La Reconstrucción es, en todo sentido, una sorpresa. Lo es por un director como Juan Taratuto que, con un promedio de trabajo de una película cada dos años, se tardó cinco en volver a la pantalla grande, número que se acrecienta si se considera el éxito arrollador que había sido Un Novio para mi Mujer. El mayor motivo de asombro, no obstante, es que un realizador que proviene del lado de la comedia –no tengo ningún afecto por esa faceta en No sos vos, soy yo, como si lo tienen otros- se despache con un drama de esta naturaleza. El cada vez más grande Diego Peretti –acompañado por buenas interpretaciones de Claudia Fontán y Alfredo Casero- se pone al frente de una propuesta íntima de exploración personal y emociones contenidas. Lo encuentra como Eduardo, quien vive en soledad recluido en la Patagonia, locación que permite un aprovechamiento de los espacios abiertos además de un bello retrato del sur argentino, en donde ha desencantado en una suerte de ermitaño a medias que va camino a la desconexión total. Trabaja y es un destacado valor en su planta, un último jirón de vida civilizada para un hombre que ha decidido mantenerse de la caza en un hogar desvencijado. Desde el primer momento se evidencia que este ascetismo autoimpuesto es un castigo por algo que le ha sucedido, detalle que Taratuto mantendrá resguardado con pulso firme durante buena porción del metraje. Es hacia la segunda parte en la que todo empezará a brotar de una forma que condice los cuidados iniciales, no solo con la revelación de los secretos guardados, sino con el apuro de resoluciones de los personajes centrales, específicamente en torno al concepto del duelo. Peretti entrega una actuación notable y sincera en la piel de un protagonista que, pese al rechazo que debería generar con sus actitudes, logra un fuerte vínculo empático con el espectador. El hombre se ha desprendido de todo. Come con las manos por más que se queme, usa una lámpara con extensión como los electricistas para moverse por su casa –es decir que tiene luz eléctrica, sólo que elige la complicación- y tiene una falta de cuidado patente para con su propio bienestar. La hiperbolización de los rasgos de este sujeto podría quedar en el ridículo en las manos de cualquier otro, pero él convence y conmueve. Taratuto incursiona en el drama más introspectivo, lidia con otro tipo de problemas, madura y rompe el techo temático bajo el que se colocó años atrás, justamente con un personaje que, para salir adelante, también debe correrse de su zona de confort.
Movie 43 no es una película graciosa y eso hay que dejarlo claro desde el principio porque es algo grave. Tiene algún momento de inspiración, sí, pero estos sólo sirven para acrecentar el fracaso de un proyecto que quiso ser grande y falló miserablemente. Cultora del humor irreverente, comete el pecado de olvidarse de ser cómica, lo que implica que en las constantes incursiones en el terreno del absurdo, sólo se deje en ridículo a la mayoría de los involucrados. La conocen los que la perdieron y los realizadores de Movie 43: la libertad. Para la docena de directores y los casi 20 guionistas en plantilla hay carte blanche. Esto es porque no hay una unidad de criterio al momento de diagramar los diferentes segmentos, sólo un tronco básico –con énfasis en este adjetivo- que de alguna manera intenta justificar que cada 10 minutos se cuente una nueva historia. Cabe señalar que en la versión original, esto es para Estados Unidos, hay una idea general que tiene a Dennis Quaid como un escritor loco que presenta bocetos de películas a un ejecutivo interpretado por Greg Kinnear. Por un motivo que no se entiende, en los mercados internacionales –la Argentina, entre varios más- el planteo es otro, con un trío de desconocidos adolescentes involucrados en una trama de conspiraciones e idiotez total, un ejemplo de desinterés absoluto por parte de Steven Brill (Drillbit Taylor, Little Nicky). De vuelta al pase libre, el productor Peter Farrelly –quien está teniendo serios rebotes en su carrera, con mucha irregularidad durante la última década- da a los involucrados en la propuesta aquello que les ofrecía a los personajes de Owen Wilson y Jason Sudeikis en su película del 2011: un camino despejado para hacer lo que quieran. Con un elenco soñado –hay cerca de 40 figuras reconocibles-, con distribución a nivel mundial a