DIOSES O MONSTRUOS Tár arranca con dos escenas notables, que puntualizan su efectividad en aspectos que constituyen posibilidades del relato cinematográfico. La primera escena es estática, con un acertado uso del plano y contraplano, en el que tenemos a la directora de orquesta Lydia Tár (Cate Blanchett) entrevistada ante un gran auditorio. Lo que sobresale allí es la actuación de Blanchett (y también de Adam Gopnik, escritor y ensayista que se interpreta a sí mismo entrevistando a Tár), quien hace creíble esa instancia en el que la respuesta surge de la pregunta de su interlocutor. Parece una tontería, pero hay instancias cotidianas como puede ser una entrevista televisiva que tienen códigos propios que, atravesados por el filtro de la ficción, pueden sonar artificiales. Nada de eso pasa aquí, en un diálogo que nos define aspectos del personaje y del mundo que vamos a habitar: el de la pretendida alta cultura, el de sus criaturas jugando a ser dioses y el de la relación con las tensiones que acerca el mundo real. La siguiente escena, más virtuosa, un plano que demuestra la habilidad del director y guionista Todd Field para mover la cámara y contener dentro del plano aquella información que es fundamental, pone en el centro aquello del mundo real que va a venir a friccionar la torre de marfil desde la que Tár mira al resto. Una clase, que se va de las manos cuando un alumno autopercibido pangénero niega la posibilidad de interpretar a Bach. Y ante esto, Tár le pega una revolcada discursiva por la cual considera que la denominada cultura de la cancelación es una aberración peligrosa. Ese incidente, que parece menor dentro del relato, será más importante cuando avance la historia y la propia artista se vuelva el centro de una denuncia por abusos y manipulación psicológica. Estas dos primeras secuencias son muy importantes porque definen varios aspectos de la historia y de su personaje, que serán claves para interpretar lo que sigue: el derrotero de Lydia Tár, sin saber cómo manejar una instancia que requiere de ella un compromiso emocional del que parecer estar alejada. Pero son importantes también porque muestran las posibilidades que tiene una película para tratar temas mundanos con una impronta en la que se privilegie lo cinematográfico. Tár es una película que se anima a discutir el tema de la cancelación, con una mirada que parece contradecir mucho de los métodos que el propio Hollywood aplica para resolver esos conflictos. Lydia Tár es un personaje complejo, intrigante, que escapa a las etiquetas fáciles y que, por eso mismo, vuelve más interesante el debate. Y ahí volvemos a Blanchett, capaz de dotar de humor socarrón a un personaje que en manos de otra intérprete podría haberse vuelto un recipiente lleno de consignas. La actriz, por el contrario, se anima a indagar en lo más oscuro de su criatura, incluso a riesgo de entrar en fricción con lo que ella misma como personaje real puede llegar a pensar. De hecho, nunca se explicita qué pasó con Tár y algunas de las personas con las que se relacionó. De aquellas dos primeras notables y extensas escenas, Tár va volviéndose cada vez más una película normal, sobre todo a partir que el personaje principal comienza a entrar en desgracia. Tár, por momentos, parece una reescritura de Memoria de Apichatpong Weerasethakul, aunque en una versión mucho más industrial y pasteurizada: como en aquella, la protagonista se desvela por unos ruidos que escucha durante las noches, que aquí se explican y se vuelven simbólicos de la misantropía del personaje. También allí había un viaje a un destino exótico, que aquí se replica en un final bastante inexplicable. Field, que hace muchos años dirigió la aberrante Secretos íntimos, luce bastante contenido aquí, aunque por momentos no pueda escapar a lo sórdido y moralista en el momento en que Tár comienza su camino de descenso. Lo peor de la película es que habiendo tenido su tema muy claro desde el comienzo, elude la responsabilidad de decir algo y termina escapando por la tangente.
