Es moneda corriente cuestionar la falta de originalidad en Hollywood cuando se anuncian proyectos de la talla de Creed, pero una mano competente puede dar vuelta todo preconcepto. Seis películas en la saga Rocky llevaron al icónico personaje de Sylvester Stallone por todos los caminos posibles, sea ganar y defender el título mundial, en apariencia terminar la Guerra Fría y hasta volver al ring después de 16 años de retiro. No quedaba mucho por descubrir en la carrera del Semental Italiano, por lo que un desarrollo orgánico fue el correrlo del foco de atención y poner al frente a un nuevo boxeador en ascenso, el hijo del mítico Apollo Creed. Y a partir de ahí la historia se da con naturalidad, con Balboa asumiendo el rol que se pretendió allá por el '90 con Rocky V, la peor de la franquicia, la cual sufría del estilo camp en el que Sly había sumergido a sus películas.
Burnt comienza planteando que hay recetas famosas que las creó Dios y por ende no se pueden mejorar, pero que es el trabajo de los chefs intentarlo. Pareciera que es una línea autoreferencial, solo que la nueva película de John Wells (August: Osage County) utiliza una fórmula reconocida para llegar a un resultado familiar. Un enfant terrible de alguna disciplina –en este caso la cocina-, deja sus demonios atrás para consagrarse en el medio que alguna vez lo idolatró y luego le volvió la espalda. Nada nuevo en la viña del Señor, más allá de que su simple descarte como perpetuo cliché no parece del todo justo. Tras un período fuera de la industria, el escritor Steven Knight (Dirty Pretty Things, Eastern Promises) volvió más prolífico que nunca con una seguidilla de estrenos. El inglés suma un proyecto de alto perfil detrás de otro entre series de televisión y producciones cinematográficas y no se puede esperar que todo lo que brille sea oro. Evidentemente debe haber quedado marcado por el mundo de la haute cuisine de The Hundred Foot-Journey, porque apenas un año después vuelve con un guión que gira sobre los mismos tópicos. Chefs difíciles, planos que hacen agua la boca, la permanente búsqueda del orgasmo culinario y de la esquiva tercera estrella Michelin. El resto es intercambiable. Bradley Cooper encarna a Adam Jones, uno de esos personajes que a los actores con su personalidad se le dan sin esfuerzo. Tiene sus demonios internos –nos lo dicen, no los vemos- y alguna vez fue uno de los chefs más famosos. Tras un castigo autoimpuesto para limpiarse de todos los excesos, se propone una vuelta triunfal y para ello reúne a todas las personas que alguna vez pisoteó. Y Wells, un hombre al que le gusta trabajar junto a grandes elencos como demostró en su último film, convoca a cuanto nombre puede para papeles pequeños. El actor tres veces nominado al Oscar está secundado nuevamente por Sienna Miller –los dos en roles menos exigentes que en American Sniper-, así como por Daniel Brühl, Emma Thompson y Omar Sy. Después hay una importante cantidad de personajes pequeños para figuras en ascenso de la talla de Alicia Vikander, Lily James (prácticamente un cameo) o Matthew Rhys, igual que para gente de trayectoria como Uma Thurman. Burnt, antes llamada Adam Jones y previo a eso Chef, quiere ser una comedia dramática, pero que no se destaca en ninguna de las dos ramas. Se deja ver, pero le falta el humor de otras apuestas recientes de mejor resultado, como The Hundred Foot-Journey o la misma Chef de Jon Favreau, y el costado de la búsqueda de redención del protagonista se aborda con más ligereza de la que necesitaba. Ni contra los críticos, colegas, jefes o rivales, la lucha del personaje de Cooper es una interior y nunca termina de explotar del todo. Él sabe desde el primer momento qué fue lo que tuvo para ser feliz y qué necesitaba para ser el mejor en lo suyo, solo que con el tiempo lo perdió de vista. Pero el espectador lo sabe perfectamente y lo tiene bien presente, por lo que más allá de alguna sorpresa que se reserva el guión, el recorrido es bastante corriente. Queda el festín visual que se propone en cada imagen, pero para ser un film que habla una y otra vez del frenesí culinario que se quiere lograr, sin dudas le falta pasión.