pesar del bajo presupuesto y, sobre todo, ningún tipo de restricción de parte de un estudio, hay que romperse la cabeza pensando las causas por las que se llega a una película como esta. No es fácil hacer reír y menos lo es sostener la gracia durante una hora y media, pero cuando el proyecto se compone de 13 segmentos de escasos minutos cada uno, es difícil encontrarle la vuelta a lo que pasó. Como se dijo, no hay una línea argumental que los encadene -básicamente los cortos son de cualquier cosa que le plazca al realizador- y con la posibilidad abierta de lograr que reconocidas figuras de Hollywood hagan lo que sea por poco dinero, no se entiende cómo es que las ideas se agotaron al punto de no haber nada que se destaque –personalmente creo que Homeschooled, Super Hero Speed Dating y, por lo bien que James Gunn lo filma, Beezel, son lo que salen mejor parados-. Movie 43 es un fracaso rotundo de quienes no parecen entender el presente del género. Quiere ser una suerte de Saturday Night Live o Funny or Die, para poner ejemplos de conglomerados de segmentos humorísticos, pero sin ningún tipo de limitación hacia quienes están detrás de cada corto. En la búsqueda de una comedia restringida, evidencia que el énfasis estuvo puesto exclusivamente en la segunda parte del concepto, en el intentar impactar antes que en el hacer reír. Es, a fin de cuentas, una producción que indigna. No por la pacatería del espectador, sino porque no se comprende cómo decenas de personas pensaron que esto era gracioso.
En la historia del cine ha habido grandes ejemplos de falta de previsión, pero pocas veces ha involucrado a tantos, en reiteradas oportunidades, como en el caso de las G.I. Joe. Una de las principales fallas de The Rise of Cobra se daba en materia del flojo elenco, pero aún a pesar de cuestionables decisiones, tenía la suerte de contar con dos actores actualmente en demanda: Channing Tatum y Joseph Gordon-Levitt. Al primero le llevaría algunos años más llegar bien alto, pero ya el segundo pedía pista y la recibiría a partir de su paso por Inception, algo que los productores no avistaron que estaba a meses de ocurrir. Él todavía puede someterse a importantes sesiones de maquillaje para cambiar su rostro –como en uno de sus últimos trabajos, Looper- pero ya pedir que encima de eso utilizara una máscara y modificara su voz, era una invitación a la otrora estrella infantil para que no se hiciera presente en la secuela. En lo que a esta segunda parte respecta, las malas decisiones persisten pero a un nivel más perjudicial. Es que a esta altura del partido, quien se pone en la piel de Duke no es el ex stripper de Tampa, sino el ascendente Tatum, el hombre capaz de agradar al público masculino y al femenino por igual, aquel que se mueve como pez en el agua sea dentro de una comedia, de una película romántica u otra de acción, y quien viene de un 2012 con un trío de éxitos en cartelera. Son razones de público conocimiento que ninguno de los involucrados anticipó la explosión del actor –así como la necesidad de que todo tanque sea en 3D-, pero lo que se encuentra de cara a Retaliation no es sólo la falta de visión frente a aquello que tenían en las narices, sino también absoluta resignación. No sería la primera vez que un personaje desaparece de una franquicia para volver después –pienso en que la oportunidad de hacer la gran Toretto en Fast & Furious todavía está vigente-, pero en esta secuela hay implicaciones que no hubiera tenido de haber removido al protagonista desde el minuto inicial. La nueva G.I. Joe tiene un torpe comienzo. Sucede que en vez de haber una misión/presentación y después pasar a un conflicto –como se nota que así era originalmente-, los realizadores quisieron darle más tiempo en pantalla a Channing Tatum insertando una segunda operación. En cierta forma, la película no termina de arrancar. O lo hace, frena, y vuelve a hacerlo. En estos primeros minutos quedará de manifiesto el mayor error de la producción, ya que si bien no se pudo hacer futurología y saber que dos de los actores que estaban en plantilla iban a ser grandes figuras apenas un tiempo después, es evidente la incapacidad para notar que la química entre Duke y el Roadblock de Dwayne Johnson es total. Con dos hombres con trayectoria en la acción y con buen timing para el humor -que interpretan a un dúo que compensa la