LAS IDEAS NO SE MATAN… SE REEDITAN Rock Dog es una de esas tantas sagas animadas hechas con absoluta impersonalidad que pululan por el calendario de estrenos global. No se sabe muy bien qué público potencial tienen, pero deben salir unos pocos dólares y su costo beneficio debe ser suficiente como para que el concepto se estire y se estire y se estire, y ocupe espacio en las salas del mundo. De tan impersonales, logran que uno las anule en la memoria, que ni siquiera una imagen nos quede. Por lo tanto, con el estreno de Rock Dog 3: Rockeando juntos uno debe releer lo que escribió en la ocasión del estreno de Rock Dog 2, que no fue tan lejos sino allá por noviembre de 2021, porque la verdad que no solo no recordamos qué pasaba, sino que no nos quedó grabado ni siquiera un mísero fotograma. La sorpresa -o no tanto- es descubrir que lo que cuenta esta tercera entrega no es más que una ligera modificación de lo que contaba la segunda. Que ya ni en eso se esfuerzan. Si en la segunda un productor seducía a Bodi, el perro guitarrista protagonista, que se dejaba tentar por la fama y el oropel, ahora es el mismo Bodi quien acepta ser jurado en un reality musical y termina tentado por la fama fatua del escandalete televisivo. Es decir, Bodi es más blandito que una esponja y enseguida traiciona a todos los que lo rodean. En verdad no sabemos muy bien por qué se siguen contando las historias de este personaje, bastante desagradable y poco confiable él, que parece no aprender más la lección de que la fama nunca es buena, mata el alma y la envenena. Y si esto no es suficiente, mientras en la segunda Bodi era engañado por un lobo que se hacía pasar por cordero, ahora es una cordera rencorosa la que se hace pasar por loba. Las ideas no se matan, se reeditan. Ni Scooby-Doo se animó a tanto. Tal vez lo único interesante de esta saga sea ver cómo sus creadores encuentran nuevos conflictos en el mundo de la música y el mundo del espectáculo: Bodi contra los productores, Bodi contra los realities musicales. Bodi como un discípulo de Pappo, diciéndoles a todos que se busquen un laburo honesto, mientras defiende el rock como estilo de vida y baja línea pesada sobre el arte como algo elevado a lo que el populacho no llega. Medio elitista don Bodi, demasiado para ser el protagonista de una saga de segundo o tercer orden. Rock Dog 3: Rockeando juntos ni siquiera agrega nada desde el humor o el diseño visual. Un producto decididamente descartable.
UNA HERIDA ABSURDA Martin McDonagh es un tipo inteligente. Demasiado inteligente. Del tipo de inteligencia que, en exceso, puede ponerlo a uno varios centímetros por encima de los demás. De hecho la mayoría de sus películas padecen de esa soberbia intelectual que las hace demasiado cínicas y superadas, creídas de sí. No deja ser, en todo caso, el karma de los guionistas convertidos directores y demasiado enamorados de sus palabras y de manipular a sus personajes como dioses rencorosos. Pero en Los espíritus de la isla, McDonagh parece haber encontrado el tono adecuado y los intérpretes perfectos para que su apuesta, que sí tiene una fuerte presencia del texto, no anule lo cinematográfico. Colin Farrell y Brendan Gleeson son dos bestias de la pantalla, impecablemente acompañados por Kerry Condon, pivoteando entre los deseos de ambos personajes. Ambientada en las primeras décadas del siglo pasado en un pueblito de Irlanda, el punto de partida es sumamente absurdo: Uno de los personajes, en busca de silencio y una experiencia existencial, le deja de hablar al otro, que era su mejor amigo. Así, de golpe, sin mediar explicación. En primera instancia, la película avanza como una comedia extraña, de atmósfera enrarecida, que juega con los tópicos del cine de época, y con dos personajes que se atacan verbalmente y se van tanteando como en un juego del gato y el ratón. Claro que la cosa escala y se pone espesa, de una negrura realmente trágica. Pero lo inusitado, lo realmente significativo de la película, es que McDonagh se hace una pregunta atípica para un autor de un estilo que bordea la misantropía: ¿Qué significa ser una buena persona? ¿Cómo uno mantiene la bondad como forma de vida cuando el mundo parece indicarnos todo lo contrario? Ese es el dilema de Pádraic (Farrell), quien es tomado un poco como el tonto del pueblo, quien entra en duda respecto del sistema de valores con el cual se conduce. Y ahí, cuando haga el clic, comenzará una disputa dialéctica con Colm (Gleeson), que será atravesada con una violencia tan peculiar como el humor de esta película notablemente escrita por McDonagh. Claro que el autor no pude evitar la tentación de lo simbólico, de sacar del terreno de la metáfora todo lo sugerente hasta secar todo y expresarlo en los términos de la alegoría. En el último acto, la película se colma de simbolismos religiosos y políticos (tal vez sean la misma cosa), simbolismos que posiblemente estuvieran presentes desde el vamos pero que quedaban en segundo lugar detrás del humor y el tono absurdo. Es probable también que McDonagh no encontrara la forma de salir del embrollo y buscara en el desenlace algo más pragmático (esta es, en definitiva, una película sobre la diferencia entre hermanos y sobre lo terrible de la guerra) que le diera a su película un sentido. La diferencia con otras películas (incluso suyas, como 3 anuncios por un crimen) es que aquí esa búsqueda -si se quiere- más trascendente no termina por limitar el alcance de unos personajes perfectos y de un mundo excéntrico, de un espesor que nos termina trasladando a un tiempo y un espacio diseñado con precisión y belleza. Tiempo y espacio, por otra parte, que es el de un cine alejado de ciertas fórmulas actuales, y que nos invita a habitarlo como pocas películas en el presente.