A fuerza de un trabajo arduo y consistente a lo largo de dos décadas, Guillermo Del Toro se ha convertido en uno de los grandes exponentes del cine fantástico de la actualidad. El mexicano tiene un ojo delicado para abordar la oscuridad de nuestro mundo o la de otros y cada uno de sus trabajos tiene cualidades distintivas que lo han elevado a un status de maestro artesano dentro del género. Así se convirtió en una fuerza considerable dentro de la industria, un cineasta que no teme asumir riesgos con los múltiples proyectos que lo apasionan. Y hay que hacer especial énfasis en este último aspecto, dado que son muchos los films que llaman su atención y sin embargo son pocos los que se vuelven una realidad, con frecuencia detenidos en un limbo de desarrollo del que no pueden salir, hasta que él decide pasar a otra cosa. El que ahora llega a los cines del mundo es Crimson Peak, un relato gótico con el potencial para convertirse en una verdadera obra maestra, pero que sin embargo provoca una incontrastable sensación de desilusión. La última película del realizador porta una atmósfera tradicional que la emparenta a clásicos literarios de la época. Hay explícitas menciones a Jane Austen, Mary Shelley o Arthur Conan Doyle, pero no se puede dejar de lado la influencia de novelas como "Otra vuelta de tuerca", de Henry James. No obstante, los fantasmas de este film no son alusiones ambiguas, sino que por el contrario son bien reales. No son espectros vengativos que buscan la muerte de los protagonistas, sino que más bien son metáforas de un pasado que está bien presente, integrales a la trama y vitales para el desarrollo de los personajes. La Cumbre Escarlata es un film fantástico de misterio, con almas en pena que buscan justicia por vías diferentes a las del cine actual. Es que tan solo bastan unos minutos de metraje para llegar a la conclusión de que se trata de una producción firmemente anclada en un tipo de cine clásico que se ha abandonado hace décadas. Desde hace años que el terror sufre una involución en estilo y técnica, más apoyado en la porno-tortura, el gore gratuito y los sustos prefabricados, motivo por el cual se celebra con tanto entusiasmo cada vez que un realizador ofrece algo diferente –The Conjuring, It Follows-. Del Toro entrega un romance gótico de un nivel de belleza imposible de negar, con un enorme diseño de producción, vestuarios y escenarios, acompañados de una fotografía de primer nivel que sobresale con sus juegos de iluminación. Constituye un verdadero festín visual, que se vincula a lo hecho en El Espinazo del Diablo o El Laberinto del Fauno pero con el presupuesto de una de las grandes superproducciones que ha encarado. Y así como tiene en el bolsillo el aspecto gótico, Crimson Peak no logra consolidarse en la parte más importante, la del relato. Del Toro hace una larga y detallada introducción a la historia, presentándonos a los actores principales, sus objetivos y motivaciones. Es tan extenso este preámbulo, y tan minucioso, que elimina cualquier tipo de factor sorpresa. Quizás no se tenga la minucia de la cuestión, pero sin duda alguna se posee lo suficiente como para que la película entre en un perjudicial camino de previsibilidad, pudiéndose anticipar algunas cuestiones argumentales claves. Burn Gorman se destaca en su papel mínimo como el detective Holly, pero su breve inclusión –de la que quizás se podía prescindir- devela el misterio demasiado pronto. Mia Wasikowska entrega una buena actuación en un papel que le sienta como anillo al dedo, mientras que Jessica Chastain y Tom Hiddleston se llevan los aplausos como la pareja de hermanos que oculta más de lo que dice. Charlie Hunnam, por su parte, no parece estar del todo aprovechado, mientras que Jim Beaver (Supernatural) ofrece la habitual sólida interpretación de figura paterna firme pero adorable. Desde el elenco a sus elecciones musicales, pasando por todo lo que hace al componente visual de su película, cada decisión de Del Toro es acertada. Pero el guión que escribió junto a Matthew Robbins (Mimic, Don't Be Afraid of the Dark) limita su vuelo, priorizando la estética por sobre la sustancia, y transforma un film extraordinario en algo ya visto.
