Ezequiel se encuentra solo en casa mientras sus padres están de viaje. Después de varios intentos frustrados de encontrarse secretamente con hombres, conoce a un skater. Pero este oculta un secreto que complicará su tranquilidad. En un bosque, al acecho, abre El Cazador. Al ras del suelo, expectante, la cámara toma bellas imágenes de la naturaleza. Mucho verde, pero apagado. Se destaca una telaraña. El sonido directo nos traslada a este escenario, pero algo no está bien. La música nos pone en alerta. Hay una oscuridad en las raíces, algo podrido que nos está oculto entre el encanto. Ezequiel arroja miradas furtivas. Nuestro joven cazador está en pleno despertar sexual y, con timidez, busca el contacto con otro hombre. El colegio, el barrio, son cotos de caza donde los cuerpos se exhiben y él contempla, a la espera de esa mirada cómplice que no escape a su cauteloso avance. Marco Berger ha sabido tratar con delicadeza el juego de seducción y deseo a lo largo de su carrera, y su último trabajo no escapa a esa regla. El director de películas como Plan B o Taekwondo retoma a personajes que, de una forma u otra, tienen conexiones espirituales con otros de su filmografía. Pero El Cazador marca la diferencia. El despertar sexual no es destino sino punto de partida para otro tipo de historia, oscura, terrible, que lastima y que deprime. Hay una cuidadosa labor en materia de sonido, que tensiona junto a la música. La fotografía completa el panorama, para que la película devenga en un thriller cargado de suspenso que, hasta el momento de las revelaciones, solo transmite sensaciones de que sucede algo más. El bosque adelantaba una negrura invisible, para la que uno no está emocionalmente preparado cuando se muestra. Y todo cambia. El cazador cambia. El título cobra otra dimensión, cruda y amarga. La empatía cuidadosamente trabajada durante buena parte del metraje, nos hace partícipes del dolor. Nos deja vulnerables, al igual que sucede con jóvenes como Ezequiel. Y Berger da un importante paso hacia adelante como cineasta. Arrojando luz sobre un tópico real, que acecha en las sombras como los depredadores, y expandiéndose hacia otro género como realizador, a lo que llega a partir de inquietudes que ha recorrido a lo largo de toda su filmografía.
Deliver Us From Evil es un film que dice mucho sobre el estado actual del cine de terror y poco en términos positivos, no por su calidad particular sino por lo que significa como parte de un todo. Las expectativas en torno a él eran especialmente altas, no solo por tratarse de un nuevo trabajo de una de las caras más frescas del género como es Scott Derrickson, quien además contaba con un importante equipo delante de cámaras, sino porque Sony Pictures le tenía mucha confianza. Tanta que había cambiado su fecha de estreno –originalmente saldría a principios del 2015- hacia el feriado norteamericano del 4 de Julio, con una salida fuerte en cines y en un fin de semana sin lanzamientos importantes. El no acercarse ni por asomo a las cifras de Transformers: Age of Extinction en su segunda semana, condena aún más la suerte del género. Porque los estudios se han refugiado en films de presupuestos mínimos y ganancias exponenciales –Paranormal Activity, The Purge, Insidious o Sinister, para el caso de este realizador- y un fracaso de taquilla que costó 30 millones en ser producido, sin contar los crecientes gastos de marketing, orientan a las compañías en la dirección segura. Analizado el panorama que deja esta película a su paso, es momento de hablar de ella en sí. Inspirada en la vida del policía y demonólogo Ralph Sarchie, autor de Beware the Night –el título original-, Deliver Us From Evil es una buena entrega de Derrickson, aunque no presente su mejor faceta. Se puede decir que, en un sentido similar a Sinister, transita senderos familiares y en más de una ocasión prefiere el susto sencillo, pero al igual que en la otra da cuenta del talento del realizador a la hora de generar suspenso y crear atmósferas. Otra vez hay un mal antiguo conocido por pocos y el protagonista es un investigador no creyente, perseguido por su pasado, que se refugia en el trabajo aún a riesgo de descuidar a su familia y ponerla en riesgo. Si Ethan Hawke cargaba todo el peso en la anterior, esta vez Eric Bana –que hace un buen trabajo como un escéptico policía neoyorquino repleto de estereotipos- tiene compañeros con quien repartirlo. En menor medida con Joel McHale, humorista que asume un papel completamente ajeno a su carrera aunque rinde como comic relief, pero de forma principal con Edgar Ramírez, como un cura poco corriente, cuya vida y vicios lo ponen en un camino de Dios como solo se puede encontrar en la ficción. En los términos de un thriller sobrenatural, el film funciona. Si bien se maneja dentro de las líneas del terror y no presenta nada novedoso, Derrickson tiene buen pulso como para sostener la tensión durante la totalidad de la película y para hacer su narrativa bien fluida, sin perder intensidad a lo largo de sus casi dos horas. El problema es que, con esta producción, el realizador parecería haber llegado a una suerte de techo creativo. No como cineasta, dado que en camino tiene Doctor Strange y va a ser muy interesante ver una colaboración más oscura dentro del Universo Cinematográfico de Marvel con todos los recursos del estudio a disposición, pero sí dentro del género. El hombre supo dar una gran carta de presentación con The Exorcism of Emily Rose (2005), su mejor película a la fecha, y recuperó los movimientos de contorsionista para los casos de posesión, algo que se ha hecho hasta el hartazgo a lo largo de esta década. No querer repetir esos espasmos físicos lo lleva a buscar alternativas, como el rasgar el piso o una inexplicable afición demoníaca por The Doors, lo cual es francamente ridículo. Como el personaje de Hawke en Sinister, parece estar esforzándose demasiado para conseguir un nuevo éxito dentro del género que lo hizo famoso, y quizás lo único que tenga que hacer es dejar de jugar sobre seguro y abrirse hacia otros terrenos donde pueda realmente destacarse.
