OZON EN EL ESPEJO Ecléctico como pocos, el bueno de François Ozon puede saltar de un thriller a un drama, a una comedia o a un musical. Los caminos que va siguiendo en su filmografía son realmente imprevisibles y sólo parece haber algo irrenunciable, más allá de sus obsesiones temáticas que se repiten de película a película: eso es su osadía y su nivel de provocación. Amante doble es tal vez la apuesta máxima en este sentido por tratarse no sólo de un thriller erótico realmente inquietante, sino además de un guión decididamente ridículo que fuerza constantemente el verosímil y nuestra propia credulidad. Pero que luce gracias a la solidez formal del director y porque además Ozon es dueño de un sentido del humor más perverso y enroscado que el de sus personajes. Lo mejor frente a una película como Amante doble, entonces, es sentarse y disfrutar sin tomársela demasiado en serio ni preguntarse qué demonios es lo que está pasando en la pantalla. En Amante doble tenemos una mujer que arrastra una dolencia en el vientre. La derivan al psiquiatra, charla va charla viene, nace el romance y la convivencia. Y cuando la pareja empieza a compartir su vida, ahí nace la película: porque ella descubre un secreto en el psiquiatra que la terminará llevando a una pesquisa con consecuencias poco felices. Decir más sobre la historia sería adelantar detalles de la trama que conviene ir descubriendo por cuenta propia, no tanto por mantener inalterada la lógica del relato sino porque el disfrute de ver cómo Ozon va acumulando sorpresas y revelaciones es mayúsculo y es bello apreciar en movimiento a una maquinaria cinematográfica que gusta de la auto-fagocitación con deleite perverso. Al igual que pasaba con Roman Polanski en Basada en hechos reales, el director de Bajo la arena parece citarse y auto-homenajearse con una película que es una suerte de resumen de su obra, y que funciona como un espejo que devuelve imágenes deformes (los espejos en la película son un personaje más). El tema del doble y el punto de vista son habituales en su cine, pero también lo es la sexualidad y la búsqueda del placer como forma expeditiva del autodescubrimiento. Sin embargo lo llamativo en Amante doble son la incontable cantidad de links que la película tiene hacia otros directores: el más obvio es a David Cronenberg y su Pacto de amor, pero aparecen por ahí el De Palma de Hermanas siniestras, el Almodóvar de La piel que habito, y en el corte de pelo Marine Vacth recuerda a la Mia Farrow de El bebé de Rosemary. ¿Polanki también? Claro que sí. En Amante doble, además, un primer plano lleva al interior de una vagina y una incisión quirúrgica recuerda al ojo lacerado por Buñuel. Como verán, Ozon no escatima recursos ni referencias para edificar un thriller con atmósferas de cine de terror, especialmente hacia su asfixiante última media hora. Pero lo más interesante que hace el director aquí es que no acumula citas y referencias desde un punto de vista erudito, sino que aleja cualquier solemnidad para ponerse a jugar como un chico. Por eso que lo peor que se puede hacer con el enciclopédico referencialismo de Ozon es buscar una lógica y un sentido: tratar de reflexionar sobre el deseo, la sexualidad, las posiciones de poder y propia percepción de la realidad resulta u tanto en vano. El director francés dispone de todos esos elementos, pero con un sentido paródico y confesional a la vez. Y la confesión aquí es que a esta altura de la historia del cine no parece haber lugar para sorpresas. O en todo caso, de haberlas, lo justo es que surjan así, alocadas, imprevisibles, alborotadas. Porque la película va perdiendo progresivamente el verosímil para sucumbir la locura y lo ridículo, y hacernos dudar sobre qué es lo real: empieza como un drama solemne y se vuelve progresivamente una de terror Clase B. La falta de sutileza de Amante doble es absolutamente deliberada en un director que venía de hacer un film refinado y académico como Frantz. Eso sí, se arriesga a disgustar, a ser acusado de manierista y ordinario. Pero eso termina hablando más de nosotros y nuestro vínculo con el cine, de cómo lo asimilamos y lo disfrutamos, que de la película en sí. Más o menos lo que le pasa a la protagonista con el sexo.
