INVASORES En Western, un grupo de obreros alemanes viaja a Bulgaria para realizar una obra hídrica: este punto de inicio le sirve a la directora Valeska Grisebach para construir una reflexión política sobre el choque de culturas que involucra una atractiva relectura del género emblema del cine norteamericano y que le da nombre a esta película. Los alemanes son los extraños que llegan y los que, con su presencia, generan tensión en un espacio sobre el que todavía penden las diferencias surgidas hace décadas durante la guerra. El conflicto es cultural, pero fundamentalmente territorial, reproduciendo con la elegancia de un drama concentrado la dinámica del invadido y del invasor. Y, claro, la aparición del cuerpo femenino como ese “territorio” donde el sentido posesivo y profundamente masculino se impone como disputa final, pero también como límite. Lo histórico, muy bien pensado por Grisebach, es lo que incorpora otros niveles al film. La actitud de los obreros alemanes va de la soberbia al espíritu dominante sobre los búlgaros. Y entre ellos sobresale Meinhard (gran actuación de Meinhard Neumann), quien como un Clint Eastwood de la Europa trágica transita el territorio en plan taciturno, intentando asimilar ese cruce barbárico. La película avanza a partir de su punto de vista, es su mirada la que se impone, la que en un comienzo se maneja con recelo pero progresivamente va generando empatía con los otros y distancia con los propios. Inevitablemente, a partir de su espíritu curioso, Meinhard terminará atravesado por esa cultura distante y por esa lengua que le resulta incomprensible. Como decíamos, la directora aprovecha la presencia de su actor para desarrollar el relato: es él quien se impone en el cuadro y en los cruces de miradas, quien observa y se deja observar. Es por eso que la película se anima a compartir su mirada horrorizada sobre ese grupo humano de brutos germanos que invaden prepotentemente. La lucha en el film se da entre dos formas de entender el acercamiento con el otro, en un crescendo dramático que alcanza su clímax en una secuencia festiva, en una suerte de duelo, que es pura tensión. La reflexión final de Western es amarga y se resuelve en un último plano notable: como en la mitología de Pocahontas (o de Danza con lobos, ya que estamos…), Meinhard de alguna manera se ha convertido un poco en el otro, pero ese es apenas el inicio de un camino que muy pocos tomarán, un camino solitario y que estrecha vínculos sin recurrir a la fuerza.
UN POLICÍA CORRUPTO EN El CAIRO El agente Mostafa goza de un poder prosaico por las calles de El Cairo, recolectando coimas y aprovechándose de las miserias del capitalismo en una ciudad marcada por protestas y movilizaciones: son los últimos días de la presidencia de Hosni Mubarak y la situación está muy caliente en las calles. El director Tarik Saleh aprovecha datos históricos para adosarle a este policial negro en toda regla un nivel mayor de lectura: la corrupción que muestra Crimen en El Cairo no es sólo la corrupción de unos individuos, sino la corrupción de un sistema degradado y degradante. En ese contexto no queda más que hundirse, como le ocurre a Mostafa (Fares Fares) cuando comienza a investigar el crimen de una cantante en el lujoso Hotel Hilton y mete las narices en lugares donde no debe. Crimen en El Cairo es una suerte de noir que cruza tanto la tradición más fiel como sus acercamientos y relecturas. Porque en su construcción hay tanto de novela negra clásica, con los elementos típicos del género, como en sus climas y tensiones mucho de la textura que el polar francés supo adosarle al concepto. Y en su mirada sobre cierta marginalidad una redefinición similar a la que Fabián Bielinski hizo en Nueve reinas: lo que sucede en la película es particular de un espacio y un lugar. De ahí, su cuota de autenticidad y pertenencia cultural. El protagonista, un policía con una vida que se adivina algo difícil, aprovechó conexiones familiares para ocupar el lugar que ocupa. Incluso, si se sigue haciendo el gil ante determinadas situaciones, es probable que ascienda en el cargo. Pero por un motivo que el guión no termina de desarrollar del todo bien, Mostafa se involucra más de la cuenta en una investigación y termina acorralado entre el poder espurio de sus superiores y su inusitada búsqueda de la verdad. Lo que no desarrolla bien el guión es el porqué de su obsesión, habida cuenta que conoce bastante bien el entramado corrupto que lo rodea. Eso vuelve un poco inverosímil el relato, hasta en sus vueltas de tuerca. Lo que hace bien el director Saleh es apelar desde lo narrativo a un ascetismo que controla las emociones, impregnando todo el relato de un tono profundamente trágico. Desde su puesta en escena, no parece haber salida, lo que rebota inmediatamente con el contexto político en el que la historia se imprime. Mostafa avanza en su investigación y la misma termina involucrando, como en Barrio Chino, a sectores que tienen fuerte vinculación con el desarrollo de la región. Se podría decir que Crimen en El Cairo trabaja bien lo argumentativo, construyendo interesantes relaciones de poder entre los personajes y que sus problemas son en verdad formales, especialmente de montaje. Porque en su última parte, cuando tiene que resolver toda su trama policial, se vuelve inconsistente y no puede aplicar la tensión dramática a lo más enfático de los hechos, incluso con algunas elipsis algo molestas que fragmentan demasiado el relato. Crimen en El Cairo diluye así su potencia inicial porque termina ganando más el subrayado político que la posibilidad de sugerir por medio de las nobles herramientas del género.