En su faceta como guionista, Nicholas Stoller ha sido parte de un proyecto brillante (The Muppets), de otros aceptables (Fun with Dick and Jane, Yes Man) y de alguno muy pobre (Gulliver's Travels), sin embargo en su trabajo como director el hombre sembró una breve pero lograda filmografía que con Neighbors está lista para darle todos sus frutos. Con costos de producción moderados, no le fue difícil a Forgetting Sarah Marshall, Get Him to the Greek y The Five-Year Engagement superar esas cifras en la taquilla mundial, no obstante ninguna puede considerarse un verdadero éxito y la última estuvo más cerca del fracaso. Su comedia más reciente, por el contrario, tuvo el presupuesto más bajo de toda su carrera y a esta altura del partido –queda por estrenarse en varios territorios- ya ha generado más del doble que su film más recaudador. El dinero no es todo, claramente, pero con un film valorado por la crítica y apreciado por el público, las puertas para el realizador deberían abrirse más fácilmente. No es casual que sea Seth Rogen el protagonista de una película que, conociendo a Stoller, pudo haber encabezado Jason Segel. Sin nada que objetar al segundo –en verdad es uno de mis rostros favoritos dentro de la lista de figuras que catapultó Judd Apatow-, es innegable que el primero es la cara más conocida y exitosa dentro del ámbito de la llamada Nueva Comedia Americana y su nombre se ha vuelto una suerte de garantía de calidad. En este caso en particular, se trata de un film cuyo éxito de taquilla y críticas está justificado. A diferencia de todas las películas que ponen en escena un perpetuo enfrentamiento con una fraternidad, Neighbors tiene el buen tino de enfocarse una y otra vez tanto en las víctimas como en los victimarios. No solo pone el acento en la pareja adulta que acaba de tener un bebé y aún quiere aferrarse a su costado juvenil, sino que humaniza a ese grupo de estereotipos ambulantes dedicados al alcohol, las fiestas y las novatadas. Puertas adentro hay quienes demuestran sus problemas, inseguridades y debilidades, lo que ayuda a generar empatía con un público capaz de entender las motivaciones de uno y otro. No hay una visión de túnel para acercarnos a Zac Efron –en una de las mejores interpretaciones de su carrera-, a simple vista el típico líder del grupo, y a su segundo al mando Dave Franco, los dos muestran varios matices que los perfilan no solo como los salvajes de la casa de al lado, sino que como chicos cuyas preocupaciones exceden la guerra con sus vecinos. Del mismo modo, los personajes que interpretan Seth Rogen y Rose Byrne no son el clásico matrimonio víctima de las circunstancias. Aún son jóvenes, quieren algo más de emoción en sus vidas y, en reiteradas oportunidades, son ellos los que incitan la batalla con los de la fraternidad. Ahí reside el otro punto a favor del guión de Andrew J. Cohen y Brendan O'Brien, productores de films destacados como Funny People y Virgen a los 40, el proponer a un grupo de adolescentes en camino a la madurez y a una pareja de adultos que no quieren aceptar del todo que sus vidas ya no son las de antes. La amistad masculina y las historias coming of age han sido aspectos fundacionales de la comedia de la generación Apatow y cada vez se los trata mejor, con cualquier locura que se le pueda ocurrir a la banda pero con esos elementos en el centro de gravedad. Además de estas cuestiones que favorecen el panorama general, no hay que olvidar que Neighbors es una comedia y como tal es sumamente divertida, en ocasiones hilarante. A días de la llegada de A Million Ways to Die in the West, cuyos recursos para hacer reír eran bastante limitados, esta encuentra el humor en todo tipo de situaciones, con un timing notable y con un excelente manejo de los ritmos, capaz de ser dinámica cuando necesita serlo o levantar el pie del acelerador cuando corresponda, pero sin que esos altibajos obligados la afecten. Como la otra, también es una comedia no apta para todo público, pero por el hecho de tener esa calificación no se sienten autorizados a mostrar cualquier tipo de exceso en cámara en pos de un humor efectista. Los diálogos, gags y comedia física que se proponen bastan y sobran. El objetivo es divertir y se lo logra con creces, esté la cámara dentro de una casa o de la otra. Es, en resumidas cuentas, el gran acierto que Stoller necesitaba para una carrera que ya se destacaba, el cual le permite ubicarse dentro del selecto grupo de los grandes realizadores de producciones del género en la actualidad.
