LOS ARRABALES DE DISNEYLANDIA El cine de Sean Baker mira de frente las miserias del mundo contemporáneo, pero a diferencia de la mayoría de sus colegas del presente, lo hace eludiendo los dos caminos que parecen inevitables: no hay regodeo miserabilista, pero tampoco un paternalismo culposo que busque la salida fácil. Lo que aparece en el recorte que hace Baker son seres humanos, con sus miserias y sus pesares, pero lejos de buscar la conmiseración o la lástima del espectador. En esa operación despojada de los vicios de cierto cine verista, Baker encuentra una verdad que es cinematográfica en el sentido que lo suyo no es documental sino una evidencia artificiosa de lo real. Y en Proyecto Florida ese artificio es un condimento fundamental, por cuanto los personajes habitan un espacio lindero, cercano, arrabalero al sueño americano y plástico que representa Disneylandia. Halley, su hija Moonee, el conserje Bobby, todos habitan una suerte de monobloc colorido que parece salido de una pesadilla kitsch. Ese lugar, circundado por calles que tienen nombres como “Los siete enanitos”, es un territorio que limita con el parque de diversiones imaginado por el Tío Walt, espacio que opera como horizonte imposible de estos personajes: madres solitarias, abuelas que se hacen cargo de los hijos de sus hijas, niños que rondan por ahí ajusticiando al mundo desde su impávida ingenuidad. Todos viviendo de la asistencia social, de laburos ingratos o de changas subrepticias que surgen entre la resaca de la industria turística. Los niños son la clave aquí: la película arranca con Moonee y sus amigos matando el tiempo muerto, escupiendo los autos de los vecinos, generando el caos con ese desquicio desprovisto de moral de la infancia. Y ahí el primer giro que muestra a Baker como un director que no sólo elude las convenciones, sino que además está muy seguro de su cine, de lo que quiere contar y cómo hacerlo: el castigo a Moonee y sus amigos no llega, y ese episodio determina el comienzo de un vínculo de amistad entre la madre de Moonee y la mujer a la que le escupen el auto. Así Baker relativiza nuestra mirada moral, nuestro mundo edificado en base a reglas de conducta y rigidez. O, en todo caso, cuando la ley se hace presente en el film, no sólo lo hace torpemente, sino que ya es demasiado tarde. Desde aquella secuencia inicial, Proyecto Florida trabajará en paralelo el mundo de los niños y el de los adultos, que colisionarán cada tanto. Aunque en verdad, lo que registra Baker no es más que una adultez consecuencia de infancias rotas: ahí está Halley, como cometa errante atravesando el cielo de una película que nunca la juzga aunque exponga sus contradicciones (y acá me viene a la memoria el personaje de Amy Ryan en la enorme Desapareció una noche de Ben Affleck). Esa marginalidad que es la sustancia principal sobre la que Baker trabaja pocas veces se vio tan libre, tan desprovista de sentencia. Proyecto Florida cobija a esas criaturas aún cuando las exponga, pero es fundamentalmente el punto de vista de los niños el que permite que todo sea visto desde un lugar si se quiere más amoral: lejos del juicio de los adultos, aunque conscientes de lo que puede ocurrir (Baker no es tonto, se centra en la infancia pero lo suyo no es infantil), Moonee y sus amigos transitan los pasillos de esa vecindad rozando todos los peligros imaginables. Cuánto de todo eso los afectará el resto de sus vidas es algo que la película no se anima ni a intuir, aunque se puede filtrar a través de lo que reflejan los personajes adultos. Proyecto Florida es una película en presente, por eso ese final falso y escapista, un viaje al mundo de los sueños para huir del horror circundante: tal vez Moonee logre atrapar el caldero con oro que hay al final del arcoiris. Por último, destacar la presencia de Willen Dafoe como el conserje Bobby. El actor nos tiene acostumbrados a sus personajes apesadumbrados, a bucear en universos bastante sórdidos, por lo que su presencia nos genera un ruido en medio de la humanidad del relato de Baker: pensamos, constantemente, que su personaje va a quebrar hacia algún lugar oscuro. Es una tensión que le suma a la película. Sin embargo, eso no sucede nunca y Dafoe nos regala una de sus actuaciones más sinceras y desprovistas de cualquier exageración. Es una actuación mínima, rodeada de gestos mesurados, que construye un personaje entrañable que desde su lugar trata de contener y proteger a los demás, aunque su tarea pueda resultar infructuosa. Es un detalle más del ojo humanizante de Baker, que no sólo humaniza a sus criaturas sino también al propio cine como herramienta que puede retratar la realidad sin distorsionarla ni convertirla en un espectáculo inmoral.
