Cuando Despicable Me 2 llegó a los cines, ya se avistaba lo que podría llegar a ser el problema de Minions. Como su nombre bien lo indica, estos personajes son secuaces y, como tales, no son protagonistas. No hay duda de que son quienes más han resaltado dentro de esta franquicia, como unas de las criaturas animadas más reconocibles de los últimos tiempos dentro de un cine competitivo y cada vez más exigente que produce decenas de propuestas así cada año. Pero la fácil identificación no es suficiente como para justificar lo que básicamente es la segunda película centrada en ellos –la secuela a la de Gru era una excusa para lucirlos-. No hay mucha vuelta que darle. Los minions se disfrutan en porciones reducidas, con apariciones ocasionales y controladas. Convertirlos en el núcleo de la historia lleva a que su gracia se extinga a una velocidad sorprendente, sobre todo cuando hay limitados recursos cómicos a la hora de trabajar a estas criaturas. Lo que se entiende por humor es poner a estos personajes en cuanta situación absurda se le ocurra a los realizadores, sin importar que esté o no justificada dentro de la acción. Pareciera que la conclusión a la que se llegó es que los minions son divertidos por el solo hecho de ser minions, por lo que se les construye un pasado –lo mejor de la película- y se les otorga un propósito en la vida, contenido que se estima suficiente como para que funcione a lo largo de 90 minutos, cosa que no hace. La introducción –básicamente revelada en su totalidad con los adelantos promocionales- explica que desde que eran organismos unicelulares, el objetivo en la vida de estas criaturas amarillas era el de servir al villano más despreciable que se pudiera hallar. Han fracasado miserablemente a lo largo de la historia, sea que hayan apoyado al Tiranosaurio Rex o a Napoleón, debido a que por su propia torpeza provocaron la muerte de su protegido, a manos de otro rival más fuerte o en forma accidental. Dejados a su suerte y sumidos en la depresión, su raza se dirige a una melancólica extinción hasta que una partida de tres decide volver al mundo en busca de un nuevo malo al que respaldar. Es una buena premisa para la película y si no resulta se debe a la propia naturaleza de los personajes, estas bananas de hablar inentendible que deben ser graciosas por el solo hecho de existir. Despicable Me era una historia de redención cargada de humor y emoción, que relegaba a los minions como eventuales comic reliefs. Al convertirlos en el centro de atención, la película pierde por todos los costados. No tiene un ápice de corazón, la villana Scarlett Overkill tiene un desarrollo mínimo y se apunta al absurdo como motor del film, pero sin demasiadas ideas como para que ello esté justificado. El guión de Brian Lynch (Hop) prefiere sumar un gag detrás de otro antes que hacer un progreso narrativo adecuado, mientras que los directores Kyle Balda (The Lorax) y Pierre Coffin (Despicable Me) parecieran haber olvidado qué era lo que funcionaba en las producciones anteriores. Hay ciertos méritos por fuera del comienzo, con algún chiste acertado, con un 3D bien aprovechado, con una ambientación en los '60 que da mucho espacio para jugar, con la Villano-Con que reúne a las personas más viles del planeta, pero todo queda corto en comparación a lo que es el resultado final. Uno que confirma que los minions no funcionan sin nuestro villano favorito y que es mejor disfrutarlos en dosis pequeñas.
