Office Christmas Party es un proyecto que ha estado en planes desde hace más de un lustro, pero cuyas fichas recién se acomodaron a lo largo de este ajetreado año. Josh Gordon y Will Speck, la dupla de The Switch, recibieron la idea en el 2010, cuando se estrenaba su último trabajo en cines, no obstante fue durante este 2016 que las cosas parecen haber tomado un impulso frenético para llegar a la temporada navideña del título –hasta abril había convocatorias para el elenco-. El resultado es una comedia corta, con una gran fiesta y un tremendo ensamble de figuras a bordo, principal atractivo de la propuesta pero, en definitiva, también aquello que la limita. T. J. Miller y Jason Bateman lideran el equipo frente a cámaras en papeles que acostumbran a interpretar, como extensiones de lo que han hecho en Silicon Valley y Arrested Development. No son los únicos, dado que por fuera de Kate McKinnon y Courtney B. Vance, son varios los ejemplos de actores en roles que sienten familiares, como Jennifer Aniston como la “jefa malvada”, una variante de la de Horrible Bosses pero sin lo sexual. No molesta para nada, dado que la comodidad acrecienta la química necesaria para llevar adelante una celebración de proporciones épicas. Cinco horas resultan ser suficientes para lanzar el mayor festejo que el dinero pueda comprar, con cantidades ilimitadas de alcohol y un desenfado que va en aumento, mientras las inhibiciones se pierden y el espacio de oficina se vuelve un territorio donde nada está prohibido. Jon Lucas y Scott Moore, escritores de The Hangover, 21 & Over y Bad Moms, son quienes propusieron esta historia bastante conocida, que luego pasó por guionistas como Lee Eisenberg y Gene Stupnitsky (Bad Teacher), Justin Malen (la próxima Bastards), Laura Solon (Hot in Cleveland) y Dan Mazer (Borat). Tantas manos apuntan a reforzar el humor de una comedia sin novedades, con escenas cada vez más alocadas y un exceso de personajes peculiares que aprovechan la oportunidad para descontrolarse. Hay espacio para historias de amor y dramas familiares o para que Olivia Munn haga intervenciones poco creíbles como una especialista en informática, nada que realmente importe. Son aspectos centrales del argumento, sí, pero ya desde el título se plantea el foco de la película y todo lo demás apenas si es secundario. La fiesta con cientos de personas y la concentración en una docena de empleados, conducen a que no interesen los aspectos sentimentales en los que empieza a enfocarse el tercer acto, en detrimento de un festejo que mientras más salvaje se pone, menos se muestra. Aún así hay varias oportunidades para que se luzcan muchos que vienen pidiendo pista hace tiempo como los mencionados Miller, McKinnon, Vance o la genial Jillian Bell, mientras que siempre se disfruta de presencias como la de Bateman y Aniston, en su quinta labor juntos en estos últimos años. El resultado final es una comedia varias veces vista, con muchas dosis de humor que funciona bien por fuera de algunas excepciones –lo de Vanessa Bayer y Randall Park, por ejemplo-, aunque en líneas generales se siente que se desaprovechó al gran ensamble que se acumuló. Y queda para sumar a la lista de fiestas inolvidables que el cine nos enseñó a esperar, pero que probablemente no podamos disfrutar.
En caso de haberse preguntado alguna vez cómo luciría un film de X-Men dirigido por Tim Burton, la respuesta yace en Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children. El realizador lleva adelante esta adaptación de la novela para jóvenes adultos de Ransom Riggs, abarrotada de elementos como para funcionar pero que aún así lo hace, bien sostenida en las peculiaridades que se anticipan desde el título. Es una historia sin demasiadas sorpresas, que se ha visto de una u otra forma en ocasiones previas, pero que encuentra destellos de la genialidad alguna vez indiscutida del cineasta, lo que le permite sobresalir de un argumento frecuente.
Al día de hoy, The Blair Witch Project es uno de los films independientes más exitosos de la historia y sin duda de los más rentables. Con un presupuesto ínfimo, arrasó en la taquilla de 1999 y se convirtió en un fenómeno cultural. Con el visto bueno de la crítica y el público, revitalizó el estilo del “found footage”, que existía desde hacía casi dos décadas pero con pocos exponentes, y se convirtió en una referencia de la materia por los años siguientes. Al momento de su estreno, la duda estaba sembrada acerca de si las imágenes eran o no reales e incluso se había asegurado que los protagonistas estaban “desaparecidos”, con falsos reportes de la Policía que daban sustento a la historia. Una película adelantada a su tiempo, previo a la explosión de Internet, cuya campaña se valió de todo recurso para hacerla “viral”, años antes de que ese término llegara a nuestra vida diaria. ¿Cómo se puede seguir desde ahí? Está la manera equivocada y la de Adam Wingard, que es mejor.