UNA VOZ EN LA OSCURIDAD Valeria Bertuccelli debuta en la dirección (codirige junto a la experimentadísima asistente de dirección Fabiana Tiscornia) con La reina del miedo, una película escrita por ella misma y centrada en la experiencia de Robertina Minelli, una actriz que se enfrenta a los días previos al debut de un unipersonal escrito, dirigido y protagonizado por ella misma. Toda esta reflexión sobre su oficio puede llevar al temor del espectador por enfrentarse a un ejercicio de egomanía (bastante reiterado, por cierto, entre los intérpretes que se ponen la meta de dirigir), pero ese miedo queda velozmente desbaratado desde el primer plano: la película arranca con una larga secuencia a oscuras, un corte de luz en la casa de la actriz, que no sólo inhabilita su exposición -o la expone entre penumbras- sino que además ridiculiza bastante su turbación. Y por más que pueda parecer un regodeo de puesta en escena, resulta una presentación de personaje genial, ambiciosa y arriesgada a la vez: si con La reina del miedo Bertuccelli venía a mostrar su mirada, la misma no puede estar más vedada y puesta en crisis. Una voz que se expresa desde la oscuridad y sin la soberbia del que lo tiene todo claro, como en el intrigante último plano de la película. Desde ese notable arranque, La reina del miedo se presenta como uno de los debuts más interesantes y honestos del cine nacional reciente. No es para nada sencillo proponer un juego de autoconsciencia tan excesivo y que a la vez luzca tan poco vanidoso: tal vez se deba a la codirección y a la posibilidad de que Tiscornia ofrezca un punto de vista externo al laberinto interior al que se someten Bertuccelli/Robertina. Bertuccelli juega con elementos bastante trillados, con ese miedo prototípico y estereotipado del actor de teatro frente a un estreno, pero le quita el regodeo y el morbo. El miedo de Robertina es profesional, está claro, pero también social: la inseguridad en el relato adquiere sentido metafórico y literal. El miedo del título está vinculado con la forma en que Tina atraviesa esas horas, pero también con una forma de reaccionar ante el dolor que la rodea: la soledad, el fracaso emocional, los vínculos que pueden estar a punto desaparecer como el de ese amigo enfermo que vive en Copenhague. La película nunca es explicita ni remarca sus conflictos, básicamente porque su protagonista puede decir mil palabras sin nunca decir aquello que importa. Palabras. Son la clave en La reina del miedo, porque básicamente es clave en la comicidad de Bertuccelli su forma de hablar, la manera en que le da cuerpo a las palabras. Bertuccelli es seguramente hoy por hoy la mejor comediante del cine argentino porque tiene dos cualidades, maneja con inteligencia tanto lo corporal como lo verbal. No es habitual que alguien se luzca en los dos terrenos; o se tiene talento para una cosa o para la otra. Pero Bertuccelli avanza y en su andar se descifra una postura corporal que traduce en hilaridad cada movimiento. Su andar a tientas cuando la casa está en penumbras o cómo construye comedia con sólo estar colgada de un arnés en medio del escenario, son muestras de su capacidad slapstick. Como desde lo verbal, que sabe poner las palabras en el momento preciso o construir diálogos que miran con humor el mundo como en esa fascinante charla sobre budismo que tiene con su amigo. Obviamente el humor es la mejor manera de reflexionar sobre un mismo, porque le quita solemnidad y autoimportancia, algo que le sobra al cine del presente. Pero si hicieran falta más detalles para demostrar la manera en que La reina del miedo se desprende del exhibicionismo personalista, por más que Bertuccelli aparezca en el 95% de los planos, alcanza con observar el trabajo del reparto: la actriz, guionista y directora no sólo entrega un show personal descomunal, sino que permite en la interacción con los demás el lucimiento de los otros. En grandes o pequeñas participaciones, todos los que pasan por allí están sólidos: Diego Velázquez, Darío Grandinetti, Sary López, Gabriel Goity. Todos. Ese es el otro gran acierto de las directoras y el que aleja a La reina del miedo de otras miradas impiadosas y facilistas sobre el artista y sus dilemas existenciales.