Cuando en el 2009 Ezequiel Acuña presentó Excursiones, daba cuenta de una evolución o maduración necesaria en su filmografía. Suponía una ruptura respecto a los personajes abúlicos y melancólicos de Nadar Solo (2003) y Como un Avión Estrellado (2005) –que tenían demasiados puntos en común-, en el marco de una divertida y sentida comedia sobre la amistad y el paso del tiempo. Su tercera película, la mejor de su carrera, es una de las grandes producciones que el cine nacional ofreció en estos últimos años y se esperaba con atención la llegada de su siguiente trabajo. Después de un largo lustro es que aparece con La Vida de Alguien, otro destacado ejemplo de las cualidades artísticas del realizador, pero que está tan conectada a sus films de hace una década que no se siente que haya progresión, sino hasta un paso atrás. Este cuarto film es el resultado de una amalgama de los tres anteriores. Retoma personajes de su ópera prima, hace uso de recursos presentes en su segundo largometraje –la playa, el amigo que desaparece inexplicablemente- y conjuga un matrimonio perfecto entre las imágenes y la música de La Foca como sucedía en Excursiones. No es para nada una mala película, pero sí una que repite tópicos ya abordados en el pasado por el realizador. El hacer foco en adultos estancados en la adolescencia habla de una etapa que no se terminó de superar, sea para los personajes o para el director, que quizás encuentre aquí el cierre necesario para poder pasar su atención hacia otro tipo de proyectos. A pesar de este retroceso fílmico para un Acuña que vuelve a su zona de confort, La Vida de Alguien no deja de ser muy buena. Si bien es cierto que hay un abuso de números musicales, es una producción hermosa cada vez que refleja uno de ellos. El director suspende el tiempo en toda ocasión que da paso a la mencionada banda uruguaya. Se vale de una efectiva cámara lenta para darle cuerpo al sonido de las guitarras y las letras melancólicas, y el film consigue un nivel de belleza inusitado cada vez que esto sucede. "No somos épicos" plantea Guille como una característica de su banda, no obstante cuando la lente de Acuña la filma uno piensa lo contrario. Otro gran punto a favor viene por el lado del elenco, uno de actores con los que ya se está familiarizado en la filmografía del realizador. Tras haber formado parte de sus tres trabajos anteriores, Santiago Pedrero finalmente es el merecido gran protagonista de la historia, acompañado de un Matías Castelli (Excursiones) al que a uno le gustaría ver más seguido en pantalla. La joven Ailín Salas, una cara recurrente en el cine nacional y que desde hace ya unos años está en ascenso, es quien ocupa el rol del personaje femenino central, pero si bien lo hace con soltura, encanto y gracia con otra buena labor, lo cierto es que hay un choque de edad que no termina de cuadrar. La Vida de Alguien está íntimamente conectada con la filmografía de Acuña y completa un corpus estético, narrativo, temático y musical con sus trabajos previos. Es otro gran ejercicio cinematográfico de un director que sabe construir atmósferas, que añora un pasado reciente -el uso del cassette, las reuniones en el bowling- y sabe qué es lo que quiere poner delante de sus cámaras. Pero uno no puede dejar de esperar que haya una suerte de etapa cumplida, para así pasar su atención hacia otro tipo de realizaciones con las que quizás se sienta menos cómodo e impliquen nuevos desafíos.
Marc Lawrence y Hugh Grant se han vuelto co-dependientes. El primero es un realizador con ahora cuatro películas en su haber, las cuales están encabezadas por el actor inglés, mientras que este prácticamente no protagonizó un film en casi una década que no haya sido del otro. Es una relación de trabajo que no siempre funciona –sorprende que hayan decidido volver a juntarse tras la pobre Did you Hear about the Morgans?-, pero que a fuerza de un buen guión, del carisma del protagonista y de una compañera de elenco acorde ha tenido resultados destacables, como en Music and Lyrics. En esta oportunidad, se repite bastante de aquel formato –el personaje central también fue parte de un éxito hace años pero ahora está casi quebrado-, se cambia la industria de la música por la del cine y se consigue The Rewrite. Desde el primer minuto se entiende lo inspirado que estuvo Lawrence a la hora de escribir parte de su cuarto film, cargado de reflexiones agudas sobre el movie business, diálogos punzantes y de un ritmo intenso que no decae bajo ningún concepto. Hugh Grant canaliza el rol de adulto con síndrome de Peter Pan que tan bien le sale desde About a Boy, como un hombre distanciado de su familia, autor de un aclamado film y de muchos fracasos posteriores, cuya única alternativa laboral es un trabajo como profesor en una universidad en una pequeña ciudad sin el glamour de Hollywood. Lawrence hace una rápida y efectiva introducción a Binghamton –fotografiada en un tono azulado que resalta el efecto de derrota personal que tiene la mudanza-, mientras que su protagonista se desenvuelve con naturalidad con ese aire cínico y cansino pero irremediablemente encantador al que apeló desde la madurez. En caso de que el título en español no sea lo suficientemente claro, The Rewrite se refiere a una reescritura de la