inexplicable elección de Marlon Wayans para la parte uno-, no se entiende como guionistas, director y productores no se hicieron algún tipo de planteo desde el inicio de la filmación. La falta de criterio determinará en buena parte el resultado general. Se incorporará a un Bruce Willis en clave John McClane –aunque más medido y coherente que en la última Die Hard- que a fin de cuentas tendrá menos tiempo de pantalla que Tatum, y se dejará muy solo al ex The Rock, que si bien va a estar acompañado por Adrianne Palicki –mejor contraparte femenina que Rachel Nichols- y un no muy destacable D.J. Cotrona, cargará con un peso que habría estado mejor balanceado con un segundo protagonista. Del mismo modo, la conversión al 3D en post no hará más que poner en evidencia ciertas carencias, con un retraso de 6 meses en la fecha del estreno para un efecto que apenas se nota en un solo combate de 8 minutos. Si la primera daba rienda suelta a la imaginación e incluía cualquier tipo de imposibilidad tecnológica, esta oportunidad sirve –al menos hasta la destrucción masiva final- como un cable a tierra para una franquicia que no necesita de herramientas cada vez más poderosas, sino un guión más sólido o un director con mayor trayectoria para sostenerla. Porque traer a un realizador como Jon Chu, cuya experiencia es de forma predominante en las películas de baile, pero tener apenas algunas secuencias de acrobacia nada espectaculares –una en la montaña se destaca-, parece una mala decisión, lo mismo que tener a la pareja de escritores de Zombieland detrás del boceto y matar al gran comic relief a los quince minutos. No es casual la mención a la saga Rápido y Furioso, porque G.I. Joe tiene a las claras un recorrido similar, con personajes que se usan en una película, en otra no, pero con la posibilidad abierta de una reunión general si la franquicia así lo demandara. Hasta que logre dar con el tono justo, la serie transpirará ese vaho conformista que impregna a Retaliation. Los efectos son buenos porque el mercado así lo exige, pero si el humor o la acción no son notables, es algo que se puede tolerar porque el resultado seguirá siendo el del entretenimiento pasajero que se buscó en primer lugar. El principal logro de esta secuela seguramente es el de poner por delante a los hombres antes que a las herramientas, y con eso ya hay suficiente como para superar a la original. Este grupo de soldados de élite tiene los actores y la premisa como para ofrecer algo más destacado. Para directores que reciclan una misma idea, guionistas sin inspiración, un festín de hierro doblado y la sensación de mediocridad generalizada, Hasbro ya tiene a Transformers.
Side Effects es otro desvío en el largo camino de Steven Soderbergh hacia el retiro. Supone, en relación con sus últimas películas –Magic Mike, Haywire y Contagion-, un compendio de los principales defectos o virtudes de un director industrial muy prolífico que, aún ubicado en las antípodas del concepto de "autor", tiene claras marcas distintivas y se desenvuelve como una de las grandes incógnitas del Hollywood actual. En el primer contacto presenta a un ensamble de actores al frente de un tema "tabú", como pudo ser el tráfico y consumo de drogas más de una década atrás, lo mismo que el mundo de las escorts -con una ex actriz porno como protagonista- o el de los strippers masculinos, para hacer referencia a trabajos más recientes. Una mirada apenas más profunda encuentra las piezas claves de su fórmula, la cual le ha permitido estrenar una o dos producciones nuevas por año desde 1998. Esto es el desapego para con sus películas, el conformismo de un filmar canchero –ideal para una trilogía como la de Ocean’s- con el que parece decirle a la crítica que si él lo hubiese querido, lo hubiera hecho mejor. Su enfoque clínico no siempre lo deja bien parado, pero en aquellas películas que se benefician de él, funciona. Desde ya que lo hacen "hasta ahí"... de un tiempo a esta parte quedó claro que no habría otra gran película de Steven Soderbergh, pero porque él tampoco parece quererlo. En esta nueva entrega, quizás la anteúltima de su carrera y la última que vea una sala de cine siendo que Behind the Candelabra es para HBO, hay dos instancias claramente definidas en las que se conjugan los dos aspectos arriba mencionados del director. La primera parte, dedicada a hacer