AVENTURAS EN PAÑALES Digamos que el reboot de Tomb Raider presenta algunos detalles que hablan del cuidado con el que se pensó el proyecto: detrás de cámaras el director noruego Roar Uthaug, especialista en cine de entretenimiento prestigioso (La última ola, por ejemplo), y en el mítico rol de Lara Croft, la sueca Alicia Vikander, una actriz capacitada para adosarle al personaje elementos que van más allá de la entrega física que la propuesta requiere. Si el antecedente que tenemos son aquellas dos discretas películas protagonizadas por Angelina Jolie en plan bomba sexual en musculosa (películas sexistas que explotaban el cuerpo de la actriz sin culpa), sin dudas que estamos ante un film mucho más elaborado y donde se busca dar un sustento emocional a la aventura. Si no se lo logra completamente, es en todo caso porque la película tiene sus limitaciones estructurales y porque no puede sacarse el peso de las inevitables comparaciones con las fuentes en las que abreva. Si bien aquellas dos películas con la Jolie, dirigidas por Simon West y Jan de Bont -respectivamente-, no eran ninguna genialidad, al menos demostraban que Tomb Raider era uno de los pocos videojuegos con posibilidades de pasar al cine sin problemas. Si se ajustaban algunas piezas y se dejaba de lado la idea de convertirlas en un mero vehículo para el lucimiento de la actriz (que por ese momento estaba en el centro de la escena), podían ser aventuras escasamente disfrutables. Es que si en la construcción del personaje de Lara Croft hay algo de Batman (la aristócrata que sale a pelear contra el mundo), en ese universo hay preferentemente una recuperación del cine de aventuras a lo Indiana Jones. Es decir, Tomb Raider -el juego- se pensaba directamente como una aventura gráfica que podía trasladarse con facilidad a la pantalla grande porque su materia esencial era el cine: su movimiento y el uso espacial eran cinematográficos. Uthaug y Vikander entienden todo esto y saben que la acumulación de espectacularidad sin sentido sería un despropósito. Por eso se preocupan en construir el misterio alrededor del personaje y en desarrollar una Lara Croft humana, con conflictos y más cerca de la identificación con el espectador. A esta Tomb Raider la podemos acusar de ser un poco solemne (un mal del cine de entretenimiento de estos tiempos) pero nunca de ser rigurosa con su propia esencia: hasta cierto punto la acción es sumamente física, los golpes se sienten como tales y la dureza del paisaje al que la protagonista se enfrenta va forjando su carácter. Tomb Raider se las arregla durante la primera hora para generar movimiento y ritmo sin necesidad de que haya estrictamente una escena de acción. El villano tarda en llegar (y puede ser tan malvado como Walton Goggins cuando logra ser absolutamente reptil y despreciable), pero cuando aparece transmite temor y se apodera del relato. Entonces Tomb Raider parece tener todo bajo control: una heroína consistente, un villano acorde, la construcción de un universo bastante sólido y la inventiva visual para ser espectacular cuando el relato lo requiere, como en cierto accidente marítimo o en la imponente y vertiginosa secuencia con un avión oxidado y una catarata como protagonistas. Sin embargo hay algo que la película no termina de resolver positivamente, que es el vínculo entre Lara Croft y su desaparecido padre, una relación que se solventa por la vía de los lugares comunes, que no serían escandalosos si no terminaran deteniendo la narración como la detienen. Entonces uno se acuerda de Indiana Jones, de cómo los vínculos se ponen en juego mediante la aventura y el movimiento, y cómo este cine de aventuras contemporáneo está impedido de la alegría más mundana. Hay una seriedad que hace imposible que los misterios de la última hora contagien algo, porque estamos pensando más en el mecanismo que en la acción. Tomb Raider se termina estirando y haciendo un chicle, y para colmo de males se monta un epílogo que hace pie en el peor vicio del cine contemporáneo: plantea una franquicia, deja cabos sueltos con promesa de querer resolverlos en la próxima película. Y uno se pregunta al fin de cuentas si lo que vio era importante o apenas una presentación de personajes. Esa es la gran paradoja de mucho cine de entretenimiento actual: un cine gigantesco, imponente, grandote, mastodóntico, pensado como pasatiempo que nunca termina de concretar nada porque todo queda suspendido hasta la próxima aventura. Una pena, porque sin todos estos detalles Tomb Raider podría haber sido un entretenimiento más o menos respetable y lo que queda, en cambio, es la promesa de algo que no terminó de ser.
UNA ADOLESCENTE BAJO INFLUENCIA En la nueva película de Pablo Giorgelli (Las acacias), una adolescente que vive con una madre depresiva y está involucrada en una relación con su jefe -un tipo casado-, queda embarazada. Invisible es el registro de ese proceso, tortuoso y angustiante, en el que un embarazo no deseado es el detonante de una serie de insatisfacciones e incomodidades, etarias pero también sociales. Lo que hace Giorgelli con notable precisión es seguir a su protagonista obsesivamente, con una cámara que se pone a su nivel y registra ese período de tiempo en el que Ely -la protagonista- no sabrá qué decisión tomar, porque básicamente su cuerpo (como el de toda mujer en Argentina) no le pertenece, y las instituciones deciden por ella, por acción u omisión. Lo saludable en Invisible (título más que pertinente) es que se mete con temas de enorme complejidad, pero eludiendo las declamaciones. La gran apuesta de Invisible es la de sustraer las emociones, los sentimentalismos y los efectismos. Como en el cine de los hermanos Dardenne, el registro es cercano, palpable, doloroso y real. No hay manipulación alguna por parte de las imágenes: la vemos a Ely inmersa en unos silencios que dicen mucho y transitando sus días, que son los habituales para una chica de su edad: yendo de la casa al colegio, en una rutina que alcanza característica de absurda si pensamos lo pesado que arrastra el personaje. Sin embargo, para el director el contexto en el que se mueve la protagonista es un espacio ideal para arrojar -de fondo- una mirada a una patria que busca sentido a través de los símbolos, pero que se olvida de los individuos. Y, se sabe, los individuos son al fin de cuentas quienes deberían poder construir ese sentido desde su libertad. Como pasaba en Las acacias, el inconveniente de la película, lo que no la deja crecer e ir más allá, es el esquematismo narrativo al que la somete su exceso formalista. Ese, que también condiciona las emociones. Por eso resulta clave la presencia de Mora Arenillas, joven actriz que rompe la dureza de las formas con imprevisibilidad y aporta desde lo físico la tensión que por momentos le falta a la película. De hecho, la manera en que maneja su cuerpo y los silencios es clave en la gran escena de Invisible, un largo plano secuencia en el que Ely parece que va a tomar una decisión. Es ahí, en el componente humano que se distancia de la pericia técnica donde el agobio se siente de este lado de la pantalla y la película late, vibra.
