obras han proliferado en el formato audiovisual de modo incesante. ¿Cuánto debe el cine a Stephen King? ¿Cuánto debe Stephen King al cine? El cine le adeuda incontables cantidades de historias que han sido adaptadas y aprovechadas por el género de terror y el suspenso psicológico, nutriéndose de estas a lo largo de los años. No obstante, el mismo King, uno de los más grandes autores contemporáneos, reconocido y valorado mucho antes de que sus obras llegaran a la gran pantalla, agradece al cine, sin dudas, parte de su trascendencia y perdurabilidad. “El Resplandor” (1980), “Christine” (1983), “Cuenta Conmigo” (1986), “Misery” (1990), “Sueños de Libertad” (1994), “Milagros Inesperados” (1999) y “La Niebla” (2009) fueron grandes películas y ejemplos válidos para corroborar esta tendencia de saber aprovechar el rico material literario de King, en manos de directores como Rob Reiner, Frank Darabont y John Carpenter. Tampoco fue extraño el suceso que despertara la “It” original, dirigida por Tommy Lee Wallace, en 1990. El suceso de esta novela de King también alcanzó el formato de las miniseries, siendo adaptada por la cadena ABC. La novela nos contaba de la desaparición de una serie de niños de la ficticia ciudad de Derry (Maine, mismo estado donde nació el autor), producto del malvado accionar del payaso Pennywise, temible responsable de actos de violencia y asesinatos por doquier. Andy Muschietti se fascinó con esta cabal novela de Stephen King durante su adolescencia, germen iniciático de su pasión cinéfila. Posteriormente, este joven experto en el género del terror estudió en la Universidad del Cine y participó del icónico “Historias breves” propulsado por el INCAA, allí cuando el NCA daba sus primeros y revitalizadores pasos. Años después se radicó en Madrid, cumpliendo labores de publicidad. Radicándose en Estados Unidos gracias a la obtención de un concurso, llamó la atención de Guillermo del Toro, quien suele producir a nóveles talentos del cine de habla hispana. Ya instalado en Hollyoowd, sorprendió a la crítica cinematográfica con “Mamá” (2017), espeluznante cinta protagonizada por Jessica Chastain, premiada actriz con la que vuelve a colaborar en este proyecto. El argentino, encargado de llevar a la cabo la remake de esta icónica historia del género dos años atrás, retoma la macabra historia de estos niños ya adultos (otrora miembros del ‘Club de Perdedores’), quienes luego de haber abandonado sus raíces nativas producto del profundo trauma sufrido se ven imposibilitados de escapar a los tormentos y traumas de su pasado. Como es de esperarse, la respuesta la encontrarán enfrentando sus propios miedos. Junto a la productora Barbara Muschietti, la dupla de hermanos lleva a cabo una monumental secuela de la historia: el ensamblaje original duraba 4 horas y, debido a presiones del estudio para recortar escenas, la gesta acabó en la suma de -igualmente- excesivos 169 minutos que despliegan el microcosmos conceptual y estético que reviste a la idea original de King, bajo una red de subtramas que se bifurcará con mayor y menor acierto dentro del desaforado y vehemente universo ideado por el argentino. Allí aparece el inquietante escenario de la feria de atracciones (tan afín a la cultura americana y que nos remite a recientes títulos del género de terror como “Nosotros” de Jordan Peele) como escenario para generar terror y como disparador de la maldad que habita en Pennywise. Inteligentemente, el motor disparador del film girará en torno al mencionado fun house como entorno perfecto, guarida y lugar pesadillesco para sus frágiles víctimas. Resulta interesante la apuesta de Muschietti, y de elogiar su ambición narrativa (hasta la desmesura) más allá de los resultados en sí. En tiempos donde el metraje pierde peso específico, en detrimento de vacuos efectos especiales, la apuesta resulta singular.
