Martina y Manuel son dos ‘mulas’ que cruzan la frontera limítrofe del noroeste argentino con Bolivia. En la habitación del hotel, Manuel se descompone luego de ingerir las cápsulas con drogas que intenta contrabandear. En pocos minutos, el desenlace es fatal. Martina (interpretada por Eva De Dominici) se encuentra ante una situación imprevista: los mafiosos le exigen que le entregue la totalidad de las cápsulas y ella no sabe cómo proceder. En un lugar que le resulta extraño, cargando con la muerte de su compañero y con los traficantes pisándole los talones, no puede escapar. Se siente acorralada, amenazada, sin rumbo. Allí entra en juego a la historia el personaje interpretado por Alejandro Awada, a traer la siempre bienvenida solución externa. El ‘salvataje a último minuto’ tan popular desde tiempos inmemoriales. Claro, el vínculo que lo une con Martina otorga otro matiz dramático a la historia: es su padre. Aunque no la reconoce como hija. Lo cual dificulta la decisión: ¿la ayudará o no? ¿Vendrá al rescate? Lo más interesante de la historia resulta ser el lado ‘b’ de la trama, que es la llegada del padre, disparador que desata un drama psicológico que convierte al cargamento de drogas en una cuestión casi anecdotaria. Esa relación que nunca existió (y que reprochan mutuamente mediante agresiones verbales poco verosímiles) empieza a construirse, pero con más desconfianza y oportunismo que sinceridad y voluntad. Subliminalmente, uno podría pensar que un cadáver terminó uniendo a padre e hija, y el análisis allí se vuelve más profundo. Lamentablemente, “Sangre Blanca” elige quedarse estancada en la superficialidad. Sin demasiado atino, el relato intenta explorar las consecuencias que debe afrontar el personaje de Martina, testigo de un accidente fatal del que participa directamente, al tiempo que reflexiona sobre el aspecto moral de su proceder. Como casi siempre, estas cosas suelen salir mal y así se verá involucrada en esta tesitura, pugnando por salir ilesa del asunto ‘mafioso’ y a la vez construyendo su identidad de hija reconocida. La labor de Alejandro Awada es irreprochable, componiendo a un personaje áspero, hostil y severo con la dosis justa de sangre fría para ponerse al mando de la situación, por desagracia su enorme talento actoral luce desperdiciado. De Dominici, en cambio, no deja igual de buena impresión que en su consagratorio rol en “Sangre en la Boca”. Su personaje luce forzado en su angustia, sufrimiento y desesperación. La directora salteña Bárbara Sarasola-Day (autora de la muy lograda “Deshora”, 2013) filma con solvencia técnica los ambientes norteños que albergan la historia, prestando especial atención a los paisajes, la marginalidad del entorno y los rasgos autóctonos de los lugareños, proveyendo una atmósfera atractiva que la débil narración y los múltiples lugares comunes que atraviesa terminan por desvanecer. Con abundantes tiempos muertos que acompañan la cotidianeidad de estos personajes a lo largo de esos días de pesadilla, el film peca de falta de concreción. Pasando del reclamo exacerbado al perdón implícito, el personaje de De Dominici restituye la relación con su padre, a medida que la vulnerabilidad que siente, inmersa en este laberinto, la desestabiliza. Él, por su parte, promete ayuda, pero exige distancia luego. Quizás, el desarrollo del vínculo paternal sea una forma de encontrar una contención, una pared momentánea en medio de la tragedia personal. También lo son sus escapes nocturnos y sus encuentros sexuales furtivos. Probablemente sería más interesante si la realizadora dedicara un poco más de peso social en el relato para explorar posibles orígenes que llevan al narcotráfico. Miles de jóvenes de clases económicamente desfavorecidas se hacen pasar por ‘mulas’, siendo salvajemente explotados por redes que se manejan impunemente. De manera confusa y sin demasiado hilo para cortar, la trama avanza sin potenciar lo suficiente las emociones de sus personajes, a merced de estas redes. Sin grandes hallazgos ni condimentos que complejicen la trama, “Sangre Blanca” consigue exiguos pasajes de tensión dentro de la sofocante habitación de hotel, que no logran explotar el suspenso que merece la presencia del cadáver y el acecho de los dueños de la droga. No existe el impacto ni la intensidad que este tipo de género requiere, tampoco la dosis recomendada de entretenimiento. El film transita hasta su desenlace en un lento y monótono fundido
Una comedia dramática y pasatista, con tintes emotivos, dirigida por Roberto Salomone y protagonizada por Diego Pérez, es la nueva apuesta de la distribuidora 3C Films. Diez Menos se presenta con la intención de hacer reír y conmover por partes iguales, pero los resultados están lejos de lo esperado.