Seth MacFarlane tuvo un debut glorioso con Ted(2012), que resultó un éxito de recaudación y se convirtió en la comedia restringida más taquillera de toda la historia. Con estudios que aspiran a bajar el nivel de calificación de sus producciones para hacerlas aptas para todo público o capaces de alcanzar el mayor nivel de audiencia que pague entrada, el novato director demostró que hay interesados en ver películas de este estilo en la pantalla grande. Impulsados por esto es que se le dio una inmediata luz verde para llevar adelante A Million Ways to Die in the West, una comedia western muy limitada a la que se le deben hacer muchas objeciones. Luego de unos créditos que se imprimen sobre los bellos e icónicos paisajes del Oeste norteamericano, el western prácticamente se agota. El género por excelencia del séptimo arte es utilizado para dar una locación espacio temporal de un chiste que se repite de forma permanente y es el que da título al film. Allí hay un millón de maneras de morir, algo que sabemos gracias a Albert Stark, un hombre fuera de época que despotrica permanentemente sobre los peligros del lugar en que vive, con un nivel de consciencia claramente moderno. El creador de Family Guy y American Dad! es un hombre dedicado básicamente al doblaje, pero su ego –Stewie, Brian, Peter Griffin, Stan, Roger, Ted, le pone voz a sus personajes destacados- lo lleva a encarnar al protagonista de su segunda película, algo que ayuda a dañar el efecto cinematográfico generalizado, porque no se ve al granjero cobarde, sino a MacFarlane. Hay que reconocer que el guionista y director tiene capacidad para el humor, tratándose de una fuente prácticamente inagotable de agudezas en pantalla chica y grande. Esta no es la excepción, dado que hay un gag atrás del otro. El problema de la película va más allá de contar un chiste -eso lo puede hacer cualquiera-, la clave de la comedia es qué se cuenta y, más importante aún, cómo se lo cuenta. Si bien hay secuencias inspiradas –mucha autorreferencialidad y homenajes que ayudan a pagar las cuentas-, no todo goza del mejor timing y se anuncia bastante -mucho de lo mejor de la película venía en los trailers-. Si bien eso es malo, puede disimularse cuando hay una catarata de bromas por minuto. El tema es en dónde MacFarlane busca el humor. El rótulo del film es un chiste por sí mismo, hay una innumerable cantidad de formas de morder el polvo en el Oeste de 1882. El director explora muchas de estas maneras y el chiste se vuelve cansino, sobre todo cuando la idea que él tiene de generar más gracia es el humor escatológico. Semen, diarrea, pis, no hay fluido corporal que no muestre, no hay chiste de pedos que no use. El hombre tiene el visto bueno para hacer una comedia para adultos y opta por el humor simple y facilista. Tan influenciado por su labor de años en televisión, A Million Ways to Die in the West parece un especial de dos horas de alguno de sus programas, con algún que otro logro pero sin la elaboración que se dedica al guión de un film. Este parece nacer del apuro, de tener un boceto listo para un nuevo capítulo por semana. El conformismo y la autolimitación son dos elementos que condenan a cualquier producción y esta no es la excepción. Amanda Seyfried, Giovanni Ribisi, Liam Neeson, Charlize Theron, la comediante Sarah Silverman, el showman de Neil Patrick Harris, el director tiene un elenco envidiable entre manos, un equipo que podría sacar adelante un proyecto de cualquier género y, sin embargo, se ven estancados en una propuesta mediocre que no hace un gran esfuerzo para aprovecharlos. Hay muchos buenos chistes que, por momentos, la vuelven una comedia divertida e ingeniosa, pero en líneas generales no sobresale de la medianía en la que está inserta. The Hangover – Part 2 repetía exactamente la fórmula de la original, pero tenía altas dosis de humor del bueno que generaban verdaderas carcajadas, algo que también ocurría en Ted. No es este el caso, que apunta más a mera la sonrisa. La parodia no es sencilla, no todos pueden ser Mel Brooks o los Monty Python. En vez de aprovechar el género que trata de burlar, MacFarlane lo usa como espacio para desarrollar una historia reconocible de muchos clichés, con algún que otro chiste políticamente incorrecto y demás guiños al espectador. No se puede decir que se la pase mal en el cine, pero sí que se lamenta el desperdicio de potencial que una propuesta así parecía tener. El director parece menos concentrado en realmente hacer reír que en impresionar, y no en el sentido de sorprender, sino lamentablemente en el de asquear.