El cacique Cafulcurá fue el principal líder religioso político de la nación mapuche hasta que, a finales del siglo XIX, la misma fuera diezmada, sucumbiendo al ataque del hombre blanco, en La Conquista del Desierto. Pablo Reyero, en su flamante documental, se traslada hasta un lugar de asombrosos paisajes lindante con la inclemente cordillera, en búsqueda de los descendientes de este adalid político, espiritual y guerrero de la nación mapuche. Con un equipo técnico mínimo y un material humano recudido, filmaron “Paso San Ignacio” en un paraje inhóspito -sin luz, agua potable y ni gas-, acampando a 90 kms. del poblado más cercano, en extremas condiciones. El realizador se crio entre historias mapuches: su familia materna, oriunda de La Pampa, le contó desde su más tierna infancia relatos con relación a la conquista del desierto. Años después, la curiosidad lo llevó a indagar apasionadamente en la realidad de sus descendientes, ubicados al este de la Cordillera. Luego de años de investigación bibliográfica, la tarea documental de campo lo llevó al lugar de los hechos. Allí, encontramos una zona árida, habitada por talladores de piedra, y accesible por camino de ripio. Hoy en día, viven allí un centenar de familias descendientes de la comunidad Namuncurá, mayormente. La historia nos cuenta, casi en tono mitológico, el legado de las Salinas Grandes de Macachín, en tiempos donde la sal tenía el valor del oro para conservar la carne, curtir cuero y hacer la pólvora. Fundada por su bisabuelo, las calles de Macachín, hasta el año 1914, podían leerse, a su denominación, en la lengua mapuche. Tiempo atrás, los pueblos aborígenes habían recorrido miles de kilómetros hasta llegar allí y esta huella la que la dupla de realizadores desea desandar. Este documental nos lega retazos de una cultura sumamente atractiva, que lamentablemente se está perdiendo, puesto que luego de la Conquista del Desierto sus pobladores autóctonos no pudieron seguir desarrollando su idioma, entre otras consecuencias. Hoy en día, es un lugar de vida natural, de resistencia milenaria, de cultura campesina y de respeto por las tradiciones que, de generación en generación, trazaron su legado hasta aquí.
Neil Jordan suele ser un cineasta inclasificable, cuya nutrida filmografía ofrece una variedad de tonos, géneros y registros abordados. Con suma habilidad para abordar de modo frecuente universos oníricos (“In Dreams”, 1999), el realizador de “El Juego de las Lágrimas” (1992) y “Entrevista con un Vampiro” (1994) apuesta, en esta ocasión, a la fórmula genérica del thriller psicológico el fin de acometer su nueva aventura cinematográfica, titulada “Greta” y entendida como una exploración traumática de la psiquis femenina. Luego de un destacado acercamiento al cine policial con “El Buen Ladrón” (2002) -un estilizado remake de “Bob le Flambeur” (1955), de Jean-Pierre Melville-, y un distintivo abordaje de los mundos marginales bajo una estética glam en “Desayuno en Plutón” (2005), la última incursión de valía en la gran pantalla databa de más de una década, “The Brave One” (2007), junto a Jodie Foster, en una suerte de síntesis de su cosmovisión autoral. Curiosamente, una docena de años después de la citada película, el talento y la inventiva del director irlandés parece haberse esfumado completamente. El visionado de una película como “Greta” no arroja ni el más mínimo rastro de la sapiencia y la experiencia que el cinéfilo espectador podría esperar de un cineasta laureado con un Premio Oscar y triunfante en Venecia (Michael Collins, 1996) y Berlín (The Butcher Boy, 1997). Agotado en sus ideas creativas, este otrora sólido guionista concibe en “Greta” el film más pobre de toda su trayectoria. Apelando a la fórmula más banal del cine de género, esta irrisoria propuesta enmarcada en el suspenso psicológico atrasa décadas al tiempo que contamina su recorrido de pésimas decisiones narrativas, factores que lo convierten casi en una propuesta clase b. El cine acerca de psicópatas y acosadores es una de las vertientes que Hollywood y el cine comercial han abordado hasta el cansancio. A lo largo de las últimas décadas, destacados títulos como “Atracción fatal” (Adrian Lyne, 1987), “El inquilino” ( John Schlesinger , 1990), “La mano que mece la cuna” “Curtis