un estudio metódico de la sociedad de pastillas en la que se vive, con planteos a la industria farmacológica, se desenvuelve muy bien. En cierto sentido similar a Contagion –con la que comparte guionista- desde su enfoque frío y distante, triunfa a un nivel micro donde la otra caía con un estruendo desde lo macro. Aquí encuentra a una Rooney Mara con un sólido retrato de una joven víctima de una fuerte depresión, a un Jude Law que prueba haber hecho la transición actoral de seductor irrecuperable a adulto responsable con la mayor solvencia posible –como se vio en Anna Karenina-, y a un Channing Tatum –último fetiche del director- como una suerte de repetición de su Magic Mike, el agradable bonachón que hace algo moralmente incorrecto –ilegal, en este caso- para lograr salir adelante. Clave es el papel de Catherine Zeta-Jones, comodín que participa a ambos lados de la mesa las peores etapas de la partida. Su rol cobrará más peso a partir de que Soderbergh y Scott Z. Burns, el autor del guión, jueguen a ser Hitchcock y dejen que lo construido durante la mitad de la película empiece a cobrar menos peso. Casi pidiendo perdón a las farmacéuticas, el foco de atención pasa a ser la conducta de los psiquiatras, mientras se indaga en un misterio que va más allá de lo imaginado. Si bien suele ser un cumplido el afirmar que en una trama de suspenso no se supone lo que va a venir, en el caso de Side Effects es un arma de doble filo. Es una sorpresa permanente, si, pero también lo es porque los realizadores escribieron un argumento "desmontable". Como si se tratara de piezas de ensamblaje, se forma una estructura dramática que se sostiene por su cuenta, pero que vira de tono completamente a raíz de la incorporación de un acoplado de suspenso prefabricado, con revelaciones cada vez más hiperbolizadas y con el recurso gastado, empleado sin el mejor tino, de revisitar todo aspecto de la película pero desde otro ángulo. Con un tiro por elevación, Sodebergh conseguía desde un caso pequeño una crítica generalizada y lo hacía con éxito. El perder de vista el panorama más amplio para indagar más profundo en lo particular, lo lleva a desperdiciar mucho de lo conseguido en pos de un thriller de fórmula. Y ese es el verdadero efecto colateral.
Tratándose de la adaptación de una novela con semejante premisa, el resultado de Warm Bodies es de lo mejor que se podría haber obtenido. Es la frescura de un director como Jonathan Levine la que ofrece, al menos por una buena porción de la película, otra cara a lo que de otra forma sería una variante de Twilight pero con criaturas menos estilizadas o pensantes. R está en conflicto consigo mismo, con su naturaleza cambiada y su hambre incontenible. En un tiempo en que los zombies se han vuelto a poner de moda gracias a The Walking Dead, ofrece una faceta que es impensada: un muerto vivo con cierto grado de consciencia. Así es que, al menos hasta la mitad del metraje, será él quien narre una propuesta que sorprende por su vitalidad. Con buen sentido del humor y algo de añoranza por un pasado que fue mejor –lo cual Levine transforma con inteligencia en una crítica social-, se desenvuelve en un nivel interior con un dinamismo que le saca varios cuerpos de distancia tanto al amodorramiento de su fuero externo –su condición de cadáver- como a los competidores que buscan instalarse como alternativa literario fílmica para adolescentes. El realizador de 50/50 demuele el prejuicio que debería formarse desde la simple lectura de la sinopsis a partir de la creación de un carismático zombie hipster "amante" de los vinilos –son muy logrados los pasajes en los que la música diegética se hace cargo de la escena-, al cual retrata con una paleta de colores oscuros que en el momento preciso pasa hacia otros más cálidos. R piensa con mucha más velocidad que con la que actúa, con un ida y vuelta mental que entrega el costado más apetecible de una película despreocupada que bien pudo haber jugado en la comodidad del espacio conocido, como hacen tantas otras que también tratan de clavar los dientes en aquel lucrativo mercado. Desde el inicio se sabe que eventualmente cambiará hacia tierra firme, con el pesado lastre de Crepúsculo a cuestas y el innecesario basamento en Romeo y Julieta. Si bien la relación entre los personajes de Teresa Palmer –por momentos muy parecida a Kristen Stewart