Maleficent es la tercera película en la línea de Disney de revisitar viejos clásicos, siguiendo a Alice in Wonderland y a Oz: the Great and Powerful. Es una producción que se lleva adelante con una fórmula que ha resultado exitosa, esto es una sobrecarga de efectos especiales, con un mundo mágico homogeneizado y con figuras reconocidas al frente. La misma se presenta como una suerte de precuela a Sleeping Beauty –concepto similar al del último film de Sam Raimi-, en la que se contará la verdadera historia de la villana, no obstante es una simple reimaginación de eventos ya conocidos, un relanzamiento disimulado que disfraza sus verdaderas motivaciones con un prólogo original. Nada sorprende en los tiempos de las remakes, reboots o reinterpretaciones, en el cual a los estudios les resulta más fácil financiar proyectos con bases sólidas de seguidores, de probada calidad por su condición de clásico y ya establecidos en el tiempo, antes que arriesgarse con propiedades nuevas que puedan conducir a un fracaso de taquilla. Maleficent tiene un poco de todo, dado que se presenta como una historia de origen que eventualmente conduce a un nuevo relato de La Bella Durmiente, el film animado de 1959. Ocurre que esto no es más que un vehículo de lucimiento para Angelina Jolie y, en ese sentido, la introducción debe finalizar rápido para darle paso a ella en todo su esplendor. A diferencia de lo que su nombre indica, Maléfica era la más buena de todas, la protectora del Páramo, un lugar mágico de criaturas rebosantes de CGI, no distinguible del todo con el brillante mundo de Oz o el País de las Maravillas. Por ciertos eventos que no vale la pena señalar –por ser parte de lo único original de la propuesta- cede a las fuerzas oscuras y da pie a la historia conocida por todos. Sin embargo, como una voz en off sobreexplica, no todo pasó como les han contado y hay que dar una nueva versión de los hechos. Así es que la película pasa a ser un Lado B, apenas un punto de vista diferente sobre un cuento ya conocido. Una vez aplicado este recurso nada imaginativo, es poco lo que la película tiene de destacable. Quizás para no seguir el mismo recorrido que Oz con la bruja malvada es que se decide dejar el "relato original" como solo un prólogo, lo que causa una impresión de esfuerzo mínimo en su desarrollo. Angelina Jolie sale bien parada con su interpretación, no obstante cada plano de su rostro distrae, como si la actriz hiciera demandas sobre cómo debe lucir frente a cámaras. Robert Stromberg es un galardonado artista de efectos especiales y, en ese ámbito, la producción muestra su mayor lujo. Sin embargo es un director debutante que tiene en manos una película de 200 millones de dólares con guión de Linda Woolverton. Y si Tim Burton no pudo hacer funcionar un vehículo así, es difícil que él salga airoso. Tratándose de una historia conocida, la película avanza con cierta facilidad sobre un terreno familiar y mantiene el interés del espectador -especialmente en la primera etapa-, sobre todo por sentirse como un juego de diferencias con lo que ya se sabía. También vale destacar a Elle Fanning, que crece como una adorable actriz de la pantalla grande, y a Sharlto Copley, que si bien no se le entiende el por qué del marcado acento sudafricano tiene la oportunidad de interpretar un papel menos extraño de los que acostumbra, el cual lo ayuda a instalarse como una presencia siempre interesante de ver a pesar de su corta filmografía. Pero Jolie es el centro de atención, con un film hecho a su medida con fines de celebrarla, para el cual hasta se permite convocar a su hija y que esta haga una participación mínima. Maleficent es una película simplista, carente de sustancia, hecha en piloto automático por los productores. Es un argumento de un abogado defensor, que reconoce los hechos y la participación del acusado, pero que tiene una mirada diferente sobre lo acontecido. Quizás impulsados por la recuperación de personajes femeninos fuertes, con Tangled, Princess and the Frog, Brave o Frozen como antecedentes, desde Disney se pensó que era una buena idea llevar adelante una reinterpretación feminista de su propio clásico. No lo es, o al menos no como se lo hizo. Era un interrogante genuino el interés que podía generar un film basado en un clásico infantil, pero centrado en su figura maligna. Al inventar una serie de rasgos positivos sobre el personaje, quienes están detrás de ella eligieron esquivar la propia pregunta que formulaban.
Tras el estreno de X-Men: The Last Stand (2006), la franquicia de los mutantes parecía liquidada. Las decisiones de Brett Ratner y su guionista Simon Kinberg no solo habían dado como resultado la peor película dentro de una trilogía que había ayudado a revitalizar el cine de superhéroes, sino que en términos argumentales dejaba a un equipo diezmado, sin mucha posibilidad de continuar el camino hacia adelante a pesar de que se dejaban pistas para una continuación. La única dirección en la que se podía ir era hacia atrás y se lo hizo con la pobre X-Men Origins: Wolverine, que bien pudo haber dado el golpe de gracia. Fue la entrada en escena de Matthew Vaughn (Kick-Ass) la que generó el primer cambio positivo en mucho tiempo, retrotrayéndose al pasado de todos los personajes –no de solo uno-, desarrollando el origen de un enfrentamiento que se extendería a lo largo de las décadas, planteando una serie de líneas argumentales ricas y fuertes como para seguir siendo trabajadas y con un notable acierto a la hora de elegir a los actores que encarnarían a sus personajes. Con eso en mente, Bryan Singer –que nunca se alejó del todo ya que permaneció como productor- puede llevar a cabo una de las mejores películas de los conocidos personajes, una "inbetwequel" que va en todas direcciones, hacia adelante, hacia atrás y hacia los costados. En los meses previos al estreno, el principal cuestionamiento tenía que ver con la cantidad de incorporaciones que el director había hecho a su elenco. La batalla al estilo videojuego de The Last Stand todavía era una posibilidad concreta y que el realizador convocara a dos docenas de figuras, era preocupante. X-Men: Days of Future Past tiene el buen tino de aprender de los errores del pasado en más de un