Con motivo del estreno del film “The Predator” (Shane Black, 2018), resulta oportuno revisitar un gran clásico de acción de los años ’80. Una clase de género de culto moldeado en base a un nervio narrativo y una violencia visual característica de un género que combinaba -con justas dosis de entretenimiento e inteligencia- el aspecto bélico, la aventura y la ciencia ficción y que, por aquellos años, incursionaban cineastas como Walter Hill, James Cameron o John McTiernan, realizador de esta primera entrega. En la "Depredado"r original la premisa nos situaba frente a una fuerza alienígena, misteriosa e invisible, la cual se presentaba como una cabal amenaza para la raza humana. Cabe mencionar también que, gracias a su éxito de taquilla, “Depredador” no estuvo exenta del fenómeno de moda de sagas y re-ediciones que caracterizaron a este tipo de films a lo largo de las siguientes décadas, producto de su consumo masivo, en gran parte por el público juvenil. La huella dejada por el film se convirtió en cliché para futuras reinvenciones en la pantalla cuando, en 1990, Stephen Hopkins dirigió “Predator 2”, en un film bastante más irregular que el original. Mientras que en 2010, Robert Rodríguez produjo una nueva y discretísima entrega titulada “Predators”, la cual precedió a la igualmente fallida “Alien Vs. Predator” -un híbrido inclasificable-, más un afán comercial en tiempos de franquicias y refritos, que un producto con buena materia cinematográfica para el análisis. A 30 años de su estreno, la frescura de un film como” Depredador” radica en los valores bajo los que el film fue pensado: entretenimiento y originalidad. La propuesta de McTiernan se resignifica bajo el ojo fotográfico de Black, quien sustenta su arte en una concepción del cine de acción sin respiro, áspero y visceral, que caracterizó al cine de los años ochenta. Convirtiéndose en un absoluto ícono del género, nacido para una época muy distante a los cánones que dominan el mismo hoy en día, “Depredador” continúa la exitosa senda comercial trazada en el film que protagonizara Arnold Schwarzenegger.