UNA VIDA DE PELÍCULA El australiano Craig Gillespie es uno de los más eclécticos realizadores que existen hoy en Hollywood: capaz de pasar de la indie Lars y la chica real a la hermosa y clásica Horas contadas o pasearse con elegancia por el universo Disney de Un golpe de talento. Su cine es imprevisible (si bien son películas que siguen ciertas convenciones, es difícil trazar un nexo entre ellas) y Yo soy Tonya presta un mundo de personajes peculiares para permitir otra bifurcación en la zigzagueante filmografía del director. El film centrado en la polémica figura de la patinadora Tonya Harding puede prestarse a confusiones: si el retrato de esa clase media-baja yanqui es descarnado y hasta en exceso cínico, eso lleva a pensar en la misantropía de su director. Pero quien haya visto las películas anteriores de Gillespie, donde si algo hay es cariño por sus criaturas, sin dudas puede asegurar que esa canchereada con la que avanza Yo soy Tonya no es más que una parte del mecanismo con el que el director busca acercarse a ese subgénero complejo y difícil conocido como biopic. A esta altura las biografías cinematográficas son algo habitual del cine. Las hay más enciclopédicas y las hay más libres. Las primeras avanzan como un rejunte ilustrado de datos de Wikipedia. Las otras, son las mejores. Yo soy Tonya, por suerte, está en este último grupo. Tonya Harding fue una patinadora artística que nació en el seno de una familia disfuncional y sufrió el hostigamiento de una madre alcohólica y violenta, quien la instruyó con un objetivo: ser la mejor. Se podría decir que el dilema de la Harding de la película es el mismo de Ricky Bobby, aquel corredor de Nascar que interpretó Will Ferrell en la comedia dirigida por Adam McKay: convertirse en campeón, ser el mejor, alejarse de los perdedores, tal cual sentenció el padre de Ricky. La diferencia con aquella ficción es que el padre finalmente le reconocerá a Bobby que esos consejos fueron dados bajo el influjo de las drogas, y que si le hizo caso no es culpa suya. Que vivió confundido. Las cosas entre Tonya y su madre son diferentes, aunque llevan a las mismas consecuencias: una persona que se impone metas perseguida por sus propios fantasmas. En Harding, además, se cruzan elementos criminales (la lesión de su principal rival), que la pusieron en el foco de los noticieros allá por los 90’s y la sacaron del circuito profesional de esa disciplina. Lo que cuenta Yo soy Tonya, además de esa historia de crecimiento personal, es la fascinación de un país por construir héroes y villanos. Gillespie sabe que la acumulación de datos históricos es más de las enciclopedias que del cine. Y sabe, también, que el biopic bien entendido puede ser un material maleable, que si lo que se cuenta es una vida, lo mejor es no juzgar y dejar que esa vida tome las decisiones que quiera así como la propia película. En definitiva, patria del cine, la biografía que Gillespie elabora no es más que una reconstrucción explícitamente ficcional (incluso juega al falso documental) que toma prestados recursos, estéticas, de otros autores del cine contemporáneo. El uso del montaje, la música y el vértigo narrativo hacen recordar a los modos de contar de Martin Scorsese, los universos familiares disfuncionales y los hogares de clase media del interior norteamericano se reproducen tal cual los films de David O. Russell, y la subtrama policial que lleva a la lesión de la rival de Harding tiene la atmósfera misántropa y el humor negro de los hermanos Coen, incluso el maltrato a algunos de los personajes y el regodeo en la estupidez. Se podría pensar ante esto que la de Gillespie es una película impersonal, sin embargo todo lo contrario: el director logra un relato homogéneo, más allá de que algunas de sus partes funcionen mejor que otras y que la mezcla de recursos por momentos sea un poco avasallante. Lo que entiende Gillespie es que el cine se ha instalado tan fuerte en nuestras vidas, que ya no es el arte el que imita sino la vida la que se reconstruye empáticamente a través del cine. Yo soy Tonya analiza cada rincón de la vida de su protagonista y encuentra formas afincadas en el terreno de lo cinematográfico para poder narrarlas. Con todo esto, lo interesante es que Gillespie no pierde el norte de lo que quiere decir y que deja expresado ferozmente en su último formidable plano. Al final, Harding podrá haber recibido todos los golpes de la vida pero la mina se levanta y sigue peleando, porque en definitiva en una sociedad abrazada al éxito no queda otra que ser un perdedor con personalidad y arrogancia. Esa misma con la que avanza la película, que hace de una vida -y de un género- un material puramente cinematográfico. Quienes busquen realidad podrán encontrarla en los tramos de documental que se filtran durante los créditos, y al fin de cuentas llegaremos a la conclusión de que la ficción es un lugar más verosímil que la realidad.