Hanson, 1992), “Falsa seducción” ( Jonathan Kaplan, 1992) y “El fanático” (Tony Scott, 1996) se ciñeron a este esquema. “Greta” pretende aplicar la regla, pero lo hace de modo deficiente. Como si no bastara, su coqueteo con el humor negro y bizarro no hace más que parodiar un verosímil maltratado por el mal tino de una trama sin sustento ni credibilidad alguna. Indigno de su palmarés profesional, Jordan dilapida el respetado status de dos estrellas de fuste internacional. Reservarle al bueno de Stephen Rea (y que éste aceptase el convite, más un favor disfrazado) un ínfimo rol disminuido en la vacuidad del argumento es faltarle el respeto al legado de un actor fetiche de su obra, que dejara su distintiva marca en recordadas incursiones del autor irlandés. No menos significativo resulta el protagónico otorgado a Isabelle Huppert, eje absoluto a través del cual gira una trama que, a medida que se desarrolla, adquiere ribetes de grandiosa ridiculez. Cuesta imaginar saber que llevó a la distinguida actriz francesa a aceptar semejante despropósito actoral. La refinada intérprete que supiera brillar a las órdenes de Claude Chabrol para engalanar su filmografía con títulos provenientes del mejor cine de autor europeo sucumbe a la tentación de interpretar a esta viuda pianista que torturará y hostigará a la dulce e ingenua adolescente, como ¿paliativo? de su pérdida sentimental. Como un reverso perfecto del inmediatamente anterior y desafiante rol que le valiera un Premio Oscar hace un par de años (“Elle”, de Paul Verhoven), cuesta encontrar un abismo cualitativo de similares proporciones en la historia del cine contemporáneo. Carente de lógica argumental y exhibiendo escaso timing para provocar auténtica expectativa, Jordan pretende desnudar la raíz obsesiva de un vínculo símil materno-filial paroxístico, como pasaporte a desentrañar los perversos motivos de un ser deteriorado mentalmente, incapaz de lidiar con su soledad. No obstante, su ingravidez e incongruencia resulta preocupante.
Nos cuenta el diccionario que un índalo es una representación prehistórica del dios del arco iris que se grababa en los hogares contra los maleficios, a modo de amuleto. Más precisamente, una figura rupestre del Neolítico tardío o Edad del Cobre que se encuentra en el Abrigo de Las Colmenas, en la provincia de Almería, España. Representa a una figura humana con los brazos extendidos y un arco sobre sus manos, y, entre múltiples teorías esbozadas, la mayoría de ellas otorga cierta divinidad al peculiar dibujo. Dicen, también que la postura del Índalo activa una memoria ancestral que lo enraíza con la Madre Tierra y conecta con su origen cósmico. A propósito de lo cual, podríamos preguntarnos que es aquello que vincula, de forma medular, a esta familia de militantes de la lucha armada, objeto de revisionismo en este flamante documental. En formato de road movie, “Los índalos” intenta trazar, con palpable emotividad, la vida de una familia revolucionaria. La vida de Aurora Sánchez Nadal como de su familia, rastreando sus orígenes desde comienzos del siglo XX. El padre de la protagonista peleó en la Batalla del Ebro (desarrollada en el período julio-noviembre 1938) y fue un republicano antifranquista. Su hermano, perteneció a la agrupación PRT-ERP y su hijo, finalmente, peleó contra la revolución nicaraguense en el proceso denominado anti-sandinista. El trío de directores y guionistas -Gato Martínez Cantó, Santiago Nacif y Roberto Persan- nos lleva hacia la génesis de la perenne lucha de Aurora, quien posee a sus familiares desaparecidos desde el copamiento de La Tablada, en 1989. La búsqueda de sus restos es, para los autores, una historia que merece ser contada, abrevando en la particularidad de un personaje que representa, a través de su familia, el adalidad de un linaje sumido en la lucha revolucionaria. Recurriendo a entrevistas periodísticas y material de archivo, “Los índalos” reconstruye al personaje de Aurora, trasladándonos hacia la niñez en su pueblo en la pequeña campiña francesa donde sus padres se refugiaron de la guerra civil española. Desde el presente, y en su casa costera ubicada en Boquita (Nicaragua), la protagonista reflexiona sobre el eje de una vida que persigue la libertad y el socialismo a toda costa.