Con una impresionante transformación física de Jake Gyllenhaal como principal punto de interés, parecía que Southpaw estaba destinada a sumarse a los grandes films de boxeo de la historia. Y sin embargo queda solo en la promesa. No por falta de intentos, seguro, dado que su director Antoine Fuqua lanza todos los golpes que puede, muchos de los cuales impactan por debajo del cinturón. Parafraseando a uno de sus personajes, usa más el corazón que el cerebro, con lo que se acaba por arrojar un gancho detrás de otro a la espera de provocar un nocaut emocional que no va a llegar, en vez de proponer una historia creíble y sensible de redención dentro del ámbito del deporte. Fuqua es un realizador que consiguió un film notable como Training Day temprano en su carrera, por lo que todos sus proyectos posteriores apelaron a una fórmula de acción y emoción que tiende a tomarse demasiado en serio. King Arthur, Brooklyn’s Finest, Shooter, Olympus Has Fallen o The Equalizer son ejemplos de películas de un realizador que siempre aspira a más y se queda corto, sin tanto pulso para las escenas dramáticas pero que compensa con las secuencias en las que la adrenalina sube. Lamentablemente, Southpaw sigue ese mismo recorrido. Su guionista Kurt Sutter (Sons of Anarchy) sabe mucho de tipos rudos y propone a un gran personaje en Billy Hope, un boxeador que pelea más fuerte cuando las cosas se ponen peor. Y como su vida es una parábola de lo que ocurre dentro del ring, en su camino para recuperar la gloria enfrentará todo tipo de penuria, al punto de que se acerca más a una telenovela que a un drama real. Pero antes que nada este es un film de boxeo y, en ese sentido, se luce lo suficiente. El director filma combates de esos que amamos gracias a la gran pantalla -al estilo Rocky, de palo y palo-, aquellos que se muestran como imposibles en la realidad del Madison Square Garden. Tiene a un Gyllenhaal en el mejor momento de su carrera, en una seguidilla de actuaciones destacadas –End of Watch, Prisoners, Enemy, Nightcrawler- que a fuerza de trabajo lo pondrán en la mira de los grandes premios tarde o temprano. Cuenta con una banda sonora de primera nivel gracias a uno de los últimos trabajos del fallecido James Horner (Titanic) y también está Forrest Whitaker en un buen nivel, como un ex peleador centrado y medido capaz de enseñarle a Hope que tiene que tener la cabeza fría en cada round. Así, no solo hay sangrientas peleas para valorar, sino también una gran secuencia de entrenamiento para que Billy se redima –algo que en más de una oportunidad dice la voz del presentador, por si el público no estaba atento a que esta es una historia de redención-. No obstante, todo queda corto cuando se tiene que subir al cuadrilátero con las tragedias personales del protagonista, cerca de una decena a lo largo de la película. El peso dramático que se le insufla a este film es desmedido, al punto de que algunas de las mayores desgracias se adelantaban en los avances como si se quisiera prevenir al espectador. Había un gran film dentro de Southpaw, pero así como en el boxeo un error puede costar un título, una serie de decisiones fallidas socavan todo el potencial que tenía. Queda al menos la interpretación cruda y salvaje de un Gyllenhaal totalmente comprometido con la causa, quien entusiasma y conmueve al servicio de un guión lacrimógeno.
Nunca vi Entourage, un dato que se supone podría afectar la mirada sobre la película. Quizás el hecho de ver alguna de las temporadas de esta serie de HBO podría llegar a cambiar la percepción que se tiene de este paso al cine, pero no la opinión sobre el resultado. El proyecto se piensa para los fanáticos que hayan visto las ocho temporadas del programa, quienes se alegran de tener nuevamente en pantalla a este cuarteto de amigos que hacen de las suyas en Los Ángeles. El resto de los mortales, por el contrario, están frente a un film decididamente fallido, que abusa de sus limitados recursos y que está más concentrado en autocelebrarse que en plantear lo que podría ser una divertida sátira sobre la industria. El primer pensamiento que se viene a la cabeza es cómo puede ser que el mencionado canal puso fin después de cinco temporadas a la increíble The Wire –uno de los mejores shows de la historia, sin duda-, pero le dio dinero a Doug Ellin como para hacer esto desde el 2004 al 2011. Tiene que haber algo más en el programa que la película fue incapaz de reflejar. En vez de aspirar a plantear una comedia punzante sobre la vida en Hollywood o un bromance de los que tanto gustan, lo que se hace es un superficial reflejo sobre los problemas banales del séquito del título. Y como plato fuerte hay todo tipo de cameos de figuras del cine o el deporte, muchos de los cuales no tienen otro sentido más que inflar de nombres el proyecto. No es difícil entender la dinámica del grupo de amigos y rápidamente se comprende cuál es el rol que ocupa cada uno. Llama la atención desde el primer momento que el nombre de Kevin Connolly aparezca en los títulos antes que el de Adrien Grenier, cuyo Vinnie Chase pareciera ser el protagonista. Pronto queda claro que su personaje es el menos interesante, uno que no tiene nada que ofrecer y al que todo le sale bien, mientras que Eric tiene que lidiar con algunas cosas más –que se resuelven de inmediato, claro-. Está Jerry Ferrara como Turtle, quien quiere salir con Ronda Rousey y eso le insume la totalidad de la película, y Kevin Dillon como Drama, el más idiota de los cuatro pero el que tiene más potencial dentro del film, más allá de que se lo desaproveche. Afortunadamente está Jeremy Piven haciendo de sí mismo, lo que da lugar a un agente devenido en cabeza de estudio propenso a los insultos y a los ataques de ira, para lo que su metralleta verbal viene útil. Sin haber visto la serie, puede decirse que Entourage básicamente parece un largo episodio de 104 minutos. Como si se tratase de un especial televisivo planeado para mostrarle a los seguidores en qué andan sus personajes favoritos, en caso de que el final del programa no los hubiera dejado satisfechos. Las buenas ideas parecen haberse agotado hace algunos años –si todavía las tuvieran, las hubieran puesto en práctica en el show- y no queda más que tratar de disfrutar de un juego de quién es quién o de ver un poco de gente linda pasándola bien en Hollywood. Es como el espantoso paso de Sex and the City a la gran pantalla, pero con tipos.