SPECTACULAR SPECTACULAR La relación entre comedia y cine animado se remonta a los orígenes del audiovisual: el slapstick, fuente inagotable de los comediantes del periodo mudo, era el elemento que unificaba ambos territorios, y donde todos -al fin de cuentas- heredaban códigos del varieté y el espectáculo circense. Cuerpos que se estiraban y deformaban hasta los límites del verosímil, la comedia era el espacio donde lo hiperbólico del dibujo animado encontraba un correlato ideal. Tanto, que es indudable que en la era dorada del cartoon, allá entre los 30’s y los 40’s, la relación se convirtió en un camino de doble mano: Tom, Jerry, Bugs Bunny, todos habían aprendido de Buster Keaton, Chaplin, Harold Lloyd. Incluso la animación, por su carácter fuertemente satírico, descubrió que el humor sería su elemento expresivo principal. Por eso es que Tom, Jerry, Bugs Bunny y toda la prole sostuvieron las banderas del humor físico cuando aquellos fueron devorados por esa novedad del cine sonoro. Este vínculo, que sigue hasta nuestros días, casi no tuvo correlación con el resto de los géneros cinematográficos hasta -me arriesgo a decir- la aparición de James Bond, una parodia en sí misma que con el tiempo se hizo más explícita y que en sus cada vez más increíbles secuencias de acción resumió esa potencia plástica del cine animado. Es desde ahí que el cine de acción comenzó a explorar las posibilidades más lunáticas, poniendo los cuerpos y las cosas en situaciones cada vez más extremas, las cuales explotaron a partir de las posibilidades que brinda el CGI. Todavía no dijimos nada de Los Increíbles 2, porque resulta fundamental este prólogo para comprender en qué lugar es que brilla esta divertidísima secuela dirigida por Brad Bird: es en la construcción de enormes secuencias de acción, en sus ideas visuales de lo más creativas (hay una pelea cuerpo a cuerpo con el villano que es alucinante) y en un humor que aprovecha todos las posibilidades del slapstick, especialmente con ese personaje de Jack-Jack que es pura arcilla digital en manos de Bird. Y cuando la comedia se da la mano con la acción, el film estalla por los aires y deja en ridículo a otras películas del género: la animación logra el verosímil que mucho cine de acción plagado de CGI no alcanza. En Los Increíbles 2, además, el director vuelve a asumir, como en la primera, todas las filiaciones posibles: el mundo de los superhéroes se da la mano con la estética de James Bond, especialmente las primeras. Y desde lo gráfico, el maravilloso diseño visual de la nueva producción de Pixar recupera ese look tan 50’s que sirve para pensar una estructura familiar que Bird mira con cierta nostalgia pero también con algo de ironía. Lo que en la original servía para pensar a los personajes en relación con el mundo del trabajo, aquí piensa (desde lo retrospectivo de su estética old fashioned) sobre el lugar que ocupaban en la sociedad los roles masculinos y femeninos, algo que por cierto está tratado con algo de simpleza y lejos de la complejidad de otras obras de Pixar. Los Increíbles 2 arranca en el mismísimo momento en que terminaba la primera y profundiza en aquello que la original dejaba latente: cómo los superhéroes se ganan la confianza de la sociedad y pueden volver a estar visibilizados (por las destrucciones que generan, el Estado decide ocultarlos y pasarlos a la clandestinidad). El conflicto central sigue siendo la figura del diferente, del que se sale de la regla y cómo la sociedad asimila esa diferencia. Pero entendiendo que a partir de Marvel el conflicto de los superhéroes está saturado (no como en 2004, año de la original), Los Increíbles 2 aprovecha la aparición de un empresario fanático de los “súper” para jugar con la idea de que lo femenino resulta más atractivo a los fines marketineros de los superhéroes. Y así Elastigirl se va a combatir a los villanos, mientras Mr. Increíble se queda en casa cuidando a los chicos. A partir de ahí, Bird piensa dos campos de batalla: el de la calle y la actividad delictiva, y el del hogar y los traumas de la adolescencia y la infancia que tiene que resolver Bob. Obviamente ambos espacios terminarán confluyendo y demostrando que cuando los Parr mejor funcionan, es cuando lo hacen en grupo. Está claro que lo que busca Los Increíbles 2 es ser una película de acción espectacular. Y lo logra, porque cada secuencia es sumamente imaginativa y está diseñada con enorme precisión. Aunque tal vez lo más bello de la película es la manera en que se sume como un entretenimiento simple, sin darle demasiada vuelta, reconociendo la grandeza de las herramientas nobles y populares que utiliza. Acompañada por una banda sonora memorable de Michael Giacchino, Los Increíbles 2 es ese tipo de películas que aparecen cada tanto y nos devuelven la noción de por qué es importante sentarse en un cine y frente a una pantalla gigante. El de Brad Bird es un film espectacular y divertido, tal vez el más espectacular que haya salido de la factoría inagotable de Pixar.