“Baldío”, el último largometraje dirigido por la prestigiosa realizadora argentina Inés de Oliveira Cézar (“Como Pasan las Horas”; “La Otra Piel”) ofrece un gran trabajo póstumo de Mónica Galán, eminente actriz argentina tristemente fallecida luego de finalizado el rodaje del presente film, estrenado con motivo del último festival Bafici. El nuevo opus de esta guionista y directora, anteriormente nominada a los premios Cóndor y una figura reconocida en festivales internacionales, nos ofrece un conflicto dramático familiar de espesa hondura y fino tratamiento. Como resulta habitual, a lo largo de su cuerpo autoral, su cine no transita registros previsibles ni juicios condescendientes. La mirada femenina se posa sobre la gran protagonista de esta singular historia: una actriz madura, que supo ser una estrella de renombre y hoy, en su crepúsculo profesional, es convocada por un director de films de clase b -obsesivo y engreído-, intentando una suerte de renacimiento para su otrora destacada carrera. Este terreno intertextual, del inagotable abordaje al cine dentro del cine, servirá como pasaporte para colocar a la heroína del relato bajo situaciones que requerirán su ingenio y pondrán a prueba su carácter. Un elenco compuesto por Nicolás Mateo, Gabriel Corrado, Rafael Spregelburd, Luis Brandoni acompaña al personaje de Galán en este tour de forcé tan extravagante como hilarante. “Baldío” nos refleja un cúmulo de relaciones disfuncionales, a medida que examina la pesadilla que atraviesa una mujer, atrapada en su propio laberinto de impotencia y dificultades. Con agudeza y sin condenar sus falencias, la realizadora nos transmite la angustia de una mujer presa de la desesperación. Curiosamente, su teléfono celular (un testigo impensado de los hechos) será un elemento detonante de alarma, espera y silencio. Cualquiera de las alternativas no preceden buenos augurios. El registro en blanco y negro elegido otorga plasticidad a un relato que alterna locaciones en una antigua casona, en la reconstrucción de un hospital (filmado en una fábrica abandonada, recuperada) y en los espacios abiertos en donde se desarrolla una trama cuya línea de acción adquiere tonos más incisivos cuando se focaliza en los traumas que atraviesa el personaje del hijo de la actriz, interpretado enla ficción por Nicolás Mateo. En este vertiginoso y redentor periplo, en donde la ‘Brisa actriz’ se reencuentra con su profesión, al tiempo que la ‘Brisa mujer’ acude a cumplir su rol maternal, “Baldio” nos interroga con bienvenida sinceridad: ¿Qué hace un padre con un hijo adicto?
La última película de Quentin Tarantino resulta una de las gratas sorpresas de la temporada cinematográfica y a la vez uno de los estrenos más esperados vía Hollywood. Completamente distante del dantesco y alegórico universo llevado a cabo en “Los odiosos ocho”, su novena película como director lo encuentra recreando, bajo su original mirada, una serie de eventos ocurridos a fines de los años ’60, en el convulso mercado de estudios cinematográficos sito en el corazón californiano. Al comenzar la película, Tarantino se encarga de mostrarnos el tejido social y político de una Estados Unidos sumida en la guerra de Vietnam a través de diversas referencias culturales, qué nos sirven de pistas para decodificar la identidad de una nación qué convivía con el hippismo y las nuevas modas imperantes. Al respecto, Tarantino se vale de notables guiños que nos ambientan en la escena: carteles publicitarios, lugares gastronómicos icónicos, la moda reflejada en los autos y en las vestimentas y -no resulta un dato menor-, una radio y una televisión que -permanentemente- se convierten en un relato en segunda voz qué nos habla del paradigma social en ferviente ebullición. Será virtud del espectador captar estas pistas con la consiguiente pérdida idiomática: las menciones radiales o televisivos no están traducidos en los subtítulos. El director de “Tiempos Violentos” (1994) recrea la realidad de un Hollywood que luchaba por resurgir; quebrado el sistema de estudios, cambiada por completo la faz de la industria a la llegada de la televisión y derogado el dudoso código de moralidad Hays, el cine industrial se encontraba ante un cambio de paradigma. Quiebre necesario que lo posicionaba de vara a una nueva era; el Neo Hollywood se posicionaba fuerte plataforma expresiva para directores con ideas renovadoras, intelectuales, transgresoras y comprometidas. Una época de cambios y reinvención, lejos del clasicismo de los años dorados. El autor capta a la perfección el espíritu de la industria, mostrándonos el detrás de escena de un rodaje, al tiempo que hace hincapié en la todopoderosa figura del director, las miserias de toda estrella por conservar su status y los negociados de los estudios para financiar sus producciones. Ofreciendo exquisitos guiños a las olvidadas estrellas del cine clase b y haciendo una