Seth MacFarlane es un realizador que sabe repetirse y ha hecho una firme carrera a base de ello. Plagio di plagio dirían Los Simpsons para hacer referencia a American Dad! -o, para el caso, The Cleveland Show-, que más allá de mantener una estructura y humor muy parecido al de Family Guy, tiene cierta identidad propia y ni hablar de éxito. En su paso al cine, el humorista buscó hacer las cosas de manera diferente. Con Ted consiguió un debut en pantalla grande soñado, con una comedia de clasificación restringida que tuvo una de las recaudaciones más grandes del 2012, que gustó tanto a la crítica como al público, que obtuvo una nominación a un Premio de la Academia y que daba cuenta de un promisorio salto hacia otro medio, a pesar de mantener algo de humor televisivo. Sin embargo, su siguiente trabajo marcó un cambio de rumbo. El hombre no quiso repetirse y llevó adelante A Million Ways to Die in the West, una producción decididamente fallida que desperdició innumerables recursos a favor concentrándose en el peor tipo de humor que tiene. Y ahora llega Ted 2, una secuela en la que demuestra cierta intención de no reiterarse, aunque su resultado diste de ser el ideal y agote en tiempo récord la gracia de su personaje. Dado que le encanta hacer referencias cinéfilas, "¿Why so serious?" le preguntaría The Joker a MacFarlane. Equipo que gana no se toca es algo que se tiende a decir, sin embargo el cómico elige un rumbo decididamente errado para encarar esta segunda parte. Ted cobró vida por arte de magia y nadie se preocupó en descifrar los misterios por los que lo hizo, así como ninguno se pregunta por qué Stewie habla, Brian anda en dos patas o por qué Roger tiene un humor tan cínico. El oso de la infancia se despertó, fue una celebridad fugaz y se mantuvo siempre al lado de John Bennett, creciendo juntos, divirtiéndose y drogándose en una eterna adolescencia. El realizador decide, en esta oportunidad, dejar el humor un poco de lado para enfocarse en las cuestiones legales y civiles que acarrea tener un peluche con vida. Lo que consigue, por momentos, se asemeja a un drama aleccionador con esporádicos toques de gracia, insuficientes como para hacer una comedia fuerte o siquiera una secuela digna, pero que bastan como para minar el poco peso emotivo que puede tener el planteo. Un gran problema de A Million Ways to Die in the West se daba porque el realizador decidió asumir el rol protagonista, uno que no le calzaba para nada. En ese mismo sentido, Ted tiene un papel que en comparación es mucho más importante que el de Mark Wahlberg, con lo que el vínculo de amistad entre ambos carece del desarrollo de la primera parte, a medida que gana espacio la Tami-Lynn de Jessica Barth. El actor de la última Transformers es el personaje central de la original, mientras que el oso es el secuaz mal hablado y drogadicto que lo acompaña. Ahora hay una inversión de roles que relega a John Bennett a un puesto de acompañante. Las razones de su divorcio de Mila Kunis no se exploran, su actualidad laboral tampoco y menos aún su condición de adulto con un peluche parlante, temas que estaban bien presentes anteriormente. Sí se abunda sobre su nula vida romántica pero como una excusa para que Ted trate de ayudarlo a volver al mundo de las citas o para que conozca a la abogada que encarna Amanda Seyfried, quien se sumará al periplo legal del oso. Guste o no el humor de MacFarlane, Ted tenía el mérito de ser verdaderamente divertida con un chiste tras otro. Al concentrarse en tantas cuestiones de índole dramática -derechos civiles, imposibilidad de tener un hijo por inseminación artificial o adopción, problemas maritales y demás-, Ted 2 se olvida de ser una comedia y la gracia escasea. El director y los guionistas Alec Sulkin y Wellesley Wild se enfocan más en darle entidad jurídica al personaje que en causar risas genuinas, con lo que se apunta en forma principal a recursos ya empleados en la primera -personajes como Sam Jones, Patrick Warburton o Giovanni Ribisi, ni hablar de ciertos gags-, a una gran cantidad de guiños cinéfilos, a un efectismo escatológico, a los cameos de celebridades y al humor televisivo de siempre. Esta continuación por momentos puede ser realmente graciosa y lograda -el musical del principio promete mucho más de lo que se obtiene-, con lo que la experiencia dista de ser un desperdicio. Pero en esta oportunidad la comedia no brilla ni por su ingenio ni por su frecuencia, en pos de una serie de calamidades que quieren llamar a la reflexión sobre los tiempos que corren. Con más fallos que aciertos, queda claro que Ted debió ser dejado en donde estaba.