CONSTRUIR FAMILIA, CONSTRUIR COMUNIDAD Como en la reciente Una especie de familia, el tema de la adopción se hace presente en el marco de una producción independiente nacional con intenciones de mínima masividad. Lo diferente en este caso, y lo que la hace más atractiva, es que el proceso que aborda es el de la llegada del niño al hogar y las tensiones que genera ese choque entre extraños: la pareja adoptante y el pibe adoptado. Decimos más atractiva, porque todos más o menos imaginamos los peligros de ese mundo de adopciones ilegales, y si no lo imaginamos los noticieros de la tele nos lo remarcan para que nos horroricemos. Y porque Diego Lerman con sabiduría avanzaba el relato como un thriller a medio tiempo, generando un vínculo inmediato con el espectador. Por el contrario, Carlos Sorín en Joel se mete con algo más complejo y lo hace desde un drama despojado de toda remarcación de emociones, sobre todo en su perfecta primera parte: si la adopción va dejando de ser un tema tabú en la sociedad, a la vez eso trae aparejada cierta liviandad en la mirada, como si no se tratara de un proceso con sus dificultades. Sobre ese nervio y esos miedos, un tanto relativizados socialmente (porque todos además conocemos el buen marketing de la paternidad), se montan los mejores pasajes de la nueva película del director de Historias mínimas. Claro que hay otro detalle no menor: Joel está filmada en Tierra del Fuego, en la Patagonia, esa región que es ya la patria cinematográfica de Carlos Sorín. Por lo tanto, el sur argentino y Sorín forman una comunión que parece atravesar diferentes etapas y que en esta nueva película alcanza un grado de honestidad mayor, como de pareja que, pasados los años, logró la confianza suficiente como para aceptarse en todos sus pliegues y decirse sus cosas sin generar una crisis. Si con Historias mínimas el director encontró una apuesta estética que tuvo una impensada asimilación con el espectador (guiones sostenidos en relatos nimios, naturalismo extremo, un clima de bondad evidente en personajes que parecían el vecino de al lado), también es cierto que sin resultar artificial o falso, había en ese procedimiento una depuración del costumbrismo y del cine como forma de hablar del “así somos” que resultaba un poco simplista. Nadie puede dudar de la efectividad del recurso, ni tampoco de cierto discurso demagógico que piensa el “interior” en oposición a la “gran ciudad” como un reducto lleno de “buena gente”. Pero en Joel las cosas mutan y a la par que Sorín cuenta cómo esa pareja interpretada por Victoria Almeida y Diego Gentile va asimilando la presencia de Joel (notable debut del niño Joel Noguera), y viceversa, el relato observa también cómo la comunidad reacciona ante la presencia de lo desconocido: se destaca, además, que el matrimonio no es nativo del lugar. Sin excesos -tal la marca autoral del director- pero lejos de la bonhomía de otrora, aparecen terrores sociales, dudas, inseguridades, tensiones, que resquebrajan la aparente tranquilidad. Por lo tanto Sorín construye un relato que se divide en dos partes y que se vinculan a partir de reflexionar sobre la relación entre lo interno y lo externo, y en cómo afecta e impacta lo diferente en un universo autosuficiente. Joel es una película sobre los miedos y cómo reaccionamos ante ellos, tanto en lo familiar como en lo social: es una película sobre individuos y comunidades. De esas dos películas en una la que mejor funciona es la que hace centro en la llegada del pibe al hogar: en primera instancia, porque el chico es más grande de lo que la pareja estaba buscando, porque evidentemente arrastra una experiencia de vida de lo más difícil y porque la pareja no sabe cómo hacerle frente a la situación. La manera en que Sorín trabaja formalmente el conflicto, en cómo va construyendo lo global a partir de pequeños episodios, en cómo la tensión de la convivencia entre la pareja y el niño se resuelve por el lado de la incomodidad, se hace evidente la presencia de un director que conoce perfectamente las herramientas expresivas y discursivas con las que cuenta, para edificar una película que fluye como pocas en el contexto del cine nacional. No hay en esos momentos una línea de más y Sorín se respalda en un elenco notable, donde sobresalen especialmente el joven Noguera y la extraordinaria Almeida en un personaje que va teniendo sutiles modificaciones en su carácter, hasta la implosión del final. La otra película aparece pasada la mitad del relato y tiene que ver con un conflicto que se da con el menor y la escuela a la que asiste. Y ahí aparece Sorín mirando con otros ojos ese sur de comunidades cerradas y algo restrictivas, aunque el director tiene la inteligencia suficiente como para evitar el retrato de héroes y villanos: es notable cómo Cecilia (Almeida) se enoja ante lo que considera una injusticia aunque no deja de ver la lógica en la otra parte, porque en definitiva ella misma ha sido diseñada por esa mirada que ahora la repele. Si bien aparecen en estos pasajes algunos parlamentos algo dirigidos a señalar los problemas del sistema y queda atrás cierta sutileza (fundamentalmente en la asamblea que se da en el colegio, aunque tampoco ayudan actuaciones algo deficientes), Sorín nunca deja de lado a sus protagonistas y justifica todas sus decisiones al demostrar que todo lo que ocurre termina impactando en los protagonistas: en ese sentido es notable la construcción de la pareja protagónica, representando cierta idea de lo masculino y lo femenino ante la adversidad. El, más concesivo; ella, más luchadora. Y en última parte aparece con mucha fuerza una referencia explícita al cine de los Dardenne (el recorrido que emprende la protagonista de Joel es similar al de la Marion Cotillard de Dos días, una noche), especialmente por una puesta en escena que se vale de travelings que acompañan el andar de los personajes pero también por una fábula social diluida en un realismo amable aunque -esta vez- sin concesiones. En la decisión final de Cecilia parece haber una definición del relato sobre la única manera posible de actuar en estos casos.