QUISIERA SER LINDA Al igual que en muchas películas de los 80’s, en Sexy por accidente hay un elemento mágico que genera un cambio en la protagonista: aquí, un golpe en la cabeza que hace que la obesa y depresiva Renee de repente tenga un autoestima por las nubes y se crea la más linda del mundo. No de gusto, esta comedia dirigida por Abby Kohn y Marc Silverstein cita deliberadamente a Quisiera ser grande. Y allí va, con Renee -al igual que Tom Hanks en la de Penny Marshall- involucrándose en el mundo empresarial y aportando una mirada novedosa, aquí una firma de cosméticos de alta gama que desea meterse en un mercado más popular. La diferencia entre ambas películas son claras en función de los resultados, pero sobre todo en el camino que toma el personaje: mientras en Quisiera ser grande se pone en crisis el deseo del protagonista, aquí en verdad la lectura es más dudosa porque la película tiene otras preocupaciones. Una de ellas es la de instalar definitivamente a Amy Schumer en el mapa de la comedia cinematográfica norteamericana, algo que le cuesta a la actriz más allá de las fronteras de su país básicamente porque todavía no ha elegido ese proyecto que realce su talento. Conocida por su trabajo televisivo, Schumer se permite en la pantalla chica ser lo suficientemente virulenta, especialmente con un humor que mete sus garras en el pecho del corazón machista y en los ideales de éxito y belleza de la sociedad norteamericana. Su condición de luchadora de la causa feminista de hecho la ha convertido en una figura muy popular, con videos que se han convertido en virales y de gran inspiración para las mujeres norteamericanas. Sexy por accidente, entonces, es la película que debería instalarla en el gran público pero que además de explotar su figura (lo que hace con algo de gracia, hay que reconocerlo) lo que busca es también asimilar a la figura política y hacerla parte del relato. Y ahí es donde la película encuentra un límite, básicamente por un problema en la forma. Como decíamos, la protagonista tiene su autoestima por el suelo pero a la vez su sueño es trabajar en la empresa que produce aquellos cosméticos, una oficina repleta de jóvenes delgadas y envaradas con destino de pasarela. Si su actitud resulta contraproducente, aquel golpe en la cabeza la convertirá en una mujer egomaníaca y narcisista. Lo que veremos a partir de ahí es casi una reversión de Amor ciego de los Farrelly, aunque ahora el punto de vista distorsionado sería el del personaje de Gwyneth Paltrow: la “fea” viéndose como “linda”. Y si hasta ahí la comedia funcionaba a medias, el guión de los directores comenzará a hacer demasiado ruido con una serie de vueltas de tuerca que estiran demasiado el conflicto hasta licuar la gracia, que surge esporádica. El problema es que Sexy por accidente no logra conciliar el humor irreverente de Schumer con la necesidad de ser políticamente correcto; es como un humorista que hace chistes jodidos y después le entra culpa. Los últimos minutos son un maratón de la obviedad, con Schumer sermoneando innecesariamente y diciendo en voz alta lo que ya las imágenes y los personajes habían dejado en claro (que hay que confiar en uno mismo, que lo que importa es lo que uno hace y que la mirada de los demás es problema de los otros). Sexy por accidente confunde de esta manera lo político con la autoayuda. Y así la película desaprovecha su escaso potencial, y muy especialmente una versión cómica de Michelle Williams que resulta toda una revelación.