Unos planos detalle muestran la preparación de los guantes y del equipo para la última pelea del Tigre, un boxeador en el último tramo de su vida púgil. La cámara lo acompaña bien de cerca en cada round –pegada al peleador, como Creed-, pero sus golpes y velocidad ya no son los de antes, con lo que un combate contra un retador de poca monta se extiende más de la cuenta. Lo gana, sí, pero al precio de demostrar al público que los años no vinieron solos, algo que quienes lo rodeaban tenían claro y por ese motivo este era el último round antes del retiro. El título de campeón sudamericano sigue en su casa de Avellaneda, pero ese cinturón no logra llenar el vacío que produce la jubilación anticipada que le fue impuesta. La vida de civil no es para Ramón Alvia. Eso, un tópico recurrente en el cine de boxeo, será uno de los disparadores de Sangre en la Boca, una película que elige una estrategia dudosa para alcanzar un cometido más profundo, pero que se queda con las manos vacías. El Tigre vuelve a los entrenamientos para no perder la forma y allí ve a Deborah, un proyecto de boxeadora que le genera una atracción magnética. Pronto empiezan una relación sexual, con énfasis en lo segundo, que a él lo lleva a aislarse. Sigue yendo al gimnasio pero su entrenador ya no tiene peso, ni hablar de su familia. Elige pasar sus noches fuera de casa, con lo que empieza a distanciarse de su esposa italiana y sus dos hijos. Estos, evidentemente, son un faro de la vida que no quiere, la del retiro, la de abrir un negocio de artículos de boxeo, la que requiere que aprenda a usar una máquina registradora o que sus logros deportivos se vuelvan un cartel en el que la gente puede meter su cara y sacarse una foto. Sin embargo, estos son puntos que le corresponde unir al espectador, dado que la cámara de Hernán Belón (El Campo) está puesta en otro lado. El director pone el foco principalmente en las escenas de sexo entre los personajes de Leonardo Sbaraglia y Eva De Dominici, las cuales son incontables. El film no termina de ser uno de boxeo o de un peleador de cara al ocaso de su vida deportiva, sino que se elige enfatizar el drama erótico, lo cual le resta fuerza a cada uno de los golpes que quiere asestar. La crisis familiar está retaceada y hay poco o nada respecto al conflicto con su entrenador, mientras que la exploración sobre Deborah es superficial –daba para algo más- y se elige mostrarla solo como una joven impulsiva, que tiene sus problemas personales pero que son parte del pasado. Por el contrario, tienen relaciones una y otra vez, con mucho vigor, otras veces con bastante violencia. Sbaraglia pone el pecho a la historia, cubierto de músculos y con el ímpetu que Ramón Alvia necesita, aunque la que pone el cuerpo literalmente es De Dominici, que se pasa buena parte de la película desnuda. Hay sólidos trabajos de parte de los secundarios, con los confiables Osmar Núñez y Claudio Rissi, sin embargo se los siente desaprovechados. El guión de Belón y Marcelo Pitrola –basado en el cuento homónimo de Milagros Socorro– se apoya en lo sexual y deja a un lado el resto, con lo que las decisiones del Tigre, su situación familiar y su regreso al cuadrilátero –siempre se vuelve para una pelea más- se sienten apresurados, ni hablar del desenlace. La atención al costado carnal deja a su suerte a otras facetas de la historia, en las que el film pretende sostenerse pero sin apuntalarlas antes.