En la semana en que se cumplen 30 años de la caída de los Puccio se estrena El Clan, film que confirma la importancia de Pablo Trapero como uno de los mayores referentes de la industria nacional. El realizador, una de las voces más destacadas del llamado Nuevo Cine Argentino, hace años que hizo una transición notable hacia un cine masivo pero sin perder un ápice de su estilo. El presupuesto creció de forma exponencial, así como también las figuras que pudo convocar para que encabezaran sus películas, pero sus producciones continúan mostrándose como relatos intensos y brutales sobre sujetos que viven en los márgenes de la sociedad. Y eso lo convierte en el director ideal para llevar a la gran pantalla la vida de esta infame familia, una de las historias más fascinantes y negras de la, a veces, tristemente célebre historia de nuestro país. Desde los primeros minutos quedarán establecidas en forma férrea las líneas que el cineasta seguirá para retratar el caso. Hay una utilización de documentos históricos, en la forma de discursos de primeros mandatarios, para reflejar la época en la que se vivía. La narrativa va hacia atrás y adelante en el tiempo durante algunos de los años más delicados de nuestra memoria reciente, en el período de cambio de la más sangrienta dictadura argentina hacia la primavera alfonsinista. Es quizás el punto menos trabajado y por eso el más débil de su film, pero uno que sirve para dar un contexto sociopolítico a las actividades delictivas de la banda liderada por Arquímedes Puccio. Es que el enfoque de su película es, primordialmente, sobre dos cuestiones: el accionar de la familia puertas afuera y el que se da puertas adentro. El caso generó un impacto que todavía persiste no solo por el hecho de los crímenes en sí, sino por quiénes los cometieron. Los Puccio se presentaban como un típico grupo familiar de una de las zonas de mayores ingresos del país. No hay mejor ejemplo que retrate esto que la situación de Alex, uno de los hijos mayores, un joven plenamente integrado en la comunidad, con una popularidad creciente en el barrio. A la hora de escribir el guión, Trapero tuvo acceso a los documentos de la época, a testimonios de quienes conocieron a fondo el caso y a familiares de víctimas, con lo que hay una exhaustiva construcción de la imagen que se daba hacia fuera. Es un aspecto con el que el realizador siente la comodidad del registro histórico y se nota una mayor fortaleza en comparación con la relación intrafamiliar. Es poco lo que se sabe en concreto acerca de la vida puertas adentro, con lo que el director decide concentrar su atención en el vínculo entre los dos personajes centrales. Arquímedes es un hombre de alma negra y sangre fría, que impone su respeto sobre mujer e hijos por tratarse del proveedor de la casa. Alejandro, un muchacho que el film se ocupa de demostrar una y otra vez que tenía otras opciones para su vida, lo sigue en su lento descenso hacia el abismo y de ninguna manera cuestiona lo que su padre exige o plantea. Hay un gran trabajo de Guillermo Francella en la piel de este oscuro individuo, una figura siniestra de hablar pausado y buenos modos, que genera terror en espectador e hijos en su tranquila forma de expresar lo indecible. Peter Lanzani, por su parte, tiene un firme debut en cine, con un papel que no lo exige en forma permanente pero cuya angustia va en perpetuo aumento y se siente. Es mérito de ambos que haya identificación con el joven –que de ninguna forma es inocente-, así como también se genere un odio hipnótico y magnético hacia el patriarca. Trapero le saca el mayor provecho posible al equipo de producción con el que cuenta –el mismo de Relatos Salvajes- y obtiene otro buen exponente para una filmografía repleta de trabajos notables, con un buen uso de la música y con una fotografía que ayuda a resaltar la época trabajada. Es cierto que no está del todo afianzada en lo general –como se dijo, la cuestión sociopolítica no termina de funcionar-, pero compensa con creces en la mirada íntima, especialmente en términos de la presentación de la familia hacia el mundo y en la relación del padre con su hijo Alex. Vale señalar también que, por momentos, se desearía un poco más de desarrollo sobre el resto del grupo –Maguila vuelve después de meses de vivir en el exterior y se convierte en parte de las actividades delictivas sin miramientos, un hijo se va del hogar y no se percibe demasiada consecuencia-, más allá de que la mano de Arquímedes sobre el cuello de Alex sea suficiente como para tener dimensión de su potencia opresora. Y no se puede dejar sin mención la espectacularidad de la última media hora del film, un desenlace de tensión creciente en la que se sucede una poderosa secuencia detrás de la otra, hasta llegar a un final intenso capaz de cortar el aliento.