LO PRODUCTIVO Y LO ARTESANAL En Ser luthier, manos argentinas, el documental de Rocío Gauna y María Victoria Ferrari, se cuenta la historia de diez fabricantes de instrumentos en el país y las directoras saben hacerlo con sencillez, remarcando esta noble profesión y destacando un grupo de personajes que son fabricantes de instrumentos pero que también son un poco carpinteros, un poco artistas y bastante bohemios. De esa mezcla entre lo productivo y lo artesanal surge el atractivo del film. Es interesante el registro que las directoras eligen para abordar la experiencia de sus personajes: nunca olvidan que son trabajadores, y por eso la puesta los encuentra en su taller, entre maderas, instrumentos a medio terminar y ese caos organizado del espacio laboral, pero a la vez profundizan en ese vínculo emocional que todos mantienen con su profesión. Y otro detalle: el recorrido lleva a lo largo y lo ancho del país, demostrando la variedad de instrumentos -y por consiguiente de ritmos- que tiene la música argentina, grande en recursos y enorme en influencias culturales. Notable es también el uso del montaje en Ser luthier, manos argentinas: el carácter artesanal, también lo obsesivo, se imprime en el film con velocidad. No hace falta demasiado esfuerzo para que entremos a ese mundo enseguida y disfrutemos de esa conexión que existe entre el trabajador y su trabajo cuando, lejos de la rutina, la actividad elegida tiene un peso simbólico, una raíz y una historia detrás.
ORIGINAL Y DUPLICADO Dirigida por Roman Polanski y escrita junto a Olivier Assayas (basándose en la novela de Delphine de Vigan), era de esperarse que Basada en hechos reales fuera una suerte de espejo donde el relato se mira y se refleja incontable cantidad de veces, hasta que perdamos noción de cuál es la imagen original. Polanski ha hecho muchas veces eso, especialmente donde lo literario es la clave, y lo mismo Assayas, donde lo cinematográfico se entiende como una herramienta vampírica. Y aquí, como decíamos, hay mucho de ambos universos flotando, lamentablemente sin que logren potenciarse y construir un relato poderoso. Las protagonistas casi exclusivas de Basada en hechos reales son Delphine y Elle (Emmanuelle Seigner y Eva Green, ambas estupendas), la primera una famosa escritora que atraviesa una crisis creativa y la otra, una fanática absoluta que además trabaja como “escritora fantasma”. Los juegos sobre la creación y la duplicación nuevamente en marcha, y un progresivo ingreso en el thriller con personajes que se retroalimentan de manera enfermiza: primero hay contactos casuales, luego el vínculo progresa y ambas terminan conviviendo. La clave es quién se aprovecha de quién. Cuando estrenó esta película, Polanski tenía 83 años, por lo que no cuesta mucho ver que se trata casi de un auto-homenaje: son muchos los tópicos que el director repite de su obra anterior, pero ya no tanto como carga autoral sino como copia desfachatada. Y ahí se puede observar el rol que la dupla Polanski-Assayas cumple: el primero, como la venerada Delphine, y el segundo, como la obsesiva y arrebatadora Elle. Es que Basada en hechos reales parece una de Polanski, pero hecha por alguien que intenta copiar al maestro, como si estuvieran mirando El inquilino desde afuera. Es en ese lugar que lo vemos a Assayas vampirizando al director de La muerte y la doncella y Perversa luna de miel hasta agotar todos los recursos y recostándose en una serie de símbolos evidentes. Basada en hechos reales funciona medianamente como thriller, y fundamentalmente en su última media hora, cuando ingresa un tópico habitual del cine de Polanski: el encierro. Ahí el director logra generar los climas que venían faltando y la situación se vuelve insoportable, en el mejor de los sentidos. Y todo esto se agradece, porque en la primera parte de la historia cuesta asir un verosímil que justifique el accionar algo histérico de los personajes, por más que lleguemos a comprender un segundo nivel del relato. Y tampoco funciona demasiado el misterio alrededor de Delphine, puesto que los detalles de su vida personal surgen aislados (especialmente unas cartas que recibe) y sin la fuerza necesaria como para que sean ellos los que desembocan hacia el final y resuelvan los conflictos. En todo caso, Basada en hechos reales sí funciona como comedia de un humor enrevesado, como suele suceder en Polanski. Porque tal vez esos detalles sobre Delphine no sean más que engaños hacia el espectador, un MacGuffin que no lleva a ninguna parte, y porque el director parece divertirse con rizar el rizo de un guión que por momentos roza lo improbable. Indudablemente hay algo juguetón, divertido, chispeante en el relato, aunque totalmente asordinado. Y si no sirve para convertir a Basada en hechos reales en una gran película, al menos nos permite disfrutar de un director consagrado que siendo octogenario ni se atreve a tomarse en serio a sí mismo. Y ese es un lujo que no muchos se pueden dar.