2X1 CON GERARD BUTLER Gerard Butler es uno de esos intérpretes que comenzó un camino que parece no tener vuelta atrás, es el camino de los que filman cualquier proyecto que les acercan y van edificando una carrera repleta de malas decisiones. O al menos si no filman todo lo que les acercan, pareciera que así fuera porque todo lo que filman está muy por debajo de lo deseable. Que siempre hay excepciones, claro, y esta Alerta extrema es una de ellas. No es que Alerta extrema sea una gran película, ni mucho menos un proyecto que en los papeles hubiera resultado muy atractivo. Es otra película de acción de las tantas que ha filmado el bueno de Butler, pero que por diversas características y -fundamentalmente- por la mano de su director, se vuelve digna de ver. En verdad aquí tenemos dos películas en una, o si no dos películas, sí al menos dos tramas que hubieran dado material para dos relatos diferentes. Por un lado, un piloto de una aerolínea comercial al que obligan a volar a través de una tormenta para ahorrar unos dólares, y una historia con toda la tensión de los relatos de accidentes aéreos. Por el otro, una vez que el avión se accidenta y terminan aterrizando de emergencia en una isla, Alerta extrema se convierte en un relato de supervivencia con un grupo terrorista malo-malo a lo Tropic Thunder, que ve un negocio ahí en el posible pedido de rescate de la tripulación. Lo interesante de la película es que estas dos subtramas no solo funcionan perfectamente, sino que ambas están narradas con la solidez que aporta el oficio cinematográfico, cada una con sus herramientas expresivas bien claras. La primera parte es el perfecto retrato del caos de un vuelo condenado al fracaso y la segunda, un film de acción en la vieja escuela, sin demasiados pruritos a la hora de construir villanos unidimensionales. La primera parte, por lo tanto, está rodada haciendo eje en el suspenso y la tensión contenida del espacio cerrado, mientras que la segunda ya es más abierta, en tierra y con el miedo a lo desconocido operando como termómetro. Pero lo más interesante de todo, es que la película está atravesada por un filtro que permite verla con la distancia perfecta como para que nos riamos un poco del disparate que pasa ante nuestros ojos, pero sin que ello signifique un ejercicio cínico de autoconciencia cinematográfica. El artífice de todo esto es, como decíamos, su director, el experimentado Jean-François Richet, quien tiene el logro de haber sorteado con holgura el reto de hacer una remake de un film de culto como Asalto al precinto 13. Richet es un artesano, esa figura necesaria dentro de la industria del cine. Y es básicamente su pericia la que saca agua de las piedras y la que vuelve interesante este cuento, pero básicamente la que logra también una actuación contenida de Butler, quien interpreta al típico profesional experimentado, pero de vuelta de la vida, capaz de cualquier cosa para cumplir con su tarea. Es eso, cine directo, una antigualla, pero muy divertida.