vida, a una segunda oportunidad. En ocasiones pareciera que lo es también para su director, dado que es una película pequeña, de intenciones precisas y objetivos acotados, y que bien podría ser una ópera prima antes que una cuarta producción. Pero en verdad hace referencia al personaje central, quien tiene una nueva chance al explorar un costado totalmente desconocido para él, haciendo algo que cree que no se puede hacer: enseñar. O se nace con ello o no, es lo que cree Keith Michaels, un pensamiento bastante duro si se considera que nada más tiene una cosa digna de destacar en toda su filmografía y ni siquiera lo contratan para proyectos absurdos. Durante buena parte, Lawrence hace un buen trabajo a la hora de tratar de sortear los principales clichés del género, a pesar de que a medida que progresa se vaya acomodando dentro de los tropos de una comedia romántica clásica. El filo de su guión la eleva sobre la media y las referencias constantes a la industria o al proceso de escritura se disfrutan mucho, con lo que no afecta demasiado el hecho de que se termine por instalar en terrenos conocidos. Uno de sus mayores problemas es, sin embargo, el cómo desaprovecha al importante equipo de figuras que tiene a su disposición, todos con personajes unidimensionales que tienden a repetir su gracia para arrancar alguna sonrisa al espectador. J. K. Simmons es el director de la facultad, un marine retirado que solloza cada vez que habla de su familia, Allison Janney es la dura cabeza del Departamento de Ética, una portaestandarte del empoderamiento femenino y fanática de la obra de Jane Austen, Chris Elliot es el profesor vecino, amante de su perro y de Shakespeare que tiene siempre una cita lista para cada ocasión, ni hablar de todos los estudiantes en su clase. La mayor dificultad quizás sea con la Holly de Marisa Tomei -hermosa a sus 50 años-, apenas una excusa para ayudar al crecimiento de Grant pero que en sí no está bien trabajada, como una madre soltera de 2 niñas que tiene dos trabajos y lleva una carrera universitaria, como si algo así fuera fácil. Sin suponer un aporte de importancia en su ámbito -como se ha dicho, el parecido con Music and Lyrics se acrecienta a medida que uno más lo piensa-, The Rewrite tiene suficiente a su favor como para hacerse notar. No carga las tintas sobre el aspecto emocional -lo cual no tiene demasiada cabida- ni pretende cerrar con un moño de felicidad imposible cada punto del argumento. Aspira a lograr un crecimiento de su personaje, no tanto en lo profesional -un terreno en el que está estancado- sino más bien a nivel personal. Y en su planteo funciona, sin necesidad de una inmediata reescritura.
A lo largo de los años, las películas de Dragon Ball Z no han tenido ninguna relación con el anime. A excepción de la saga de Garlick Jr., ninguno de los films tuvo referencia en sus 291 episodios, más allá de que el villano fuera uno de los más poderosos como Broly o uno en perspectiva insignificante como Turles. Eso permitía cierta libertad de acción con los personajes dentro de las reglas del dibujo animado, algo que se cambió con La Batalla de los Dioses. El incorporar a dos guerreros de un poder ampliamente superior al de los protagonistas, como Bills y Wiss, o insertar a presión una nueva transformación de Super Saiyan fueron modificaciones de importancia dentro de la mitología. El público las aceptó, dado que con el anuncio de la serie Dragon Ball Super, estas se volverán canónicas. Y con eso en vista es que llega La Resurrección de Freezer, un esfuerzo más digno y serio que el anterior a la hora de realizar una película. La del 2013 fue una producción que apeló principalmente a la nostalgia de la audiencia, que sin mucha necesidad reunió a todos los personajes que se pudo en pantalla como una verdadera celebración, por tener de nuevo un film de Dragon Ball Z después de casi dos décadas. En esta oportunidad, por el contrario, se apunta a poner en funcionamiento los mecanismos que hacen que una producción se sostenga por sí misma. Hay desarrollo de personajes o al menos un intento de hacerlo, se depende menos del humor y se confía más en las secuencias de combate, hay alguna vuelta inesperada de guión. Quizás no sea una producción enraizada en la mitología del anime, pero aún así es una más lograda que varias de las 18 que vinieron antes. Akira Toriyama y el director Tadayoshi Yamamuro concentran la acción en unos pocos héroes y les dan a todos la posibilidad de lucirse. En el estilo clásico de la serie, cuando la amenaza llega a la Tierra, ni Goku ni Vegeta están allí para protegerla y la tarea recae en los otros guerreros. En una impactante secuencia, Gohan -lejos de la fuerza que tenía ante Cell y ya más tirado hacia la época del Gran Saiyaman-, Piccolo, Krilin, Ten Shin Han y el Maestro Roshi se enfrentan al ejército de Freezer. A medida que el show avanzó, estos personajes tuvieron cada vez menor relevancia y la película apunta un poco a subsanar esto dejando que cada uno tenga su oportunidad de brillar, incluso con un Kame Sennin que básicamente no peleaba desde Dragon Ball. En el núcleo del argumento se encuentra el entrenamiento de Wiss con los dos poderosos saiyajin, con el intento de que unan fuerzas antes que luchar por separado. El