Agustina y Pedro son dos jóvenes estudiantes del pueblo “La Resignación” que buscan descubrir el verdadero significado del amor, ajenos a la obsesión sexual que viven sus amigos adolescentes. Ellos son los protagonistas de “Amor Urgente”, film cuyo elenco es mayoritariamente joven y está integrado por Fabián Arenillas, Paola Barrientos, Martin Covini, Paula Hertzog, Martín Policastro y Gonzalo Urtizberea. El director Diego Lublinsky (realizador de los largometrajes “Tres Minutos” y “Hortensia”) se centra en las obsesiones sexuales que atraviesan todos los adolescentes en pleno despertar, si bien su mirada se dirige de forma muy particular a explorar que sucede en el descubrimiento que experimenta (con sus curvas evolutivas) la pareja de adolescentes mencionada. Presentados lejos del estereotipo de niños en edad púber ‘cancheros y carilindos’, los protagonistas verán transformar su mirada desde la inocencia y la torpeza más pura a la picardía y la excitación constante, a lo largo de este camino iniciático. Allí, el punto de vista del director dota al film de una nueva capa de sensibilidad y va más allá de la habitual ebullición que acompaña a la edad. Porque se trata de descubrir el verdadero significado del amor. Un tanto aislados en esa búsqueda exacerbada –por esto del distinto, que no encaja- e incomprendidos por su entorno, los chicos encontrarán aquello que buscaban, con más desatino que gracia, entre burlas y constantes competencias sexuales. Si bien siempre es necesaria la cuota de singularidad para volver a contar una historia que pareciera ya hemos visto en otras ocasiones, también es preciso que el humor acorde a este tipo de relatos no sólo roce lo pueril, sino que sea inteligente. Allí es donde el film se queda a mitad de camino y pudiera pecar de pretencioso: aspira a una cualidad por la cual su falta de lo segundo, termina aburriendo al espectador. Quizás el valor más rescatable del film sea la forma original desde la propuesta visual, que encuentra para llevar adelante su relato: la ambientación pueblerina (una anacronía que se percibe, por ejemplo, en cómo visten sus personajes) llevada a cabo desde una manera más original, mediante continuos juegos visuales. No sin la dosis de simpatía y amabilidad que este tipo de historias requieren para dibujar personajes, Lublinsky concibe un ejercicio formal desde la puesta en escena, captando esa atemporalidad, en donde los mecanismos del relato van trazando este llamado coming of age, ya abordado en reiteradas ocasiones por la pantalla grande, con más o menos prejuicios. Si bien con altibajos, y dentro de lo predecible de la obra, Lublinsky no cae en el lugar común de burlarse de la torpeza sexual y del carácter -un tanto quedado- de sus personajes, sino que los retrata cariñosamente, sin juzgarlos. Luego de un inicio prometedor, el resultado entrega pocas situaciones ingeniosas desde la narrativa, por el contrario más ideas visuales creativas, como las retroproyecciones como artilugio. No obstante, el resultado final, así y todo, deja gusto a poco. Justamente, esta contención es la que maniata a un film falto de la suficiente dosis de ingenio.
La verdad tiene dos caras Gonzalo Tobal, es un joven realizador que desarrolló tempranamente su carrera como director de cortometrajes, con los cuales también participó en diversos festivales. Luego de su celebrada ópera prima Villegas, estrenada en la Selección Oficial de Cannes 2012, se instala en las grandes ligas de nuestro cine al comando de una historia poderosa, interpretada por un elenco de lujo. Producción argentina nominada para competir por el León de Oro en el festival de Venecia y construida como un thriller judicial, Acusada (2018), se presenta como un complejo ejercicio de investigación acerca de la auténtica naturaleza de la verdad y –acaso- de su carácter ambiguo. Aquella certeza que, en su fuero íntimo, solo conoce la propia conciencia en la cual quedarán grabados los actos cometidos, o no. Dolores (interpretada por Lali Espósito) es una joven acusada del crimen de su amiga Camila, quien apareció muerta luego de una fiesta descontrolada. Días antes de la tragedia, Camila había difundido un video sexual en el que participaba Dolores. Sus padres (Inés Estévez y Leonardo Sbaraglia) han confiado la estrategia y el futuro de su hija a la defensa que lidera un especialista (Daniel Fanego), quien ha orquestado un infalible plan para adoctrinar a la joven y así convencer a la opinión -y la justicia, principalmente- de