ESCÁNDALO Y BELLEZA AMERICANA En los primeros diez minutos de Babylon tenemos el primer plano del ano de un elefante abriéndose y cagando sobre un par de personajes y a una chica meando sobre el cuerpo y el rostro de un hombre obeso que no es otro que una -poco- disimulada caracterización de Roscoe Arbuckle, aquel comediante del cine mudo cuya carrera comenzó a desbarrancarse luego de verse involucrado en la violación y muerte de una joven aspirante a modelo y actriz. Así arranca la nueva película de Damien Chazelle, y uno se pregunta (con todo derecho) cuán tolerable serán las tres horas que restan. El director de Whiplash y La La Land, que siempre dejó entrever una especie de furia controlada en su mirada, se despacha aquí sin límite alguno con una serie de atrocidades y explicitudes varias que tienen como fin dar asidero a la serie de rumores y versiones que corrieron sobre el Hollywood de la década de 1920. Y lo hace entre enojado y con el aire de un señor escandalizado. Babylon se inscribe en esta movida actual del Hollywood culposo de querer saldar deudas con el Hollywood del pasado, como Mank o como Rubia. Como en Moulin Rouge! de Baz Luhrmann, Chazelle nos tira de entrada a una fiesta desaforada, que es la revelación de un mundo para el espectador pero, también, para alguno de los personajes. Y si uno tiende a creer que Luhrmann es un director exuberante y desprejuiciado, lo cierto es que Babylon lo deja a la altura de un director pudoroso, solo desmelenado en lo formal. Esa fiesta servirá también para reunir en un mismo espacio a todos los personajes que serán centro en este relato coral: el actor que es la máxima estrella del momento (Brad Pitt), una aspirante a actriz que entra a la fiesta por la ventana (Margot Robbie), un trompetista negro un poco repelido por ese mundo racista (Jovan Adepo), una mujer asiática con dotes de artista de cabaret y un lesbianismo no tolerado socialmente (Li Jun Li) y un joven mexicano que es un mandadero con intenciones de escalar en la industria del cine, y fundamentalmente el intento de centro emocional del relato, de punto de vista que represente al espectador (Diego Calva). El problema casi mortal de Babylon es que entre tanto miserabilismo, nos resulta casi imposible empatizar con alguno de los personajes. Que Chazelle filma como los dioses, es indudable. Su cine tiene una energía poco habitual en un cine que tiende cada vez más al ascetismo y lo quirúrgico; sus movimientos de cámara que van al compás de la música tienen una vibración que emula en ocasiones la cadencia de ese jazz que tanto le gusta, incluso en su aliento libertario que huele a zapada. Ese es el espíritu que por momentos se posa sobre el tránsito de una película que va del horror a lo bello, del espanto a la fascinación, de lo más bajo a lo glorioso, de Alejandro González Iñáritu a Paul Thomas Anderson. Así lo entendemos cuando luego de ese comienzo en falso, Chazelle nos lleva en una gran secuencia por un día de rodaje en aquel Hollywood alocado (es imposible odiar esta película luego de esa secuencia). Y lo hace con una serie de momentos cómicos que están entre lo más disparatado e inusitado del cine reciente, humor lunático al que el estilo desarrapado de la película le siente perfecto. Locura americana que termina con la cúspide la ñoñería, de una mariposa posándose en el hombro de Brad Pitt. Esa secuencia concluye diciéndonos (y nos dice Chazelle) que detrás de toda ese desparpajo y descontrol, de todo ese horror, finalmente la magia del cine sucede y la belleza se captura de forma impensada. Que ese camino incongruente y arduo, en cierta forma, un poco persigue el azar, que no hay control que pueda con la lógica incongruente del arte. Babylon podría terminar ahí y sería una mejor (mucho mejor) película de la que termina siendo. Pero Chazelle pretende, además, convertir esto en una tragedia, y la comedia lunática da paso a la pesadilla cuando el cambio al cine sonoro y ciertas reglas conservadoras de control sobre las estrellas convierta ese Paraíso en un Infierno, como ese viaje al “culo de Los Angeles” al que (nos) lleva el extremo personaje de Tobey Maguire en una secuencia que es puro clima pero a la vez pura gratuidad. El drama de Babylon es que luego de un final que es pesar y desazón, avanza en un epílogo, una suerte de coda, que busca funcionar como funcionaba el final de La La Land, una mirada melancólica que exude cierto romanticismo trágico y que nos devuelva la ilusión sobre lo que vimos. Y no funciona, no porque narrativamente no cumpla, sino porque es imposible que sintamos algo de cariño por lo que acabamos de ver, incluso por ese personaje que mira con dolor y emoción. Eso que Chazelle nos dice al final ya estaba dicho con el plano de la mariposa, demostración empírica de que a la película le sobran minutos, tal vez horas. Y que filmar desde el desprecio obnubila la mirada.