orgullo de Vegeta y el exceso de confianza de Goku han sido los motores de su relación a lo largo de la serie, una competencia perpetua que bien podría haber puesto fin a cualquier problema de la humanidad si fuera hecha a un lado. La Resurrección de Freezer es una película de crecimiento para ambos y no solo en términos de fuerza, sino de aprendizaje: los dos deben dejar un poco sus egos y comulgar en pos de un trabajo conjunto, de lo contrario podrían verse cegados en el fragor de la batalla y poner a todos sus seres queridos en riesgo. En todo lo positivo que tiene la película como tal, hay mucho que le resta como parte del universo Dragon Ball Z. Históricamente la serie enseñó que los problemas del pasado son ligeras molestias en el futuro, debido a que el poder de los guerreros centrales no deja de incrementarse y el de estos villanos permanece igual. El film busca justificar la amenaza que Freezer supone a un Goku por encima del nivel Super Saiyan 3 al plantear una elipsis de 4 meses durante los cuales hizo algún tipo de entrenamiento. El no mostrar cómo el villano trata de aumentar su poder –algo que nunca se vio en la serie con ningún enemigo y que realmente es una oportunidad perdida-, lleva a que para los fanáticos no sea creíble que imponga un peligro ante el mundo. Ni hablar de que un ejército donde Raditz y Nappa serían generales presente algún problema en la Tierra, que Goku tenga una nueva e innecesaria transformación o que un insecto como Sorbet le traiga inconvenientes sobre el final –que por cierto es de los peores que tenían para elegir-. Una de los motivos principales por los que La Batalla de los Dioses supuso una decepción, fue que el combate estuvo muy por debajo de la espectacularidad que podía ofrecer. En ese sentido La Resurrección de Freezer no defrauda, sino que llena sus 90 minutos con pelea tras pelea. La famosa "década perdida", que existe entre la derrota de Majin Boo y la aparición de Oob, da demasiada tela que cortar y será positivo siempre que se lo haga así. El enfocarse en unos pocos personajes o el no depender tanto del humor pero tenerlo siempre presente, son decisiones al servicio de la película, no del fanático. Y así es que se consigue un film satisfactorio, que no necesita apelar solo a la nostalgia.
Desde sus primeros minutos es que Woman in Gold expondrá en forma precisa sus mecanismos, aquellos que la harán funcionar a lo largo de unos extensos 109 minutos. Cualquier tópico grave que se aborde estará sumergido en un baño de candidez y humor inofensivo, con una Helen Mirren en el rol de una mujer mayor, inteligente y obstinada, capaz de entablar conversaciones ágiles con cualquiera pero sin perder los modos cariñosos de una "abuela". Es una forma cada vez más recurrente de encarar biopics sobre temáticas que pueden considerarse delicadas, un enfoque liviano y fácil de digerir para el espectador, que tiende a funcionar pero que no aporta nada nuevo a la mesa. Una vez más, Simon Curtis se muestra como un director competente pero que no termina de excavar toda la profundidad que sus propuestas tienen para ofrecer. My Week with Marilyn ya había probado la superficialidad de su mirada, no obstante en ella era la actuación de Michelle Williams la que elevaba la calidad general de la propuesta. En esta ocasión, el habitual destacable trabajo de Mirren, un Ryan Reynolds aceptable en la piel del abogado y un Daniel Brühl más bien en piloto automático no alcanzan para enaltecer lo que termina siendo una "feeel good movie" mediocre, que quiere capitalizar el éxito de Philomena pero con menor tino. La cuestión legal en torno a los cuadros de Gustav Klimt, legítima propiedad de la familia Bloch-Bauer, no alcanza por sí sola para completar un largomentraje de casi dos horas -se fueron al otro extremo y se extiende más de la cuenta-, sobre todo cuando hay saltos temporales de meses para seguir el proceso jurídico. Entonces, el guión de Alexi Kaye Campbell va hacia atrás y adelante en el tiempo, enfocándose en los años de ocupación nazi en Austria que condujeron a padecimientos de la propia protagonista y su familia, así como también en el presente de 1998, cuando emprende la titánica misión de recuperar su patrimonio, aún si eso significa demandar al Gobierno europeo. Hay una intención de parábola sanadora en los tiempos del film, el conseguir las pinturas es para Maria Altmann una posibilidad de cerrar una herida que el Holocausto dejó abierta en su vida. El problema es que todo se hace con tal liviandad, siguiendo un férreo manual, que nunca termina de convencer. Se aspira a encontrar un equilibrio entre la emotividad -quizás que pueda llevar al espectador a las lágrimas, pero no lo suficiente para angustiarlo- y las dosis de humor, bastante frecuentes gracias a la fórmula de la dupla dispareja en la que se basa. Así, ni el buen elenco de protagonistas, la importante cantidad de actores secundarios en roles mínimos -el que más brilla es Allan Corduner como el padre de Maria, mientras que Katie Holmes está pintada- o la siempre efectiva musicalización de Hans Zimmer pueden sobreponerse a un tratamiento mediocre de lo que podría ser una historia potente. Un film intrascendente, que no merece el destino de ninguna de las obras de arte que incluye.