Germán y Fernando llegan caminando a la enorme quinta del segundo, alguna vez un centro para fumadores que querían dejar de serlo, la cual tiene cancha de tenis, pileta, jacuzzi, sauna y demás comodidades. Hay unos cuantos amigos de este último tirados semidesnudos por los sillones, reponiéndose de la noche anterior. Uno se levanta y los saluda, con una remera pero completamente desvestido de la cintura para abajo, y se sienta sobre la mesada para hablar, con una naturalidad que genera cierto ruido. En esos pocos minutos quedará bien plasmado el tono de la nueva película de Marco Berger (Plan B, Ausente, Mariposa), que esta vez co-dirige junto a Martín Farina (Fulboy). En esta ocasión, el prolífico realizador argentino vuelve a abordar una temática que ha trabajo a lo largo de su filmografía, como es la homosexualidad masculina. Sin embargo, lejos de lo hecho en la destacada Plan B, este film es decididamente más explícito y con eso pierde cierto valor. El grupo de amigos disfruta unas vacaciones de relax, sin demasiado que hacer más que fumar porro, tirarse a la pileta o en alguna ocasión agarrar la pelota de fútbol o una raqueta para perder un poco más el tiempo. Hay algunos roces, pero son hombres y a los pocos minutos ya está todo bien. Se mimetizan bastante como unos veinteañeros de perfil parecido, aunque se definen bien por el tipo de relaciones que llevan. Está el que no puede dejar de engañar a la novia, el que ama a su pareja pero lo vuelven loco sus celos, el que tiene sexo sin protección, el que tiene relaciones de forma frecuente, el que no lo hace desde hace meses y el que tiene un noviazgo raro, como si fuera una pantalla. Por otro lado están los protagonistas: Fernando, el dueño de casa y gran amigo de todos, y Germán, su compañero de Taekwondo, que no conoce a ninguno más. Los dos son gays y se sienten atraídos el uno por el otro, pero no lo expresan. Ese es el gran mérito del film, el abordaje sutil y cuidado de una potencial relación entre dos jóvenes reservados, en un ambiente de mucha testosterona y cierto machismo. Descubren intereses afines -literatura, cómics- y se la pasan juntos, en compañía de otros que se dan cuenta de que algo hay entre ellos y lo viven como si nada, a excepción de un “tercero en discordia” que es decididamente una pata floja de la historia. Hay una buena dupla protagonista en Gabriel Epstein y Lucas Papa, mientras que el resto del elenco acompaña muy bien, con mucha química grupal. Mientras ellos dos se guardan sus sentimientos, los otros desnudan sus problemas más íntimos. Conversaciones a calzón quitado, literal y figurativamente. El problema es lo reiterativo que se torna, estirándose mucho más de la cuenta con escenas redundantes que no terminan de aportar. La cámara por lo general se posa a la altura de la cintura, para tomar a los chicos mientras hablan desde la cama o el sillón. También está situada así en forma estratégica, para que uno y otro de ellos se desnude de cuerpo completo frente a cámara. Es algo chocante en relación a la delicadeza con la que se aborda el vínculo central y en torno a los temas que discuten, pero sobre todo la “naturalidad” con la que se da todo se siente algo forzada y resta mérito a aquello que está bien logrado.
Es inevitable hablar de Truth, un drama sobre la labor periodística, y no hacer referencia a Spotlight, la excelente película de Tom McCarthy que se llevó el Premio Oscar en la última entrega. Hay grandes diferencias entre una y otra, desde el caso abordado al formato para el que la investigación se pensó, sin contar que entre el resultado final de ambas hay un abismo. Inmensidad que se extiende desde lo fílmico a lo informativo, en primer término porque objetivamente una producción es superior a la otra –más allá del tópico trabajado-, sino por sobre todo porque una se centró en el triunfo de los reporteros por sobre una organización que cubrió por años los delitos más atroces, mientras que la otra se enfoca en uno de los fracasos más rotundos de la profesión.