Cuando hace poco más de un año se conoció la lamentable noticia de que Edgar Wright se había alejado de Ant-Man, básicamente parecía signar la suerte de esta película. Sin importar qué director fuera convocado para ocupar la vacante, siempre quedaría la duda de cómo hubiera sido el film si el realizador de Shaun of the Dead o Scott Pilgrim vs. the World lo hubiera llevado adelante. Sin embargo, el guión que firmó junto a Joe Cornish (Attack the Block) se mantuvo como la columna vertebral del proyecto, más allá de las reescrituras y agregados que se le hicieron. La visión del irreverente cineasta inglés es lo único que llevó a poner esta producción en marcha y es lo que conduce a que tenga un buen resultado, más allá de que se haya llamado a un realizador a sueldo para completar el trabajo. Si bien Marvel Studios aplica cada vez en forma más férrea su fórmula –una que ha dado excelentes resultados y que si no falla, pareciera que no hay que cambiar-, es cierto que durante su segunda Fase se han asumido riesgos cinematográficos más importantes, claramente en términos de géneros dentro del ámbito de los superhéroes. Al thriller político de Captain America: The Winter Soldier o a la ópera espacial de Guardians of the Galaxy se puede sumar perfectamente la primera "heist movie" del estudio, una de esas en las que se debe reunir un disparatado equipo para desarrollar un intrincado robo, que se conecta con Ocean's Eleven o The Italian Job, como ejemplos más recientes. Así como el héroe del título tiene la capacidad de reducir su tamaño pero aumentar su potencia, igual mecanismo pone en práctica la historia de Ant-Man. El argumento es menos ambicioso que otros proyectos del estudio y esta menor escala sirve como una forma ideal para introducir a Scott Lang al público, no como un hombre cuyo destino es salvar al mundo, sino como un inteligente ex-convicto que quiere volver a ganarse el respeto de su familia. No hay que detener al enemigo que desplegará un terrible mal sobre el mundo, sino al villano que vendería la fórmula para que en un futuro esa visión atroz pudiera ponerse en práctica. Como si, en su segunda película, el Capitán América hubiera tenido que robar los planos del Proyecto Insight en forma anticipada a la construcción de los Helicarriers. Después de la hoy en día clásica Bring it On, el director Peyton Reed venía de una seguidilla de films mediocres como Down with Love, The Break-Up o Yes Man, con lo que seguir las indicaciones del estudio no le debe haber resultado difícil. Es un hombre que no opuso resistencia a los cambios como sí hizo Edgar Wright –referencias a los Vengadores, escenas que conectan con otros films del Universo Cinematográfico que se hacen por encargo- y que tampoco tiene un estilo muy marcado como para modificar las ideas con las que el inglés había impregnado su boceto. El genial Luis de Michael Peña es un personaje que tiene la Trilogía Cornetto escrita por todos lados; basta solo escucharlo hablar para notar que es un clásico ejemplo de la filmografía del autor británico. Que el director sea Reed y que el guión venga de Wright, Cornish, Adam McKay y Paul Rudd son indicios suficientemente obvios como para entender que Ant-Man es, sobre todo, una comedia. La acción funciona gracias a que hubo una idea primigenia de cómo debía hacerse el achicamiento del protagonista, con lo cual se producen algunas secuencias muy logradas. Sin embargo la propia definición del personaje conduce en forma lógica a optar por el camino del humor absurdo. No se puede hacer una película sobre este superhéroe sin timing cómico, el camino de la solemnidad en este caso sería equivocado. Así un actor como Paul Rudd es ideal para el papel central, habiendo perfeccionado con los años el rol de querible perdedor –ni hablar de que se puso en una excelente condición física-. Hay un inteligente planteo a la hora de construir las relaciones entre los héroes, con esta relación de pupilo y mentor que tienen Scott Lang y Hank Pym. Michael Douglas cumple con su papel al igual que Evangeline Lilly –que debería crecer más a futuro-, aunque además del protagonista quien más se destaca es el mencionado Peña. Corey Stoll tiene uno de los puntos flojos como el villano Darren Cross, que si bien tiene