Los Salvajes La Patota llegará a los cines argentinos habiendo recibido dos galardones en el último Festival de Cannes: el Gran Premio de la Semana de la Crítica y el de la Federación Internacional de Críticos de Cine (FIPRESCI). Oportuna en su estreno, también lo hará a días de una marcha de concientización nacional respecto al número alarmante de femicidios que ocurren en el país. Todo indica, entonces, que se convertirá en un objeto de debate. Más allá de los grandes méritos que tiene este nuevo film de Santiago Mitre, realizador de la aclamada El Estudiante, parecería que su destino es el de ser discutida por el rol que toma la víctima, uno tan chocante que se impone sobre la calidad total de la obra. Como si el mensaje tuviera una potencia suficiente como para derruir el medio que lo promueve. Una remake de la producción homónima de Daniel Tinayre, encabezada por Mirtha Legrand en 1960, supone una actualización notable y pertinente a los tiempos que corren. Su narrativa fragmentada posa el foco sobre los distintos actores de la historia, lo que brinda al espectador un entendimiento único y pleno sobre los hechos. Cada punto de vista echa luz sobre una porción del argumento que queda a oscuras para otro personaje. Tensa y magnética, se desarrolla con un pulso vibrante que corta la respiración e impide sacar los ojos de la pantalla. Al igual que con su celebrado film del 2011, Mitre otra vez expone un entramado absorbente acompasado al ritmo de diálogos filosos, escritos en conjunto con Mariano Llinás, de una fotografía de Gustavo Biazzi que eleva la calidad de todo lo que se ve y de una edición trepidante que lleva el sello de Delfina Castagnino. La Patota es, al igual que lo fue El Estudiante, una lección contundente sobre lo que puede ser el cine argentino. Una mirada crítica sobre problemáticas locales, pero llevada adelante con un profesionalismo tal que le da las herramientas para competir con producciones de presupuesto incomparable. Una que indigna y moviliza en su justa representación de cómo las instituciones estatales lidian con un caso de violación. Una que permite a Oscar Martínez lucirse en cada aparición, con una actuación compleja y emotiva que está en los niveles más altos de su carrera, y a la que no le pierden el paso ni Dolores Fonzi ni Esteban Lamothe, a quien la televisión trata de encasillar en cierto tipo de rol, pero que en pantalla grande puede mostrar un rango mayor. Toda la potencia fílmica de La Patota, no obstante, es puesta a prueba durante el tercer acto. Mitre y Llinás no tropiezan con la piedra de la original, de plantear el salvajismo como un rasgo inherente de las clases bajas. Sin embargo, su mirada de la violencia como producto de la sociedad peca de academicista y pone en jaque el papel de la víctima. Paulina actúa en contra de todo sentido común y no pareciera que la imposibilidad de ponerse en el lugar del otro sea suficiente como para aceptar sin más sus acciones. Ella busca no traicionar sus ideales y con eso el director logra una tarea que a todas luces sería imposible: la incapacidad de sentir empatía por una mujer que sufrió un delito atroz. Si el objetivo era elevar una reflexión de parte del público, la tarea está cumplida con creces. Incluso antes de abandonar la sala es que se empiezan a plantear objeciones. Lo que en su desarrollo era hipnótico, pasa a ser asfixiante. Una tras otra, las decisiones de Paulina chocan y estallan en el espectador, que sufre una mixtura de sensaciones que no son del todo positivas. Lo que se devoraba con los ojos empieza a ser cuestionado. Se entiende perfectamente su visión de la Justicia, pero no se puede hacer más que argumentar en contra de ella.