EL PROFESOR, SU HIJA Y SU AMANTE Philippe Garrel parece hacer, con variaciones, siempre la misma película: dramas existenciales sobre el amor y la sexualidad como elementos políticos, que a veces prescinden de algunos recursos narrativos como la estructura dramática. Explícitamente escritas (no desprecian el guión aunque pretenden hacerlo invisible), sus películas transcurren entre diálogos profundos y la histeria que los sentimientos provocan en sus personajes. Y el director hace esto, también, repitiendo algunos recursos audiovisuales como el blanco y negro que reina en su último film, Amantes por un día y que se relaciona con la anterior A la sombra de las mujeres. Heredero de la Nouvelle Vague, Garrel -además- es un realizador veterano que ha venido filmando durante los últimos 40 años con envidiable regularidad. Por eso que sus películas puedan ser vistas como un todo, una obra gigante que reflexiona sobre los vínculos entre las personas atravesados por el tiempo que habitan, no sólo en la película sino también fuera de ella. El amor y la sexualidad, o la mirada sobre ellos, necesariamente tallados por el clima de época. Aquí el feminismo es un elemento fundamental. Los hombres son propensos a engañar, por eso hay que engañarlos antes de que eso suceda. Palabras más palabras menos es lo que Ariane le dice a Jeanne, la hija de su amante. Ambas comparten edad y espacio: la joven Jeanne fue cortada por su novio y se fue a refugiar al hogar paterno. La sorpresa es que su padre, un profesor, vive con una joven, que es su alumna. Relación secreta que ambos mantienen en una convivencia no declarada y que alimentan con encuentros subrepticios en el baño del colegio. La dinámica que se va generando entre los tres personajes es lo principal en Amantes por un día, muy especialmente lo que sucede entre las dos mujeres: en un comienzo, será Ariane la que busque consolar a Jeanne, la que le diga que todos los hombres son iguales, que la vida es larga y los amantes se acumularán, que nadie vale tanto como para despreciarnos a nosotros mismos. Hay una amistad femenina que se va construyendo, que crece en implicancias a partir del vínculo que cada una tiene con el hombre en cuestión: la amante y la hija. Y hay un hombre que, a pesar de cierto aire progresista en su mirada, no puede más que reproducir una estructura conservadora. En esta suerte de lucha de géneros, Garrel nos dice que si en el presente el sexo puede ser un elemento prescindible y hasta un material de intercambio, el amor es otra cosa y es ahí donde todo se complica y se enturbia. El gran acierto de Garrel y sus tres guionistas (entre ellos, el mítico Jean-Claude Carrière) es que a pesar de registrar un universo intelectual, sus criaturas nunca dejan de ser seres humanos. Parece una tontería, pero no lo es: la seducción por la palabra, por la introspección y la reflexión existencialista lleva muchas veces a un cine académico y recargado. Por el contrario, Amantes por un día seduce al espectador no sólo por una duración mínima (75 minutos) que obliga a la concentración dramática, sino además por la inteligencia con la que el director va moviendo las piezas sutilmente hasta atraparnos en ese triángulo. Tal vez para una película que busca hacer invisible su guión, hay una circularidad hacia el final (quién consuela a quién en un principio, y cómo y por qué las cosas se revierten luego) que resulta demasiado marcada y hace evidente el recurso. Es apenas un pequeño ruido en un film que tal vez por su concentración en tres personajes carece de otros niveles de lectura, pero que indudablemente demuestra la sabiduría de un director veterano que siempre logra ser actual.