sentido. En términos de personajes, se concentra en un puñado: los que más rédito le han dado a la franquicia. Novedades y viejos conocidos tienen su tiempo de cámara, el mínimo capaz de justificar los llamados. No se los extraña, sin embargo, dado que por escaso que sea, su momento es de brillo. Y porque el realizador pone el foco en las cinco figuras rentables que representan los jóvenes Xavier, Magneto, Mystique y Bestia, así como el eterno Wolverine. Con ellos al frente, hay un mundo de posibilidades en materia argumental. Y la incorporación del gran Peter Dinklage a la escena, decanta las opciones en favor de una. La mayor parte de la acción tiene lugar en 1973, más de una década después de los eventos de X-Men: First Class. Ese salto hacia adelante permite justificar los caminos más oscuros en los que se encuentra cada uno de sus protagonistas, sin tanta necesidad de ahondar en los pormenores. Un Magneto encarcelado, una Mystique con furia asesina, un Charles Xavier que ha perdido la voluntad y la esperanza de seguir, el futuro de los mutantes es verdaderamente negro, pero su pasado presenta conflictos internos serios, más ricos como para ser explorados en pantalla. A pesar de la gran cantidad de personajes originales de los cómics que hay frente a cámaras, la realidad es que la película goza de la economía de mutantes. Sí, hay cameos varios y participaciones en diferentes niveles, pero el concentrarse en sus cuatro figuras –Bestia está más bien relegado y no tiene los problemas de la primera- lleva a que la película funcione en un ambiente controlado y manejable, aún cuando trabaja sobre múltiples líneas temporales. Si bien se trató de una precuela, la película del 2011 relanzó la franquicia. Days of Future Past sigue esa misma tendencia pero, al involucrarse con el futuro de los personajes, inevitablemente se percibe como un reboot encubierto. Ocurre que apenas años después de llevar la franquicia hacia un terreno cenagoso, Kinberg tiene la posibilidad de reescribir sus propios errores. Si lo logra o no, es otra cuestión, dado que tanto él como Singer esperan que el público sea capaz de ignorar algunos huecos que quedarán en una historia que no tiene la capacidad de regenerarse fácilmente. Al igual que First Class, esta logra canalizar aquellos elementos que hoy hacen a las mejores películas de superhéroes. Las primeras que dirigió Singer eran producciones logradas que no terminaban de desarrollar los conflictos patentes de los mutantes, The Last Stand era básicamente una gran pelea y la The Wolverine que realizó James Mangold explotaba los aspectos carentes en las otras en desmedro de la espectacularidad de los combates. Days of Future Past tiene el drama interno, el conflicto social y las notables interpretaciones de James McAvoy –hace años que viene estirando sus músculos como para sacar el mayor jugo de un papel como este-, de un Michael Fassbender que se consagra a cada paso y una Jennifer Lawrence cuyo status de estrella mundial le consigue a Mystique ser uno de los principales focos de atención, cuando en la primera trilogía era solo una mano derecha. También posee las grandes secuencias de acción –la del cuestionado Quicksilver es genial, resaltando el aspecto caper de la producción- dentro de lo que es una suerte de thriller a escala mundial que no deja que la intensidad disminuya o que la tensión se rompa. A casi 15 años de su primera película, Bryan Singer demuestra un importante crecimiento dentro de un género que ayudó a refundar y que apenas un lustro después parecía no entender con Superman Returns. La entrada en la madurez no es solo cuestión del grupo de personajes que acaba de salir de una institución educativa, sino que esto se refleja tanto en el realizador –que desde hace tiempo que no hacía una película realmente buena- como en la saga. Y por ello Days of Future Past es, indiscutiblemente, una de las mejores.
Gracias al pobre trabajo realizado por Roland Emmerich en su versión de 1998, pocos relanzamientos eran tan esperados como el de Godzilla. Y en base a ello, Legendary Pictures y Warner Bros. tomaron una decisión arriesgada y valiente –muy acertada, por cierto- acerca de cómo tratar a un personaje que apareció hace 60 años y que tuvo docenas de iteraciones desde entonces. Los estudios eligieron poner el proyecto en las manos de un realizador en las antípodas del alemán convocado por TriStar –que en ese entonces venía de Independence Day- y llamaron a Gareth Edwards, un joven británico con solo una producción en su haber, la destacable Monsters. Aquella película de ciencia ficción del 2010 es un claro ejemplo de un cineasta motivado, con ideas y dedicación, un producto notable con un costo de 800 mil dólares, filmada en locaciones naturales y con efectos especiales que el propio director realizó en una computadora desde su habitación. La apuesta paga con creces, porque este reboot resulta en la primera gran producción que Hollywood realiza sobre la mítica criatura. La ópera prima del inglés no hace más que confirmar que este era el hombre indicado para el trabajo, no solo por el hecho de conocer el género y saber explotar recursos limitados en su favor, sino por lo logrado con sus protagonistas humanos en ciudades devastadas por monstruos gigantes. Es una línea muy delicada y difícil de transitar la que lleva a hacer un film destacado sobre Godzilla, dado que uno quiere ver a la bestia del título en acción permanente, pero la presencia de individuos y el tejido de una historia es primordial para que esa destrucción total pueda producirse y funcione. Bryan Cranston, un ingeniero nuclear que se vio golpeado por la tragedia quince años de que la experimentase el resto de la población, y Aaron Taylor-Johnson, como su hijo, son el foco de atención de esta película y cada uno a su manera la conduce hacia su gran resultado. El primero es quien aporta la cuota de drama, el "genio loco" que anticipó lo que se venía años antes de que el Gobierno decidiera abrir la boca, mientras que el otro es el arquetípico héroe para una historia de este talante. Edwards sabe que no podrá explorar a sus personajes en tanta profundidad como en el caso de Monsters –un film indie y romántico en un panorama desolador- y