ROBOS Y HURACANES Sin ninguna película memorable en su haber (al menos que yo recuerde: digamos que Daylight funciona en sus propios términos, pero era apenas aceptable), Rob Cohen es uno de esos casos singulares dentro de la industria de Hollywood: viene filmando con regularidad desde 1980, mayormente blockbusters Clase B sin gracia ni encanto, y sin una cuota de personalidad. No se lo podría considerar un artesano, porque no parece respetar las herramientas clásicas, ni tampoco alguien preocupado por instaurar un lenguaje del presente. Y ni siquiera como a Martin Campbell lo podemos considerar un efectivo creador de secuencias de acción. Tal vez su único logro sea el de haber originado la saga Rápido y furioso, aunque ninguno de los fanáticos de esa franquicia recuerde con demasiado cariño esa primera parte. Por todo esto, su presencia constante en el cine de segunda línea de Hollywood es un misterio, o tal vez responda a su falta de pudor para filmar cualquier cosa que le pongan en frente. Huracán categoría 5 es una demostración cabal de esto que decimos. Digamos que hay algo más o menos original, y que intenta despegarse un poco de tanta película sobre desastres naturales. En vez de centrarse en el trillado relato coral de cómo un huracán afecta la vida de varios personajes, lo que tenemos aquí es un clásico relato de robo maestro intervenido por un huracán que amenaza con complicar las cosas. Digamos también, y para salvarle un poco la ropa al bueno de Cohen, que el prólogo no está mal, con dos hermanos observando cómo su padre muere a causa de un tornado terrible: hay una situación mínimamente articulada y una presencia de la tecnología que no anula lo humano y logra ser espectacular. Claro está, esos dos hermanos crecerán por medio de la elipsis y serán los protagonistas, quienes tendrán que enfrentarse a los villanos que quieren quedarse con miles y miles de dólares: convenientemente, uno de ellos es un avezado meteorólogo y el otro un ex marine. Mientras Huracán categoría 5 va montando el plan de los villanos, avanza como un film regular pero sin mayores inconvenientes. Quedan en evidencia algunos cabos sueltos medio inverosímiles, pero en todo caso son artilugios del guión para resolver la trama más adelante. La verdadera amenaza de la película es, entonces, ese huracán que se anuncia desde el título y desde los tráilers que nos venden espectacularidad. Espectacularidad que nunca llega, porque el espíritu Clase B no está puesto tanto en una forma subversiva de resolver situaciones, en su espíritu, sino en una utilización de la tecnología bastante chapucera y deficiente: es una Clase B material, algo a lo que nos han acostumbrado ciertas berreteadas televisivas con tiburones y tornados. La amenaza, que uno pensaba era para los personajes, termina siendo para el relato, que con vientos e inundaciones barre con cualquier lógica y sentido del verosímil. Y no es que uno los busque en esta película, pero es cierto que todo relato debe funcionar en sus propios términos. Huracán categoría 5 no lo hace. Con el paso del tiempo la idea de Clase B ha sido confundida con falta de rigor narrativa y tecnológica, cuando en verdad la Clase B debe ser entendida como un espacio alejado de las convenciones del mainstream y del status quo, capaz de plantear otras posibilidades, incluso chocantes para el espectador. El problema de Cohen no es sólo que apela a la Clase B como un relajo adolescente donde todo vale, sino que parece carecer del sentido del humor como para hacer de esto algo divertido. Nunca lleva su despropósito audiovisual a un lugar de locura (salvo en la secuencia final) y sus personajes no tienen el carisma necesario como para que nos lleven de las narices por la aventura. Tal vez con otro director Huracán categoría 5 podría haber funcionado, pero así como está no da ni para un sábado a la tarde por alguna señal de cable de esas que gustan pasar porquerías como estas.