su inocencia, en pos de preservar su libertad. Existe un planteo interesante que lleva a cabo el director. La forma en la que elije contar la historia, permite que el espectador se involucre con una noción de verdad que siempre es subjetiva a su punto de vista. Es decir, no nos comparte el secreto sobre la culpabilidad o no del crimen. Lo cual arruinaría las intenciones y, por otra parte, la esencia del film no pasa por allí. Su verdadera hondura narrativa se encuentra varias capas por debajo de esa superficie. El hecho de invitar a cada espectador a sacar sus propias conclusiones sin dar una resolución ‘por servida’ permite la distancia necesaria respecto a los personajes, a fin de evitar las habituales identificaciones maniqueas que pululan en este tipo de cine, en donde la (supuesta) debilidad de un (asumido) culpable genera la empatía necesaria para lograr ese ‘imán’ con el espectador. Por otro lado, el film desnuda la verdad que tejen los medios de comunicación, haciéndose eco de una noticia, y todo el entramado tejido alrededor para que una verdad, hipotética, salga a la luz. Factores menos tangibles que, con frecuencia, inclinan la balanza hacia cierto tipo de verdad “asumida como tal”. Bajo este acercamiento a un acontecimiento policial, Acusada ofrece un planteo interesante y novedoso, poseyendo rasgos distintivos muy destacables: permite el lucimiento de un sólido elenco de protagonistas, instala en la producción nacional un sub-género poco transitado (el thriller legal) y bucea en las profundidades mediáticas de un caso que remite en nuestra memoria reciente al de Lucila Frend y Solange Grabenheimer, un hecho macabro que ocupó incontables horas en noticieros y de debates televisivos. Justamente, esa ambivalencia que flota en el aire de la historia a lo largo de sus casi dos horas de metraje, deja la marcada sensación de que nadie es quien dice realmente ser. Con acierto, la enriquecedora y minuciosa construcción que hace Tobal de sus personajes refuerza esta idea, al tiempo que posa su mirada sobre la exposición descarnada y manipuladora de los medios, las miradas desconfiadas de la opinión pública, las flaquezas judiciales, la viralización de la intimidad en las redes y las apariencias banales de las clases acomodadas. No es habitual ver en el cine nacional este tipo de narrativa, cuyo corte por momentos se asemeja al policial literario de Claudia Piñeyro. Lejos de centrarse exclusivamente en la investigación del caso, elige tomar distancia de lo fáctico, es decir, de la “evidencia” que suele construirse como huella en este tipo de relato. Por el contrario, sitúa la historia dos años después de lo sucedido, ya próxima a un veredicto final, haciendo foco en el entramado familiar y la reconstrucción de estas relaciones post-tragedia. Allí, el espectador irá armando su propio rompecabezas al tiempo en que Tobal nos invita a participar de la intimidad de este núcleo, resquebrajado en su fibra más íntima. Con gran capacidad para crear atmósferas atrapantes, el director sugiere más de lo que muestra acerca de la escena del crimen. Apenas unos flashbacks alcanzan para entregar pistas sutiles, que el espectador deberá saber codificar. El personaje de Dolores, presa de la propia imagen que la opinión pública ha construido sobre ella, es la metáfora permanente de un ser en suspensión, encerrada en un universo artificial, en continua espera y sostenida angustia. Acaso el misterioso puma que -de forma más que metafórica- merodea la zona, se convierte en un simbolismo sobre culpables o inocentes, a tener en cuenta si buscamos desentrañar la verdad. La escapatoria de su refugio, ¿es un invento de los medios? De existir, ¿su hallazgo podría interpretarse como la captura de una presa que atemoriza la calma de la comunidad? El puma, ¿existe o es un mito generado por el boca a boca popular? Dolores, ¿víctima o victimaria? Así, a diferencia de otros exponentes del género que construyen todo el relato bajo la órbita de los pasillos judiciales –pensemos en lo prolífico que ha sido el género en Hollywood-, prefiere arraigarse en el universo familiar, jugando con la tensión verbal, la intromisión ajena, el silencio incómodo y los climas de permanente paranoia, favoreciendo lo implícito a lo que muestra, como si en esa zona gris y difusa se dibujara la verdadera naturaleza de sus protagonistas. ¿Creen los padres en la inocencia de Dolores, o la protegen a sabiendas de su culpabilidad? Lali Espósito compone a una Dolores enigmática, quien