algo más de desarrollo que otros enemigos del UCM –otrora protegido de Pym al que este le da la espalda-, termina por caer en el lugar común en que se sitúan los némesis del estudio. Ant-Man tiene aspiraciones limitadas y, en ese sentido, se luce. Su punto de contacto más claro es la primera Iron Man, donde las apuestas eran menores, donde el manto de The Avengers no lo cubría todo y cuando el camino de redención del protagonista era lo fundamental. La propia definición del personaje central lleva a esta película necesariamente por el rumbo del humor y, como tal, puede ser la más cómica de la compañía a la fecha junto a Guardians of the Galaxy. Hay un gran uso de lo que se veía en films como The Incredible Shrinking Man (1957) que fomentan la risa, todo dentro de una película de planificación y ejecución de un asalto que como tal funciona muy bien. Menos es más, se reduce la escala y se consigue una mayor fuerza. Como si fuera una bala.
La de Terminator es una saga que sirve de ejemplo inmediato –como El Padrino II- para argumentar que las segundas partes no siempre son peores que las originales. James Cameron, al igual que Francis Ford Coppola, llevó a la pantalla grande una película enorme en 1984, cuyo genio superó cinco años más tarde con la otra obra maestra que es Terminator 2: Judgement Day. Lamentablemente y sin demasiada necesidad es que se llevó adelante una tercera parte que, sin ser mala, mostraba signos de agotamiento en la franquicia, la cual derrapó con la fallida Terminator Salvation. Y dado que se fracasó en el paso adelante, la única manera de retomar al personaje era la vuelta atrás. Y así es que se obtiene Terminator Génesis, un relanzamiento que no tiene sentido ni personalidad. Más allá de que se retomen elementos de la saga y se les de continuidad, no es una remake ni una secuela. Lo que se hace es apretar el botón de reinicio y mirar desde otra óptica algunos elementos que ya estaban presentes. El cambio más significativo, y que le da cierta frescura al proyecto, se da en la naturaleza de los personajes. Sarah Connor no es la mujer débil que era en 1984, sino una joven de armas tomar que toda su vida fue entrenada por un T-800 que la preparó para lo que vendría. Kyle Reese viaja al pasado sabiendo el futuro, no obstante es un mensajero de noticias ya conocidas desde hace años. John Connor es el líder de la rebelión que es vuelto en contra de su propia gente, parábola inversa de las primeras dos partes que convirtieron al villano en el héroe de un film al otro. Todas las historias se expandieron hasta límites que no se habían imaginado, sin embargo se percibe como mero artificio que carece de la brillante y efectiva sencillez de las primeras. Alan Taylor demuestra una vez más su capacidad para filmar geniales secuencias de acción y acompañarlas con dosis excesivas de discursos sobreexplicativos para justificar lo que pone delante de cámaras, al igual que en Thor: The Dark World. Terminator Génesis hecha mano a todas las buenas ideas que tuvo James Cameron y se permite usarlas todas a la vez, en un resumen que insume la mitad de la película. Hay espacio para crear, con lo que el guión de Patrick Lussier y Laeta Kalogridis trata de utilizar cada milímetro "desaprovechado" para expandir su historia, aún cuando no haya demasiado sentido en ello -J.K. Simmons es siempre una presencia bienvenida en cámara, pero su personaje y su historia son absolutamente intrascendentes para la trama-. Hay algo poco satisfactorio y anticlimático en el jugar con las cartas marcadas, dado que todos los personajes conocen peligros de antemano y niegan la capacidad de asombro. Como se ha dicho, hay que reconocer que la acción es impactante, con una escena más sorprendente que la anterior, mientras que el argumento expandido y las vueltas de guión lo mantienen a uno cautivo durante sus dos horas. No obstante es todo un refugio ante la falta de ingenio propio. Se apila una energética secuencia de riesgo tras otra para suplir el poco contenido que tiene, una vez que los recursos de las primeras dos películas ya fueron agotados. Como se dijo más arriba, a Terminator Génesis le falta personalidad. Es un film que no tiene espina o la que tiene es prestada. ¿Cuál es el sentido de relanzar una