LAS INDESTRUCTIBLES Siempre preocupado por los márgenes del universo cultural, el inquieto José María Muscari convocó hace unos años a viejas vedettes del cine, la televisión y el teatro de revista (íconos de los 80’s) y les devolvió protagonismo en un espectáculo llamado, no sin un grado de maldad -cercana a la autoconciencia del Stallone de The Expendables-, Extinguidas. Allí aparecían Adriana Aguirre, Noemí Alan, Luisa Albinoni, Patricia Dal, Silvia Peyrou, Mimí Pons, Beatriz Salomón, Sandra Smith, Naanim Timoyko, Pata Villanueva, todas con sus vidas a cuesta y con un presente lejos de las luminarias que supieron habitar. De ese espectáculo surgió el documental La vida sin brillos, dirigido por Guillermo Felix y Nicolás Teté, que con enorme pudor y sabiduría se asume como un simple backstage pero también como el acercamiento a una serie de figuras de una complejidad mayor a la imaginada. Uno de los detalles que complejizan a estos viejos sex-symbol tiene que ver con el paso del tiempo: no sólo el propio y personal, que se empecina en hacerse presente en arrugas y decadencias varias, sino fundamentalmente en el social. En todos los casos estamos ante figuras femeninas que hacían las veces de partenaire del capocómico de turno, cuando no eran meramente un objeto utilizado para explotar la superficie de un cuerpo mitificado. Entonces pensar en cómo impactan estas figuras en un presente donde el discurso feminista se ha fortalecido en el imaginario popular es uno de los tantos temas que trascienden a la película y la vuelven más interesante. Si la mayoría mira con nostalgia ese pasado, incluso con bastante pesar por el ostracismo al que han sido condenadas involuntariamente (Alan y Albinoni son las más explícitas al respecto), se observa sutil y subyugante la autoconsciencia sobre el imposible que hoy ellas mismas representan. Pero afortunadamente Felix y Teté se alejan de los caminos más previsibles en los que podría haber caído su película, cuando evitan por un lado una suerte de Juventud acumulada con Estela Raval cantando Resistiré y por el otro una mirada irónica y cínica sobre la decadencia de estos personajes. Contra todo esto, se mantienen en un lugar intermedio (que algunos pueden calificar de tibio) donde la idea de mostrar el detrás de escena se sostiene enérgicamente: si en off escuchamos lo que sucede sobre el escenario, el documental nunca abandonará los pasillos y camarines del teatro, con la excepción de una serie de entrevistas donde cada mujer aparece en el lugar que le resulta más personal y donde desea mostrarse: desde Villanueva en su club de tenis, a Timoyko haciendo yoga, o Salomón recorriendo los ambientes de su museístico departamento. Ese registro que eligen los directores y que hace la base de La vida sin brillos es tal vez el refugio de mayor dignidad con el que estas viejas figuras se han mostrado públicamente. Lejos de la exuberancia del pasado o de los escandaletes de los programas de chimentos, vemos a un grupo de minas laburando, compartiendo un espacio, mostrándose tal cual son o, al menos, como ellas creen ser. Es no sólo digno, sino también honesto. Sin dudas, un logro mayúsculo para un documental.
UN PELOTAZO EN CONTRA En los primeros minutos de No llores por mí, Inglaterra uno de los personajes sostiene entre sus dedos un spinner, ese adminículo antiestrés que se puso de moda el año pasado y que duró lo que un suspiro en el mercado. El chiste anacrónico (teniendo en cuenta que la película está ambientada en los tiempos del virreinato) deja entrever no sólo el momento en que fue pensado el film, sino además en la falta de filtros que tuvo hasta su concreción final: porque hoy habría que explicarle hasta a los que lo compraron, lo que es un spinner. Se trata por lo tanto de una referencia de una pobreza absoluta, y anticipo del desastre que será la película desde ahí hasta sus demasiado extensos 104 minutos en materia de comicidad. Una sola cosa salva a la nueva película de Néstor Montalbano: su apuesta, que no sólo tiene que ver con hacer comedia con la historia argentina (algo poco habitual entre nuestro excesivamente solemne cine revisionista) sino también con un diseño de producción que, salvando algunas pantallas verdes bastante feas y una utilización repetitiva de extras (en dos secuencias diferentes aparecen los mismos actores, ubicados de la misma manera, haciendo de “muchedumbre”), luce bastante bien su ambientación de época. Montalbano es un tipo de probada efectividad en materia humorística y ha demostrado con Soy tu aventura y Pájaros volando que conoce el funcionamiento de los mecanismos del absurdo. Pero en No llores por mí, Inglaterra aparece perdido y escasamente gracioso. Hay una amague de querer jugar a la comedia satírica y visual, en la senda de un Mel Brooks o los ZAZ, y a la vez fusionarla con un humor más popular y argentino, una suerte de Fontanarrosa cruzado por la estética de Todo por 2 pesos. Nada funciona. La premisa es similar a la de El cavernícola, el reciente film animado de Aardman: los villanos, en este caso los ingleses, deciden instalar en plena colonia el aprendizaje del fútbol como una forma de compartir, pero fundamentalmente de contener a los criollos y potenciar la idea de sometimiento. Como en aquella, además, el humor anacrónico pretende sustituir la falta de ideas con chistes de rápida asimilación por el espectador. La diferencia radical es que en la de Aardman la inclusión del fútbol funciona como una manera de potenciar la identidad de los personajes, mientras que aquí sólo sirve para repetir disimuladamente algunas máximas del argentino como apasionado por este deporte, y la más de la veces confundiendo lisa y llana estupidez y nacionalismo berreta con pasión. Pero todo esto sería apenas discutible si la película al menos funcionara o si su apuesta humorística luciera algo más trabajada: por momentos se apuesta al lucimiento personal (Capusotto repitiendo hasta el hartazgo su frikismo popular incapaz de fluir con el relato y mostrándose más como una anomalía) por sobre el conjunto y en otros pasajes se acumulan subtramas (tanto como elenco: Gonzalo Heredia, Mike Amigorena, Laura Fidalgo, Mirta Busnelli, Luciano Cáceres, Eduardo Calvo, Matías Martin, Damián Dreizik, Fernando Lúpiz, Esteban Menis) que no suman nada y sólo demoran las acciones. Que una comedia de 100 minutos no tenga ni siquiera un momento divertido (convengamos que lo de Chatruc y Cavenaghi es apenas un guiño demagogo para las huestes futboleras) habla a las claras de la pobreza del conjunto, aunque sólo alcanzaría para demostrarlo con aquellos pasajes en que Busnelli, como la reina británica, morcillea un espanglish que ya atrasaba en Calabromas. Lo peor de No llores por mí, Inglaterra no es sólo que se trata de una mala comedia (algo de por sí muy triste para nuestro cine falto de humor), sino que además da vergüenza ajena.