UNA DE SUPERHÉROES Debo decir de entrada que nunca fui demasiado cultor del humor de Tangalanga, y ni siquiera me funciona desde el lugar bien-pensante del que dice “ay lo hacía por un amigo enfermo”. No, igualmente no me causa. “Y a mí qué me importa”, dirá el lector con toda razón, pero estimo que es una confesión necesaria para que se entienda que si bien El método Tangalanga me gustó y la recomiendo, seguramente me causó menos gracia de la que le causará a un fan de aquel humorista. La de Mateo Bendesky es una película infrecuente para el cine nacional por los diversos niveles que integra con absoluta coherencia: una biografía que es en verdad una reversión apócrifa de la historia oficial de su personaje. El Jorge que interpreta Martín Piroyansky tiene todos los elementos de Julio Victorio de Rissio, el verdadero Tangalanga, pero a la vez no es. Y no es porque la película entiende perfectamente el juego con el mito y la leyenda, a la cual no conviene revelar del todo. Esto, claro, suena a relato de superhéroes y El método Tangalanga lo es: La historia de un personaje discreto que por obra y gracia de las casualidades adquiere un poder, en este caso hacer bromas telefónicas, y se convierte en una criatura cercana a lo fantástico. Aunque lejos de salvar el mundo, Tangalanga tiene el poder de hacer reír a su amigo enfermo… y a muchísima gente una vez que se vuelve popular. El film de Bendesky es por lo tanto un relato de iniciación, de descubrimiento de un poder y de su aprendizaje. Y para Jorge y la película ese poder es la risa, hacer reír como hecho terapéutico, pero sin caer en las banalidades de un Patch Adams. El método Tangalanga es una comedia hecha y derecha que juega con los códigos del cine clásico argentino y con un humor directo, sin excesos intelectuales más allá de que elabora un concepto y lo desarrolla con inteligencia. Pero la película contiene, además, un detalle que es algo más: Martín Piroyansky y Julieta Zylberberg, los protagonistas, se hicieron en la tele desde muy chicos, en esa gema llamada Magazine For Fai, el programa más lúdico que haya conocido la televisión infantil argentina. Decir que los vimos crecer ante nuestros ojos es una obviedad, pero más aún los hemos visto crecer en el sentido en que un artista desarrolla su arte de tal manera que logra sintetizarlo con un gesto. En Piroyansky y Zylberberg hay química, hay entendimiento y hay -fundamental- una impronta generacional que viene a sacudir la apolillada estructura de la comedia comercial argentina. Eso solo le merece el éxito a una película que, sí, es más graciosa en los papeles que en los resultados.