EL DETRÁS DE ESCENA DEL VODEVIL Una vez que la directora Amanda Sthers decide sacar la cámara de la mansión que habitan los Fredericks, donde nos tuvo encerrados por más de media hora, uno descubre algo juguetón en Madame: ese comienzo nos hace acordar a múltiples vodeviles adaptados al cine, a comedias como La cena de los tontos o similares, que son uno de los puntales de la industria del cine francés. Pero asumiendo el desgaste que esas estructuras narrativas suponen, la película busca mirar más allá de la superficie chispeante de sus criaturas, de esa serie de diálogos veloces y los enredos habituales, para encontrar algo triste y desolador. El problema de la película está relacionado con su zigzagueante devenir y su búsqueda algo confusa por ser imprevisible. Lo positivo, en todo caso, es que lo sostiene hasta su anticlimático final. La suerte de Madame está librada a lo efectiva o no que le resulte a cada espectador esa primera parte del relato: porque es ahí donde se genera el lazo con los personajes que permite desear un futuro para cada uno de ellos. O no. Allí tenemos un matrimonio norteamericano que vive en París y que recibe en su hogar a una serie de personajes de alta alcurnia. Y por pura superstición de la mujer que no puede tolerar que sean trece los invitados a la mesa, se suma a la sirvienta para romper el posible maleficio. Claro, las cosas se volverán en contra como en una Cenicienta moderna, cuando la sirvienta se convierta en centro de atención e interés romántico de uno de los invitados. La mujer en cuestión, no lo dijimos, es la españolísima Rossy de Palma, con lo que imaginan la carga de grotesco que porta su personaje. Si hasta el momento la película se define como un vodevil clásico, cuando estalle el conflicto central (en verdad nadie dice que la sirvienta es la sirvienta y hasta alguien la hace pasar por una integrante de la corona española), el film de Sthers se convertirá más en un drama con toques de humor y comentarios sociales: la diferencia de clases y el juego de los roles genéricos se imponen como centrales en Madame. Si la sirvienta española desconoce cómo debe comportarse y sufre ante la posibilidad de que su amante descubra su origen humilde, la pareja de norteamericanos ricos se divide entre la mujer insatisfecha sexualmente que busca el deseo en otros brazos y el hombre frustrado por una posición económica que no es la deseada (y que también busca sexo en otros lados). Cuando Madame diversifica sus conflictos, pierde en complejidad y gana en clichés. Y si en De Palma el humor surge naturalmente (aunque esté un par de puntos por arriba del registro deseado), se nota un esfuerzo mayor en Toni Collette y Harvey Keitel, encorsetados en personajes algo estereotipados. Sin dudas que Madame guarda lo mejor para la resolución, en el sentido que cinematográficamente aprovecha la elipsis como un recurso que fortalece lo anticlimático. Y si bien la ironía con la que Sthers busca distanciarse de una idea algo añeja de final feliz (dejando en evidencia cierto elitismo cultural) es un poco obvia y algunos giros se adivinan como caprichosos, el final resulta amargo y contrasta interesantemente contra el vodevil del comienzo: detrás de la risa medio tontolona hay una verdad incómoda en la que los opuestos raramente puedan terminar juntos.