a todo momento siembra la duda acerca de si las sensaciones que genera esa joven angustiada por la situación que le tocó vivir, son genuinas o fríamente calculadas. Saliendo airosa de su primer gran reto actoral, Espósito transmite la justa y necesaria expresividad que su personaje requiere y se percibe, allí también, la buena mano del director para dotar de realismo y credibilidad a su personaje, cuya gravitación no merma en todo el film: ambigua, incómoda, amenazante y frágil de a ratos, de mirada perdida, cargada de angustia. Uno se pregunta qué ideas atraviesan sus pensamientos, uno cuestiona si ha sido capaz de cometer el crimen que se le acusa. El acercamiento hacia el personaje es gradual; Tobal acierta en conducirnos hacia ese sofocante infierno, como si compartiéramos con la protagonista esa incertidumbre, aun desconociendo si consumó el crimen o no. En ese contexto, Dolores sabe que tiene a toda la atención pública detrás y su personaje sufre esa hostilidad, exteriorizada en la expresión de su rostro, en una contenida angustia corporal. Presa de su propia imagen, sometida a presiones que se hacen insostenibles, bajo el férreo control de sus padres, el personaje de Dolores también revela una segunda verdad: despersonalizada, rodeada por su séquito de ‘consejeros’ y ya convertida en una máquina lista para convencer de su inocencia, este alto nivel expositivo terminar por amedrentar lo que quedaba de esa joven rodeada de amigas y en pleno despertar sexual. Mención especial merecen las composiciones de Leo Sbaraglia e Inés Estévez en el rol de los Acusada: La verdad tiene dos caras 3padres de la acusada, donde los magníficos intérpretes entregan la dosis de talento de dos consagrados. Para la actriz es el regreso a los primeros planos cinematográficos luego de su celebrado regreso en la brillante El Misterio de la Felicidad. Mientras que para el reciente ganador al premio Cóndor de Plata (Mejor Actor por El Otro Hermano), el papel ratifica su grandísimo presente como el más destacado y versátil actor argentino del momento: cine (próximo a estrenarse con Almodóvar en Dolor y Gracia), teatro (El Territorio del Poder) y serie de TV (Félix). Transformados magistralmente en dos seres ciegamente encomendados a defender a su hija a toda costa, los padres de Dolores ejercen un control férreo sobre ella con tal de evitar el hundimiento de una familia, inclusive si hiciera falta echar mano a las facilidades económicas y los privilegios de clase para comprar una ‘verdad’. Resulta imposible no involucrarse emocionalmente en el espiral de locura en que se ven inmersos (bajo la sombra de la duda sobre su complicidad), presos del asedio de los medios y con el peso de la justicia cargando sobre sus espaldas. Un sólido Daniel Fanego en el habitual rol de ‘abogado del diablo’ retrata con mucha clase una especie de letrado que abunda en el microcosmos judicial. Por su parte, Gerardo Romano da vida a un fiscal de conducta implacable, cuyo personaje se exacerba mediante abundantes dosis de ironía. El elenco secundario se completa con Gael García Bernal –en acertada participación especial- como periodista incisivo y presto a fundar teorías conspirativas, quien en una entrevista televisiva interpela de forma impiadosa al personaje de Dolores. El film es un inteligente ejercicio como estudio social, combinando efectivamente los elementos dramáticos que arman la ficción, con el fin de explorar hasta qué punto lo mediático y la posición socioeconómica garantiza la impunidad con la cual ‘moverse’ en ciertos ámbitos, sembrando la duda hasta instalar cierta desconfianza generalizada sobre la ‘verdad’ que en realidad quieren ‘vendernos’. Polémica, valiente y debatible, en Acusada se hace verdad el popular dicho que sostiene: lo que aparenta ser la verdad es más importante que la verdad en sí. El final abierto invita a la propia interpretación y a cuestionarnos si, finalmente, importa saber de forma empírica y conocer quien fue el asesino, dejando flotar en el aire una serie de interrogantes mayúsculos: ¿Una persona es inocente hasta que se pruebe lo contrario? ¿Controlar el relato en los medios equivale a mentir con tal de qué la justicia ‘muerda el anzuelo’? ¿Hasta qué punto puede una persona camuflar sus actos bajo un ‘disfraz de mentiras’? Como en el mejor cine de autor, de eso parece estar hecha la película, donde importa más la forma que el contenido, aún si el fondo de la cuestión es una verdad insondable e impenetrable de escudriñar.