JUGAR POR JUGAR Seguramente muchos recuerden Al filo de la muerte, esa ridiculez de David Fincher con Michael Douglas que se resolvía con un giro de guión de los más inverosímiles, además de ser absolutamente moralista. Si lo pensamos, era como un capítulo de Black mirror estirado. Aquella película fue muy exitosa, primero porque Fincher venía de Pecados capitales pero fundamentalmente porque en los 90’s los finales sorpresa estaban de moda. Sí bien tuvieron que pasar 20 años para que alguien lo dijera, nunca es tarde cuando la dicha es buena. Y Noche de juegos lo dice directamente una vez que se comienzan a desandar sus múltiples vueltas de tuerca: todo el plan que se organiza es una taradez digna de un psicópata. Aquella película lo era al querer disfrazar de enseñanza de vida un andamiaje improbable, que aquí se replica pero de modo lúdico. El artilugio principal de la película de John Francis Daley y Jonathan Goldstein, la misma dupla de la buena remake de Vacaciones, es que se toma muy poco en serio a sí misma. Desde ese lugar, en una película que hace de la estructura de guión su norte, nace una forma honesta y desestructurada de divertirse. Es decir, un grupo de amigos se reúne todas las semanas y juegan en pareja diversos juegos de mesa. Pero la aparición del hermano del personaje de Jason Bateman lleva las cosas un poco al extremo: el tipo contrató una empresa que realiza juegos detectivescos con un aspecto que hace confundir ficción y realidad. Y cuando la situación se torne violenta y confusa en exceso, y haya un secuestro, los personajes se meterán en una trama que fusiona lo lúdico con lo criminal. Lo interesante de Noche de juegos, entonces, es que uno adivina que habrá varios giros y sorpresas, pero nunca hace de eso una competencia de inteligencia como lo hacía la película de Fincher. Las revelaciones finales, que se acumulan delirantemente, servirán para el aprendizaje de los personajes pero nunca para el relato aleccionador. Como en buena parte de la comedia norteamericana contemporánea, los vínculos de pareja y de familia son los temas recurrentes. Mientras el humor sucede, los personajes van licuando sus diferencias. Aquí ocurre eso, fundamentalmente porque cada pareja de jugadores tiene su conflicto interno que explota con la competencia que impone el relato. Y tal vez eso sea lo más flojo de la película, porque frena la acción e instala conflictos que son un poco básicos y superficiales, como el que surge entre los personajes de Bateman y Rachel McAdams respecto a la posibilidad de tener hijos y consolidar una familia. De hecho, Noche de juegos funciona muy bien cuando deja los choques entre las parejas, se suelta al delirio y construye situaciones sumamente hilarantes o aprovecha secuencias climáticas y de suspenso para romperlas con algo ridículo. Francis Daley y Goldstein entienden mucho mejor el juego de la comedia que el de los conflictos personales, y por eso pueden construir un personaje como el del oficial Gary, a quien Jesse Plemons le aporta una máscara perfecta en una de las mejores actuaciones de comedia en mucho tiempo. En una película donde los juegos están en el centro de la escena, los directores y guionistas entienden que ese jugar por jugar es lo que enriquece todo. Y cuando Noche de juegos deja de lado otras subtramas y se tira de cabeza a la comedia, resulta imbatible.