pero con algo más de sangre en las venas- y Nicholas Hoult –que sale bien parado, sin dudas- estuvo presente desde el comienzo, a medida que se convierte en algo posible, Warm Bodies pierde su fuerza, a la vez que su guión descontracturado gana en seriedad. R deja de racionalizar porque se hace más ducho con sus expresiones, pero con un un hablar todavía pausado y una mente adormecida, lo que tiene para decir carece del ingenio y la comedia que tenía en la primera parte. Sean o no probables, con sus últimas dos películas el director se ha permitido explorar el amor, la amistad y las conexiones humanas a partir de situaciones complejas para las que ninguna de las partes están preparadas, y lo ha hecho con cuantiosas dosis de humor y mucho interés por sus personajes –lo incondicional tanto de Seth Rogen como de Rob Corddry para con sus compañeros de ruta, así como su función como comic reliefs, termina emparentándolos-. Hasta que lo obvio se hace cargo de la escena y las resoluciones se aceleran en pos de una certidumbre absoluta, Warm Bodies tenía algo que decir y su interés se potenciaba por la forma en que lo hacía. Jonathan Levine es, a fin de cuentas, quien se anota el mayor triunfo por pensar una forma diferente de contar una historia muy familiar.
Las mujeres fuertes en condiciones desfavorables son los personajes que han hecho un nombre de Joe Wright, especialmente cuando se trata de retratos de época. De ahí se puede obtener que uno de sus trabajos menos reconocidos -aunque se trate de un producto redondo- sea The Soloist, donde son dos los hombres que comparten la escena. Anna Karenina supone una vuelta literal a su primera época –puesto así parecería que el director tiene una carrera más larga que los 8 años desde su ópera prima-, con una adaptación de una novela clásica, con el agregado del protagónico de Keira Knightley. Fiel a su marca personal, el londinense crea una pieza impecable desde lo estético. Es que la Anna de Karenina no es Hanna y las búsquedas estilísticas del realizador no se perciben como el pretencioso intento de quien hace en todas una de más, aún a costa de perjudicar seriamente la narrativa. Si su mano hacía que aquel film de intriga y espías cayera de bruces contra propuestas similares dentro del género, como The International de Tom Tykwer, en la adaptación de una novela como la de León Tolstói funciona por ofrecer una mirada fresca alrededor de un material que ha sido abordado en múltiples ocasiones. Con una notable puesta que entrecruza lo cinematográfico con lo teatral, Wright aporta un inusitado dinamismo al guión de Tom Stoppard (Shakespeare in Love). El abordaje, no obstante, acaba por ser invasivo. Más preocupado en la forma de contar que en lo que realmente cuenta, el inglés pierde el foco sobre sus personajes, incapaces de transmitir algún tipo de emoción. La estética se apodera del drama y el ritmo impostado que ofrece la escenificación de la pantalla impide generar empatía alguna con sus protagonistas, sin poder tomar posición –o al menos hacer una leve inclinación- hacia la adúltera, el marido fiel o el joven amante. Más allá de la carencia de pasión –es notable cómo son Kitty (Alicia Vikander) y Levin (Domhnall Gleeson) quienes transmiten más impresiones con mucho menos tiempo en pantalla-, Anna Karenina todavía resulta en un logrado perfil de la vida en la alta sociedad rusa de fines del 1800. El engaño, la política y el sentir contenido, en favor de la imagen pulcra, son temas de sorprendente actualidad y en general resulta una propuesta correcta -que se hubiera beneficiado de un acercamiento más acalorado puertas adentro-, más allá de que la ambición del director fuera evidentemente mayor. Quizás entonces haya que mencionar al elenco, con un Jude Law que recoge el guante con grandeza y se planta en la vereda de enfrente de donde estaba hace tan solo un tiempo –él fue Alfie después de todo-, y se ubica muy por encima de la pareja joven que lo acompaña, con un Aaron Taylor-Johnson tan aniñado y medido que no termina de dar la talla y una Keira Knightley que pudo haber ofrecido una interpretación fabulosa, pero a quien la falta general de emociones la dejan sólo como un recuento de gestos faciales. Algo así como lo que ocurre con Anna Karenina y su ausencia de lágrimas, alegrías o cualquier elemento que pueda movilizar un sentimiento.