UN DESCENSO AL INFIERNO Animal es una película que funciona en los papeles, pero nunca en la práctica. Es un producto ciento por ciento pensado para ser explotado comercialmente (su estreno de fin de semana largo -el Santo Grial del cine comercial en Argentina- deja en claro la confianza depositada), con una premisa llamativa y una estrella encabezando el elenco. Tiene un bello póster, que sintetiza perfectamente el concepto que la envuelve, y también un muy buen tráiler, de esos que si dejan ver alguna grieta también evidencian profesionalismo y efectividad: porque engancha, porque amontona varios de esos planos que nos hacen presagiar uno de esos dramas intensos, donde un personaje llega hasta el fondo y todo se termina yendo a la mierda. Las botas ensangrentadas, las medias reses colgando en el frigorífico, Guillermo Francella en plan autómata, más imágenes calculadas del frigorífico. De hecho el título, Animal, es perfecto: una palabra que tiene su fuerza y que -otra vez- nos hace presagiar algo primal, una pulsión instintiva, algo que terminará saliendo a flote en ese mundo aparente de gente “normal”. Como decíamos, todo esto funcionaba en los papeles. Los resultados son otra cosa y ahí entran a jugar otras variantes, que tienen que ver con las obsesiones e intereses de su director, Armando Bo. Lo único más o menos rescatable de Animal son sus primeros minutos. Un largo plano secuencia bastante exhibicionista (y que hace recordar demasiado a uno de El clan), que nos lleva de la mano por la casa generosa que habitan los Decoud: papá, mamá y dos hijos, la nena y el nene. Ese plano secuencia que muestra el despertar de la familia juega irónicamente con cierta idealización de clase media argentina, lo cual es acompañado por un uso de la música en clan paródico (un recurso que se repetirá hasta el agotamiento). Esos primeros minutos, decíamos, también resumen lo que serán las casi dos horas de película: manierismos visuales un poco al cohete, personajes inverosímiles y actuaciones fuera de registro (lo de Carla Peterson es realmente llamativo), remarcación de situaciones y diálogos sobreescritos con gente que dice aquello que está haciendo. Que Bó decida abrir su película con un gesto tan ampuloso, podemos tomarlo como una suerte de declaración de principios: “acá estoy y voy por todo”. Casi que la película podría haber sido vendida con ese plano secuencia, y le hubiera ido muy bien. En serio. Sin embargo, ese plano termina con un dato que será premonitorio para la película: Francella sale a trotar y se desploma. Lo mismo le pasa a Animal. El salto de casi dos años en el tiempo nos mete de lleno en la sinopsis, en aquello que íbamos a ver: Antonio Decoud (Francella) ha sufrido algún mal que lo obliga a realizarse diálisis y a esperar un riñón en la lista de donantes. Que Armando Bó sea un tipo imaginativo con el uso de la cámara, nos ilusiona con la posibilidad de que el drama adquiera alguna característica por fuera del uso aleccionador de la premisa. Ahora, que Bó y su guionista Nicolás Giacobone hayan sido los escritores de horrores como Biutiful y Birdman nos hace pensar lo peor de las verdaderas intenciones del film. De hecho, Animal parece una versión bajas calorías del cine del mexicano Alejandro González Iñárritu, que si tiene alguna virtud es la capacidad de engañar al espectador por el lado de la forma. Pero aquí ni eso funciona. Animal tiene como leit motiv el uso del color rojo, y es casi lógico en el descenso al infierno que quiere retratar: renegado del sistema (sí, porque los personajes dicen la palabra “sistema” de una manera tan improbable que vemos la mano del director saliendo de la pantalla y tirándole el pelo al espectador clase media al que va dirigida Animal), Decoud tratará de encontrar un riñón por otras vías y terminará dando con una pareja lumpen salida de una película mala de Michael Haneke (y es decir), que prometen darle un riñón a cambio de una “casita”. La aparición de esta pareja coincide, además, con la debacle absoluta de la película: es como si la incomodidad que generan sobre el mundo del protagonista también se sintiera en el relato; como si los planos y los movimientos de cámara calculados no pudieran contener el ridículo que esos personajes evidencian, aunque se trate de una subversión poco gratificante. Hay una forma curiosa de pensar Animal, que tiene que ver con la construcción de sus antagonistas y las diversas formas del cine nacional. A Decoud lo podemos ver como parte de ese sistema inexpugnable de un cine argentino moderno y autoral, cuya cima serían los planos secuencia que ilustran su derrotero. Mientras que a la parejita lumpen la podemos relacionar con el costumbrismo y el grotesco afincado en la memoria de un cine que reinó en los 80’s. La lucha del film, entonces, sería por alumbrar una disputa ética entre ambas expresiones, donde la relación termine por dar a luz nuevas formas y posibilidades. Claro que los resultados son totalmente fallidos, y la película termina cayéndose a pedazos por su propia impericia, quemando en el camino todos los puentes que había construido hacia otros lugares: hay un humor que no termina de pronunciarse como sátira y termina siendo más involuntario que otra cosa, un último acto (realmente vergonzoso) que podría ligar la película con algo de ciencia