Lo nuevo del talentoso director iraní Asghar Farhadi, dos veces ganador del Oscar al Mejor Film hablado en idioma extranjero, por “La separación” (2011) y “El viajante” (2016), entrega una coproducción española acompañada de un elenco internacional de lujo. Presentada como película de apertura del Festival de Cannes el último mes de mayo, el film concursó por la Palma de Oro. Laura (Penélope Cruz) viaja con sus hijos desde Buenos Aires a su pueblo natal, en España, para asistir a la boda de su hermana. Lo que iba a ser una breve visita familiar se verá trastocada por unos acontecimientos imprevistos, que sacudirán las vidas de los implicados, incluidos su marido (Ricardo Darín) y un antiguo amor de juventud (Javier Bardem). Como puede verse en la sinopsis, “Todos lo saben” plantea, desde su título, un enigma. Que el espectador irá develando a medida que el relato avanza, gracias a la hábil labor del director para involucrar al público con el grado de conocimiento justo y necesario sobre los acontecimientos: qué es aquello que todos saben y nadie dice. El secreto se irá descubriendo poco a poco y la información revelando viejas cuentas pendientes del pasado, de modo selectivo y gracias a sutiles detalles. Conversaciones claves nos guiarán como pistas, a medida que la historia va tejiendo complejas relaciones humanas y lucha de intereses, en lo que resulta un sofisticado estudio del comportamiento humano. La cámara registra con acierto y rigor el costumbrismo de un pueblo (el viñedo, el bar, la plaza, el entorno rural, lo autóctono de su gente, la música), que demuestra alegría en su fachada -la celebración de la boda funciona como excelente prólogo argumental y disparador de la incógnita-, así como extrañeza en su interior –el reloj, los pájaros y la oscuridad del campanario abandonado es un guiño hitchockiano ineludible-. Con semejantes condimentos, el espectador buscará adivinar la intriga planteada a medida que sórdidos eventos cobran dramatismo. Es notable la capacidad del iraní a la hora de manejar la emotividad, quien a lo largo de su carrera ha desplegado una consabida capacidad para conmover gracias a un tratamiento muy estilizado de la imagen como herramienta expresiva de su narrativa. Farhadi, director de “El Pasado” (2013) posee un notable poder visual para expresar, con sentimentalismo, las huellas de la propia existencia marcadas por el dolor y la pérdida, el doblez moral, aquello que la aparente quietud puede ocultar tras de sí. Aquí vemos el retrato de una familia cuya apariencia de camaradería y unidad oculta complicidades y desconfianzas, generando total incertidumbre. Internamente dividida, quebrada en su fibra más íntima, es lógico pensar que cada integrante busca sacar propio rédito de la tragedia que motiva la historia. Javier Bardem, Penélope Cruz y Ricardo Darín son el trío protagónico estrella que ofrece unas interpretaciones extraordinarias, potenciadas por la labor del director. Para la dupla española, es la segunda vez en poco tiempo que coinciden en pantalla: vienen de protagonizar “Loving Pablo” (2017, dir. Fernando León de Aranoa). Para el notable intérprete argentino, es otra de sus celebradas colaboraciones con el cine español, añadiendo una nueva joya interpretativa a su prolífica carrera cinematográfica. El autor concibe un film apelando a las conocidas fórmulas y artificios propios del género –el melodrama, el thriller de secuestros– combinando el espíritu latino que la historia respira y los entresijos de una narración que funciona como un mecanismo de relojería. Historia coral plena de giros argumentales, la caracterización de algunos personajes (miradas y gestos que generan desconfianza, incomodidad) y su puesta en escena (la lluvia y el corte de luz como disparadores del episodio) traen al recuerdo a los conocidos whodunit de la literatura policial inglesa, en especial a Agatha Christie, conformando un cóctel visual y narrativo subyugante, muy disfrutable. Farhadi investiga la historia sentimental (¿reprimida?, ¿latente?) entre los personajes que interpretan Bardem y Cruz, al tiempo que ya instaurada la intriga el personaje interpretado por Darín encaja a la perfección para insertar aún más desconcierto. Particularmente allí, el relato se vuelve revelador y