Parker es la nueva película del prolífico Jason Statham, pero en una versión que hace años no se ve. Desde la muy buena The Bank Job (2008) que el actor no encabezaba un proyecto en el que él no fuera Statham, un sinónimo todavía creíble de lo que tiempo atrás era Stallone, Schwarzenegger o Van Damme. Es que los roles similares al Frank Martin de The Transporter –papeles que lo convirtieron en el menos prescindible de los Expendables- han hecho olvidar que algunas de sus grandes películas lo tenían sólo como el inglés que convence cuando habla, sin repartir las palizas por doquier que se sabe puede entregar. En la línea de Lock, Stock and Two Smoking Barrels, Snatch, The Italian Job o Revolver -otras en la lista de un Statham que no es Statham-, se inscribe el último trabajo de un Taylor Hackford (Ray) que se ha mantenido bastante callado en la última década. Aquí ofrece una cara deslucida de su atlético protagonista de la mano de una película que no termina de demarcar su rumbo, con una notoria carencia de acción, en caso de querer anotarse en dicho género, o de intriga y ritmo, como un thriller que asoma y no termina de salir a la luz. Aún a pesar de lo transparente de su recorrido, el guión de John J. McLaughlin (Black Swan, Hitchcock) logra evitar muchos lugares comunes y, en ese sentido, resulta en una bienvenida sorpresa dentro de su falta general de definición. En cierta forma similar a Jack Reacher -el antihéroe con un código personal-, presenta pequeños pero evidentes volantazos de cara al cliché, tanto en las decisiones del personaje central como en las líneas argumentales que se trazan para sus contrapartes femeninas, más allá de que el tronco central de la trama sea básico. Con casi dos horas de metraje al momento de los créditos, es difícil no notar que Parker tiene un conflictivo manejo de los tiempos. El director quiere exprimir cada secuencia y su mano es invasiva –hay hasta un ralenti horrible símil Broken City-, con tres grandes arcos –el robo presentación, la búsqueda/sanación y el desenlace- a los que le sobran largos minutos. Así se da la tardía aparición de Jennifer Lopez, algo que de buenas a primeras se agradece a pesar de que su interpretación de bajo perfil resulte convincente, pero también se pierde a Nick Nolte, a quien cada vez se le entiende menos al hablar pero que en el último lustro ha vuelto a recuperar terreno perdido. J-Lo llega muy avanzada la película y Hackford quiere darle un fuerte contexto emocional, con problemas familiares, económicos e incluso un policía enamorado que la persigue, y si bien abre las puertas a un humor negro que le sienta bien, termina por estirar más un producto que parece no querer cerrar. Parker tiene a Statham y quiere ser más que otra variante de El Transportador, pero se queda corta al no terminar de establecer nunca qué es lo otro que quiere ser. Con el pase de antorcha que Sly le hizo en The Expendables a la última estrella del cine de acción, también le pasó un poco de la suerte que corrían sus películas cuando Stallone no hacía de Stallone. Aún siendo buena, Parker tendrá el mismo destino que Driven… o, peor aún, que Shade.