ficción Clase B, pero ni eso. Y todo eso no se da -lo que podría haber sido divertido- porque Bó, en el fondo, lo que pretende es construir un nuevo fresco sobre los pesares de cierta clase media argentina acomodada (esa gran obsesión del cine producido por Telefé) que no duda en dividir a la sociedad entre los que “nos rompemos el culo laburando” y “los vagos” (de paso, otra obsesión, la del argentino y el culo roto). El problema con Animal es que no hay que llegar a lo ideológico para disgustarse, porque directamente no funciona desde lo narrativo. Y propone un final que, es cierto, nos deja pensando sobre lo que vimos (¡atención, spoiler): porque cómo es que se demoraron 112 minutos en resolver un conflicto más o menos como estaba planteado al minuto 15. Si Animal propone un descenso al infierno, es el del espectador.
EL BUFÓN DEL REY Uno de los riesgos mayores que corre el universo cinematográfico que está construyendo Marvel se expresa perfectamente con las películas de Deadpool. Esto es, un universo tan autoindulgente y autorreferencial, que la mirada que estas películas sostienen no va mucho más allá de sus propios límites. Son películas que viven tanto de las conexiones y los links entre ellas, que se termina dando -salvo honrosas excepciones- algo asfixiante e incomprensible para quien no termina formando parte de la tribu. Y el problema se agiganta cuando observamos que el Hollywood que apunta al entretenimiento no parece estar capacitado para darnos nada más allá de las películas de superhéroes. En ese contexto, Deadpool es un malentendido que goza de una recepción demasiado positiva, aunque es entendible: para el espectador que desconoce que allí, por fuera de los superhéroes, hay un mundo, la acumulación de referencias y chistes groseros y autoconscientes que hace el personaje interpretado por Ryan Reynolds es asimilado como algo osado o provocador. Y en verdad estamos ante algo no sólo inofensivo, sino además bastante conservador. Esa es una característica que, si bien aminorada, esta segunda parte no logra superar. Si los superhéroes de Marvel son ya un universo que no recibe mayor influencia del mundo externo, pensemos entonces a las películas de Deadpool como la ceremonia de entrega del Oscar, con Wade Wilson (Reynolds) haciendo las veces de maestro de ceremonia: los primeros minutos de Deadpool 2, de hecho, acumulan tal cantidad de chistes autoconscientes y canchereadas sobre el mundo de los superhéroes que no hace falta demasiada imaginación para pensar ese prólogo como el monólogo de arranque de Jimmy Kimmel, con la consabidas ironías sobre las estrellas de Hollywood. Cambiemos a Wolverine por Jack Nicholson sentado en la primera fila del Kodak Theatre y la analogía no resultará tan antojadiza. Al igual que el discurso de bienvenida de los Oscar, es un mínimo espacio de burla permitido por la industria. Lo mismo que este Deadpool riéndose de Batman o de Superman o de Linterna Verde: humoradas aparentemente provocadoras que no hacen más que sostener un status quo. Nos burlamos de los superhéroes pero, a la vez, no dejamos de reconocer que los superhéroes son lo más importante -y lo único- del planeta: los chistes nunca son generales sino puntuales y, por eso, mínimos y perdurables por pocas horas. De hecho, la cantidad de chistes para la platea es tan amplia que es casi imposible que la película fracase en el público indicado; público que gracias a distribuidoras y exhibidores de cine es cada vez más amplio, en detrimento de otro tipo de propuestas. Deadpool, entonces, el bufón del rey. Por eso que en Deadpool 2 los mejores momentos son aquellos en los que se anima a construir humor por fuera de las referencias, como en esa larga persecución donde el espíritu de la película se acerca bastante al del dibujo animado y el protagonista intenta construir un equipo un tanto precario. Posiblemente la presencia de David Leitch en la dirección haya potenciado las secuencias de acción y, por consiguiente, el humor físico por sobre la verborragia algo insoportable del personaje, y también la participación como Cable de Josh Brolin, actor capacitado como pocos para poner cara de póker mientras a su alrededor el mundo estalla en mil pedazos. De todos modos, la mayor trampa a la que se someten las películas de Deadpool es a querer construir un lazo emotivo entre los personajes, y hacia el espectador. Si en la primera el personaje descubría sus poderes a la vez que las posibilidades del amor, aquí se enfrenta al deseo de construir una familia. Y pasa que el nivel de canchereada es tan alto, que cuando la película nos exige comprometernos con el conflicto del protagonista nos resulta imposible. Esa es la gran deuda de la generación cínica, aunque en verdad no parezca importarles mucho, y por eso que la secuencia final, aunque algo estirada y repetitiva, sea bastante honesta con las posibilidades de la película y llegue para ajusticiar un poco las cosas. Aunque seguramente lo peor de Deadpool es que no sólo se crea el más vivo de la clase, sino también el inventor de la autorreferencia. Se nota que los creadores de esta cosa nunca vieron la serie de Batman con Adam West, esa sí una verdadera osadía capaz de releer un género y construir un universo audiovisual tan distintivo, que es incapaz de morir con el paso del tiempo.