UNA MODERADA REBELDÍA La mayoría descubrimos a Isabel Coixet en 2003 cuando estrenó Mi vida sin mí, aquel interesante drama sobre una mujer que se enfrentaba a una enfermedad terminal rompiendo múltiples esquemas. Y lo mismo hacía la película, alejándose de las convenciones de los melodramas lacrimógenos. Lo curioso fue cómo Coixet construyó posteriormente una carrera en la que terminó abrazándose a todo aquello que parecía escapar, extenso camino recorrido desde entonces que colocó a la catalana en el sitial de los realizadores consagrados e indiscutibles de la industria cinematográfica española. Ese camino es el que nos trae hasta La librería, último y celebrado ejemplo de un cine adocenado y sumamente correcto. Basada en una novela de Penelope Fitzgerald, la película tiene a Emily Mortimer como Florence, una viuda que a fines de los años 50’s decide poner una librería en un pueblito costero de Inglaterra, territorio dominado por una burguesía amable en apariencia pero bastante conservadora y donde Patricia Clarkson representa la máxima autoridad. La “viuda” entonces será como la Juliette Binoche de Chocolate, quien a partir de su emprendimiento chocará ingenuamente contra un orden establecido. En sus primeros minutos, La librería se parece a esas películas de Woody Allen en las que mira con cierta ironía a las clases intelectuales y dominantes, y progresivamente adquiere un tono más dramático, como en aquellos films de época de James Ivory donde todo era sumamente trágico pero a la vez encantador y afable desde lo narrativo. Coixet efectivamente se ha convertido en una directora de un tipo de cine que podríamos definir como universal, hecho con herramientas discursivas rápidamente asimilables por un público mayoritario, apreciado en ámbitos festivaleros, pero que a cambio paga con una impersonalidad manifiesta. Y si bien fluye con la sabiduría de una directora que conoce la herramienta narrativa, La librería fracasa cuando quiere poner en crisis una mirada añeja sobre la cultura, a partir de celebrar la experiencia literaria y la lectura. Dice que la cultura no puede ser controlada ni estandarizada desde el poder, y que el coraje es la actitud suprema para enfrentarse a las estructuras anquilosadas. Y si bien no hay nada malo en las máximas como aforismos que surgen de los personajes, el problema de la película no tiene que ver sólo con su prolijidad exacerbada, sino también con lo limitado de su mirada. Si bien la historia está ambientada en un pueblo, Coixet hace foco en unos pocos personajes: los habitantes del pueblo son una masa uniforme que queda en un segundo plano y que parece fácilmente manipulable. Por lo tanto, la defensa que hace de la literatura es antes que nada un lugar común porque no tenemos referencia alguna de cómo leer hace mejores a los personajes. Ni qué decir, además, de las citas a autores y libros, todas obras reconocibles para el gran público. Con todo esto, Coixet no sólo fracasa a la hora de cuestionar a los sectores que nos ordenan qué es la cultura y qué no, sino que además construye un sistema propio de valores irrefutables que en verdad no choca demasiado con lo consagrado. La solidez narrativa, entonces, aparece como la trampa de una película que busca agradar a toda costa.
CLASE B HIGH TECH El director y el protagonista de Viaje 2: la isla misteriosa y Terremoto: la falla de San Andrés, Brad Peyton y Dwayne Johnson -respectivamente-, unen fuerzas nuevamente para otra de estas películas anabolizadas y espectaculares repletas de efectos digitales. Y lo hacen con el buen tino que han tenido hasta ahora: un espíritu Clase B disimulado por el uso de una tecnología de avanzada. El resultado es otro entretenimiento noble, divertido, ligero y desprejuiciado, como casi no se hace en el Hollywood actual. Rampage: devastación es la adaptación de un viejo videojuego, donde unos animales gigantes destruían todo a su paso. Era, obviamente, una referencia actualizada a las viejas películas de monstruos, donde el jugador hacía ahora las veces de criatura destructora. Pero la película de Peyton toma lo básico del videojuego, los animales gigantes, y le da una vuelta de tuerca: hay una empresa que hace experimentos genéticos en el espacio, el plan sale algo mal y las criaturas se descontrolan. Por un lado están los animales -un gorila, un lobo y un cocodrilo- y por el otro los humanos, liderados por el cuidador del gorila George (Johnson), una genetista rebelde (Naomie Harris) y un agente del gobierno de lo más ridículo (interpretado con mucha gracia por Jeffrey Dean Morgan). Los animales son las víctimas y los humanos, quienes se encargarán de protegerlos hasta donde puedan. El mal, como en una película de los 80’s, será el capital, los empresarios irresponsables que no miden las consecuencias. Jurassic Park, digamos, pero sin el genio de Steven Spielberg para profundizar en la reflexión mientras construye grandes secuencias de acción. Peyton es más un artesano, un tipo consciente de sus limitaciones y que actúa en consecuencia. Al igual que en Terremoto: la falla de San Andrés, la película no tarda mucho en meterse en lo que importa: animales gigantes destruyendo todo y humanos tratando de escapar. El prólogo es mínimo, los personajes se construyen con dos rasgos y Rampage: devastación se pone en movimiento como aquellas viejas películas de aventuras que no precisaban elaborar un mundo muy complejo para comprometer al espectador. Lo curioso de películas como esta es que si por un lado homenajean a la más rudimentaria Clase B, lo hacen con una tecnología y un presupuesto que aquellos films carecían. Y esto es lo más interesante que tiene para aportar Rampage: devastación, esa unión entre lo prosaico y lo sofisticado, y cómo de allí nace un tipo de entretenimiento que en la retroalimentación mejora: porque los efectos lucen realistas, mientras la Clase B baja todo a un territorio más mundano. Peyton, además, pertenece a esa noble tradición de directores que no se dejan apabullar por la tecnología y tienen la paciencia para montar un teatro espectacular que puede ser disfrutado de principio a fin: todo lo que pasa adentro de la pantalla se comprende. Y obviamente está Dwayne Johnson, ese actor de enorme carisma que descubrió cuál era su gracia y la explota con sabiduría. Y esconde su musculatura hiperbólica en películas de dimensiones gigantescas y diversión asegurada.