Una película que nace de un cortometraje generalmente lo hace condicionada. Con A y B como puntos fijos de partida y llegada, lo que ocurre en el camino suele percibirse como relleno, un inevitable letargo para una conclusión conocida. El de Mama es un caso particular que, por motivos de origen, no tropieza con este problema. Ocurre que, con un material fuente de breves 3 minutos en los que se suceden eventos no explicados, Andy Muschietti no se ve limitado de ninguna forma y utiliza su creación original como una inspiración para desarrollar una sólida propuesta de terror clásico, de aquellas que hoy tanto se necesitan. Tras una potente secuencia inicial, lograda desde la locación que se utiliza hasta los eventos que en ella ocurren, el director argentino dispone los escasos recursos que utilizará para crear una pieza de horror única que es, sobre todo, honesta. En principio hay un fuerte componente físico, desde el andar contorsionado en la temprana aparición de las pequeñas protagonistas hasta la utilización de un actor –Javier Botet- para que ponga el cuerpo al fantasma del título que, de no tener el dato por parte de los involucrados, a primera vista parecería hecho con CGI. Los hermanos Muschietti son sinceros. Siendo la solución al misterio más sencilla de lo que uno esperaría, la apuesta es efectiva y su razón es clara: el horror es real. Pero lo es para un espectador que no solo ha visto más que los adultos no iniciados, sino que además lo ha hecho con ojos diferentes a los de las niñas, que se debaten entre la inocencia total o el contacto miope. Bárbara y Andy, junto a un Guillermo Del Toro que en pocos años se convirtió en una de las mentes más frescas y brillantes de la industria, pergeñan una historia en la que lo sobrenatural es un elemento claro, pero que pierde espacio ante el poder de la sugestión. Menos es más y, donde la mayoría caería presa del efectismo puro, ellos dosifican las apariciones de su fantasmagórica figura, recluyéndola a armarios, sombras o al abismo debajo de cada cama -lugar por excelencia donde ubicar los más graves miedos infantiles-, así como también con un perfecto uso del fuera de campo. Desde ya que el resultado sería diferente de no estar Jessica Chastain a bordo. Con una producción que data de fines del 2011, la película tiene su estreno poco más de un año después de su explosión y automática transformación en una de las mejores actrices del momento. Lejos de ser una scream queen, soporta la aterradora presencia de una entidad maligna, a la vez que lidia con la pesada carga dramática del asumir responsabilidades que no le corresponden de forma directa y terminar de madurar en una situación extrema. Todas sus facetas las hace carne y basta un simple gesto –una palmada en la frente que es tanto deseo de buenas noches como golpe contenido- para evidenciar su grandeza como intérprete. Sobre el final, Mama pierde algo de su potencia. Mientras lo sobrenatural y lo explícito se apoderan de la acción –Muschietti incluso se hace lugar para incluir la secuencia central de su cortometraje-, lo sugerido pierde todo su terreno y la liviandad del interrogante queda totalmente expuesta. Cae en el lugar común porque lo necesita, con el costo en el camino de explicar aquello que funcionaba bien por carecer de respuesta. Aún así el film funciona perfectamente por tratarse de una de las apuestas más redondas que el presente del género tiene para ofrecer, incluso cuando acaba por olvidar que uno de los miedos más grandes es a lo desconocido.
Oscar tiene algo de Hugo, pero tiene más de Alicia. Entre los tres está Sam (Raimi), quien intenta lograr un equilibrio entre dos películas y la suya e, inevitablemente, se apoya en la última. Oz: The Great and Powerful tiene un inicio notable, con una clara elección estética que diferencia lo que es Kansas de la tierra encantada, a la vez que distingue dos etapas de una producción que juega en terrenos que poco tienen que ver con los espacios físicos. Es que desde un principio hay una celebración del espectáculo clásico –da una pauta el 3D con uso exhibicionista-, del artista en sus orígenes, retrato en blanco y negro de una época vinculada a los comienzos del cine. Así como Martin Scorsese –salvando las distancias- se empapó de Georges Méliès para contar la historia del niño Cabret, ocurre algo similar con la figura de Thomas Alva Edison. Pero aquí hay un acercamiento a pasos agigantados a Alicia y no en el sentido de Lewis Carroll, sino en la forma de uno de los traspiés más graves de Tim Burton. Raimi cae por la madriguera del conejo en el País de las Maravillas y del CGI, en la tierra del impacto visual y la falta de contenido, y así Oz, la del arranque poderoso, pierde fuerza con cada fotograma que se sucede. No obstante, el camino hacia la redención definitiva se disfruta. Es que esta, una de las películas menos propias de un Sam Raimi que parecía querer volver al terror con que se hizo grande desde Drag me to Hell para dejar el proceso inconcluso, tiene un combustible sorpresa para llegar a la ciudad mágica, cortesía de los guionistas David Lindsay-Abaire (Rabbit Hole, Rise of the Guardians) y Mitchell Kapner (The Whole Nine Yards): un destacado sentido del humor. Con un protagonista (James Franco) cuya característica principal es la de ser un embustero irremediable y algunos personajes secundarios como Finley, el mono que vocaliza Zach Braff, y la niña de porcelana, el viaje a lo largo del camino de ladrillos amarillos es sumamente placentero. La comedia es una parte tan importante de Oz: The Great and Powerful que las carencias argumentales recién empiezan a ser evidentes una vez que la risa se desvanece y el recorrido se torna "serio". El director descuida el relato por mucho tiempo, con un avance que se vuelve cada vez más lento y predecible. La memoria se recupera recién sobre el final, con una puesta en escena directamente enlazada con el comienzo de la película, con las proporciones épicas que el espectáculo de una vida tiene que tener. No hay lugar como el hogar y Kansas salva a Oz a base de ilusiones y engaño. Raimi recuerda a tiempo que la clave es siempre ofrecer un buen show.