LA FÓRMULA DE LA AMABILIDAD Podríamos adivinar qué pasará en los 126 minutos de Un vecino gruñón leyendo solo la sinopsis. Y no solo porque se trate de una remake del film sueco A man called Ove (aunque la película también se asume como adaptación de la novela del mismo nombre escrita por Fredrik Backman). El film dirigido por Marc Forster es de esos que se deshacen en sus intenciones: aquí, un hombre bastante huraño, un vecino ejemplar que resulta muy pesado para el barrio, un tipo con habilidad para los trabajos manuales y el arreglo de cosas, pero también alguien con tendencias suicidas debido a una serie de tragedias en su vida con las que no sabe muy bien cómo lidiar. Precisamente ahí surge lo peculiar del relato, lo que lo mueve un poco de cierta planicie visual y narrativa: Otto, el protagonista, no quiere vivir más, e intenta suicidarse constantemente, pero falla. El registro de esos momentos es de comedia negra, o al menos lo intenta, porque lo que aparece es una incomodidad, una indefinición en el tono que saca de la comodidad de todo lo que se ve y oye. Forster era un poco especialista en este tipo de relatos, como Descubriendo el país de Nunca Jamás, no casualmente escrita por David Magee, también guionista de esta. Y Magee, para más, fue guionista de aquella Una aventura extraordinaria, la de Ang Lee y la del tigre, por lo que entiende cómo construir un relato con fines pedagógicos: aquí lo que tenemos es a un tipo apesadumbrado al que la llegada de una familia al barrio (una familia de raíces mexicanas, para cubrir un casillero de la corrección política, que la película también es eso) le moverá un poco la estructura, lo suficiente como para descubrir la puta que vale la pena estar vivo. ¿Qué hace entonces que todo esto no nos resulte un plato indigesto? Por un lado podríamos decir que la presencia de Tom Hanks le aporta la serenidad de un intérprete con oficio que ha sabido desde siempre despreciar los gestos ampulosos. Y si tenemos en cuenta que es productor de la película (y que como director nos ha entregado films divertidos y amables, pero repletos de lugares comunes, como ¡Eso que tú haces! o Larry Crowne) sabemos que su mirada será clave para que la película no se exceda allí donde puede pisar en falso y ser redundante. Y, por qué no, la química con Mariana Treviño, la nueva vecina tan amable como pesada, funciona estupendamente como para que el contrapunto genere el impacto necesario. Un vecino gruñón es lo que antes se solía llamar un placer culpable, una de esas películas hechas para agradar a fuerza de risas y llantos, una historia para sentirse bien. No hay nada de malo en eso, si se hace con profesionalismo e inteligencia como en este caso. Y esta película es efectivamente eso, cine de fórmula, pero autoconsciente, y por eso mismo controlado en sus excesos.
GRITOS Y DISCUSIONES EN FAMILIA De La ciénaga a esta parte son varios los directores argentinos que han pretendido construir un retrato de clase, enmarcando a un grupo familiar en un contexto donde la naturaleza y el estatismo invitan a la reflexión y el replanteo de vínculos. Son como aquellas películas norteamericanas que reúnen a una parentela en los días de Acción de Gracias o Navidad. Sin tanto vuelto formal como aquel film de Lucrecia Martel, Las fiestas se inscribe en esa vertiente, al reunir en una casa de campo a una madre con sus tres hijos que vienen de la ciudad para celebrar precisamente -y a regañadientes- la Navidad, cada uno con su crisis personal relacionada con lo sentimental, lo vocacional o lo laboral. La película de Ignacio Rogers funciona como comedia en sordina, que expone las internas de una familia y de tres hijos que parecen tener varios reproches para con su progenitora. Hay gritos, discusiones, pero todo adquiere por momentos el tono del absurdo, de hijos que aunque se ven adultos tienen reacciones que los hacen ver como chicos. Las fiestas está construida desde el punto de vista de una generación que está pasando de la juventud a la adultez, en un estado de incerteza latente que provoca choques inconscientes (o tal vez no tanto) con aquello que parece impuesto. Hay hijos más permeables a los mandatos y otros que intentan romper con ellos. En esa pulseada se van pasando los días de convivencia de los protagonistas. De todos modos, la película padece un poco la crisis de sus personajes: es que por momentos pretende cierta profundidad pero se termina quedando en la superficie, o en algunos caprichos estériles, especialmente porque se recuesta demasiado en la solidez que aporta su cuarteto protagónico (Cecilia Roth, Dolores Fonzi, Daniel Hendler, Ezequiel Díaz están todos muy bien). La apuesta de Las fiestas es por el viaje emocional y por la empatía de un espectador prototípico. Sin embargo, hay también un juego entre el tono del cine industrial y de las necesidades de cierto cine más autoral que no terminan de hacer sistema, algo que queda ejemplificado en la última escena.