franquicia si se recurre al mismo personaje central y se hace del paso del tiempo un punto argumental clave? Arnold Schwarzenegger es Terminator y la saga no funciona si no lo tiene a él abordo, por lo que su reinicio se alimenta cual garrapata de las películas originales. Cuando un proyecto es tan servicial a lo hecho por otros, deja de ser un "homenaje" y prueba que en realidad faltan ideas o un estilo propio como para sostenerse por su cuenta. Al trío que acompaña a Arnold sinceramente le falta carisma. Emilia Clarke hace un trabajo aceptable como una Sarah Connor ruda desde el primer momento, mientras que Jason Clarke acompaña en un personaje que se vuelve demasiado genérico a medida que corren los minutos. Jai Courtney, que sinceramente sorprende cómo recibe tantas ofertas de trabajo en distintas franquicias cuando hace siempre el mismo papel, no tiene mucho sentimiento como para aportar a su Kyle Reese, pero sirve como un buen contrapunto para un Arnold envejecido que es el verdadero premio de la película. "Viejo pero no obsoleto" es una frase que el Roble Austríaco repite de manera constante, afirmación que sin duda es autorreferencial. Nadie duda de Schwarzenegger, pero quizás ya sea hora del retiro de la franquicia, sobre todo cuando se planea hacer otras dos películas y ya no hay ideas de James Cameron a las cuales aferrarse.
Es costumbre nacional que, al momento del comienzo de las vacaciones de invierno, llegue a la pantalla grande una película apurada, de resultados cuestionables y con un elenco de figuras televisivas, la cual tendrá un importante éxito en términos de taquilla, no así de crítica. Por más que a alguno le pese, Socios por Accidente no fue la producción pésima que se vaticinaba y, si bien tampoco era buena, llevó 550 mil espectadores a las salas, lo cual la convirtió en uno de los films argentinos más vistos del 2014 y le garantizó de inmediato una secuela. Dicha primera parte tenía ciertos méritos, del lado de una dupla de directores que con los recursos a disposición trataron de hacer una buddy movie digna antes que caer en el facilismo habitual de este tipo de realizaciones. Sin embargo, eso es exactamente de lo que adolece esta continuación. Los realizadores Nicanor Loreti (Diablo) y Fabián Forte (La Corporación) han dado cuenta en los últimos años de estar para cosas mejores, no obstante en esta oportunidad su trabajo no ayuda a maquillar un guión de poco sentido del humor y menor sentido, el cual está demasiado arraigado en lo peor que tiene para exponer nuestra pantalla chica. José María Listorti hace gala de los recursos que aprendió a lo largo de una carrera junto a Marcelo Tinelli, con cambios en la entonación de algunas palabras o con el esperable baile, aunque sin decir "es mágico" o su famoso "oh oh oh" -los deben tener guardados para la tercera parte-. Es Pedro Alfonso, con su única expresión facial, quien tiene los únicos dos chistes buenos de la película -el enano que maneja el auto y el de la ensalada "de acá"-. Es que la comedia brilla por su ausencia, porque se pone en escena ese humor rancio de hace unos años atrás y se recurre a humoristas cuya labor puede funcionar en televisión, como Anita Martínez o Campi, pero que no lo hace en pantalla grande con un guión que no los acompaña. En esta ocasión hay una suerte de desinterés a la hora de poner a punto el proyecto, con formas que sí se cuidaban en la primera parte. En aquella, el villano ruso era el polaco Edward Nutkiewicz, quien le daba cierta credibilidad a cada línea, mientras que poner a Mario Pasik como un primer ministro de Rusia de visita en la Argentina lleva a que la propuesta parezca un largo gag hecho para televisión. Ni hablar de que se sitúa en La Rioja, como para lucir las bellas locaciones de la Provincia y así tener un apoyo económico de dicho Gobierno. Hay pocos cameos innecesarios, de aquellos cuya suerte de gracia reside en el hecho del famoso en cuestión -Gabriel Schultz, Paula Chaves-, pero eso tampoco implica que se haya puesto mayor empeño en otro tipo de recurso humorístico. Alguna vuelta de tuerca en la historia ayuda a una producción sin timing cómico, en la que la publicidad "encubierta", que con descaro se muestra en cámara, supone el epítome de la falta de esfuerzo.