TRES TRISTES TIGRES Hay en el cine de Richard Linklater no una, no dos, sino hasta tres líneas (si no más) que se distancian entre sí pero que convergen ineludiblemente: encontramos sus comedias más amables (Escuela de rock, Los osos de la mala suerte), sus dramas existencialistas (Despertando a la vida, Una mirada a la oscuridad) y sus acercamientos a la adolescencia (Slacker, Rebeldes y confundidos, Everybody Wants Some!!). En el caso de la trilogía Antes de… o Boyhood estamos ante películas que fusionan varias de esas líneas, porque si pueden ser existencialistas también logran ser amables y tienen a la juventud y el paso del tiempo como un elemento clave. Sin embargo hay otro detalle que permite ver cómo ese amplio universo expresivo de Linklater, que resulta para nada homogéneo en una mirada rápida, confluye en un solo canal: hablamos de lo narrativo. Las películas de Linklater fluyen con la sabiduría del noble artesano, entre charlas y divagues varios, sin nunca perder el norte de lo que está contando pero poniendo el foco más en lo anecdótico que en la gran historia de fondo. Una operación estética que se vincula fuertemente con el cine norteamericano de los 60’s y primera parte de los 70’s, y que nos arrastra entonces hasta su última película, El reencuentro. Si Linklater ha sabido experimentar con la narración, El reencuentro es un nuevo y curioso experimento. Escrita por el director junto a Darryl Ponicsan, es el propio Ponicsan el autor de la novela en la que se basó El último deber, clásico de los 70’s dirigido por Hal Ashby (un director al que Linklater parece deberle mucho) y de la que El reencuentro funciona como secuela. O no: digamos que la estructura es similar, los personajes comparten rasgos, pero ni los nombres ni su historia son las mismas. En aquella película de Hasby dos marines (Jack Nicholson y Otis Young) tenían que trasladar a prisión a un joven marino (Randy Quaid), acusado de robarse el dinero de unas donaciones. Hasby narraba aquello como una suerte de road movie existencialista, donde no parecía haber un mundo exterior y todo se centraba en el vínculo que los tres personajes iban construyendo. Sin embargo, a partir de lo que allí les pasaba se adivinaba la tragedia de un universo en decadencia, donde quebrar las reglas y rebelarse contra el orden institucional era la única salida posible. En El reencuentro, Bryan Cranston sería Nicholson, Lawrence Fishburne sería Young y Steve Carell el personaje de Quaid. Y si sus experiencias parecen algo trastocadas respecto del pasado, se pueden encontrar lazos entre estos y aquellos, aunque fundamentalmente la principal unidad estética la aporta el cine lánguido y despreocupado, aunque vital, de Linklater. En El reencuentro, el Shepherd de Carell es quien reúne a los otros dos como aquella vez lo fue el Meadows de Quaid. Aquí, el ex militar sufrió la muerte de su hijo en la guerra y tendrá que recibir el cuerpo: por eso convoca a los otros dos para que lo ayuden en el traslado. Lo que surge a partir de ahí será una nueva road movie, con raptos de humor extravagante, con personajes que tendrán que saldar sus diferencias y enfrentarse a lo que el paso del tiempo les ha hecho a sus vidas. Si los personajes del film de Hasby sugerían su hastío sobre lo castrense, los de Linklater son mucho más explícitos: indudablemente la distancia en relación a las instituciones (tanto que ahora uno de ellos es pastor) es mayor y se animan a reflexionar con frases tan lapidarias como esta: “debemos ser los únicos invasores de la historia que esperan caer bien”. Si pensamos en aquellas líneas sobre las que