No hay superproducción más lúcida respecto a su condición de superproducción que Jurassic World. Hay films autoconscientes y autoreferenciales, pero no se tiende a dar el caso de que uno de ellos sea uno de los tanques de Hollywood más esperados del año. A más de dos décadas de los eventos de la original –el espectador deberá decidir si se respeta la existencia de las dos continuaciones, pero pareciera que no-, el parque jurásico que se había planificado está totalmente operativo. Hay atracciones que comienzan a determinada hora, un zoológico interactivo, patios de comida, tiendas de recuerdos y absolutamente todos están atestados de visitantes. Pero en la lógica comercial, al público hay que brindarle novedades para que se mantenga el interés. No alcanza con que haya dinosaurios, el espectador necesita que estos sean cada vez más grandes, ruidosos, atemorizantes, todo lo que se le pide a una secuela. ¿Cómo se siguen los pasos de una obra maestra de Steven Spielberg? Se puede fallar al intentarlo, como en las dos continuaciones, o se puede seguir la ruta de Colin Trevorrow y hacer una suerte de reflexión sobre la industria dentro de los parámetros de una superproducción satisfactoria. La variante elegida probará ser un arma de doble filo, siendo causal de los méritos y limitaciones que definirán a esta cuarta entrega en la franquicia. El film se destaca en la construcción y funcionamiento del parque temático, con atracciones por doquier. En servicio del mercado es que se diseñó genéticamente un nuevo dinosaurio que se escapará y causará un caos general, pero previo a ello el director nos llevará en un intenso recorrido por los diferentes números que Jurassic World tiene para ofrecer. Y lo hace con inteligencia, haciéndonos parte de los visitantes, asombrándonos con lo que pone delante nuestro, pero apurado por los tiempos y la necesidad de pasar por cada una de las instalaciones destacadas –el primer vistazo al T-Rex, tapados por la audiencia, es un excelente ejemplo de cómo opera el lugar-. Más impactante, aterradora, "con más dientes" como se pide, su concepto de secuela es lógico y tiende a funcionar. El Indominus Rex genera destrozos masivos y mata a todo lo que tiene a su paso, lo que da lugar a muy buenas secuencias de acción en las que nadie está a salvo. Como fichas de dominó que caen una detrás de otra, el caos se extiende a lo largo de todo el parque y las amenazas se multiplican. En su desarrollo es coherente y orgánica, toda acción tiene su reacción. Cada una de estas escenas está muy bien orquestada, los efectos son de primera línea –otra vez se logró que todo parezca real-, tiene un nivel de humor que es saludable para restarle algo de dramatismo a la catástrofe que se vive, hace permanentes homenajes a la original y su narrativa avanza con un ritmo constante que en ningún momento baja el entusiasmo de lo que se ve. Es la definición concreta de lo que una superproducción debe ser, lo que un tanque de Hollywood tiene que llevar en su núcleo para poder andar. Y sin embargo no logra encapsular la magia de Jurassic Park y tiene un grave problema que era inesperado: sus personajes. El guión corrió por cuenta de dos duplas que conocen el paño de la ciencia ficción: Rick Jaffa y Amanda Silver, autores de Rise of the Planet of the Apes, y también el propio realizador junto a Derek Connolly, que trabajaron juntos en Safety Not Guaranteed. Todos han demostrado poder crear personajes entrañables, en argumentos que solo involucran a un número reducido de actores centrales. Jurassic World, sin embargo, tiene un amplio elenco de figuras que no termina de balancear. Chris Pratt es Owen Grady, el macho alfa sin matices, un domador de velocirraptors incapaz de equivocarse que más bien está al servicio de la neurótica científica que encarna Bryce Dallas Howard. Después están los hermanos Zach y Gray -Nick Robinson y Ty Simpkins respectivamente-, dos chicos poco desarrollados -el posible divorcio de los padres se menciona una sola vez- y por los cuales no se puede sentir real empatía, más allá de que el menor sea un fanático de los dinosaurios mucho más agradable que el mayor, que está en una edad verdaderamente odiosa y cae mal en todo momento. Menos trabajados aún están el millonario interpretado por Irrfan Khan o el supuesto villano con origen militar de Vincent D'Onofrio, mientras que uno de los más agradables resulta el perpetuo comic relief que supone Jake Johnson. Por encima de todo esto está el verdadero antagonista, el Indominus Rex, el dinosaurio genéticamente creado cuyas capacidades no se conocen y las va descubriendo conforme avanza la trama y según las necesidades de esta. Esta máquina letal es invencible, mata por deporte y claramente está bien arriba en la pirámide alimenticia, sin embargo no tiene punto de comparación con lo aterrador que resultaba el Tiranosaurio en la original, en cuyo realismo y sencillez residía su eficacia y credibilidad. Jurassic World es consciente de su condición de secuela y no aspira a concretar la tarea imposible de superar a la primera parte, de ahí a que la homenajee en forma constante. Tampoco es que trata de hacer un aporte significativo a la ecuación, dado que respeta en forma tajante los lineamientos de la primera y sigue una fórmula preestablecida en lo que se refiere a su desarrollo, personajes, amenazas y demás. Pero así como se desenvuelve en su recorrido por todas las instalaciones, en cada una de las secuencias de riesgo o en el espectacular clímax, prueba ser una continuación expansiva y lograda al clásico de 1993. Puede que no recapture la esencia ni supere a la original de Spielberg, pero sin duda es una considerable mejora respecto a las otras dos partes y revitaliza una franquicia que había perdido potencia.