EL JUEGO LIMPIO Es difícil no querer a las películas de Aardman: se ve tanto laburo artesanal en esas historias narradas con la técnica del stop motion y tanto cariño en personajes de una integridad total, que más allá de las fallas que pueda haber uno se encariña irremediablemente. Y esto es pertinente con El cavernícola, nuevo film dirigido por Nick Park (uno de los mandamases de la compañía de animación británica), que está lejos de las mejores producciones de la casa pero que igualmente tiene varios de esos elementos distintivos. Y esto es así porque desde Aardman entienden el arte de una manera y la trafican a lo largo de toda su obra, incluso contra la corriente. Uno de los escollos principales de El cavernícola tiene que ver con su propia premisa: el film imagina a los cavernícolas como inventores del fútbol y a una aldea puesta en juego a partir de un partido entre hombres de la Edad de Piedra y de la Edad de Bronce. Está claro que el conflicto se da entre ciertas tradiciones y la modernidad, y uno puede hacer la traslación que quiera porque la metáfora es amplia. En lo concreto, a partir del protagonista Dug y su tenacidad para enseñarle el fútbol a los suyos y así poder derrotar a los hábiles de Real Bronzio, lo que hay es una defensa de lo artesanal y del juego en quipo, también de la inclusión a partir de la presencia de una chica muy habilidosa. Todo esto está bien y fluye adecuadamente con la historia. El problema es que la presencia del fútbol en el marco de una trama ambientada en la antigüedad, permite una serie de elementos anacrónicos dispuestos sin demasiada inventiva y con bastante obviedad. Los chistes, habitual fuerte de Aardman, se ven presos de esta noción anacrónica y la recurrencia a jugar con elementos contemporáneos reemplazados por cosas viejas resulta un tanto previsible. Por eso, mientras la película se va armando, el humor surge en cuentagotas. Y sumado a lo simple del recorrido (Aardman no busca la complejidad ni tiene la sofisticación de Laika o Pixar), se hace bastante difícil atravesar El cavernícola por un buen rato. Esto, sin mencionar el doblaje espantoso que llegó a estas tierras, con un villano que tira términos como “morfi”, “laburo”, y que habla de “vos”, generando un ruido bastante molesto con la narración. Pero El cavernícola se sostiene con esa historia que se va construyendo de a poco y de fondo, y que explota en su última media hora. Ahí, cuando los “brutos” de la Era de Piedra y el Real Bronzio llegan al campo de juego, la dinámica del film deportivo encaja perfectamente con el relato de Park, y la película se vuelve un juego feliz y dinámico. Es ahí donde los personajes (especialmente los de reparto, que son bastante débiles) encuentran su justificación, porque sus mínimos actos se suman y contribuyen al triunfo del equipo, como en una perfecta metáfora futbolera. Y ya que hablamos de fútbol, es imposible no pensar en Metegol mientras uno ve la película de Aardman. No porque ambas sean animaciones y tengan a este deporte en el centro, sino porque El cavernícola entiende todo aquello que la película de Campanella no. En primera instancia los personajes del film de Aardman tienen algo por lo que luchar, algo real y tangible, y no son víctimas de ninguna nostalgia boba. Pero, fundamental, porque el triunfo se da de la mano del juego mancomunado y este llega por medio del esfuerzo y de aceptar las propias limitaciones. Pero más allá de las incómodas comparaciones con el film argentino, El cavernícola justifica plenamente la inclusión del fútbol como eje temático y, especialmente, del film deportivo como regla narrativa y genérica. Así la enseñanza, que está presente y a veces se hace algo explícita, se pone a rodar en el verde césped y se convierte en juego.
EL ENEMIGO INTERIOR Algo que nos sirve a los críticos para analizar una película firmada por un autor consagrado es lo cronológico. Como habitualmente lo que nos llega es lo último, lo más nuevo, podemos pensar esa obra desde un lugar histórico que tiene que ver con su obra previa y cómo eso operó para que tal director decidiera filmar determinada película en este momento. Pero con La verdad a cualquier precio se nos abre una brecha: Ken Loach estrenó esta película en 2010 y su estreno nos llega tan tardíamente que en primera instancia deberíamos preguntarnos por qué y, en segunda instancia, pensar en qué andaba don Loach por aquel entonces. La verdad a cualquier precio vino luego de Looking for Eric y antes de La parte de los ángeles, es decir dos comedias en un sentido loachiano. Y tiene sentido: La verdad a cualquier precio es antes que una película un malestar, y rodearla de un poco de humor sirve para aminorar la acidez de un film en el que el mundo es un lugar poco habitable y terminal. En definitiva, lo de la mirada cronológica se confirma como una de las estructuras absurdas con las que los críticos analizamos el trabajo del otro, y en el caso de Loach es más significativo aún: su cine puede parecernos por momentos poco sutil y hasta de trazo grueso, y películas como La verdad a cualquier precio demuestran que es así, pero que al director poco le importa lo que se diga de él. En una de las primeras escenas de la película se sintetiza perfectamente el estilo inclasificable con el que Loach ha construido una carrera de cine político, social y humanista. Fergus (un intenso Mark Womack) va al velorio de Frankie (John Bishop), un contratista amigo suyo que murió en Irak. El cajón ha sido sellado porque el cuerpo estaba desfigurado, pero Fergus es bastante terco y se mete de noche en la iglesia, abre el cajón y puede acceder finalmente al cuerpo de su amigo. La cámara nunca muestra el cadáver, apenas una mano que asoma y Fergus lo saluda para despedirlo. La escena camina por una línea entre el pudor y lo morboso, entre la mostración y la sutileza, algo extraño que nos repele a