Linklater ha construido su filmografía, El reencuentro está más cerca de las comedias amables aunque deja un gusto amargo. Y si bien el director no está tan inspirado como en otras ocasiones, tiene la suficiente inteligencia como para ver dónde está lo que realmente importa de esta historia. Indudablemente para los norteamericanos el vínculo con sus fuerzas armadas es totalmente diferente al que puede tener un latinoamericano, por eso que las nociones de patria y heroísmo, desde una perspectiva castrense, son diferentes. El reencuentro está protagonizada por tres personajes que de alguna manera buscan en ese lazo que aún mantienen con las fuerzas un sentido a sus vidas. Linklater tiene la sabiduría como para que el discurso de la película pueda tomar distancia del de sus criaturas, sin por eso dejar de lado una mirada tan cuestionadora como compasiva. Y si algo no funciona del todo, siempre está a mano el humor como esa herramienta amable que puede revelar todo el absurdo de un sistema de creencias con un solo gesto. Hay que entender entonces El reencuentro como la forma más directa que ha encontrado Linklater para saldar sus cuentas con la esencia de su cine.
LA BANALIDAD DEL CINE EXPERIMENTAL Dead end se define a sí mismo con un “film de arte sonoro”, una frase que encierra toda la pomposidad con la que el cine experimental nos quiere convencer que detrás de sus signos hay algo (ahondar en otros detalles de la sinopsis oficial sería demasiado). Pero detrás de este documental de Fernando Laub que recorre buena parte de la mítica Ruta 66 no hay nada, apenas una serie de imágenes de rutas, paisajes, cielos, montañas que intentan conceptualizarse por medio de una música envolvente. Y no lo logran. El documental de observación no es ninguna novedad; es una forma de representar la realidad por medio de una serie de códigos audiovisuales que ya lucen, a esta altura, agotados. Lo que en algún momento fue ruptura, se ha convertido en fórmula y repetición. Y también en un lugar cómodo que goza de la indulgencia de cierta crítica y de la imperturbabilidad de su apuesta: ¿porque desde qué lugar encontrar las fallas de una película que nunca se define y se refugia en gestos solemnes? Lo que sucede en Dead end es elocuente: la cámara avanza por caminos polvorientos, rutas con excesivo tránsito, se detiene en algunos espacios simbólicos, sobrevuela el desierto norteamericano mientras constantemente nos abruma un trabajo sonoro que se pretende hipnótico y no hace más que confirmar la distancia con las imágenes. Supongamos que abordar la Ruta 66 es cruzarse con un emblema de la Norteamérica profunda, y que a partir de lo que se encuentra a la vera de ese camino se pretende reflexionar sobre aquello que constituye al país: pueden ser los casinos de Las Vegas (con su capitalismo kitsch) o una suerte de depósito de aviones y helicópteros (que parecería ser una referencia al militarismo). Sin embargo las imágenes de Laub carecen de peso simbólico, son mayormente banales y en muy pocas ocasiones poderosas, como en los neones y luces de aquellos casinos o en la prepotente repetición de aviones en el desierto. Las imágenes de Dead end no construyen relato, porque en verdad prefieren exhibirse como una experiencia. Y la misma es bastante poco satisfactoria como tal. Dead end se estrena durante abril en el Centro Cultura de la Cooperación, con música en vivo. Tal vez allí, con la propuesta sonora en un plano cercano al espectador, la cosa se vuelva más sugerente y envolvente. El problema es que el cine no debe precisar de estos aditamentos para involucrarnos emocional e intelectualmente.