Para ser una película que se sostiene tanto en la esperanza, la ilusión y los sueños, quizás sea paradójico que Tomorrowland sea una de las mayores decepciones en lo que va del 2015. Tras haber llevado adelante la enorme Mission: Impossible – Ghost Protocol, el director Brad Bird emprende una suerte de vuelta a sus orígenes como realizador, con un proyecto optimista sobre el futuro en la línea de The Incredibles o The Iron Giant. Y lo hace en forma verdaderamente despareja, con imágenes espectaculares y grandes secuencias de acción, pero con un baño innecesario en filosofía barata y un pedido de esfuerzo a la imaginación del público para terminar de funcionar. AL no vivir a la altura de sus expectativas, Tomorrowland es la Prometheus de este 2015. No es casualidad que esté Damon Lindelof detrás del guión. El protegido de J. J. Abrams hace tiempo que abrió sus alas y se largó a volar solo, no obstante copió ciertas cualidades de su mentor –el secretismo absoluto en torno a sus proyectos, por ejemplo- y las aplica con menor tino en proyectos significativamente diferentes. Lost, Prometheus y ahora Tomorrowland cargan el peso de la doctrina que el autor le impone, en este caso un concepto infantil y fantasioso sobre el poder de los sueños o la fe, disfrazado de teorema científico. Y a fuerza de fantasía el film tiende a sobreponerse a la limitación estructural de su boceto -el cine siempre triunfa-, sin embargo no siempre alcanza. Para tratarse de una película de Brad Bird, llamativamente tiene dificultades en su ejecución. De movida se conoce a Frank Walker siendo un niño en los años '60, quien presenta un jet-pack creado por él y deja una de las frases que están en el núcleo duro del film. Respecto a la utilidad práctica de su invento responde: "¿no puede solo ser divertido?". Tras pasar unos cuantos minutos junto a él, la narración pasa a la Casey Newton de Britt Robertson, que cargará sobre sus hombros buena parte del metraje, primero como introducción a su personaje y luego al emprender su búsqueda por respuestas. Lo cierto es que todo ese primer acto se extiende más de la cuenta y de por sí había sufrido fuertes recortes en la edición para hacerlo más breve y centrado –los personajes de Judy Greer y Lochlyn Munro no aparecen y encarnaban tanto a la madre como el tío de la protagonista-. Una vez que Casey se reúne con la Agatha de Raffey Cassidy es que el ritmo empieza a incrementarse. La chica de 12 años es el verdadero hallazgo del film, robándose cada escena en la que se hace presente. Su introducción ante Robertson –que hace un buen trabajo pero que queda comprobado que necesita compañía- es brillante, en una secuencia de acción fabulosa que es mezcla tanto de pirueta como de efectos visuales. No en la línea de la cuarta aventura de Ethan Hunt, sino que el director trae a la vida una pelea al estilo de The Incredibles, con una nena que pelea mano a mano contra los divertidos Kathryn Hahn y Keegan Michael-Key. De modo similar es el encuentro de Casey con el Frank Walker de George Clooney, que tiene una casa de estilo retrofuturista, repleta de inventos prácticos con los que sobrevivir a un posible ataque. Es claro que el film tiene un potencial enorme, sin embargo no termina de aprovecharlo nunca. La tardía llegada a Tomorrowland deja preguntas sin respuesta e impide extraer todo el jugo que tiene ese mundo alternativo en el que todo puede ser realidad. Jet-packs, piscinas flotantes, la capacidad de maravillar al público es infinita y se opta por seguir una conocida línea de luz contra oscuridad en un apresurado tercer acto que no termina de satisfacer. "¿No puedes solo sorprenderte?", le pide Frank a su joven compañera en un intento de que esta deje de interrogarlo, una línea en la que Lindelof pareciera hablar directamente con el público. Podemos, pero a veces no alcanza.
Avengers: Age of Ultron es una pieza clave dentro del armado de Marvel Studios, con lo que la presión sobre Joss Whedon para entregar un film satisfactorio era grande. A diferencia de la primera, una convergencia de todas las entradas en la Fase 1 cuyo objetivo era la puesta en marcha de la Iniciativa Vengadores, esta debe ser considerada un punto de partida. Y como una piedra angular en la disposición de un Universo Cinematográfico, la película debe cumplir en forma individual y en relación a un todo. No es una tarea fácil el encarar un proyecto de tamaña dimensión, que aborde a tantos personajes a la vez y que pretenda darles desarrollo y nuevos caminos mientras se lidia con la amenaza de turno. En ese sentido se trata del film más ambicioso del estudio a la fecha. Y su director hace una labor notable en timonear tamaña nave por la ruta deseada, consiguiendo una secuela a la altura de la original.