En lo que supone uno de sus primeros protagónicos en cine tras consagrarse en Breaking Bad como el icónico Heisenberg, Bryan Cranston lleva su carrera un paso más lejos con Trumbo, film pequeño y nostálgico que le valió una nominación al Premio de la Academia. Una biopic sobre el reconocido guionista del título, sigue una estructura tradicional de caída en desgracia, redención y consolidación, que batalla consigo misma a la hora de encontrarle la vuelta al tono, pero que a fin de cuentas funciona al reflejar un período clásico de la historia del cine. Su tono dispar -por momentos es comedia, por otros un drama que quiere ser duro pero llevado en forma liviana-, el foco puesto en una de las épocas doradas del séptimo arte y una fotografía colorida que no le sienta, irremediablemente llevan a pensar en Hitchcock, que de ninguna forma es algo positivo. Jay Roach ha probado ser un gran director en términos de humor (Meet the Parents, Austin Powers) y en films políticos (Game Change, Recount), sin embargo la cruza de ambas temáticas no le ha sentado bien (The Campaign). En esta oportunidad vuelve a tambalear con la política en el centro del conflicto, no solo por su postura férrea a favor de las convicciones de Trumbo y su grupo, sino porque hay un guión poco iluminado y transparente, que aborda sus tópicos con la sutileza de un puñetazo en el rostro. John McNamara, un escritor de experiencia televisiva sobre todo, no termina de hacerle justicia al guionista de Spartacus, Exodus y Papillon. Con una seguidilla de saltos temporales para abarcar un lapso de unos 25 años –con recortes de la vida laboral, familiar y política del protagonista y sus cambios-, se mete de lleno con la cuestión de la Lista Negra y el macartismo en plena Guerra Fría, del que Trumbo es víctima. No hay dudas de que la labor del Comité de Actividades Antiamericanas y su caza de brujas dentro de Hollywood es despreciable, sin embargo Roach y McNamara toman una posición demasiado simplista de los hechos, de blancos y negros, en la que los perseguidos son buenos y los otros son los malos terribles. Así, sin tocar las dos campanas, Hedda Hopper o John Wayne se ven reducidos a meros villanos por el solo hecho de causar daño o Edward G. Robinson a un cobarde, sin mayor explicación. Afortunadamente para Trumbo, cuenta con un Cranston inspirado que se luce con los bigotes del galardonado autor. No es la única elección destacada en términos de elenco, dado que Helen Mirren, John Goodman, Michael J. Stuhlbarg y Louis C.K. son unos secundarios de lujo para acompañarlo. También hay buenas caracterizaciones de parte de David James Elliot (JAG) como John Wayne y Dean O'Gorman (The Hobbit) como Kirk Douglas, físicamente idénticos a los actores que encarnan. Y así, con sus limitaciones, funciona como una mirada con nostalgia a una época que se fue y no volverá de la industria cinematográfica, en la que al menos se esperaba por un guión para establecer una fecha de estreno. La operatoria por dentro de los estudios, las personalidades reconocidas, el trabajo secreto del guionista, su regreso con gloria desde el anonimato o la faceta familiar y laboral sin duda ayudan a sacar a flote a un proyecto de digestión sencilla, que se sumerge en la medianía cuando se dedica de lleno a su corrección política. Por fuera de las parcialidades, tiene el valor de tocar las fibras sensibles de la cinefilia con una historia de película como es la vida de Dalton Trumbo, y a veces eso es suficiente.
Un temible villano hace su presentación con un acto que demuestra su poder. Po y los Furiosos 5 aparecen en acción, en lo que pareciera ser un intenso combate que resulta en un paso de comedia. El panda encuentra a Shifu en plena práctica de una legendaria técnica de kung fu, que requiere un dominio especial y que eventualmente será utilizada para derrotar al enemigo de turno. Eso es Kung Fu Panda 2 y, como si estuviera hecha con los restos del mismo molde, también lo es su continuación. La del Guerrero Dragón es una franquicia hecha en base a una fórmula que funcionó en dos oportunidades previas y que lo vuelve a hacer en el cierre de trilogía, que ya no tiene sorpresas pero que no por eso deja de ser efectiva.
El ajedrez, lamentablemente, ya no despierta las pasiones de antes. No se repiten batallas épicas en el tablero, como la de Gary Kasparov contra la máquina Deep Blue -de la que se cumplieron 20 años en los últimos días-, las del mencionado Gran Maestro y Karpov o las de Bobby Fischer contra toda Rusia. La de este último es una historia apasionante y, como tal, se refleja en Pawn Sacrifice. Una biopic clásica, enfocada principalmente en sus años de ascenso y gloria hasta 1972, tiene el curioso mérito de consagrar y defenestrar a su protagonista por partes iguales, concentrándose en forma primaria en los muchos demonios internos que lo acechaban.
En los últimos años, mientras a Pixar se le criticaba la dependencia de secuelas y la pérdida de la originalidad que la había caracterizado, el pariente Disney Animation tomaba vigor para convertirse en uno de los estudios más importantes del ramo. Tangled, Wreck-It Ralph, Frozen y Big Hero 6 dan cuenta de una seguidilla notable de grandes producciones animadas, capaces de arrasar en la taquilla y también ganarse el visto bueno de la crítica, el público y de aquellos que otorgan los premios importantes. Con Zootopia, afortunadamente, continúa esta danza de películas destacadas, que viene a consolidar un cuerpo de trabajo formidable para la compañía dentro de este lustro.