por eso elige que su protagonista sea un soldado. Su familia está lejos –eso trae como efecto que la empatía con él o con Elizabeth Olsen sea más difícil de generar, aún cuando ambos hacen lo que se necesita- y no es el único hombre para el trabajo –está especializado en el desarme de bombas nucleares, pero se ve llevado al frente de batalla por circunstancias azarosas-, aspectos suficientes como para justificar las situaciones que debe atravesar y como para darle una brújula acerca de dónde tiene que dirigirse. Con una clara consideración de la película original –el temor nuclear aún está presente, por entonces en una sociedad post-Hiroshima, hoy en una después de Fukushima-, esta vuelve a tomar a Gojira como el Dios de la Destrucción y, en esos términos, elige una clara postura dentro del péndulo de interpretaciones que este ha tenido a lo largo de los años, oscilando entre lo que es la criatura salvadora –el menor entre dos males- o la aplanadora que arrasará con la humanidad, como la que se planteaba sin matices en la versión de Emmerich. Edwards es respetuoso de la tradición, honra a la creación japonesa con un film acorde que muestra a Godzilla con todo su esplendor. La criatura no aparece en forma permanente y su presentación es relativamente tardía, pero el director ha demostrado en su anterior película que no necesita tener a los monstruos todo el tiempo en pantalla y los escenarios de la hecatombe que dejan a su paso pueden ser suficientes. El guión de Max Borenstein sigue un camino familiar, recorrido muchas veces. No termina de profundizar en sus personajes, los lleva a situaciones que no son del todo verosímiles y el planteo de su mensaje tiende a ser de forma grosera -Ken Watanabe parece el portavoz de su guionista-, pero el uso de la original como fuente de inspiración y el tratamiento de cuestiones que a 60 años se mantienen vigentes son dos enormes aciertos que, junto al tino del realizador, compensan cualquier falla que esto pudiera tener. La mano de Edwards es lo que lleva a que la película sea lo que es. Pocas producciones tienen vuelo propio a la vez que se mantienen respetuosas a la original -Hollywood suele masticar y escupir reinterpretaciones nada fieles- y puede decirse que este film se cuenta entre las excepciones. Edwards entrega una película muy bella -en términos estéticos es impresionante-, a partir de criaturas que siembran la destrucción absoluta a su paso. Es, también, una producción capaz de sostenerse sola, sin necesidad de apuntalar una secuela -como hoy en día hacen todos- que aún así podría llegar. Tensa, dinámica y sobrecogedora, absorbe al espectador con una fuerza aplastante, que no deja que su interés decaiga ni que la angustia disminuya. Se trata de un notable homenaje a un personaje que ha sido tratado en numerosas oportunidades, siempre con calidad dispar. Una bocanada de aire radioactivo dentro de un género que ha tenido escasos exponentes destados en los últimos años.
En la previa de las nominaciones a los Premios Oscar del 2013, dos ausencias llamaban poderosamente la atención. Primero Prisoners, un thriller de suspenso excelente al cual su candidatura a mejor fotografía le quedaba chica, y por otro lado Out of the Furnace, que reunía delante y detrás de cámaras al suficiente talento como para justificar que se la tuviera en cuenta. No puede decirse que la Academia –que tiende a votar a los mismos de siempre y a ignorar a algunas de las verdaderas gemas que se producen año a año- se haya equivocado demasiado a la hora de pasar por alto a este nuevo film de Scott Cooper, un drama violento que, si bien tiene sus méritos, no termina de vivir a la altura de sus expectativas. El guionista y director de Crazy Heart –film que se llevó dos de los mencionados galardones en la temporada 2010- plantea una sencilla parábola sobre la venganza con un thriller ambientado en un pequeño pueblo post-industrial del noroeste de los Estados Unidos. Es una producción que, si bien no puede considerarse ciertamente génerica, transita por reconocibles lugares comunes mientras busca plantear en una forma honesta y descarnada un drama criminal en tiempos de una flagrante crisis económica mundial. No obstante, para ser un film de este estilo, con un espacio controlado, número de personajes reducido y un argumento sin demasiado vuelo, son muchas las cosas que se dejan al azar, lo que acaba por disminuir la calidad del producto final hasta simplemente un trabajo digno, el cual no puede ser ignorado por la cantidad de figuras que tiene en su elenco, más que por lo que el cineasta logró con ellas. Tratándose de un aspecto tan importante en la vida de sus protagonistas –condena, muerte, amor, todo está atravesado por él-, el tiempo es un factor que el realizador no se molesta en trabajar o lo hace a medias. Ted Kennedy le da su voto de confianza a Barack Obama en el marco de su primera elección y eso permite situar la historia en un marco temporal, sin embargo en lo que se refiere a duración de la sentencia a prisión del protagonista Russell Baze, incursiones de su hermano Rodney en Irak y demás, no hay una real molestia a la hora de tratarlo. Es que, al igual que lo que se plantea en la película, lo que se sigue es una ley propia: la que permite que un homicida no sufra ningún tipo de castigo o la que le deja al personaje central salir de la cárcel manejando un auto, luego de haber sufrido una condena indeterminada por haber atropellado y matado a alguien. Out of the Furnace avanza gracias a decisiones ilógicas de sus involucrados, quienes contra todo juicio hacen elecciones de vida o muerte, favoreciendo este último aspecto por sobre todos los demás. Como se ha manifestado más arriba, no se trata de una producción que pueda ser ignorada a raíz del talento que la lleva adelante. Christian Bale, Casey Affleck, Sam Shepard, Willem Defoe, Zoe Saldana, Forest Whitaker, todos conducen sus personajes con aplomo, con actuaciones esperables de un elenco de esta categoría, en una película con más corazón que cerebro, más sangre caliente que cabeza fría. No es una sorpresa ya que es una de las figuras más regulares de una industria que no termina de reconocerlo -año a año pasa como un camaleón de un papel a otro