EL BUFÓN DEL REY Uno de los riesgos mayores que corre el universo cinematográfico que está construyendo Marvel se expresa perfectamente con las películas de Deadpool. Esto es, un universo tan autoindulgente y autorreferencial, que la mirada que estas películas sostienen no va mucho más allá de sus propios límites. Son películas que viven tanto de las conexiones y los links entre ellas, que se termina dando -salvo honrosas excepciones- algo asfixiante e incomprensible para quien no termina formando parte de la tribu. Y el problema se agiganta cuando observamos que el Hollywood que apunta al entretenimiento no parece estar capacitado para darnos nada más allá de las películas de superhéroes. En ese contexto, Deadpool es un malentendido que goza de una recepción demasiado positiva, aunque es entendible: para el espectador que desconoce que allí, por fuera de los superhéroes, hay un mundo, la acumulación de referencias y chistes groseros y autoconscientes que hace el personaje interpretado por Ryan Reynolds es asimilado como algo osado o provocador. Y en verdad estamos ante algo no sólo inofensivo, sino además bastante conservador. Esa es una característica que, si bien aminorada, esta segunda parte no logra superar. Si los superhéroes de Marvel son ya un universo que no recibe mayor influencia del mundo externo, pensemos entonces a las películas de Deadpool como la ceremonia de entrega del Oscar, con Wade Wilson (Reynolds) haciendo las veces de maestro de ceremonia: los primeros minutos de Deadpool 2, de hecho, acumulan tal cantidad de chistes autoconscientes y canchereadas sobre el mundo de los superhéroes que no hace falta demasiada imaginación para pensar ese prólogo como el monólogo de arranque de Jimmy Kimmel, con la consabidas ironías sobre las estrellas de Hollywood. Cambiemos a Wolverine por Jack Nicholson sentado en la primera fila del Kodak Theatre y la analogía no resultará tan antojadiza. Al igual que el discurso de bienvenida de los Oscar, es un mínimo espacio de burla permitido por la industria. Lo mismo que este Deadpool riéndose de Batman o de Superman o de Linterna Verde: humoradas aparentemente provocadoras que no hacen más que sostener un status quo. Nos burlamos de los superhéroes pero, a la vez, no dejamos de reconocer que los superhéroes son lo más importante -y lo único- del planeta: los chistes nunca son generales sino puntuales y, por eso, mínimos y perdurables por pocas horas. De hecho, la cantidad de chistes para la platea es tan amplia que es casi imposible que la película fracase en el público indicado; público que gracias a distribuidoras y exhibidores de cine es cada vez más amplio, en detrimento de otro tipo de propuestas. Deadpool, entonces, el bufón del rey. Por eso que en Deadpool 2 los mejores momentos son aquellos en los que se anima a construir humor por fuera de las referencias, como en esa larga persecución donde el espíritu de la película se acerca bastante al del dibujo animado y el protagonista intenta construir un equipo un tanto precario. Posiblemente la presencia de David Leitch en la dirección haya potenciado las secuencias de acción y, por consiguiente, el humor físico por sobre la verborragia algo insoportable del personaje, y también la participación como Cable de Josh Brolin, actor capacitado como pocos para poner cara de póker mientras a su alrededor el mundo estalla en mil pedazos. De todos modos, la mayor trampa a la que se someten las películas de Deadpool es a querer construir un lazo emotivo entre los personajes, y hacia el espectador. Si en la primera el personaje descubría sus poderes a la vez que las posibilidades del amor, aquí se enfrenta al deseo de construir una familia. Y pasa que el nivel de canchereada es tan alto, que cuando la película nos exige comprometernos con el conflicto del protagonista nos resulta imposible. Esa es la gran deuda de la generación cínica, aunque en verdad no parezca importarles mucho, y por eso que la secuencia final, aunque algo estirada y repetitiva, sea bastante honesta con las posibilidades de la película y llegue para ajusticiar un poco las cosas. Aunque seguramente lo peor de Deadpool es que no sólo se crea el más vivo de la clase, sino también el inventor de la autorreferencia. Se nota que los creadores de esta cosa nunca vieron la serie de Batman con Adam West, esa sí una verdadera osadía capaz de releer un género y construir un universo audiovisual tan distintivo, que es incapaz de morir con el paso del tiempo.