sacude al espectador con un interrogante que pone en juego la ética de sus protagonistas, a medida que la sospecha generalizada va ganando territorio. Todos podrían ser culpables y estar implicados. Todos tendrían un motivo. Explorando con intensidad los rincones del misterio que busca desentrañar, el cineasta iraní utiliza esta compleja y sombría trama familiar como vehículo para reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la condición humana, un opresivo examen de conciencia acerca de los límites de la moral y los perversos lazos familiares. Para ello necesitará un espectador atento y consciente de que, en última instancia, lo que preocupa al director no es descubrir la identidad de un culpable. Lo que realmente importa es saber de lo que seríamos capaces. Hasta dónde llegarías?
Con Pablo Trapero estamos ante un cineasta que film a film madura su talento y se revela como una de las grandes figuras del cine nacional. Ya lejos de la promesa que asomara en Mundo Grúa y El Bonaerense, su universo cinematográfico se ha ido poblando en los últimos años de una obra uniforme, dueña de una profundidad notable, capaz de crear climas perturbadores y ser visualmente muy elaborada. La Quietud es el regreso de Pablo Trapero a la gran pantalla luego de la elogiadísima El Clan, otra muestra de su creciente solidez narrativa, cada vez más perteneciente a un cine de corte mainstream. El presente film se demuestra como un sólido ejercicio de reflexión acerca de la identidad personal, los traumas familiares, los tabúes sociales y el oscuro pasado de nuestro país en tiempos de dictadura.
Denzel Washington asume por primera vez en su carrera la participación en una secuela, un reto que le había resultado esquivo en anteriores ocasiones. Cuatro años después de su aparición en The Equalizer (2014), el intérprete vuelve a establecer dupla creativa con Antoine Fuqua, por cuarta vez en su trayectoria, luego de Training Day (2001), The Magnificent Seven (2015) y la mencionada adaptación cinematográfica del héroe urbano televisivo Robert McCall.
“Mi Obra Maestra” puede catalogarse como una buddy movie vernácula donde vemos a Arturo, dueño de una galería de arte, dotado del atractivo necesario para negociar y aparentar según sea necesario y a Renzo, un pintor huraño, mujeriego y decadente. Puede decirse que sus trayectos profesionales se encuentran en caminos opuestos: mientras uno busca resucitar viejos laureles, el otro encontrará que allanarle el camino puede resultar una tarea imposible…o casi. No es novedad para la dupla creativa Mariano Cohn (esta vez en las labores de producción) y Gastón Duprat esta tendencia a inmiscuirse en el mundo del arte. Un universo que ya habían transitado en el filme “El Artista” (2008), donde lo impiadoso y lo especulativo que caracteriza a cierto sector del mismo salía a la luz en clave de humor negro, para mostrar los entramados del negocio detrás de las obras de arte. De igual manera aquí, y con su habitual acidez, retratan el consumismo, el aire snob y la frivolidad que atraviesa el ambiente del arte contemporáneo, sin temor a disparar munición gruesa sobre críticos de arte prestigiosos o galeristas con pocos escrúpulos. El filme pone el acento en un ámbito que a veces puede resultar codicioso y perseguir el éxito a toda costa, inclusive si de buscar la última gran estafa se trata. Sin embargo, el cálculo salvaje y desalmado se contrapone a la historia de amistad costumbrista que cuenta la película. Aunque aquí las dobles lecturas se hacen evidentes y brindan una reflexión subliminal: ¿hasta dónde llegaría cada uno? ¿a cambio de qué? Guillermo Francella y Luis Brandoni, quienes coinciden por primera vez en cine (luego de compartir en tevé “El Hombre de mi Vida” y “Durmiendo con mi Jefe”), conforman una dupla deliciosa que se complementa a la perfección. Con el timing para intercalar pasajes dramáticos y cómicos según la historia requiera, entregan su prestancia y oficio en pantalla haciendo gala de una química notable. Aún sin las genialidades de “El Ciudadano Ilustre”, con “Mi Obra Maestra” Gastón Dupratconcibe un filme efectivo y con marca registrada, el cual transita temáticas ya conocidas en su filmografía bajo una mirada fresca, satírica, irreverente y siempre vigente.