y siempre logra destacarse-, pero el trabajo de Woody Harrelson es absolutamente notable, como un villano al que se debe temer desde su temprana aparición en pantalla, con un acto de violencia desmedida e impunidad para el cual uno no termina de estar preparado. Out of the Furnace es una metáfora clara y su título lo hace evidente. Prisión, ejército, una zona montañosa en la que se sigue una ley propia, cada personaje sale de su propio horno, cada uno con su tiempo de cocción. Russell, un hombre que trabaja en una acería -como para hacer el planteo más obvio-, ha madurado, se ha cocido como correspondía y trata de salir adelante siguiendo reglas. Hace lo que de él se espera, aunque todo se le de vuelta y vea que el camino del ciudadano recto no es el indicado. Rodney todavía arde, hierve de furia frente a un Estado que lo ha usado y dejado de lado, y si bien se rehúsa a hacer lo mismo que su hermano, aún puede ser moldeado. Harlan DeGroat, por último, ya se quemó al punto de convertirse en un individuo que se rige por sus propias reglas, al que pueblerinos y policías le temen por igual. Lo que hace Cooper con ellos es la clave de la película y sus decisiones en la segunda parte, tanto argumentales como morales, son las que acaban por generar una sensación de disconformidad, de un aprovechamiento parcial de los enormes recursos a disposición, para terminar con un resultado que despierta menos pasiones de las esperadas. El director, más dispuesto que otros a filmar en locaciones -lo que llevó a su alejamiento de la adaptación The Stand-, ofrece una bella mirada sobre la zona de Rust Belt y la música -Release de Pearl Jam resume toda la banda sonora- ayuda a completar un panorama estético de primer nivel. En la etapa de fundición y calentamiento, de presentación de sus personajes, del diseño de la historia, de puesta en funcionamiento de la maquinaria, es una producción destacada. Cuando esta se encauza durante la mitad restante hacia un molde de policial clásico plagado de clichés, es que se pierde todo lo obtenido en la previa. Un verdadero término medio.
The Muppets fue, a mi entender, una de las mejores películas que se estrenaron en el 2012 y, dentro de un sitio que publica noticias y avances subtitulados, aún valoro su campaña publicitaria como la más destacada que nos ha tocado cubrir desde el comienzo de nuestra corta historia. Sería injusto considerar los méritos de Muppets Most Wanted a partir de los de la primera, pero no se puede perder de vista que es una continuación –es autoconsciente de ello desde la primera canción, después de todo- y como tal se pueden establecer elementos de comparación. No es fácil para una secuela vivir a la altura de la original y en esta oportunidad es bastante lo que se hace para alcanzar dicha meta. Con mucho menos corazón, con buenas dosis de humor y con los entrañables personajes ya recuperados, se trata de una segunda parte digna que difícilmente deje al público insatisfecho. La anterior tuvo el camino más difícil. Jason Segel y Nicholas Stoller debieron presentar el concepto de su película a Disney y pelear para poder recuperar a los famosos títeres del olvido cinematográfico. Para ello compusieron un film blindado desde todo punto de vista. En términos musicales, el trabajo de Brett McKenzie fue notable con canciones imborrables como Life’s a happy song o Man or Muppet. En cuestiones referidas al argumento, se ofreció un guión sólido repleto de chistes –todos funcionaban, una locura- y cargado de emotividad, con una historia de amor entre dos humanos, un viaje de descubrimiento de un Muppet que siempre se sintió diferente y la aventura de Kermit y su banda para salvar al Teatro en el que hicieron magia. La secuela, por otro lado, no contó con el trabajo de Segel –se sabe que fue el gran impulsor para que los personajes volvieran- y su labor fue suplantada por la del realizador James Bobin, quien también dirigió la primera. No es lo ideal el repetir la fórmula, por lo que hay que celebrar que se haya ido hacia un territorio diferente, no obstante sí se han vuelto a barajar algunos elementos de la primera en detrimento de otros y allí reside el factor por el cual Muppets Most Wanted no es una mejor película. Basta prestar atención a la brillante letra de We're doing a sequel en los primeros minutos para entender todo lo que se necesita sobre esta nueva producción. Autoconsciente de sus limitaciones como segunda parte, se plantea que el estudio los considera una "franquicia viable", que necesitan una trama "medianamente decente" y que con el conseguir cuanto cameo de estrella de Hollywood se pueda, alcanza. Solamente esa canción ya justifica que la película sea vista y valorada positivamente. No ha habido en los últimos tiempos producciones tan despiertas como las de los Muppets, capaces de manejar con tanto tino el factor paródico. No es tarea nada fácil tomarse en serio el no tomarse en serio y Kermit, Piggy y toda la banda ha salido bien parada las dos veces. El problema con Muppets Most Wanted es el de asumir como lógicas esas restricciones que posee en términos de segunda parte y no correr algún riesgo más, jugar a lo seguro dentro de los muros fílmicos que se ha autoimpuesto. Los personajes humanos de la primera –Segel, Amy Adams, Chris Cooper- eran integrales al argumento y su gracia se producía en relación al avance de la narración, no obstante en esta Tina Fey y Ty Burrell son sujetos estereotipados creados para la ocasión –literalmente podrían haber sido cualquier otra cosa-, personajes unidimensionales diseñados para que ciertos chistes funcionen. No hay un solo amague como para que el aspecto emotivo de la primera se ponga en marcha y se dedica a confiar plenamente en sus ocasionales invitados estelares. Desde luego que no está mal, dado que la producción es absolutamente divertida y disfrutable por cualquiera, pero el jugar dentro de sus barreras de contención suponen un límite que ellos mismos decidieron aplicarse. Así, por más que sea una película efectiva en sus aspiraciones y posea algunas cosas verdaderamente brillantes –hasta parodian a El Séptimo Sello-, acaba por sentirse en una suerte de refrito televisivo, un especial de hora y media para la pantalla chica.