la vez que nos genera cierta fascinación. Son esos momentos en los que Loach se confirma como director de un cine potente, aunque no exento de cierto trazo grueso en una tensión que pone en crisis nuestro propio discurso: ¿hasta dónde se puede llegar para denunciar determina situación, cuál es nuestro límite de tolerancia? En La verdad a cualquier precio esa dualidad entre lo grosero y lo sofisticado se da a cada momento. Lo que denuncia Loach en este caso es el accionar de empresas que van a hacer sus negocios a territorios en conflicto, cometiendo crímenes horrorosos y sacrificando a sus operarios en el camino. Pero más allá de algunos flashbacks que ponen en escena lo que sucede en Medio Oriente, a Loach le interesa lo que pasa puertas adentro en Inglaterra, con el accionar sin límites de fuerzas especiales que actúan entre las sombras. Ese es el verdadero horror que denuncia la película, y lo hace sin concesiones. La muerte de Frankie funciona como disparador de la tragedia, con Fergus poniéndose a investigar como detective en un film noir y descubriendo un entramado de poder corrupto, traiciones y muertes. Una violencia que no puede parar de engendrar más violencia y que está instalada muy dentro, aún cuando se pretenda hacer el bien, como aprende lacónicamente el trágico Fergus. Le película escrita por Paul Laverty (habitual guionista de Ken Loach) aprovecha su estructura casi de cine de género para que sus giros algo inverosímiles se toleren mejor, aunque no puede evitar que muchas veces la necesidad por decir algo atente contra la fluidez del relato. La verdad a cualquier precio es en definitiva una película despareja, aunque potente y honesta en la forma de señalar lo que señala.
TENSIONES DE PAREJA En Recreo, tres parejas de amigos se juntan en la casa de campo de una de ellas para pasar un fin de semana, comer algún asadito y airearse un poco de las obligaciones cotidianas. Obviamente lo que suele ocurrir en estos relatos que juntan a un grupo de personas en un espacio y tiempo acotado (un modelo de cine que han explotado las comedias dramáticas francesas o italianas), es la profundización en los problemas de pareja, los malestares sepultados durante mucho tiempo que explotan definitivamente y que tienen que ver mayormente con lo sexual, profesional y económico: no es menor, tampoco, que los personajes representen a una clase media o clase media acomodada, perfil habitual de los personajes en muchas de las comedias argentinas contemporáneas. Pero en la película dirigida a cuatro manos por Hernán Guerschuny y Jazmín Stuart aparecen además otras tensiones de pareja, que son las de los universos personales de cada director imbricándose o no con el universo del otro. Guerschuny dirigió El crítico y Suart, Pistas para volver a casa. Y si bien ambos han tenido una conexión con la comedia o el humor, el acercamiento ha sido diferente en ambos casos. En Guerschuny vemos un perfil mucho más cínico y mordaz, mientras que en Stuart sobresale un humor más tenue, con predilección en las historia familiares y la búsqueda de consensos humanos en las diferencias. Y todo eso está en Recreo, una película que observa vínculos de pareja y amistad, y que trata de buscar determinados consensos con una mirada que pretende ser tan amable como cínica a la vez con sus personajes. En esa tensión que se da entre los tonos elegidos genera algunas imperfecciones en el relato, que se observan sobre todo en resoluciones de los conflictos que pasan abruptamente de lo cómico a lo dramático o viceversa (el final es ejemplar en ese sentido), sin tanta fluidez. Sin embargo donde resulta más interesante y orgánico, es en la forma en que Recreo arranca como una comedia algo obvia y va progresivamente oscureciéndose. Allí sí los universos personales de cada director confluyen satisfactoriamente, donde la necesidad de cierto humanismo en la mirada de Stuart aminora la virulencia de algunos pasajes más cínicos propios de Guerschuny. No deja de ser interesante la tensión entre lo cómico y lo dramático -esa otra pareja conflictiva- que se da en la película, y que opera como síntesis autoconsciente del relato. Porque la comedia no sólo descomprime la sordidez de algunos pasajes, sino que permite una forma de comunicación que se puede ver por ejemplo en la campaña promocional. Recreo es vendida como una de esas comedias amables donde las parejas van a verse representadas en la pantalla, ocultando lo más oscuro e incómodo, algo que hacen los personajes a cada momento: Carla Peterson y Fernán Mirás ponen en primer plano su bienestar, Martin Slipak y Pilar Gamboa exhiben con orgullo a sus trillizos, y Juan Minujín y Jazmín Stuart son tal vez los que menos pueden disimular sus desavenencias. Precisamente una discusión entre ellos motorizará buena parte de los conflictos que explotarán en la última media hora de la película. Vista en contexto, Recreo puede ser pensada como una versión para cuarentones de Vóley , aquella gran comedia de Martín Piroyanski que reunía a un grupo de amigos en un fin de semana en el Tigre. Y los resultados de ambas películas hacen ver que la comparación no es tan desubicada: si Vóley se mostraba más libre y desprejuiciada, Recreo luce atada no sólo a las preocupaciones de sus personajes, sino también a la necesidad de decir algo sobre los roles de pareja, lo femenino, lo masculino, la infancia y un largo etcétera. Esa brecha, que es generacional, es la que impone con mayor determinación el drama. Recreo dice inconscientemente que el humor en la pareja es algo que se termina con el paso tiempo, y si bien puede ser algo real, no deja de ser un cliché un poco conservador. En todo caso, la incomodidad del final es una forma de asimilación de las propias dudas que deja Recreo, y eso es bastante honesto en una película que termina siendo, aún a riesgo de muchas fallas, más visceral que calculada.