BLOCKBUSTER DE AUTOR Parecería imposible hablar de Avatar: El camino del agua sin hacer escala en dos factores que, en cierta medida, exceden a la propia película. Una escala es su cualidad técnica, la otra el carácter obsesivo con el que James Cameron se dispuso a construir un mundo sobre el mundo que ya había construido con Avatar de 2009. Hay que reconocer que medir a esta secuela por esas cuestiones, sobre todo por la segunda, es un poco injusto para el resto de las películas: básicamente porque ya no existe en el cine actual de contadores públicos que se hace en Hollywood gente como Cameron que dedique su vida a un proyecto gigantesco como el que tiene en manos; un universo propio, creado a imagen y semejanza de sus múltiples influencias literarias y cinematográficas, pero tan propio como una patria (algo intentó Shyamalan con su trilogía traída de los pelos y fallidamente cerrada en Glass). En lo concreto estamos ante una historia básica de supervivencia que abreva en el sincretismo religioso y medioambientalista, expresado como una fábula, pero es la propia empresa del director, con la que intenta mostrarse como un pionero afiebrado, un Fitzcarraldo que arrastra su propia nave hecha en CGI, lo que le da verdadero valor. Que a través de las imágenes que genera se logre traficar su obsesión y su deseo es algo poco habitual y habla de su maestría. La tecnología en el cine de Cameron ha estado presente desde siempre, como materia con la que trabaja y como tema. Eso confluye perfectamente en Titanic, donde le da un cierre al melodrama clásico de Hollywood montándolo sobre la pesadilla del capitalismo industrializado. Y todo esto, en el soporte de la película industrial más perfecta que podíamos conseguir hacia fines del siglo pasado. De Titanic al presente el director ha estrenado tan solo dos películas, Avatar y su secuela. Por lo tanto, Titanic puede ser entendida no solo como la película que le dio cierra a las formas de un tipo de relato, sino además como la que le dio cierre al tipo de relato característico de Cameron. Porque tanto Avatar como Avatar: El camino del agua han atomizado hasta el extremo aspectos argumentativos de sus películas (y esto no es un comentario peyorativo), para definirse finalmente en el terreno de la tecnología y lo expeditivo. Es decir, a Cameron le está ganando la pulseada el inventor por sobre el director de cine, aunque tarde o temprano este último se termina imponiendo. De ahí que sus películas sean no solo asombrosas, sino además fascinantes. Lo que va del asombro a la fascinación es lo que separa a un simple hacedor de trucos de un director de cine talentoso. El origen, de Christopher Nolan, nos asombra con sus imágenes que nos dejan con la boca abierta un rato, pero nunca nos permite ingresar a un mundo que miramos como un cuadro. Por el contrario, Cameron nos invita a zambullirnos, de la misma manera que lo hacía Spielberg en la también fundamental -a los fines del cine mainstream– Jurassic Park. Si en Cameron observamos la lucha entre un Jekyll y un Hyde, entre el inventor y el director de cine, la pulseada se va inclinando para el lado del segundo porque en el medio aparece otra figura: el documentalista. Lo que hace el documentalista es básicamente traducir desde una perspectiva cinematográfica para qué sirve lo que el inventor creó, y entregárselo al director de cine para que se luzca en lo narrativo. Avatar: El camino del agua está dividida en tres actos perfectamente marcados. El primero, donde Cameron narra a pura síntesis y con elipsis definidas, es aquel donde sienta las bases del conflicto: Jake Sully y su familia acechada por los invasores, y la decisión de escapar porque el padre protege (ya veremos hacia el final cómo esa idea se subvierte y la película termina siendo una aventura juvenil). El tercero, donde estalla la acción, donde los personajes se enfrentan con un aire inevitablemente trágico, y donde aparece el Cameron espectacular, el que maneja la puesta en escena con maestría, impactando como ningún otro en la retina del espectador. Pero es el segundo acto, el que parecería más derivativo y menos relevante para el conflicto central, es aquel donde surge el Cameron documentalista. Jake y los suyos se mudaron junto a una nueva tribu, que tiene un contacto directo con el mar. Y esto le da lugar al director para que inspeccione ese universo nuevo, en un micro-relato que es como una síntesis de los 160 minutos de la primera Avatar en la que todo era novedoso. Aún con los excesos del discurso medioambientalista y pacifista (que por otro lado parece suspender cuando estalla la acción, lo que resulta una bonita