Uno creería que la suerte de The Amazing Spider-Man 2 sería diferente de la de su antecesora, pero el camino hacia su estreno tuvo iguales complicaciones. Con las versiones del superhéroe a cargo de Sam Raimi a apenas años de distancia, todavía se considera que es un relanzamiento innecesario y el motivo de su realización fue harto explicado. A esto hay que sumar una vez más una agresiva campaña publicitaria que semanalmente presentó material nuevo de la secuela, al punto de que hasta la última secuencia de la película -el fotograma final inclusive- ya ha sido revelado en uno de los avances. Tratándose de un verdadero tanque de Hollywood, la previa es más cuesta arriba que en el caso de otros, como si Marc Webb no hubiera podido convencer a la audiencia del gran trabajo que había hecho en la primera. Todo debería ser más sencillo, pero no fue así, y es por eso que el realizador se vio obligado a ofrecer una segunda entrega que esté a la altura de las circunstancias. En la etapa de pre-producción, las noticias respecto al film eran preocupantes, lo mismo que ocurrió cuando las primeras imágenes empezaron a ser reveladas. Harry y Norman Osborn, Electro, The Rhino, había un exceso de villanos y que el director incurriera en los mismos errores de Spider-Man 3 –un festival de efectos especiales cargado de enemigos pero sin verdadera sustancia- parecía una posibilidad concreta. Afortunadamente para el espectador, eso no ocurre, dado que Webb logra manejar con criterio las distintas vertientes que tiene para explorar. Si en la primera Peter Parker tenía más desarrollo que el Hombre Araña, en esta hay un balance igual de adecuado entre las dos caras de la misma persona. El haber rescatado a la Ciudad del ataque del Lagarto no fue suficiente y él debe volver a probarse ante el ojo crítico del público –como ocurre con todas las películas del género-, con opiniones divididas entre si es un héroe o un vigilante. Su relación con Gwen Stacy sufre turbulencias, con el joven que descubrió que su deber para con el pueblo no es compatible con un interés romántico que puede salir herido del cruce con sus múltiples némesis. Nada es novedoso, pero lo que importa es la forma en que se lo hace. El hecho de transitar un camino conocido no implica algo necesariamente negativo. La dupla de Andrew Garfield y Emma Stone –la cámara la adora y está perfecta en todo lo que hace- se mantiene intacta. Ambos tienen la chispa necesaria para que en pantalla la química sea ideal. Juntos están muy bien acompañados por un Dane DeHaan que en poco tiempo ha tomado a Hollywood por asalto y se ha adueñado de los roles de joven algo trastornado. Jamie Foxx no es del todo creíble como Electro –su amplio torso cuando es el invisible Max Dillon puede ser solo comparable con McBain como un nerd encubierto-, pero logra aportar su cuota de carisma para generar empatía con la audiencia y así convertirse en un villano cuya ira y motivaciones son entendibles. Algo diferente es el caso del Duende Verde, cuya transformación de gran amigo con problemas paternos en némesis con furia asesina es demasiado apresurada, ignorando por ejemplo que en la trilogía de Raimi la evolución del personaje de James Franco fue progresiva. Seguramente haya quienes criticarán que la película busca abarcar mucho y por eso aprieta poco. En lo personal considero que el balance entre el Hombre Araña y Peter Parker, entre la acción y el drama, es nuevamente el correcto. Aún con las férreas indicaciones corporativas de que la película promueva una tercera parte así como también los desprendimientos que se vendrán –Sinister Six y Venom son una realidad en Columbia Pictures-, no es un simple puente o una mera formalidad para las cosas más grandes que se vienen –como sí lo era Thor para con The Avengers-. The Amazing Spider-Man 2 es muy buena y el lograrlo era todo un desafío, si se considera que la antecesora del 2004 también había sido una digna secuela. Los villanos arquetípicos no molestan: Electro habla o piensa como una caricatura y lo que se podría considerar vagancia de un grupo de guionistas con una larga lista de delitos contra la industria –sobre todo Alex Kurtzmann y Roberto Orci-, es en realidad la forma de manejarse de alguien que siempre soñó con ser el centro de atención y cree que así tiene que hacerlo. Las buenas secuencias de acción, los efectos especiales, la gran musicalización a cargo de Hans Zimmer and The Magnificent Six –Pharrell Williams, Johnny Marr (The Smiths), Michael Einziger (Incubus), Junkie XL, Andrew Kawczynski y Steve Mazzaroritte-, todo ayuda a redondear lo que en su núcleo es una suerte de comedia romántica –no por nada el director es el de (500) Days of Summer- con un superhéroe en la mezcla. Y no hay redundancia que pese lo suficiente, tanto dentro de la propia película –constantes repeticiones y pistas hacia un final que sorprende menos de lo que debería- como en relación a la anterior –se vuelve mucho sobre temas tratados en la previa-, como para ocultar el hecho de que Marc Webb ha hecho un gran trabajo con el héroe arácnido.