LA NOCHE MÁS OSCURA El vínculo entre Kathryn Bigelow y el periodista y guionista Mark Boal sigue indagando en la violencia institucional y política de los Estados Unidos, aunque La noche más oscura y Detroit: zona de conflicto forman un bloque conceptual mucho más claro y se distancian un poco de la superior Vivir al límite. No sólo porque La noche más oscura y Detroit: zona de conflicto están basadas en hechos reales, sino porque en estas dos películas se puede apreciar la comunión que se da entre la precisión en datos y detalles que aporta el periodista Boal al guión y la solidez de la directora para traducir estas experiencias en algo definitivamente físico. La película se mete con las revueltas que la comunidad negra llevó adelante en 1967 en la ciudad del título, y que tuvo como hecho más significativo la tortura y matanza de varias personas por parte de la policía en el Hotel Algiers. Bigelow nos mete de lleno y sin pausa entre las corridas y la represión, mientras va presentando con mínimas pinceladas al grupo de personajes que montarán esta suerte de relato coral sobre el horror. El dispositivo narrativo de Bigelow, especialmente a partir de Vivir al límite, da cuenta de una cámara inquieta, nerviosa, que tensiona aún más situaciones que se vuelven realmente insoportables ante nuestros ojos: tanto puede ser el trabajo de un grupo de especialistas en desactivar bombas como la tortura ejercida por grupos militares sobre musulmanes en Medio Oriente. Y aquí vuelve a rizar el rizo cuando se detiene específicamente en esas horas terribles donde la policía mantuvo de rehén a un grupo de personas, entre las que había manifestantes, otros que no, y dos mujeres blancas que mantenían un vínculo con los afroamericanos. Si la violencia está implícita en el cine de Bigelow, muchas veces demostrando la ambigüedad y contradicción en la forma de aplicarla por parte de las instituciones (eso estaba incluso en su cine de género y ficcional), la violencia de Detroit: zona de conflicto es una más cristalina y lineal, menos incómoda, que la de, por ejemplo, La noche más oscura. Si aquel film no podía distanciarse del todo de la idea de que a veces hay que avanzar en cierto sentido para obtener un bien mayor (aunque a partir del personaje de Chastain quisiera contradecir un poco esto sin lograrlo), lo que sucede aquí es mucho más simple: el accionar de la policía es decididamente injustificable y, por si fuera poco, no habría un bien mayor a realizar. Las revueltas, a juzgar por el prólogo animado de film, son para Bigelow-Boal una consecuencia directa de la suma de injusticias sociales, culturales y políticas que, y ese es el mensaje directo al presente por parte de la película, vaya uno a saber cuándo se terminarán. A ese contexto en plena ebullición de los años 60’s, Detroit (la ciudad) le sumó una entramado social representado por afroamericanos de clase obrera empobrecida con un orden representado por fuerzas policiales blancas y racistas. El resultado no podía ser otro. Por eso, no deja de ser curioso el grupo de personajes negros sobre los que focalizan la atención Bigelow y Boal. Uno de ellos es un guardia de seguridad que busca ser amable con sus pares blancos y que asiste como espectador pasivo ante el horror de esa noche en el Hotel Algiers (una noche realmente oscura). El otro es una de las víctimas, un cantante con aspiraciones de convertirse en artista de la Motown, la gran disquera de música negra que escuchaban los blancos. En ambos casos, se trata de personajes que reproducen a su manera la esclavitud del pasado con las formas innovadoras del capital: el guardia que protege lo que el poder ha construido, el artista que entretiene a las masas. Luego de la tensión, después de esa larga secuencia en el Hotel Algiers donde la película acaricia la textura del horror, Detroit: zona de conflicto se distiende. Abandona la reconstrucción de la violencia para pasar a mostrar las consecuencias de aquellos actos y reflexionar. Y si bien el film, por el tema que aborda, no puede más que transitar por la obviedad bienpensante (aquí Bigelow no pierde la potencia, pero sí la capacidad de provocar), en el camino que siguen aquellos dos personajes, en la forma de revelarse o no contra lo que se impone, es donde la película dice más y encuentra atajos a esa violencia que no hace más que retroalimentarse.