mención especial al spaghetti western (emergente por aquellos años), Tarantino vuelve a declarar su amor a ese sub-género nacido en Italia de la mano de Sergio Leone, al que ya homenajeara estilísticamente en la saga Kill Bill. La película se relata, enteramente, a lo largo de 2 jornadas (en Febrero y Agosto de 1969) alrededor de las cuales gira el epicentro del argumento: un evento trágico que unirá las vidas de los protagonistas de esta trama coral por la que desfilan un sinnúmero de rostros familiares (algunos caídos en el olvido de la industria contemporánea como Timothy Olyphant, Luke Perry y Emile Hirsch), a los que Tarantino se encarga de rescatar como si de una reunión de viejos amigos se tratara. Será el asesinato de Sharon Tate,- actriz, modelo y, por entonces, esposa de Roman Polanski- por parte del Clan Manson, el factor determinante que resulte en el principal disparador de una trama subyugante. Tarantino condensa el lenguaje cinematográfico para convertirlo en un vehículo de sus más íntimas obsesiones cinéfilas: insertar una escena original de la película “El Gran Escape” (1968) protagonizada por el propio McQueen, colocar a la emergente Tate como espectadora de su propia película en una sala oscuras -fue nominada a un Globo de Oro por su participación en “El Valle de las Muñecas”- y a la misma ingresando en una pequeña librería angelina en busca de un ejemplar de “Tess” (de Thomas Hardy), sutil guiño que remite a la película que rodaría Polanski 10 años después (1979, junto a Natassja Kinski), adaptando dicha novela a la gran pantalla. Este brillante ejercicio cinematográfico y postal de una época nos lleva a un suntuoso recorrido por las calles nocturnas angelinas, merced a un hábil manejo de cámaras por parte del realizador, para otorgar osados manejos de planos, abundantes travellings y planos secuencia marca registrada que embelesarán la mirada. El catártico y justiciero desborde de furia y violencia -que nunca faltará y nos deleitará- confirma la habilidad de Tarantino como un maestro en amalgamar estilos; le basta una sola escena -ubicada en la comunidad dónde habitaba el funesto clan Manson- para ejercer un asfixiante manejo del suspenso en un apreciable entorno western, al que escenifica como un digno heredero de los grandes hacedores de films del Lejano Oeste. El realizador de “Perros de la Calle” (1992) dinamita el estatus de estrella de sus dos protagonistas principales, encarnados por los magníficos Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. La dupla actoral expresa notable química en pantalla y parecen mimetizarse, el uno con el otro. Mientras el frustrado personaje de DiCaprio está basado en una estirpe de actores de poca monta de series de televisión, publicidades comerciales y westerns clase B, el postergado stuntman encarnado por Brad Pitt está inspirado en el doble de riesgo que utilizara Burt Reynolds durante gran parte de su carrera. Además, el mismo Reynolds, iba a formar parte de “Había una vez…”, falleciendo durante el rodaje; su papel fue ocupado por el siempre destacado Bruce Dern. Sin develar el desenlace -en tiempos de superfluos spoilers-, Tarantino se apropia de lo real para codificarlo en su perfecta maquinaria ficticia, difuminando la línea divisoria entre ficción y realidad. La cual se vale de incontables referencias al mundillo cinematográfico y a los protagonistas de la historia, inventados, duplicados o apropiados a los fines del film: por allí, aparecen acertadas caracterizaciones de un histriónico Roman Polanski, un siniestro Charles Manson, un seductor Steve McQueen -en notable parecido físico con Damián Lewis-, una esplendorosa Sharon Tate en la piel de Margot Robbie y un bravucón Bruce Lee, quien osaba desafiar al mismísimo Muhammad Ali. Leonardo DiCaprio, oculto tras su caricaturesca máscara y autoinfligiéndose vituperios, malvive las miserias y mezquindades del ambiente y probablemente, brinde la mejor actuación de su carrera despojado de cualquier etiqueta de galán, brinda un tour de forcé actoral de notable exigencia. Mientras que Brad Pitt luce relajado y seguro de sí mismo como su anverso perfecto. Inmenso y magnético en pantalla, a la altura del nivel interpretativo que tan singular personaje merece, Pitt seduce en cada fotograma. Con excepción de un desaprovechado Al Pacino en la piel del magnate Marvin Schwarz -personaje real que ocupa un rol absolutamente menor en la trama-, “Había una vez en Hollywood” es una película casi sin fisuras. Testamento cinematográfico del hijo dilecto angelino, Tarantino supo condensar recuerdos de infancia, fascinación por la novedosa pantalla de TV y sueño de héroes en celuloide para deleitar a su público una vez más. Recurriendo a su enésimo truco de meta-referencia lingüística, en su desbordado desenlace sintetizó aquel antiguo ardid literario bajo el exquisito pase de un prestidigitador: ¿qué hubiera pasado si…?