Dado que Pierre Morel es el director de Taken y uno de los principales responsables de que Liam Neeson se haya convertido en uno de los referentes actuales del cine de acción, es fácil hacer la conexión y establecer que The Gunman es una búsqueda implacable pero protagonizada por Sean Penn. Si bien esto puede ser correcto, lo cierto es que en esta oportunidad el francés trata de hacer mucho más. Y sin aprender demasiado del fracaso estrepitoso de From Paris With Love, su nuevo thriller vuelve a hacer aguas por apuntar sus armas en las direcciones incorrectas. Dos de los mejores exponentes del género en los últimos años han sido John Wick y The Raid, films que priorizaron la palabra "acción" por encima de una trama enrevesada o inútilmente compleja que no haría más que perjudicarlos –algo que sí pasó con la secuela The Raid: Berandal, por ejemplo-. The Gunman, por el contrario, quiere tenerlo todo y está lejos de conseguirlo. Más de uno pensará lo chocante que es que el ganador del Oscar, un férreo opositor al uso de armas de fuego, sea quien encabece una propuesta de este estilo. Desde el comienzo se entiende el motivo de esta incompatibilidad: la película busca ser un thriller de acción con contenido sociopolítico, al punto de que pareciera que el comprometido actor hubiera colaborado en el guión para diseñar un personaje afín a sus intereses -de hecho posteriormente comprobé que le dieron un crédito como co-escritor-. Jim Terrier es un militar altamente entrenado, uno que tiempo después se descubre como un devoto a la causa de los derechos humanos y que decide prestar su ayuda haciendo pozos de agua en el Congo. Es un "chico malo" con un cuerpo muy trabajado, que no respeta las reglas y sale a surfear por la mañana a pesar de las estrictas medidas de seguridad, aunque tiene la cabeza y el corazón en el lugar adecuado. Y no conforme con perfilar un héroe a la medida de quien lo interpreta, The Gunman quiere más. Además de la mezcla de tiros con responsabilidad social, tiene a un héroe conflictuado en cada aspecto de su vida. Si ser un asesino de élite no es suficiente peso sobre los hombros, tiene que cargar con un amor perdido que quiere recuperar, una enfermedad neurológica cuya única cura parece ser dejar las armas y además carga con la culpa de haber dado inicio a una guerra civil tercermundista. En papel, el último proyecto de Morel sonaba más prometedor. Penn lidera un elenco de figuras sumamente impactante para un proyecto de estas características. Javier Bardem, Idris Elba, Ray Winstone y hasta Mark Rylance -un aclamado hombre de las tablas que ha hecho muy poco cine- completan un ensamble masculino envidiable por cualquier drama de primer nivel y hacen una labor más que digna para sacarlo adelante. El director francés no aplica demasiado esfuerzo en hacer que las secuencias de acción superen a la media, no obstante compensa con un nivel de recursos generoso. El recorrido de Jim por el mundo lleva a que el film se floree a la hora de mostrar sus valores de producción, haciendo un uso de locaciones sin ningún miramiento y planteando así algunas secuencias en las que se luce gracias al espacio en que son dispuestas. El gran problema de The Gunman, sin embargo, reside en enfocar su atención en todos los aspectos incorrectos para un film así. El guión de Don MacPherson (autor de la olvidable The Avengers, no la de los superhéroes sino la de los espías basada en la serie de televisión) y Pete Travis (director de Dredd que hasta ahora no había escrito nada) se concentra demasiado en pintar con brocha gorda un mensaje social fuerte y claro -el final es para soltar una carcajada-, pero no hay ninguna intención de aplicar esas ganas en un argumento novedoso o siquiera interesante. En sus casi dos horas, la película prácticamente no tiene un ápice de emoción y la narrativa se hace llevadera solo por el dinamismo de trasladar la acción de un lado para el otro, lo mismo gracias al peso de su equipo de protagonistas. Lo que no se comprendió es que cuando este tipo de películas falla no es por falta de un contenido político "complejo" que le de entidad, sino por tratarse de producciones genéricas que no aportan nada nuevo. Y en su primera incursión al terreno de la acción, es exactamente lo que hace Sean Penn.