contradicción que le da matices al relato), todo ese segundo tramo de la película es fundamental para que comprendamos por qué importa luchar, qué es lo que los personajes defienden: la cámara se detiene en detalles, en criaturas que esconden un significado. Lo que parece puro preciosismo y exhibicionismo, se revela como una mirada embelesada por la propia creación; es la puesta en imágenes de las ideas que flotan en el aire de Pandora. Pocos directores son tan capaces de reflexionar a partir de la imagen digital y de darle un verdadero sentido a su exploración. Es en esos pasajes donde aparece también el valor definitivo de una película como Avatar: El camino del agua, que termina siendo una invitación a participar de una experiencia. Si bien la película parece estar hecha de retazos de otras películas, incluso de otras películas del propio Cameron (hay motivos visuales que recuerdan a Aliens, a Titanic, a El secreto del abismo), en lo concreto no hay nada en el cine actual que se le parezca y no se parece a nada. Y no hablamos aquí de cuestiones tecnológicas o visuales, sino más bien de aspectos narrativos, de organicidad de un relato que dura 190 minutos y se pasa volando, de una forma personal de entender el cine de entretenimiento, algo que para algunas narices elevadas parecería imposible. Cameron redobla la apuesta de Avatar, y si bien su nuevo film parece un poco más de lo mismo (y ese es su mayor pecado), hay en esa apuesta solitaria que lleva adelante algo emocionante y vibrante, de un tipo que está dispuesto a cerrar su filmografía con una saga inagotable de películas que nadie le pidió y, sinceramente, no sé a esta altura a cuántos les interesa realmente. Esa apuesta por el cine tecnológicamente más avanzado del mundo para convocar a los espectadores al ritual antiguo de congregarse en un espacio oscuro para fascinarse con las luces proyectadas sobre la pared.
EL HORROR DETRÁS DEL HORROR El cine europeo, y especialmente el francés, es pródigo en historias ambientadas durante la Segunda Guerra Mundial, narradas con corrección y profesionalismo, máxima expresión de un cine industrial plagado de marcas reconocibles y confortables para un gran público. O al menos para el público preocupado en los grandes temas y en la representación más o menos verosímil de esos conflictos. Pensando a este tipo de películas desde ese lugar no deja de ser interesante lo que pasa con El dilema de Mr Haffmann, film de Fred Cavayé que si bien en un primer momento parece caer en una expresión un poco adocenada, progresivamente va ingresando en un territorio algo retorcido a partir de decisiones que toman sus personajes. Tenemos a un joyero judío que prepara la retirada junto a su familia luego de que los nazis ocupen Francia. Sin embargo, solo pueden salir del país su mujer y sus hijos, y él queda preso, viviendo en el sótano de la joyería y vivienda que le vendió a su empleado, un tipo un poco taciturno, con voluntad de crecimiento y un problema que le impide tener hijos. Hasta ahí, El dilema de Mr Haffmann es una película más o menos previsible, con la mostración esperable del horror absurdo del nazismo y una solidez expositiva que va de los rubros técnicos y la ambientación de época hasta las actuaciones, muy especialmente la del siempre sobrio Daniel Auteuil. Pero algo cambia en el camino, los personajes (especialmente el empleado devenido en propietario y patrón) revelan algunas contradicciones y el apacible drama testimonial gira hacia el territorio del thriller psicológico, casi chabroleano, con un horror mucho menos directo del que representan los nazis que aparecen en pantalla, pero que no deja de ser una consecuencia de eso. Otro detalle no menor de la película de Cavayé es que se trata de la adaptación de una obra de teatro, y lejos de quedar presa de un lenguaje tan específico, aprovecha cinematográficamente el casi único espacio para encerrar a sus criaturas y llevarlas al extremo, potenciando lo retorcido del conflicto. Es cierto que El dilema de Mr Haffmann se resuelve con un giro más propio de una humorada de Woody Allen (hay una historia en Los secretos de Harry que es casi igual) y que el mismo desemboca en una suerte de revancha moral, pero la película se las arregla lo suficiente como para sostener el interés en los dilemas éticos que plantea, usando la Guerra y la iconografía nazi como un contexto moral que opera desde el off como condicionante de algunas conductas. Y con todo eso, Cavayé hace una película mucho menos preocupada en las verdades universales, y más centrada en construir un thriller inteligente. Aunque a veces no sea más que un relato ingenioso.