Con reminiscencias de El mismo amor, la misma lluvia (1999, Juan José Campanella), el debut de Juan Vera en la realización se vale de una historia escrita en dupla junto a Daniel Cúparo, responsables de Dos + dos (Diego Kaplan, 2012). Ricardo Darín, en la secuencia inicial del film, rompe la barrera y se dirige a nosotros, espectadores del otro, para contarnos cuál fue el motivo de su crisis matrimonial, valiéndose de una metáfora sobre la novela de Herman Mellville, Moby Dick, a la que ofrece guiños durante todo el film. La premisa sirve para reflexionar acerca de las distintas formas que adquiere el amor en pareja a través de las diferentes etapas de la vida y la necesidad de sentirse pares cuando la sensación de plenitud al lado del ser amado adquiere otros matices propios del paso del tiempo. Marcos y Anason un matrimonio que lleva 25 años de casados. Él es un profesor de Letras, ella una experta en Marketing. El hijo de ambos, Luciano, se va a estudiar a España, y el nido vacío desnuda las debilidades de una pareja que parece tener poco en común. Intentando cuestionar el mandato social establecido en la convivencia cuando la pasión empieza a consumirse. Entonces, deciden separarse. Con el acertado timing para generar pasajes de diálogos que arrancan genuinas carcajadas, El amor menos pensado potencia un efectivo ejercicio para reflexionar sobre el rol que juegan las relaciones de amistad para la pareja, como espejo de las miserias, complicidades e hipocresías que condimentan un vínculo con el paso de los años. Una vez distanciados, la búsqueda se propone experiencias excéntricas, entendidas como un modo más lúdico y aventurero de mirar el amor: encuentros de Tinder fallidos y prácticas tántricas de lo más desopilantes. Sin caer en estereotipos, sus autores profundizan en el desenamoramiento y sus consecuencias emocionales, explorando la renovación de retos que presenta la paternidad cuando los hijos crecen. La dupla protagónica funciona como paradigma ideal del típico matrimonio de clase media: viven bien, viajan a menudo y consumen arte. Mercedes Morán, luce fantástica en la piel de una mujer angustiada por una sensación de vacío, proclive a la depresión y acompañada de un replanteo acerca de cómo comenzar de nuevo y elegir el nuevo compañero ideal. Ricardo Darín, consigue hacer reír y emocionar en dosis idénticas, componiendo otro entrañable seductor. Una impecable galería de intérpretes como Juan Minujín, Claudia Fontán, Luis Rubio, Jean Pierre Noher, Andrea Pietra, Norman Briski y Claudia Lapacó nutren el elenco de un film sin puntos débiles. Valiéndose de ellos, el film arroja un cúmulo de pasajes memorables con ingeniosos diálogos que dan paso a entretenidas situaciones en tono de tragi-comedia. Apoyado en su estelar dupla interpretativa y detallando con realismo los conflictos propios de la edad, la historia genera interrogantes acerca del nuevo sentido de la etapa de madurez del matrimonio. El reencuentro posterior como feliz aceptación mutua ratifica el mensaje que deja la película, inherente a las contradicciones de todo ser humano.