Hitchcock!: la historia de Hitchcock En cierta forma Hitchcock es similar a Anvil! The Story of Anvil, aquel excelente documental que supuso la presentación de Sacha Gervasi ante el mundo en el 2008. Sin el elemento del fracaso permanente de aquella banda de metal canadiense, comparte la presencia de notables protagonistas sin el reconocimiento que saben son merecedores, la búsqueda de la obra cumbre, el apoyo incondicional de la familia y una crítica a una industria incapaz de reconocer la genialidad aún cuando esta se abre ante sus ojos. Y sin embargo, entre ambas películas dista un abismo. Basada en el libro Alfred Hitchcock and the making of Psycho, esta última producción parece construirse de retazos de films anteriores, todos de una suerte superior al que aquí compete. El guionista John J. McLaughlin condiciona a su personaje central a repetir las vivencias de la joven bailarina clásica de su trabajo más destacado hasta la fecha, Black Swan, en el sentido de que las presiones internas por la autosuperación y el temor a la más miserable derrota le provocan alucinaciones y una alienación total con quienes tiene a su alrededor. Hitchcock transpira Capote por los poros y representa un contundente fracaso al momento de intentar repetir un período en la vida coincidente con el proceso creativo de una obra maestra. Seguramente perjudicada por un tono cómico que produce un sentido de liviandad generalizado, Hitchcock se percibe como una oportunidad desaprovechada. Tratándose de un film sobre uno de los cineastas más grandes de todos los tiempos, no son demasiados los aspectos en los que esta se destaca, con una actuación interesante de uno de los protagonistas –que no es Anthony Hopkins, como hubiera sido mejor, sino Helen Mirren- y un concepto que llama la atención desde el vamos: el detrás de escena de Psycho. Sin tratarse de una delicia para el cinéfilo –muchos elementos a los que se da una importancia trascendental son de público conocimiento- supone una mirada nueva a una película que ha recibido una exagerada cantidad de visitas –entre remakes y secuelas- desde su estreno hace 53 años. El psicologismo burdo con que Gervasi aborda a su personaje no oculta el hecho de que se trata de otra forma de ver a una de las películas determinantes de la historia del cine, así como también la posibilidad de explorar el lado menos conocido del realizador, el de sus relaciones personales. Con un guión con mucho optimismo y más consciencia del futuro del que debería tener, uno de los mayores problemas de Hitchcock es la constante sobreexplicación de todo lo que sucede. Con tanto hincapié en la psicosis de su director, es una paradoja que tanto el escritor como el realizador londinense no busquen dejar algo de aire en la trama como para que esta respire y el espectador indague por su cuenta. Basta ver el rodaje de la famosa escena de la ducha, y lo que ocurre con las rabiosas indicaciones del cineasta, como para comprender que la interpretación de la audiencia no está dentro de las posibilidades –algo que haría llorar al maestro del suspenso-. Con un nombre fuerte en la adaptación, con un director que demostraba condiciones para crecer, sin problemas de presupuesto y un gran ensamble de reconocidos actores –incluso en roles mínimos-, esta película prueba ser como el fallido maquillaje de Hopkins: demasiado obvio como para funcionar.